Cada atardecer del ocho de diciembre hay algo curioso que todos los transeúntes que deambulan por las calles de Lyon pueden notar si viran sus cabezas hacia las casas adyacentes. Filas de ocho veladoras iluminan cada uno de los ventanales de algunos hogares.
Es algo que ocurre desde mediados del siglo XIX, cuando se inauguró la estatua dorada de la Virgen María que custodia la Basílica de Fourvière, en lo alto de la colina homónima. La gente decidió desde entonces venerar a la virgen encendiendo veladoras en las fachadas de sus casas.
Desde mi llegada a Lyon, mi compañero de piso me hizo lavar cada uno de los envases de yogur que comía por las mañanas. Tras dos meses guardados en una caja en el sótano, los usó para colocarles una vela dentro. Y llegado el ocho de diciembre, ocho velas fueron las que colocamos en la ventana de nuestro apartamento, y en cada una de las cuatro ventanas del nuevo piso que él había comprado, justo a la orilla del río Ródano, desde la que se tenía una increíble vista del centro de la ciudad.
Si bien ni Olivier ni yo nos consideramos católicos, las luces son cautivadoras desde donde se les vea. Y las veladoras no son las únicas que al día de hoy iluminan Lyon cada 8 de diciembre.
Aquella noble tradición cristiana se ha convertido en uno de los festivales más aclamados de Francia. La llamada Fête de Lumières, o Fiesta de las Luces en español.
Pero para llegar a ser uno de los eventos más concurridos de toda Europa no basta con solo encender veladoras. La gente espera algo mucho más atractivo. Y Lyon supo dárselos.
La Fête de Lumières dura normalmente cuatro días, siempre celebrada alrededor del día ocho de diciembre. No hace falta mencionar que la ciudad está ya decorada desde principios del mes con los adornos que anticipan la Navidad.
Cuando en 2015 mis planes de mudarme a trabajar a Lyon fracasaron no sabía lo afortunado que había sido. Porque en 2015 la Fiesta de las Luces fue cancelada, posterior a los ataques terroristas de París en noviembre de ese año.
Aunque en 2016 mucha gente se sentía todavía escamada por los sucesos, tocaron madera y esta vez acudieron más de dos millones de visitantes. Entre ellos yo.
Así, dos días después de mi cumpleaños, la Fiesta de las Luces dio comienzo el jueves ocho de diciembre, prevenidos todos sobre el descenso en la temperatura exterior a menos de cero grados centígrados.
La entrada a la presqu’île (el centro de la ciudad) no fue tan complicada como pensamos. Un par de revisiones por parte de los elementos de seguridad fueron suficientes. Antonia y Alke, mis compañeras de trabajo en Francia, parecían haberse abrigado mejor que yo para la ocasión. Yo con un par de suelas de peluche y ropa térmica debajo creí que sería más que suficiente.
La Plaza de Bellecour es la explanada más grande en Lyon. En temporada navideña una enorme rueda de la fortuna se posa en uno de sus extremos. Y es allí donde se proyecta el espectáculo de luces.
La Fête de Lumières finalmente ha evolucionado. Pasó de ser una simple tradición católica con veladoras a un masivo y moderno festival de luces y sonido.
Aquel cortometraje animado encajaba perfectamente en la circunferencia de la rueda de la fortuna y mostraba a un Papá Noel que caía por una montaña rusa.
Más adelante logramos cruzar el río Saona para alcanzar la catedral Saint Jean, en el Viejo Lyon. Aquellos 700 metros que normalmente toman unos 10 minutos andando se convirtieron entonces en casi media hora de recorrido a pie. La cantidad de gente que transitaba el centro era exorbitante.
Posados en la Plaza de Saint Jean, la multitud se detuvo cuando las luces se apagaron, dando lugar a un espectáculo de luces mucho más abstracto del que habíamos sido testigos en Bellecour.
Las paredes de la catedral parecían desmoronarse pedazo a pedazo disparadas por un rayo láser, y se reconstruían al ritmo a de la música electrónica.
Desde el edificio frontal todo parecía un caleidoscopio gigante, ante el cual los asistentes aplaudían vigorosamente.
En el medio de la colina de Fourvière, frente a la catedral, el anfiteatro romano se colmaba de veladoras, y sobre sus antiquísimas gradas de piedra se proyectaba lo que parecía ser un videojuego, al estilo de Mario Bros, que brincaba sobre los escalones para escapar de los disparos.
Pero la corona de la Fiesta de las Luces se posa precisamente en la colina de Fourvière, donde desde el siglo XIX se alza la estatua de la Virgen María, sobre la basílica.
Un letrero de luces forma la frase “Merci Marie” sobre el cerro, que puede verse desde varios puntos de la ciudad. Y no es casualidad que los lioneses hayan decidido venerar a María.
El siglo XIV fue uno de los momentos más difíciles para toda Europa, pues un suceso peor que cualquier guerra asolaba sus ciudades. La peste negra.
Se cree que la mortal enfermedad entró por Crimea gracias a la invasión de los mongoles, y pronto se expandió por la mayoría de los reinos europeos.
La peste bubónica acabó con un tercio de la población en Europa, África del norte y Asia. No era de extrañarse que todas las ciudades en el Viejo Mundo temieran por la bacteria.
En el tardío siglo XVII, la peste azotaba el sur de Francia, y la bacteria parecía esparcirse sin cesar. Los lioneses, llenos de miedo, no tenían más que hacer que rezar para que Dios los protegiese. Y, por fortuna, la peste nunca logró entrar a la ciudad.
Fuese por los sistemas de seguridad de sus guardias o por el sistema inmunológico de sus habitantes, los citadinos creyeron que la Virgen María los había protegido. Y desde entonces se ganó el corazón de los lioneses.
Antonia, Alke y yo, acompañados por Plinio, un brasileño al que alojaba con AirBnB, cruzamos de vuelta al centro de la ciudad para un último show de luces. Para ese entonces, mis pies estaban casi congelados. Bien me lo había advertido Olivier: estar expuesto al frío de Lyon por un tiempo tan prolongado no puede ser bueno para las articulaciones.
Con extrema lentitud llegamos a la Place de Terreaux, donde una película sobre un Santa Claus ecológico y su simpático búho se proyectaba sobre el Ayuntamiento y el Palacio de Bellas Artes, llevando un buen mensaje a la ciudadanía y los turistas: detengan el calentamiento global.
Un vaso de vino caliente y un pain au chocolat fueron necesarios para volver a casa reconfortado.
Los siguientes dos días volvería a los mismos lugares para ver los mismos espectáculos de luces, ninguno de ellos capaz de aburrirme. Y luchando contra el frío decembrino, la Fête de Lumières fue el mejor regalo de cumpleaños que Lyon pudo haberme dado. Un festival que, indudablemente, me atrevo a recomendar.
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