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  1. El transcurso de una vida urbana puede fácilmente tornarse en algo rutinario, incluso en la grandeza de la Ciudad de México donde, no importa cuándo, siempre se encuentra algo por hacer. Si bien, la rutina es algo que se puede fácilmente esquivar en la capital mexicana, hay algo de lo que es imposible escapar. La contaminación y la gente. Un pacífico fin de semana, a solas en el aire fresco, es una demanda de colosales magnitudes en una de las metrópolis más pobladas del mundo. Pero hay algo que la hace única, a pesar de su estresante e incesante actividad. Hace casi 700 años, los mexicas (mejor conocidos como aztecas) decidieron construir su capital en uno de los más bellos paisajes del Aztlán, la tierra que ellos consideraban su mundo. Fue en un islote, en medio de un lago rodeado por montañas, donde fundaron Tenochtitlán, lo que hoy todos conocemos como Ciudad de México. Los alrededores de Tenochtitlán están cercados de impresionantes paisajes naturales, que dejaron en claro por qué Mesoamérica fue y será el cuerno de la abundancia. Es así que escapar de la ajetreada vida capitalina es, incluso hoy, una tarea fácil. Aquella vez, la decisión para reposar un fin de semana fue tomada por Sediel, uno de mis mejores amigos con cuya novia haríamos el viaje. Con una tienda de campaña casi nueva, un saco de dormir y una mochila sedienta por querer ser utilizada, el estado de Hidalgo fue lo que atrajo nuestra atención. Contiguo al Estado de México, Hidalgo cuenta con pueblos coloniales, grutas, aguas termales, bosques, cañones, cascadas, minas y un sinfín de interesantes propuestas de aventura. Y muy cerca de Pachuca, su capital, el pueblo de Huasca de Ocampo fue el destino elegido. La pequeña localidad nació en la época colonial española, cuando la producción minera atrajo a adinerados hacendarios europeos, que usaron la mano de obra indígena para la explotación. El pueblo creció alrededor de cuatro grandes haciendas, y aunque en el declive de la zona (cuando México se volvió independiente) muchos edificios quedaron casi en ruinas, en el siglo pasado se restauró para hacerlo un pueblo de paseo para turistas. Son varias cosas que hacen especial a Huasca. Su café, sus leyendas (que incluyen a duendes y brujas) y, sobre todo, su hermosa situación geográfica. Ubicada entre la Sierra de Pachuca y el Valle de Tulancingo, los paisajes aledaños a Huasca son un deleite visual, perfecto para los cazadores de un reposo en la naturaleza. Así que en vez de quedarnos mucho más tiempo en Huasca decidimos seguir nuestra ruta hasta los prismas basálticos, uno de los principales atractivos del valle. Huasca se emplaza en el oriente del Eje volcánico transversal, una cadena de volcanes que atraviesa el país de este a oeste y lo corta por su parte central. Hace un par de millones de años, el enfriamiento del escurrimiento de lava que se generó en esta zona formó columnas de basalto que tomaron formas de prismas pentagonales y hexagonales. El resultado es hoy una maravilla. El conjunto de prismas encimados entre sí parecen una estructura de legos. Es difícil creer que la naturaleza haya creado formas tan inorgánicas por sí sola. Accedimos a los prismas bajando unas escaleras que llevan hasta un pequeño corredor, por donde cae un arroyo. El agua es traída desde los ríos y las presas que alimentan de agua la comunidad de Santa María Regla, a la que pertenecen las columnas. Aunque algunas de las pequeñas cuatro cascadas fueron arrastradas hasta allí por el hombre, no hay mejor manera de darle un toque más encantador a un lugar como aquel que con caídas de agua. El arroyo culmina en un pequeño estanque, al que se debe acceder desde la hacienda contigua. Es la llamada Cascada de la Rosa. Este lugar fue visitado y estudiado incluso por personajes como Alexander von Humboldt, durante sus viajes por América Latina. La UNESCO nombró al sitio como uno de los 30 geoparques de la Red global de geoparques. Aunque ya había sido testigo de columnas basálticas del mismo estilo en Islandia, verlas en México no hizo más que reafirmar que es un país que lo tiene todo. Antes de que se hiciera más