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Una escala estudiantil en Tübingen

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AlexMexico

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Cuando llegué a Francia en septiembre del 2016 tenía ya en mi cabeza el calendario escolar que regiría mis días de vacaciones durante los siguientes ocho meses en el país.

Aunque no suelo ser un arduo planificador de mis viajes, y me gusta dejar la mayoría a la improvisación, algo era seguro: no quería volver a viajar con un frío de -10°C en Europa (como lo había hecho dos años atrás).

Sin embargo, había dejado todavía varios destinos pendientes en mi lista. Y lo único que me tocaba hacer era elegir la mejor temporada para visitarlos.

Así, el principal objetivo de mi viaje por Europa Central fue visitar los Alpes en Innsbruck y el castillo de Neuschwanstein en Baviera, cuya mejor fecha fue sin duda el otoño de octubre, cuando el clima está todavía bastante templado.

El resto de los destinos fueron elegidos porque quedaban al paso. Aunque todos me habían dejado un excelente sabor de boca.

Después de visitar Núremberg, al norte de Baviera, debía volver poco a poco a Francia, para estar de vuelta en Lyon el 2 de noviembre. Y al atravesar el vecino estado alemán de Baden-Wurtemberg, la parada obligada era Stuttgart, su ciudad capital. Sin embargo, antes de reservar mis boletos, un nombre vino a mi mente.

Ülrich, un chico alemán que un año atrás había hospedado en México a través de Couchsurfing, me había dicho alguna vez que estudiaba en una ciudad al sur de Alemania, muy cerca de la frontera con Francia.

No temí pedir todos sus consejos. Y como estudiante de antropología, era de esperarse que me recomendara no parar en Stuttgart, una metrópoli moderna de hormigón y cristal.

Y poca fue la sorpresa entonces cuando me invitó a visitarlo en su casa, en la pequeña e histórica ciudad de Tubinga (a la cual me gustaría referirme por su nombre en alemán, Tübingen).

Fue así como Ülrich hizo un espacio en su fin de semana para mí. Y un viernes por la mañana me dirigí a la terminal de autobuses de Núremberg para tomar mi camino al suroeste alemán.

El mayor pasmo de todo mi viaje había sido, sin duda, haberme quedado sin línea telefónica, que la compañía francesa había cancelado por un malentendido. El wi-fi y mi Samsung Galaxy se convirtieron entonces en mis mejores amigos.

Por otro lado, el sistema de transporte alemán se había vuelto mi peor enemigo. Me había ya obligado a llegar tarde en dos ocasiones y perder un bus. En tan solo 4 días.

Transcurría entonces el quinto día y la historia se repetía. Mi autobús a Tübingen llegó con una hora de retraso a la estación.

Sin más corajes que hacer, avisé en cuanto pude a Ülrich sobre mi demora. La débil red de internet a bordo era mi único medio de comunicación, y mi mejor arma hasta entonces eran las citas a la antigua: “nos vemos bajo el reloj de la estación a las 10:30”.

Una hora y media después de lo esperado descendí en un frío estacionamiento, donde Ülrich me esperaba sosteniendo su bicicleta.

Una de las mejores cosas de Couchsurfing son los reencuentros. Un año atrás él y yo habíamos disfrutado de las playas soleadas de Veracruz, del tequila y los tacos en la fiesta de cumpleaños de mi prima junto a su buen amigo Luis. Ahora caminábamos a su apartamento en una templada tarde de otoño, a más de 9,000 km de distancia.

La Universidad Autónoma de Guadalajara lo había acogido durante un semestre de intercambio. Ahora estaba ya por terminar su tesis para titularse en Antropología.

Nada podía sorprenderme ya de los científicos sociales, después de haber pisado tantas facultades de Humanidades en mi vida. Ülrich era uno más de aquellos que en su dificultad por encontrar un trabajo que les dé dinero haciendo lo que les gusta, entregaba paquetes a domicilio a bordo de su bicicleta.

Al menos en Alemania eso es suficiente para pagar una renta. Un peculiar apartamento en el ático de una vieja casa junto al bosque.

Ülrich me invitó a pasar, no sin antes dejar mis zapatos en la entrada. Pocos europeos disfrutan de caminar con calzado dentro de sus casas, me atrevería a decir.

