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    A principios de mayo la nieve en la mayoría de las ciudades de Europa se había esfumado. La primavera se había anunciado con esplendor aquel año y un delicioso clima corría por todo el continente. Incluso en los rincones de la húmeda y fría cordillera noruega el sol me había sonreído con ventura, y tras cuatro días en Estocolmo me sentía totalmente satisfecho del goce del que Escandinavia me había hecho acreedor. A mitad de la primavera, muchos se habrían decidido por disfrutar de ciudades floreadas, llenas de canales y arboledas donde Europa pudiera ofrecer sus mejores y coloridas postales. La tranquilidad que llega cuando el invierno culmina. Pero mi decisión fue un poco más brusca. Bastante brusca, me atrevería a decir. Aquella última noche en Estocolmo cogí un autobús hacia el norte, con rumbo al aeropuerto internacional de Arlanda. El abordaje fue el más tranquilo que jamás hubiera vivido. Solo 10 personas íbamos a bordo de aquel Airbus a319, y claro, no podía estar más feliz de tener el avión casi totalmente para mí. Pero mi vuelo no se dirigía al sur. No me encaminaba hacia la calidez de latitudes más meridionales. Mi destino no era ni siquiera las tierras continentales. Volaba con rumbo al noroeste, dos husos horarios hacia el occidente, a donde solo los vikingos se atrevieron a embarcarse hace más de un milenio desde las costas del Báltico. Aunque la oscuridad había inundado Estocolmo, al elevarse el avión a más de 8 mil metros un haz de luz entró por mi ventana. Era el sol de medianoche que se asomaba desde el Ártico. Y aunque iluminaba también las montañosas tierras nórdicas, una densa niebla lo cubría todo debajo de nosotros. Tres horas pasaron para atravesar el mar de Noruega y el mar del Norte, y ganándole la carrera al tiempo, el avión comenzó a descender poco a poco entre una espesa niebla. El gris del exterior era simplemente aterrador. Ni las franjas del litoral, ni la torre de control, incluso las luces de la pista de aterrizaje eran escasamente percibidas por los ojos humanos a bordo. El piloto llevó a cabo un descenso prácticamente a ciegas, guiado por la eficiente base aérea. Sus exitosas maniobras nos llevaron a salvo hasta el aeropuerto de Keflavík, ubicado en un cabo al suroeste de Islandia. A una latitud de 64º 08' N, era el sitio más septentrional en donde hubiera estado parado. Mi viaje de primavera sería, así, una fría aventura en aquella remota isla, a unos cuantos kilómetros por debajo del círculo polar ártico. Aunque durante mayo las horas de oscuridad en Islandia son escasas debido a su posición geográfica, a la medianoche, hora en que recogí mi maleta en la cinta transportadora del aeropuerto, la penumbra era total. Y aunado a la niebla que acompañaba a la noche, el exterior no era algo apetecible por disfrutar. Me dirigí rápidamente al estacionamiento, donde el último autobús de conexión con la ciudad saldría unos minutos después. Casi una hora más tarde, a 40 kilómetros al este, llegamos a Reikiavik, la capital de Islandia, que hasta hoy ostenta el título de la capital más septentrional del mundo. Por fortuna, el autobús condujo hasta el centro de la metrópoli, desde donde pude caminar cuesta arriba por sus empinadas calles hasta alcanzar la casa de Gisli, un estudiante que contacté por Couchsurfing y que me hospedaría por un par de días en su apartamento. Gentilmente, aguardó hasta casi las 2 de la mañana por mi arribo. Al parecer yo era su primer huésped, y no podía decepcionarme ante la calidez de los islandeses. Gisli vivía en el segundo piso de una típica casa islandesa, construida con una especie de material de lámina de colores vivos, y un tejado en picada que ayuda a que la nieve resbale y se derrita durante las nevadas del invierno. Alquilar un piso en Reikiavik, según me contaba, se había vuelto sumamente caro, sobre todo después de la crisis que Islandia enfrentó en 2008 y 2009. Pero sus padres le apoyaban lo suficiente para que pudiera finalizar sus estudios en la capital. Como la primera verdadera ciudad que se fundó en la isla por parte de los noruegos en tiempos medievales, Reikiavik se ha vuelto el centro industrial, financiero, político y cultural de Islandia. Con 