tarde, era momento de decidir dónde debíamos acampar. La zona de Huasca de Ocampo posee múltiples sitios para hacerlo. Pero al ser el último fin de semana del verano estudiantil, los campings y balnearios estaban repletos. El pueblo no era una buena idea para huir del bullicio. Y con ganas de un contacto mucho más natural, decidimos escuchar la sugerencia de un chofer. Unos kilómetros al norte, lejos de la carretera, había un lugar llamado Peña del Aire. Nada habíamos escuchado sobre él. Incluso, encontrarlo en Google Maps no fue del todo fácil. La información en internet era casi escasa. Pues bien, eso lo hacía el lugar perfecto. Según se nos dijo, pocas personas llegaban hasta la peña, ubicada al borde un acantilado bajo el cual se extendía un enorme cañón. Y en lo alto, una zona de camping era ideal para pasar la noche, lejos de las luces, del ruido y de cualquier contacto humano. Aceptamos así un viaje en taxi hasta la peña. Y tras un arduo viaje por un feo y estrepitoso camino de ripio, el chofer nos dejó en un centro de visitantes, que no era más que una palapa. Peña del Aire es un parque ecoturístico protegido. Hay pocas casas y propiedades privadas dentro del terreno. Las únicas construcciones son casetas de vigilancia, cobranza y algunos puestos de comida y tiendas. A solo unos pasos de aquel puesto de visitantes se abrió ante nosotros un enorme cañón, parte de la Sierra de Pachuca. El nombre Peña del Aire se debe, precisamente, a una gigantesca peña que se yergue en uno de los costados de la barranca. Y sí, de hecho, parece que flota en el aire. Estas formaciones rocosas son características de las barrancas de la Sierra Oriental. Y el sitio perfecto para un centro ecoturístico. Una tirolesa de unos 70 metros de largo se tiende al lado de la peña y permite a los visitantes volar sobre el abismo. En la parte más baja, un río dibuja el camino del valle, junto al cual solo una pequeña iglesia se posa junto a un par de campos de cultivo. Al mirar abajo, creímos que sería un excelente lugar para acampar. Comenzamos el descenso con mochila al hombro, cuidadosos de seguir el mezquino sendero que nos guiaba. El calor era sofocante, pero valía la pena hacer el intento. Las vistas desde las laderas eran sencillamente magníficas. La vegetación parecía hacerse cada vez más verde y, a decir verdad, no era lo único colorido que apareció en nuestro camino. El curso nos llevaba por todo el costado de la barranca, pero poco simulaba bajar al río. Aunque los lugareños nos habían asegurado un rápido descenso, la travesía era más larga de lo esperado. Antes de seguir, supimos que algo no resultaría. Esperábamos el arribo de dos amigos más, y en lo bajo de la barranca la señal de telefonía era escasa. Sería mucho más fácil encontrarlos en lo alto del acantilado. Volvimos entonces, entregados al calor de la tarde que, por cierto, no tardaría en esfumarse para dar paso a un fresco atardecer. La planicie superior fue el mejor lugar para montar el campamento. Un terreno llano, pastoso y fresco donde, al parecer, seríamos los únicos en pasar la noche. Nuestros amigos no tardaron su arribo, por suerte, antes del ocaso. Y con las tres tiendas una junto a la otra, fue momento de armar la hoguera. Una pila de malvaviscos y roles de canela fue el menú perfecto para el atardecer, que tras un cielo nublado se esfumó sin mucha presencia. Pero aquellas nubes de tormenta, cuyos relámpagos eran lo único que iluminaba el horizonte nocturno, crearon la atmósfera perfecta para las historias de terror que se avecinaban. Huasca de Ocampo es el sitio perfecto para alguien como Sediel, un fanático de las criaturas de fantasía. El pueblo está lleno de leyendas sobre duendes y brujas que moran los bosques circundantes, y que han hecho sus apariciones en repetidas ocasiones. De hecho, cuenta con su propio museo de los duendes. Y vaya que nuestro campamento simulaba ser su hogar, con una torre de metal en forma de sombrero que, de hecho, albergaba los únicos baños disponibles, a los que nadie se atrevía a entrar una vez caída la noche. Cuando el fuego se fue consumiendo, una extraña luz apareció detrás de los arbustos. Un color amarillo fluorescente