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  1. Conciliar el sueño casi a las 11 de la noche, cuando el sol se metió tras el horizonte, no fue una tarea tan difícil como había pensado. En medio de las montañas nevadas del parque nacional Þingvellir fue donde puse a prueba por primera vez el equipo con el que me había aventurado a viajar hasta Islandia, un país de extremos a escasos metros del círculo polar ártico. Un saco de dormir que soportaba temperaturas de 5 grados, una manta de primeros auxilios para calentar mi cuerpo en emergencias, ropa interior térmica, botas todo terreno, una liga para cubrir mi cabeza y mis orejas del viento. Todo parecía excelente, aquella noche no pasé tanto frío. Pero había algo que debí haber previsto con mucho mayor detalle: mi tienda de campaña, una carpa que sería mi hogar por al menos una semana. A las 4 a.m. la luz del sol se asomó por el este. Sí, un país de extremos, donde el invierno deja apenas dos o tres horas de luz, mientras el verano ilumina por casi veinte. Pero no fueron los tenues rayos solares los que ahuyentaron mi sueño a tan temprana hora, sino las potentes ráfagas de viento que azotaban sin piedad las paredes de mi tienda y la levantaban con vehemencia del firme suelo donde se posaba. Chubascos helados caían con vigor y creaban un ensordecedor estruendo que me apartó bruscamente de mi apacible sueño. El miedo recorrió mis entrañas, y me impidió abrir los ojos. No me atrevía a mirar hacia el techo y observar cómo mi única casa se estremecía con debilidad ante la fuerza del clima ártico. El pronóstico del tiempo había cumplido su promesa. Como bien me lo dijo una conductora local la tarde anterior, vientos del norte, lluvia y nieve se esperaban para los próximos días. Vaya que ahora extrañaba la calidez de mi ciudad natal en el trópico mexicano. A pesar de todo, logré soportar un par de horas recostado, cubierto de pies a cabeza con mi saco de dormir, y con los ojos bien envueltos para intentar ignorar lo que a mi alrededor acontecía. Pero había algo de lo que sin duda no podía escapar. El agua empezó a filtrarse por las paredes y por el suelo de mi tienda. Una tienda por la que pagué poco más de 20 dólares en un Walmart. Una tienda con un solo forro que, por supuesto, debí adivinar que no ganaría una cruel batalla contra el clima polar. Llegó entonces el momento de encarar el miedo. Abrí por fin los ojos. Ambos párpados se separaron para encontrarse con una terrorífica escena. Mi casa se estaba inundando. Antes de que el agua llegase hasta mi mochila, reposada a mi lado derecho, saqué de ella mi abrigo rompevientos y lo coloqué con rapidez encima de mi cuerpo. Me puse las botas, cogí la mochila y el saco de dormir, que para entonces ya estaba empapado por debajo. No había tiempo que perder, y si no quería terminar como el suelo de mi casa, debía huir aprisa de aquella pecera. Al abrir la puerta me enfrenté a una dura realidad, todavía peor que la que sucedía dentro de mi tienda. Los charcos de lodo se habían esparcido, el agua caía casi de forma horizontal por la fuerza del viento, mi saco de dormir casi vuela junto con la tormenta, que azotaba sin clemencia cada cabeza bajo ella. Eso era la verdadera Islandia. Sin pensarlo dos veces, cerré la puerta tras de mí y corrí velozmente hacia la lavandería del camping. Sabía que era el sitio más seco que podría encontrar, cerrado casi herméticamente, donde podría encontrar una fuente de calor. Una vez dentro, extendí mi saco a lo largo para dejar que se secase un poco. Por suerte, mi mochila estaba casi intacta, y mis cosas a salvo de la humedad. Sin más remedio, me senté temblando de frío sobre el piso de madera. ¿Debía salir y tratar de rescatar mi tienda? Quizá, pero en ese momento lo que menos quería era volver a enfrentarme a la feroz tormenta. Así que lo dejé a la suerte. Si mi casa sobrevivía o no, sería ahora una decisión de la madre naturaleza. Una media hora más tarde llegó a la lavandería Jack, uno de los chicos californianos que habían acampado conmigo y con su grupo de compañeros universitarios. Al parecer, era su turno de preparar el desayuno. Pero con una cocina al aire libre con apenas un techo de madera encima, parecía una tarea imposible. Aun así, puso todos sus esfuerzos en cocer un poco de fruta para un potaje, para que al