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Berna: más que el primer mundo

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AlexMexico

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Un puñado de días viviendo en Francia bastaron para comprender lo que verdaderamente es un país primermundista, y para disfrutar de los beneficios de ser asalariado bajo un régimen tributario tan humano.

Llegué a Francia para dar clases de español a alumnos de 14 a 18 años en una escuela pública de Lyon. Y las prestaciones laborales, aún con un contrato temporal, superaron mis exigentes expectativas.

El Ministerio de Educación Francés, como mi empleador, me ofrecía alojo en la residencia del colegio; pagaba la mitad de mi abono de transporte mensual; reducía el precio del menú del comedor a solo 3.14 euros.

Aunque mi recibo de nómina manifestaba la alta (altísima) tasa de impuestos que me era descontada, nunca pude realmente quejarme de los servicios que el gobierno francés pone a disposición de todos sus ciudadanos y residentes.

Y esos beneficios son tantos que, incluso, llegaron a estresarme. Sonará estúpido, pero la gran cantidad de periodos vacacionales angustió mi mente, opacando el tiempo que debía destinar a preparar mis futuras clases.

Como suele suceder, el gremio de la educación es el que goza de más vacaciones en el país, con más de 12 semanas por año (más de tres meses enteros). Algo imposible en una empresa mexicana.

Lo cual quería decir que mi periodo de siete meses trabajando para el colegio se reducirían a prácticamente cinco, descontando las ocho semanas que obtendría como asueto. Sin duda, la mejor noticia que pude recibir al firmar mi contrato.

Así, sin siquiera haber comenzado a laborar y sin haber todavía encontrado un apartamento en Lyon, tuve que darme a la tarea de planear mis vacaciones de tous-saints, un viaje a mediados de octubre que duraría 15 días.

Ante el estrés de preparar clases, buscar un hogar, trabajar para mi segundo empleo en México y concluir los papeleos necesarios con la burocracia francesa, opté por hacer un viaje fácil, rápido y sencillo. Un tour por el centro de Europa viajando por carretera a bordo de buses de bajo costo.

Esta vez no habría vuelos ni aeropuertos. No tendría que preocuparme por llegar con horas de anticipación, por la manera de salir y entrar a la ciudad desde los aeródromos, por el equipaje que llevase conmigo ni por la disponibilidad, horarios y precios.

Y una empresa alemana fue quien me animó a volver a los viajes por carretera: Flixbus, la compañía de buses de menor costo en Europa occidental.

En mi último viaje del viejo continente había volado de ciudad en ciudad, reduciendo mis gastos al máximo con las aerolíneas lowcost. Pero Flixbus se había ahora expandido, y sus precios ridículos y miles de destinos en toda Europa hicieron de mi toma de decisiones una tarea mucho más fácil. Justo lo que necesitaba.

Y sobrevalorando el tiempo que estaría en Francia me incliné por viajar al este, y adentrarme al desconocido centro europeo, que escondía algunos destinos que desde hace mucho llamaban mi atención.

Y para alcanzar los alpes austriacos y los castillos del sur alemán era estrictamente necesario atravesar Suiza, el oasis europeo.

Mucho había oído hablar de Suiza. El mejor país del mundo para muchos. Un paraíso financiero para las empresas. Sede de cientos de asociaciones y compañías multinacionales. Una política neutral con cero guerras ni enemigos. Excelente sistema de salud, excelente cuidado al medio ambiente, excelentes relojes, quesos, chocolates y navajas.

Pero todo ello tiene un precio. Un inmenso costo de vida. Y sabía que viajar a Suiza no era quizá lo más prudente que podía hacer sin haber recibido mi primer salario.

Pero no tenía muchas opciones. La manera más fácil de llegar a los alpes austriacos desde Lyon era atravesando Suiza en tren o por carretera. Y así lo haría.

Y tras solo tres semanas de mi debut como profesor, cogí mi vieja mochila y abordé por primera vez un Flixbus desde la terminal Part-Dieu de Lyon.

Los trenes suizos son un anhelo para la mayoría. Pero un vistazo a su talón de precios haría a esa mayoría comprar el mismo ticket de bus que yo.

El servicio de café, conexiones eléctricas y wi-fi a bordo me hicieron preguntarme cómo aquella empresa podía ser rentable. Su secreto radica en la cantidad de escalas que puede hacer en un solo trayecto (tres en aquel viaje). Y sobre todo, recae en el alto monto de impuestos que Flixbus esquiva por aparcar fuera de terminales de autobús.

De tal suerte que el chofer me dejó junto a una estación de gas, en algún extraño punto de la ciudad de Berna, la capital suiza que sería la primera parada de mi viaje.

Ante mi nuevo desafío (sobrevivir a Suiza sin gastar todos mis ahorros) mi mejor alternativa fue continuar explotando mi red social favorita: Couchsurfing. Y Nora, una estudiante alemana, fue quien me ofreció un colchón en su casa para poder pasar dos noches en la ciudad.