200 mil habitantes, su área metropolitana alberga a dos tercios del país entero. Era más que raro hallarme en un país cuya población nativa es menor al número de turistas que alberga. La niebla del día anterior había dado paso a un clima frío esa tarde, aunque aquello era bastante normal. Después de todo me encontraba al sur de Islandia, a unos cuantos kilómetros del círculo polar. Pero con el tiempo limitado, no podía dejar que el clima me hiciera perder tiempo y salí a conocer la ciudad. A pesar de encontrarse a latitudes equiparables al norte de Alaska y el Yukón, Islandia posee un clima subpolar oceánico templado. Sus temperaturas de hecho no bajan tan drásticamente, y el invierno puede presentar apenas -10°, un clima más cálido que el que viví en el invierno de Berlín o Polonia. La isla es así bastante habitable no obstante su situación geográfica, y se lo debe nada menos que al Golfo de México. La corriente del Golfo arrastra masas de agua y aire cálidas desde el trópico que contrarrestan la frialdad del Ártico. Las costa de Islandia se mantienen libre del hielo todo el año, algo impensable en otros lugares a la misma latitud. Caminar por Reikiavik era para mí como andar por una ciudad en miniatura construida con legos. El ambiente tan tranquilo, el escaso tráfico y los pequeños edificios que le dan vista a la urbe apenas podían compararse con una modesta comarca en otros países. Sin duda era la capital más tranquila que jamás hubiese visitado. Me preguntaba repetidas veces con qué interés llegaron los primeros residentes a aquella remota parte del mundo. Es bien sabido que los vikingos eran asiduos y expertos navegantes, lo que los llevó a conquistar y saquear múltiples territorios en la Europa continental. Pero los vikingos escandinavos se aventuraron más allá, mucho antes de que Galileo demostrara que la Tierra es esférica y antes de que los españoles arribaran al continente americano. Los fuertes vientos del mar del Norte llevaron a Erik el Rojo, un explorador noruego, hasta las deshabitadas islas del ártico, a las que él mismo bautizó como Islandia y Groenlandia. El comerciante vikingo convenció fuertemente a varios noruegos de emigrar hacia la ‘Tierra verde’ para colonizar la isla. Así, el nombre de Ingólfur Arnarson pasó a la historia del país como el primer residente permanente de Islandia, y fundador de Reikiavik, ya que allí estableció su hacienda. Ingólfur es considerado el creador de Islandia como país, ya que tras su colonización se estableció el Alþing, un parlamento legislativo que es nada menos que el parlamento más antiguo del mundo entero todavía en existencia, y con ello se dio paso a la Mancomunidad islandesa, que luego formaría parte del Reino de Dinamarca-Noruega. Estatua de Ingólfur Arnarson. El parlamento se fundó primeramente en la región de Þingvellir (hoy un parque nacional que ningún parecido tiene con un centro político estatal), y fue hasta el siglo XIX cuando se trasladó a Reikiavik, lo que la convirtió en capital. Hasta el día de hoy, el parlamento se sitúa en el Alþingishúsið, el palacio parlamentario, que a mi parecer, es el más pequeño que jamás avisté. Con la cristianización de Escandinavia y los países nórdicos, no pasaría mucho tiempo para que Islandia abandonara también el paganismo y fuera evangelizada, lo que ocurrió alrededor del año 1000. El rey Cristián III de Dinamarca impuso el luteranismo luego de la Reforma de Lutero en Europa continental. Y aunque Reikiavik posee todavía una catedral católica, la catedral más importante para los islandeses es la Catedral luterana. Aunque no tiene absolutamente nada de monumental e impresionante comparada con el resto de las catedrales, aquel modesto templo posee más un valor simbólico que arquitectónico y religioso para todos los islandeses, pues allí se celebró el establecimiento del Reino de Islandia y se entonó el himno nacional por primera vez, lo que en el siglo XIX comenzaría con el movimiento independentista que hizo de Islandia un país soberano a mediados del siglo XX. Pero como toda ciudad cristianizada, Reikiavik tiene también un campanario del cual estar orgullosa. Y el título se lo da la Hallgrímskirkja, la iglesia y el edificio más alto de toda Islandia. La curiosa