Un itinerante sol me despertó la mañana del 31 de Octubre. Era una habitación desconocida, donde había dormido solo por dos noches.
Me quité la pijama y metí mis últimas prendas a Isabel, cuyos 50 litros parecían no poder resguardar ya más cosas. Aquella mochila se había convertido en mi mejor amiga. Más que mi laptop, con la que trabajaba desde cualquier punto de Europa. Y más que mi celular, que para entonces no tenía aún línea telefónica.
Cogí a Isabel en la espalda y dejé una nota sobre su escritorio a Mortiz. Caminé por el pasillo, adornado con banderas de todos los continentes en las puertas de sus habitaciones. Tomé un yogur del refrigerador y salí del apartamento. Fuera aguardaba Farzad, a quien regresé las llaves y despedí con un fuerte abrazo.
Stuttgart había sido el primer lugar del mundo donde un desconocido me había prestado su habitación para dormir. Un couchsurfer a quien nunca pude ver a la cara en persona, porque se había ido de viaje a la península itálica. Con quien solo crucé un par de palabras en un sitio web y luego agradecí en WhatsApp.
Moritz y un grupo de estudiantes amantes del forró brasileño en Stuttgart; un descendiente turco nacido en Franconia; un antropólogo que repartía paquetes a bordo de su bicicleta en Tübingen; un estudiante que ayudaba a los refugiados sirios en Múnich. Los alemanes me habían demostrado que tras una dura historia, son ahora personas sumamente abiertas. Cálidas, simpáticas, cordiales.
Aquel 31 de octubre fue momento de despedirme nuevamente de Alemania. Y me dirigí a la estación central de Stuttgart para regresar a mi entonces país de residencia: Francia.
Antagónico a sus habitantes, los trenes y el transporte alemán me habían dado muchas experiencias carentes de contento. Y para cruzar la frontera oeste me decidí entonces por Blablacar.
La start-up francesa me había hecho la vida fácil y barata en varias ocasiones. Además, viajar compartiendo un auto intrínsecamente llenaba siempre un vacío ecológico en mí. “Comparte auto y reduce tus emisiones de CO2”, suele decir la empresa.
Pero Alemania parecía querer dotarme de mala suerte.
A las 8:30 de la mañana, esperaba pacientemente a Ghislain y su Peugeot 308 en el parking frente a la Haupbahnhof. El reloj seguía avanzando y mi paciencia comenzaba a agotarse.
Los franceses suelen ser muy puntuales, así que 7 minutos me parecieron excesivos para no ver señales de él. Y como parte de mi desfortuna, el wi-fi del Starbucks en la estación parecía no funcionar en mi móvil.
Caminé por el rededor, tratando de no alejarme mucho. Ghislain sabía ya el color gris de mi jersey y el rojo de mi mochila. Y yo tenía la foto de su coche. Pero, ¿dónde diablos estaba?
20 minutos pasados tras la hora, estaba a punto de entrar a la estación y comprar un costoso boleto de tren a Estrasburgo, mi próximo destino en Francia. Pero a un costado de la central, otro parking se asomó a mi vista, y Ghislain con su móvil en mano esperaba junto a su Peugeot negro.
Otra vez, me dije, aparento ser el mexicano impuntual. Pero el conductor y el resto de los pasajeros parecían haber adivinado mi ausencia de malas intenciones. Y sin más que alegar, condujimos a la frontera.
A 150 km al oeste, cruzamos un puente sobre el río Rin, el río más transitado de la Unión Europea. Y justo al atravesarlo, nos encontrábamos ya en Francia.
Estrasburgo es una de las importantes ciudades situadas en la ribera del Rin, que utilizan el río para transportar y exportar mercancías. Su situación geográfica es una de las más privilegiadas del continente, ubicada justo a la mitad entre la Europa atlántica y la continental.
Sin embargo, es el mismo honor de su emplazamiento el que la ha puesto en disputa durante más de tres siglos entre los estados alemanes y Francia. Y es por ello hoy un símbolo de la hermandad entre las naciones europeas.