Un largo pasillo con al menos seis cuartos a ambos lados componían la totalidad de un típico piso estudiantil. Algo por lo que ya había pasado repetidas veces. Pero nunca es malo volver por un día a la vida universitaria.

De la caótica alacena sacó un par de patatas, tomates, una cebolla y dos salchichas Frankfurt del refrigerador. Podrá ser antropólogo, pero al fin alemán, pensé.

Tras aquel tradicional almuerzo, salimos de casa para aprovechar la tarde. Y mientras nos poníamos al día con lo sucedido en nuestras vidas, las calles de Tübingen comenzaron a aparecer frente a mí.

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La ciudad se sitúa justo al lado de la famosa selva negra, un macizo montañoso al suroeste de Alemania famosos por sus abundantes áreas boscosas y, claro, por sus pasteles y postres.

Rápidamente otro típico y mágico pueblecillo germano es lo que penetró mis ojos al descender las rúas de la ciudad.

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No sé si hay manera de que las casas al estilo alemán, forradas con triángulos de madera y con un tejado en V, pudiesen llegar a cansarme. Después de ya 4 lugares recorridos en Baviera, empezaba a creer que no.

La plaza central de Tübingen fácilmente me podía remembrar al recién visitado Ruthenburg, a Füssen, al centro de Núremberg o la Plaza Römer en Frankfurt, en la que había recorrido el mercado de Navidad.

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Pero Tübingen guarda en sí una característica que las diferencia de todas ellas.

La ciudad aloja una de las universidades más antiguas del país. Se le considera de hecho una de las cinco ciudades clásicas universitarias de Alemania, junto con Marburgo, Gotinga, Friburgo y Heidelberg.

Ülrich formaba parte de los 24 mil estudiantes matriculados, de los cuales 15 mil viven en la ciudad. Una tercera parte de la población de Tübingen son universitarios. Así que encontrarme con jóvenes en las calles no era nada extraño.

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Y aunque el centro histórico y la urbe tienen su encanto personal, es sin duda el ambiente juvenil lo que le da el toque especial. Ahora sabía por qué Ülrich lo prefería ante lugares como Stuttgart.

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El principal punto a donde lleva el casco antiguo es a la iglesia de Tübingen.

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El edificio de estilo gótico domina lo alto de la colina central, siendo su torre el punto más alto, desde donde se ofrecen vistas increíbles. Pero viajar con un antropólogo a veces significa no querer pagar por atracciones turísticas tan banales. Así que pasamos de ella y seguimos de largo nuestro camino.

Tras comprar un croissant y un pan berliner, llegamos a la calle Mülhstrasse, que nos condujo hasta el pequeño puente Eberhardsbrücke, que se posa sobre el río Neckar, el afluente de la ciudad.

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Unas pequeñas escaleras nos bajaron hacia el parque Neckarinsel, un mezquino y largo islote que funge como la mejor área verde del centro histórico.

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Desde allí tuvimos hermosas vistas de la riviera, sobre la cual se yerguen antiguas casonas tradicionales al pie del castillo de Tübingen.

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El palacio es pequeño a comparación de muchos de sus hermanos en Alemania. Hoy resguarda varios museos históricos y muchas de las oficinas y aulas de la universidad. Vaya vivencia poder estudiar en un castillo medieval como ese, pensé.

En la misma orilla del Neckar se sitúa otro de los edificios más famosos de la ciudad. La Torre de Hölderlin. Es una antigua casa real que sirvió como residencia y lecho de muerte del poeta alemán Friedrich Hölderlin. Hasta entonces permanecía cerrada por remodelación,

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Antes de volver a casa Ülrich me llevó a conocer a algunos de sus amigos en un bar local.

Una cerveza y un pretzel no podían faltar para el ocaso. Y, cómo no, una partida de futbolito. Aunque para alguien como yo, ganarle a un alemán fanático del fútbol era una hazaña un tanto imposible de lograr.

Al caer la noche volvimos a casa bastante cansados, atravesando la ciudad que poco a poco cobraba una bohemia y simpática vida.

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Al siguiente día por la mañana, después del desayuno, Ülrich me llevó a un mercado de pulgas.

