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  1. Bitácora de mis últimas 24 horas: 160 kilómetros recorridos; una noche durmiendo bajo carpa; misma ropa, sin ducha; un nuevo compañero de viaje brasileño; un sándwich y dos plátanos en mi estómago; municiones disponibles: cuatro naranjas, media bolsa de cereal de maíz y una botella de agua; dinero restante: 7 pesos; ubicación: aún en Argentina; kilómetros por recorrer: 400. Ese era el panorama para mi primera jornada como hitchhiker, cuyo objetivo era avanzar a dedo desde la ciudad de Salta en Argentina hasta San Pedro de Atacama en Chile. Pero el destino y/o desfortunio me había traído apenas hasta el pueblo de Purmamarca, en la provincia de Jujuy, donde aquella mañana desperté entre el vaporoso sonar de mi alarma y el centello solar que tocaba a las paredes de mi tienda de campaña. Junto a mí, se levantaba mi nuevo travel-buddy, Max, a quien había conocido la noche anterior mientras hacía dedo hacia el mismo destino que el mío. Limpiamos nuestros ojos y salimos a despejar el sueño con la vista del pueblo engallado frente a nuestro improvisado y gratuito campamento. Era una mañana algo templada; pero el sol aparecía detrás de la quebrada. Y tácitamente el endeble radiar de sus rayos nos rebosaba con la esperanza de cumplir juntos nuestra meta, y cruzar la frontera chilena antes del anochecer. Empacamos todas nuestras cosas y desmontamos la carpa, bajo un rojizo amanecer que empezaba a encender los característicos colores cobrizos de las montañas que rodean a Purmamarca. Y antes de siquiera tomar un puño de cereales como desayuno, caminamos hasta la carretera para empezar a pedir un ride. Eran ya las 8 de la mañana, y mi experiencia del día anterior me decía que no había tiempo que perder Purmamarca es un pintoresco y árido pueblo andino muy frecuentado por turistas nacionales y algunos extranjeros. La cultura hitchhiker está bastante difundida entre los jóvenes viajeros argentinos, y pronto me di cuenta de ello. La carretera 52 en dirección al oeste estaba repleta de viajeros aventureros, que alzaban su pulgar esperando abordar un vehículo. Entonces supe que tendríamos que competir justamente contra quienes madrugaron más que nosotros Un cuarteto de 2 hombres y dos mujeres saltaban para llamar la atención de los conductores. Sabiamente se dividieron en dos equipos, dejando a una mujer en cada uno. En seguida, un trío de chicas se posaron frente a nosotros, presumiendo sus largas y desnudas piernas mientras sonreían a todo el que pasaba. Max y yo nos dimos cuenta de la desventaja en la que nos encontrábamos. Éramos dos hombres contra cinco bellas mujeres, que cabe confesar, siempre corren con más suerte que nosotros. Aunque yo no lo llamaría suerte, sino un poder seductor Los coches pasaban de largo al montón de viajeros que parecían hacer fila para ser recogidos. Un pulgar tras otro se alzaba, formando una danza de extremidades a la orilla, adornada por nuestro vistoso letrero que anunciaba el Paso de Jama. El sol se levantaba en su majestuosidad, atrayendo a los perros a nuestro regazo, buscando compañía y una sombra humana que los alimentara. Los minutos avanzaron y poco a poco se fueron llevando a las hitchhikers y sus afortunados acompañantes. El trío de argentinas se desesperó y se decidieron por ir a la estación de buses. Su destino no estaba muy lejos y no tendrían que pagar mucho. Max y yo nos quedamos solos, luego de casi una hora parados. Saqué mi bolsa de cereales y un par de naranjas para calmar nuestros estómagos, mismos que no quisimos alborotar con la impaciencia e irritación. Tres perros se acostaron junto a la pared para guarecerse del sol, mientras yo me colocaba detrás del letrero que anunciaba la salida de la comunidad de Purmamarca. Un nuevo y numeroso grupo de viajeros llegó para pedir aventón. Con amabilidad, nos pidieron pararse detrás de nosotros, a lo que accedimos por ética. Después de todo, la autopista es de todos. Pero su sentido común los empujó a caminar varios metros más atrás, alejándose lo suficiente para no ser vistos hasta que los coches nos pasaran. El calor y los canes vagabundos eran nuestra única compañía mientras el minutero sonaba y sonaba. Ningún coche osaba parar en solidaridad con dos almas extranjeras Max reprodujo algo de música brasileña para alzar un poco los ánimos y esperanzas. Las charlas se tornaron de la vida en las favelas a sus gustos por las mujeres italianas, mientras un triángulo lingüístico se hacía presente en el diálogo. Su leve entendimiento de mi perfecto español se mezclaba con su responder en un inglés básico, y en un excelente portugués que tenuemente yo descifraba Desde el otro lado de la carretera alguien se acercaba. Era un hombre rubio, de unos 50 años, cargaba una pequeña mochila… no tenía pinta de ser argentino. Pronto se dirigió hacia nosotros y nos habló en inglés. No se presentó con su nombre, solo dijo que era de Alemania y que viajaba por Sudamérica Con su extraño acento, nos contó que recién había llegado desde Atacama a Purmamarca, y que había olvidado cambiar algunos billetes chilenos a pesos argentinos. Gracias a nuestro enorme letrero, supo que pedíamos un ride hacia Chile, y nos propuso intercambiar sus pesos con nuestras monedas. Le dijimos que, desafortunadamente, no teníamos ya mucho dinero argentino. Yo solo contaba con $7, mientras Max encontró en el fondo de su cartera un billete de $100. La tasa que él ofrecía era de 26,000 pesos chilenos, equivalentes a 38 dólares, o a 350 pesos argentinos. Con una fuerte determinación, puso todo su dinero en las manos de Max y tomó el billete de $100. “Fuck! You need it more than I do” fueron las palabras que salieron de su boca. Sin saber cómo reaccionar, Max y yo sonreímos mientras lo observábamos alejarse, sin saber si lo que acabábamos de hacer era o no lo correcto Nos quedamos solo con $7 argentinos y aceptamos dinero de un desconocido (que fácilmente podían ser billetes falsos). Esperanzados en encontrar una pisca de humanidad en aquél recóndito lugar, fuimos positivos y pensamos lo mejor ¡Ahora debíamos llegar a Chile a gastar los 19,000 pesos que habíamos obtenido gratis! Alentados por el reciente episodio nos pusimos de pie y, con toda nuestra fuerza, sonreímos y atrajimos a todos los coches que pudimos ¡Estábamos decididos a cruzar la frontera ese mismo día! Casi 3 horas después de haber llegado a la carretera, una pequeña camioneta se estacionó frente a nosotros y pitó. Rápidamente corrimos hacia ellos. Subimos y, vigorosamente, les dimos las gracias Se trataba de una pareja de Tucumán que disfrutaban de sus vacaciones manejando por el norte del país. No llegarían hasta la frontera, pero nos ofrecieron acercarnos hasta las Salinas Grandes, atractivo turístico de Jujuy a la que la mayoría de los carros se dirigía en aquella ruta. Entonces lo entendía. Quizá no debimos usar ese letrero anunciando que íbamos hasta el paso fronterizo de Jama. La gente podía no recogernos porque no se dirigían hasta allá; pero sí en esa dirección Aprendiendo de mis errores, entablé una plática con nuestros nuevos conductores, mientras el manubrio se meneaba para escalar las empinadas curvas de la Cuesta de Lipán. Tan solo unos kilómetros más adelante del pueblo, comenzamos a adentrarnos en la sinuosa Cuesta de Lipán, único paso que comunica el este de Jujuy con las Salinas y la frontera. El camino en zigzag asciende desde los 2,200 metros hasta los 4,170 sobre el nivel del mar, en tan solo unos minutos Así que una vez más, me vi inmerso en las alturas de los Andes. Desde la punta del monte, el coche descendió vertiginosamente, dejando al descubierto frente al parabrisas una extensa e interminable puna desértica. Y en el horizonte, se avistaba una mancha blanca a ambos lados de la ruta. Nuevamente, estaba en un desierto de sal. La autopista avanzaba recta hasta la mitad de la blanca estepa. Max y los dos tucumanos avistaron impresionados la hermosa postal, mientras yo me transportaba de vuelta al Salar de Uyuni, consciente de que difícilmente otro salar me cautivaría tanto como aquel al suroeste de Bolivia Un pequeño cuadro de concreto a la orilla de la ruta se ostentaba como parking. Alrededor nada, sino un restaurante y un taller mecánico, se alzaban a la vista. Dimos nuevamente las gracias a nuestros dos rescatistas. Y antes de pedir avanzar más por la pista, no perdimos la oportunidad de adentrarnos en el salar y tomar unas fotos para inmortalizar el inesperado recuerdo. Después