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  1. Cuando nuestros muros de Facebook e Instagram se ven abarrotados por fotos de nuestros últimos viajes la mayor parte de nuestros contactos creen que se trata de viajes que han sido planeados con mucha cautela, y por los que hemos pagado una gran cantidad de monedas. La realidad suele ser muy diferente La comunidad de viajeros estaría de acuerdo en afirmar que el mayor porcentaje de nuestros escapes son eso, una fugaz marcha a nuestros impulsos que apenas unos días o semanas antes han sido concebidos en nuestras cabezas Para mí, la mejor forma de planear un viaje es mirar mi calendario para saber qué días tendré libres, y cuál es el vuelo o ticket de bus que más barato hallo para tal fecha. Pero algunas veces simplemente no sucede así. Muchos de los turistas que llegan a México, sea por dos semanas o un año entero, planean pasar al menos dos noches en las playas de Cancún y la Riviera Maya. Es un destino caro, y enteramente hecho para los turistas. Pero es hermoso, de eso no hay ninguna duda. Cuando supe que viviría en España seis meses no pude evitar pensar, al igual que la mayoría de los turistas, en visitar la paradisiaca isla de Ibiza, la capital mundial de la fiesta. Playas, mediterráneo, música electrónica, las discotecas más grandes y famosas del mundo. No muchos podrían resistirse a ello Sin embargo, con solo imaginarme lo caro que sería resistí toda tentación desde poner el primer pie en la Iberia Pero conocer en Madrid a Óscar, oriundo de mi ciudad natal, sería el acto que cambiaría ese destino Óscar haría el mismo programa que yo. Estudiaría un semestre en Valencia, mientras yo lo haría en Galicia. De costa a costa, la distancia entre nosotros no era nada corta, pero no dudaríamos en vernos si teníamos la oportunidad. Valencia es una cálida ciudad en la costa este de la península, famosa por sus fiestas (las fallas) y sus extensas líneas de playa. Tercera ciudad más poblada de España y una de las de mayor afluencia turística en el país. Pero con todo ese encanto no lograba atraer mucho mi atención Pero hubo algo que lo cambió. La asociación ESN (Erasmus Student Network) de Valencia organizó un viaje estudiantil a Ibiza para los primeros días del mes de octubre. 4 noches y 5 días de hotel; viaje redondo en ferry de Valencia a la isla; descuentos en las entradas a los bares. Y todo por 160€ Sería Óscar quien me persuadiría a apartar mi lugar. Las dudas daban vueltas y más vueltas en mi cabeza. El vuelo a Valencia no saldría tan caro. Tendría que tomarme cuatro días de asueto en la escuela. Pero estaba en España, con dinero y juventud. Vamos, seguro no era el único que lo haría Más una vez con todos mis gastos primarios pagados, Óscar me confesó que él no iría Había contado bien su presupuesto y simplemente no le daba para más ¿Algo le haría pensar que mis cantidades eran superiores a las suyas? Quizá. Pero algo era seguro. No había reembolso, y mi viaje a Ibiza, aunque fuera solo, ya estaba agendado El viaje tenía una razón: asistir a las Closing Parties en los mejores clubes de la isla. Dado el caso, partiríamos en el ferry el primer día de octubre. Por ello, a finales de septiembre llegué a Valencia con algo de temor. Había recibido muchos comentarios sobre la aerolínea Ryanair. Algunos buenos, algunos malos. Fueran lo que fueran, era sin duda la aerolínea más barata de toda Europa. Y pagar 65€ por un viaje redondo de Santiago a Valencia me lo demostró Así, sobreviví a mi primer vuelo lowcost en Europa, para llegar a Valencia un soleado miércoles por la tarde. A penas al salir del metro supe que no necesitaría más de mi abrigo y mis pantalones largos La inmensa humedad y alta temperatura en pleno otoño me retornó por un instante a Veracruz. Y la verdad es que poco extrañaría la incesante lluvia de Santiago de Compostela. A petición de Óscar fui recibido por su buena amiga Sofía, una chica chilena que realizaba su intercambio en la Universidad de Valencia. Después de comer un exquisito Kebab (nada estrictamente valenciano ) caminamos al apartamento de Óscar, donde nos encontramos con él y sus compañeras de piso. Antes de que el sol se ocultara Óscar decidió mostrarme uno de los mayores atractivos valencianos: la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Junto al viejo río Turia (de cuyo cauce ya no queda casi nada) se alza este complejo arquitectónico futurista, que es uno de los más importantes encuentros de arte moderno en todo el mundo. Sus figuras y colores lograron transportar a mi mente a un lugar que nunca conocí en un tiempo que nunca viví. Prácticamente, algo fuera del mundo actual El lugar está compuesto por varias construcciones de exteriores algo similares. Cada uno alberga atracciones culturales, artísticas y de entretenimiento para todos los gustos y las edades. Desde l’Hemisfèric, un planetario con una gigantesca sala IMAX, hasta el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe, con una estructura que se asemeja al esqueleto de un enorme dinosaurio. El sitio alberga también al Oceanográfico, el acuario más grande de Europa, donde se dan cabida especies marinas de todos los ecosistemas posibles, desde los humedales y el Mediterráneo hasta las heladas aguas antárticas. Por desgracia el acceso, como era de esperarse, no era del todo barato, y tuve que limitarme a contemplar todo por fuera Cada edificio se rodeaba por un cuerpo de agua, donde sus perfectas siluetas eran reflejadas con la cada vez más tenue luz del sol, incluyendo al paseo botánico l’Umbracle, desde donde podía verse la totalidad del campo artístico. Regresamos andando al apartamento, donde las amigas de Óscar nos hicieron pasar la noche al puro estilo latino, tomando clases de salsa gratis en uno de los clubes cercanos. Es extraño cuando uno quiere sentir lo estrictamente nacional y termina bailando canciones colombianas. En fin, la atracción de los españoles por la cultura latina es algo innegable Al siguiente día, antes de partir a la isla a la medianoche, me dedicaría exclusivamente a conocer el centro de la ciudad, lo que incluía toda la zona vieja de Valencia. Al igual que muchas ciudades españolas, Valencia fue fundada por los romanos siglos antes de Cristo. Aunque pocos vestigios queden de su presencia en esta zona costera. A la caída del imperio varios pueblos habitaron sus tierras. Visigodos, musulmanes, judíos y cristianos. Por supuesto, la mayoría de las edificaciones remanentes datan del reino cristiano. Aunque Galicia parecía tener su lado separatista, sumamente orgullosos de su lengua y su raíz, Valencia me dejó con los ojos en claro. Sinceramente, no tenía idea de que otro idioma era hablado allí El llamado valenciano. No es más que una especie de dialecto del catalán, lengua romance hablada en la costa este de España. Así, era normal mirar en las calles nombres hispanos/catalanes que, para mí, lucían como una combinación de castellano con francés. Así mismo, observar la bandera valenciana (muy parecida a la bandera catalana) ondeando en lo alto de los tejados no era algo por lo cual extrañarse. El centro de Valencia posee edificios construidos en muchas etapas de su historia, desde la reconquista cristiana hasta el siglo pasado, por lo que presenta estilos arquitectónicos muy variados. Pude encontrarme con algunas casonas con elementos muy cercanos al mudéjar (lo que revela el legado del Califato en la ciudad) o de estilos bastante renacentistas. Las múltiples parroquias denotaban fachadas románicas con los característicos colores arenosos de todo pueblo hispano. Y las construcciones neoclásicas resaltaban el contraste de la ciudad. Pero la joya de su casco viejo es sin duda la catedral. Esta iglesia de pinta gótica es uno de los símbolos de la ciudad, cotizando hasta la entrada a su interior a un moderado precio, mismo que pude esquivar haciéndome pasar por un católico ferviente El campanario de la catedral es conocido como el Miguelete, antigua torre datada del remoto siglo XIV. Su peculiar forma y su dominante altura de más de 60 metros la hacen una de las postales más famosas de Valencia. Pero quizá no hay algo más famoso de Valencia que su exquisita paella, conocida hasta mis tierras como la mejor de España. Y no pudiendo irme sin probarla, compré un plato en un pequeño puesto de calle, donde comí la paella más deliciosa de todo mi viaje (sin menospreciar la que la madre de mi amiga Henar me cocinó en Madrid ). Volvimos al piso de Óscar por mis cosas y al anochecer me acompañó a la oficina de ESN Valencia, donde conocería mis nuevos compañeros de viaje con quienes partiría pronto a la isla de ensueño Pueden ver el resto de las fotos aquí:
  2. El verano seguía su curso habitual, rebasando cada noche de manera tan pronta que no contaba en ninguna circunstancia mis días transcurridos en la península española. Bajo el acojo de la linda casa de Henar y su familia en el barrio de Carabanchel, me ensimismaba poco a poco en el modo de vida madrileño, que a mi parecer, comparado con la capital mexicana, lucía mucho más relajado Pero mucho ignoraba todavía de todo lo que resguardaban aquellas fronteras mediterráneas, a pesar del gozo de vivir con un historiador recién graduado, y de su tío propietario de un enorme aposento plagado de libros y películas ibéricas. Galicia sería quien me asilaría por los próximos cuatro meses, y el día de partida se aproximaba cada vez más. Así que antes de pirar al norte Henar me propuso visitar un último sitio, acervo de decenas de maravillas imperdibles. En Castilla La Mancha, la árida tierra del Quijote, comunidad vecina de Madrid, se esconde al borde del río Tajo una ciudad que una vez alojó al que fue el imperio más grande del mundo. Antes, durante y después de su invasión por parte de los moros, albergó a tres pueblos que convivían a pesar de sus diferencias, al igual que a la antigua capital de una intangible y desunida España. Así es, España tuvo otra capital antes de Madrid: la milenaria ciudad de Toledo. Aquella tarde condujimos 70 km al sur para cruzar a la frontera manchega. Paisajes similares a la otra Castilla se asomaban por las ventanas, dejando al desnudo una extensa y estéril meseta, cuya urbanización alejaba de mi mente la imagen que de La Mancha tenía. Adivinaron, molinos de viento y vastos sembradíos No tardamos demasiado en adentrarnos a la provincia, y la ciudad de Toledo no demoró en dejarse ver. No fue muy difícil identificarla a primera vista. La población se emplaza sobre una colina, cuya parte más alta la domina el centro histórico. Y fue desde entonces que creí en las advertencias que había hecho Henar: caminar en Toledo es muy cansado Al entrar en el coche y aparcarlo a la orilla del centro, advertí el pronunciado ángulo de inclinación de la mayoría de sus calles. Desde entonces supe que sería una dura y agotadora jornada Mi primera impresión de Toledo fue, nuevamente, que me estaba sumergiendo en una ciudad medieval. Sus paredes de piedra en tonos beige que encerraban estrechos callejones me daban la sensación de encontrarme en una antigua villa amurallada. Con la ausencia de Álvaro (hermano de Henar), quien se había convertido en mi mentor de la historia española, nos propusimos aprender lo más que pudiésemos sobre Toledo con los recursos que teníamos a la mano. Y el mejor de ellos era sin duda el Museo del Ejército, alojado en uno de los símbolos de la localidad: el Alcázar de Toledo. Como ya me venía acostumbrando, no me sorprendía encontrar en otra ciudad española un alcázar, palabra que por cierto proviene de los árabes que se instalaron en la península: Al-Qasar, que significa fortaleza. Además, después de haber tenido al Alcázar o Castillo de Segovia frente a mis ojos, ya pocos podrían hacerme flipar* de la misma forma. *Expresión española para sorprenderse. Sin embargo, es una de las razones por las que vale la pena visitar sus interiores y dejarse instruir por sus ancianos muros de resistente piedra Como bien ya dije, Henar y yo entramos al Museo del Ejército. Aunque puede sonar un poco intimidante y aburrido (lo mismo pensaba yo) fue mi mejor opción para empaparme de una clase de historia general. Cabe destacar que Toledo siempre ha sobresalido en España y el mundo por su exquisita industria espadera y de artillería, que se remonta a tiempos de los romanos. No es de extrañarse, por tanto, que cada rincón de la ciudad y, por supuesto, del Museo del Ejército, esté plagado de auténticas armaduras y armamento antiguo. Pero la esencia del museo va mucho más allá de sólo exhibir armazones medievales. Sus pasillos están repletos de interactivas clases sobre la historia de toda España, desde su confuso nacimiento a partir de los reinos visigodos, pasando por la dura invasión musulmana, hasta la reciente y cruel Guerra Civil Española. Fue, quizá, ésta última la que convirtió al Alcázar en una efigie de la nación, al haber sufrido un dramático y célebre asedio por parte de las fuerzas republicanas durante la guerra. El futuro dictador Franco haría de este suceso un símbolo del nacionalismo, que utilizaría como propaganda política durante las décadas de su mandato Así, comprendí que aquel edificio no estaba allí como un bello y ostentoso adorno de la villa manchega. Desde sus tiempos como templo romano hace 18 siglos hasta el traslado del museo de infantería a sus salones, había logrado sobrevivir a una infinidad de intrincados acontecimientos, que lo convirtieron en uno de los alcázares más famosos del país El castillo se posa en uno de los puntos más alto de Toledo, exactamente junto al arrollo. Por ello, al finalizar el recorrido, no dudamos en fotografiar las tierras al este de la ciudad que se divisaban a través de sus amplios ventanales Sintiéndonos todos unos eruditos en el tema, descendimos por el resto del centro de la ciudad para perdernos en su mar de historia. Las irregulares callejuelas de Toledo denotaban sus añejos orígenes godos. Si bien los romanos fueron quienes se establecieron en un principio, fue con el reino visigodo que la ciudad tuvo un vasto esplendor, convirtiéndose en su capital. La llegada de judíos y la posterior invasión musulmana de la península convirtieron a Toledo en una ciudad pluricultural, donde tres pueblos de distintas razas y religiones convivieron durante muchos siglos: cristianos, moros y judíos. Por ello, llegó a ser apodada “La ciudad de las tres culturas”, sobrenombre que sobrevive hasta el día de hoy. A pocos metros al oeste del Alcázar se podía ver ya la elegante silueta de la mayor torre de la villa. Por supuesto, perteneciente a la Catedral de Toledo. Nuestro arribo por su lado norte nos posó frente a una de sus bellas fachadas. La puerta del reloj tenía algo en particular: elementos neoclásicos que combinaban contrastantemente con el resto del estilo gótico del templo. Y lo más encantador era su ubicación que daba a un callejón, reservando su acceso sólo a los más exploradores que, como nosotros, llegaban por azar a tan agraciado pórtico Sólo al rodear la capilla contigua en forma de U dimos con su fachada frontal, ubicada justo en la Plaza del Ayuntamiento. Empezaba a comprender que el antiguo Imperio español no siempre siguió la misma corriente arquitectónica en la traza urbana de sus ciudades, misma que los centros históricos de las ciudades mexicanas y latinas me hacían creer por su invariable similitud: Toda plaza de armas (o zócalo, como se le llama en México) cuenta con un parque cuadrado o rectangular central adornado por un kiosco en su núcleo, orillado siempre por el ayuntamiento y la catedral. Y en el caso de las capitales, el palacio de gobierno. Así, el resto de las cuadras contiguas se trazaban siguiendo el mismo patrón, lo que hace de la mayoría de los centros históricos en México planos simétricos y lineales. Pero las ciudades que había podido visitar hasta ahora en España funcionaban de forma diferente, con calles irregulares que formaban un laberinto curvilíneo en toda su extensión Y sobre todo, con dos tipos de plazuelas que podrían llamarse centrales: la Plaza del Ayuntamiento y la Plaza Mayor, que antiguamente se destinaba a instalar los mercados locales. Por ello, me era extraño toparme con plazas públicas frente a una catedral que no estuvieran atestadas por vendedores ambulantes y comercios batallando por abordar al mejor cliente. Al contrario, me hallaba bajo una tranquila y plácida arboleda disfrutando del cálido día… y sobre todo, admirando a la Dives Toletana La cara frontal de la iglesia dejaba ver una impecable obra maestra del gótico de finales del Medievo, con una puerta de arco en punta y saturados detalles que me recordaban al mudéjar, el arte que yo apodaba el árabe-español Pero sin duda alguna lo que más resaltaba ante los ojos de cualquiera era la imponente torre del campanario de casi 100 metros de altura Sus columnas puntiagudas me traían a la mente a la catedral de Segovia, de la que había sido testigo apenas unos días atrás. Pero ésta, ésta marcaba su identidad por cada una de sus partes, sin tener que competir por título alguno. Decidimos acercarnos a la puerta sur de la iglesia para recibir informes sobre el acceso a los visitantes. Pero nuevamente el turismo español me decepcionaba: sólo era posible pagando una cuota de 8 euros por persona El hecho de que se cobrara por entrar a un templo que sigue siendo sede de una importante archidiócesis era algo simplemente inconcebible (aún cuando yo no sea católico). Pero mi experiencia me enseñaría a colarme a las iglesias españolas sin tener que pagar un centavo ? lamentablemente en Toledo no había reforzado mis destrezas lo suficiente y pasé de la catedral para seguir conociendo la ciudad. Apenas dos cuadras al oeste llegamos a una más de las múltiples iglesias de Toledo, la parroquia jesuita de San Ildefonso. No parecía tener nada especial de lo que el resto careciera, pero algo nos llamó a su interior: su ubicación perfectamente alta Por una mínima cantidad (mucho más baja que la de la catedral) accedimos a la iglesia, que entonces se encontraba completamente vacía. Escudriñándonos por las puertas a los lados del retablo, subimos las escaleras y encontramos el camino por nosotros mismos, hasta llegar al órgano de la capilla, donde otra escalera nos llamaba. Ignorando completamente si aquello estaba permitido o no, continuamos nuestro ascenso hasta lo más