despertar sus amigos (quienes por cierto, seguían en sus tiendas bajo la tormenta), pudieran comenzar el día con energías. Jack parecía mucho más preparado que yo, con un impermeable de cuerpo entero que cubría incluso sus zapatos. Su ropa debajo se mantenía completamente seca. La tempestad no paró sino hasta las 7 de la mañana, cuando pude al fin salir a reconocer los daños. ¡Mi casa seguía viva, y estaba de pie! Finalmente, esos 20 dólares parecían haber servido de algo. Aunque eso sí, su único forro no resistió la filtración del agua. Mientras el resto de los chicos salían de sus guaridas sanos y salvos para tomar su desayuno, yo desmontaba mi casa y la llevaba a la lavandería. La tormenta había terminado, pero en un lugar como Islandia, no confiaba en que la calma durara por mucho tiempo. El grupo de californianos se despidió de mí cerca de las 8 a.m. Y una vez que mi casa se escurrió un poco sobre el suelo de la lavandería (con la falta de sol, era mi única alternativa), empaqué mis cosas y salí del camping, todavía enlodado por la lluvia. Me dirigí entonces a un costado de la carretera para seguir mi camino por el golden ring, uno de los circuitos turísticos más famosos de Islandia. Alcé mi dedo y me mostré firme ante un cielo todavía nublado y amenazador. Luego de solo tres minutos, un señor paró y me invitó a subir. No deberías estar aquí parado esta mañana, el clima es una locura —me dijo consternado—. Es mi única alternativa, y hay que seguir adelante —le contesté con seguridad—. El hombre vivía en Laugarvatn, una comunidad unos kilómetros al noreste, sobre la carretera 37 que seguía el ‘círculo dorado’. Me dejó en la salida del pueblo, sobre la autopista. Allí, el viento y la lluvia volvían a azotar, aunque con un poco menos de fuerza que en Þingvellir. Y como aún era muy temprano para empezar a cazar un ride con los turistas hacia mi próximo destino, decidí refugiarme en un mini supermercado, donde un café con galletas apaciguaron mi ayuno. Tras media hora de reposo volví a la carretera y me dispuse a coger un aventón, que llegó a mí en menos de dos minutos. Islandia era sin duda un país amigable con los hitchhikers. Una pareja de testigos de Jehová provenientes de Selfoss, al sur del país, me llevaron hasta una granja muy cerca del valle Haukadalur, justo donde se encontraba mi siguiente parada. El viento parecía haber parado un poco a los pies de aquella granja, aunque el clima parecía aún amenazador. Y con mi dedo al aire cogí mi tercer aventón de la mañana luego de solo cinco minutos en la carretera. Los pasajeros eran esta vez dos turistas, que momentos antes había visto sentados ante una mesa del supermercado disfrutando, al igual que yo, un café caliente. Se trataba de una pareja alemana que, vaya historia, estaban celebrando su luna de miel. Nunca pensé que en medio de un romántico viaje dos personas se detuviesen a recoger a un mochilero desconocido en la autopista. Pero eran alemanes, y su amabilidad nunca paraba de sorprenderme. Provenientes de Heidelberg (mi ciudad favorita en toda Alemania), las anécdotas no se detuvieron en todo el trayecto. Y ante las distracciones, aquel viaje casi nos cuesta una enorme suma de dinero, y es que una oveja se atravesó frente a nosotros. Atropellar a una cabeza de ganado en Islandia se paga con una enorme multa, además de tener que cubrir los gastos del animal muerto con su dueño. Menos mal que teníamos un conductor precavido que se detuvo justo a tiempo ante el lanudo borrego. Poco después del infortunado susto arribamos al valle Haukadalur, donde estacionaron el coche y bajamos a nuestra próxima visita. El valle es uno de los lugares más famosos de Islandia por un buen motivo: es el hogar de los géiseres, una de las mayores atracciones de la isla. Los géiseres son una especie de fuente termal que emite una columna de agua caliente y de vapor al aire, algo así como una piscina que explota periódicamente. Un géiser requiere de varios elementos hidráulicos y geológicos para su formación, y eso los convierte en un evento nada común, con menos de mil géiseres en todo el planeta. Pues bien, al ser Islandia uno de esos escasos lugares en el mundo, era algo que no podía perderme. La entrada al parque de los géiseres en Haukadalur está marcada por un sendero acordonado y por varios trabajadores que