de la imponencia de Uyuni, las Salinas Grandes no me parecieron grandes en absoluto. Podía fácilmente ver el final unos kilómetros más adelante. Pero al menos pude revivir la exquisita sensación del crujir de los granos de cloruro sódico bajo mis suelas Y en medio del formidable mantel blanco, un corredor rectangular de agua cristalina reflejaba el cielo azul y la sierra andina al fondo, sobre el cual decenas de turistas jugaban con las refracciones mientras disparaban con sus lentes desde todos ángulos. Por supuesto, eso nos incluía a nosotros. Hipnotizado y cegado por la eterna luminancia, Max propuso seguir nuestro camino. Salimos del salar y nos paramos frente al estacionamiento del restaurante. Pronto, me di cuenta de lo difícil que sería ahora coger un ride hasta la frontera. Todavía teníamos 350 kilómetros por delante y todos los autos particulares se estacionaban en el salar, para luego regresar hacia Purmamarca. Un par de señoras se acercaron en su coche hacia nosotros, y nos propusieron dejarnos un poco más adelante, para llamar más la atención de los conductores. Ahí, nos dispusimos a ser recogidos por uno de los escasos vehículos que transitaban hacia el oeste, no sin antes rellenar nuestra botella de agua en el solitario taller que estaba frente a nosotros. Antes de iniciar mi aventura, había leído que la ruta 52 y el Paso de Jama eran una de las rutas más importantes para el comercio entre el Cono Sur y Chile. Por tanto, la había imaginado repleta de autos y trailers que transportaban pasajeros y mercancías de un lado a otro. No había mucho más a dónde dirigirse en esa carretera. Pero, al parecer, mis expectativas fueron erróneas Max y yo nos sorprendimos de lo surreal que la escena se había vuelto. Nos vimos varados pidiendo un aventón a la orilla de una solitaria carretera en mitad de un desierto de sal… y no había un coche a la vista; solo el lejano horizonte delimitado por la cordillera andina. Por fortuna, Max todavía tenía batería en su celular, y revisó nuestra ubicación en su GPS para buscar una posible solución. Al parecer, había un diminuto conjunto de casas con una desviación cerca del Lago de Guayatayoc, a unos 13 km más adelante. Creímos que tendríamos más posibilidad de conseguir un ride si nos parábamos en el cruce de las dos vías, donde quizá, habría más tráfico vehicular. Sin autos a la vista, decidimos caminar Acalorado y con 11 kilos en mi espalda, comenzamos a andar por la eterna Puna de Atacama. El paisaje cambió de un suelo blanco a un tapete de tierra adornado con pequeños pastos custodiados por una cadena de montañas a sus espaldas. Decenas de vicuñas pastaban a lo lejos, borradas por la óptica de un sol ardiente que nos impedía acercarnos más a ellas Inútilmente, alzábamos nuestros brazos cada extraña vez que un coche nos rebasaba. El tiempo pasaba y apenas habíamos contado 3 kilómetros en los letreros de la ruta Casi una hora de caminata después, una familia detuvo su camioneta. Una señora se bajó y nos abrió la parte trasera, invitándonos a subir en la batea, bajo una carpa roja que iluminó nuestros rostros con felicidad Pero poco disfrutamos sentados sobre los costales. En la siguiente bifurcación el chofer se paró y nos abrió la puerta. Descendimos justo en la intersección de un camino de ripio, donde algunas construcciones se veían a lo lejos. Eso era 3 Pozos, la población que habíamos visto en Google Maps. Al parecer, era mucho más pequeña de lo que creímos La camioneta se alejó y nuevamente nos vimos en mitad de la nada. El GPS nos indicó que 3 km más adelante la ruta 52 se encontraba con la ruta provincial 11. Creímos que otro camino de asfalto nos daría más posibilidad. Así que sin perder los ánimos, caminamos otra vez, cada vez más cerca de nuestro destino. La media hora transcurrió en completo silencio, sin palabra que saliese de nuestra boca ni un motor de automóvil que manejase junto a nosotros. Max y yo ya no sabíamos qué esperar El horizonte se empezaba a difuminar, cual espejismo, en un efecto de luminancia traslúcida. Tratábamos de racionar el agua, y no habíamos comido más allá de una naranja y cereales. Cuando alcanzamos la ruta 11, no mucho cambió. La carretera parecía ser igualmente poco transitada, a pesar de ser formalmente las 4:30 pm Nos quitamos nuestras mochilas y nos sentamos junto a ellas en la tierra, resguardándonos del despiadado sol bajo la pequeña sombra que proporcionaba un letrero de kilometraje. Con nuestras cabezas abajo, no nos dimos cuenta cuando un coche nos pasó de largo, suponiendo que al igual que los demás, seguiría su rumbo. Pero sin haber hecho ningún gesto de ayuda, la conductora se detuvo y nos llamó con su pitido ¿Era acaso posible? Corrimos sin pensarlo dos veces y subimos a la parte trasera. Dos chicas italianas que se presentaron como Angela y Alessandra nos dieron amablemente la bienvenida a su auto rentado con el que recorrían Argentina. Rápidamente volteé a ver a Max, y sin decir nada, ambos pensamos lo mismo: ¡Vaya destino! Horas antes habíamos tenido una larga charla sobre el porqué a Max le enamoraban tanto las mujeres italianas Y henos ahí, con dos hermosas romanas ante las cuales ambos caímos instantáneamente enamorados; más allá de su sexy acento, rasgos faciales o atractivas vestimentas, fueron las únicas con la solidaridad suficiente como para recogernos y llevarnos hasta Susques. Entre las Salinas Grandes y el Paso de Jama, Susques era la única verdadera población. No tengo una remota idea del porqué esas italianas querían llegar hasta Susques. Quizá solo por los hermosos paisajes que rodeaban a la carretera. Y 50 km más adelante, arribamos a la diminuta comunidad cuando eran ya casi las 6 de la tarde. Nos despedimos de Angela y Alessandra mientras tomaban fotos antes de manejar de regreso a Purmamarca. Max y yo caminamos hasta la entrada del pueblo para probar suerte antes del anochecer. Las verdes estepas habían desaparecido tras subir nuevamente las curvas andinas, que nos habían elevado hasta los 3600 metros entre mesetas y macizos áridos. Podía empezar a sentir cómo se resecaba mi piel, mis labios y mi boca Era imprescindible acabarse el escaso litro de agua para mantenernos sanos. Definitivamente, queríamos salir de ahí. De repente, avistamos un grupo de camiones de carga estacionados a la salida del pueblo. Hablamos con sus conductores para preguntarles si se dirigían al Paso de Jama. Nos dijeron que a esa hora ya nadie manejaría hasta allá. El paso fronterizo estaba a punto de cerrar, y a nadie le gustaba pasar una noche en Jama. Si la altura y el frío eran infernales en Susques, los 4200 metros en el Paso de Jama hacían volverse loco a cualquiera Así que nos recomendaron probar suerte a la siguiente mañana, ya que una multitud de transportistas salían a diario desde el pueblo hasta Chile, y con seguridad, alguno de ellos nos querría llevar. Algo decepcionados y con el sol descendiendo poco a poco Max y yo nos resignamos a tener que acampar otra noche junto a la ruta. Los comentarios de los choferes nos habían asustado un poco, y para empeorar más las cosas, la altura comenzaba a hacer doler mi cabeza Le propuse que buscásemos una tienda para comprar agua y aguantásemos un día más para llegar a Chile. Estábamos ya tan cerca, y no podíamos demorarnos más que eso. Nos adentramos en la población en busca de agua. Tenía toda la pinta de ser un pueblo fantasma. Un solitario niño nos miró con extrañez, y nos indicó dónde encontrar la única tienda de la comunidad. Decidido a cruzar la frontera al otro día, me atreví a gastar mis últimas 7 monedas argentinas, con las que compré cuatro plátanos, ya que el dueño, amablemente, llenó gratis mi botella con agua. Volví con Max junto al aparcamiento de los camiones. Era el mejor sitio para acampar si queríamos conseguir un ride al otro día temprano. Nos posamos junto a una pared de ladrillos que nos protegería de los vientos nocturnos y ahí alzamos la tienda. Cenamos una banana me tomé una pastilla para el soroche (mal de altura) antes de meterme en mi saco de dormir. Dejé mi ropa térmica junto a mí por si el crudo frío andino se hacía presente. Sin dinero y con solo fruta y agua en mi bolsa, no tenía más opción que llegar a Chile…