Berna me recibió con una tarde lluviosa, bajo la cual Nora y yo caminamos rumbo a su casa para poder comer el almuerzo.

Nora era originaria de Düsseldorf, y estaba haciendo su tesis en la Universidad de Berna. Sus continuos ciclos de estudio la hicieron buscar una forma de conocer gente nueva para despejar su mente, y encontró en Couchsurfing una atractiva opción.

Halagado por ser su primer invitado, la acompañé a comprar una barra de queso gruyère y una pieza de pan. Así, sabía que empezaba a acercarme poco a poco a lo que era Suiza y su famosa adicción por los quesos.

Nora vivía en una casa de huéspedes con todo tipo de personas. Algo que me recordó a la serie Hey Arnold!, para quien la haya visto.

Cesada la lluvia, salimos a dar un paseo por el centro histórico de Berna.

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Las calles de una de las capitales más pequeñas donde alguna vez había estado nos llevaron sin pierde hacia el casco viejo de la ciudad, que da comienzo con su central de trenes, punto de reunión de la mayoría de los locales.

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Los grisáceos edificios coronados por las tejas nos abrieron paso a la Suiza medieval, edad misma de la que datan la mayoría de sus construcciones.

Aunque la mayoría de ellas fueron remodeladas en el siglo XVIII, el plano urbanístico de la ciudad vieja de Berna es el mismo que desde 1191 se fundó sobre aquella pequeña colina.

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Aunque no era oriunda de allí, Nora conocía ya bastante bien la ciudad, que con sus escasos 140 mil habitantes no se comparaba en mucho a su natal Düsseldorf.

Pero aunque pequeño, el centro histórico de Berna sigue siendo uno de los mejores testimonios del trazado citadino del medievo europeo. Y por ello fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

La torre del reloj pronto apareció al final de la Marktgasse, la calle principal del centro.

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El monumento se posa justo en medio de la colina, y es quizá la estructura más vieja de la ciudad, y sin duda la más emblemática.

Muchas historias se cuentan sobre ella. Pero lo más interesante para muchos locales es saber que, orgullosamente, es uno de los pocos monumentos históricos del mundo sobre el que se puede orinar (hay un mingitorio dentro del cuartel).

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Otro de los grandes atractivos es la fuente del arcabucero. Es una de las fuentes que sobrevivió desde su popularización en el siglo XVI. Ahora sus figuras alegóricas adornan la avenida principal que baja hacia lo más bello de la capital.

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Antes de que la actual Suiza naciera, Berna fue fundada sobre una pequeña colina rodeada por el río Aar, que formó una frontera natural contra los enemigos.

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Hoy la pequeña península se conecta al resto del territorio a través de puentes de piedra, que ofrecen una espléndida vista de la ciudad.

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La leyenda cuenta que el nombre Berna proviene del alemán “bärn” (pronunciado “bern”), que significa literalmente “oso”. Se dice que el duque Bertoldo V de Zähringen, fundador de la ciudad, prometió llamar a la nueva aglomeración según el primer animal que pudiese cazar. Y un oso fue lo que se topó en su camino.

Los locales parecen todavía muy orgullosos de su historia, y los osos están presentes en cada elemento de la capital. Incluso en su bandera.

Y justo al lado del río se ha logrado salvar a una pequeña familia de osos que hoy viven en cautiverio.

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Los nombres de quienes han aportado dinero para el cuidado de estos animales aparecen en cada una de las piedras que pavimentan el balcón desde donde se les puede ver paseando.

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Los osos de Berna se han convertido en el símbolo de la ciudad, y poseen ya un lugar en la mayoría de sus habitantes.

Más arriba de su jaula, un parque brinda las mejores vistas de la ciudad, que en ese entonces se teñía con los fulgurantes colores del otoño.

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Antes de que pudiese volver a llover, volvimos andando por el centro, no sin antes pasar a comprar otra pieza de pan para la cena, en uno de los singulares locales del andador comercial.

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Muchas de las tiendas de la calle principal se encuentran en el subterráneo. Y se accede a ellas por puertas de madera que se abren hacia arriba, y no hacia adelante.

Estas pequeñas cuevas solían ser los sótanos durante el medievo. Bodegas donde se almacenaba todo tipo de víveres que ayudaban a las familias a sobrevivir el invierno. Hoy, bueno, encontramos desde vendedores de CDs antiguos hasta panaderos.

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Al otro día, Nora debía acudir a una de sus clases, y quedé de acompañarla para conocer su universidad.

La Universidad de Berna es una de las mejores universidades públicas de Europa. Nada menos que donde Albert Einstein realizó la Teoría de la relatividad.

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Allí mismo acompañé a Nora para aprovechar las vistas desde lo alto del campus. Y aunque planeaba aprovechar su hora de clase para dar una vuelta, algo me puso en apuros.

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Mi número telefónico había sido cancelado. Hacía un mes que había comprado una SIM card con una compañía francesa, y había pagado 20 euros para tener llamadas, mensajes e internet en toda la Unión Europea (aunque Suiza no es parte de ella). Vinculé la cuenta con mi tarjeta de débito para que pudiesen cobrar automáticamente.