alto de uno de los campanarios. Y saltando un alambrado conseguimos la mejor vista que de Toledo pudimos pedir Aceptando nuestro temor en lo alto de aquella torre, miramos hacia abajo para admirar a la ciudad en toda su plenitud De oeste a este los techos de teja y el posterior paisaje de áridas colinas eran sumamente opacados por los dos mayores símbolos de Toledo: la torre de su catedral y el enorme Alcázar. La desigual figura de la localidad y sus calles se veían iluminadas por los vivaces rayos solares que me dieron el mejor retrato de la milenaria metrópoli. Cautelosos de ser avistados, Henar y yo abandonamos en silencio la torre y descendimos por el mismo recorrido hacia la capilla, dejándola atrás para recorrer los últimos reductos de Toledo. Como muchas de las villas medievales, Toledo estuvo amurallado durante varios siglos. Y como toda fortaleza, poseía varias puertas que permitían el control de entrada y salida de la ciudad. Algunas de las más famosas aún permanecen en pie, como la Puerta de Cambrón al oeste y la Puerta de Nueva Bisagra al norte. Aún así, la ciudad por sí sola se protegía de sus enemigos con una barrera natural que pocos podrían cruzar: el río Tajo. En la parte occidental llegamos al barrio de la Judería, anunciado por placas conmemorativas del antiguo vecindario. Tristemente, y como no es de sorprenderse, los judíos fueron expulsados de Toledo y toda España durante el reinado de los Reyes Católicos Los que permanecieron dentro de la Hispania tuvieron que bautizarse y convertirse al cristianismo, aunque muchos siguieron profesando su religión a escondidas, siendo así objeto de persecución y ejecución por parte de la Inquisición española No obstante, hasta hoy se conservan algunas antiguas sinagogas, siendo la más conocida la Sinagoga del Tránsito, que a simple vista daría la ilusión de ser una mezquita por su incomparable arte mudéjar. El centro histórico de la ciudad de Toledo fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO hace 30 años, y cada pequeño rincón lo merece, no solamente por su belleza, sino por su amplia importancia histórica. No cabe duda de por qué Carlos I la convirtió en la capital de la Corte de Castilla y del naciente imperio español Y debo admitir que pudo sorprenderme mucho más que la nueva capital ibérica, a la que Henar y yo volvimos para preparar mi partida hacia la que sería mi nueva ciudad de residencia: Santiago de Compostela…
  3. Hacer planes en Alemania se había convertido en una tarea meramente complicada. Aunque confiar en los alemanes es una tarea evidentemente sencilla, hacer lo mismo con los sistemas de transporte no lo es. La ciudad de Stuttgart, capital del estado federado de Baden-Wurtemberg, se encuentra a solo 40 km de Tübingen, donde había pasado mi fin de semana junto a Ülrich. Si bien su recomendación fue no “desperdiciar” tiempo en Stuttgart, decidí pasar aunque sea un día en la ciudad. Después de todo, quedaba obligadamente a mi paso. Stuttgart era el lugar de residencia de otro couchsurfer al que había hospedado en México meses antes: Thomas, quien estudiaba una maestría en ingeniería de energías renovables. La ciudad es un ejemplo en calidad de vida e innovación sustentable, junto con muchas otras del sur de Alemania. Como muchos otros universitarios alemanes, Thomas vivía en un diminuto cuarto, parte de un complejo habitacional para estudiantes. Y su espacio y disponibilidad para alojarme no eran suficientes. Encontrar otro hospedaje en Couchsurfing no fue fácil. Pero los viajes públicos dieron buenos resultados, específicamente durante aquel viaje centroeuropeo. Así, recibí una invitación de Moritz, otro estudiante universitario, para quedarme en su dormitorio. Pero se trataba de una invitación bastante particular. Moritz se encontraba de viaje en Italia. Su cuarto había quedado solo por unos días, y su noble corazón no quiso desperdiciar esa disponibilidad para hacerme pagar un hotel durante mi estadía. Fue la primera vez que un couchsurfer se ofrecía a hospedarme sin siquiera poder conocerlo en persona. No me lo podía creer. Pero restaurar la confianza en la humanidad es precisamente uno de mis objetivos en Couchsurfing. Y vaya si los alemanes sabían cómo hacerlo. Fue así como Moritz me dejó instrucciones a mí y a su amigo Farzad, a quien le había dejado las llaves y con quien me encontraría en la estación de S Bahn más cercana para guiarme a su casa. La cita era el sábado por la noche a las 9 p.m., minutos después de que mi bus estaba programado para llegar a Stuttgart. Pero Flixbus, la empresa alemana de bajo costo con la que había hecho la mayoría de mis trayectos, parecía funcionar a la perfección en el resto de los países. Menos en Alemania. Y aquella tarde en la estación de Tübingen, mi autobús llegaría con una hora de retraso, como ya no era sorpresa para mí. Me apresuré a usar el wi-fi del autobús y avisar a Farzard que llegaría un poco más tarde. —Avísame cuando vayas llegando a la estación de Stuttgart —me dijo—. Así yo calcularé el tiempo para esperarte en la estación de tren. Accedí a su petición al no encontrar ningún inconveniente en ello. Pero a mitad de la carretera, cuando la oscuridad había ya caído sobre todos, el autobús se detuvo en un aparcamiento y todos comenzaron a bajar. Parecía que la escena de mi tren a Múnich se repetía. Pero esta vez no volvería a perder mi bus, pensé. La gente comenzó a abordar un camión que estaba al lado, encendiendo ya sus motores para arrancar. Todo era confuso, y las incognoscibles frases en alemán pasaban de un lado para otro. Una vez de vuelta en el camino, aquel inconveniente que creía ausente se manifestó. El nuevo autobús no tenía wi-fi. Todo parecía ir en mi contra cuando de transportarme en Alemania se trataba. Pero siempre hay una solución para todo. Y la escala en el aeropuerto de Stuttgart me la dio. Una intensa red de internet con la que rápidamente avisé a Farzard mi ubicación. Y con una enorme incertidumbre, quedé de verlo en la estación S Bahn 40 minutos más tarde. A pesar de mi indeseable impuntualidad (más bien, la del autobús), Farzard esperó pacientemente y me llevó hasta el apartamento de Mortiz. Un edificio estudiantil al este de la ciudad, muy cerca del río Neckar. La sensación fue extraña. Entrar a un cuarto donde nadie me esperaba. Un lugar donde nadie me conocía y donde nunca antes había estado. Un par de estudiantes me vieron cuando fui al baño. Y solo asintieron con la cabeza, en motivo de saludo. Muchos de ellos eran extranjeros, incluido Farzard, quien había nacido en Irak. Las banderas en sus puertas y la increíble variedad de comida en la cocina denotaban un ambiente afable e internacional. Avisé a Moritz que ya había llegado. —Ponte cómodo y coge lo que quieras del refri —me dijo—. Intenté no abusar de su hospitalidad y me dediqué exclusivamente a dormir. A la mañana siguiente salí temprano de la habitación. Tras tomar un desayuno y una merecida ducha, tomé el tren al centro de la ciudad, donde un típico y pacífico domingo me esperaba sin mucho que hacer. La Hauptbahnhof, estación central de Stuttgart, me dio la bienvenida al casco histórico, donde algunos pequeños negocios y la oficina de turismo abrían para recibir a los pocos visitantes. Pronto un área verde detrás de los comercios llamó mi atención y al lente de mi cámara. El Oberer Schlossgarten son los antiguos jardines reales, donde el sol iluminaba el Teatro Estatal de Ópera y la fachada norte del palacio real. Las musas griegas en mármol me dirigieron hasta la Schlossplatz, la plaza central de la ciudad. Las agudas vibraciones vocales de una chica resonaban por toda la explanada. Intentaba ganar algunos euros interpretando las melodías de Adele. Y como es común en las plazas públicas, no era la única intentando ganar dinero. Otro sujeto entretenía a los niños con burbujas de jabón que flotaban en todas direcciones. El obelisco, que conmemora al rey Wilhelm, se posa en medio de la plaza, entre un antiguo edificio parlamentario y el llamado Palacio Nuevo de Stuttgart. El Neue Schloss, de estilo barroco, sirvió en el siglo XVIII y principios del XIX como residencial de los reyes de Wurtemberg. Stuttgart es actualmente capital del estado Baden-Wurtemberg. Pero por muchos siglos, ambos estados estuvieron separados independientemente como el Ducado de Baden y el Reino de Wurtemberg, que evolucionó de condado a ducado, y posteriormente a reino. Todo esto puede ser muy complicado de entender, ya que Alemania como la conocemos hoy, no se formó sino hasta los tardíos años del siglo XIX. Nadie puede negar, sin embargo, que Stuttgart fue una ciudad próspera e importante dentro del Sacro Imperio Romano Germánico y del posterior Imperio Alemán. Tanto que, durante la partición de las dos Alemanias en la Guerra Fría, Stuttgart compitió contra Fráncfort y Bonn para ser la capital de la Alemania occidental. El palacio real es hoy solo el recuerdo de las épocas monárquicas de lo que vivió el territorio alemán en su momento. Aunque se sigue utilizando como sede de algunos ministerios. Y a pocos pasos del Palacio Nuevo me encontré con el Castillo Antiguo de Stuttgart, cuya fachada renacentista no remonta