de forma redonda se movía con delicadeza, y de repente palpitaba como el latido de un corazón. No le prestamos mucha atención, quizá era alguien con una linterna. Tras pocos minutos se esfumó sin darnos cuenta. A la siguiente mañana, los lugareños nos contarían que se trataba de una bruja. Aparecer como pequeñas centellas era su especialidad en aquella zona. Pues bien, al menos no decidió visitar nuestro campamento. El alba fue bastante frío. El sereno dejó nuestras carpas más que húmedas por fuera. Y no había nada que deseáramos más que un café caliente. Pero habría que esperar la apertura de los puestos. Entretanto, un temprano despertar fue la mejor decisión grupal tomada para poder ser testigos de un hermoso amanecer. El sol se levantó sobre la sierra oriental, iluminando tenuemente la figura de cada barranca del cañón. Nada, sino el cantar de las aves, se podía escuchar en el abismo. Es lo que un grupo entero de capitalinos buscaba lejos de la metrópoli. La serenidad de una fría y verde mañana. Pero acompañada de un café de olla a la apertura del primer puesto, todo fue incluso mejor. Luego del desayuno fue momento de bajar a la peña, y contemplar el valle dibujado por los primeros rayos del sol. La bruma de la mañana poco a poco se retiraba, y dejaba al desnudo la vitaleza de un cañón que podía apaciguar todo pensamiento y todo presente. Escalar la peña no era una opción segura, pero hasta la poca altura que pudimos llegar fue suficiente para sentirnos satisfechos en nuestro viaje. Disfrutar de la barranca sin la presencia de turistas durante la noche y la mañana fue una excelente decisión, que nos daría el respiro necesario para volver a la vida de una colmada ciudad.
  2. El concepto que tenemos de una región del mundo siempre está asociada a los clichés y estereotipos que de ella nos hemos hecho a lo largo de nuestra vida. Aunque algunos más fuertes que otros, es poco probable que nuestra imaginación no genere un pequeño prejuicio. Hacía tres días que había entrado a Escocia, desde su ciudad más grande y poblada, Glasgow. Sin ponerlo en duda, Escocia es quizá uno de los rincones del mundo del que más estereotipos posee la gente. Vamos, que un hombre con falda a cuadros con una gaita y una botella de whisky parado frente a un castillo en las montañas junto a un lago es algo que vendría a la mente de muchos. Pues bien, hasta entonces nada de eso se había aparecido frente a mí. Pero cambiaría al dirigirme a Edimburgo, la capital escocesa de la que tantas recomendaciones había recibido. Mi amiga Liane, con la que pasé varios meses en Francia, era oriunda de Glasgow. Pero varios años vivió en Edimburgo con su hermana gemela, Mairi, quien todavía vivía y estudiaba allí. No divagó entonces en sugerirme que mi viaje por el Reino Unido terminase allí, en las calles donde Dany Boyle ambientó la emblemática Trainspotting en los años 90s. Tomé entonces un autobús hasta la estación central de la ciudad, desde donde me dirigí a un apartamento en los suburbios al oeste de la ciudad, donde Krystof sería el couchsurfer que me hospedaría por dos noches. Ya que aquel día debía trabajar, tuve que dejar pronto su apartamento y volví al centro de Edimburgo. Y con unas horas de sobra antes de encontrarme con Mairi, recorrí por mi cuenta las calles para darme una primera impresión. El autobús me dejó en la llamada Ciudad nueva. Aunque claro que su construcción no es reciente al ser parte del centro histórico, lo es en comparación de la Ciudad vieja, ubicada justo del otro lado. El centro de la ciudad está dividido en dos por una franja de tierra sumergida que solía ser un pantano, y donde hoy se posa la estación central. Desde su lado norte, el fondo del paisaje muestra una primera conocida postal de la urbe, la Ciudad Vieja con Arthur’s seat en el fondo, la colina más famosa. Esta zona es considerada una obra maestra en la planeación urbanística. Culminada en 1800, uno de sus mayores íconos es la Bute House, ubicada en Charlotte Square y diseñada por el arquitecto Robert Adam. Es hoy la residencia oficial del Ministro principal de Escocia. El edificio neoclásico es también muestra y orgullo de Escocia, que se mantiene todavía