Los mercados de pulgas son famosos en Europa. Se instalan normalmente en zonas extensas al aire libre, como áreas verdes, y venden todo tipo de artículos de segunda mano.

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Antigüedades, ropa, electrónicos, vajillas, utensilios del hogar, decoración, muebles, libros, y no puede faltar la comida.

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Aunque el desayuno había pasado hace poco, comer una salchicha bratwrust nunca está de más en Alemania.

En nuestro camino a la ciudad nos topamos con otra antigua casona que se posaba junto al río. Un castillo que se asomaba entre las copas del bosque. Ülrich me explicó que se trataba nada menos que de la casa de una fraternidad.

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Las studentenverbindung son asociaciones estudiantiles en Alemania que funcionan de forma similar a las de Estados Unidos. Algunos de ellos son asociados a la masonería, y poseen reglas estrictas de ingreso y códigos de discreción sobre lo que pasa dentro.

Poco podía Ülrich contarme sobre lo que ocurría dentro de aquel castillo. Pero me dejó en claro que el poder de las fraternidades va mucho más allá de los consejos griegos que comúnmente veo en las películas americanas. Incluso con las mismas novatadas.

Volvimos a pie al costado del río Neckar, disfrutando del otoño que había colmado ya el follaje con sus vivaces y cálidos colores.

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Un grupo de jóvenes se asomaron entre la hojarasca navegando en el Neckar a bordo de sus kayaks, práctica que según Ülrich es bastante típica en la ciudad cuando las temporadas lo permiten.

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El parque Neckarinsel sirve también como embarcadero para aquellos que prefieren de un recorrido acuático que uno terrestre. Y la torre Hölderlin y el castillo vigilan siempre atentos a sus pies.

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La tarde en Tübingen no podía terminar sin probar un platillo típico de Baden-Wurtemberg, famoso en toda Alemania.

Ülrich me llevó entonces a una taberna local para comer un plato de Käsespätzle. Son básicamente copos de pasta que se preparan con harina y huevo y se sirven con cebolla y mucho queso.

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Terminar aquel plato fue toda una odisea. Pero un tradicional apfelsaft (jugo de manzana mineral) me ayudó a pasar la comida.

La tranquila vida en Tübingen me dio ese par de días que necesitaba, después de tanto estrés y movimiento por las ciudades del centro de Europa y los Alpes.

Volver a la vida estudiantil nunca es algo que me moleste realmente. Y aunque sabía que Ülrich ansiaba poder finalizar su tesis de Antropología para dejar Tübingen atrás, yo me iría deseando volver para perderme en su selva negra.


  • Muy Bueno 3
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3 Comentarios


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Yo tengo muchas ganas de visitar Friburgo. Leí que es de las ciudades más verdes de Europa, y con un ambiente universitario también. Y al parecer está muy cerca de Tubingen también.

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Me gustan mucho las ciudades universitarias, sobre todo cuando son pequeñas y no tan grandes como las capitales. En España tenemos a Santiago, Salamanca, Granada, y la verdad que me encantan! Qué bueno que te animaste a visitar una así en Alemania :) 

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    1. AlexMexico
      Último Relato

      El transcurso de una vida urbana puede fácilmente tornarse en algo rutinario, incluso en la grandeza de la Ciudad de México donde, no importa cuándo, siempre se encuentra algo por hacer.

      Si bien, la rutina es algo que se puede fácilmente esquivar en la capital mexicana, hay algo de lo que es imposible escapar. La contaminación y la gente. Un pacífico fin de semana, a solas en el aire fresco, es una demanda de colosales magnitudes en una de las metrópolis más pobladas del mundo. Pero hay algo que la hace única, a pesar de su estresante e incesante actividad.

      Hace casi 700 años, los mexicas (mejor conocidos como aztecas) decidieron construir su capital en uno de los más bellos paisajes del Aztlán, la tierra que ellos consideraban su mundo. Fue en un islote, en medio de un lago rodeado por montañas, donde fundaron Tenochtitlán, lo que hoy todos conocemos como Ciudad de México.

      Los alrededores de Tenochtitlán están cercados de impresionantes paisajes naturales, que dejaron en claro por qué Mesoamérica fue y será el cuerno de la abundancia. Es así que escapar de la ajetreada vida capitalina es, incluso hoy, una tarea fácil.