  2. Mi viaje con la tropa argentina por los lares del norte había culminado. La tarde del 5 de enero habíamos dejado el Dique Cabra Corral y habíamos llegado de vuelta a la ciudad de Salta cerca de las 10 de la noche. De regreso en el apartamento de Guti, tomé mi tiempo para cenar, darme una ducha y empacar mis cosas, viéndome acostado en la cama después de la medianoche. Al otro día me esperaba uno de mis más inusitados retos: debía llegar a la frontera chilena con 5 pesos argentinos en la bolsa ya que sacar dinero del cajero en Argentina representaba un tipo de cambio al dólar mayor, que no me favorecía en absoluto. Por supuesto, mi estrategia de viaje era hacer dedo. Había pedido aventones en dos ocasiones durante mi estadía en España, e incumbe confesar que fue bastante difícil (cabe mencionar que en España está penalizado recoger gente en la carretera). Pero esta situación era bastante diferente: no tenía dinero, no estaba en un país en el que era residente, y sobre todo, esta vez me encontraba solo Por eso, para mí esta sería mi primera experiencia real como hitchhiker (término angolsajón que designa al viajero que pide aventón con el dedo). Preparé mi cuerpo y mi mente para ello. Sabía que el tiempo que me podía tomar coger un ride era muy variable, y con mi tienda de campaña me enfrentaría a dormir junto a la pista si me agarraba la noche. Cogí todos los víveres posibles para el viaje, incluyendo fruta, cereales, galletas y una botella con agua. Una ventaja en Argentina es que el agua es potable, lo que disminuía un gasto para mí Utilizando la página hitchwiki.org (un wikipedia para viajeros hitchhikers que un buen amigo argentino me recomendó) planeé la mejor ruta para llegar hasta San Pedro de Atacama, la mejor opción para después tornar al norte y regresar a Perú. Con mi trayecto preparado, prendí mi alarma para que sonara antes de las 8 am, y así poder comenzar mi hazaña temprano por la mañana. Pero el cansancio del día anterior (y un poco de mi irresponsabilidad inoportuna ) me constriñó a seguir durmiendo después de golpear suavemente mi teléfono. Joaquín se despertó antes que yo, y al echar un vistazo al reloj (que marcaba las 10:30 am) supo que me había quedado dormido. No dudó en despertarme para que me apresurase a irme. Tenía 500 km que recorrer y debía hacerlo en 9 horas, antes de que me alcanzara la noche Vaya forma de empezar mi día—, pensé. No quise tomar una ducha, ni siquiera un café. No pensaba consumir más tiempo valioso. En vista de que Guti no había regresado aún de su travesía alpinista por el Nevado de Cachi, decidí dejarle un mensaje escrito en su pizarra de la sala. Su hospitalidad había salvado por completo mi viaje y me había hecho conocer a excelentes compañeros. En una muestra de amabilidad, Joaquín me obsequió $20 más Con ello podría comprar comida si me llegase a hacer falta. Me acompañó hasta la parada en la avenida principal donde tomé el bus que me llevaría a mi primer punto hitchhiker: La Caldera. Me despedí de él, y con ello, de todo un mar de recuerdos que inundarían mis memorias sobre Argentina para siempre. Ahora me enfrentaba a un destino incierto… completamente solo. Mi desesperación se frustró más y más mientras el bus avanzaba a paso lento por la ciudad. Tomó la salida norte hacia el distrito de Vaqueros, hogar de la peculiar tía Fedra. Por tanto, sabía que no debía perderme, pues conocía tales rumbos. Pasamos Vaqueros para adentrarnos en la boscosa carretera número 9, tal y como lo había planeado. El autobús iba lleno con una multitud de chicos de secundaria que, al parecer, iban de excursión. El bosque a ambas orillas de la ruta se hacía cada vez más frondoso. No sabía si pedir la bajada ahí, en mitad de la nada, o esperar a ver muestras de civilización. El bus dio vuelta hacia la izquierda, pasando un puente y adentrándose en calles de concreto entre amplias casas de un solo piso. Pregunté si regresaríamos a la ruta 9, a lo cual una señora me contestó que no. Los chicos secundarianos pidieron la parada, justo frente a una montaña que dominaba el pueblo. Estábamos ya en la última parte de la comunidad de La Caldera. Pedí al chofer bajarme en su recorrido de vuelta, y me dejó en la plaza central, lo más cerca que pudo de la carretera. Caminé de vuelta hasta la autopista, disfrutando a la vez del paisaje húmedo y verde que La Caldera me ofrecía. Ahora entendía qué tipo de actividades son las que los adolescentes buscaban en aquel refundido sitio: renta de cabañas, campings, senderismo y deporte de aventuras se ofertaban a lo largo del pueblo. Cuando me encontraba cruzando el puente, avisté en la ruta a una pareja de hippies haciendo dedo (mismos que no estaban ahí cuando entré a bordo del bus). De pronto, un auto se detuvo para recogerlos. Qué rápido consiguieron un aventón—, dije. Pero otra idea colmó mi mente: había espacio para uno más Corrí con todo y mi equipaje en la espalda para no dejar pasar la oportunidad. Agitado, me acerqué a ellos y les pregunté: chicos, ¿van hacia el norte? Sí, vamos hacia Jujuy, contestaron. Un poco sonrojado pregunté si había lugar para uno más en el auto, a lo que contestaron con un rotundo no, porque llevaban demasiado equipaje Un poco decepcionado, los vi partir solitarios por la ruta, y me dispuse a conseguir mi propio ride. Si ellos consiguieron uno en menos de 10 minutos, ¿qué tan difícil podría ser? Tumbé mi mochila en la tierra y me coloqué bajo los árboles para protegerme del sol. Mi dedo pulgar aguardaba ansioso levantar mi antebrazo en una señal patrón que algún conductor debía forzosamente acatar… pero ningún coche se avistaba tras la curva Pronto, un amigo inesperado se unió a mi osada proeza. Un perrito que huía del calor se acostó junto a mi equipaje. Si bien me sentí cautivado, sabía que podía ser contraproducente. Si un conductor veía al perro junto a mí, creería que viajaba conmigo, y reduciría mis posibilidades de subirme al auto. En efecto, no muchos se sienten cómodos con un animal peludo a bordo. Me dispuse a hacer una maniobra estratégica, y escondí al menudo canino detrás de mi mochila. De esa forma, no me sentiría tan vil por echar a un perrito de mi lado y no me arriesgaría a prolongar más mi ya retrasado viaje. El minutero avanzaba y un exiguo número de coches habían apenas pasado por la carretera en dirección al norte. Era ya difícil mantener la sonrisa en mi rostro con tal de mostrarme ameno ante los automovilistas Mi cuerpo se veía andar de aquí para allá, buscando que su sangre circulara por las piernas, ya cansadas de yacer paradas en el mismo sitio. E hincadas o sentadas, buscaban un alivio a la inminente desesperación Cuando mi reloj marcaba más de las 3 pm, y cuando había perdido muchas de mis esperanzas luego de casi 2 horas de aguardo, un nissan sentra se detuvo unos metros delante de mí. Corrí a alcanzarlos con mi mochila al hombro. Sube—, exclamaron. Y justo después de cerrar la puerta, la chica me preguntó: ¿Y el perro?... Solté una sonrisa que ocultaba un pequeño dolor por dejar al tierno animalito abandonado en la soledad de la autopista. No viene conmigo—, respondí. Lo sentía mucho, pero no podía permitirme viajar con una mascota. Ante todo, hallarme a bordo del vehículo de una pareja que estaba dispuesta a transportar a un desconocido con su perro me hizo saber lo excelente personas que eran ambos Florencia y Martín eran de Buenos Aires, y viajaban en su auto simplemente para conocer su país desde el centro hasta el norte. Habían financiado su travesía vendiendo algunas cosas que ya no necesitaban, lo que me demostró que la voluntad siempre lo puede más Mientras exponíamos unos a otros un poco de nuestras vidas, avanzábamos por la ruta 9, que nos revelaba hermosos y verdes paisajes en ambos de sus extremos. Pero lo que a simple vista desde el Google Maps parecía una corta distancia se convirtió en un trayecto sinuoso, que obligó a Martín a manejar a una lenta velocidad. Las curvas ascendían por las yungas salteñas, dejando al desnudo profundos acantilados cubiertos de un frondoso follaje. La carretera se hacía cada vez más angosta para abrirse paso entre la maleza, y sabíamos muy bien el peligro que eso representaba, sobre todo conduciendo del lado del precipicio. Sin duda, me di cuenta de que esa no era la misma ruta por la que había llegado a Salta desde Humahuaca, hace casi dos semanas. Nuestro vértigo se acentuó de manera estrepitosa cuando detrás de una curva apareció una escena espeluznante: un coche había caído por el acantilado El vehículo se encontraba atrapado entre las ramas de los enormes árboles que, por fortuna, amortiguaron su caída y evitaron un mortal accidente. La carretera estaba cerrada por el carril norte, donde se podían apreciar las marcas de las llantas que recién habían derrapado