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  1. 1 punto
    Buena parte del turismo en Gran Bretaña se centra en los grandes museos y palacios de las megalópolis, haciendo de las grandes ciudades sus principales destinos, que incluyen incluso un turismo musical y deportivo (claro, por sus grandiosos equipos de fútbol). Pero la segunda cosa que suele atraer a los visitantes a los rincones del Reino Unido son sus célebres y bien reconocidas universidades. Cambridge, Oxford, St. Andrews o el Colegio Imperial de Londres han visto egresar a los más aplaudidos científicos, artistas, catedráticos y doctores del mundo. Digamos que ser un graduado de una universidad británica podría ser el sueño de cualquiera. Y al igual que en Harvard, Yale o Stanford en los Estados Unidos, los estudiantes británicos suelen sentirse felices y orgullosos de que personas de todo el mundo decidan visitar sus campus, aunque sea solo como un paseo turístico. Pues en las calles de York, al norte de Inglaterra, yo quería ser uno de aquellos turistas. Pero algo lejos de Cambridge y Oxford, tomé una opción menos ortodoxa, y un poco menos conocida. Me dirigí entonces hacia la villa de Durham, no muy lejos de Newcastle, casi en la frontera norte con Escocia. Con una población sumamente universitaria, era obvio que la mayoría de la comunidad de anfitriones de Couchsurfing fueran estudiantes. Y casi a finales de mayo, la temporada de exámenes había comenzado. Eso me dejaba con pocas posibilidades de alojamiento. Pero finalmente encontré una opción. Una pareja de polacos que, a sus más de 30 años, ya no eran más estudiantes, sino trabajadores y padres de familia. Con su pequeña bebé de un año, vivían ahora en los suburbios de Durham, a donde llegué con un bus que tomé desde la estación central aquella mañana. Pero los universitarios no me decepcionarían. Días antes de llegar, una estudiante de letras hispánicas llamada Naomi me había ofrecido mostrarme la ciudad. Después de todo, no todos los días tenía la oportunidad de conocer un hablante hispano nativo para practicar antes de obtener su grado. Me despedí entonces de mis anfitriones y me dirigí al centro de la ciudad, que como muchos en los diminutos pueblos británicos, se compone de calles estrictamente peatonales. No me tomó mucho tiempo darme cuenta que Durham es una ciudad verde, muy verde. Su casco antiguo se encuentra sobre una península serpenteada por el río Wear, que alimenta las tierras de vivos y coloridos follajes. Fue en la plaza del mercado, la explanada central de la ciudad, donde me encontré con Naomi, que tenía toda la tarde libre para poder compartir conmigo. Frente a la iglesia de San Nicolás y el ayuntamiento, Naomi gritó mi nombre y corrió a saludarme, acompañada de una amiga suya que iba camino a la biblioteca. ¿Qué te trajo hasta Durham, siendo tú de México? —preguntó con vehemencia su amiga, poco habituada a la presencia de turistas—. Su vida universitaria —respondí sin titubear. Con certeza no era el único mexicano en el lugar, ya que Durham aloja estudiantes de decenas de nacionalidades, que buscan entrar a sus puertas con becas para extranjeros. Naomi me llevó a recorrer las pequeñas calles empedradas de la ciudad, que ofrecían otra típica postal de una villa medieval británica. Durham nació hace más de mil años, alrededor del 995, cuando un grupo de monjes buscaban un lugar donde enterrar los restos de San Cuthbert. Exactamente en la meseta donde caminaba con Naomi fue donde construyeron un pequeño templo de madera, que con el tiempo se convirtió en la catedral de Durham, a la que no tardamos en llegar. La verde explanada frente a la catedral es el sitio favorito de los estudiantes para sentarse a estudiar, escuchar música, dormir o hacer un picnic con los amigos. Y en compañía de una universitaria nativa de Nottingham, era casi obligatorio sentarse a tomar el té. Mientras Naomi sacó de su bolso un par de sandwiches que había preparado, me contó un poco sobre la historia del majestuoso templo. Fueron los normandos quienes empezaron a construir la catedral justo después de su arribo en el siglo XI, y hoy es considerada una de las mejores construcciones normandas de Europa. Aunque el complejo se considera de estilo románico, muchos piensan que fue el precursor de la arquitectura gótica de las iglesias normandas en el norte de Francia, ya que posee elementos como arcos puntiagudos, muy característicos del