precisamente al medievo, época en que fue construido, sino al Renacimiento. Las grandes aspiraciones de muchos de los reinos e imperios europeos hacían a las familias reales abandonar aquellos antiguos alcázares de piedra y mudarse a los enormes e imponentes palacios que mandaban a construir con las riquezas de su estado. Stuttgart es solo otro de muchos ejemplos así. El castillo me abrió paso a la Schillerplatz, una plaza mucho más menuda y discreta, flanqueada por antiguas casas y la Stiftskirche, una famosa iglesia evangélica. Había quedado con Thomas de verlo por la tarde en su apartamento, para luego reunirnos con sus amigos. Y como todavía tenía mucho tiempo de sobra y pocas ideas de qué hacer, me dirigí a una de las atracciones más visitadas de la urbe. El Museo Mercedes-Benz. Stuttgart es la sede de la compañía automovilística multinacional que se dice responsable de la invención del automóvil. Y como casi todas las marcas de automóviles en el mundo, ha creado su propio museo para exhibir sus modelos a lo largo de la historia. El Museo Mercedes-Benz es increíble desde el momento en que uno se para enfrente. Su arquitectura ultramoderna se impone desde varios metros a la redonda, haciéndose notar ante todos. Entonces me di cuenta de que el centro histórico estaba vacío porque la mayoría de los turistas vienen a Stuttgart por el Mercedes. La fila era enorme. Quizá debí haberme anticipado un poco más, pensé. Casi una hora más tarde, pude comprar mi ticket de entrada. Me introduje en el flamante museo y tomé el elevador al último piso, donde comienza el recorrido perfectamente diseñado. Alemania fue uno de los países que más rápidamente se adaptó a la Revolución Industrial. Si bien el Reino Unido fue la cuna de dicho movimiento que marcó el comienzo de la Era Moderna, en la segunda mitad del siglo XIX Alemania, Francia, Estados Unidos y Japón fueron rivales que pronto se convirtieron en potencias mundiales gracias a su industrialización. A partir de 1871 y hasta 1914, Europa vivió un periodo de paz y esplendor conocido como la belle époque. Las cuatro décadas se caracterizaron por la ausencia de guerras, la expansión del imperialismo europeo, el pensamiento científico sobre el teológico, el crecimiento económico capitalista y por un avance tecnológico nunca antes visto. El ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo y el teléfono fueron inventos que cambiaron el rumbo del mundo para siempre. La aristocracia poco a poco perdía el poder político ante la importancia que había cobrado la burguesía. La gente empezó a migrar a las ciudades y las necesidades mercantiles cambiaban día con día. En ese contexto, un empresario alemán llamado Carl Benz haría uno de los aportes más significativos al mundo moderno. Una de sus empresas, Benz & Cie, producía motores industriales de gas. En 1885 instaló uno de esos motores a un triciclo, que condujo por la ciudad de Mannheim. El año siguiente, Carl solicitó al gobierno alemán la patente de aquel triciclo, considerado el primer vehículo automotor de combustión interna de la historia. Tras la asociación con otros dos expertos en administración y ventas, se funda la empresa Daimler-Benz, convirtiéndose en los padres del automóvil. Muchas personas no creían en el invento, ya que la gasolina no era fácil de conseguir. Sumado a las bajas velocidades en comparación al ferrocarril, ya bastante usado en aquella época. El emperador Guillermo II de Alemania llegó a decir “Yo creo en el caballo. El automóvil no es más que un fenómeno transitorio”. Y aunque el caballo sigue formando parte importante del transporte de hoy, no cabe duda que Guillermo II nunca se imaginó lo que Carl y la Daimler-Benz acababan de crear. Las exposiciones universales formaron parte importante de la belle époque, ya que mostraron los grandes avances en la invención tecnológica y las últimas tendencias en el arte, además de la diversidad etnográfica de los vastos imperios europeos de la época. La exposición de París en 1889 fue una de las más importantes. Además de ser la fecha de inauguración de la emblemática Torre Eiffel, fue cuando Daimler-Benz mostró uno de sus primeros prototipos de automóvil al mundo entero. Tras ello, varios fabricantes de autos comenzaron a aparecer en el mundo, como la Ford, la Peugeot y la Renault. Aunque la compañía sigue teniendo el nombre de Daimler AG, la marca Mercedes-Benz es todavía más famosa. Y su historia es bastante atractiva. Un empresario austrohúngaro llamado Emil Jellinek, decidió convertirse en un vendedor de los autos DMG, llegando a ser su agente y distribuidor principal, debido al éxito de la empresa. En 1899 condujo sus propios autos en la “semana de la velocidad” en la Costa Azul francesa, que se celebraba cada marzo. Apodó a su coche “Mercedes”, siendo este el nombre de su hija. Tras la popularidad, siguió usando el seudónimo de Mercedes para todos los autos que vendía. La serie Mercedes llegó a ser tan famosa que pasó a reemplazar el nombre oficial de la compañía Daimler-Benz. Así nace Mercedes-Benz, famoso hoy por sus autos de lujo y camiones. El actual logotipo de la marca simboliza los tres espacios donde los motores Mercedes-Benz son exitosos: aire, tierra y mar. Los seis pisos de los que se compone el museo, por los que fui bajando poco a poco en una escalera espiral, explican la historia de la empresa y del automóvil, desde su nacimiento hasta la actualidad. Paulatinamente van mostrando los modelos que en cada época estaban de moda, desde los más rústicos y funcionales hasta los más lujosos y exclusivos. Cada piso posee una sala de exhibición temática, donde se muestran los coches Mercedes catalogados por su función. La sala de transporte público muestra, por ejemplo, la diversidad de autobuses que han transportado pasajeros alrededor del mundo. Desde la compañía nacional argentina de transporte hasta un camión urbano de Afganistán de los años 60s. La sala de modelos clásicos es un deleite para todo amante del automóvil. Coches que parecen haber sido sacados de una película de Hollywood. La sala de servicios públicos exhibe modelos tan exóticos de camiones de bomberos, ambulancias, patrullas policiacas o gruas remolcadoras. La sala de coches famosos contiene el Mercedes donde se transportaba la princesa Diana cuando sufrió el mortal accidente en el túnel de París, y el célebre papamóvil, en el que tantas veces se vio viajando al Papa Juan Pablo II. Los últimos pisos son el juguete preferido de todos. Los autos de carreras. En ellos se han ganado competencias de Fórmula 1, NASCAR e infinidad de rallys automovilísticos en todo el mundo, siendo uno de los más famosos el de Mónaco. En esos momentos no importaba mi escaso interés por los coches. Aquellos relucientes modelos me hacían anhelar conducir uno de aquellos increíbles ejemplares. 131 años de historia automovilística perfectamente resumidas en seis plantas hicieron del Museo Mercedes-Benz una muy buena inversión de tiempo y dinero en Stuttgart. Una mucho más divertida que un domingo en el centro histórico. Aunque reunirme con Thomas el resto de aquella tarde sería otra inesperada pero entretenida idea. Nos vimos en su casa cerca de las 4 de la tarde, para preparar una ensalada de tomate y dirigirnos al apartamento de uno de sus amigos. Se trataba de una fiesta sorpresa para uno de los chicos que pronto emigraría a Leipzig, una de las ciudades más trendy para los jóvenes alemanes hoy en día. El variado buffet de panes, aderezos, ensaladas, bocadillos y bebidas no fue lo más sorpresivo, sino encontrarme con una habitación llena de alemanes que bailaban forró, el famoso baile brasileño. ¿Alemanes bailando? Sí. Y vaya que sabían moverse. El forró es un conjunto de bailes que nacieron en el noreste de Brasil a principios del siglo pasado. En los últimos años se ha extendido su fama a varios rincones de Europa, siendo Stuttgart el punto principal de esta lejana danza. La ciudad alberga cada año el Festival de Forró de Domingo, el más grande del mundo, con más de 500 participantes. Mis ojos no podían creer que un grupo de rubios alemanes estuvieran descalzos en una sala con piso de madera juntando sus cuerpos sudados y moviendo sus caderas al son de ritmos latinos. Era sin duda lo que menos esperaba ver en mi viaje por Alemania. No quedaba nada más por hacer que pedir mi vaga participación en la clase. Y sin dudarlo, tomé a una pareja con quien bailar para imitar los pasos de la instructora. Thomas me presentó ante todos como un turista mexicano. Mis raíces latinas hicieron creer a todos que podía fácilmente mostrar mis mejores pasos. Pero el forró es algo que había visto solo en películas brasileñas. Nunca lo había bailado. Mover las caderas es algo no muy necesario en el baile, cosa a la que estoy acostumbrado con la salsa, la bachata o el reggaeton. El forró implica movimientos un tanto más lentos, aunque con la misma sensualidad que muchos de los bailes latinos. La cena y la bebida pasaron sin duda a segundo plano con las horas que pude practicar forró con aquel simpático e inusual grupo de alemanes. Ellos y la excepcional hospitalidad de Moritz (a quien hasta hoy no he conocido en persona) rompieron todavía más esa imagen fría que de los alemanes se tiene en varias partes del mundo. Stuttgart había sido, después de todo, un buen destino a visitar. Quizá no tiene el casco viejo o el castillo más impresionante del país. Pero una caravana de históricos autos y la alegría de su gente son lo que escribieron una perfecta página más en mi diario de viajes.