sin control. Por fortuna, y según vimos, no hubo muertos ni heridos de gravedad Con toda la precaución posible, Martín optimizó su concentración al 100%, y seguimos adelante hacia nuestro destino: la ciudad de San Salvador Jujuy. A unos 120 km al norte de la ciudad de Salta, San Salvador de Jujuy es la capital de la provincia de Jujuy, el departamento más septentrional de toda Argentina. A pesar de haber pasado varios días en el norte y centro de Jujuy con Nico y Rocío, no habíamos querido detenernos en la ciudad capital, que según sabían, poco ofrecía a los visitantes. Y al parecer, algo similar pensaban Florencia y Martín Me dijeron que querían parar en la ciudad solo para no dejar de ver su centro histórico. Pero que si no había mucho más que hacer, no pasarían la noche ahí; en cambio, buscarían resguardo en Purmamarca, pueblo más al norte que me dejaba mucho mejor ubicado para seguir mi camino rumbo a Chile. Así que hicimos un trato: en lugar de dejarme en la carretera, los acompañaría al casco viejo de Jujuy e iríamos a la oficina de turismo. Allí decidirían si quedarse (y yo tomaría un bus a la autopista para pedir otro ride) o si seguían su camino y me dejaban en Purmamarca. Luego de aparcar el auto frente a la Plaza de Armas, no vacilamos mucho para hallar el centro de atención. Seguido de un rápido vistazo al folleto informativo, decidieron que, en efecto, dormirían esa noche en Purmamarca Y feliz por el oportuno fallo, me dispuse a conocer el centro histórico de la ciudad. Como es costumbre en las ciudades de la España Colonial, en los alrededores de la Plaza Belgrano (plaza central) se encuentran los edificios de gobierno y la catedral. El Palacio de Gobierno me pareció una construcción exquisita. Una mezcla de estilo colonial neoclásico con elementos de Italia, cuya influencia en toda Argentina es bastante notoria. Entramos para conocer sus impecables interiores, con la silla presidencial de la provincia y las banderas de todos los departamentos del país. Desde su sala principal, tuvimos una vista muy bella del zócalo de la ciudad. Salimos del palacio y seguimos por la catedral de estilo barroco mixto, donde no me pude dar el lujo de pagar $5 para la entrada Caminamos por su calle principal, General Belgrano, llena de comercios y establecimientos de comida. Resistiéndome a cualquier tipo de tentación que involucrase el intercambio de monedas acepté un poco de la coca cola que me ofrecieron Flor y Martín para subir mis niveles de azúcar y aguantar el hambre hasta la noche, apaciguada menormente por un proteínico plátano que cargaba en mi bolsa y que no dudé en comer. Unas cuantas vueltas por el centro fueron suficientes para los tres turistas, que antes de que se hiciera más tarde, volvimos al coche para emprender el camino a Purmamarca. Al dejar atrás la capital, súbitamente el paisaje circundante cambió. Las verdes y húmedas yungas que resbalaban por las colinas orientales de la cordillera andina de pronto me llevaron de vuelta a las áridas quebradas que antecedían al altiplano. Los colores desérticos, del marrón al rojo, cautivaron los ojos de Flor y Martín. La Quebrada de Humahuaca me dio la bienvenida de regreso una media hora después de conducir por la ruta 9. Tomamos la desviación hacia la ruta 52. Ahora me sentía bastante seguro y mucho más cerca de mi destino. La ruta 52 era el camino comercial más transitado que comunica al Cono Sur de Sudamérica con Chile. Había leído que muchos de los solitarios traileros de Brasil, Paraguay y Argentina tomaban esta autopista para llegar hasta Chile, y el primer destino después de la frontera era precisamente San Pedro de Atacama. No había mejor conductor que me recogiese que un trailero comerciante. El plan era simplemente perfecto Tan sólo 3 km de iniciada la 52, arribamos a Purmamarca, pueblo que ya había tenido la suerte de visitar con Nico y Rocío antes de Navidad. Flor y Martín me dejaron en la entrada del pueblo, y se despidieron de mí para ir a buscar donde pasar la noche. Mientras tanto, corrí hasta la autopista para tratar de coger un aventón. Eran ya las 6 pm y había 400 km que me separaban de mi objetivo Quería al menos llegar a la frontera y acampar allí, para cruzar al otro día temprano. Todavía pasaban algunos coches hacia el oeste, y no había muchas opciones. En esa dirección, después de Purmamarca, casi no había poblados, y mucho menos un hostal donde hacer noche. La gente que transitaba eran, quizá, locales que se dirigían a sus casas en las rancherías o traileros que harían noche antes del paso fronterizo, que para esa hora, seguro ya estaba cerrado. Mientras la mayoría de los viajeros se paseaban por el lugar buscando un camping o un hostal, a lo lejos avisté a un chico que alzaba su dedo en petición de un aventón. En su gran letrero se leía Paso de Jama. Sí, sabía que, precisamente, en esa dirección no había muchos otros lugares a donde ir, sino al cruce fronterizo. Me acerqué a él y me presenté. El chico era Maximiliano, y entre su escaso español y mis pocos conocimientos de portugués, se presentó como Max. Un joven carioca que se había alejado de las favelas do alemão por unas semanas, y había viajado a dedo desde su natal Río de Janeiro hasta las tierras norteñas de Argentina para conocer las maravillas de sus países vecinos. Las historias de sus osadas y largas travesías por rides, llegando a recorrer más de 500 km en un solo día, me dieron mucha más seguridad y me alentaron para, con su consentimiento, unirme a él en la búsqueda de un alma solidaria que nos transportase hasta Atacama. Locales en la carretera 52 Ningún coche se detenía y poco tiempo pasó para que la carretera se vaciara, y para que el sol comenzara a descender en el horizonte. Un conjunto e intimidante grupo de nubes se avecinaban desde el norte. Supimos que era tiempo de abortar la misión y buscar un buen lugar donde dormir Me sorprendió saber que Max viajaba sin una carpa, y que con el poco dinero que tenía no podía pagar muchos hostales. Según me contó, había dormido en repetidas ocasiones en estaciones de bus o bajo pequeños techos. Y precisamente eso fue lo que me propuso Contradiciendo en absoluto su proposición, le dije que yo había estado ya en Purmamarca y sus zonas aledañas. A pesar del caluroso verano, el frío durante la noche era fuerte y penetrante, y no pensaba echarme a dormir sobre el frío y duro concreto No con una casa de campaña en mi espalda. Así que lo invité a que acampásemos juntos, y buscamos un terreno donde montar la carpa. Caminamos hacia el lado posterior del pequeño pueblo. Recordaba un lugar al final del sendero del Cerro de los 7 colores. Y ahí, sobre un rojizo montículo de arena y protegidos del viento, armamos nuestro dormitorio temporal. Dejé a Max por un momento para ir a comprar agua embotellada, ya que el agua pública de Purmamarca no era apta para beber. Si debía gastar mis últimos $20 que adquirí gracias a Joaquín, lo haría en algo completamente esencial. Sabía que pasaría al menos otro día viajando a dedo y, al menos, tenía que estar bien hidratado M despedí de $13 entre el agua y algo de fruta que adquirí en una tienda de abarrotes. $7 era la modesta cantidad que hasta entonces colmaba mi bolsillo Pero cuando volví a la carpa, Max me quiso agradecer por darle alojo en mi cómoda habitación móvil Sacó de su mochila un baguette, jamón, queso, galletas y un jugo. Entonces, me sentí agradecido por hacerle caso al destino, que al unirme con él se aseguró de que aquella noche no pasara hambre Cenamos alegres bajo nuestro techo, mientras el cielo se oscurecía, y daba paso al resonar de los truenos y relámpagos que iluminaban por segundos las translúcidas paredes de la tienda. Cual orugas nos enrollamos dentro de nuestros sacos de dormir y nos tapamos hasta la cabeza para conciliar el sueño. Programamos nuestra alarma para que sonara justo al alba, para comenzar una nueva jornada, en aras de alcanzar juntos la línea chilena…
  3. Del álbum A dedo por los Andes

    Conseguida desde https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/a/ac/Ruta_9_Salta_a_Jujuy.JPG
  4. vale

    Navidad en Jordania

    Hola, tenemos 14 días de ferias en navidad y queremos irnos una semana a Jordania pero llevo días buscando vuelos y no encuentro ninguna oferta (menos de 1500 euros ida y vuelta), conocéis alguna compañía barata? Las fechas son flexibles entre el 27/12 y el 07/01. También tenemos problemas con el alojamiento si nos podéis aconsejar dos o tres hoteles y ciudades nos ayudais.