Pero al parecer no había entendido del todo las cláusulas. Ya que no solo cancelaron mi plan, sino que eliminaron mi línea. Ahora no tenía un número para usar.

Ni siquiera podía recibir llamadas. ¿Para qué querría entonces un celular? Sin wi-fi era simplemente nada.

Así que a partir de entonces la tecnología no estaría de mi lado, y volvería a utilizar los encuentros a la antigua: acordando un lugar y una hora.

Esperé a Nora para comer juntos. Un kebab turco fue la opción más barata, que por diez francos suizos (diez euros aproximadamente) fue el kebab más caro de mi vida.

El día anterior, cuando todavía tenía un número de móvil, había quedado de verme con Christian, un couchsurfer que me había invitado a quedarme en su casa. Pero al haber aceptado la invitación de Nora primero, decidimos al menos salir a tomar algo.

Nos vimos en la central de trenes, como cualquier suizo haría. Nora y Christian intercambiaron sus números antes de que ella volviera a la universidad. Así no padecería más de la ausencia de mi línea telefónica.

Apenas al despedirnos, un indigente se acercó mendigando dinero. Christian empezó a hablar un raro alemán con él y caminó hacia una tienda. Compró una bebida y un pan. Se los dio al hombre que, con una sonrisa, agradeció su noble gesto.

Sabía muy pocas cosas sobre Christian. Era joven, 20 años, tocaba el bajo en una banda de rock. Sus brazos se cubrían en tatuajes. Su ceja era atravesada por dos picos. Hablaba tres idiomas, había nacido en la zona francófona de Suiza. Tenía una novia y vivía en una zona rural a las afueras de la ciudad. No había estudiado la universidad y quería ser chofer de tranvía.

Todo ello me pareció interesante. Pero encontrarme a un indigente en Suiza era algo que no esperaba. Y ver a Christian hacer lo que hizo era, sin duda, lo que esperaba de Suiza.

Su evidente personalidad alternativa me invitó a dirigirnos al otro lado de la ciudad, alejándonos un poco del centro histórico, que él suponía que habría visitado ya.

El poco llamativo paisaje nos llevó al pie de un hospital. “Entremos”, me dijo, ante mi cara de estupefacción.

“Aquí es donde trabajo”. “¿Eres médico?”, repliqué. “No, solo hago mi servicio civil”.

En Suiza el servicio militar es obligatorio, aunque puede esquivarse pagando un alto monto correspondiente. Pero es posible evadir al ejército haciendo un servicio civil. Así, Christian decidió ayudar en un hospital.

El servicio civil tiene un salario fijo. Y Christian recibía más de dos mil francos al mes. No mucho, según él.

Tomamos el elevador hasta el último piso. Conocía bien el edificio y sabía que desde su terraza-café se tenía una bella y diferente vista de Berna. Una que no muchos conocían.

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Y entre lo desconocido, bajamos a caminar de vuelta al centro, para que me mostrase uno de sus lugares favoritos.

En la confluencia entre dos avenidas, Christian me mostró un viejo y descuidado edificio que ha sido tomado por jóvenes anarquistas. Fomentan la paz. No hay drogas, prostitución ni actos ilegales. Pero allí la policía no tiene entrada. Solo “el pueblo”.

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Aun en países como Suiza, donde todo parece perfecto, existen movimientos de izquierda que rechazan las ideas del gobierno. No cabe duda de que el ser humano siempre tendrá algo de qué quejarse.

Y si no todo parecía perfecto, Christian me llevó a otro edificio cercano, que resultó ser una oficina donde el gobierno proveía droga a los adictos. Sí, el gobierno suizo regala droga a los adictos.

Era algo difícil de creer. Observar aquel grupo de junkies luego de haber tomado drogas que su gobierno les obsequió me causó, indudablemente, una conmoción. Pero hay una explicación para todo.

¿Qué pasa si le quitas la droga a un drogadicto? Se torna violento, y no tarda en recaer. La mejor manera de abandonar una adicción es ir disminuyendo poco a poco los niveles de consumo, pues el cuerpo adquiere una necesidad fisiológica del producto.

En Suiza, el gobierno se encarga de llevar un expediente de los adictos que se den de alta en su programa. Así, les entrega periódicamente su dosis necesaria, que va decrementando con el tiempo, hasta que el adicto sea capaz de renunciar a su consumo. Eso evita que las personas recurran al mercado negro en busca de mercancía ilegal.

Mientras la tarde avanzaba y Christian relataba cómo es haber nacido en un país como el suyo, caminamos por las calles empedradas que se ocultaban a los lados de la avenida principal, donde un día antes Nora me había llevado.

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Los rojizos tejados que resbalaban el agua de la brisa nos guiaron hasta la orilla del río Aar, donde según él, los pobres solían vivir hace varios siglos.

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Hoy esta zona ha perdido por completo su mala reputación, y es una de las áreas más cotizadas por los residentes. Y tenía sentido el porqué.