      Aquella vez, la decisión para reposar un fin de semana fue tomada por Sediel, uno de mis mejores amigos con cuya novia haríamos el viaje. Con una tienda de campaña casi nueva, un saco de dormir y una mochila sedienta por querer ser utilizada, el estado de Hidalgo fue lo que atrajo nuestra atención.

      Contiguo al Estado de México, Hidalgo cuenta con pueblos coloniales, grutas, aguas termales, bosques, cañones, cascadas, minas y un sinfín de interesantes propuestas de aventura. Y muy cerca de Pachuca, su capital, el pueblo de Huasca de Ocampo fue el destino elegido.

      La pequeña localidad nació en la época colonial española, cuando la producción minera atrajo a adinerados hacendarios europeos, que usaron la mano de obra indígena para la explotación.

      El pueblo creció alrededor de cuatro grandes haciendas, y aunque en el declive de la zona (cuando México se volvió independiente) muchos edificios quedaron casi en ruinas, en el siglo pasado se restauró para hacerlo un pueblo de paseo para turistas.

      Son varias cosas que hacen especial a Huasca. Su café, sus leyendas (que incluyen a duendes y brujas) y, sobre todo, su hermosa situación geográfica.

      Ubicada entre la Sierra de Pachuca y el Valle de Tulancingo, los paisajes aledaños a Huasca son un deleite visual, perfecto para los cazadores de un reposo en la naturaleza. Así que en vez de quedarnos mucho más tiempo en Huasca decidimos seguir nuestra ruta hasta los prismas basálticos, uno de los principales atractivos del valle.

      Huasca se emplaza en el oriente del Eje volcánico transversal, una cadena de volcanes que atraviesa el país de este a oeste y lo corta por su parte central. 

      Hace un par de millones de años, el enfriamiento del escurrimiento de lava que se generó en esta zona formó columnas de basalto que tomaron formas de prismas pentagonales y hexagonales. El resultado es hoy una maravilla.

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      El conjunto de prismas encimados entre sí parecen una estructura de legos. Es difícil creer que la naturaleza haya creado formas tan inorgánicas por sí sola.

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      Accedimos a los prismas bajando unas escaleras que llevan hasta un pequeño corredor, por donde cae un arroyo. El agua es traída desde los ríos y las presas que alimentan de agua la comunidad de Santa María Regla, a la que pertenecen las columnas.

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      Aunque algunas de las pequeñas cuatro cascadas fueron arrastradas hasta allí por el hombre, no hay mejor manera de darle un toque más encantador a un lugar como aquel que con caídas de agua.

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      El arroyo culmina en un pequeño estanque, al que se debe acceder desde la hacienda contigua. Es la llamada Cascada de la Rosa.

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      Este lugar fue visitado y estudiado incluso por personajes como Alexander von Humboldt, durante sus viajes por América Latina. La UNESCO nombró al sitio como uno de los 30 geoparques de la Red global de geoparques.

      Aunque ya había sido testigo de columnas basálticas del mismo estilo en Islandia, verlas en México no hizo más que reafirmar que es un país que lo tiene todo.

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      Antes de que se hiciera más tarde, era momento de decidir dónde debíamos acampar. La zona de Huasca de Ocampo posee múltiples sitios para hacerlo. Pero al ser el último fin de semana del verano estudiantil, los campings y balnearios estaban repletos. 

      El pueblo no era una buena idea para huir del bullicio. Y con ganas de un contacto mucho más natural, decidimos escuchar la sugerencia de un chofer.

      Unos kilómetros al norte, lejos de la carretera, había un lugar llamado Peña del Aire. Nada habíamos escuchado sobre él. Incluso, encontrarlo en Google Maps no fue del todo fácil. La información en internet era casi escasa. Pues bien, eso lo hacía el lugar perfecto.

      Según se nos dijo, pocas personas llegaban hasta la peña, ubicada al borde un acantilado bajo el cual se extendía un enorme cañón. Y en lo alto, una zona de camping era ideal para pasar la noche, lejos de las luces, del ruido y de cualquier contacto humano.