  4. Llevaba menos de 12 horas en Alemania y ya había visitado una de sus atracciones más famosas, el castillo de Neuschwanstein. Me encontraba entonces en Füssen, a escasos metros de la frontera con Austria, desde donde había viajado aquella misma mañana. Por la diminuta extensión del pueblo decidí no quedarme. Esa misma noche tomaría un tren hacia Múnich, donde ya había conseguido que Dominik, de Couchsurfing, me diera alojo por algunos días. Hasta entonces, había viajado a Alemania ya dos veces. Una en 2013 y otra en 2014. Pero ambos fueron viajes relámpago, a Heidelberg, Frankfurt y Berlín, respectivamente. Esta vez me había propuesto tomármelo con calma, y conocer tranquilamente el sur del país. Füssen es, como dije, muy pequeño. Su estación de tren no tiene más de un par de salidas por día, a las ciudades más cercanas. Aunque Múnich es la capital del estado de Baviera, al que Füssen pertenece, no hay una corrida que las conecte directamente. De cualquier forma, había ya reservado mi viaje en tren hasta la capital. Haría una conexión en Augsburg y estaría en Múnich no después de las 9 p.m. La salida fue puntual, a las 7 p.m., como bien estaba estipulado. Podía notarse que la mayoría de los pasajeros eran turistas que se habían tomado el día para visitar el castillo, y ahora regresaban a su hotel en la gran ciudad. Los trenes alemanes parecían cómodos, pero nada comparado con los trenes franceses, pensé. No había conexiones eléctricas ni wi-fi a bordo. Algo poco conveniente para alguien que, como yo, no tenía línea telefónica para comunicarse en el extranjero. Luego de más o menos media hora, los altavoces del tren emitieron un mensaje. Un mensaje en alemán. El tren se detuvo en la siguiente estación y abrió sus puertas, como es costumbre. La voz de las bocinas volvió a decir algo ininteligible a mis oídos, a lo que todos comenzaron a descender del tren. Rápidamente me quité los audífonos y pregunté a la mujer del asiento de atrás qué estaba pasando. —Creo que hay que bajar —dijo. Tomé mi mochila y salí al andén. Acto seguido, el tren separó sus vagones. Algunos corrieron a la parte delantera antes de que sus puertas se cerraran. La parte trasera se encarriló en sentido contrario, mientras la delantera siguió su camino. El resto de los pasajeros, que nos quedamos parados en el andén, no supimos con exactitud lo que acababa de ocurrir. Como dije, todos éramos turistas. Todos menos un chico, el único alemán a bordo. —El tren a Múnich se canceló, o eso parece —exclamó—. El próximo sale a las 10:00 p.m. —Imposible —pensamos todos. La estación era tan pequeña como el pueblo en el que se encontraba. El grupo, de unas 45 personas, se dirigió en conjunto a la taquilla, donde cuestionaron a un policía sobre lo sucedido. El chico alemán nos explicó. Un autobús vendría a recogernos y nos llevaría hasta Múnich. La situación era todavía confusa. Varados en medio de un oscuro estacionamiento, no teníamos nada más que esperar. Luego de unos 15 minutos el autobús aparcó del otro lado de la estación. La multitud corrió y se abalanzó para coger un asiento. No podía creer que viajaríamos con cuatro personas de pie. No en Alemania. Las caras de enojo poco a poco se transformaron en risas, hasta que el chofer afirmó: “no llegaré hasta Múnich, los dejaré fuera de la ciudad”. Nadie creía la odisea que estábamos atravesando, no después de haber comprado nuestro ticket directo a la ciudad. El servicio alemán de transporte nos estaba decepcionando, y yo cada vez me preocupaba más por tener un lugar donde dormir. Dado a que me había quedado de ver con Dominik a las 9 p.m. en la Haupbanhof (estación central), debía informarle de alguna forma que llegaría más tarde. Pero no tenía línea telefónica. Pedí el celular a Lucía, una argentina con la que había hablado momentos antes. Ella vivía en Alemania y tenía un número nacional. Envié un mensaje a Dominik antes de que la batería se agotara (para ese entonces estaba en un 5%). Y vaya sorpresa que me llevé. Dominik apenas iba camino a Múnich. Su tren también había sido retrasado. Con una gran incertidumbre, el chofer nos dejó fuera de una de las estaciones del S bahn, el tren urbano que conecta a Múnich con las afueras de la ciudad. Todos juntos tomamos el próximo en pasar, en dirección a la estación central. Como forma de protesta por lo ocurrido, el grupo entero decidió no comprar el ticket de abordaje. El metro y los trenes urbanos en Alemania pueden ser abordados sin ticket, ya que nada impide subirse. Todo recae en la confianza de que el ciudadano adquiera el boleto. De lo contrario, solo un controlador de la empresa de transporte puede multar a la persona. Nosotros corrimos el riesgo. Nadie pensaba gastar más dinero después de lo que nos habían hecho pasar. Cuando la batería de Lucía estaba en el 2%, envié un último mensaje a Dominik, diciéndole que estaba a punto de llegar. —Espérame ahí —dijo. Y unos minutos después nos encontramos frente a una tienda de hamburguesas. Eran ya casi las 11 de la noche. —Así funciona el sistema de trenes en Alemania —me hizo saber Dominik. Yo, sinceramente, seguía sin poder creerlo. Tomamos el tranvía a su apartamento, mismo que compartía con un par de estudiantes. Preparó algo rápido de cenar y no demoramos en irnos a la cama. Al próximo día él iría a su universidad, mientras yo me dispuse a conocer la ciudad. Múnich es una de esas metrópolis que vivieron el llamado “milagro alemán”. Lo cual quiere decir que en un relativo corto tiempo se repuso de los desastres de la Segunda Guerra Mundial. Y aunque en 1945 Múnich era solo cenizas, hoy su centro histórico está perfectamente reconstruido, y me acogió como a la mayoría de los turistas que llegan a diario, y que convierten a la capital bávara en la ciudad con más visitantes en toda Alemania. Aunque los edificios fueron reconstruidos, la mayoría de la arquitectura del casco viejo de Múnich data del siglo XIX, cuando Bavaria pasó de ser un ducado a un verdadero reino, que formó parte de la Confederación Germánica y del Imperio Alemán. El símbolo más representativo del esplendor de Bavaria es el Nuevo Ayuntamiento. Ubicado en la famosa y concurrida Marienplat, que ha sido el corazón de la ciudad desde su fundación, es considerado por muchos el edificio más hermoso de todo Múnich. Su torre de 85 metros de altura se asomó rápidamente entre las callejuelas peatonales que me condujeron a sus pies para admirar la belleza de su estilo neogótico imaginado y diseñado por Georg von Hauberrisser, uno de los mejores arquitectos alemanes exponentes del romanticismo. Sea desde la Marienplatz o desde su patio interior, el Ayuntamiento se ha ganado su lugar con creces. A pocos pasos me encontré con su hermano, menos querido y admirado, el Viejo Ayuntamiento, un edificio que fue rediseñado en varias ocasiones y que albergaba antiguamente la sede del gobierno municipal. Guiado por Google Maps y sus recomendaciones (a las que había echado un vistazo antes de salir de casa) me dirigí al Viktualienmarkt, una famosa plaza al aire libre que ha albergado al mercado local por varios siglos. Si bien antes se reservaba a la venta de frutas, carnes, flores, especias y productos de granja, hoy es también un sitio turístico donde pueden encontrarse platillos típicos bávaros. Por supuesto, fue el mejor momento y lugar para comer otro bratwurst, la tradicional salchicha alemana que tanto se había ganado mi corazón. Pasado el mediodía caminé hacia el norte del casco viejo para alcanzar la Max-Joseph Platz, que está flanqueada por dos joyas de Baviera: el Teatro Nacional, que alberga a la Ópera estatal, y el Palacio Real de Múnich, antigua residencia de los reyes bávaros. Este último se trata del palacio urbano más grande de Alemania. Y después de haber visitado el día anterior el castillo de verano de los reyes de Baviera en Füssen, necesitaba ver ahora su residencia por dentro. No es necesario decir que el palacio entero fue bombardeado y reducido a escombros durante la Segunda Guerra Mundial. Pero gracias a los fondos del Plan Marshall, pudo alzarse nuevamente para acercarnos a lo que fue la casa real de los Wittelsbach. El salón más prominente y ostentoso es sin duda el antiquarium, la sala de antigüedades de los duques y los reyes. A los costados de esta bóveda de cañón se resguardan hasta hoy algunos tesoros de la familia real, provenientes de todos los rincones del mundo y adquiridos durante los siglos de su mandato en el sur de la actual Alemania. El antiquarium sirve hoy también como salón para algunos eventos diplomáticos, como el que estaba a punto de llevarse a cabo justo cuando yo lo fotografiaba. Otro de los cuartos más bellos que me topé es la Galería Ancestral, un magnífico salón ornamental con madera tallada y detalles dorados donde se exhiben los retratos de la familia