Cuando llegué a Francia en septiembre del 2016 tenía ya en mi cabeza el calendario escolar que regiría mis días de vacaciones durante los siguientes ocho meses en el país.
Aunque no suelo ser un arduo planificador de mis viajes, y me gusta dejar la mayoría a la improvisación, algo era seguro: no quería volver a viajar con un frío de -10°C en Europa (como lo había hecho dos años atrás).
Sin embargo, había dejado todavía varios destinos pendientes en mi lista. Y lo único que me tocaba hacer era elegir la mejor temporada para visitarlos.
Así, el principal objetivo de mi viaje por Europa Central fue visitar los Alpes en Innsbruck y el castillo de Neuschwanstein en Baviera, cuya mejor fecha fue sin duda el otoño de octubre, cuando el clima está todavía bastante templado.
El resto de los destinos fueron elegidos porque quedaban al paso. Aunque todos me habían dejado un excelente sabor de boca.
Después de visitar Núremberg, al norte de Baviera, debía volver poco a poco a Francia, para estar de vuelta en Lyon el 2 de noviembre. Y al atravesar el vecino estado alemán de Baden-Wurtemberg, la parada obligada era Stuttgart, su ciudad capital. Sin embargo, antes de reservar mis boletos, un nombre vino a mi mente.
Ülrich, un chico alemán que un año atrás había hospedado en México a través de Couchsurfing, me había dicho alguna vez que estudiaba en una ciudad al sur de Alemania, muy cerca de la frontera con Francia.
No temí pedir todos sus consejos. Y como estudiante de antropología, era de esperarse que me recomendara no parar en Stuttgart, una metrópoli moderna de hormigón y cristal.
Y poca fue la sorpresa entonces cuando me invitó a visitarlo en su casa, en la pequeña e histórica ciudad de Tubinga (a la cual me gustaría referirme por su nombre en alemán, Tübingen).
Fue así como Ülrich hizo un espacio en su fin de semana para mí. Y un viernes por la mañana me dirigí a la terminal de autobuses de Núremberg para tomar mi camino al suroeste alemán.
El mayor pasmo de todo mi viaje había sido, sin duda, haberme quedado sin línea telefónica, que la compañía francesa había cancelado por un malentendido. El wi-fi y mi Samsung Galaxy se convirtieron entonces en mis mejores amigos.
Por otro lado, el sistema de transporte alemán se había vuelto mi peor enemigo. Me había ya obligado a llegar tarde en dos ocasiones y perder un bus. En tan solo 4 días.
Transcurría entonces el quinto día y la historia se repetía. Mi autobús a Tübingen llegó con una hora de retraso a la estación.
Sin más corajes que hacer, avisé en cuanto pude a Ülrich sobre mi demora. La débil red de internet a bordo era mi único medio de comunicación, y mi mejor arma hasta entonces eran las citas a la antigua: “nos vemos bajo el reloj de la estación a las 10:30”.
Una hora y media después de lo esperado descendí en un frío estacionamiento, donde Ülrich me esperaba sosteniendo su bicicleta.
Una de las mejores cosas de Couchsurfing son los reencuentros. Un año atrás él y yo habíamos disfrutado de las playas soleadas de Veracruz, del tequila y los tacos en la fiesta de cumpleaños de mi prima junto a su buen amigo Luis. Ahora caminábamos a su apartamento en una templada tarde de otoño, a más de 9,000 km de distancia.
La Universidad Autónoma de Guadalajara lo había acogido durante un semestre de intercambio. Ahora estaba ya por terminar su tesis para titularse en Antropología.
Nada podía sorprenderme ya de los científicos sociales, después de haber pisado tantas facultades de Humanidades en mi vida. Ülrich era uno más de aquellos que en su dificultad por encontrar un trabajo que les dé dinero haciendo lo que les gusta, entregaba paquetes a domicilio a bordo de su bicicleta.
Al menos en Alemania eso es suficiente para pagar una renta. Un peculiar apartamento en el ático de una vieja casa junto al bosque.
Ülrich me invitó a pasar, no sin antes dejar mis zapatos en la entrada. Pocos europeos disfrutan de caminar con calzado dentro de sus casas, me atrevería a decir.
Un largo pasillo con al menos seis cuartos a ambos lados componían la totalidad de un típico piso estudiantil. Algo por lo que ya había pasado repetidas veces. Pero nunca es malo volver por un día a la vida universitaria.
De la caótica alacena sacó un par de patatas, tomates, una cebolla y dos salchichas Frankfurt del refrigerador. Podrá ser antropólogo, pero al fin alemán, pensé.
Tras aquel tradicional almuerzo, salimos de casa para aprovechar la tarde. Y mientras nos poníamos al día con lo sucedido en nuestras vidas, las calles de Tübingen comenzaron a aparecer frente a mí.
La ciudad se sitúa justo al lado de la famosa selva negra, un macizo montañoso al suroeste de Alemania famosos por sus abundantes áreas boscosas y, claro, por sus pasteles y postres.
Rápidamente otro típico y mágico pueblecillo germano es lo que penetró mis ojos al descender las rúas de la ciudad.
No sé si hay manera de que las casas al estilo alemán, forradas con triángulos de madera y con un tejado en V, pudiesen llegar a cansarme. Después de ya 4 lugares recorridos en Baviera, empezaba a creer que no.
