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Caminos al desierto: parte II

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AlexMexico

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Hacía ya mucho tiempo que no disfrutaba de la grata experiencia de tener un cuarto de hotel para mí solo. Aunque solo fue por una noche, un baño caliente en mi ducha privada y una cálida y reconfortante cama me dejaron listo para el resto de mi viaje.

A 355 kilómetros al sur de Marrakech, aquella mañana desperté con una increíble vista desde mi balcón, desde el que se apreciaba el valle del Dadès, uno de los principales ríos de Marruecos.

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Bajé muy temprano a desayunar con Bom y Aleena, las dos chicas con las que el día anterior había comenzado un tour por el sur de Marruecos, que hasta entonces nos había deleitado con montañas nevadas, un castillo bereber, una ciudad sede de los mejores estudios de cine de África y, por supuesto, con el famoso tajín como el platillo principal de cada día.

A nuestra mesa se unieron un par de chicos georgianos (sí, de un país llamado Georgia que se encuentra en el Cáucaso).

Mi primera sorpresa fue encontrar por primera vez en mi vida a ciudadanos georgianos viajando como mochileros. Es muy bueno de vez en cuando toparse con gente diferente, y aquel desayuno era el mejor ejemplo con dos georgianos, una rusa y una coreana junto a mí.

Pero mi mayor sorpresa fue enterarme de que Bom había cambiado de cuarto con aquellos chicos. La razón, era que el chofer de nuestro tour se había pasado toda la noche haciéndole bromas pesadas, diciéndole que si no se acababa la cena dormiría con ella en su cama.

La incomodidad de Bom era evidente. Decía ni siquiera estar segura de haber entendido el inglés de aquel viejo hombre cuando externó sus “chistes”, tras los cuales siempre reía y acababa recalcando que todo era un juego.

Aleena y yo le hicimos saber que no la dejaríamos sola con él, y que si algo llegase a pasar durante el resto del tour veríamos por ella en cualquier momento.

Fue normal entonces que los tres volviésemos un poco perturbados al interior de la camioneta, donde el chofer ya nos esperaba para seguir nuestro camino.

Antes de dejar el hotel, un miembro del personal se acercó a la camioneta, preguntando si alguno de nosotros había cambiado de habitación, ante lo que todos nos quedamos en un incómodo silencio.

La señorita solo deseaba saber el paradero de una toalla, ante lo que Bom respondió diciendo que ella había cambiado con los georgianos y había dejado la toalla en la otra habitación.

Nada más pasó después. Pero el silencio del chofer (algo bastante raro en una persona tan parlante) dejó entrever lo engorroso del momento.

Hicimos una rápida escala en otro hotel del valle, donde recogimos a Rafa y Silvia, la pareja madrileña que también formaba parte de los pasajeros del tour.

Su cara de fastidio delató la mala noche que habían pasado, lo que sumó todavía más incomodidad a la atmósfera que se vivía en el vehículo.

Ambos habían pagado dinero extra a su agencia de viajes en España para que los colocara siempre en buenos alojamientos a lo largo del tour. Vaya sorpresa que se llevaron al descubrir que su hotel estaba todavía en obras negras en buena parte del complejo. Su habitación no tenía calefacción ni agua caliente y las paredes olían a una tremenda humedad a causa de la pintura fresca.

No tardaron en hacerle saber a su agente la inconformidad que los colmaba en aquel momento. Y aunque nuestro chofer no tenía la culpa de mucho, no dudaron en poner su queja también con él, lo que no parecía tan conveniente después de lo vivido con Bom.

El descontento duró algunos minutos, necesarios para externar nuestras quejas.  Pero sabíamos que aquel viaje a Marruecos era una experiencia única en nuestras vidas, y debíamos aprovecharla al máximo si queríamos guardar un bonito recuerdo de ella.

Así, poco a poco fuimos dibujando una sonrisa en nuestros rostros, mientras dejábamos que los paisajes al otro lado de la ventana nos siguieran asombrando más y más.

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A orillas de la carretera varias colinas de poca altura iban pasando ante nuestros ojos. El panorama pasaba a tonos cada vez más rojizos, donde hasta las casitas parecían estar hechas con la arcilla del suelo.

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Aquella autopista es uno de los trechos más famosos para los turistas que se pasean por Marruecos, incluidos los cientos de personas que lo hacen a bordo de una casa rodante.

Marruecos está dotado con estacionamientos y campamentos para casas rodantes a lo ancho y largo de su territorio. Nunca creí que aquel país estuviera tan preparado para aquel tipo de viajeros; en ese campo nada tiene que envidiarle a lugares como Estados Unidos, Noruega o Argentina.

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Muchos de aquellos excursionistas pasaron la noche en un parking a orillas de la carretera, muy cerca de donde nuestro chofer se detuvo y nos dio unos minutos para fotografiar las Gargantas del Dadès.

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Todos los paisajes que habíamos cruzado formaban parte del valle homónimo. Pero unos kilómetros río arriba el relieve se apilaba en una especie de garganta, con formaciones geológicas que parecían venir de otro planeta.