      Aceptamos así un viaje en taxi hasta la peña. Y tras un arduo viaje por un feo y estrepitoso camino de ripio, el chofer nos dejó en un centro de visitantes, que no era más que una palapa.

      Peña del Aire es un parque ecoturístico protegido. Hay pocas casas y propiedades privadas dentro del terreno. Las únicas construcciones son casetas de vigilancia, cobranza y algunos puestos de comida y tiendas. 

      A solo unos pasos de aquel puesto de visitantes se abrió ante nosotros un enorme cañón, parte de la Sierra de Pachuca.

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      El nombre Peña del Aire se debe, precisamente, a una gigantesca peña que se yergue en uno de los costados de la barranca. Y sí, de hecho, parece que flota en el aire.

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      Estas formaciones rocosas son características de las barrancas de la Sierra Oriental. Y el sitio perfecto para un centro ecoturístico.

      Una tirolesa de unos 70 metros de largo se tiende al lado de la peña y permite a los visitantes volar sobre el abismo. 

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      En la parte más baja, un río dibuja el camino del valle, junto al cual solo una pequeña iglesia se posa junto a un par de campos de cultivo. Al mirar abajo, creímos que sería un excelente lugar para acampar.

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      Comenzamos el descenso con mochila al hombro, cuidadosos de seguir el mezquino sendero que nos guiaba. El calor era sofocante, pero valía la pena hacer el intento.

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      Las vistas desde las laderas eran sencillamente magníficas. La vegetación parecía hacerse cada vez más verde y, a decir verdad, no era lo único colorido que apareció en nuestro camino.

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      El curso nos llevaba por todo el costado de la barranca, pero poco simulaba bajar al río. Aunque los lugareños nos habían asegurado un rápido descenso, la travesía era más larga de lo esperado.

      Antes de seguir, supimos que algo no resultaría. Esperábamos el arribo de dos amigos más, y en lo bajo de la barranca la señal de telefonía era escasa. Sería mucho más fácil encontrarlos en lo alto del acantilado.

      Volvimos entonces, entregados al calor de la tarde que, por cierto, no tardaría en esfumarse para dar paso a un fresco atardecer.

      La planicie superior fue el mejor lugar para montar el campamento. Un terreno llano, pastoso y fresco donde, al parecer, seríamos los únicos en pasar la noche.

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      Nuestros amigos no tardaron su arribo, por suerte, antes del ocaso. Y con las tres tiendas una junto a la otra, fue momento de armar la hoguera.

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      Una pila de malvaviscos y roles de canela fue el menú perfecto para el atardecer, que tras un cielo nublado se esfumó sin mucha presencia.

      Pero aquellas nubes de tormenta, cuyos relámpagos eran lo único que iluminaba el horizonte nocturno, crearon la atmósfera perfecta para las historias de terror que se avecinaban.

      Huasca de Ocampo es el sitio perfecto para alguien como Sediel, un fanático de las criaturas de fantasía. El pueblo está lleno de leyendas sobre duendes y brujas que moran los bosques circundantes, y que han hecho sus apariciones en repetidas ocasiones.

      De hecho, cuenta con su propio museo de los duendes. Y vaya que nuestro campamento simulaba ser su hogar, con una torre de metal en forma de sombrero que, de hecho, albergaba los únicos baños disponibles, a los que nadie se atrevía a entrar una vez caída la noche.

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      Cuando el fuego se fue consumiendo, una extraña luz apareció detrás de los arbustos. Un color amarillo fluorescente de forma redonda se movía con delicadeza, y de repente palpitaba como el latido de un corazón.

      No le prestamos mucha atención, quizá era alguien con una linterna. Tras pocos minutos se esfumó sin darnos cuenta.

      A la siguiente mañana, los lugareños nos contarían que se trataba de una bruja. Aparecer como pequeñas centellas era su especialidad en aquella zona. Pues bien, al menos no decidió visitar nuestro campamento.

      El alba fue bastante frío. El sereno dejó nuestras carpas más que húmedas por fuera. Y no había nada que deseáramos más que un café caliente. Pero habría que esperar la apertura de los puestos.

      Entretanto, un temprano despertar fue la mejor decisión grupal tomada para poder ser testigos de un hermoso amanecer.