Wittlesbach, que gobernó Baviera por siglos, y de donde nacieron dos de los grandes emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico: Luis IV y Carlos VII. Una de las cosas que típicamente se encuentran en todos los palacios de Europa son las colecciones de reliquias que los grandes reyes resguardaban con recelo, como una muestra de su poder. Figuras de porcelana, vajilla china, telas de seda. Todos los artículos y artesanías más preciados en aquel entonces y hasta ahora. Una de las últimas salas para los visitantes es la Galería Verde, que gana su nombre por el matiz de sus paredes, que se adornan por espejos alternados con más retratos de los Wittlesbach. Como toda residencia real europea, el Palacio de Múnich cuenta en su ala norte con una pequeña pero significativa extensión de áreas verdes. Los jardines imperiales, que abiertos al público, me regalaron la vívida hojarasca con la que, regocijado, suelo hacer el fondo perfecto para mis fotografías de viaje. En medio del otoñal prado, bajo la cúpula de un kiosko, un peculiar sonido me llamó hasta él. La voz de una cantante de ópera desde un amplificador de sonido me hacía pensar que alguien transmitía el concierto del Teatro Nacional desde el jardín. Pero para mi sorpresa, era una chica, común y corriente que resultaba ser una soprano. Ella cantaba para el público a cambio de un par de monedas. Los discos en el suelo dejaban ver que comenzaba apenas su camino como cantante. Pero dijo ser una estudiante universitaria que necesitaba el dinero para seguir su carrera. Fuese lo que fuese, su interpretación nos cautivó a la mayoría. Y habiendo escuchado ópera al aire libre en Múnich, me sentí satisfecho de terminar mi día y volví a casa para cenar con Dominik. Un exquisito risotto. Couchsurfing no dejaba nunca de sorprenderme con la calidad de seres humanos que gracias a la red social había conocido. Y Dominik fue otro de esos casos. Hace algunos años perdió a su hermana gemela, ante lo cual no quise entrar en detalles. Se había mudado a Múnich y empezado a repartir comida en bicicleta para ayudar a sus padres con los gastos de la universidad. Ahora, además de alojar extraños para ayudarlos en su travesía por Alemania (como a mí), ayudaba también en un centro de refugiados, situación en la que muchos países de Europa se vieron inmersos a partir de la guerra en Siria. Aunque era mi intención acudir en su ayuda, había que estar registrado en los centros de refugio para poder ingresar. Así que Dominik me alcanzaría en el centro de la ciudad más tarde aquella noche, mientras yo me reuniría con una vieja amiga de la escuela. Lo mejor de los viajes es que nunca puede uno predecir lo que sucederá. Y mi reencuentro con Yolanda fue uno de esos imprevistos. Ella y yo nos conocimos a los 12 años en la escuela secundaria. Y ahora, muy lejos de México, estudiaba alemán en Múnich, donde pretende quedarse a vivir. Así que a mi paso por la ciudad no dudé en contactarla para bebernos una cerveza. Dicho y hecho, Yolanda me llevó a la cervecería más típica y famosa de Múnich: la Hofbräuhaus. Sus orígenes son tan lejanos como el año de 1589, cuando el Duque Guillermo V la creó como el proveedor oficial de Weissbier (cerveza típica de Baviera) de la familia real. Hoy es la cervecería más visitada de casi toda Alemania, con más de 35 000 clientes al día. Y entre ellos estuve yo. No hace falta decir que los tarros de cerveza en Alemania son enormes. Con un litro es como se suele empezar. Pero Yolanda me lo advirtió. —La cerveza aquí es muy fuerte, con una basta —me dijo. Y tenía razón. No quiero imaginar cómo son las cosas en el Oktoberfest. Dominik se nos unió con otro tarro y un pretzel, que es necesario si no queremos que la cerveza se nos suba muy pronto a la cabeza. Aunque era martes, el bar estaba lleno y el grupo de música folklórica bávara no dejaba de tocar. Un grupo de alemanes con su Lederhosen (pantalones de cuero cortos), típicos de Baviera, me hicieron entonces sentir que estaba de vuelta en Alemania. Y por los próximos días me enamoraría más y más de aquel país. Al siguiente día el cielo amaneció algo nublado, pero nada por lo cual asustarse. Dominik me dio algunas indicaciones para llegar caminando al complejo del Parque Olímpico, que data de 1972, cuando la ciudad albergó los Juegos Olímpicos de Verano. Es de agradecerse que Múnich no haya dejado morir la infraestructura en la que se invirtieron millones de marcos (antigua moneda alemana) y que ayudó a la urbe y al resto de la República Federal Alemana a crecer durante la Guerra Fría. Muchos estadios durante la historia han quedado en el abandono después de su auge en los Juegos Olímpicos. No es el caso de Múnich. Es común ver gente corriendo por los senderos del campo. Haciendo picnics, paseando a sus perros, andando en bicicleta o, incluso, volando sus drones. El Olympiapark es una de esas áreas verdes que desearía que todas las ciudades del mundo tuvieran. Un lago, cuerpos boscosos y pistas de atletismo no deberían faltar en ningún lugar. Y combinado con los modernos monumentos que la Alemania de los 70s erigió para ello, son sin duda un hermoso paisaje que contrasta con la historia de la ciudad. Detrás de la icónica antena de televisión que enmarca otra de las postales de Múnich, se encuentra uno de los mayores y modernos atractivos: el Museo BMW. Alemania se ha ganado su lugar en el imaginario mundial gracias a muchas cosas: la cerveza, el chocolate, las salchichas, el fútbol… y los coches. La industria automovilística creció rápidamente en el mundo en el siglo XX. Y Alemania no se quedó atrás al competir con sus países rivales, Japón, Estados Unidos, Italia, Francia, Suecia… Son varias las marcas alemanas posicionadas en el mercado de automóviles. Volkswagen es quizá la mejor. Pero no podemos dejar atrás a la BMW. La Bayerische Motoren Werke (fábricas bávaras de motores) empezó como un fabricante de motores para aviones, que se las vio negras tras terminada la Primera Guerra Mundial, cuando le fue prohibido a Alemania fabricar motores durante cinco años. Pero la empresa se revolucionó, y se incorporó en la industria del transporte terrestre. Hoy se presume a sí misma como una de las mejores compañías de automóviles del planeta. Y sus edificios lo dicen todo. La torre BMW y su complejo anexo, que incluye un centro de visitantes y el museo, expide la modernidad al aire. Su arquitectura es exquisita. Pero si algo se lleva el premio es la excelente mercadotecnia de la marca. Desde que llegué, letreros en todos los idiomas dan la bienvenida al centro de visitantes. No importa de dónde vengas, la BMW te hace sentir como en casa. El interior parecía simular una nave en movimiento que me hizo sentir a bordo de un gigantesco vehículo. No hace falta hablar de los coches. Los modelos más lujosos y detallados se exponen en primera fila para el deleite de los transeúntes. BMW no hace ninguna venta directa. Pero todo a su alrededor te hace querer comprar. Slogans, colores, imágenes high-tech, texturas metálicas, aparatos interactivos. Todo lo necesario para hacernos tener hambre de manejar. La BMW ha pensado en todo. Hasta en los niños. Finalmente, los coches son para el mundo entero. Cualquier puede manejar. Cada rincón del centro de visitantes me invitaba a acercarme y palpar de cerca la mejor publicidad física de la que había sido testigo. Un lugar del que no quería salir. BMW me dio un acercamiento a algo en lo que usualmente no me intereso: los coches. Y fue el mejor preámbulo para lo que días más tarde vería en Stuttgart, donde otra compañía automovilística me transportaría a todas partes del mundo. Aquella tarde volví al apartamento de Dominik, quien me hizo una muy buena oferta: dar un paseo en bicicleta por la ciudad. Dominik me llevó primero a la tienda oficial del Bayern Múnich, quizá el equipo alemán de fútbol más conocido en el mundo. Si bien es escaso mi interés en el fútbol, no podía irme de la ciudad sin llevar un recuerdo del equipo a mi hermano y mi padre. La mercadotecnia del fútbol es equiparable a la de los coches: no se puede escapar de ella. Terminamos el recorrido a orillas del río Isar, con las torres de la catedral en el fondo del paisaje. Múnich es una ciudad enorme, y me había regalado de todo un poco: historia, palacios, cerveza, salchichas, autos y fútbol. Ahora era tiempo de saltar a un lugar un poco menos ostentoso, pero muy alemán, finalmente.
