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  1. 1 punto
    Mi segunda noche atrapado en el camping de Selfoss me dejaba en claro una cosa: no se puede jugar con el clima de Islandia. La diminuta ciudad en el suroeste del país era de los pocos sitios en la isla que no estaba siendo azotado por la feroz tormenta que había entrado desde el Ártico hacía ya dos días, y era mi mejor refugio con un campamento donde pude montar mi carpa sin ningún problema. Mis intentos por alcanzar la ciudad de Vík, 130 kilómetros al este, habían fracasado vilmente cuando los vientos hicieron tambalear los coches en la carretera. Si un automóvil de acero se meneaba de tal forma ante la fuerza de la naturaleza, no habría manera de dormir en una casa de campaña bajo el mismo cielo. La noche anterior había conocido a Ashley, una chica canadiense de ascendencia china que celebraba su más reciente puesto de trabajo con un viaje a solas por Islandia. Pero, al igual que yo y el resto de los campistas, no había podido cruzar por la tormenta. Aquella mañana, mientras tomábamos el desayuno, revisamos nuevamente el estado del tiempo. Nuestras esperanzas no se habían apartado, y ansiábamos una mejora en el clima para poder viajar al este. Ella misma me ofreció un ride en su camper. Pero las noticias no nos habían sonreído mucho. Aunque las carreteras estaban abiertas, la tormenta no se había disipado. Y tras dos fallidos intentos de acercarme a Vík con aquel clima, supe que no valía la pena probarlo una vez más. Sentado en la misma mesa, Arthur escuchó nuestra conversación. Había viajado desde Oregon para disfrutar de sus vacaciones en la hostilidad de Islandia. Y la noticia de la tormenta lo decepcionó tanto como a nosotros. Sin tiempo de sobra para aguardar a que la tempestad se esfumara, nos dijo que volvería hacia Reikiavik para recorrer el oeste de la isla. Era una decisión mucho más segura. Si bien Ashley y yo consideramos seriamente su propuesta de viajar juntos por la costa occidental, había algo que nos detenía, y nos hacía conservar la esperanza de alcanzar la costa oriental: la laguna glaciar. No podía irme de Islandia sin haber avistado uno de sus mayores atractivos. Un glaciar, cuya laguna contigua se colmaba de icebergs de un azul fluorescente. Algo imposible de ver en mi país. Así, Arthur nos hizo una buena recomendación. Ya que nos quedaríamos otro día más en Selfoss, nos sugirió dirigirnos a Hveragerði, una comunidad a solo 1 kilómetros de distancia. El pueblo no ofrecía demasiado, más que un puñado de casas, un supermercado y un parque geotérmico que movía sus turbinas gracias a la actividad volcánica de la isla. Pero esa misma actividad geológica era la responsable de calentar el agua de uno de sus ríos a casi 35 grados. Un río de aguas termales en mitad de las montañas de Islandia, algo que no cualquiera puede rechazar. Cogimos nuestras mochilas y subimos a bordo de la camper de Ashley, un automóvil equipado con cama trasera que había rentado para recorrer la isla. Nos despedimos de Arthur y manejamos hacia Hveragerði, a donde llegamos en solo 15 minutos. Nos estacionamos en el centro de información. Nuestro destino era el río Reykjadalur, el único con corriente cálida que bordeaba el valle de la ciudad. Pero si queríamos llegar a él, nuestra camioneta no serviría de mucho. En cambio, debíamos cruzar un sendero de tres kilómetros por las montañas al norte de la comunidad. Alentados por las maravillas que Arthur nos había contado acerca de Reykjadalur, y con un café que nos dio energía, aparcamos la camper al borde de las montañas, y tras cruzar un pequeño arroyo comenzamos nuestra caminata. El sendero del valle de Reykjadalur no es uno de los más famosos de Islandia. No suele aparecer en las oficinas turísticas, en foros o en folletos. Pero había algo que lo hacía muy especial. Islandia cuenta con múltiples spas naturales. Recintos de aguas termales que han sido adaptados con piscinas, bañeras, centro de visitantes… El más famoso de ellos es por supuesto Blue Lagoon, una laguna natural de azules aguas térmicas ubicadas muy cerca de Reykjavik, cuyas fotografías enamoran a cualquiera. No lo hace así el precio de admisión, que fácilmente rebasa los 50 dólares. Con tantos spas en la isla, muy pocos son accesibles de forma gratuita. El río Reykjadalur carece de construcciones humanas, y por ello es totalmente gratis, lo que lo hizo el spa más atractivo para Ashley y para mí. Pero pasar una relajada tarde de spa en las cálidas aguas del Ártico tenía otro costo. Un precio físico que debíamos pagar si queríamos alcanzar la riviera del río. Tres kilómetros no parece mucho. Pero cuando se trata de un sendero que atraviesa una cadena montañosa la cosa es muy distinta. Por fortuna para nosotros, el camino estaba bien marcado y delimitado por un hilo de tierra que no perdía su forma en ningún punto. Así que encontrar la dirección no fue tarea difícil. Pero cuando alcanzamos las zonas