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      El sol se levantó sobre la sierra oriental, iluminando tenuemente la figura de cada barranca del cañón. Nada, sino el cantar de las aves, se podía escuchar en el abismo.

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      Es lo que un grupo entero de capitalinos buscaba lejos de la metrópoli. La serenidad de una fría y verde mañana. Pero acompañada de un café de olla a la apertura del primer puesto, todo fue incluso mejor.

      Luego del desayuno fue momento de bajar a la peña, y contemplar el valle dibujado por los primeros rayos del sol.

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      La bruma de la mañana poco a poco se retiraba, y dejaba al desnudo la vitaleza de un cañón que podía apaciguar todo pensamiento y todo presente.

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      Escalar la peña no era una opción segura, pero hasta la poca altura que pudimos llegar fue suficiente para sentirnos satisfechos en nuestro viaje.

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      Disfrutar de la barranca sin la presencia de turistas durante la noche y la mañana fue una excelente decisión, que nos daría el respiro necesario para volver a la vida de una colmada ciudad.

    2. flormdk
      Último Relato

      Hace un poco más de diez años que había visitado la provincia de Misiones para ir a un congreso cuando era estudiante de la carrera de la carrera de Licenciatura en Turismo... Estuve algunos días en la capital, la ciudad de Posadas y dos noches en Iguazú. En este momento todavía las Cataratas de Iguazú no habían sido declaradas como Maravilla Natural, no había una gran cantidad de turistas. A decir verdad, cuando fui al parque con mis compañeros estábamos solamente nosotros. Vale aclarar, que era temporada baja, era el mes de mayo.

      Hacía bastante tiempo que tenía ganas de regresar, por eso, en el mes de enero pasado, decidí tomarme mis vacaciones de verano en las Cataratas. Organicé un tour que empezó en Salta y terminó en Iguazú.

      Decidimos dedicarle 5 noches a la ciudad de Iguazú ya que sabemos que es una de clima subtropical donde puede haber abundantes lluvias que impidan salir a recorrer el parque.

      Llegamos a destino y nos recibió una lluvia afortunadamente no muy intensa. De todas formas, es bastante frecuente que corramos con esa suerte... siempre los destinos que visitamos nos reciben con lluvia pero los días siguientes suelen tener unas condiciones climáticas espectaculares, así que no nos preocupamos.

      El primer día que llegamos, teníamos pensado visitar el Parque pero con la lluvia no era un buen plan. Entonces, optamos por cruzar la frontera y visitar Ciudad del Este en Paraguay. Es una ciudad que tiene la fama de ser un destino de compras ya que es una zona franca, libre de impuestos. 

      Tomamos un colectivo y en menos de una hora estábamos en destino. Creo que no hay palabras para describir a este sitio... Es una ciudad cargada de comercios, de carteles, de vehículos, de gente, de ruido ambiente... Una ciudad totalmente caótica en la que no existen semáforos que orden el tránsito. Afortunadamente, fuimos con información de los mejores lugares para comprar y también teníamos en mente que comprar con el modelo ya elegido. Creo que no hay otra manera de visitar esta ciudad si no es con información previa... Hay muchísimos lugares, vendedores ambulantes y carteles que compiten entre sí. Es recomendable ir temprano, ya que todos los lugares cierran a las 16:00 de la tarde porque suelen abrir muy temprano en la mañana y trabajan en horario de corrido.

      Nosotros llegamos con el tiempo muy justo pero por suerte llegamos a conseguir lo que teníamos planeado, una cámara de fotos de viaje.

      El objetivo principal del viaje era visitar el Parque Nacional Iguazú... También nos interesaba conocer el Parque del lado de Brasil... 

      Fuimos un día del lado de Brasil fue un paseo muy corto porque teníamos que regresar temprano para tomar el colectivo. La vista es muy distinta a la vista del lado argentino, ya que las pasarelas están muy cerca de las Cataratas, pero el parque en este lado es mucho más pequeño. No volvería a visitarlo, pero si volvería una y otra vez al lado argentino ya que aquí el parque es muchísimo más grande y como los colectivos pasan hasta más tarde, se puede estar disfrutando del paisaje hasta las 17:00. Un dato muy importante para quienes deseen visitar las Cataratas, es que comprando la entrada para dos días consecutivos, el segundo día sale la mitad de precio.