  5. Faltaban 3 días para la Nochebuena. Nico y Rocío estaban ansiosos por volver a pisar sus tierras. Yo me sentía dichoso por tener con quién pasar la navidad Pero mi felicidad era más alentada por la inesperada aventura a la que mi viaje poco calculado me había arrastrado. Después de todo un día recorriendo el Salar de Uyuni, regresamos a la ciudad a comprar nuestros boletos de bus para la ciudad fronteriza de Villazón, desde donde cruzaríamos a la singular Argentina. Antes de que el camión partiera, cenamos en un restaurante que, al final, nos resultó bastante incómodo, por la mala atención que recibimos por parte de los dueños. Para resumirlo, la dueña se colocó en la puerta a darnos empujones, para obstruirnos el paso y no dejarnos salir luego de habernos quejado por una coca cola abierta y otra que no tenía gas. Es un poco de lo que se puede encontrar siendo turista en Bolivia. Después de todo, hay que ser comprensible. La mayoría de los establecimientos son atendidos por personas indígenas, que rara vez han cursado estudios de turismo o han recibido capacitaciones de servicio al cliente. Luego de la bizarra experiencia, subimos al bus. Esta vez, parecíamos ser los únicos turistas a bordo. Pronto, nos vimos rodeados de bolivianos que, a pesar de caída la noche, no dejaban de hablar ni apagaban la música en su celular Como si no hubiera sido suficiente, y como si Nico no hubiera estado de peor humor (llevaba dos días durmiendo en buses, sin haber tomado una ducha y acaba de discutir con la restaurantera) la carretera sur parecía ser peor que en la que habíamos viajado al venir. El vehículo no dejó de vibrar en todo el camino, golpeando nuestros traseros con un constantemente saltar. Para acabarla de completar, el chofer se detenía en cada garita que una persona le hacía la parada. Sin importarle que el transporte fuera al tope de lleno, continuó subiendo gente hasta que el pasillo se atestó de cholitas escoltadas por sus cuantiosos retoños. Las anchas caderas de estas mujeres me acorralaron por ambos lados Ni decir de pararse al baño, caso que se presentaba como todo un desafío. Un niño sentado en una cubeta detrás de su madre, meneaba su cabeza a causa del sueño, y terminó por posarse accidentalmente en mi hombro. Era la situación perfecta para una fotografía nocturna, pero levantarme por mi cámara (que estaba en el portaequipaje) era otra complicada hazaña que no me dispuse a realizar. El llanto de una pequeña que colgaba por la espalda de su madre envuelta en un rebozo, nos acompañó aquella noche que se tornaba eterna. Y la dificultad de mantenerme en el mismo sitio por un minuto fue la misma dificultad con la que no pude dormir Arribamos a Villazón cerca de las 3:30 am. Mostrando un poco de compasión, el chofer nos dejó quedarnos a dormir un poco más en vista de que la oficina de migración abría sus puertas a las 7. Apenas cuando salía el sol, los argentinos y yo cogimos nuestras maletas y caminamos rumbo a la línea fronteriza. Me habían sobrado bastantes billetes bolivianos, y fue cuando sobrevino la disputa sobre el cambio de divisas: Nico y Rocío me explicaron con detenimiento cómo funciona el cambio de moneda en su país. El lío se puede resumir con la existencia de dos cifras: la oficial y la no oficial. La oficial (que se puede encontrar en cualquier casa de cambio o banco en Argentina) colocaba al dólar a la venta en unos 8 pesos argentinos. Mientras en el no oficial (que se encuentra en el mercado negro) se pueden recibir desde 10 hasta 14 pesos por cada dólar. Por tanto, no era conveniente entrar a argentina con bolivianos. El destino parecía jugarme chueco, ya que ninguna casa de cambio tenía dólares. Pero al calcular Rocío las cifras de cambio directas del boliviano al peso se dio cuenta de la ganga que podía negociar. Al final, recibí 2 pesos argentinos por cada boliviano, quedando así el dólar a mi favor, con 14 pesos por cada uno (exactamente al precio que se encontraba el peso mexicano en aquel momento). Desde entonces, por cada peso argentino que gastara estaría gastando uno mexicano. Con unos 1000 pesos en efectivo, me disponía a gastar lo menos posible durante mi estadía, ya que de otra forma tendría que retirar del cajero, lo cual me daría casi la mitad del precio que había recibido. Sin duda, a veces las buenas matemáticas son las mejores amigas del viajero Una vez cargado con plata, llegamos al paso fronterizo. Un pequeño puente que cruzaba un río daba el acceso a la ciudad argentina de La Quiaca, a donde centenas de bolivianos se disponían a pasar. Lado boliviano del paso fronterizo Villazón - La Quiaca El sol ya había salido y comenzó a calentar, lo que nos hizo despojarnos de nuestros abrigos. Poco después de las 7 am los oficiales dieron pauta a la apertura del paso. Llenamos las formas de salida y teníamos todo listo, pero la fila no parecía avanzar, a diferencia de los grupos de personas que corrían con carritos de supermercado por la parte superior de la oficina, que tenían toda la pinta de ilegales Luego de casi una hora caminando a pocos centímetros por minuto, pasamos a la ventanilla de la oficina boliviana, donde un simple sello fue todo por lo que habíamos aguardado. Nos indicaron entonces la dirección para hacer la otra fila, tras la que por fin ingresaríamos al lado argentino. A pesar de nuestras nacionalidades (pues su rigidez con los bolivianos era más que notoria), fuimos víctimas de la burocracia, y encima de los dos oficiales al mando, nuestra espera se prolongó hasta por dos horas más Al final, uno de los agentes nos apartó de la agobiante hilera, se llevó nuestros pasaportes y, en un solo minuto, teníamos el sello de entrada con nosotros. Sin hallarle sentido a otro enfado más (sobre todo Nico y Rocío por la ironía de ser connacionales) cruzamos felices y al fin pisamos la Argentina. Ambos casi besaron su suelo, al que habían añorado desde hace varios meses. Tomamos un taxi hacia la estación de buses, donde compramos nuestros tickets al destino que Rocío nos había recomendado para pasar la navidad: el pueblo andino de Tilcara. En nuestro tiempo libre antes de partir, acudimos a una cafetería y desayunamos un café con facturas y medias lunas (pan dulce y croissants, conocidos como cuernitos en México). Empecé a empaparme un poco del argot argentino, al que ya me venía acostumbrando al compartir mis días junto a esa simpática pareja. Al calor del mediodía tomamos el bus hacia Tilcara, sobre cuya superficie intenté reconciliar mi sueño que fue armonizado poco a poco por los primeros hermosos paisajes con los que Argentina me daba la bienvenida. En medio de un paraje lo menos parecido a como lo había imaginado, el autobús se detuvo para que los tres pudiéramos descender. Y fue entonces cuando los testimonios sobre el insoportable calor veraniego del norte argentino se convirtieron en un mito poco creíble para mí. Paisaje árido de Tilcara Una fuerte ráfaga de frío viento se abalanzó sobre nosotros apenas pusimos un pie sobre la arenosa superficie Me puse mi campera para apaciguar el clima, que al mismo tiempo provocaba una leve comezón en mi piel, pues los rayos del sol a las 3 de la tarde seguían abrasando a pesar de la baja temperatura. Cruzamos la carretera y caminamos por una larga avenida de tierra, que se orillaba por modestas casas adornadas por la vegetación seca. Alrededor de la minúscula población se erigían áridas montañas. Tras la ruta tomada se abría un paso natural hacia el Altiplano andino. Estábamos ahora en la Quebrada de Humahuaca, un particular accidente orográfico de la provincia de Jujuy que me alojaría durante los siguientes seis días. El primer paso fue buscar un alojamiento, que Nico y Rocío tenían bien merecido después de dos noches a bordo de incómodos buses. Dejamos las maletas en una esquina y nos turnamos para caminar en busca de un hostal. Se acercaba la navidad y debíamos hallar un precio que no rebasara nuestros presupuestos. Y como si la pronta llegada del natalicio de Jesús hubiera retenido a todos en casa, las calles lucían desiertas y los hostales poco concurridos. Algunas veces, ningún empleado aparecía para atender la recepción. Me daba la impresión de ser un pueblo fantasma. La lúgubre soledad desapareció a lo largo de una pequeña calle empinada, donde Nico y yo encontramos las mejores opciones: hostales económicos con áreas de camping, algunas cafeterías con música en vivo y las famosas peñas para pasar las noches de fiesta. Volvimos por nuestro equipaje y pagamos una noche en un cuarto compartido en un cálido y colorido hostal familiar De camino hacia el hospedaje, nos topamos con una serie de cabañitas cuyas simpáticas fachadas con troncos en el techo (al estilo de Los Picapiedra) nos llamaron mucho la atención. La oficina de información estaba justo frente a ellas. Si bien intuimos que el precio sería algo elevado, no quisimos quedarnos con la curiosidad y preguntamos a la encargada, quien no dudó en mostrarnos el interior. Piso de madera, calefacción, una pequeña cocina, una cama matrimonial, una individual, un enorme baño con bañera y secador, un cómodo patio trasero con mesas, sillas y un asador. Era la manera perfecta de pasar la navidad El titubeo se encaminó al saber el precio: 900 pesos por noche Al darle las gracias, la señora se percató de nuestras caras de imposibilidad, y pronto bajó el precio a 800. Le dijimos que lo hablaríamos y tomaríamos una decisión. Regresamos al hostal para tomar una ducha caliente y para por fin sentir que estaba en Argentina. Por supuesto, estoy hablando del mate Esta legendaria bebida que es parte orgullosa de su reconocida identidad nacional (sin dejar atrás sus cortes de carne, pizzas, pasta, sus vinos, empanadas, el tango y el futbol). En la universidad había elaborado una campaña publicitaria para un restaurante Uruguayo de la Ciudad de México llamado “Mateamargo”; un año atrás había tenido la oportunidad de viajar con argentinos por el sur de España, donde probé el mate por primera vez. Y seis meses antes había hospedado a una pareja de Buenos Aires, que compartía con gusto su vital bebida. Sin embargo, nada de esto se comparaba con la experiencia de tomar mi primer mate en Argentina Aunque debo confesar que el amargo sabor de la hierba y la hirviente temperatura del agua no eran mucho de mi agrado, poco a poco le fui agarrando el gusto durante mi estadía. Después de todo, era un excelente digestivo si no abusaba mucho de él. Y por si no me había quedado claro el inigualable poder del mate, cuyo ritual es un perfecto objeto de estudio social que va mucho más allá de sus propiedades herbáceas y de la satisfacción sensorial, rápidamente hicimos amistad con dos chicas capitalinas que se hospedaban en el mismo lugar. Tras repetidos sorbos de la bombilla, y tras una larga deliberación, los tres estuvimos dispuestos a gastar 500 pesos por pasar dos noches en una de las cabañas; después de todo, merecíamos una navidad cómoda y sin preocupaciones Con la mejor actitud, negociamos con la señora para que nos bajara el precio por dos noches en 1500 pesos (originalmente 1600). Con mucha amabilidad aceptó la oferta, y quedamos de vernos al mediodía para coger las llaves y dejar nuestras cosas. Por la noche decidimos conocer la vida nocturna que Jujuy nos tenía preparada. Si bien el plan inicial era buscar algo para cenar, al final terminamos de joda en la peña que se encontraba frente a nuestro hostal. Una peña es una especie de restaurant – bar argentino donde se vende comida típica nacional, variedad de vinos y bebidas y se caracteriza por la música folclórica que se toca en el escenario. Algunas contratan a grupos en vivo para entretener al público; otros simplemente dejan que sus mismos clientes sean quienes se suban e improvisen poemas, actos, música, cantos y cualquier estilo de expresión artística. No hubo una mejor forma de introducirme en el estilo de vida del norte argentino que haber visitado esta adorable peña. Todas las empanadas que había probado antes en mi vida no se compararon al exquisito sabor de las que comimos allí Carne molida, pollo y la exótica carne de llama me dieron la sazón perfecta para aquella fría y oscura noche. Mi, hasta ahora, escaso gusto por el vino tinto se transformó tras las dos botellas que sabiamente Nico y Rocio habían seleccionado entre la gama de marcas disponibles. No hace falta decir lo rápido que los efectos etílicos se hicieron presentes en alguien sin experiencia como yo La alegría estimulada por una ligera ebriedad tocó su punto máximo con las melodías que la familia de músicos en el escenario tocaba con el charango, la quena y el sicu, instrumentos andinos hasta ahora desconocidos para mí. La tradicional vestimenta de origen indígena que portaban los artistas parecía bastante pesada, pero abrigadora para aquel día. El micrófono no parecía distorsionar el grave sonar de las flautas, que al ritmo de las cuerdas y la voz armónica interpretaban variedades de chacarera, zamba, y el mundialmente famoso carnavalito, que me llevó de vuelta a mis clases de música en la escuela secundaria, donde ignoraba su procedencia andina. Cuando menos lo esperé, me vi dando vueltas por toda la peña jalado por la mano de una mujer quien a saltos y vueltas me hizo bailar una chacarera. Nuestros prolongados parpadeos dieron indicio a nuestra evidente necesidad de dormir. Pagamos la cuenta y volvimos al hostal pasada ya la media noche. Argentina me había dado una calurosa e inolvidable bienvenida que logró superar todas mis expectativas Y al ritmo de la música híbrida de Jujuy arrullé mi sueño en la fría litera de madera.