vigilan que, bajo ninguna circunstancia, alguien se atreva a cruzar los límites del camino. El agua que emana de los géiseres hierve a más de 90°C, una temperatura con la que nadie desearía quemarse. Además, el hospital más cercano está a 62 kilómetros de distancia, algo bueno de saber para los despistados. La palabra géiser proviene precisamente del idioma islandés, ya que el más famoso de ellos en aquel parque es llamado Geysir, el más antiguamente conocido en el mundo, y que proviene a su vez del verbo geysa (emanar, erupcionar). El Geysir es capaz de lanzar agua a más de 80 metros de altura, aunque es raro tener la suerte de verlo erupcionar. Ha pasado incluso años sin lanzar una gota de agua al aire. Por fortuna para los ansiosos turistas existe el géiser Strokkur, que aunque más pequeño, erupciona entre cada 5 u 8 minutos, alcanzando una altura promedio de 20 metros. Las erupciones son provocadas por el contacto del magma subterránea con el agua, que suele quedar estancada en los conductos del géiser tras las lluvias. Ya que los conductos suelen ser largos, el agua en la parte baja comienza a alcanzar su punto de ebullición, mientras aquella en la superficie se enfría rápidamente. Puesto que el agua no encuentra salida más que por un pequeño orificio en el suelo, viaja hasta ella por las rocas porosas del subterránea y actúa tal como una olla de presión, liberando con gran energía el vapor y el agua caliente en su interior. Luego de ello, el agua cae de vuelta en el agujero y el ciclo se repite. Un espectáculo natural digno de admirar. Luego de un par de hermosas explosiones del Strokkur, volvimos al auto y seguimos el camino hacia el norte, donde la última atracción del círculo dorado nos esperaba. Junto a un grupo de gigantescos camiones de montañistas los alemanes estacionaron su modesto automóvil. Al bajar, sentimos rápidamente como el viento había comenzado a azotar despiadadamente desde el norte. Ya que el centro de visitantes y las escaleras bajaban hacia el sur, debíamos cogernos de las manos para no perder el equilibrio. Nunca creí que vería vientos tan fuertes como de los que fui testigo durante un huracán en mi ciudad natal, por allá del 2010. Aunque aquello no era un huracán, era solo el Ártico. Las escaleras nos llevaron hasta las orillas del río Hvitá, que al encontrarse con un cañón forma la cascada de Gullfoss, una de las cataratas más famosas de Islandia. El río corre en dirección sur y llega desde los glaciares en las montañas centrales, aunque el cañón interrumpe bruscamente su camino y hace que gire hacia el este. El estruendo de la catarata hacía imposible escucharnos entre nosotros mismos. Toda comunicación para tomarnos fotos y seguir el camino era a través de la mímica. En ese momento, el viento del norte se mezclaba con el viento y la brisa empujados por el río y la gigantesca catarata. Y aunado a las charcos de agua en el suelo, no era nada fácil moverse por aquellos senderos. Tomar una foto que no saliese movida por la fuerza del viento que empujaba nuestras manos era otra ardua tarea en la que nos vimos envueltos. Pero capturar aquella belleza lo valía ante todo. El círculo dorado es una de las rutas más turísticas de Islandia, y no cabía duda del porqué. Una falla tectónica, géiseres y una catarata glaciar representan las maravillas naturales más características de la isla, razón que me había llevado hasta sus hostiles tierras. De vuelta en el coche, los alemanes condujeron hacia el sur. Se dirigían de vuelta a Reikiavik, donde pasarían su última noche. Yo por el contrario, pretendía seguir mi camino hacia el este y tratar de darle la vuelta entera a la isla en los siete días que me quedaban por delante. Al alcanzar la autopista uno los alemanes me bajaron en Selfoss, una de las mayores comunidades en el suroeste de Islandia. El clima era templado y bastante tranquilo a mi parecer. Un buen amigo que había hecho en Francia, Loïc, se encontraba también en tierras islandesas, viajando como mochilero y tratando de rodear la isla. Pero un mensaje de texto aquella tarde me hizo saber que se encontraba atrapado. Había llegado hasta Vík, la ciudad más septentrional de Islandia ubicada 130 kilómetros al sureste de Selfoss. Famosa por ser el lugar donde con más fuerza azotan los vientos, se había detenido en un camping, donde