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La mañana apenas comenzaba y los pocos rayos del sol que podíamos alcanzar los aprovechábamos al máximo para calentarnos de pies a cabeza. Había huido del frío en Europa para pasar algunos días más cálidos en Marruecos. Pero al parecer su invierno no era nada de lo que había imaginado.

Pasamos una hora más en la carretera, que casi todos tomamos para dormir un poco más. Tras 70 kilómetros al este llegamos a un pueblo llamado Tinerhir, ubicado en medio de otro valle, esta vez atravesado por el río Todra.

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La ubicación de la población hacía bastante lógica, pues aquella parte del valle estaba inundada por un oasis de verde vegetación, lo que permitía a los lugareños cultivar su superficie para su propio autoconsumo.

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El chofer descendió por las colinas hasta lo más bajo del valle, donde un guía nos esperaba para mostrarnos el pueblo.

Nos llevó en una caminata por el medio del oasis, donde los canales artificiales de agua ayudan a los campesinos a regar sus plantaciones de sorgo, flores y otros vegetales que sustentan la alimentación de buena parte de la población.

El verde vivaz de sus suelos contrastaba mágicamente con el paisaje de Tinerhir al fondo, cuya mayoría de edificaciones están hechas principalmente de arcilla.

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Nos adentramos así en las curvilíneas calles del pueblo, que no distan mucho de las típicas postales marroquíes.

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Las mezquitas y los gatos parecían ser parte esencial de la vida en en Tinerhir, como bien había podido ya notar en muchas otras ciudades de Marruecos.

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El guía nos explicó que varias casas en la zona habían quedado completamente abandonadas, debido a la migración de muchos habitantes a las grandes ciudades. Eso convertía a Tinerhir en un pueblo casi fantasma.

Pero para conocer lo que queda de la vida en aquel lugar, nos llevó hasta la tradicional casa de una familia local, donde tocó la puerta y nos invitó a quitarnos los zapatos para poder entrar.

Aleena decidió quedarse en el pórtico y esperar por nosotros. Los demás en cambio nos sentimos felices y bienvenidos con un té de menta que nos ofrecieron como cortesía.

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El matrimonio que allí vivía se dedicaba a la confección de tapetes y mantas marroquíes, hechos con estambre de lana de camello original.

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Los vivos colores de las mantas son extraídos de elementos naturales encontrados en el mismo valle. Así, el rojo se obtiene de la henna, el verde de la menta, el amarillo del azafrán y el azul del índigo.

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La atención de la familia y del guía parecían estupendas, hasta que lo inevitable llegó. El hombre comenzó a pasarnos uno por uno los tapetes, preguntándonos cuál nos gustaba para decirnos el precio “especial” por el que nos los podía ofrecer.

No gracias —es todo lo que salía de nuestras bocas—. Ni siquiera podríamos llevar algo tan grande en el avión.

Como era de esperarse, la insistencia de ambos no se detuvo, y nos siguieron pasando más y más tapetes, que seguíamos dejando en el suelo a manera de rechazo.

Cuando el hombre se dio por vencido, se paró y nos llevó hasta la salida. Cerró la puerta tras nosotros y supimos que se había enfadado por no haber logrado ninguna venta.

Ahora entendíamos la razón por la que Aleena se había quedado fuera. Había anticipado bien lo que sucedería, y no era su intención atravesar una batalla más con un feroz vendedor marroquí, que tanta mala fama tienen.

El guía nos llevó de vuelta al coche, en el que manejamos unos pocos kilómetros río arriba y aparcamos en la entrada de las Gargantas de Todra, el desfiladero más alto de todo el valle.

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Aunque el sol golpeaba fuerte sobre nuestras cabezas, al introducirnos al callejón del desfiladero un frío viento empezó a azotarnos con suavidad, lo que nos forzó a volver al coche y coger nuestros abrigos.

A diferencia de las Gargantas del Dadès, esta garganta se trataba de un verdadero cañón, tallado por el ensanchamiento del río Todra hace ya varios miles de años.

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Lo más curioso de aquel complejo paisaje lo encontramos al fondo del pasadizo. Entre un montón de rocas en el suelo, el agua brotaba como la fuga de una tubería. Ese era el nacimiento del río Todra.

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Parecía increíble como un curso de agua tan largo como el Todra, que bañaba los cultivos de toda una ciudad, diera comienzo en una filtración tan diminuta, en el medio de un paisaje tan árido como aquel.

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El chofer nos pidió volver para llevarnos al restaurante donde tomaríamos el almuerzo, en una terraza justo al lado del río Todra.

Esta vez quiero algo diferente —me dije —. Algo que no sea tajín. Llevaba comiendo aquel plato todos los días desde mi llegada a Marruecos.

Así que opté por la galia, sugerencia que el mesero mismo me dio. Pero al llegar el plato a la mesa supe que me esperaba más de lo mismo. La galia no era nada más que tajín con huevo. Nada feo, debo decir. Pero comer todos los días lo mismo a cualquiera le puede aburrir.

Apenas con la digestión en curso nos vimos forzados a volver al auto. Teníamos dos horas y media de carretera por delante y si queríamos disfrutar de nuestra última tarde en el tour debíamos apresurarnos para llegar a tiempo.

El silencio y el sueño se adueñaron del viaje, que nos llevaba hasta la punta este de Marruecos, casi en la frontera con Argelia.