con un ferviente sentimiento independentista dentro del Reino Unido. Si bien el ministro principal cumple las funciones del gobernador de una provincia o territorio (por debajo del primer ministro del Reino Unido) Escocia cuenta también con un parlamento propio, que también se ubica en Edimburgo. Así, desde los años 90s que fue formado, Escocia recuperó un poco de autonomía dentro del Reino del que forma parte actualmente y desde el año 1707, cuando se unió a Inglaterra. Al lado de la mansión, otra increíble construcción neoclásica apareció frente a mí. el hotel Balmoral, que se ha convertido en otro ícono de Edimburgo. Aunque para ese punto ya me había acostumbrado a que cada ciudad británica se jactara de ser el sitio donde J. K. Rowling vivió, escribió, se inspiró, etcétera, está probado que el hotel Balmoral es el lugar donde la autora terminó de escribir la saga de Harry Potter. De hecho, la habitación donde se hospedó es hoy una de las master suites, por la que habría que pagar cerca de mil libras esterlinas por noche. Desde el Balmoral crucé el north bridge, el puente que une al noreste ambos lados de la depresión geográfica y me adentré a la Ciudad Vieja. Con lo bien conservados que están los edificios del old town de Edimburgo era difícil creer que datara de la Edad Media, aunque después me enteraría que muchas construcciones fueron restauradas luego del incendio del 2002. Aunque las mismas cabinas telefónicas de un vivo rojo que son símbolo de Londres se encuentran en las calles del viejo Edimburgo, sus casas y calles empedradas me hacían sentir en un sitio muy diferente. Ahora me sentía en la verdadera Escocia. En una esquina de aquel mágico casco viejo me encontré con Mairi, quien había salido ya de clases y me invitó a pasar la tarde libre con ella. Mi amiga Liane había terminado su licenciatura y ahora pretendía vivir en Lyon, donde nos conocimos, para seguir dando clases de inglés. Mientras, su gemela Mairi, todavía enamorada de Edimburgo, decidió quedarse y estudiar un doctorado. Como parecía que una vez más había arrastrado el sol conmigo, Mairi quiso llevarme al mejor mirador de la ciudad antes de que las nubes ocultaran la ciudad, como me dijo, es costumbre que suceda cada tarde. Caminamos entonces hacia el parque de Holyrood, un parque real ubicado justo al lado este del centro histórico, y que representa la principal área verde de la ciudad. El parque se compone de colinas, lagos, cañadas y riscos de basalto que ejemplifican a la perfección el paisaje típico de los highlands de Escocia. El país se divide en dos zonas geográficas, las tierras bajas al sur (lowlands) y las tierras altas en el norte (highlands). Ambas se caracterizan por ser zonas de origen volcánico. Pero las highlands dejan mucho más al descubierto los tapones de basalto, y es en una de esas regiones talladas durante la última era glaciar donde se posa Edimburgo. El más famoso de los riscos es Arthur’s seat, o la silla de Arturo, que al elevarse 250 metros es el punto más alto de Edimburgo. Arthur’s seat es fácilmente accesible desde casi todos sus puntos, y fue hasta su cima a donde Mairi me invitó a subir. La vista que se tiene desde lo alto es, sin duda, la mejor de la ciudad. Al este, puede verse el puerto de Leith, un suburbio donde Danny Boyle situó la vivienda de los personajes de Trainspotting. Al norte, la colina Halton, que sirve como Acrópolis de la ciudad y que le otorga su merecido apodo de ‘la Atenas del norte’. Y al oeste la Ciudad vieja dominada por el Castillo de Edimburgo, a donde más tarde caminaríamos. Arthur’s seat me dio un primer y estereotípico acercamiento a los paisajes de Escocia y su accidentada geografía. Ahora era tiempo de volver a sus caminos urbanos y perderme en sus calles empedradas. El trazo urbanístico del casco antiguo se lo dio precisamente la geografía al propio Edimburgo. La ciudad se construyó en la cola de una peña volcánica, que es donde se construyó la fortaleza que poco a poco se convirtió en un castillo. Esa franja es bastante pequeña, por lo que en pocos años el aglutinamiento de personas fue muy grande, llegando a albergar 80 mil personas en algún momento, solo en aquel