una cocina techada fue su único refugio ante una fuerte tormenta que golpeaba el sur de la isla. Mi objetivo así, era acercarme lo más al este posible, donde la tormenta no azotara con tanta fuerza y donde pudiera acampar de forma tranquila. Luego de comer un subway (que por seis euros, era sin duda lo más barato que podía obtener) me acerqué a la oficina de información turística de la ciudad. Me dijeron que, en efecto, una tormenta azotaba el sur de la isla un poco más al este, pero que al menos podría llegar hasta Seljalandfoss, una de las cascadas más bellas, donde una de las californianas que había conocido la noche anterior me había recomendado un buen camping. Caminé entonces hacia la salida del pueblo y comencé nuevamente a pedir un aventón. Esta vez, me recogió un islandés que no hablaba inglés. Así que tras un viaje en silencio me dejó en Laugaland, 30 kilómetros adelante. Otro conductor me dejó en Hella, unos diez kilómetros que me acercaban cada vez más. Sin embargo, me hizo saber que más hacia el este las carreteras habían sido cerradas debido a la tormenta. Pues bien, no pretendía pasar más allá de Seljalandfoss, a donde me dijeron que podría llegar. Fue un húngaro quien me recogió en la comunidad de Hella. Al presentarse conmigo, me dijo que vivía por el momento en Hafursey, una ciudad más al este de Vík, donde se encontraba Loïc. Enterado del estado del tiempo, sabía que llegar a casa aquella tarde podía ser imposible. Pero quería al menos intentarlo. Al llegar a Seljalandfoss, un par de patrullas cerraban el paso. No era posible seguir más adelante. La tormenta era más fuerte de lo esperado y la visibilidad completamente nula. Adentrarse en la carretera sur era un peligro que nadie debía correr. Con la suerte del lado de ninguno, el húngaro dio marcha atrás y volvió hacia Hella para buscar dónde pasar la noche. Yo por mi parte había llegado a mi destino. Seljalandfoss no es una ciudad, ni siquiera una pequeña comunidad. Es una cascada más que marca el límite entre las tierras altas y bajas de la isla. Su nombre se lo otorga el río Seljalandsá, que al toparse con la pared vertical cae 60 metros hasta una escollera, ubicada casi junto al océano. Allí, frente a aquella hermosa cascada, era donde me habían recomendado acampar. Uno de los campings más bellos de toda Islandia, me habían dicho los californianos. Pero al llegar a la recepción, las malas noticias no se hicieron esperar. El camping estaba cerrado debido a la tormenta. Aunque la enorme pared de las cascadas parecían cubrir el lugar del viento, en Islandia simplemente nunca se sabe. Y así, sin un lugar donde dormir, me vi obligado a volver a la carretera y pedir un aventón de vuelta al oeste. Una pareja de ingleses de edad avanzada me recogieron luego de que los policías los forzaran a regresar. Ambos tenían reservaciones en un hotel de Vík, el ojo del huracán en aquel momento, a donde les era imposible llegar. Un poco desmotivados los tres debido a las inoportunas inclemencias del clima, volvimos hasta Hella, donde se estacionaron fuera de un hostal para pedir una habitación donde pasar la noche. Sabía que aquel alojamiento podía ser una opción para una pareja de jubilados, pero no para un mochilero como yo. Aún así, algo temeroso de acampar a la intemperie, pregunté el precio de una habitación compartida. 50 euros era lo que costaba un rincón en un cuarto con mi saco de dormir. ¡50 euros! Los ingleses me miraron y sonrieron, sabiendo que se trata de un precio exorbitante para mí. Así que di las gracias y volví a la carretera para coger otro ride. Sabía que en Selfoss había un camping municipal, y con el escaso viento que soplaba en la ciudad, sería quizá mi mejor opción hasta que se calmase el clima. Un español llamado Sebas pasó en su vagoneta, donde pasaba las noches en un camastro de la parte trasera. También venía huyendo de la tormenta de Vík, y con una aplicación islandesa que le servía para encontrar campamentos donde estacionar su auto, me recogió y buscamos juntos un buen camping que pudiese darnos alojo a ambos. Condujimos más de una hora por las tierras altas y bajas de la costa sur. Cada camping que visitábamos seguía el mismo patrón. Una pequeña cabina con baños y un buzón donde dejar el dinero. Sin cocina, sin sala común, sin techo donde resguardarse. Solo