A diferencia de las ciudades imperiales, en esta zona del país el cielo estaba casi siempre despejado, libre de lluvias torrenciales, pero aún con algo de frío invernal.

Mientras más avanzábamos el paisaje se hacía más y más árido. Hasta que el suelo rocoso y las montañas rojizas se transformaron en una capa de arena que lo cubría todo. Habíamos llegado a Merzouga, la entrada al desierto del Sahara en esta parte de Marruecos.

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Una vez rebasados los Montes Atlas y los valles de los ríos en el centro del país, Marruecos se convierte en una sábana interminable de arena desértica. Merzouga es un pequeño poblado localizado en el límite entre los valles y el desierto de dunas, lo que lo convertía en el mejor punto culminante para nuestro tour.

Dejamos a la pareja de españoles en un hotel, a donde los recogeríamos la siguiente mañana. Al resto, el chofer nos llevó a otra especie de hostal, que era el campamento base para muchas de las agencias turísticas.

La razón de ello es que el hostal está ubicado justo al lado del comienzo de las dunas, el lugar perfecto para un establo de camellos.

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Dejamos nuestras mochilas en un cuarto y el chofer nos presentó con Amar, quien sería nuestro guía y compañero a partir de entonces.

Amar era dueño de su propia agencia de turismo en Merzouga, y también poseía un grupo de camellos. Era así como nos llevaría a dar un paseo por las dunas, en medio de las cuales pasaríamos una noche durmiendo bajo las estrellas del Sahara.

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Alguna vez en mi vida me había montado ya en un caballo. Pero hacerlo sobre las jorobas de un camello sería algo totalmente nuevo.

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Por supuesto, una silla y una barra de metal hacen la tarea más fácil para acomodarse encima de su lomo. Pero al ponerse en pie y comenzar su andar por la arena, sus tambaleantes movimientos nos dejaron a todos con el trasero adolorido.

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La caravana comenzó por allí de las 5 de la tarde, cuando el sol todavía estaba en su apogeo, deslumbrando el paisaje frente a nosotros con las dunas iluminadas y un cielo potentemente azul.

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Amar tomó la delantera, y comenzó a caminar subiendo y bajando las dunas, como si aquello no significara un arduo trabajo físico para él. Yo había subido un par de dunas en mi vida, y vaya que es una labor agotadora.

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Con una cuerda tiraba de los tres camellos que nos llevaban a bordo. Aleena al frente, Bom en medio y yo detrás de todos, dejando ante mi vista una improvisada pero verdadera caravana del Sahara.

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Aunque un vistazo atrás bastaba para advertir que la civilización de Merzouga estaba a solo unos pasos, era lindo engañarnos mirando solo hacia delante, con nada más que el desierto más grande del mundo frente a nosotros.

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A unos kilómetros al este se encontraba la línea fronteriza con Argelia, tras la cual el Sahara se extiende hasta la costa del mar Rojo, abarcando un territorio casi igual de inmenso que los Estados Unidos de América.

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Era difícil creer que estábamos solo en el preludio de lo que parecía ser un infinito lienzo de arena. Y donde las dunas parecían no terminar, nuestro campamento apareció escondido entre ellas, casi una hora después de haber salido de Merzouga sobre los camellos.

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Amar guió a nuestros peludos amigos hasta la orilla de nuestro campamento, que se componía por unas diez tiendas cubiertas en gruesas mantas de lana de camello. Incluso contaba con un baño improvisado cubierto de las mismas telas. Son las típicas casas de los pueblos nómadas bereberes.

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Amar mismo nos contó que nació en una familia nómada del desierto. Su identificación oficial de Marruecos tiene una fecha y un lugar de nacimiento aleatorios; la verdad sobre su llegada al mundo sigue siendo una incógnita incluso para él mismo.

Aprovechando el sol que todavía se ponía sobre el cielo, Amar nos invitó a sentarnos sobre una mesita redonda que había colocado en el medio del campamento. Era la hora de tomar el té, lo equivalente en el mundo árabe a beber una cerveza o un café con los amigos.

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Mi bufanda pasó a ser un excelente turbante que cubrió mi cabello de los rayos solares, tal como los verdaderos bereberes protegen su cabeza.

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Aunque cuando el sol poco a poco comenzaba a alejarse, el turbante sirvió más bien para abrigarme del fresco del desierto, que durante la noche llega a ser bastante crudo.

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Al desviar nuestra mirada hacia arriba vimos a un grupo de personas que subían la duna. La puesta de sol estaba por comenzar, y estando en el desierto del Sahara era algo que ninguno de nosotros se podía permitir perder.

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Con todo nuestro esfuerzo comenzamos el ascenso, que sobre la arena resbaladiza fue bastante duro para quienes no estábamos acostumbrados. Por supuesto que para Amar fue solo pan comido.

La escalada fue más fácil sin nuestros zapatos puestos. Además, sentir la arena del Sahara bajo los pies era simplemente una oportunidad única.

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No se podía determinar si había una verdadera cima. La forma irregular y a la vez perfecta de las dunas nos invitaban a todos a caminar por todo lo alto, dejando nuestras huellas hundidas al pasar.