pequeño pedazo de tierra. De hecho, la Ciudad vieja de Edimburgo es una de la que posee edificios más altos en toda Europa. Y eso sucedió porque desde el medievo la urbe fue rodeada con una muralla. Por consiguiente, y como era obvio, la mayoría de la gente se negó a vivir fuera de la fortaleza, y eso llevó a que a los edificios se les colocara cada vez más pisos encima. El propio nombre de la ciudad posee aquella etimología. La palabra burgo era usada en la Edad Media para designar a las urbes que nacían alrededor de un castillo. En las lenguas germanas, el sufijo burgh se usó para nombrar a muchas de estas ciudades. Es el caso de Rotemburgo, Salzburgo, Hamburgo, Estrasburgo y, en este caso, Edimburgo (Edinburgh). Mairi quiso que nos detuviéramos en uno de los nuevos mercados para tomar una buena cerveza escocesa y disfrutar parte del partido de Galway contra Dublin, de la liga irlandesa. Luego del reposo, volvimos a cruzar el north bridge para pasar a la Ciudad Nueva. Ambas, fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1995. No hay mejor vista de la Ciudad Vieja que desde el costado de la Ciudad Nueva, que por cierto, fue mandada a construir en el siglo XVIII por la necesidad de espacio para el creciente número de residentes. Uno de los mayores símbolos de la Ciudad Nueva es el monumento a Walter Scott, uno de los autores románticos escoceses más conocidos. El color de la piedra del monumento gótico se perdió durante los años de la Revolución industrial, época en la que Edimburgo era conocida como “la ciudad humeante”, por la enorme contaminación, lo que dio a muchos de sus edificios su color negruzco actual. Desde aquel lado de los jardines centrales, llamados Princess Street Gardens, se tiene una hermosa vista de uno de los más bellos edificios de la Ciudad Vieja: la sede del Banco de Escocia. Fundado en el siglo XVII, es el banco más antiguo que sigue en funcionamiento en el Reino Unido, y fue el primer banco europeo en imprimir su propio papel moneda. A decir verdad, el edificio que alberga sus oficinas centrales parece un verdadero palacio. De repente, paseando por los jardines apareció una pareja de novios, que posaban para la sesión de fotos de su cercana boda. Honestamente, no hubo nada más bello en mi visita a Edimburgo que ver a una hermosa novia pelirroja en su vestido blanco y a su guapo prometido usando el tradicional Kilt, la famosa “falda escocesa”. A diferencia de lo que muchos creen, el Kilt fue inventado por un inglés, y se incorporó a la identidad de las highlands de Escocia luego de su unión con Inglaterra en el siglo XVIII. Actualmente, los hombres la usan solo en las ocasiones más importantes, como en bautizos, fiestas, convenciones y, claro, el día de su boda. Ver a un escocés en su falda a cuadros besar a su prometida en una verde colina frente al castillo de Edimburgo fue el mayor cliché que pude esperar de Escocia. Sólo falta un whisky —me dijo Mairi—. Y es así como fuimos a un bar cercano por una copa de un buen scotch. Luego de ello, las colinas y las zigzagueantes calles de la Zona Vieja nos llevaron cada vez más arriba, hacia la peña del castillo. Mientras parte de la ciudad se encuentra en los túneles del subterráneo, es por supuesto la colina del castillo la que domina la metrópoli entera. El castillo fue construido en el siglo XII, y fue a partir de su construcción que surgió la ciudad misma de Edimburgo a sus pies. Como parte de una fortaleza que pretendía defender las tierras bajas de Escocia de los reinos del sur (sobre todo de Inglaterra), se usó casi siempre con fines militares, y nunca como la residencia del monarca escocés. Hoy, el castillo se usa con fines civiles y está abierto al turismo. Pero con un alto precio de entrada, decidí pasarlo por alto y seguir disfrutando la tardea al aire libre junto a Mairi. Me llevó luego a los pies de la catedral de Saint Giles, un templo medieval que pertenece ahora a la Iglesia de Escocia, y es considerada la madre de la iglesia presbiteriana. Muchos de los edificios de la Ciudad Vieja pertenecen también a la época de la reforma protestante, de la que Escocia formó un fuerte movimiento y le ha dado parte de su identidad