La plaza central de Tübingen fácilmente me podía remembrar al recién visitado Ruthenburg, a Füssen, al centro de Núremberg o la Plaza Römer en Frankfurt, en la que había recorrido el mercado de Navidad.
Pero Tübingen guarda en sí una característica que las diferencia de todas ellas.
La ciudad aloja una de las universidades más antiguas del país. Se le considera de hecho una de las cinco ciudades clásicas universitarias de Alemania, junto con Marburgo, Gotinga, Friburgo y Heidelberg.
Ülrich formaba parte de los 24 mil estudiantes matriculados, de los cuales 15 mil viven en la ciudad. Una tercera parte de la población de Tübingen son universitarios. Así que encontrarme con jóvenes en las calles no era nada extraño.
Y aunque el centro histórico y la urbe tienen su encanto personal, es sin duda el ambiente juvenil lo que le da el toque especial. Ahora sabía por qué Ülrich lo prefería ante lugares como Stuttgart.
El principal punto a donde lleva el casco antiguo es a la iglesia de Tübingen.
El edificio de estilo gótico domina lo alto de la colina central, siendo su torre el punto más alto, desde donde se ofrecen vistas increíbles. Pero viajar con un antropólogo a veces significa no querer pagar por atracciones turísticas tan banales. Así que pasamos de ella y seguimos de largo nuestro camino.
Tras comprar un croissant y un pan berliner, llegamos a la calle Mülhstrasse, que nos condujo hasta el pequeño puente Eberhardsbrücke, que se posa sobre el río Neckar, el afluente de la ciudad.
Unas pequeñas escaleras nos bajaron hacia el parque Neckarinsel, un mezquino y largo islote que funge como la mejor área verde del centro histórico.
Desde allí tuvimos hermosas vistas de la riviera, sobre la cual se yerguen antiguas casonas tradicionales al pie del castillo de Tübingen.
El palacio es pequeño a comparación de muchos de sus hermanos en Alemania. Hoy resguarda varios museos históricos y muchas de las oficinas y aulas de la universidad. Vaya vivencia poder estudiar en un castillo medieval como ese, pensé.
En la misma orilla del Neckar se sitúa otro de los edificios más famosos de la ciudad. La Torre de Hölderlin. Es una antigua casa real que sirvió como residencia y lecho de muerte del poeta alemán Friedrich Hölderlin. Hasta entonces permanecía cerrada por remodelación,
Antes de volver a casa Ülrich me llevó a conocer a algunos de sus amigos en un bar local.
Una cerveza y un pretzel no podían faltar para el ocaso. Y, cómo no, una partida de futbolito. Aunque para alguien como yo, ganarle a un alemán fanático del fútbol era una hazaña un tanto imposible de lograr.
Al caer la noche volvimos a casa bastante cansados, atravesando la ciudad que poco a poco cobraba una bohemia y simpática vida.
Al siguiente día por la mañana, después del desayuno, Ülrich me llevó a un mercado de pulgas.
Los mercados de pulgas son famosos en Europa. Se instalan normalmente en zonas extensas al aire libre, como áreas verdes, y venden todo tipo de artículos de segunda mano.
Antigüedades, ropa, electrónicos, vajillas, utensilios del hogar, decoración, muebles, libros, y no puede faltar la comida.
Aunque el desayuno había pasado hace poco, comer una salchicha bratwrust nunca está de más en Alemania.
En nuestro camino a la ciudad nos topamos con otra antigua casona que se posaba junto al río. Un castillo que se asomaba entre las copas del bosque. Ülrich me explicó que se trataba nada menos que de la casa de una fraternidad.
Las studentenverbindung son asociaciones estudiantiles en Alemania que funcionan de forma similar a las de Estados Unidos. Algunos de ellos son asociados a la masonería, y poseen reglas estrictas de ingreso y códigos de discreción sobre lo que pasa dentro.
Poco podía Ülrich contarme sobre lo que ocurría dentro de aquel castillo. Pero me dejó en claro que el poder de las fraternidades va mucho más allá de los consejos griegos que comúnmente veo en las películas americanas. Incluso con las mismas novatadas.
Volvimos a pie al costado del río Neckar, disfrutando del otoño que había colmado ya el follaje con sus vivaces y cálidos colores.
Un grupo de jóvenes se asomaron entre la hojarasca navegando en el Neckar a bordo de sus kayaks, práctica que según Ülrich es bastante típica en la ciudad cuando las temporadas lo permiten.
El parque Neckarinsel sirve también como embarcadero para aquellos que prefieren de un recorrido acuático que uno terrestre. Y la torre Hölderlin y el castillo vigilan siempre atentos a sus pies.
La tarde en Tübingen no podía terminar sin probar un platillo típico de Baden-Wurtemberg, famoso en toda Alemania.
Ülrich me llevó entonces a una taberna local para comer un plato de Käsespätzle. Son básicamente copos de pasta que se preparan con harina y huevo y se sirven con cebolla y mucho queso.
Terminar aquel plato fue toda una odisea. Pero un tradicional apfelsaft (jugo de manzana mineral) me ayudó a pasar la comida.
La tranquila vida en Tübingen me dio ese par de días que necesitaba, después de tanto estrés y movimiento por las ciudades del centro de Europa y los Alpes.
Volver a la vida estudiantil nunca es algo que me moleste realmente. Y aunque sabía que Ülrich ansiaba poder finalizar su tesis de Antropología para dejar Tübingen atrás, yo me iría deseando volver para perderme en su selva negra.
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