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Desde allí pudimos ver otros campamentos que se erguían alrededor, colmados de turistas que como nosotros, ansiaban vivir la experiencia de dormir en medio del desierto.

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Las dunas de Merzouga son también uno de los sitios preferidos para los amantes de los boogies y los coches 4x4, que pueden ser fácilmente rentados en la ciudad.

Las vistas desde lo alto eran maravillosas. Y aunque del lado oeste (por donde se ponía el sol) se asomaban las siluetas de Merzouga, el lado este no ofrecía más que la infinidad del desierto, a donde todos preferimos mirar.

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Una frontera, un desierto, el comienzo de un continente entero estaba frente a nosotros. Y la idea de saber dónde estábamos no nos dejaba de regocijar.

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Antes de que el sol se ocultara por completo, bajamos de vuelta al campamento, donde Amar preparó una de las tiendas para la hora de la cena.

El menú no fue una sorpresa. Un enorme plato de tajín acompañado de pan árabe y té de menta. Aunque Aleena, Bom y yo estábamos ya cansados del tajín, debo aceptar que comerlo en un campamento bereber en el desierto hizo de aquel el mejor tajín de mi viaje.

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Fuera de la carpa, la noche había caído sobre el campamento, y una profunda oscuridad lo inundó todo.

Amar prendió una fogata en medio de las tiendas y nos invitó a recostarnos a su lado, ayudado con el calor de un montón de mantas que apiló sobre la arena.

Los cuatro nos quedamos callados por un instante, no haciendo nada más que mirar al firmamento, donde las estrellas comenzaron a brillar una por una conforme avanzaba el reloj.

Nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad, y fue posible ver cada vez más figuras en el espacio. Por un momento mi mente se transportó a otra dimensión, una color azul marino rodeada por figuras diminutas y brillantes.

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No me había dado cuenta, pero lo que estaba viendo frente a mí era la Vía Láctea. Una figura nebulosa que nunca había podido presenciar, no con la contaminación lumínica de las ciudades modernas.

Capturar aquellos cuerpos celestes con nuestra cámara era un desafío casi imposible. Pero nos conformamos con disfrutar de su sola presencia.

El frío nos heló a todos de pies a cabeza, y decidimos volver a nuestras tiendas para acobijarnos bien. Las mantas de lana de camello eran una maravilla, y no había duda de por qué los bereberes habían domesticado aquel animal como su mejor amigo.

La siguiente mañana Amar nos despertó al amanecer para recoger nuestras cosas y montarnos nuevamente sobre los camellos.

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La mañana era mucho más fría que la noche que habíamos pasado en nuestras tiendas. Pero los rayos que apenas nos iluminaban desde el este poco a poco nos hicieron entrar en calor.

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Con los ojos entreabiertos y nuestras sombras reflejadas en las dunas, llegamos a Merzouga luego de una hora de caminata.

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Desayunamos algo en el hostal donde Amar nos dejó con sus camellos, a quien agradecimos fielmente con una buena propina que se tenía bien merecida.

Nuestro chofer nos recogió a los tres y al par de españoles, que contrariamente al día anterior lucían ahora muy contentos con la noche que pasaron en su campamento en las dunas.

Aleena y yo nos bajamos en la comunidad de Er-Rachidia, donde nos despedimos del grupo y tomamos un autobús hacia la ciudad de Fez, donde pasaría una noche más antes de tomar mi vuelo de vuelta a Europa.


  • Muy Bueno 3
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3 Comentarios


Recommended Comments

Sorprendentes los paisajes de Marruecos. Qué increíble debe ser haber pasado una noche bajo el cielo del Sahara, y más con ese guía y su atuendo tan tradicional :) 

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Y eso que viste es solo el comienzo del desierto. Solo de leerte ya me dieron ganas de volar hasta Marruecos solo para andar en camello!

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Marruecos es sin duda lo mejor del Magreb. A mí me ha encantado cada rincón que conocí de ese país, y el Sahara claro que es de lo mejor :) 

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    1. AlexMexico
      Último Relato

      El transcurso de una vida urbana puede fácilmente tornarse en algo rutinario, incluso en la grandeza de la Ciudad de México donde, no importa cuándo, siempre se encuentra algo por hacer.

      Si bien, la rutina es algo que se puede fácilmente esquivar en la capital mexicana, hay algo de lo que es imposible escapar. La contaminación y la gente. Un pacífico fin de semana, a solas en el aire fresco, es una demanda de colosales magnitudes en una de las metrópolis más pobladas del mundo. Pero hay algo que la hace única, a pesar de su estresante e incesante actividad.

      Hace casi 700 años, los mexicas (mejor conocidos como aztecas) decidieron construir su capital en uno de los más bellos paisajes del Aztlán, la tierra que ellos consideraban su mundo. Fue en un islote, en medio de un lago rodeado por montañas, donde fundaron Tenochtitlán, lo que hoy todos conocemos como Ciudad de México.

      Los alrededores de Tenochtitlán están cercados de impresionantes paisajes naturales, que dejaron en claro por qué Mesoamérica fue y será el cuerno de la abundancia. Es así que escapar de la ajetreada vida capitalina es, incluso hoy, una tarea fácil.