  5. Habían pasado ya casi tres meses desde mi llegada a Lyon, y todavía no podía creer la cantidad de vacaciones que el Ministerio de Educación le otorga a los profesores franceses. Y como asistente de español en un colegio, yo gozaba satisfactoriamente de los mismos prolongados lapsos de azueto. Mis primeras vacaciones habían terminado, habiendo recorrido el centro de Europa, al norte de la cordillera alpina. Suiza, Austria y el sur de Alemania me habían regalado un otoño maravilloso. Pero ahora le tocaba el turno a las vacaciones de invierno. Mi experiencia en enero del 2014 viajando por Europa me dejó en claro que el frío extremo no es algo para lo que yo esté hecho. Así que para Navidades, debía elegir sabiamente mi destino para evitar pasar por lo mismo otra vez. Las ciudades de Europa central y Europa del este fueron las elegidas en 2014. Así que para huir del frío, debía ir ahora al sur. A la costa mediterránea. Hasta entonces, Roma era la única ciudad italiana que había tenido la fortuna de visitar. Y en vista de lo que ya conocía del resto de Europa, era casi un pecado no haber visitado el resto del país. La travesía sería por tierra, haciendo escalas desde ambas costas de Italia hasta ciudades como Verona y Boloña. Y el punto más austral sería Nápoles, donde pasaría la Navidad con mi amigo Gianpiero, estando de vuelta en Lyon para la fiesta de fin de año. Y viviendo no muy lejos de la frontera italiana, separada de Francia por los Alpes, compré mi billete para cruzar a Turín, justo al otro día de concluidas mis clases. Por supuesto, yo no era el único en el bus. La temporada navideña había dado comienzo, y muchas personas volvían a casa para compartir la época con su familia. Mi amigo Amadeo era uno de ellos. En la ciudad de Lyon habíamos muchos asistentes de español trabajando ese año. Muchos otros de inglés, uno que otro de alemán, pero sólo dos de idioma italiano. Antonia, quien trabajaba en el mismo colegio que yo, y Amadeo, a quien había conocido en la reunión de asistentes dos meses atrás. El autobús hizo escala en una pequeña estación de gasolina en la frontera, con los Alpes justo al lado de nosotros en la carretera. Todos aprovechamos para ir al baño y tomar un café. Y fue allí donde me topé con Amadeo y su novio, quienes viajaban también a Turín para pasar algunos días con sus amigos. Amadeo era oriundo de Roma, pero le conté que ya había tenido la suerte de visitarla. No dudó en darme todos los tips sobre el resto de las ciudades, mismos que ya había escuchado de la boca de Antonia. Desde entonces los italianos se convertirían en unas de mis personas favoritas en Europa, siempre atentos con los turistas. Y al apenas haber atravesado la frontera norte, me faltaba mucho por ver. Llegué a Turín antes del mediodía. El autobús nos dejó en la estación Porta Nuova, principal central de trenes de la ciudad. Me despedí de Amadeo y de su novio, con la esperanza de verlos nuevamente para tomar un café. Cogí un tranvía hacia la Piazza Vittorio Veneto, la plaza más grande de la ciudad que es atravesada por la Vía Po, una de las avenidas principales en Turín. Piazza Vittorio Veneto. Viajar en Navidad no es nada fácil. Es de saberse que conseguir alojamiento es complicado. Los hostales aumentan sus tarifas y bajan su disponibilidad, mientras que los anfitriones en Couchsurfing comienzan a escasear, ya que muchos parten de casa o reciben a su familia. No obstante, Italia fue una excelente opción. Los precios de todos los hostales donde me quedé no superaron los 12 euros por noche, incluso en Nochebuena. Y al menos en Turín, había conseguido un host que me hospedara con Couchsurfing: Luca. Había quedado de verme con él justo en medio de la Piazza Vittorio. Era un día frío y soleado, pero era rico estar afuera. Al menos más rico que mis últimos helados días en Lyon. En menos de 10 minutos, Luca apareció por una calle al norte de la plaza. Cuando me dijo que vivía en el centro de la ciudad, nunca creí lo cerca que eso sería. Ni siquiera caminamos una cuadra en dirección norte cuando entramos al edificio donde se encontraba su apartamento, en una de las históricas y viejas construcciones del casco antiguo. Por las escaleras, alcanzamos el último piso del inmueble, donde el techo se encogía con la forma de los tejados que dejaban caer la nieve del invierno. Eran los cuartos que antiguamente se destinaban a la servidumbre de las casas, personas que limpiaban, servían y cuidaban los hogares de los burgueses y aristócratas. Esos apartamentos son hoy opciones más baratas para vivir en pleno centro, algo parecido a lo que pasa en París. Vista desde el apartamento de Luca. Un diminuto estudio de una pieza es todo lo que Luca necesitaba para vivir. Un piloto de helicóptero soltero que, por cierto, hablaba español y francés a la perfección, además de italiano e inglés. Dejé mi mochila y arreglé mis cosas en la habitación, que al ser tan pequeña, era muy acogedora en un día frío como aquel. Salimos entonces a dar un paseo, el primero en aquella vetusta e histórica ciudad. Turín es la capital de la región de Piamonte, que significa “al pie de las montañas”. Y el nombre lo dice todo, es una zona localizada justo en las faldas de los Alpes italianos del oeste. El río Po divide a la ciudad por su parte este, que Luca y yo cruzamos por el puente Vittorio Emanuele I, uno de los antiguos monarcas del Reino de Cerdeña, al que Turín y Piamonte pertenecieron largo tiempo. En la zona este del afluente, tras la iglesia de la Gran Madre de Dios, comenzaba un pequeño camino circular que ascendía a lo alto de una colina, a donde debíamos subir. Vista desde la iglesia de la Gran Madre de Dios. El Monte dei Cappuccini se alza justo al lado del río, y es uno de los principales y más bellos miradores de Turín. Alcanzarlo no nos llevó mucho más de 15 minutos, hasta llegar a la iglesia católica Santa María del Monte dei Cappuccini, que se yergue en su cima. El día, como dije, era frío, pero el sol brillaba como casi nunca lo había visto brillar en un diciembre europeo. Lo cual lo hacía la ocasión perfecta para fotografiar la ciudad, que se expandía a nuestros pies. El centro histórico es lo que quedaba ante nuestra vista, destacando la punta del edificio más emblemático de Turín, la Mole Antonelliana. Y al fondo, se lograba ver con esmero la cadena alpina que custodiaba la metrópoli con sus picos nevados. En ese valle, Torino (nombre de la urbe en italiano) se ha desarrollado desde tiempos tan lejanos como el pueblo de los celtas. Como muchas ciudades europeas e italianas, ha pasado por las manos de distintas civilizaciones, lo que incluye a los romanos, bizantinos, longobardos y francos. Pero fue la casa real de Saboya la que puso a Turín en el mapa, cuando trasladó a dicha ciudad la capital de su Ducado. Y más tarde, en el siglo XIX, Turín adquirió fama cuando fue la propulsora de la unidad italiana, y se convirtió en la capital del nuevo Reino de Italia, título que finalmente le arrebató Roma. Pero aunque Turín perdió la capitalidad del nuevo país, siguió ganando terreno e importancia al resto de las ciudades italianas y europeas. Así, hoy es una de las metrópolis más industrializadas y modernas, sede de producción de marcas de coches tan mundialmente reconocidas, como Alfa Romeo, FIAT y Maserati, además de albergar dos equipos de fútbol, el Torino Football Club y el Juventus F.C., que cada año se disputan la copa de la UEFA Champions League. Luca me hizo saber todo aquello, y me hizo darme cuenta de que no estaba parado en una ciudad cualquiera. Y haber visitado Turín, sabiendo tan poco de ella, resultó como siempre en un regodeo impecable. Bajamos del mirador y caminamos por la Vía Po. Nos detuvimos en un modesto restaurante a sus orillas para almorzar algo rápido. Y la cocina siciliana fue la elegida para darme la bienvenida a Italia. Vía Po enel centro de Turín. Mi viaje anterior a Roma había sido una maravilla, pero demasiado turístico para mi gusto. Su aeropuerto internacional; una estadía de tres noches en un hostal; el Vaticano, el Coliseo y sus principales atracciones; paseos con una mexicana que conocí en el albergue; espagueti al pesto y pizza con anchoas en un restaurante con precios exorbitantes. Ahora me había propuesto conocer Italia mucho mejor. Y cuando un local te lleva a un pequeño y rústico restaurante, puede esperarse que la comida sea un verdadero deleite. Y vaya que lo fue. El menú comenzó con un delicioso arancino, una croqueta de arroz al azafrán rellena de carne molida, chícharos y queso mozzarella. Luego llegaron los acompañamientos. Un plato de caponata, un guiso siciliano bastante parecido al ratatouille francés, ya que se compone principalmente de berenjenas agridulces y salsa de tomate, sólo que a esta se le agrega apio, aceitunas y alcaparras. El almuerzo se remató con una rebanada de sfincione, mejor conocida como pizza siciliana, cuya principal diferencia con sus hermanas en Italia es su forma cuadrada y su masa mucho más espesa. Aún así, para mí fue todo un manjar. Tomamos una cerveza siciliana y pagamos la cuenta, que al compararla con los precios al otro lado de la frontera (en Francia) me pareció sumamente barato. Volvimos entonces a la Vía Po para visitar el principal atractivo de Turín: la Mole Antonelliana. Es el edificio más icónico de Turín. Incluso aparece en las monedas de dos céntimos de euro que se producen en Italia. Pero su fama se debe más que nada a su larga historia. La Mole fue construida por Alessandro Antonelli en el siglo XIX, quien originalmente la diseñó para ser una sinagoga judía. Pero su relación con los judíos no era precisamente la mejor. Así que la ciudad de Turín decidió dedicar la Mole al rey Víctor Manuel II, y extendieron la altura de su domo a 167 metros. A pesar de los terremotos y tormentas que azotaron y destruyeron algunos detalles del edificio, hoy la Mole sigue en pie, y alberga al Museo Nacional del Cine, al cual no quise