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Antes del anochecer, subimos hacia la plaza principal de Berna, just al frente del edificio más emblemático e importante del país. El Palacio Federal.

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Suiza es un país, como dije ya, asombroso. Y no solo por regalar droga (lo siento, me sigue sorprendiendo). Sino por su propia estructura gubernamental.

Se trata de la única confederación del mundo que forma un estado, cuyo nombre oficial es también la Confederación Helvética. Su territorio se divide en cantones, que hace siglos se unificaron para defenderse a sí mismos hasta lograr separarse del Sacro Imperio Romano-Germánico.

Con un sistema representativo y porcentual, existen siete representantes de los cantones en el poder ejecutivo. Eso quiere decir que Suiza tiene siete presidentes.

Por ello, es normal que nunca escuchemos en las noticias sobre el “jefe de estado” de Suiza. O su “líder nacional”. Suiza es un verdadero pueblo unido orgulloso de su lugar en el mundo.

Y ese orgullo lo veríamos reflejado muy pronto sobre el gran Palacio Federal. Literalmente, al caer la noche hubo un espectáculo de luces y música proyectado sobre el edificio.

Se trataba de una animación que celebraba los 150 años de la Cruz Roja, la organización internacional de salud más importante del mundo, y que se creó precisamente en Suiza.

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Finalizado el show, buscamos un buen lugar donde cenar. Y Christian no me dejaría partir sin haber probado el plato más típico de Suiza: el fondue.

Encontramos una mesa en una cálida taberna. No había comido nada en horas, y eso prepararía mi estómago para el siguiente paso.

El caquelon es la olla donde se funde el queso, que se coloca sobre un pequeño hornillo que debe permanecer encendido para que el queso no se solidifique.

La gran cacerola de queso nos fue servida con una canasta de pan, que puede ser sustituida también por papitas cocidas.

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La enorme cantidad de carbohidratos y el grasoso queso hace del fondue un indiscutible plato de invierno. Pero afuera había frío, así que lo ameritaba.

Justo al terminar Nora nos alcanzó fuera del restaurante, y nos acompañó a tomar una buena cerveza en un bar cercano.

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Christian no se iría sin pagar la cuenta del restaurante, y sin regalarme una bolsa de chocolates, como un buen recuerdo de Suiza y sus tradiciones.

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Ese inconcebible sujeto llegó incluso a ofrecerme dinero. “Yo sé que nací en un país rico, en el que muchos quisieran vivir. Nadie elige dónde nacer, yo solo tuve suerte”. Christian insistió en ayudarme con mi viaje, donándome una desconocida cantidad de dinero. Yo insistí en que no.

Su increíble nobleza y la hospitalidad de Nora me dieron de mis primeros días en Suiza una exorbitante sorpresa. Y no podría esperar a llegar a mi siguiente parada: la ciudad de Zúrich.


  • Muy Bueno 3
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Yo solo he estado en Ginebra. Sigue habiendo una diferencia abismal con otros países de Europa y el mundo. Suiza es muy muy desarrollado en todo. Ahora me toca conocer el resto del país!

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    1. AlexMexico
      Último Relato

      El transcurso de una vida urbana puede fácilmente tornarse en algo rutinario, incluso en la grandeza de la Ciudad de México donde, no importa cuándo, siempre se encuentra algo por hacer.

      Si bien, la rutina es algo que se puede fácilmente esquivar en la capital mexicana, hay algo de lo que es imposible escapar. La contaminación y la gente. Un pacífico fin de semana, a solas en el aire fresco, es una demanda de colosales magnitudes en una de las metrópolis más pobladas del mundo. Pero hay algo que la hace única, a pesar de su estresante e incesante actividad.

      Hace casi 700 años, los mexicas (mejor conocidos como aztecas) decidieron construir su capital en uno de los más bellos paisajes del Aztlán, la tierra que ellos consideraban su mundo. Fue en un islote, en medio de un lago rodeado por montañas, donde fundaron Tenochtitlán, lo que hoy todos conocemos como Ciudad de México.

      Los alrededores de Tenochtitlán están cercados de impresionantes paisajes naturales, que dejaron en claro por qué Mesoamérica fue y será el cuerno de la abundancia. Es así que escapar de la ajetreada vida capitalina es, incluso hoy, una tarea fácil.

      Aquella vez, la decisión para reposar un fin de semana fue tomada por Sediel, uno de mis mejores amigos con cuya novia haríamos el viaje. Con una tienda de campaña casi nueva, un saco de dormir y una mochila sedienta por querer ser utilizada, el estado de Hidalgo fue lo que atrajo nuestra atención.

      Contiguo al Estado de México, Hidalgo cuenta con pueblos coloniales, grutas, aguas termales, bosques, cañones, cascadas, minas y un sinfín de interesantes propuestas de aventura. Y muy cerca de Pachuca, su capital, el pueblo de Huasca de Ocampo fue el destino elegido.

      La pequeña localidad nació en la época colonial española, cuando la producción minera atrajo a adinerados hacendarios europeos, que usaron la mano de obra indígena para la explotación.