      Aquella vez, la decisión para reposar un fin de semana fue tomada por Sediel, uno de mis mejores amigos con cuya novia haríamos el viaje. Con una tienda de campaña casi nueva, un saco de dormir y una mochila sedienta por querer ser utilizada, el estado de Hidalgo fue lo que atrajo nuestra atención.

      Contiguo al Estado de México, Hidalgo cuenta con pueblos coloniales, grutas, aguas termales, bosques, cañones, cascadas, minas y un sinfín de interesantes propuestas de aventura. Y muy cerca de Pachuca, su capital, el pueblo de Huasca de Ocampo fue el destino elegido.

      La pequeña localidad nació en la época colonial española, cuando la producción minera atrajo a adinerados hacendarios europeos, que usaron la mano de obra indígena para la explotación.

      El pueblo creció alrededor de cuatro grandes haciendas, y aunque en el declive de la zona (cuando México se volvió independiente) muchos edificios quedaron casi en ruinas, en el siglo pasado se restauró para hacerlo un pueblo de paseo para turistas.

      Son varias cosas que hacen especial a Huasca. Su café, sus leyendas (que incluyen a duendes y brujas) y, sobre todo, su hermosa situación geográfica.

      Ubicada entre la Sierra de Pachuca y el Valle de Tulancingo, los paisajes aledaños a Huasca son un deleite visual, perfecto para los cazadores de un reposo en la naturaleza. Así que en vez de quedarnos mucho más tiempo en Huasca decidimos seguir nuestra ruta hasta los prismas basálticos, uno de los principales atractivos del valle.

      Huasca se emplaza en el oriente del Eje volcánico transversal, una cadena de volcanes que atraviesa el país de este a oeste y lo corta por su parte central. 

      Hace un par de millones de años, el enfriamiento del escurrimiento de lava que se generó en esta zona formó columnas de basalto que tomaron formas de prismas pentagonales y hexagonales. El resultado es hoy una maravilla.

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      El conjunto de prismas encimados entre sí parecen una estructura de legos. Es difícil creer que la naturaleza haya creado formas tan inorgánicas por sí sola.

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      Accedimos a los prismas bajando unas escaleras que llevan hasta un pequeño corredor, por donde cae un arroyo. El agua es traída desde los ríos y las presas que alimentan de agua la comunidad de Santa María Regla, a la que pertenecen las columnas.

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      Aunque algunas de las pequeñas cuatro cascadas fueron arrastradas hasta allí por el hombre, no hay mejor manera de darle un toque más encantador a un lugar como aquel que con caídas de agua.

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      El arroyo culmina en un pequeño estanque, al que se debe acceder desde la hacienda contigua. Es la llamada Cascada de la Rosa.

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      Este lugar fue visitado y estudiado incluso por personajes como Alexander von Humboldt, durante sus viajes por América Latina. La UNESCO nombró al sitio como uno de los 30 geoparques de la Red global de geoparques.

      Aunque ya había sido testigo de columnas basálticas del mismo estilo en Islandia, verlas en México no hizo más que reafirmar que es un país que lo tiene todo.

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      Antes de que se hiciera más tarde, era momento de decidir dónde debíamos acampar. La zona de Huasca de Ocampo posee múltiples sitios para hacerlo. Pero al ser el último fin de semana del verano estudiantil, los campings y balnearios estaban repletos. 

      El pueblo no era una buena idea para huir del bullicio. Y con ganas de un contacto mucho más natural, decidimos escuchar la sugerencia de un chofer.

      Unos kilómetros al norte, lejos de la carretera, había un lugar llamado Peña del Aire. Nada habíamos escuchado sobre él. Incluso, encontrarlo en Google Maps no fue del todo fácil. La información en internet era casi escasa. Pues bien, eso lo hacía el lugar perfecto.

      Según se nos dijo, pocas personas llegaban hasta la peña, ubicada al borde un acantilado bajo el cual se extendía un enorme cañón. Y en lo alto, una zona de camping era ideal para pasar la noche, lejos de las luces, del ruido y de cualquier contacto humano.

      Aceptamos así un viaje en taxi hasta la peña. Y tras un arduo viaje por un feo y estrepitoso camino de ripio, el chofer nos dejó en un centro de visitantes, que no era más que una palapa.

      Peña del Aire es un parque ecoturístico protegido. Hay pocas casas y propiedades privadas dentro del terreno. Las únicas construcciones son casetas de vigilancia, cobranza y algunos puestos de comida y tiendas. 

      A solo unos pasos de aquel puesto de visitantes se abrió ante nosotros un enorme cañón, parte de la Sierra de Pachuca.

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      El nombre Peña del Aire se debe, precisamente, a una gigantesca peña que se yergue en uno de los costados de la barranca. Y sí, de hecho, parece que flota en el aire.

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      Estas formaciones rocosas son características de las barrancas de la Sierra Oriental. Y el sitio perfecto para un centro ecoturístico.

      Una tirolesa de unos 70 metros de largo se tiende al lado de la peña y permite a los visitantes volar sobre el abismo. 

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      En la parte más baja, un río dibuja el camino del valle, junto al cual solo una pequeña iglesia se posa junto a un par de campos de cultivo. Al mirar abajo, creímos que sería un excelente lugar para acampar.

