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  1. 1 punto
    La costa de Liguria, en el noroeste de Italia, era el escenario perfecto para despedir el 2016. Había comenzado mi año desempleado, tirado en mi cama y sin la certeza de qué me depararía el resto de mis 365 días. Ahora me hallaba en una fría estación de tren, aguardando el vagón a mi último destino antes de volver a Francia, donde estaba trabajando temporalmente como profesor. Aquella tarde había visitado los cinco maravillosos pueblos de Cinque Terre, otro de mis objetivos en aquel viaje por Europa. Y debido a su cercanía, una última escala en la capital de Liguria era obligatoria. A las 18 horas, luego de un hermoso atardecer, cogí el tren desde la ciudad de Levanto hacia Génova, a donde llegué en menos de una hora. Por fortuna, había reservado dos noches en un hostal muy cercano a la estación de Brignole. Y con la seguridad que las ciudades europeas me daban, llegué a pie en mitad de la noche, para ponerme cómodo y descansar luego de una jornada en Cinque Terre. Una pizza 4 stagioni fue mi manera de comenzar a despedir el año, con la llegada del frío invierno y a sólo 3 días de comenzar el 2017. La siguiente mañana comenzó de maravilla. Los desayunos incluidos en la mayoría de los hostales en Italia me dejaban siempre un increíble sabor de boca. No sólo con un excelente café espresso cortado (muy a la italiana), sino con un surtido buffet dulce y salado, cosa que no acontece en todos los países de Europa. Mis conocimientos sobre Génova hasta entonces eran escasos. Era otra de las ciudades a las que había llegado sin saber casi nada. Aunque por supuesto, conocía bien la historia (todavía no aceptada por todos los historiadores) de que fue el lugar de nacimiento de Cristóbal Colón. Pero seguro que tenía más, mucho más para ofrecer, que sólo haber acogido el parto del navegante más famoso del mundo. Un frío viento soplaba desde el golfo donde se enclava la ciudad, y las nubes tapaban el ingreso de los rayos solares a las calles. Pero había tenido suerte de escapar de la lluvia, y estaba conforme con ello. Así que salí del hostal y descendí hasta la Via XX Settembre, la principal avenida del centro histórico de Génova. Si bien la historia de Génova se remonta a la época en que fue una prominente república marina, la Via XX Settembre y sus calles circundantes datan a la segunda mitad del siglo XIX, cuando Génova formaba ya parte del Reino de Italia. Hoy sus hermosos edificios neoclásicos y barrocos acogen los comercios más asediados por los locales y turistas, donde las tiendas de moda no se quedan atrás. No importa lo que diga la gente, Francia no es más la capital de la moda. Italia lo es. La avenida me llevó hasta la Piazza de Ferrari, el corazón del centro histórico genovés. En el medio de ella se posa una fuente que, al igual que el resto de la plaza, fue proyectada en el siglo XIX. A finales de aquel siglo Génova fue, junto con Milán, el principal centro financiero del recién creado estado italiano. Así, tras la creación de la plaza, importantes instituciones financieras se establecieron a su alrededor, como el Banco Italiano, la bolsa y el Crédito de Italia. Pero el edificio más importante a orillas de la plaza (aunque para mí no el más bello) es sin duda el Palacio Ducal. Su nombre puede ser engañoso. Al igual que el Palacio Ducal de Venecia, no fue una residencia de duques, sino de los “dux” que gobernaban la República de Génova. Génova fue por varios siglos un estado independiente. Junto con Venecia, Pisa y Amalfi, todas formaban las cuatro repúblicas marítimas, que a partir de la Edad Media fueron países soberanos que gozaron de prosperidad gracias a su dominio marítimo en el mar Mediterráneo. No cabe duda de por qué la mayoría de los historiadores afirma que Cristóbal Colón nació allí. Varias calles, incluso una plaza pública, llevan su nombre. Los orígenes de Génova se remontan más allá del nacimiento de Cristo. Sin embargo, su prosperidad comenzó a impulsarse durante la Edad Media, época de la que datan muchos de los antiguos edificios que todavía se encuentran en pie. La catedral de San Lorenzo es uno de ellos. Es la principal construcción religiosa de la ciudad, misma que marcó el inicio de su apogeo. En aquel entonces, no ser reconocida por la iglesia católica era casi no existir en el mapa. Su fachada gótica y portadas laterales románicas marcaron un hito en la arquitectura de la ciudad. Al sur de la catedral, las callejuelas de adoquines alojan la llamada zona medieval, el área de asentamiento más antigua de Génova. Sus coloridas y despintadas casas daban asilo en su mayoría a marinos y mercaderes, que dieron a la ciudad una relevante importancia en el Viejo Mundo. Génova se encuentra emplazada en una extraña geografía, donde las olas del mar se topan bruscamente con altas montañas, cuyo terreno no es cultivable. Así, Génova pasó a depender desde su fundación del comercio marítimo. Pero lo que comenzó como una obligación para su sobrevivencia acabó por colocarla en los mapas medievales como un glorioso país. La zona medieval es un conjunto de edificios habitacionales, iglesias católicas y torres de fortaleza que defendían a la república de enemigos y piratas. Aún con su diminuto tamaño y pequeña población comparada con otros estados europeos de la época, Génova logró defenderse por sí sola y dominar gran parte del Mediterráneo, llegando a poseer colonias, que incluyeron la enorme isla de Cerdeña. Y aunque las casas que hoy se avistan en su casco antiguo parecen de lo más humilde y común, las familias que las habitaron dejaron un enorme legado al mundo entero. Ejemplo de ello son los mapas de navegación del Mediterráneo. Y aunque los mapas de