      Desde Iguazú se pueden hacer muchas excursiones como por ejemplo visitar las Ruinas de San Ignacio un sitio arqueológico muy interesante, visitar las Minas de Wanda y comprar piedras semipreciosas, etc. Era verano, días de calor intensos cargados de húmedad, por lo que no tenía mucho interés en realizar excursiones de días completos. Nos quedaba un día libre, aprovechamos para conocer la ciudad de Foz de Iguazú. Visitamos un Shopping y recorrimos la ciudad. A decir verdad, la ciudad no me pareció muy llamativa pero siempre me resulta interesante conocer distintas ciudades del mundo.

       

      Consejos importantes para quienes deseen visitar Iguazú

      Conviene destinarle al menos dos días para recorrer todo el parque en el lado argentino es posible que un día no alcance para conocerlo completo.

      Es aconsejable evitar la temporada alta ya que es un destino muy turístico por lo que en enero y mitad de julio suele haber más cantidad de gente que en otros meses.

      Resulta óptimo dejar días libres porque es una zona de clima subtropical, pueden tocar días de lluvia en los que no sea la mejor opción visitar el Parque.

      En el Parque se pueden comprar souvenires, hay varios restaurantes, kioscos y cafés.

      No hay que olvidar el protector solar, repelente y anteojos de sol. Por supuesto, es necesario llevar calzado cómodo.

      Aconsejo que al llegar al Parque, lo primero que hagan sea visitar la Garganta del Diablo, es el paseo que está un poco más alejado comparado con el resto de los circuitos, sumado a ello es el más imponente. Para llegar hasta allí se puede ir caminando o sino el trencito ecológico del Parque, es muy lindo y pintoresco.

      La cena show que se ofrece en Foz de Iguazú es imperdible! Se puede disfrutar de un espectáculo de danzas con música regional mientras se pueden degustar cientos de platos.

      Para visitar las Cataratas se recomienda un mínimo de 4 noches. 

      Para quienes deseen estar en contacto con la naturaleza en su máximo esplendor, pueden realizar el sendero Macuco, para ello es imprescindible llevar agua y alimentos ya que en ese trayecto no existen kioscos ni lugares de ventas de alimentos. 

    3. Perdido en el sureste de México, casi al borde del mar y ubicado junto al río Papaloapan, se ubica uno de los pocos pueblos del país declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

      A solo 90 kilómetros al sur de la ciudad de Veracruz, este colorido pueblo aparece en medio de una región tropical y cálida, cuyo único respiro del infernal calor es la brisa que carga consigo el río.

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      Visitarlo en verano un par de veces quizá no fue la mejor idea. Pero el solo hecho de estar allí significa un refresco del movimiento de la ciudad.

      Tlacotalpan surgió como un asentamiento del pueblo totonaca, una civilización mesoamericana prehispánica que se asentó en buena parte de la costa del Golfo de México. Su nombre significa “entre aguas”.

      Pero fue con la llegada de los españoles que el pueblo creció y tomó forma, desde que Pedro de Alvarado recorrió el Papaloapan río arriba, descubriendo que Tlacotalpan podría ser un buen puerto fluvial para el transporte de mercancías al Imperio Español.

      Así fue como surgieron dos grandes haciendas en la zona, que aunque corrieron el riesgo de ser abandonadas, hicieron que en algún momento la población de españoles creciera. Y sumado a la importación de esclavos negros africanos desde el puerto de Veracruz, Tlacotalpan tomó la raíz multicultural y multiétnica que posee hasta el día de hoy.

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      El pueblo es el corazón del son jarocho y los jaraneros, estilos musicales provenientes del Caribe y que fueron desarrollados en la mayor parte de la costa del Golfo gracias a los afrodescendientes.

      La misma palabra “jarocho” define a las personas provenientes de la región del Sotavento, sobre todo aquellos de piel oscura que usaban jaras como método de pesca. Y esas raíces extranjeras finalmente se impregnaron en la zona alrededor de Tlacotalpan.