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      Comenzamos el descenso con mochila al hombro, cuidadosos de seguir el mezquino sendero que nos guiaba. El calor era sofocante, pero valía la pena hacer el intento.

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      Las vistas desde las laderas eran sencillamente magníficas. La vegetación parecía hacerse cada vez más verde y, a decir verdad, no era lo único colorido que apareció en nuestro camino.

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      El curso nos llevaba por todo el costado de la barranca, pero poco simulaba bajar al río. Aunque los lugareños nos habían asegurado un rápido descenso, la travesía era más larga de lo esperado.

      Antes de seguir, supimos que algo no resultaría. Esperábamos el arribo de dos amigos más, y en lo bajo de la barranca la señal de telefonía era escasa. Sería mucho más fácil encontrarlos en lo alto del acantilado.

      Volvimos entonces, entregados al calor de la tarde que, por cierto, no tardaría en esfumarse para dar paso a un fresco atardecer.

      La planicie superior fue el mejor lugar para montar el campamento. Un terreno llano, pastoso y fresco donde, al parecer, seríamos los únicos en pasar la noche.

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      Nuestros amigos no tardaron su arribo, por suerte, antes del ocaso. Y con las tres tiendas una junto a la otra, fue momento de armar la hoguera.

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      Una pila de malvaviscos y roles de canela fue el menú perfecto para el atardecer, que tras un cielo nublado se esfumó sin mucha presencia.

      Pero aquellas nubes de tormenta, cuyos relámpagos eran lo único que iluminaba el horizonte nocturno, crearon la atmósfera perfecta para las historias de terror que se avecinaban.

      Huasca de Ocampo es el sitio perfecto para alguien como Sediel, un fanático de las criaturas de fantasía. El pueblo está lleno de leyendas sobre duendes y brujas que moran los bosques circundantes, y que han hecho sus apariciones en repetidas ocasiones.

      De hecho, cuenta con su propio museo de los duendes. Y vaya que nuestro campamento simulaba ser su hogar, con una torre de metal en forma de sombrero que, de hecho, albergaba los únicos baños disponibles, a los que nadie se atrevía a entrar una vez caída la noche.

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      Cuando el fuego se fue consumiendo, una extraña luz apareció detrás de los arbustos. Un color amarillo fluorescente de forma redonda se movía con delicadeza, y de repente palpitaba como el latido de un corazón.

      No le prestamos mucha atención, quizá era alguien con una linterna. Tras pocos minutos se esfumó sin darnos cuenta.

      A la siguiente mañana, los lugareños nos contarían que se trataba de una bruja. Aparecer como pequeñas centellas era su especialidad en aquella zona. Pues bien, al menos no decidió visitar nuestro campamento.

      El alba fue bastante frío. El sereno dejó nuestras carpas más que húmedas por fuera. Y no había nada que deseáramos más que un café caliente. Pero habría que esperar la apertura de los puestos.

      Entretanto, un temprano despertar fue la mejor decisión grupal tomada para poder ser testigos de un hermoso amanecer.

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      El sol se levantó sobre la sierra oriental, iluminando tenuemente la figura de cada barranca del cañón. Nada, sino el cantar de las aves, se podía escuchar en el abismo.

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      Es lo que un grupo entero de capitalinos buscaba lejos de la metrópoli. La serenidad de una fría y verde mañana. Pero acompañada de un café de olla a la apertura del primer puesto, todo fue incluso mejor.

      Luego del desayuno fue momento de bajar a la peña, y contemplar el valle dibujado por los primeros rayos del sol.

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      La bruma de la mañana poco a poco se retiraba, y dejaba al desnudo la vitaleza de un cañón que podía apaciguar todo pensamiento y todo presente.

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      Escalar la peña no era una opción segura, pero hasta la poca altura que pudimos llegar fue suficiente para sentirnos satisfechos en nuestro viaje.

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      Disfrutar de la barranca sin la presencia de turistas durante la noche y la mañana fue una excelente decisión, que nos daría el respiro necesario para volver a la vida de una colmada ciudad.

    2. flormdk
      Último Relato

      Hace un poco más de diez años que había visitado la provincia de Misiones para ir a un congreso cuando era estudiante de la carrera de la carrera de Licenciatura en Turismo... Estuve algunos días en la capital, la ciudad de Posadas y dos noches en Iguazú. En este momento todavía las Cataratas de Iguazú no habían sido declaradas como Maravilla Natural, no había una gran cantidad de turistas. A decir verdad, cuando fui al parque con mis compañeros estábamos solamente nosotros. Vale aclarar, que era temporada baja, era el mes de mayo.

      Hacía bastante tiempo que tenía ganas de regresar, por eso, en el mes de enero pasado, decidí tomarme mis vacaciones de verano en las Cataratas. Organicé un tour que empezó en Salta y terminó en Iguazú.

      Decidimos dedicarle 5 noches a la ciudad de Iguazú ya que sabemos que es una de clima subtropical donde puede haber abundantes lluvias que impidan salir a recorrer el parque.