Tan solo quince minutos después de haber dejado Alemania, Ghislain nos adentraba en las transitadas avenidas de otra metrópoli francesa que se sumaba a mi lista. Una que había estado en mi checklist desde hacía ya tres años.
Una pareja local, Gwen y Alex, habían aceptado mi solicitud en Couchsurfing, y me alojarían por dos noches antes de volver a mi trabajo habitual en Lyon.
Ghislain me dejó, junto con los otros pasajeros, en la estación central de trenes de Estrasburgo. Y como Alex y Gwen no llegarían a casa antes de las 7 p.m., debía deambular solo por la ciudad hasta entonces.
Dejar a Isabel en la estación central parecía más costoso que dejar a un niño en una guardería. Si recorrí Sudamérica con ella, ¿por qué no cargarla en Estrasburgo unas cuantas horas? Pensé. Lo peor que podía pasar era que tuviera que vaciar el tubo entero de relajante muscular sobre mi espalda al terminar el día.
Pregunté a un par de policías la parada más cercana del tranvía que pudiese llevarme al centro de la ciudad. La distancia no era muy larga, pero debía guardar fuerzas para la caminata de 8 horas que con Isabel aguardaba.
Así, pasé a ser un mochilero en Estrasburgo. Con mi mochila al hombro y mi cámara sobre el cuello, me balancee en el pequeño tren tratando de no empujar ni lastimar a nadie a mis costados.
Bajé en la estación Grand Rue, y me adentré en la histórica Grand Île de Estrasburgo, el corazón de la ciudad.
La totalidad de la Gran Isla fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988, que la describió como una de las mejores muestras de ciudades medievales.
Al comenzar a caminar por las calles de la Grand Île, ni yo, ni seguramente muchos de los turistas, nos sentíamos en Francia. La Grand Île fue para mí uno de los mejores ejemplares de una ciudad típica alemana.
El mismo estilo de edificios germánicos con fachadas de madera en formas triangulares aparecieron en las principales plazas del casco viejo.
Estrasburgo resguarda muchos secretos ante los turistas que, con emoción, la visitan cada año. Y para visitarla hay que saber algo muy claramente: Estrasburgo ha sido parte de Alemania y de Francia en repetidas ocasiones.
Luego de que el Imperio Romano de occidente cayera ante las invasiones germánicas, la ciudad formó parte del Imperio Carolingio, que al partirse en dos quedó en manos del reino de Germania, comenzando la influencia alemana sobre la ciudad.
La región histórica donde se ubica Estrasburgo es Alsacia, que si bien ahora pertenece a Francia, tiene su propio dialecto germánico: el alsaciano, todavía hablado por muchos de sus habitantes.
Alsacia vivió épocas de prosperidad durante la Edad Media, período en que perteneció al Sacro Imperio Romano Germánico. Pero poco a poco cayó en depresión, con crudos inviernos, malas cosechas y la llegada de la peste. Pero su peor época llegó con la Guerra de los Treinta Años, cuando los Habsburgo de Austria perdieron los derechos sobre el territorio alsaciano, que pasó a formar parte del Reino de Francia en 1648.
Alsacia tuvo cierto grado de autonomía dentro de Francia. Su población hablaba otro idioma, tenía otra religión y se administraba de forma diferente. Por ello, el Imperio Germánico siempre lo tuvo en la mira.
En 1870, con la guerra franco-prusiana, Estrasburgo y Alsacia volvieron a formar parte de Alemania. Luego, con el fin de la Primera Guerra Mundial, Alemania la devolvió a Francia. Pero en 1940, a principios de la Segunda Guerra Mundial, Hitler y su ejército nazi la incorporó al Tercer Reich. Y al finalizar la guerra, en 1945, volvió a ser de Francia.
La belleza de las calles y los edificios en Estrasburgo no hacen parecer que se ha derramado tanta sangre sobre ellas. Y mi arribo a la Place du Château reforzó mi teoría.