baños. Ni un solo coche o tienda de campaña aparcaban en ellos. Temerosos de lo que aquello podía significar y con el clima que se avecinaba, decidimos seguir todavía más al oeste, hasta que llegamos nuevamente a Selfoss, donde todo había comenzado. Nos dirigimos sin pensarlo hacia su camping municipal, cuyas cómodas instalaciones y falta de vientos lo hicieron el lugar más seguro para pasar la noche. Monté mi casa, que para entonces ya se había secado. Y luego de un rato en la sala común charlando con Sebastián, me introduje en mi tienda para otra fría noche en Islandia. Aquel día el clima del Ártico me mostró que con él nadie puede jugar. Pero mi perseverancia era mayor, y no me daría por vencido hasta al menos alcanzar Vík, donde mi amigo Loïc se había quedado varado.
  2. Arropado con ropa térmica, envuelto en mi saco de dormir, postrado sobre un colchón inflable y con la calefacción encendida a mitad del mes de mayo, es como desperté mi segunda mañana en Reikiavik, a unos kilómetros al sur del círculo polar ártico. Aun después de dos noches en la ciudad, mi cuerpo y mi mente no sentían todavía en Islandia. Mirar la situación geográfica de aquella remota isla, considerada parte de Europa, me hacía poco creíble que tuviera los pies allí. A pesar de su latitud, la capital islandesa posee todas las comodidades del primer mundo. Y hospedarme en el apartamento de Gisli, mi couchsurfer, me lo dejó en claro. Tuberías de gas para aclimatar las casas, agua caliente natural proveniente de los manantiales termales de la isla, conexión a internet ininterrumpida... Pero los días avanzaban, y no obstante mi resistencia mental, era momento de partir. Y abandonar aquellas comodidades sería parte esencial de ello. Mi aventura estaba por delante. Aunque Reikiavik es una prominente metrópoli que se ha ganado su lugar en el mundo, la gente no viaja hasta Islandia solo para ver su capital. Y eso me incluía a mí. La peculiar locación de la isla, en medio de las placas tectónicas norteamericana y la euroasiática, la dota de paisajes naturales increíbles, y de una actividad geotérmica que es poco común hallar en otros lugares del planeta. Y es la razón de que el número de turistas supere a los propios habitantes de Islandia. Cuando el país se independizó de Dinamarca en 1918, no era más que una pequeña y fría isla que sobrevivía de la pesca y la explotación de sus recursos naturales. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, en la que el Reino Unido y los Estados Unidos construyeron los aeropuertos que hoy sirven como conexión internacional, Islandia se convirtió en un país industrializado y con un alto desarrollo económico. Hoy, el turismo es sumamente accesible, con conexiones aéreas que han bajado cada vez más sus precios. Por solo 60 euros pude volar hasta sus tierras desde Estocolmo. Así, miles de turistas llegan a diario, y emprenden desde Reikiavik su travesía por una de las islas más hermosas del mundo. Por la inexistencia de vías férreas y escasos autobuses de transporte público (ya que la isla tiene apenas 300 mil habitantes) el turismo en Islandia puede funcionar de las siguientes maneras: Hacer base en Reikiavik y pagar costosos tours por sus maravillas naturales, que incluyen a veces noches de hospedaje en carísimos hoteles y hostales de la isla. Rentar una van equipada con cama, cocina, incluso hasta baño en su parte trasera, y recorrer la isla conduciendo por la autopista que bordea sus costas, pasando las noches dentro de la comodidad del vehículo, que se aparca en algunos de los estacionamientos oficiales que colman el país. Rentar un automóvil común y visitar la isla manejando por la costa, pasando las noches en una tienda de campaña en uno de los cientos de campings a lo largo del país. Viajar pidiendo aventones a los conductores en la carretera hacia las principales atracciones naturales de la isla, durmiendo en los campings bajo una buena carpa. Por supuesto, y debido a mi bajo presupuesto, la cuarta opción fue mi predilecta. Y pasando por alto la regla más importante de un hitchhiker (término anglosajón para quien viaja pidiendo aventones), me levanté tarde y salí de casa de mi anfitrión a las 10 de la mañana, lo que me había hecho perder ya bastante tiempo valioso. Me despedí y di las gracias a Gisli por mis noches en Reikiavik y me dirigí