  6. Luego de un día entero de caminar por la riviera del río Urubamba y de viajar 6 horas en una incómoda van a través de las curveadas carreteras de montaña, retornamos a Cuzco sólo para estacionar nuestros cuerpos nuevamente y disponernos a otra travesía. Jennifer, René y yo nos dirigimos juntos a la estación de buses, en donde pronto regateamos por el precio más barato para llegar a Puno, que se fijó en 30 soles (cerca de 10 USD), bus en cuyos asientos caímos literalmente derrotados Parecía que la mayoría de los viajeros seguían esa ruta. A pesar de que Puno era la ciudad costeña del Titicaca más cercana, y desde cuyas cercanías se pueden visitar las islas flotantes de Uro (en donde supuestamente siguen viviendo descendientes incas autóctonos), parecía que no prometía mucho. Había recibido ya cuantiosos comentarios sobre la suciedad, la calumnia y lo poco que la ciudad podía ofrecer. No obstante, era la parada obligada antes de cruzar a mi todavía incógnito destino: Bolivia. Como buen (o mal) viajero, me lancé completamente a la aventura, sin haber investigado tan si quiera un poco sobre lo que Bolivia podía ofrecerme. De esta forma, quise dejar que me sorprendiera por sí misma Jennifer y René se dirigirían a La Paz (destino que Nico y Rocío, la pareja argentina que conocí en Cuzco, me habían dicho que visitarían). Pero no quería dejar pasar la oportunidad de estar en la costa del lago más alto del mundo. Llegamos a Puno cerca de las 6 am, y la verdad es que el desaseado horizonte que vi por la ventana no me había entusiasmado mucho. Tan solo unos pasos dentro de la estación de buses comenzaron a acercarse los caza-turistas, siendo el destino que más promovían a gritos y voces el pueblo de Copacabana. Se trata de una pequeña ciudad boliviana a sólo 8 km de la frontera con Perú, justo en la costa del lago Titicaca, al pie de la famosa Isla del Sol, isla sagrada de los antiguos incas. Con su insignificante magnitud, su mágica línea costera, sus precios reducidos y su excelente ubicación geográfica, era el destino perfecto para mí Así que negociamos con la primera señora que se apareció y pagué el reducido precio de 10 soles (3.3 USD) por llegar a Copacabana en un bus turístico, que nos esperaría en la frontera para hacer los trámites necesarios. Después de un desayuno con los colombianos, abordamos el bus y acaparamos los asientos traseros. Entre la multitud de jóvenes turistas de todas nacionalidades que se amotinaron en el vehículo, un español llamado Asier, se sentó junto a mí. En mi nostalgia por volver a pisar tierras españolas después de haber vivido seis meses en Galicia, entablé rápidamente conversaciones con Asier, cuyo acento delató rápidamente su procedencia vasca, origen que el terramozo desconoció cuando se acercó a entregarnos la boleta de entrada a Bolivia, que debíamos llenar y entregar en la oficina de migración. Asier me pidió mi bolígrafo prestado, y fue que pude notar que ninguna de sus manos tenía dedos. Más allá de los prejuicios o de incómodas preguntas, su habilidad para escribir me cautivó, y más después de que me contara que estudiaba para ser profesor de educación física en España Sin duda, son de esa clase de seres humanos que nos enseñan que no existe obstáculo para cumplir nuestros sueños. Paisaje fronterizo entre Perú y Bolivia Luego de pocas horas el bus se detuvo en la frontera, donde todos descendimos con nuestro pasaporte en mano. René y Jennifer pronto desaparecieron de mi vista, cuando se alejaron en un taxi rumbo a un café-internet, donde debían imprimir una carta de no antecedentes penales que les era solicitada por Bolivia Nos movimos poco a poco de una oficina a otra, donde sellaron nuestra salida y entrada de ambos países. La vista era hermosa hacia el inmenso lago, que pronto serenó los exhaustivos papeleos migratorios por los que habíamos pasado. Todos volvimos al bus, ansiosos por llegar a nuestro destino; pero al parecer, a Jennifer y René no les había ido tan bien. Primeras vistas del lago Titicaca El chofer arrancó el bus cuando ellos aún no volvían. Me levanté furioso y pedí que se detuviera petición a la que el conductor respondió: “no es mi culpa que se tarden tanto”. Mientras replicaba enfadado a su supuesta promesa inicial de “esperar a los pasajeros en sus trámites migratorios”, los colombianos aparecieron caminando lentamente hacia el bus, con sus rostros evidentemente irritados. Les abrí la puerta mientras el bus seguía avanzando lentamente y traté de consolarlos, sin saber aún qué había ocurrido. Tomaron asiento y Jennifer recargó su cabeza sobre el pecho de su novio, con lágrimas de enojo en sus ojos. René me contó lo mal que los oficiales de migración los habían tratado: Ellos hicieron fila como todos, pero los oficiales no respetaron su turno, y los dejaron hasta lo último. Una vez adentro, pidieron sus pasaportes, carta de migración y de antecedentes penales, que ambos tenían en orden. De repente, las solicitudes estúpidas comenzaron: cartillas de vacunación, vacuna de la fiebre amarilla, reservas de buses y de hoteles, cartas de invitación de bolivianos, estados de cuenta de tarjetas bancarias, boleto de salida del país… Según la legislación, el país está en su derecho de pedir dichos requisitos, pero fue solo a los colombianos a quienes se los solicitaron ¿por qué no a los brasileños, por qué no a los europeos, por qué no a mí? Son las ocasiones en que pienso que la nacionalidad es sólo una manera estúpida de separarnos y marcar tontas diferencias entre seres humanos que deberíamos ser tratados por igual, sin importar raza, sexo, edad o procedencia. Ante este sueño utópico, el asunto se arregló (por supuesto), con un soborno solicitado por los mismos oficiales, el que René y Jennifer no tuvieron opción de rechazar. Después de la mala experiencia, no sabía qué pensar de Bolivia, y traté de dejar mi mente en blanco para reescribir mi historia en este nuevo país. Después de todo, este tipo de cosas no me asustaban, ya que también suceden en México Sólo unos pocos kilómetros adelante llegamos a la ciudad de Copacabana, siendo casi las primeras construcciones que se avistan desde que se cruza la frontera. El autobús aparcó y anunció su salida próxima para quienes seguirían su camino hasta la ciudad capital, recorrido que tomarían Jennifer y René. Así que luego de bajar a estirar sus piernas y conocer un poco del menudo pueblo, se despidieron de mí, esperando volvernos a encontrar en alguna otra parte del subcontinente. De esta forma, me quedé al lado de Asier para seguir mi aventura. No hace falta describir la modestia con que el pueblo nos recibió. Si bien los edificios de ladrillos sin repello, las azoteas llenas de ropa tendida y las cholitas paseándose con sus múltiples hijos y extravagantes sombreros no difieren mucho de la imagen peruana, notamos pronto la diferencia en los precios todavía más baratos que en su país vecino. Comenzamos la odisea de la búsqueda de un hostal, donde el precio no era lo que nos incomodaba, sino a dificultad para conseguir wifi las 24 horas y agua caliente para ducharnos Los pocos que ofrecían conexión a internet lo hacían sólo durante algunas horas y en la recepción, o había que pagar extra para la renta de un ordenador. Por fortuna encontramos el sitio ideal: el Hostal Arco Iris. 15 bolivianos por noche (2 USD) en una habitación privada para dos personas, baño compartido con agua caliente (con derecho a sólo una ducha por día) e internet gratuito Las camas no fueron lo más cómodo del mundo, pero no se podía esperar mucho por tal precio. Después de avisar a mi familia y amigos que había llegado con bien, tomé una ducha y lavé un poco de ropa en el lavamanos. El dueño del hostal me regañó y me dijo que estaba prohibido hacerlo, que para eso había lavanderías. Un momento después, con los ánimos menos álgidos, me explicó que en Copacabana el agua escasea (cosa rara para mí, pues se encuentra junto un enorme lago ). Tratando de no ser grosero y sin hacer tantas preguntas, acepté su petición de lavar en la azotea, con el agua que reservaban para lavar las sábanas, y que se encontraba en un gran tambo de fibra de vidrio. En seguida comencé a entender las situaciones en las que me encontraba y lo sutil que debía ser al tratar a los bolivianos. Su apertura al turismo no data de mucho tiempo atrás, y en sitios como Copacabana la mayoría de los establecimientos turísticos son atendidos por personas indígenas, que pocas veces tienen estudios, y mucho menos cursos de atención al cliente. En su afán por conseguir algo de dinero para vivir, han abierto sus culturas y tradiciones