El núcleo de la metrópoli se encuentra allí. Entre viejas casonas con tejados medievales y vívidos colores sobre sus longevas paredes.
Me acerqué a la oficina de turismo para pedir un mapa de la ciudad, ya que mi celular, sin línea, sin datos, sin GPS, no podía serme de gran ayuda.
Aquel lunes 31 de octubre era el último día para poder visitar todas las atracciones que quisiera en la ciudad. El 1 de noviembre, como en casi todos los países católicos, es un día festivo (el Día de Todos los Santos), y muchos de los mejores sitios estarían cerrados.
Aquello no representaba un problema para mí. Un mochilero al que le bastaba con perderse en la ciudad con Isabel al hombro.
La Place du Château es el núcleo de la ciudad por varias razones. La principal de ellas está en su centro: la imponente Catedral de Notre-Dame de Estrasburgo.
Iniciada como culto católico, luego protestante y nuevamente católico, está dedicada hoy a la Virgen María.
Su único campanario fue la construcción humana más alta del mundo por casi dos siglos, superada después por la catedral de Ruan.
El templo cristiano es uno de los mejores modelos del gótico tardío, y sus rojizos portales frontales y laterales me invitaban a entrar y admirar su interior. Pero, cumpliendo la promesa que me hice tres años atrás en España, nunca pagaría por entrar a una iglesia.
Sus centenarios muros sufrieron los embates de la guerra franco-prusiana y de la Segunda Guerra Mundial. Por ello, hoy la catedral de Estrasburgo es un símbolo de la reconciliación franco-alemana y la Unión Europea, justo en el centro de la ciudad que en mitad del continente funge como una de sus más amadas capitales.
Las rúas al sur de la vasta explanada me portaron bajo la sombra de sus regios edificios hasta el malecón del río Ill (leído como “il”).
El río es uno de los afluentes del Rin, y es el que rodea a la Grand Île de Estrasburgo, y por tanto, a todo su centro histórico.
Son casi veinte los puentes que unen a la isla central con el resto de la ciudad, y cada uno de ellos formaba una postal magnífica para mi álbum de fotografías.
Pero los más bellos paisajes a lo largo del Ill los formaba sin duda el histórico barrio de la Petite France.
Al ras del agua, sobre esos pequeños trozos de tierra que parecen flotar como chinampas, vivían antiguamente los pescadores, molineros y curtidores de pieles.
Su arquitectura tiene un marcado estilo renano, lo que, como dije anteriormente, a ninguno hace sentirse en Francia (ni en la Petite France). Sino en una antigua y colorida Alemania.
Su pintoresca elegancia lo convierte en el barrio más turístico y famoso de Estrasburgo.
Sobre sus aguas, multitudes de visitantes fotografiaban las orillas de sus tranquilos y apaciguantes canales cristalinos.
Y si bien es cierto que Estrasburgo es conocida como la capital de la Navidad en Europa por su célebre mercado, el clima decembrino no me causaba ninguna envidia. El sol de otoño y los colores de sus follajes era para mí la mejor época para estar allí, parado entre balcones de flores y románticos ventanales.
La pequeña isla se forma de tres alargadas puntas que sirven como malecones principales, todas ellas vías peatonales donde ningún coche puede entrar.
En la punta occidental de la isla, tres torres forman uno de los paisajes más típicos de la ciudad, tras las cuales el campanario de la catedral sobresale reluciente.
Les ponts couverts, o los puentes cubiertos, unen a la Petite France con la Grand Île y el sur de la ciudad.
Las torres forman parte de la antigua muralla fortificada que resguardaba a la ciudad de sus enemigos.
La mejor vista de los puentes y de la Petite France la tuve sin duda al subir al dique Vauban, que ofrece una hermosa vista del lado occidental del centro histórico.
Pero el lado oriental era otra bella zona que me quedaba todavía por explorar.
Una de las avenidas principales del centro histórico me llevó hasta el jardín de la Plaza de la República, el corazón del llamado Distrito Alemán.