      El pueblo creció alrededor de cuatro grandes haciendas, y aunque en el declive de la zona (cuando México se volvió independiente) muchos edificios quedaron casi en ruinas, en el siglo pasado se restauró para hacerlo un pueblo de paseo para turistas.

      Son varias cosas que hacen especial a Huasca. Su café, sus leyendas (que incluyen a duendes y brujas) y, sobre todo, su hermosa situación geográfica.

      Ubicada entre la Sierra de Pachuca y el Valle de Tulancingo, los paisajes aledaños a Huasca son un deleite visual, perfecto para los cazadores de un reposo en la naturaleza. Así que en vez de quedarnos mucho más tiempo en Huasca decidimos seguir nuestra ruta hasta los prismas basálticos, uno de los principales atractivos del valle.

      Huasca se emplaza en el oriente del Eje volcánico transversal, una cadena de volcanes que atraviesa el país de este a oeste y lo corta por su parte central. 

      Hace un par de millones de años, el enfriamiento del escurrimiento de lava que se generó en esta zona formó columnas de basalto que tomaron formas de prismas pentagonales y hexagonales. El resultado es hoy una maravilla.

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      El conjunto de prismas encimados entre sí parecen una estructura de legos. Es difícil creer que la naturaleza haya creado formas tan inorgánicas por sí sola.

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      Accedimos a los prismas bajando unas escaleras que llevan hasta un pequeño corredor, por donde cae un arroyo. El agua es traída desde los ríos y las presas que alimentan de agua la comunidad de Santa María Regla, a la que pertenecen las columnas.

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      Aunque algunas de las pequeñas cuatro cascadas fueron arrastradas hasta allí por el hombre, no hay mejor manera de darle un toque más encantador a un lugar como aquel que con caídas de agua.

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      El arroyo culmina en un pequeño estanque, al que se debe acceder desde la hacienda contigua. Es la llamada Cascada de la Rosa.

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      Este lugar fue visitado y estudiado incluso por personajes como Alexander von Humboldt, durante sus viajes por América Latina. La UNESCO nombró al sitio como uno de los 30 geoparques de la Red global de geoparques.

      Aunque ya había sido testigo de columnas basálticas del mismo estilo en Islandia, verlas en México no hizo más que reafirmar que es un país que lo tiene todo.

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      Antes de que se hiciera más tarde, era momento de decidir dónde debíamos acampar. La zona de Huasca de Ocampo posee múltiples sitios para hacerlo. Pero al ser el último fin de semana del verano estudiantil, los campings y balnearios estaban repletos. 

      El pueblo no era una buena idea para huir del bullicio. Y con ganas de un contacto mucho más natural, decidimos escuchar la sugerencia de un chofer.

      Unos kilómetros al norte, lejos de la carretera, había un lugar llamado Peña del Aire. Nada habíamos escuchado sobre él. Incluso, encontrarlo en Google Maps no fue del todo fácil. La información en internet era casi escasa. Pues bien, eso lo hacía el lugar perfecto.

      Según se nos dijo, pocas personas llegaban hasta la peña, ubicada al borde un acantilado bajo el cual se extendía un enorme cañón. Y en lo alto, una zona de camping era ideal para pasar la noche, lejos de las luces, del ruido y de cualquier contacto humano.

      Aceptamos así un viaje en taxi hasta la peña. Y tras un arduo viaje por un feo y estrepitoso camino de ripio, el chofer nos dejó en un centro de visitantes, que no era más que una palapa.

      Peña del Aire es un parque ecoturístico protegido. Hay pocas casas y propiedades privadas dentro del terreno. Las únicas construcciones son casetas de vigilancia, cobranza y algunos puestos de comida y tiendas. 

      A solo unos pasos de aquel puesto de visitantes se abrió ante nosotros un enorme cañón, parte de la Sierra de Pachuca.

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      El nombre Peña del Aire se debe, precisamente, a una gigantesca peña que se yergue en uno de los costados de la barranca. Y sí, de hecho, parece que flota en el aire.

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      Estas formaciones rocosas son características de las barrancas de la Sierra Oriental. Y el sitio perfecto para un centro ecoturístico.

      Una tirolesa de unos 70 metros de largo se tiende al lado de la peña y permite a los visitantes volar sobre el abismo. 

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      En la parte más baja, un río dibuja el camino del valle, junto al cual solo una pequeña iglesia se posa junto a un par de campos de cultivo. Al mirar abajo, creímos que sería un excelente lugar para acampar.

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      Comenzamos el descenso con mochila al hombro, cuidadosos de seguir el mezquino sendero que nos guiaba. El calor era sofocante, pero valía la pena hacer el intento.

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      Las vistas desde las laderas eran sencillamente magníficas. La vegetación parecía hacerse cada vez más verde y, a decir verdad, no era lo único colorido que apareció en nuestro camino.

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      El curso nos llevaba por todo el costado de la barranca, pero poco simulaba bajar al río. Aunque los lugareños nos habían asegurado un rápido descenso, la travesía era más larga de lo esperado.