      Músicos con sus típicos trajes blancos, con sombreros de paja y pañuelos rojos caminan por las calles ofreciendo coplas. Mientras en las noches llegan los huapangos, fiestas donde el son jarocho es el invitado principal.

      Pero el mayor atractivo del pueblo es sin duda su arquitectura vernácula, es decir, que las construcciones fueron hechas de forma auténtica por los habitantes nativos con materiales de la zona.

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      En 1714 el río se desbordó, y en 1788 un incendio arrasó con muchas de las casas. Es por ello que se ordenó que a partir de entonces todo edificio fuera alzado con mampostería. 

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      Y desde aquella época, un lejano siglo XVIII, las típicas casonas con arcos y pilares se han mantenido en pie.

      Luciendo los vivos colores de México, cada casa es un ejemplo de lo que puede lograrse de forma artificial, respetando siempre lo natural.

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      Cada teja, cada muro, cada columna, cada acera, fueron construidos con los materiales que la propia cuenca del Papaloapan le otorgó a la ciudad. Y se convirtió con los años en el orgullo de los tlacotalpeños.

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      Aunque el puerto fluvial perdió su importancia con la llegada del ferrocarril, el río ha sido siempre parte vital de Tlacotalpan. No solo como medio de transporte, sino al aportar el agua para los cultivos, la ganadería, los pobladores, regular el clima y para la pesca.

      Tomar una balsa para dar un paseo por sus aguas es uno de los mayores atractivos hoy en día.

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      Aunque para ser sincero, la magia de la mampostería y la arquitectura vernácula se esfuma de inmediato.

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      En su lugar, es suplantada por modernas mansiones pertenecientes a la clase alta de Veracruz. Políticos y empresarios han construido sus casas de verano en la riviera, y los yates estacionados en su orilla confirman su poder adquisitivo.

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      Aún así, no está de más un recorrido por el emblemático Papaloapan, que transporta sus aguas desde las tierras de Tuxtepec.

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      El propio río sirve para bendecir la ciudad cada 2 de febrero, cuando las fiestas patronales llegan con la Virgen de la Candelaria.

      Una estatua de la virgen es transportada en una balsa y otorga su bendición al pueblo para evitar inundaciones y otras calamidades, que suelen ser comunes en esta zona tropical.

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      Las fiestas van acompañadas de ferias, mercados de comida callejera, huapangos y hasta un embalse de toros, que son soltados libres por las calles de la ciudad luego de cruzar el río junto a los ganaderos.

      La iglesia es uno de los puntos icónicos de la ciudad, ubicada en la plaza central, o zócalo, como se le conoce en México.

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      Esta explanada crea el plano urbanístico típico de una ciudad colonial española. Un cuadrante central con una alameda, junto a la cual se posa el templo católico y su campanario.

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      Junto a ella, el palacio municipal que funge como poder político, y que servía para demostrar a los antiguos indígenas quién tenía el poder sobre ellos.

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      Tras el zócalo, las calles perpendiculares se trazaron desde el río al interior de las tierras que lo orillan, formando las cuadras empedradas que dibujan hoy la totalidad de Tlacotalpan.

      La tejas en lo alto de las casas otorgan una fresca manera de protegerse del sol. El aire acondicionado no es tan común en esta zona. Pero los corredores y patios centrales son suficientes para ventilar los interiores.

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      Es común encontrar bancas y mecedoras en los pasillos exteriores de las casas, donde los vecinos se sientan a compartir un torito por las tardes, la bebida tradicional hecha a base de alcohol de caña.

      Para mí y mis amigos, la bicicleta fue la mejor manera de recorrer el pueblo. Al fin y al cabo, su terreno plano puede ser bastante bien aprovechado sobre dos ruedas.

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      Un lugar donde los niños todavía corren por las calles, los músicos se pasean por tiendas y restaurantes, los mariscos frescos se sirven en platos calientes y las botellas heladas de torito refrescan del calor.

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      Tlacotalpan se ha ganado con creces, y sin lugar a dudas, su título como Patrimonio de la Humanidad, al combinar tres etnias y culturas en un pequeño lugar.

      Sus casonas vernáculas y vivos colores son el mejor ejemplo de lo lindo de México. Un mágico y perdido lugar entre las selvas tropicales del sur.

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