actual. La calle que une el castillo y la catedral forma parte de la Royal Mile, cuatro calles que forman las principales arterias del centro, y que son hoy líneas importantes de turismo en Edimburgo. Desde las famosas cabinas telefónicas rojas instaladas por la Corona británica en todo el Reino Unido hasta hombres tocando la célebre gaita y espectáculos callejeros locales. Mairi me llevó después a los jardines de Greyfriars, una famosa iglesia de Edimburgo cuyo patio exterior resulta ser también un panteón. El cementerio resguarda las reliquias de algunos personajes famosos de la ciudad y miembros de la iglesia. Una vez más, Escocia me demostraba que los panteones europeos no son un sitio de temor, sino de esparcimiento y paseo. Fuera de la iglesia y sus jardines se encuentra The elephant house, uno de los tantos lugares en el Reino Unido que presumen ser el sitio de nacimiento de Harry Potter. Es bien sabido que J. K. Rowling vivió en Edimburgo y solía visitar los pubs y cafés alrededor de la universidad para poder inspirarse y escribir. Pues bien, The elephant house es uno de esos tantos, aunque no puede ponerse en duda que es hoy el más visitado de la ciudad, debido a la leyenda que se formó tras la autora. Aún así, no pensaba esperar varios minutos aguardando una silla y un café de dos libras, y preferimos seguir de largo. Cuando la noche comenzó a caer y con ella la llovizna se avecinaba, Mairi se despidió de mí. Debía volver a su apartamento y continuar escribiendo su tesis. Mientras yo, pasé por algo para la cena y regresé a la casa de Krystof, para alejarme de la lluvia y saciar mi apetito. Al otro día el clima no me había sonreído tanto como el anterior. Fue cuando me mandó un mensaje Adrien. Nos habíamos conocido en Lyon y ahora estaba de visita también en Edimburgo. Originario de Ohio, tenía planes para mudarse con su novia alemana a Bohn. Y como su primera vez en Europa, no dudó en pasar algunos momentos recorriendo la ciudad conmigo. Subimos a Arthur’s seat para comer un bocadillo y luego nos dirigimos a Calton, otra de las colinas que dominan la ciudad. Calton Hill y el castillo es quienes le dan el apodo de Edimburgo como ‘la Atenas del Norte’. Y es que no es normal encontrar en el norte de Europa ciudades que hayan surgido a partir de una acrópolis en lo alto de un cerro, como suele ser común en el sur del continente. Es algo extraño llegar a Calton Hill y toparse con monumentos griegos. La realidad es que ningún griego pisó estas tierras, y se trata simplemente de un monumento neoclásico que conmemora a los caídos en las guerras napoleónicas. Pero la colina es también un increíble mirador de Edimburgo, con la Ciudad Nueva a la derecha y la Ciudad Vieja a la izquierda. Pocos minutos pasaron para que la lluvia empezara a amenazar nuestra tarde. Adrien decidió entonces que sería buena idea terminar nuestra visita en Galería Nacional de Escocia, un museo de arte situado en los Princess Street Gardens. Inaugurada en 1859, expone obras que abarcan desde el Renacimiento hasta el impresionismo de las vanguardias del siglo XIX. Los artistas presentes van desde Tiziano y Rafael hasta el español Velázquez, que se hace presente con su obra Vieja friendo huevos. Así, Edimburgo nos demostró que Escocia nunca se mantuvo tan alejado del arte y del poder de las potencias en Europa como muchos creían. Su galería de arte, su castillo, su casco antiguo medieval pero, sobre todo, sus verdes y montañosos paisajes, me demostraron por qué Edimburgo es la ciudad favorita de los escoceses por excelencia. Edimburgo fue una excelente manera de terminar mi viaje por el Reino Unido y por Europa del norte. Al siguiente día, me embarcaría de vuelta a París, para pasar mis últimos días en Francia antes de volver a México, luego de nueve meses trabajando y viajando en el viejo continente. Finalizar un viaje nunca es tarea fácil. Pero siempre puede más el poderoso deseo y la seguridad de que otra larga aventura se avecina en un futuro cercano. Y con un diario lleno de historias y una mente llena de recuerdos, volví a México, dispuesto a preparar mi próxima travesía por el mundo.
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