      Antes de seguir, supimos que algo no resultaría. Esperábamos el arribo de dos amigos más, y en lo bajo de la barranca la señal de telefonía era escasa. Sería mucho más fácil encontrarlos en lo alto del acantilado.

      Volvimos entonces, entregados al calor de la tarde que, por cierto, no tardaría en esfumarse para dar paso a un fresco atardecer.

      La planicie superior fue el mejor lugar para montar el campamento. Un terreno llano, pastoso y fresco donde, al parecer, seríamos los únicos en pasar la noche.

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      Nuestros amigos no tardaron su arribo, por suerte, antes del ocaso. Y con las tres tiendas una junto a la otra, fue momento de armar la hoguera.

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      Una pila de malvaviscos y roles de canela fue el menú perfecto para el atardecer, que tras un cielo nublado se esfumó sin mucha presencia.

      Pero aquellas nubes de tormenta, cuyos relámpagos eran lo único que iluminaba el horizonte nocturno, crearon la atmósfera perfecta para las historias de terror que se avecinaban.

      Huasca de Ocampo es el sitio perfecto para alguien como Sediel, un fanático de las criaturas de fantasía. El pueblo está lleno de leyendas sobre duendes y brujas que moran los bosques circundantes, y que han hecho sus apariciones en repetidas ocasiones.

      De hecho, cuenta con su propio museo de los duendes. Y vaya que nuestro campamento simulaba ser su hogar, con una torre de metal en forma de sombrero que, de hecho, albergaba los únicos baños disponibles, a los que nadie se atrevía a entrar una vez caída la noche.

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      Cuando el fuego se fue consumiendo, una extraña luz apareció detrás de los arbustos. Un color amarillo fluorescente de forma redonda se movía con delicadeza, y de repente palpitaba como el latido de un corazón.

      No le prestamos mucha atención, quizá era alguien con una linterna. Tras pocos minutos se esfumó sin darnos cuenta.

      A la siguiente mañana, los lugareños nos contarían que se trataba de una bruja. Aparecer como pequeñas centellas era su especialidad en aquella zona. Pues bien, al menos no decidió visitar nuestro campamento.

      El alba fue bastante frío. El sereno dejó nuestras carpas más que húmedas por fuera. Y no había nada que deseáramos más que un café caliente. Pero habría que esperar la apertura de los puestos.

      Entretanto, un temprano despertar fue la mejor decisión grupal tomada para poder ser testigos de un hermoso amanecer.

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      El sol se levantó sobre la sierra oriental, iluminando tenuemente la figura de cada barranca del cañón. Nada, sino el cantar de las aves, se podía escuchar en el abismo.

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      Es lo que un grupo entero de capitalinos buscaba lejos de la metrópoli. La serenidad de una fría y verde mañana. Pero acompañada de un café de olla a la apertura del primer puesto, todo fue incluso mejor.

      Luego del desayuno fue momento de bajar a la peña, y contemplar el valle dibujado por los primeros rayos del sol.

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      La bruma de la mañana poco a poco se retiraba, y dejaba al desnudo la vitaleza de un cañón que podía apaciguar todo pensamiento y todo presente.

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      Escalar la peña no era una opción segura, pero hasta la poca altura que pudimos llegar fue suficiente para sentirnos satisfechos en nuestro viaje.

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      Disfrutar de la barranca sin la presencia de turistas durante la noche y la mañana fue una excelente decisión, que nos daría el respiro necesario para volver a la vida de una colmada ciudad.

    2. flormdk
      Último Relato

      Hace un poco más de diez años que había visitado la provincia de Misiones para ir a un congreso cuando era estudiante de la carrera de la carrera de Licenciatura en Turismo... Estuve algunos días en la capital, la ciudad de Posadas y dos noches en Iguazú. En este momento todavía las Cataratas de Iguazú no habían sido declaradas como Maravilla Natural, no había una gran cantidad de turistas. A decir verdad, cuando fui al parque con mis compañeros estábamos solamente nosotros. Vale aclarar, que era temporada baja, era el mes de mayo.

      Hacía bastante tiempo que tenía ganas de regresar, por eso, en el mes de enero pasado, decidí tomarme mis vacaciones de verano en las Cataratas. Organicé un tour que empezó en Salta y terminó en Iguazú.

      Decidimos dedicarle 5 noches a la ciudad de Iguazú ya que sabemos que es una de clima subtropical donde puede haber abundantes lluvias que impidan salir a recorrer el parque.

      Llegamos a destino y nos recibió una lluvia afortunadamente no muy intensa. De todas formas, es bastante frecuente que corramos con esa suerte... siempre los destinos que visitamos nos reciben con lluvia pero los días siguientes suelen tener unas condiciones climáticas espectaculares, así que no nos preocupamos.

      El primer día que llegamos, teníamos pensado visitar el Parque pero con la lluvia no era un buen plan. Entonces, optamos por cruzar la frontera y visitar Ciudad del Este en Paraguay. Es una ciudad que tiene la fama de ser un destino de compras ya que es una zona franca, libre de impuestos. 