      Llegamos a destino y nos recibió una lluvia afortunadamente no muy intensa. De todas formas, es bastante frecuente que corramos con esa suerte... siempre los destinos que visitamos nos reciben con lluvia pero los días siguientes suelen tener unas condiciones climáticas espectaculares, así que no nos preocupamos.

      El primer día que llegamos, teníamos pensado visitar el Parque pero con la lluvia no era un buen plan. Entonces, optamos por cruzar la frontera y visitar Ciudad del Este en Paraguay. Es una ciudad que tiene la fama de ser un destino de compras ya que es una zona franca, libre de impuestos. 

      Tomamos un colectivo y en menos de una hora estábamos en destino. Creo que no hay palabras para describir a este sitio... Es una ciudad cargada de comercios, de carteles, de vehículos, de gente, de ruido ambiente... Una ciudad totalmente caótica en la que no existen semáforos que orden el tránsito. Afortunadamente, fuimos con información de los mejores lugares para comprar y también teníamos en mente que comprar con el modelo ya elegido. Creo que no hay otra manera de visitar esta ciudad si no es con información previa... Hay muchísimos lugares, vendedores ambulantes y carteles que compiten entre sí. Es recomendable ir temprano, ya que todos los lugares cierran a las 16:00 de la tarde porque suelen abrir muy temprano en la mañana y trabajan en horario de corrido.

      Nosotros llegamos con el tiempo muy justo pero por suerte llegamos a conseguir lo que teníamos planeado, una cámara de fotos de viaje.

      El objetivo principal del viaje era visitar el Parque Nacional Iguazú... También nos interesaba conocer el Parque del lado de Brasil... 

      Fuimos un día del lado de Brasil fue un paseo muy corto porque teníamos que regresar temprano para tomar el colectivo. La vista es muy distinta a la vista del lado argentino, ya que las pasarelas están muy cerca de las Cataratas, pero el parque en este lado es mucho más pequeño. No volvería a visitarlo, pero si volvería una y otra vez al lado argentino ya que aquí el parque es muchísimo más grande y como los colectivos pasan hasta más tarde, se puede estar disfrutando del paisaje hasta las 17:00. Un dato muy importante para quienes deseen visitar las Cataratas, es que comprando la entrada para dos días consecutivos, el segundo día sale la mitad de precio.

      Desde Iguazú se pueden hacer muchas excursiones como por ejemplo visitar las Ruinas de San Ignacio un sitio arqueológico muy interesante, visitar las Minas de Wanda y comprar piedras semipreciosas, etc. Era verano, días de calor intensos cargados de húmedad, por lo que no tenía mucho interés en realizar excursiones de días completos. Nos quedaba un día libre, aprovechamos para conocer la ciudad de Foz de Iguazú. Visitamos un Shopping y recorrimos la ciudad. A decir verdad, la ciudad no me pareció muy llamativa pero siempre me resulta interesante conocer distintas ciudades del mundo.

       

      Consejos importantes para quienes deseen visitar Iguazú

      Conviene destinarle al menos dos días para recorrer todo el parque en el lado argentino es posible que un día no alcance para conocerlo completo.

      Es aconsejable evitar la temporada alta ya que es un destino muy turístico por lo que en enero y mitad de julio suele haber más cantidad de gente que en otros meses.

      Resulta óptimo dejar días libres porque es una zona de clima subtropical, pueden tocar días de lluvia en los que no sea la mejor opción visitar el Parque.

      En el Parque se pueden comprar souvenires, hay varios restaurantes, kioscos y cafés.

      No hay que olvidar el protector solar, repelente y anteojos de sol. Por supuesto, es necesario llevar calzado cómodo.

      Aconsejo que al llegar al Parque, lo primero que hagan sea visitar la Garganta del Diablo, es el paseo que está un poco más alejado comparado con el resto de los circuitos, sumado a ello es el más imponente. Para llegar hasta allí se puede ir caminando o sino el trencito ecológico del Parque, es muy lindo y pintoresco.

      La cena show que se ofrece en Foz de Iguazú es imperdible! Se puede disfrutar de un espectáculo de danzas con música regional mientras se pueden degustar cientos de platos.

      Para visitar las Cataratas se recomienda un mínimo de 4 noches. 

      Para quienes deseen estar en contacto con la naturaleza en su máximo esplendor, pueden realizar el sendero Macuco, para ello es imprescindible llevar agua y alimentos ya que en ese trayecto no existen kioscos ni lugares de ventas de alimentos. 

    3. Perdido en el sureste de México, casi al borde del mar y ubicado junto al río Papaloapan, se ubica uno de los pocos pueblos del país declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

      A solo 90 kilómetros al sur de la ciudad de Veracruz, este colorido pueblo aparece en medio de una región tropical y cálida, cuyo único respiro del infernal calor es la brisa que carga consigo el río.

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      Visitarlo en verano un par de veces quizá no fue la mejor idea. Pero el solo hecho de estar allí significa un refresco del movimiento de la ciudad.

      Tlacotalpan surgió como un asentamiento del pueblo totonaca, una civilización mesoamericana prehispánica que se asentó en buena parte de la costa del Golfo de México. Su nombre significa “entre aguas”.