al capital extranjero globalizado para que gente como yo los pueda conocer a precios realmente bajos. A pesar de lo grosero que pudieran sonar para mí, debía ser respetuoso; después de todo, ahí yo era el invasor. Además de reflexionar sobre el choque cultural que estaba a punto de vivir, esos minutos en el techo me sirvieron para que mi piel se enrojeciera y me diera cuenta de la altura a la que estábamos (3840 msnm), donde los rayos del sol queman mucho más Al terminar, bajé por Asier y nos decidimos a conocer el pueblo, no sin antes colocar una buena capa de protector solar sobre mi ya rojiza piel. Nos dirigimos primero al Cerro Calvario, un pequeño montículo que domina la ciudad y desde donde pretendíamos tener una vista panorámica. Desde la primera calle empinada mis pulmones empezaron a sufrir de la altura andina, a la que supuestamente ya debía estarme acostumbrando. Cada paso parecía una eterna lucha por respirar mientras mi piel experimentaba una extraña sensación térmica, acompañada de una tez caliente cuyos poros sudaban frío. Como dije, los rayos del sol penetraban más fuerte, y a su vez, los gélidos vientos de montaña soplaban contra nosotros, haciéndonos poner y quitar el suéter cada pocos minutos. El vigor se suavizó cuando alcanzamos el primer mirador, donde tomamos un descanso. La vista que el cerro nos ofreció fue simplemente maravillosa. La plenitud del lago Titicaca se abrió frente a nuestros ojos, dibujando en el horizonte la silueta de la Isla del Sol, sometida por las nubes que lucían mucho más bajas que lo normal. Ahora me daba cuenta de que en verdad estaba en el lago más alto del mundo En el mismo mirador se hallaba una pareja que parecían recién casados, a los que un hombre (quien creemos era un chaman) realizaba una especie de ritual espiritual. Las palabras que salían de su boca eran una mezcla de castellano con quechua, a las que pudimos entender cosas como “que dios los bendiga”, “bendiga a este nuevo ser”. Concluimos que estaba bendiciendo a un bebé que venía en camino. Pasaba un anafre con incienso alrededor suyo. Luego tomó cerveza de una botella de vidrio y la escupió por todo el piso. Después la escupió al aire, salpicándonos hasta a nosotros. Al final, formó una cruz cristiana en el suelo con la espuma del licor. Es interesante ser testigo de la mezcla de tradiciones que la conquista religiosa española trajo consigo 5 siglos atrás. Seguimos nuestro camino hasta la cima. Para ese entonces, parecía que mis piernas subían, pero mi dignidad resbalaba por los suelos, cada vez que una cholita anciana me pasaba al lado, escalando tan rápido como si el cansancio no existiera en su organismo haciéndome ver como un debilucho con pésima condición física (lo cual quizá no se aleje tanto de la realidad). En la punta del cerro (ya a 4100 metros de altura ) nos recibieron unas pequeñas capillas en fila, que parecen ser lápidas, al final de las cuales se erige una más grande que alberga la imagen de una virgen. Es la Virgen de Copacabana, venerada en toda Bolivia. A sus alrededores, decenas de personas vendían figurillas de casas y coches hechas de plástico y yeso. La tradición hace que uno ofrezca a la virgen la figurilla del objeto que le gustaría recibir, en señal de petición de ayuda a la misma. Bajamos a la parte frontal de la cima para tener mejores vistas. Toda la ciudad se extendió frente a nosotros, dándonos una estampa entre el rojizo de sus ladrillos, el verde de su colina, el azul de sus aguas y el blanco/grisáceo de un cielo que comenzaba a nublarse. Sentados en las escaleras y con el siempre solemne lago frente a nosotros, Asier y yo hicimos amistad con un matrimonio boliviano que dijeron ser profesores. Platicar con ellos me ayudó a tener una lectura diferente sobre la nación que estaba pisando. Pude entender la “fiebre Evo Morales”, el eterno odio entre Bolivia y Chile, la transición de estilo de vida de las comunidades indígenas, la apertura del país ante el mundo, entre otros aspectos sociopolíticos que ahora me hacían sentir verdaderamente adentrado en este viaje no planeado. Niña boliviana relajándose bajo el ardiente sol andino Aconsejados por la pareja, decidimos visitar al día siguiente la Isla del Sol, en uno de los múltiples viajes en catamarán que salen temprano desde la bahía de Copacabana. Así que descendimos del cerro para buscar algo que comer y víveres para el siguiente día, ya que nuestra intención era acampar en la isla. Acudimos al mercado, donde por exiguos 8 bolivianos (1 USD) comí un mogollón de carne molida con arroz, que incluso me duraría para el siguiente día Compramos algunas frutas y volvimos al hostal, donde rápido concebí el sueño.
  7. ¿Quién me puede dar consejos para alquilar un coche en la Patagonia? Por favor necesito que me ayuden!! Mi plan era alquilar un coche en Trelew de alquiler y devolverlo en El Calafate. Pero todo lo que encuentro es carísimo o de agencias medio raras La mejor oferta es con Hertz pero de todos modos es muy desalentadora, especialmente por todas las trabas, tales como € 3000 de fianza,limitación de 2.000 kilometros a la semana o el "pequeño" suplemento de casi 600€ por dejarlo en otra agencia!. En realidad, creo que sería más barato comprar un coche y luego revenderlo..... ¿es eso posible? Qué debo hacer? gracias
  8. AlexMexico

    Mi rumbo a los Incas

    No fue fácil tomar una decisión para dejar atrás la ciudad de Lima. Era el único destino que verdaderamente había planeado visitar. De hecho, era mi única parada obligatoria, tanto que su aeropuerto me recibió y me despediría. En principio mis planes apuntaban hacia el norte del subcontinente. Tenía intenciones de visitar a mi amiga Juliana en Bogotá y había recibido una invitación de Freddy, un estudiante colombiano de intercambio, para pasar el fin de año en su natal Santa Martha. Y la verdad que el Caribe colombiano puede tentar a cualquiera. No así, sabía que volar 5 horas hasta las tierras Incas y no visitar Machu Picchu me haría merecedor a un Fail Goal, y sobre todo al reproche de todos mis amigos (y de mí mismo), y fracasaría como viajero del sur. Pensé en la posibilidad de subir hasta Colombia y dejar Machu Picchu como última escala, antes de volver a México. Pero algunas charlas con Karen y un vistazo a mi cuenta de débito me bastaron para enderezar mi decisión. Visitar las icónicas ruinas incas no sería precisamente lo más barato de mi viaje; en cambio, sería una de las cosas que más huecos le haría a mi billetera. En efecto, me dirigí a la milenaria ciudad de Cuzco para después dejar que el viento me llevara consigo a donde mejor conviniera a mi destino. Pronto me di cuenta de que ya no estaba más en México. Investigar los precios de los tickets de bus para Cuzco no fue tan fácil como teclear en un buscador online o una página web de una estación de autobuses. En la ciudad de Lima cada compañía tiene su propia terminal (a excepción de la central norte, donde se aglutinan todas). Por tanto uno debe caminar calle por calle para preguntar por los precios, que pocas veces se muestran en sus sitios web. Por suerte, casi todas las empresas de transporte terrestre se encuentran en el mismo lugar, al este de la vía exprés, entre las estaciones México y Estación Central del metropolitano. Un buen tip para quien visite Perú es que los costos de viaje en bus suelen ser variables. Muchas veces se consiguen boletos mucho más baratos si se compran con bastante antelación. Además, no es lo mismo viajar de día y de noche, o viajar en días hábiles o fin de semana. Y lo mejor, o peor de todo, es que en ocasiones se puede regatear. Por ejemplo, si un bus está a punto de salir y aún no se ha llenado, los vendedores rematan los precios a bajo costo. Uno se puede dar cuenta por los estruendosos gritos de las mujeres que anuncian su salida próxima, y que son ya parte de la atmósfera auditiva de viajar a través del Perú. Lo malo de esto va para los gringos y guiris, a los que por su escaso español o rubia cabellera incrementan los precios, creyéndolos idiotas que soltarán cualquier cantidad de plata por un pasaje. Al ver que las cosas funcionaban algo diferente que en mi país, opté por comprar un día antes el pasaje más barato en la compañía más decente y confiable que pude encontrar, en aras de las advertencias que Karen y Luzmi me habían hecho sobre los accidentes y asaltos en las carreteras (lo cual sinceramente no me preocupaba mucho, después de mi viaje nocturno en Guatemala). Conseguí pagar 80 soles (27 USD) en un bus de la compañía CIVA, empresa que contaba con tres tipos de servicio: Económico, Super y