a un paradero de buses no muy lejos de su casa, donde cogí un modesto camión hacia la comunidad de Mosfellbær, a 16 kilómetros al este del centro de la ciudad. Para colmar un poco más mi paciencia luego del tiempo perdido, el autobús avanzó lento, deteniendo la marcha en cada paradero aunque no hubiera gente aguardando a abordar. Por fortuna, los avances en las políticas de telecomunicaciones en Europa me habían permitido contratar un plan de datos móviles, por un asequible precio, cuya cobertura se extendía por toda la Unión Europea, incluida Islandia. Pero la red celular no era del todo buena en muchas zonas de la carretera. Consiguientemente, la ubicación en mi GPS era con frecuencia algo deficiente. Así fue como me bajé del autobús hasta la última parada, no tan cerca de la ruta 1, la autopista principal que me llevaría hasta el golden ring, mi primer objetivo turístico en la isla. Varado en medio de una diminuta comunidad rural, tuve que caminar un kilómetro de vuelta hasta la orilla de la carretera, donde no aguardé más de dos minutos para coger mi primer ride. El conductor me dejó apenas un kilómetro más al norte, al costado de una glorieta, donde la bifurcación derecha dirigía hacia la ruta 36, donde el golden ring comienza. El ‘círculo dorado’ es una de las rutas turísticas más famosas de Islandia. Las carreteras que lo componen forman un anillo que rodean parte de la falla tectónica que atraviesa Islandia y que, sin siquiera alejarse mucho de Reikiavik, poseen parte de las maravillas naturales más célebres del país. La primera parada era el parque nacional de Þingvellir (pronunciado en inglés como Thingvellir), donde un valle de cañones pone al desnudo la deriva continental. La ruta 36 llevaba directo hasta Þingvellir, y por suerte, una afable señora se detuvo por mí al comienzo de la autopista. Aunque no llegaría hasta el parque, su granja se encontraba unos kilómetros al este, uno de los últimos lugares poblados al lado de la autopista. Su inglés era bastante claro, y con ello me contó algo que no me reconfortó demasiado. Acababa de escuchar por la radio que el pronóstico del tiempo no anunciaba muy buen clima. Tormentas con fuertes ráfagas de viento azotarían el sur de Islandia durante los próximos días (sí, justo donde yo estaba), y varios centímetros de nieve caerían en zonas altas de la isla. Una tormenta a tan corta distancia del círculo polar no era una idea divertida. Y teniendo en cuenta que las siguientes siete noches dormiría dentro de una casa de campaña, la incertidumbre era algo aterradora. Justo en la entrada de su granja equina, di las gracias a la señora y bajé de su vehículo. El cielo estaba entonces bastante nublado, y con lo que recién había escuchado sobre el clima que podría avecinarse, supe que el tiempo era oro para conseguir un último ride que me llevara hasta el valle Þingvellir. Aunque los hermosos caballos islandeses están acostumbrados a las ventiscas árticas con su lanudo cuerpo, el crudo frío no es lo más reparador para un mochilero. Pero era justo lo que esperaba de Islandia, y mi ardua preparación con ropa térmica, botas todoterreno y un abrigo rompevientos fue entonces de agradecerse. Hallarme en medio de las montañas que orillaban la carretera a la total interperie me hizo al fin darme cuenta que estaba en Islandia, donde nadie puede tomarse el clima a la ligera. Eran casi las 2 de la tarde para entonces, y un número muy reducido de coches era el que había visto conducir hacia el este. Aunque las visitas a Þingvellir son muy comunes, no muchos islandeses viven por aquella zona. Así que mis esperanzas se limitaban a los turistas que, por alguna razón, se dirigieran al valle a tan avanzada hora del día. Tras sesenta minutos de paciente espera con nada más que montañas y caballos a mi alrededor, una pareja se detuvo y me ofreció subir. Por suerte, eran turistas provenientes de Serbia y Bosnia y Herzegovina, y su destino era precisamente Þingvellir. Conforme fuimos avanzando los riachuelos se iban haciendo cada vez más corpulentos, alimentados por el deshielo de los picos nevados que nos rodeaban. Aunque la niebla y los densos nubarrones negros nos intimidaban, nos mantuvimos optimistas. Aún así, no tardé en hacerles saber sobre el pronóstico del clima que había llegado a mis oídos. Nosotros también