      Pero fue con la llegada de los españoles que el pueblo creció y tomó forma, desde que Pedro de Alvarado recorrió el Papaloapan río arriba, descubriendo que Tlacotalpan podría ser un buen puerto fluvial para el transporte de mercancías al Imperio Español.

      Así fue como surgieron dos grandes haciendas en la zona, que aunque corrieron el riesgo de ser abandonadas, hicieron que en algún momento la población de españoles creciera. Y sumado a la importación de esclavos negros africanos desde el puerto de Veracruz, Tlacotalpan tomó la raíz multicultural y multiétnica que posee hasta el día de hoy.

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      El pueblo es el corazón del son jarocho y los jaraneros, estilos musicales provenientes del Caribe y que fueron desarrollados en la mayor parte de la costa del Golfo gracias a los afrodescendientes.

      La misma palabra “jarocho” define a las personas provenientes de la región del Sotavento, sobre todo aquellos de piel oscura que usaban jaras como método de pesca. Y esas raíces extranjeras finalmente se impregnaron en la zona alrededor de Tlacotalpan.

      Músicos con sus típicos trajes blancos, con sombreros de paja y pañuelos rojos caminan por las calles ofreciendo coplas. Mientras en las noches llegan los huapangos, fiestas donde el son jarocho es el invitado principal.

      Pero el mayor atractivo del pueblo es sin duda su arquitectura vernácula, es decir, que las construcciones fueron hechas de forma auténtica por los habitantes nativos con materiales de la zona.

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      En 1714 el río se desbordó, y en 1788 un incendio arrasó con muchas de las casas. Es por ello que se ordenó que a partir de entonces todo edificio fuera alzado con mampostería. 

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      Y desde aquella época, un lejano siglo XVIII, las típicas casonas con arcos y pilares se han mantenido en pie.

      Luciendo los vivos colores de México, cada casa es un ejemplo de lo que puede lograrse de forma artificial, respetando siempre lo natural.

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      Cada teja, cada muro, cada columna, cada acera, fueron construidos con los materiales que la propia cuenca del Papaloapan le otorgó a la ciudad. Y se convirtió con los años en el orgullo de los tlacotalpeños.

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      Aunque el puerto fluvial perdió su importancia con la llegada del ferrocarril, el río ha sido siempre parte vital de Tlacotalpan. No solo como medio de transporte, sino al aportar el agua para los cultivos, la ganadería, los pobladores, regular el clima y para la pesca.

      Tomar una balsa para dar un paseo por sus aguas es uno de los mayores atractivos hoy en día.

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      Aunque para ser sincero, la magia de la mampostería y la arquitectura vernácula se esfuma de inmediato.

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      En su lugar, es suplantada por modernas mansiones pertenecientes a la clase alta de Veracruz. Políticos y empresarios han construido sus casas de verano en la riviera, y los yates estacionados en su orilla confirman su poder adquisitivo.

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      Aún así, no está de más un recorrido por el emblemático Papaloapan, que transporta sus aguas desde las tierras de Tuxtepec.

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      El propio río sirve para bendecir la ciudad cada 2 de febrero, cuando las fiestas patronales llegan con la Virgen de la Candelaria.

      Una estatua de la virgen es transportada en una balsa y otorga su bendición al pueblo para evitar inundaciones y otras calamidades, que suelen ser comunes en esta zona tropical.

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      Las fiestas van acompañadas de ferias, mercados de comida callejera, huapangos y hasta un embalse de toros, que son soltados libres por las calles de la ciudad luego de cruzar el río junto a los ganaderos.

      La iglesia es uno de los puntos icónicos de la ciudad, ubicada en la plaza central, o zócalo, como se le conoce en México.

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      Esta explanada crea el plano urbanístico típico de una ciudad colonial española. Un cuadrante central con una alameda, junto a la cual se posa el templo católico y su campanario.

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      Junto a ella, el palacio municipal que funge como poder político, y que servía para demostrar a los antiguos indígenas quién tenía el poder sobre ellos.

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      Tras el zócalo, las calles perpendiculares se trazaron desde el río al interior de las tierras que lo orillan, formando las cuadras empedradas que dibujan hoy la totalidad de Tlacotalpan.

      La tejas en lo alto de las casas otorgan una fresca manera de protegerse del sol. El aire acondicionado no es tan común en esta zona. Pero los corredores y patios centrales son suficientes para ventilar los interiores.

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      Es común encontrar bancas y mecedoras en los pasillos exteriores de las casas, donde los vecinos se sientan a compartir un torito por las tardes, la bebida tradicional hecha a base de alcohol de caña.

      Para mí y mis amigos, la bicicleta fue la mejor manera de recorrer el pueblo. Al fin y al cabo, su terreno plano puede ser bastante bien aprovechado sobre dos ruedas.

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      Un lugar donde los niños todavía corren por las calles, los músicos se pasean por tiendas y restaurantes, los mariscos frescos se sirven en platos calientes y las botellas heladas de torito refrescan del calor.

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      Tlacotalpan se ha ganado con creces, y sin lugar a dudas, su título como Patrimonio de la Humanidad, al combinar tres etnias y culturas en un pequeño lugar.

      Sus casonas vernáculas y vivos colores son el mejor ejemplo de lo lindo de México. Un mágico y perdido lugar entre las selvas tropicales del sur.

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