      Tomamos un colectivo y en menos de una hora estábamos en destino. Creo que no hay palabras para describir a este sitio... Es una ciudad cargada de comercios, de carteles, de vehículos, de gente, de ruido ambiente... Una ciudad totalmente caótica en la que no existen semáforos que orden el tránsito. Afortunadamente, fuimos con información de los mejores lugares para comprar y también teníamos en mente que comprar con el modelo ya elegido. Creo que no hay otra manera de visitar esta ciudad si no es con información previa... Hay muchísimos lugares, vendedores ambulantes y carteles que compiten entre sí. Es recomendable ir temprano, ya que todos los lugares cierran a las 16:00 de la tarde porque suelen abrir muy temprano en la mañana y trabajan en horario de corrido.

      Nosotros llegamos con el tiempo muy justo pero por suerte llegamos a conseguir lo que teníamos planeado, una cámara de fotos de viaje.

      El objetivo principal del viaje era visitar el Parque Nacional Iguazú... También nos interesaba conocer el Parque del lado de Brasil... 

      Fuimos un día del lado de Brasil fue un paseo muy corto porque teníamos que regresar temprano para tomar el colectivo. La vista es muy distinta a la vista del lado argentino, ya que las pasarelas están muy cerca de las Cataratas, pero el parque en este lado es mucho más pequeño. No volvería a visitarlo, pero si volvería una y otra vez al lado argentino ya que aquí el parque es muchísimo más grande y como los colectivos pasan hasta más tarde, se puede estar disfrutando del paisaje hasta las 17:00. Un dato muy importante para quienes deseen visitar las Cataratas, es que comprando la entrada para dos días consecutivos, el segundo día sale la mitad de precio.

      Desde Iguazú se pueden hacer muchas excursiones como por ejemplo visitar las Ruinas de San Ignacio un sitio arqueológico muy interesante, visitar las Minas de Wanda y comprar piedras semipreciosas, etc. Era verano, días de calor intensos cargados de húmedad, por lo que no tenía mucho interés en realizar excursiones de días completos. Nos quedaba un día libre, aprovechamos para conocer la ciudad de Foz de Iguazú. Visitamos un Shopping y recorrimos la ciudad. A decir verdad, la ciudad no me pareció muy llamativa pero siempre me resulta interesante conocer distintas ciudades del mundo.

       

      Consejos importantes para quienes deseen visitar Iguazú

      Conviene destinarle al menos dos días para recorrer todo el parque en el lado argentino es posible que un día no alcance para conocerlo completo.

      Es aconsejable evitar la temporada alta ya que es un destino muy turístico por lo que en enero y mitad de julio suele haber más cantidad de gente que en otros meses.

      Resulta óptimo dejar días libres porque es una zona de clima subtropical, pueden tocar días de lluvia en los que no sea la mejor opción visitar el Parque.

      En el Parque se pueden comprar souvenires, hay varios restaurantes, kioscos y cafés.

      No hay que olvidar el protector solar, repelente y anteojos de sol. Por supuesto, es necesario llevar calzado cómodo.

      Aconsejo que al llegar al Parque, lo primero que hagan sea visitar la Garganta del Diablo, es el paseo que está un poco más alejado comparado con el resto de los circuitos, sumado a ello es el más imponente. Para llegar hasta allí se puede ir caminando o sino el trencito ecológico del Parque, es muy lindo y pintoresco.

      La cena show que se ofrece en Foz de Iguazú es imperdible! Se puede disfrutar de un espectáculo de danzas con música regional mientras se pueden degustar cientos de platos.

      Para visitar las Cataratas se recomienda un mínimo de 4 noches. 

      Para quienes deseen estar en contacto con la naturaleza en su máximo esplendor, pueden realizar el sendero Macuco, para ello es imprescindible llevar agua y alimentos ya que en ese trayecto no existen kioscos ni lugares de ventas de alimentos. 

    3. Perdido en el sureste de México, casi al borde del mar y ubicado junto al río Papaloapan, se ubica uno de los pocos pueblos del país declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

      A solo 90 kilómetros al sur de la ciudad de Veracruz, este colorido pueblo aparece en medio de una región tropical y cálida, cuyo único respiro del infernal calor es la brisa que carga consigo el río.

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      Visitarlo en verano un par de veces quizá no fue la mejor idea. Pero el solo hecho de estar allí significa un refresco del movimiento de la ciudad.

      Tlacotalpan surgió como un asentamiento del pueblo totonaca, una civilización mesoamericana prehispánica que se asentó en buena parte de la costa del Golfo de México. Su nombre significa “entre aguas”.

      Pero fue con la llegada de los españoles que el pueblo creció y tomó forma, desde que Pedro de Alvarado recorrió el Papaloapan río arriba, descubriendo que Tlacotalpan podría ser un buen puerto fluvial para el transporte de mercancías al Imperio Español.