acamparemos esta noche, así que esperemos que todo mejore —me dijeron esperanzados—. No cabía duda de que la mejor forma de recorrer Islandia era conduciendo un automóvil. Deternos en cualquier punto para capturar una postal de su espléndido paisaje estaba a la altura del pedal de freno. Los musgos sobre la piedra volcánica y la hierba baja nos daban un primer adelanto del valle de Þingvellir. Pero unos kilómetros delante el lago Þingvallavatn, el más grande de Islandia, nos dio la verdadera bienvenida al parque nacional. La geografía de Islandia es fácil de entender desde un punto de vista lógico. El centro de la isla posee las tierras altas, con montañas, glaciares y nieve, mientras que la costa, aunque puede ser escarpada, posee las tierras bajas y climas más templados. Al habernos adentrado un poco hacia las tierras centrales, las montañas se alzaban con ímpetu frente a nosotros. Por suerte, no sería necesaria subir para disfrutar de Þingvellir. A la entrada del parque nacional, justo antes de que un camino de terracería nos adentrara en el valle, visualicé un centro de visitantes. Sabía que sería el sitio perfecto para acampar. Islandia suele contar con campings equipados con baños, electricidad y cocinas por todo su territorio, y nada mejor que la seguridad que brinda un centro de visitantes. Ya que la pareja bosnio-serbia no sabía si harían noche o seguirían de largo su camino, decidí bajar de su coche con mi mochila al hombro. Por mi parte, prefería disfrutar del parque nacional y acampar allí esa noche. No pensaba arriesgarme tierra adentro bajo aquel sospechoso y nublado cielo. Þingvellir fue un primer gran ejemplo de lo que es Islandia. Su terreno volcánico y rocoso con hierbas y arbustos bajos es la imagen típica que suele apreciarse en gran parte de la isla. Uno de los hechos más difíciles de enfrentar en Islandia es que es un país sin árboles. Vaya, sí los hay, pero en cantidades insignificantes. Cuando los primeros colonos poblaron la isla, talaron la mayoría de los bosques para poder construir sus casas con la madera, sin saber que aquella deforestación condenaría al país de por vida. Aunque en la actualidad el gobierno ha llevado a cabo un programa para reforestar Islandia, en un lugar tan aislado y con un clima tan hostil como aquel, no es una tarea nada fácil. Solo el 5% de Islandia cuenta con bosques. Aun así, los verdes y vivos paisajes de pastizales y arbustos de Þingvellir eran dignos de nuestra admiración. Þingvellir fue declarado parque nacional desde 1928. Y aunque no lo parezca, al menos no ante los ojos de cualquiera que no sea un geólogo, el valle es realmente la falla que divide a la placa norteamericana de la placa euroasiática. De tal suerte que nos encontrábamos parados en el lugar exacto donde dos continentes se dividen. Tomó muchos años a la comunidad científica aceptar la teoría que afirma que los continentes se mueven, y que millones de años atrás todos los continentes se hallaban unidos en uno solo, llamado posteriormente Pangea. Pues bien, Þingvellir les ha dado a los geólogos un claro ejemplo de que la deriva continental es real. Y el cañón Almannagjá lo demuestra. Caminar en aquel cañón es caminar entre dos mundos. América al oeste y Europa al este, separados solo por un par de metros. Y en efecto, las mediciones que se llevan a cabo cada año dejan en claro que el cañón se separa continuamente. Es decir, ambos continentes se mueven. El cañón Nikulasargja es otra de las fallas presentes en Þingvellir. Y este se encuentra atravesado por un río, que para entonces, corría con bastante fuerza desde las montañas. Aunque el arroyo baña las tierras bajas del valle y culmina en el lago Þingvallavatn, bastaba subir un par de escalones de piedra para maravillarse todavía más. El río Öxará escurre por los campos de lava y cuando se topa con el cañón forma una cascada de aguas cristalinas que rompía con fuerza sobre las rocas de magma petrificado. Aunque menuda y de poca altura, la cascada Öxaráfoss me dio mi primer acercamiento a las decenas de caídas de agua que recorren Islandia. Pero aquella no sería, sin duda, la más impresionante de todas. Þingvellir es un lugar hermoso, único, mágico. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2004. Sin embargo, aquel título no se lo ganó solamente por su incomparable belleza natural. Þingvellir es un sitio histórico de suma importancia para el planeta entero, pues allí, en medio de las rocas volcánicas y de dos continentes, se fundó la institución parlamentaria más antigua del mundo, el Alþingi. Aunque el parlamento es una herencia de la política romana, el Alþingi se distingue por seguir vivo hasta la actualidad. Fundado en el año 930, no mucho después de que los primeros colonos vikingos pisaron estas remotas tierras, el Alþingi se reunía cada año, cuando el lögsögumaður (hablante de leyes) recitaba las leyes y se resolvían las disputas. También eran los encargados de castigar a los criminales, ejerciendo el poder judicial en el país. De hecho, en vez de encarcelarlos, preferían ahogar a los juzgados como culpables en las heladas aguas del Öxará, en el llamado Drekkingarhylur (piscina de ahogamiento). De esta manera, puede decirse que Þingvellir es el lugar donde nació el estado islandés. Y de hecho, fue considerada su capital (aunque carente de edificios) por ser su centro político, y no fue sino hasta 1844 cuando se trasladó a Reikiavik. El recorrido por el valle de Þingvellir puede abarcar los extensos territorios del sur y bordear su lago, pero la mayoría de los turistas lo terminan en un centro de visitantes que se halla en la cima del cañón, desde donde se tienen vistas increíbles del lago Þingvallavatn. Aunque el cielo seguía nublado, no había señales de ráfagas de viento que se avecinaran hacia el parque. Eso me dio un poco más de tranquilidad. Así que di las gracias a mis conductores, quienes siguieron su camino por el golden ring. Descendí el cañón y caminé hacia la entrada del parque nacional, donde un empleado del centro de visitantes me dijo que podría acampar de forma segura. No eran más allá de las 6 de la tarde cuando llegué al camping. Había un un grupo de tiendas ya instaladas sobre el césped. Y ya que la compañía en un solitario viaje siempre viene bien, decidí colocarme junto a ellos. Islandia es uno de los países más amigables con los campistas. Al costado de la carretera y cada pocos kilómetros, siempre habrá un camping a la vista, algunos mejor equipados que otros. Aquel en Þingvellir contaba con baños, regaderas con agua caliente, una cocina al aire libre (aunque techada) y hasta una lavandería. Los islandeses están tan acostumbrados a la honestidad y buena voluntad que no se acercan al campista para cobrarle el derecho de piso y los servicios (que a pesar de todo, suele ser un precio bastante alto, de unos quince euros por noche). Al contrario, esperan que el campista se acerque a pagar al mostrador. En algunos campamentos, incluso, no existe trabajador alguno, y una simple caja en forma de buzón es el lugar donde los campistas deben depositar su dinero de forma voluntaria. Ya que aquella tarde los trabajadores estaban cerrando el centro de visitantes, decidí esquivar el pago. Sabía que no era lo correcto, pero vamos, Islandia es un país bastante caro. Y solo alimentarme era una ardua y costosa tarea. Unos minutos más tarde un coche se estacionó. Kiki era una estudiante de California que viajaba sola por Islandia en su pequeño auto. Colocó su tienda de campaña junto a la mía y me hizo compañía mientras preparábamos algo para la cena. La incógnita sobre los dueños del resto de las tiendas se resolvió cuando apareció un grupo de 13 universitarios con su profesor de geología. Curiosamente, también venían de California. Menos mal que aquella noche no estaría solo, y nada mejor que la compañía de aquellos simpáticos y animados californianos. Tomamos la cena juntos y pasé la noche escuchando sus recomendaciones sobre la isla. Ellos iban terminando su viaje por Islandia y volvían al siguiente día a Reikiavik. Aunque no sabía si atreverme a llamar aquello como “noche”. En plena primavera, el sol se ocultaba en Islandia a las 11 pm, mientras se asomaba en el horizonte desde las 4 am. El control del sueño con horas de sol tan irregulares era difícil, y sería normal entonces dormir solo cuatro o cinco horas al día. Finalmente, me preparé para pasar mi primera noche entre las montañas y los valles islandeses. Pero mi tranquilidad y profundo sueño serían interrumpidos brusca y súbitamente por la hostilidad del Ártico. Era solo el comienzo de mi aventura.
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