entrar. Lyon posee dos museos del cine, y honestamente quería reducir mis gastos. Fuera de la Mole pasamos frente a una chocolatería Baratti & Milano, una de las mejores marcas paimonteses de chocolate. Turín tiene una larga historia de amor con el chocolate. Desde el remoto siglo XVI, una vez que los españoles habían ya importado el cacao a Europa desde México, la región de Piamonte fue cuna de la innovación en la chocolatería. Marcas piamonteses tan reconocidas como Ferrero, se encargaron de derribar el mito de que los chocolates eran sólo para ocasiones especiales. Así, llevaron hasta nuestras casas manjares casi gourmet, como los Ferrero Rocher y la Nutella, a precios asequibles. Pero tuve que resistirme a los lujos, y compré sólo un par de chocolates rellenos de licor. Luego de ello hicimos una fugaz escala en una cafetería local. Luca y yo nos paramos tras la barra y pedimos dos cafés, un espresso cortado que casi siempre se sirve con una diminuta galleta dulce. La cultura del café en Italia es diferente a muchas otras. Algunas cafeterías ni siquiera tienen mesas y sillas en su interior. Porque los italianos toman su espresso, y luego de cinco minutos, pagan en caja y se van. Y es casi así como lo hicimos nosotros, para dirigirnos directamente a la Piazza Castello, justo en el corazón de la ciudad. La plaza se adornaba ya con el pino y una pista de patinaje para recibir a la Navidad. Artistas callejeros entretenían a la multitud en el centro de la explanada, y un mercado navideño ofrecía algunos artículos de regalo y chocolate caliente a los transeúntes. La Piazza Castello es el lugar donde confluyen las principales avenidas de la ciudad. Y justo en su centro se posa todavía el Palacio Madama, una de las múltiples residencias de la Casa Real de Saboya que han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Palacio Madama. Pero sólo unos metros más adelante, se encuentra el Palacio Real de Turín, la principal de las antiguas residencias de los reyes. Su exterior, como muchos de los palacios saboyanos, es completamente barroco, sin muchos detalles ostentosos. No obstante, su interior deja entrevisto la lujosa vida aristocrática que la familia solía llevar. Sin sumergirme tanto en otro palacio europeo más, entramos hasta las escaleras del vestíbulo principal, desde donde tuvimos una vista de la Piazza Castello entera. Luego de ello bajamos, y Luca me llevó hacia su parte posterior. En aquel rincón, todavía se conservan los vestigios de la antigua colonia romana de Augusta Taurinorum, dedicada al primer emperador romano, cuya estatua se levanta en el medio de las ruinas. La ciudad conservó la forma del “cuadrilátero romano”, cuyas vías se trazaron como un tablero de ajedrez. Y las ruinas del antiguo foro todavía dan una idea de cómo lucía en el primer siglo de nuestra era. La estructura más emblemática del sitio arqueológico es la Puerta Palatina, una de las antiguas entradas a la ciudad que atravesaban la muralla. Turín, al igual que Roma, era un contraste de la Edad Antigua con el Renacimiento y la Edad Moderna. Difícilmente me iría decepcionado de aquella bella ciudad al terminar mi estadía. Aquella tarde volvimos al apartamento. Luca se vería con una amiga suya, mientras yo me había quedado de ver con Plínio, un brasileño al que había hospedado en Lyon unos días atrás, y quien vivía temporalmente en Turín junto con sus padres. La noche había caído. En vista de que ya había visitado la mayoría del centro histórico, Plínio decidió llevarme a la Vía Garibaldi, otra famosa avenida en la ciudad. Pero a esa hora, casi todos los negocios habían cerrado. Cuando regresábamos algo decepcionados a la Piazza Castello, encontramos en un callejón un pequeño bar con sus luces todavía prendidas, y el cocinero todavía dentro. Abrí la puerta para huir del frío y pregunté al dueño si podíamos tomar algo. Con una animada y fuerte voz, el italiano me ofreció un enorme plato de polenta por 5 euros. —Ya voy a cerrar. Pero come, come. Todavía queda mucha polenta en la cocina —me dijo—. ¿Quieres queso? Come queso, ten. El hombre no dejaba de gritar y pasarme platos. Plínio y yo reímos y seguimos comiendo polenta, una comida de harina de maíz muy popular en aquel país. Para no atorarnos con el pesado guiso, nos ofreció vasos de vino por un euro. Comenzaba a creer que no quería cerrar el bar. Polenta servida con salsa de tomate y queso parmesano. No tardaron en llegar poco a poco otras personas, que al igual que nosotros, buscaban un buen lugar donde resguardarse del frío. —Ya voy a cerrar, pero pasen —el dueño seguía diciendo—. Tomen vino, un euro. Tomen este plato de galletas. Y por toda la noche, siguió regalándonos cosas. Cuatro italianos, un pakistaní y una pareja de suizos recién casados se nos unieron en la noche. Y Luca no tardó en llegar y acoplarse a la fiesta. Y aunque su horario terminaba a las 9, nos quedamos en su restaurante hasta la medianoche, tomando vino, comiendo queso y bailando música italiana. Una situación que, pensé, rara vez hubiera ocurrido en Francia. No cabía duda de lo cálido que los italianos podían llegar a ser. Incluso en aquel frío invierno justo al pie de los Alpes. Al siguiente día fue momento de comprar algunos souvenirs para mi familia en la tienda oficial del Juventus. La liga de fútbol estaba en receso y ningún partido se efectuaría en la ciudad en esas fechas. Pero en el centro de la ciudad es fácil conseguir artículos oficiales del famoso club italiano. Luca me llevó a almorzar a una exquisita trattoria piamontesa. Las trattorias son locales de comida en Italia, donde no se sirve comida bajo un menú, sino que se paga por cubierto. El ambiente es bastante relajado y, cabe decir, los precios suelen ser muy bajos. Por menos de 10 euros, Luca y yo recibimos en nuestra mesa una charola con queso tomino bañado en salsa verde y salsa infernale. Queso toma di lanzo, gorgonzola y castelrosso, bañados con un poco de miel. Un par de polpetes (albóndigas), un cavolo (repollo relleno con carne) y vitel toné (carne de ternera bañada en salsa de atún). Todo acompañado con pan y un vaso de vino. Una vez satisfecho, me dirigí al museo más atractivo de toda la ciudad, que por supuesto no podía dejar pasar: el Museo Egipcio de Turín. Cuando elegí esta ciudad como mi primera escala, nunca imaginé que la cultura del Antiguo Egipto sería lo más atrayente que encontraría. Pero por muchos siglos, los reyes de Saboya y Cerdeña se volvieron fanáticos de la historia de aquella civilización. Y crearon una de las colecciones más hermosas de Egipto en el mundo, que ahora se luce en este increíble museo. Se trata nada más y nada menos que de la mayor colección de antigüedades de Egipto fuera de Egipto, y del segundo museo más importante sobre esta civilización después del Museo Egipcio de El Cairo. La mayores adquisiciones a la colección (que solía ser una colección real) se hicieron durante el siglo XIX por Bernardino Drovetti, quien era cónsul francés en Egipto en aquel entonces. La cantidad de dinero que se gastó en expediciones, excavaciones, compra y transporte de las piezas es simplemente enorme. Y por sólo 13 euros me fue posible ver la colección entera, con una audioguía en más de 15 idiomas. El museo se divide por orden cronológico, que estudia el Imperio Antiguo, el Imperio Medio y el Imperio Nuevo, y muestra sobre todo objetos de la vida cotidiana, papiros y elementos de la rica cultura funeraria de los egipcios. El museo cuenta con el reconocido Papiro Real de Turín, un papiro de 170 cm de largo que contiene los nombres de todos los faraones que reinaron el Antiguo Egipto, incluidos los dioses que gobernaron antes de la era faraónica. Las estatuas representan a una multitud de personajes de la realeza y antiguos faraones de las dinastías que gobernaron Egipto. Entre las más famosas se encuentran la estatua de Ramsés II, la princesa Redit y del faraón Horemheb. Hay objetos tan preciados y conocidos, como los obeliscos con jeroglíficos y figuras de animales míticos, como los halcones y los perros. Y por supuesto, no faltan las esfinges de piedra, transportadas como originalmente se encontraron en las excavaciones. Pero sin duda lo más cautivante es la colección de sarcófagos originales que se exhiben en todo el museo. Estas tumbas dejan en claro el milenario ritual funerario que los egipcios llevaban a cabo. Algunas momias e instrumentos de embalsamación también se exhiben en las salas. Entre los más famosos se encuentra el sarcófago original de Duaenra, hijo de Keops. Al salir del museo el sol se había ocultado, y Luca me acompañó a la Piazza San Carlo, donde un grupo de gospel nos deleitó con sus villancicos. Terminamos la noche en un bar de la ciudad, donde un grupo de Couchsurfing había organizado un aperitivo. Vino, cervezas y un buffet de bocadillos me despidieron de Turín, en una mezcla de cinco idiomas que seguía mejorando cada día. Volví con Luca a su apartamento para tratar de descansar un poco. Al otro día debía partir temprano hacia el este del país, un poco más lejos de las montañas, pero más cerca cada vez de Nápoles y de una hermosa Navidad.
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