Tras 1870, el Imperio Alemán tomó posesión nuevamente de Alsacia y Estrasburgo, y dejó su gran legado en esta zona de la ciudad.
El edificio más emblemático es el Palacio del Rin, antiguo palacio imperial que formó parte de una remodelación urbana, marcada por la arquitectura prusiana.
El Distrito Alemán aloja también el barrio universitario, con su biblioteca, el Teatro Nacional y varios edificios guillerminos que fungen ahora como oficinas del gobierno citadino y regional.
Al toparme de nuevo con el río Ill crucé el puente de Auvergne, desde donde podía ver el sol cayendo sobre la emblemática Grand Île y su catedral en el horizonte.
Y al otro lado, la conocida iglesia de Saint-Paul, de culto protestante, se iluminaba con los fuertes rayos del ocaso.
Aquella tenue y rojiza iluminación me apresuró a moverme al último rincón de Estrasburgo que no podía perderme. Así que cogí a Isabel con fuerza y tomé otro tranvía al Barrio Europeo.
Tras la dura historia en la que se vio inmersa Alsacia, y tras vistos los horrores que dejó en Europa la Segunda Guerra Mundial, Estrasburgo fue elegida como capital de la Unión Europea, como un símbolo de la cohesión que debe existir entre los países del continente.
Ni Francia ni Alemania pueden reclamar haber tenido más influencia sobre esta ciudad. Y ello la hace la metrópoli europea por excelencia.
El Barrio Europeo alberga los edificios de muchas de las instituciones de la Unión Europea, siendo el más importante de ellos el Parlamento Europeo.
Con la creación de una organización supranacional, única en su género, como lo es la UE, se necesitaba un organismo que regulara las funciones legislativas que representaran a la ciudadanía europea. Y helo allí.
Las banderas de todos los países miembros ondeaban alumbradas por el atardecer.
Un vacío de gente dejaba entrever que ninguna sesión plenaria se estaba entonces llevando a cabo.
Dentro de esos muros de cristal y pilares de hormigón, 751 diputados toman varias de las decisiones más importantes del mundo. Tienen control sobre las leyes que rigen al continente y el presupuesto anual.
Y aún en Europa, nunca falta el descontento con el Congreso.
No fue entonces sorpresa encontrarme un grupo de manifestantes acampando a un costado del complejo parlamentario, acompañados de sus letreros de protesta.
Gobernar una sociedad nunca será fácil. Ni en Estrasburgo, ni en Europa ni en ninguna otra parte del planeta.
En un país como Francia, y viniendo de un país latinoamericano, quejarme me era difícil. Sobre todo al comparar la calidad de mis derechos sociales y prestaciones laborales. Pero el ser humano siempre buscará sus propios problemas. Es la raíz de la sociedad.
Parado, en medio del gobierno, del descontento, de dos países históricamente enemigos, de todo un continente, mis pies y mi espalda no podían dar ya mucho más.
Me dirigí a la parada más cercana y cogí un tranvía de vuelta al centro de la ciudad. Me resguardé del frío en un café local y comí un pastel de chocolate para calmar mi hambre de azúcar.
Aún en Octubre, Estrasburgo se preparaba ya para recibir al mercado navideño, el más famoso del mundo. Y sobre la Plaza Kléber, las mágicas luces dejaban ver la silueta del pino de Navidad, que anunciaba que diciembre ya estaba más cerca.
Me encontré con Alex y Gwen en la central de trenes, desde donde tomamos un tranvía a su apartamento.
Una ducha y una cena vegetariana eran justo lo que necesitaba para poder descansar.
Ambos planeaban un largo viaje por Latinoamérica para el 2017, y no dudaron en pedir mis sabios consejos y practicar su español.
El siguiente día, Día de Muertos en México, ambos visitarían la tumba de su abuela en el panteón. Mientras yo planeaba una escapada algo diferente para el Día de Todos los Santos. Una que me llevaría a otro mágico punto de Alsacia, el punto perfecto entre Alemania y Francia.
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