Odisea fronteriza
Cuando creímos que nuestro viaje terminaba, y que debíamos volver a la estruendosa Ciudad de México, el conductor del moto taxi, Germán, nos había convencido de cruzar la frontera con Guatemala y reencontrarnos con Guille. Sólo había una cosa: no sabíamos dónde estaba Guille, además él no sabía que iríamos. Así que enviamos un mensaje a su celular, esperando que lo leyera pronto.
La odisea comenzó desde la carretera en Chiapas, donde se ponchó una de las llantas y Germán tuvo que cambiarla Nos condujo por la autopista de La Trinitaria. Pasamos a la casa del taxista en un poblado cercano, para recoger a su esposa y cambiar el taxi por una camioneta más grande. Nos sentamos en la parte trasera y ambos nos llevaron hasta un pueblo en la frontera llamado “Gracias a Dios”. El nombre nos parecía muy gracioso, pero no tenía mucha similitud con la sensación de estar ahí.
En la oficina no nos dejaron pasar. Germán alegó por nosotros, pero al final nada ocurrió. Nos dijo que había otra ciudad más al sur donde seguro podríamos pasar, pero nos dijo que él no podría llevarnos. Nos enojamos un poco pues sólo nos había cobrado y estaba a punto de dejarnos en medio de la nada, cuando nos prometió llevarnos a donde cruzáramos la frontera. Al final, sólo nos condujo a una carretera, donde tuvimos que tomar otra combi hacia Ciudad Cuauhtémoc, un pequeño pueblo fronterizo. Teníamos algo de prisa, pues se nos hacía cada vez más tarde, y queríamos cruzar aún con la luz del sol.
Llegamos a Ciudad Cuauhtémoc casi a las 6 pm. La luz estaba a punto de ocultarse. La ciudad parecía un caos, la gente entraba y salía como si la frontera no existiera, y se vendían muchas cosas por doquier. Nosotros caminamos todo recto por la calle que nos indicaron, y nada más no veíamos la línea fronteriza. Pronto, vimos una pluma para tapar el paso a los autos. Supimos que esa era la frontera, pero no había ningún oficial de migración, ni mexicano ni guatemalteco.
Pasamos como si nada, sin ningún impedimento. Pero quisimos hacer las cosas de la “manera correcta”, así que buscamos la oficina de migración y entramos a hablar con el oficial. Nos hizo llenar la hoja de ingreso y pidió algunas identificaciones. Como no teníamos pasaporte, nos hizo pagar un permiso de estadía de una semana, que no nos salió tan caro. Cuando terminamos con el papeleo, nos dijo: “tengan cuidado, este es un país sin ley”. Vaya bienvenida que nos habían dado
Saliendo de la oficina, unos hombres se acercaron a nosotros ofreciéndonos cambiar nuestros pesos mexicanos por quetzales, a la paridad de 1 quetzal a 2 pesos. No tenía una idea de cuánto debía pagar, así que cambiamos nuestro efectivo.
El sol ya se había ocultado, y por si las palabras del oficial no hubieran sido poco para asustarnos, de repente la luz eléctrica en la ciudad se apagó en todas partes. Era terrible. El oficial nos había dicho: “les recomiendo no parecer turistas chicos”. Pero ¿cómo no parecerlo? Estábamos caminando por la ciudad, de noche, cargando grandes mochilas, una casa de campaña y volteando a todos lados, creyendo que alguien nos seguía. Teníamos mucho miedo
Preguntamos dónde estaba la estación de autobuses, pues queríamos tomar el bus a la ciudad capital lo más pronto posible. Caminamos algunas cuadras más, iluminados por las velas y los celulares de la gente alrededor.
En la terminal, había ya un autobús estacionado y mucha gente esperando sentada. Nos dirigimos a la ventanilla y pedimos a la chica por tres boletos a la capital. Como no tenía luz, no pudo mirar en su computadora, e iluminando con una vela, miró algunos papeles y nos dijo que ya no tenía asientos libres. Nos pidió unos minutos y habló por su celular con alguien. Después nos dijo que el próximo bus salía hasta el próximo día a las 11 de la mañana.
No queríamos esperar tanto y, por supuesto, no deseábamos pasar una noche a oscuras en ese aterrador pueblo. Ante nuestras plegarias, la joven nos comentó que había otra opción, pero que quizá no sería mucho de nuestro agrado. Así que nos dio las indicaciones para llegar a otra “terminal” de buses, desde donde salía uno a la capital a la 1 de la madrugada.
Sin más, probamos suerte y caminamos hacia la estación. Cuál sería nuestra sorpresa al ver el peor autobús de nuestras vidas Pensando que quizá ni siquiera servía, preguntamos al chofer si había salidas esa noche para la capital. Nos dijo que sí, y que tenía lugares, pero debíamos esperar hasta la 1 am.
Resignados, nos resguardamos un rato más en una pequeña fonda, donde, exhaustos, cenamos un poco a la luz de las velas. Regresamos al bus y dejamos nuestras maletas. Tratamos de dormir un poco en los incómodos asientos, entre el olor a orina, fierro oxidado y el sudor del conductor que se paseaba por el pasillo Sabíamos que sería una noche larga y dura.
Desde ahora, pido disculpas por no mostrar fotos de todo lo acontecido, pero con el miedo que vivíamos, ninguno se atrevió a sacar la cámara fotográfica frente a la gente.