gótico. Como muchos templos británicos, empezó como una catedral católica pero se convirtió en la sede del obispado de Durham de la iglesia anglicana, tras romperse las relaciones con Roma por decisión del rey Enrique VIII. La catedral es de tanta importancia que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1986, tras considerarla la más perfecta obra maestra de la arquitectura normanda en toda Inglaterra. No es de sorprender entonces que haya sido elegida por las películas de la saga de Harry Potter para hacerla pasar por el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, después de algunos retoques y añadiduras digitales, por supuesto. Y es que cuando uno pasea por sus pasillos arqueados y su patio central es imposible no sentirse en el cuento de magos más famoso del mundo. No hace falta viajar hasta los Universal Studios en Florida. Un simple paseo por las calles de Durham me hicieron transportarme al mundo de hechicería de J.K. Rowling. Incluso para alguien que, como yo, no es fan de la saga de Potter. La amiga de Naomi debía marcharse de vuelta a casa. Y su casa estaba justo al frente de la catedral, en el castillo de Durham. Sí, aquella chica vivía en un castillo medieval. Y lo hacía en compañía de otros 100 alumnos. El Durham castle fue construido por los reyes normandos para mostrar su poder en el norte de Inglaterra, y era habitado por el obispo de Durham que representaba, a su vez, al mismo rey. Pero tras la fundación de la Universidad de Durham, la fortificación fue cedida al University College, y desde entonces sirve como pensión estudiantil. Así, hoy su torre está provista de varios dormitorios, una biblioteca y un aula de informática, el salón principal sirve como comedor, la cripta como sala de reuniones y las capillas como salas de teatro. Los universitarios de Durham poseen así el sueño de muchos. Vivir en un castillo. Y lo hacen así durante los años que les toma obtener su grado. Por desfortuna para mí, el ingreso está solo permitido a sus residentes. Tuve que conformarme con admirarlo desde fuera y con escuchar las historias de Naomi, quien por cierto, no vivía en él. Me invitó entonces a su casa y hacer lo más inglés que puede hacer un turista: tomar el té. Pero antes era necesaria una escala en uno de los puestos de comida rápida más atestados por los estudiantes, para hacer otra de las cosas más inglesas que no podía esquivar: comer fish & chips. Hasta entonces sólo había podido ver las fish & chips en pubs irlandeses alrededor del mundo, pero poco había para poder imaginar. Literalmente, es un plato de papas a la francesa con pescado frito. Poco sabroso, poco apetitoso. Ni siquiera un chorro de su fabuloso vinagre pudo arreglar el tan célebre snack inglés. Era mejor ir por aquel té. Para ello debimos bajar por la colina que se alza sobre el río, entre cuyo follaje sobresalen algunas de las otras residencias universitarias, mucho más modernas que el Durham castle. Por dondequiera que pasábamos, el ambiente estudiantil podía respirarse. Con una pinta de cerveza siendo servida, un libro nuevo siendo leído, un grupo de amigos discutiendo los resultados del último partido, y algunos debatiendo acerca del próximo examen a rendir. Los verdes paisajes que orillan al río Wear hacen de Durham el sitio perfecto para la vida estudiantil. Una excelente mezcla entre la vida nocturna y el aire natural que cualquier estudiante necesita para aliviar el estrés. Estudiar en Oxford o Cambridge puede ser el sueño de muchos; pero mudarse a Durham para sus estudios sigue manteniendo la mente de muchos preuniversitarios ocupada. La tercera universidad más antigua de Inglaterra se ha ganado el respeto y cariño, no solo del Reino Unido, sino de un sinfín de estudiantes extranjeros que tocan a sus puertas en busca de una oportunidad en uno de sus 16 colegios. Y así como cualquier mago de J.K. Rowling aguarda pacientemente su invitación a Hogwarts, son muchos los ingleses que esperan con ansias su carta de aceptación a Durham. Y yo también lo haría. Aquella tarde, con un té en mano, Naomi y Durham me mostraron lo que se siente ser un universitario en el Reino Unido. Y fue una magnífica manera de tomar aquel pequeño bocado. Y con dirección al norte al siguiente día, ahora me tocaría ponerme en otros zapatos, para poder entender un poco más lo que marca la diferencia de Inglaterra con Escocia.
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