forma de su torre de 75 metros de altura se dice que fue inspirada por el movimiento de lava basáltica que caracteriza a la isla. Así, aquellos blancos pilares son visibles desde casi cualquier lugar de la ciudad y da una bienvenida a los turistas que encuentran en ella una mezcla de la cultura religiosa y los maravillosos paisajes naturales de este remoto país. Curiosamente, una figura pagana se yergue frente a la iglesia. La estatua de Erik el Rojo situada en lo alto de la colina celebra el descubrimiento de la isla, y frente a él desciende la totalidad del centro histórico de Reikiavik, por donde me dispuse a caminar aquella fría tarde. Aunque Islandia es un país mayoritariamente cristiano, poco a poco ha ido creciendo el número de ateos en la isla. Pero lo más sorprende son los movimientos neopaganos que poco a poco van cobrando fuerza. Estos ritos traen de vuelta las tradiciones y creencias de los pueblos vikingos que poblaron el lugar hace siglos. Y su influencia no se nota solamente en la religión, sino en el estilo de vida mismo de los jóvenes islandeses. La publicidad por las calles muestra a modelos con rasgos vikingos, y los mismos espectáculos musicales y teatrales intentan rescatar las sagas vikingas bajo las cuales se ha construido la historia del estado islandés. La moda entre los jóvenes son las barbas largas, abrigos voluminosos de piel y beber cerveza en enormes tarros de madera. Los vikingos, sin duda, siguen vivos en las tierras nórdicas. Por supuesto, todo se adecua a su tiempo. La vida “vikinga” de la juventud se ha transformado a los estándares del siglo XXI y la modernidad de Islandia como un país del primer mundo. Reikiavik se muestra hoy como un centro artístico posmoderno bastante fuerte. Entre otras muchas ciudades europeas, es una ciudad de murales. Los frescos en las paredes del centro metropolitano son la cara moderna de Islandia hacia el mundo exterior. Sus colores y formas sitúan a Reikiavik como una urbe a la vanguardia. No se puede ignorar la excentricidad que artistas nativos como Björk han puesto de moda en el mundo entero. Otra de las excentricidades características de esta tierra nórdica que llama mucho la atención de los turistas es su extraño idioma. El islandés es la lengua que menos ha cambiado desde que evolucionó del nórdico antiguo, familia a la que pertenecen también el noruego, el sueco y el danés. Aunque la lengua viva que más se le parece hoy es el feroés, hablado en las islas danesas de Feroe. Las palabras islandesas se fueron acoplando al alfabeto latino, aunque conserva todavía algunas rúnicas de las lenguas germánicas, como la Þ, siendo el único idioma del mundo que usa este caracter (que vamos, ni siquiera sé cómo pronunciar). Leer los vocablos islandeses es una situación de terror. Ejemplo de ello fue la relevante explosión que tuvo el volcán Eyjafjallajökull en 2010 y que dejó a buena parte de Europa sin tráfico aéreo, debido a la nube de cenizas que provocó la intensa erupción. En fin, no hace falta imaginarse el sufrimiento de los conductores televisivos de toda Europa al intentar pronunciar Eyjafjallajökull para dar a conocer la noticia a los televidentes. Las calles del barrio Miðborg constituyen el centro histórico y gubernamental de Reikiavik. Orillado por coloridos edificios, representa el núcleo turístico de la ciudad. Sus estrechas vías, muchas de ellas peatonales, me llevaron cuesta abajo hasta el estanque de Tjörnin, un pequeño lago alrededor del cual se desenvuelve el casco principal de la capital. El Stjórnarraðið se encuentra muy cerca al lago, y se trata de la sede del poder Ejecutivo, donde se encuentra el Consejo de Ministros. A diferencia de sus países nórdicos hermanos, Islandia abandonó la monarquía y se decidió por ser una república. Y claro, su palacio de gobierno no es nada de ostentoso comparado con los palacios reales de Escandinavia. El Ayuntamiento es otro de los edificios importantes, donde aproveché para refugiarme un rato del frío y pedir alguna información en la oficina de turismo. Reikiavik era solo mi primera parada en Islandia y necesitaba algo de orientación sobre su geografía. Bajando las colinas hacia el norte de la península donde se enclava el centro, alcancé el puerto marítimo