altas de los cerros el clima islandés volvió a jugar sus malas pasadas. Un helado y fuerte viento comenzó a golpear nuestras caras, que para entonces, era lo único que llevábamos al descubierto bajo nuestros abrigos. A veces me era imposible escuchar lo que Ashley decía. Ni siquiera gritando lográbamos captar las palabras del otro, así que nos dimos por vencidos y preferimos no entablar comunicación verbal por un largo rato. De pronto, el viento vino acompañado de lluvia, la mejor forma de empeorar las cosas. Pero si el camino estaba abierto al turismo por algo debía ser, me dije. En el centro de información nos habían avisado de un clima bastante tranquilo aquella tarde. Ahora sabía lo que para un islandés significa un “clima tranquilo”. Después de todo, estábamos bajo el Ártico. No mucho tiempo después alcanzamos a divisar un enorme río que caía como una cascada de cristal hacia las partes bajas del valle. Es el Reykjadalur, pensamos en seguida, aunque parecía una corriente mucho más agresiva de lo que habíamos imaginado. Pronto nos dimos cuenta de que se trataba de otro arroyo, que cargaba consigo agua fría, y no caliente como la que procurábamos. Aun así, las vistas del valle Reykjadalur desde aquel punto eran magníficas. Otro paisaje alucinante más para añadir a nuestras postales islandesas. Tras dos kilómetros de haber emprendido la caminata, aparecieron las primeras señales del Reykjadalur. Una nube de vapor corrió hacia nosotros y nubló, no solo nuestra vista, sino también nuestro olfato, con un fétido olor a azufre que penetró rápidamente por nuestras fosas nasales. El vapor blanco emanaba del suelo como si se tratase de un volcán en plena actividad. Y al caminar un poco más pudimos escuchar claramente cómo el agua hervía hasta su punto de ebullición. Un letrero nos avisó que estábamos entrando en un campo de aguas termales tóxicas, a las que estaba totalmente prohibido entrar. Los pequeños charcos, similares a géiseres, podrían incitar a muchos a sumergirse en su cristalina y atractiva agua azul. Pero el solo contacto con la piel podría quemarnos de forma mortal. Caminar a través de aquel campo termal fue algo maravilloso y espeluznante al mismo tiempo. La belleza del lugar es indescriptible; pero saber que un paso en falso podía costarnos la vida, no era algo muy agradable al pensamiento. Un kilómetro más adelante por fin llegamos al Reykjadalur, donde un puñado de gente ya disfrutaba de sus aguas. Nunca en mi vida había visto un río del que emanara vapor. Sin duda, con el frío que se sentía entre las montañas de aquel valle, un río vaporoso era el mejor remedio. Una pequeña plataforma y paredes de madera son las únicas construcciones que se han hecho a su costado, donde Ashley y yo teníamos la difícil tarea de quitarnos la ropa a 5 grados centígrados con tenues ráfagas de viento. No se diga más, no vinimos hasta aquí para no meternos —nos dijimos firmemente, y de casi un solo manoteo nos despojamos de nuestra ropa para quedar semidesnudos a la intemperie del valle. El agua estaba a unos 35 grados centígrados, una temperatura que al primer contacto parecía chamuscar la piel. Un menudo baile era la forma más fácil de entrar por completo en la corriente. Afuera y adentro, afuera y adentro. Parecía el ritual de un sauna finlandés, con el cambio de temperatura que tanto bien le hace a la circulación. Pero una vez acostumbrados al Reykjadalur, no podíamos darnos el lujo de salir. Cada parte de nuestro cuerpo logró relajarse como nunca. Quién necesitaba pagar 50 dólares por un la Blue Lagoon, cuando solo necesitábamos andar 3 kilómetros hasta el mejor spa natural. Con solo la cabeza fuera del agua, comenzamos a sentir cómo la tenue lluvia se convertía en aguanieve. Nunca creí ver nevar mientras me bañaba al aire libre. Con cervezas, botanas o vino, la gente disfrutaba del Reykjadalur como un verdadero spa. Y en medio de un valle montañoso, Ashley y yo supimos que debimos haber comprado algo de comida y bebida para pasar el rato como se merecía. Pero finalmente nos conformamos con el desestrés que las aguas termales por fin nos brindaron, luego de tres días enfrentándonos a una tormenta en el sur de la isla que parecía no terminar. Luego de más de una hora en las tranquilas aguas del Reykjadalur tomamos la difícil decisión de salir. No lo podíamos creer, pero una vez fuera, nuestro cuerpo se sentía tan fresco y cálido al mismo tiempo, que ni el frío ni el viento nos molestaron nuevamente. Con la piel más tersa que el trasero de un bebé, caminamos de vuelta hacia Hveragerði, donde compramos algo de comida en el supermercado antes de volver al camping de Selfoss, donde pasaríamos una noche más. Esta vez, confiábamos en que nuestras corazonadas no fallaran, y que la tormenta lograra al fin disiparse para dejarnos, de una vez por todas, cruzar hacia el este de Islandia, donde un glaciar aguardaba por nosotros.
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