El camión arrancó a la 1, con pocos asientos ocupados y aún con el pueblo a oscuras. Yo estaba seguro de que estaba excediendo la velocidad permitida en la carretera, pues manejaba demasiado rápido. Y casi como si creyera que necesitábamos más ruido que el motor viejo del auto, puso música cristiana a todo volumen. Canciones que hablaban sobre Cristo, el Salvador. Al menos nos dio un poco de risa y nos tranquilizó.
Esa tranquilidad se esfumó cuando, por ahi de las 3 de la mañana, el bus hizo una parada en un pequeño pueblo y yo escuché a dos hombres detrás de mí hablando sobre un bus que se había caído al precipicio la noche anterior.
No pude evitar voltearme y preguntar qué había ocurrido. Me dijeron: “sí, aquí en Guatemala asaltan los buses por las noches; los maleantes detienen al conductor y se suben a robarle a todos los pasajeros. Y si el autobús no se detiene, le disparan a las llantas. Eso pasó ayer, le dispararon y el camión se volcó, y todos murieron”.
Pueden imaginar mi cara al escuchar todo eso Estaba sentado en un bus en Guatemala, a mitad de la noche, con mi cámara, sin papeles legales y con todo el dinero que me quedaba en efectivo. Me apresuré a contarles a Sonia y Dany, y comenzamos a esconder nuestras cosas de valor, dejando algo de dinero para regalar por si nos asaltaban.
Para acabar, resultó que ambos hombres con los que platiqué eran traficantes de migrantes Me di cuenta cuando les dije que yo era de Veracruz, México, y ellos contestaron: “hemos estado ahí, por ahí los pasamos para ir al otro lado” (refiriéndose a los Estados Unidos). Sin embargo, ninguno de los dos me daba mala pinta; al final, para muchos de los países centroamericanos, pasar migrantes ilegalmente debe ser prácticamente un trabajo como todos.
Mientras más avanzábamos y hacíamos más escalas, el camión se llenaba más y más. Tanto, que llegó el punto en que debían sentarse tres personas por cada siento para dos. Era terriblemente incómodo, sumado al mal estado de las carreteras y a la mala forma de conducir del chofer.
Finalmente, el sol apareció en el horizonte. Ya no nos sentíamos tan vulnerables. En una de las últimas escalas, la gente bajó y le dije a Dany: “creo que ya no corremos tanto peligro”. De repente, un señor subió al bus con periódicos en la mano y comenzó a gritar: “¡Masacre, masacre! ¡Matan a 20 niños!” Parecía un chiste Aunque al final nos enteramos que la matanza de niños era una noticia acaecida en Detroit, EUA.
Llegamos a Guatemala capital cerca de las 10 am. Estábamos destruidos, sin bañarnos y sin dormir. Habíamos recibido un mensaje de Guille; nos dijo que estaba en La Antigua Guatemala, una ciudad colonial cerca de la capital.
Un poco perdidos, preguntamos a la gente por información turística, pero nadie parecía saber, ni siquiera los policías. Cansados de caminar con las mochilas bajo el sol, en una ciudad caótica donde la gente no nos trataba muy bien, entramos a un McDonald's para descansar y comer algo.
Ahi dentro, un señor amable nos habló y nos dijo: “Guatemala es una ciudad muy peligrosa, no se metan al centro”. Parecía que éramos los únicos turistas en la ciudad. No obstante, el señor nos dio indicaciones para comprar el ticket a Tikal y cómo llegar a La Antigua.
Agradecidos de haberlo conocido, seguimos sus instrucciones y nos dirigimos a la terminal de autobuses. Compramos el ticket hacia Tikal para esa misma noche y tomamos el bus hacia La Antigua.
La ciudad es muy cerca de la capital, a unos 50 km al oeste. Luego de casi 1 hora, llegamos y caminamos en busca de la Plaza Central. Ahí, después de 2 días de despedirlo en la carretera, hallamos a Guille junto con su hermano y dos amigas guatemaltecas.
Nos vio todos agobiados y ojerosos después de nuestra odisea. Nos ofrecieron dejar nuestras mochilas en el hostal que habían pagado. Aceptamos tomar una ducha rápida y salimos a recorrer un poco la ciudad.
La Antigua Guatemala es bastante diferente a la capital. Tiene una muy bien conservada arquitectura renacentista que data de la época colonial española. Además, es una ciudad bastante amable para los turistas y los mochileros que llegan de todas partes. Sentimos pronto el aire diferente del que habíamos vivido las horas anteriores en el resto del país.
Además, la ciudad está al pie de un volcán, conocido como el Volcán de Agua, lo que enmarca un paisaje muy lindo y pintoresco.
Luego de un recorrido por sus calles empedradas y de contar nuestra odisea a Guille y sus amigas, fuimos a un restaurante a comer un poco de pizza y nachos con dips, para terminar tomando unas cervezas en una terraza.
Las amigas de Guille nos invitaban a quedarnos una noche en la ciudad, pues habría una fiesta que parecía muy buena. Lo pensamos algunos minutos, pero al final rechazamos la oferta, pues ya habíamos pagado por nuestros tickets a Tikal, y no queríamos (ni podíamos) perder el dinero, pues poco nos quedaba.
Así que, nuevamente, nos despedimos de Guille, esta vez de forma definitiva, y de su hermano y sus amigas. Tomamos el mismo bus de vuelta a la capital y emprendimos el viaje nocturno a Flores, el pueblo más cercano a la zona arqueológica de Tikal.
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