Colón se consideran un legado de la corona española (a quien Colón pidió apoyo financiero), podría decirse que fue uno de sus marinos quien estableció las primeras rutas comerciales con ambos continentes, hasta entonces desconocidos entre sí. Las familias genovesas tenían una amplia tradición de hacerse retratar por los mejores pintores. Su excelencia artística llegó a tanto que durante la ocupación inglesa de la república varias familias genovesas pagaron a los británicos con sus propios retratos, mismos que aceptaron y que hasta hoy forman parte de la riqueza artística del Reino Unido. El casco medieval me despidió con la Porta Soprana, una de las antiguas puertas de la muralla que rodeaba Génova y que la defendía de quienes la querían asediar. Viré nuevamente en dirección oeste, y las calles del centro antiguo me llevaron al puerto viejo, el primero que dio nacimiento a la ciudad. Al igual que la mayoría de los puertos viejos del Mediterráneo, hoy es más bien una atracción turística, aunque todavía tiene espacios de aparcamiento para algunos botes privados. Detrás de él, un nuevo y moderno puerto acoge a la vez decenas de barcos mercantes y cruceros que hacen de Génova uno de los mayores puertos de la zona, tras Marsella. Desde la pasarela puede verse el paisaje circundante, donde las montañas son quienes resguardan al golfo y donde se posan muchas de las nuevas viviendas de la ciudad, que sigue creciendo con los años. El malecón que rodea al puerto tiene una multitud de actividades de recreación, que incluyen un acuario (el segundo más grande de Europa), una biósfera, un parque de atracciones, un centro de souvenirs, un museo marítimo y hasta una recreación de una antigua embarcación. Los genoveses tienen una historia cien por ciento ligada a la navegación, y cada uno de sus rincones parece poner en alto la importancia de la marina para ellos. Desde el nombre de sus restaurantes hasta las figuras de sus artesanías, que presumen barcos de velas y trajecitos de marinero. Y aunque me hubiera encantado probar uno de sus platillos locales con mariscos y pescado, sus precios son normalmente mucho más altos que el resto. Pero siendo ya un verdadero amador de la comida italiana, un espagueti carbonara bastó para saciar mi apetito de mediodía. Lo mejor de comer pasta en Italia, es que siempre colocan junto al plato un tazón lleno de queso parmesano. Por supuesto, yo siempre rociaba el tazón entero sobre él. Nunca será suficiente parmesano. Seguí caminando por las calles aledañas al puerto, que suben poco a poco a una de las colinas de la ciudad. En lo alto de una de ellas, tras un vasto jardín inglés, se yergue el Albergo dei Poveri, o el Albergue del Pobre. Su majestuosa fachada no parece concordar para nada con su nombre. El edificio fue originalmente mandado a construir hace más de 300 años por un noble genovés para dar asilo y comida a los indigentes. No obstante, hoy funciona como un museo y alberga un gran número de obras de arte pictóricas y escultóricas de diferentes corrientes europeas. Descendí por la Via Cairoli, sumergiéndome al pie de sus detallados edificios, para después adentrarme en la Via Garibaldi, el pequeño Patrimonio de la Humanidad que Génova resguarda. Se trata de solo una de las cientos de calles que posee la urbe. No tiene más de un par de metros de longitud, pero su historia respalda el título que conlleva. En el siglo XVI, la nobleza genovesa decidió dejar el barrio medieval para habitar en un nuevo y prominente barrio situado un poco más al norte. Dos de los mejores arquitectos de la época se encargaron de la planeación y el trazado urbano de los edificios, que hoy relucen como una maravillosa atracción turística mundial. La calle está flanqueada de palacios que dejan en claro el poder que la nobleza poseía en aquel entonces, y que podía darse el lujo de mandar a construir sus propias mansiones. El Palacio Municipal está incluida en esta lista de construcciones, la mayoría de ellas de estilo barroco que marcaron la llegada del Renacimiento a la República de Génova. Dentro de ellas se exponen todavía las fuentes, jarrones, estatuas, pinturas, escudos heráldicos y todo tipo de ornamentación bajo los que los nobles se regocijaban en su día a día. Al final de la Via Garibaldi unas escalinatas me llevaron de vuelta cuesta arriba, a los barrios de Génova que gozan de mejores vistas. La Villeta Di Negro, uno de los múltiples parques de la ciudad, me mostró que las cansadas y empinadas subidas valen la pena para sus habitantes, que todos los días tienen a sus pies la bella panorámica de una de las mayores y mejor conservadas metrópolis italianas. Y aunque de un lado los modernos edificios descubrían la moderna ciudad, al otro lado una antigua Génova se asomaba con sus coloridas casonas y palacios renacentistas. Para entonces el sol había iluminado la colina entera y compensaba el helado viento del Mediterráneo. Aquella noche en Génova la pasé tranquilamente cenando y bebiendo algunas cervezas en el hostal con el resto de los chicos, quienes también se preparaban para la fiesta de Nochevieja. Para mí, el desvelo me costaría al otro día perder mi tren y cancelar mi Blablacar a Lyon, y correr a la estación por un nuevo ticket y reservar el último asiento en un bus que me llevó de Turín a mi casa temporal en Francia. Festejé la Nochevieja en el apartamento de una chica italiana con un bonche de personas que no conocía, pero que tenían algo en común conmigo: estaban pasando la velada a kilómetros lejos de casa. Entre vinos, paté, bocadillos y postres, recibimos juntos el 2017, que me preparaba nuevas y frías aventuras por Europa, y mi primera vez en un nuevo continente.
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