de Reikiavik, principal actividad industrial del país. Desde los embarcaderos pude apreciar el Harpa, el centro de conciertos y conferencias que se ha convertido en el núcleo cultural de la isla, y que le da otro gran toque de modernidad al país. Los barcos y cruceros son algo típico de observar en el fiordo que se abre al norte de la capital, donde los paisajes montañosos se empezaron a asomar cuando las nubes se esfumaron y el sol al fin me sonrió algunas horas. Más al este, caminando por su malecón, la ensenada de Reikiavik me dio mi primer acercamiento a la accidentada geografía que me esperaba en Islandia. Volar hasta aquella remota isla no había sido sin duda para visitar su capital solamente, sino para dejarme sorprender por las maravillas naturales que solo un sitio como aquel podía darme. Si bien Islandia es considerada parte de Europa por su similitud cultural e histórica, la isla se posa justamente en medio de las placas tectónicas Euroasiática y Norteamericana, lo que geológicamente la coloca en ambos continentes. Con una falla que parte al país justo por la mitad, no es de sorprender que la actividad volcánica, sísmica y geotérmica sea lo que caracteriza a Islandia, y lo que la ha puesto en el mapa como uno de los destinos turísticos predilectos de los mochileros. Y justo con dos mochileros es que me había quedado de ver aquella noche para intercambiar nuestros planes y tomar alguna copa. Pero antes de ello volví a casa de Gisli para cenar con él. Preparar la cena para mi anfitrión siempre ha sido un placer. Es la mejor forma para agradecer su hospitalidad. Pero comprar los ingredientes para una simple cena en Islandia fue un pequeño roce a un paro cardiaco. Los precios en la isla están simplemente por las nubes. Y no solamente por la proveniencia de sus productos importados (la mayoría lo son), sino por la inflación que la crisis del 2008 dejó en su canasta básica. 4 euros por una lata de atún, 3 euros por un chocolate y la inexistencia de la venta de alcohol en supermercados (ya que la ley controla su venta libre para prevenir las adicciones) hizo de mi noche algo un poco difícil. Así que un simple platón de pasta tendría que ser suficiente para ambos. Tras aquella experiencia no sabía qué esperar de la vida nocturna de Reikiavik y de sus precios. Al reunirme con Alessandro y Catherine, dos couchsurfers que habían arribado a la ciudad aquel mismo día, visitar un bar local me dio algo de escalofríos. En efecto, el precio promedio de una pinta de cerveza es de nada menos que diez euros. Diez euros por un vaso mediano de cerveza. Finalmente creo que el alcohol sería lo que menos buscaría beber en Islandia. Pero la noche se pasó divertida. Entre risas y música de origen neopagano, los bares de Reikiavik nos dejaron en claro a los turistas que la moda vikinga tiene un enorme peso. Un juego de ruleta le trajo bastante suerte a uno de los jóvenes locales que bastante borracho estaba ya. Y ocho cervezas gratis por una ronda de aquel inocente juego nos dio el privilegio de recibir un tarro de cerveza gratis a Alessandro, Catherine y a mí. Era obvio que aquel chico islandés no podría solo con ocho tarros de cerveza. Mientras volvíamos caminando cuesta arriba a nuestro hospedaje, ambos me contaron los planes que tenían para recorrer la isla y sus paisajes naturales. Habían rentado una van y la recogerían al siguiente día. Conducirían y dormirían en aquel vehículo perfectamente equipado para la vida en las carreteras árticas. Pero por las fechas en que pensaban hacerlo, no me sería posible unirmeles. Aquello significaba que mi travesía por Islandia la haría solo, al fracasar en mi búsqueda por un acompañante para mi aventura. Y con poco dinero para rentar un coche, la decisión estaba tomada. Haría mi trayecto pidiendo aventones en la carretera. Un viaje más con solo mi mochila y el hitchhiking de mi dedo pulgar. Con una tienda de campaña, un saco de dormir nuevo, ropa térmica, un rompevientos y botas para la nieve, la siguiente mañana sería el inicio de una inusitada hazaña, que me mostraría que con Islandia no se juega tan fácil. Pero la satisfacción de un viaje por una isla del ártico nadie me la quitaría jamás.
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