      Así fue como surgieron dos grandes haciendas en la zona, que aunque corrieron el riesgo de ser abandonadas, hicieron que en algún momento la población de españoles creciera. Y sumado a la importación de esclavos negros africanos desde el puerto de Veracruz, Tlacotalpan tomó la raíz multicultural y multiétnica que posee hasta el día de hoy.

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      El pueblo es el corazón del son jarocho y los jaraneros, estilos musicales provenientes del Caribe y que fueron desarrollados en la mayor parte de la costa del Golfo gracias a los afrodescendientes.

      La misma palabra “jarocho” define a las personas provenientes de la región del Sotavento, sobre todo aquellos de piel oscura que usaban jaras como método de pesca. Y esas raíces extranjeras finalmente se impregnaron en la zona alrededor de Tlacotalpan.

      Músicos con sus típicos trajes blancos, con sombreros de paja y pañuelos rojos caminan por las calles ofreciendo coplas. Mientras en las noches llegan los huapangos, fiestas donde el son jarocho es el invitado principal.

      Pero el mayor atractivo del pueblo es sin duda su arquitectura vernácula, es decir, que las construcciones fueron hechas de forma auténtica por los habitantes nativos con materiales de la zona.

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      En 1714 el río se desbordó, y en 1788 un incendio arrasó con muchas de las casas. Es por ello que se ordenó que a partir de entonces todo edificio fuera alzado con mampostería. 

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      Y desde aquella época, un lejano siglo XVIII, las típicas casonas con arcos y pilares se han mantenido en pie.

      Luciendo los vivos colores de México, cada casa es un ejemplo de lo que puede lograrse de forma artificial, respetando siempre lo natural.

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      Cada teja, cada muro, cada columna, cada acera, fueron construidos con los materiales que la propia cuenca del Papaloapan le otorgó a la ciudad. Y se convirtió con los años en el orgullo de los tlacotalpeños.

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      Aunque el puerto fluvial perdió su importancia con la llegada del ferrocarril, el río ha sido siempre parte vital de Tlacotalpan. No solo como medio de transporte, sino al aportar el agua para los cultivos, la ganadería, los pobladores, regular el clima y para la pesca.

      Tomar una balsa para dar un paseo por sus aguas es uno de los mayores atractivos hoy en día.

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      Aunque para ser sincero, la magia de la mampostería y la arquitectura vernácula se esfuma de inmediato.

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      En su lugar, es suplantada por modernas mansiones pertenecientes a la clase alta de Veracruz. Políticos y empresarios han construido sus casas de verano en la riviera, y los yates estacionados en su orilla confirman su poder adquisitivo.

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      Aún así, no está de más un recorrido por el emblemático Papaloapan, que transporta sus aguas desde las tierras de Tuxtepec.

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      El propio río sirve para bendecir la ciudad cada 2 de febrero, cuando las fiestas patronales llegan con la Virgen de la Candelaria.

      Una estatua de la virgen es transportada en una balsa y otorga su bendición al pueblo para evitar inundaciones y otras calamidades, que suelen ser comunes en esta zona tropical.

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      Las fiestas van acompañadas de ferias, mercados de comida callejera, huapangos y hasta un embalse de toros, que son soltados libres por las calles de la ciudad luego de cruzar el río junto a los ganaderos.

      La iglesia es uno de los puntos icónicos de la ciudad, ubicada en la plaza central, o zócalo, como se le conoce en México.

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      Esta explanada crea el plano urbanístico típico de una ciudad colonial española. Un cuadrante central con una alameda, junto a la cual se posa el templo católico y su campanario.

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      Junto a ella, el palacio municipal que funge como poder político, y que servía para demostrar a los antiguos indígenas quién tenía el poder sobre ellos.

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      Tras el zócalo, las calles perpendiculares se trazaron desde el río al interior de las tierras que lo orillan, formando las cuadras empedradas que dibujan hoy la totalidad de Tlacotalpan.

      La tejas en lo alto de las casas otorgan una fresca manera de protegerse del sol. El aire acondicionado no es tan común en esta zona. Pero los corredores y patios centrales son suficientes para ventilar los interiores.

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      Es común encontrar bancas y mecedoras en los pasillos exteriores de las casas, donde los vecinos se sientan a compartir un torito por las tardes, la bebida tradicional hecha a base de alcohol de caña.

      Para mí y mis amigos, la bicicleta fue la mejor manera de recorrer el pueblo. Al fin y al cabo, su terreno plano puede ser bastante bien aprovechado sobre dos ruedas.

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      Un lugar donde los niños todavía corren por las calles, los músicos se pasean por tiendas y restaurantes, los mariscos frescos se sirven en platos calientes y las botellas heladas de torito refrescan del calor.

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      Tlacotalpan se ha ganado con creces, y sin lugar a dudas, su título como Patrimonio de la Humanidad, al combinar tres etnias y culturas en un pequeño lugar.

      Sus casonas vernáculas y vivos colores son el mejor ejemplo de lo lindo de México. Un mágico y perdido lugar entre las selvas tropicales del sur.

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