Exclusivo. Por supuesto, escogí el económico. Sabía que me esperaban cerca de 21 horas a bordo sin servicio de wifi, comida, bebidas o asientos cama (lo que sí ofrecía el servicio exclusivo por 100 soles más). Pero estaba dispuesto a sacrificarme un poco por guardar ese dinero que días después de abriría las puertas al famoso recinto sagrado. Después de todo, nada podría ser peor que aquel bus en el que viajé con polleros en Guatemala. Sin más, me despedí de mis couch, prometiendo volver a Lima para finales de enero, fecha en la que Karen me ofreció regresar con ellos. Tomé mi bus un miércoles a la 1:30 pm. A mi equipaje de mano se habían agregado sándwiches de jamón y queso, algunos chocolates, una botella de agua, pastillas para el soroche y hojas de coca. A partir de entonces esas pequeñas hojas fueron mi pan de cada día. Karen me las había recomendado para cuando me diera el soroche o (mal de altura), mientras Luzmila, como si lo que menos quisiera fuera calmarme, me recomendó pastillas ya que eran más fuertes y efectivas que las hojas. Hojas de coca, solución andina al mal de altura En fin, desde poco después de partir pude dormir cómodamente, disfrutando de la poca demanda que esa ruta tuvo aquel maravilloso día. No existe nada mejor que tener dos asientos para ti solo. A penas antes del anochecer pude avistar las primeras colinas que anunciaban las curvas de la cordillera más larga del mundo, que estábamos a punto de atravesar. El tiempo pronto perdió su propia noción, entre las veces que me despertaba y me volvía a acomodar. Entonces pude arrepentirme un poco de no haber pagado algunos soles más por un servicio mejor, en vista de la resistencia que opuso el conductor a encender el aire acondicionado, a pesar de las gotas de sudor que empapaban nuestras camisas durante el día. Pero sobre todo, de sentir nuestras piernas congeladas cuando ascendíamos la cordillera andina a altas horas de la noche :(Más me arrepentí de haber dejado mi saco de dormir dentro del portaequipaje. La primera escala llegó, y todos bajaron a cenar. Comer uno de esos caldos de gallina que me ofrecían en mitad de la carretera no me abría mucho el apetito. Mucho menos después del hedor que el baño del autobús emanaba por el pasillo (y que no pretendía utilizar en todo el viaje). Así que mejor sacié mi hambre con un pequeño sándwich y aproveché para orinar en un lugar sin movimiento. En el modesto restaurante de aquella autopista nocturna conocí a Eucebio, un peruano del Callao que resultó ser mi colega de profesión. Viajaba a Cuzco para celebrar su cumpleaños. Luego de una pequeña charla con él, volvimos al bus y seguimos el camino, no sin antes tomar el consejo de Eucebio y mascar mis primeras hojas de coca, para evitar el soroche a la altura a la que estábamos a punto de subir. En mi ciudad (en la costa del Golfo), la gente cree que le dará el mal de altura si visita la Ciudad de México, a unos 2200 metros sobre el nivel del mar. Pero cuando de Perú se trata, hablamos de ligas mayores. En este país se encuentran las ciudades más altas del globo. Basta con mencionar La Rinconada, cerca de la frontera con Bolivia. Se trata de la población permanente más alta del mundo, a 5100 msnm. A los pies de los picos nevados de los Andes, ni siquiera los monjes tibetanos se atreven a establecerse en altitudes tan abruptas Y por si el estilo de vida en un clima de esa naturaleza no fuera poco, la mayoría de sus habitantes vive de la extracción de oro (sí, trabajan en minas a esa altura). Por supuesto, las condiciones de salubridad y las esperanzas de vida son todavía muy bajas. Y como si las hojas de coca me hubieran sedado (o drogado, como algunos lo creen por su ya famoso nombre), no desperté en toda la noche. Si bien el frío penetraba hasta mis huesos, parece que mi posición en ambos asientos ayudaba un poco a calentar mi cuerpo, apoyado por la prudencia del resto de los pasajeros que decidieron al fin cerrar sus ventanas para evitar que el gélido viento entrara a la cabina. Desperté cuando paramos a desayunar, donde nuevamente hablé con Eucebio, mientras disfrutaba de mi último sándwich y chocolate. Según él, ya habíamos pasado lo peor, aunque la verdad no sentí dolor alguno a pesar de ser mi primera vez en los montes andinos. Creo que Karen, Luzmila y él me habían asustado más de lo que debían. Apenas algunos metros adelante, el bus se detuvo involuntariamente, debido a un grupo de trabajadores que arreglaban la autopista. Todos comenzaron a desesperarse, y dieron paso a las quejas Como sabía que no podía arreglar nada gritando y enfadándome, me senté en una roca a divisar por un momento el río que corría junto a nosotros. No pude evitar comprar un plato de estofado de pollo a una señora que, como ángel, apareció cargando cubetas con comida junto a la larga fila de autos que se aglutinaban esperando poder pasar. El sol de mediodía ya calentaba nuestras cabezas, cuando el embotellamiento se disipó y pudimos al fin avanzar. Llegamos a Cuzco a la 1 pm. Fueron prácticamente 24 horas de viaje (literal, el viaje más lago de mi vida hasta ahora). Eucebio me ofreció buscar hospedaje juntos. Cogimos un bus al centro de la ciudad y comenzamos la búsqueda. Paré antes en un ciber-centro, y revisé mi perfil de Couchsurfing, para saber si algún host de la zona había aceptado mi solicitud. Al verificar que las pocas respuestas recibidas eran negativas, seguimos la caminata hacia la Plaza de Armas. A pesar del cansancio y la carga que llevaba en mi espalda, pude disfrutar de las hacinadas calles de Cuzco. Plaza de Armas de Cuzco A pesar del amor que muchos de los viajeros le toman a esta longeva ciudad, a mi no me enamoró de la misma manera. Desde el momento en que pisé los alrededores de la Plaza de Armas, decenas de agentes turísticos se acercaron a mí para ofrecerme infinidad de tours. Aunque reconozco que es su trabajo y que muchos pueblos del Perú viven de ello, me molesta mucho verme atestado de personas que lo único que buscan es hacer plata conmigo, mucho más que ayudar a un viajero Y es algo que, en ocasiones, le quita mucho de su encanto original a un lugar. No obstante, pisar la ciudad de Cuzco era ya para mí, un privilegio Fue declarada por la constitución nacional como la capital histórica del país. Es además, la ciudad continuamente habitada más antigua de toda América, al haber sido la capital del milenario imperio Inca y, quizá, la ciudad más importante del Virreinato del Perú del imperio español durante su conquista en el continente. No por nada, la UNESCO la nombró oficialmente Patrimonio de la Humanidad en 1983. Las historias que esta urbe guarda consigo son de por sí magníficas. Son tan impresionantes como las historias que permanecen en la vieja Tenochtitlán (capital de los aztecas que vive ahora bajo la estruendosa Ciudad de México). Un encuentro entre dos mundos distintos, y una guerra de dominación que marca un hito en la cultura e identidad actual del Perú y de todas las tierras hispánicas. Convento de Santo Domingo Eucebio y yo nos dirigimos al barrio de San Blas, donde nos dijeron que es una zona común de hospedaje para backpackers que buscan economizar (ya que Cuzco es una ciudad por demás turística). Al subir aquella pequeña cuesta detrás de la catedral, anhelando hallar un refugio donde descansar, pude al fin sentir que la altura me mataba. Y no precisamente en mi cabeza, sino en lo agitado que palpitaba mi corazón con tan sólo dar un paso 3400 metros de altura no era algo a lo que estuviera acostumbrado. Finalmente hallamos una habitación de dos camas por 20 soles cada uno (6.5 USD). Me di una ducha rápida y bajé a la recepción. Eucebio debía verse con sus amigos, así que seguí el día por mi cuenta. A pesar de haber pedido algunos consejos a una amiga mía que ya había visitado la ciudad, y de haber leído algunos foros, no estaba en nada seguro de cuál sería la mejor forma de llegar a Machu Picchu. Todos me ofrecían tours distintos (incluso en el hostal) que no bajaban de los 120 dólares por dos noches. Necesitaba hallar información con alguien que no pensara que mi cara tenía forma de billetera. Decidí salir a caminar para buscar información, mientras me adentraba en las mágicas calles coloniales del centro histórico, que según los arqueólogos, tiene forma de puma. Catedral de Cuzco Debo decir que los españoles supieron ubicarse en un punto bastante estratégico para comenzar su conquista en el cono sur del continente. Y parece que no repararon en gastos con las edificaciones que alzaron aquí, con mano de obra esclava, claro está. Es una pena que pocos son los vestigios reales del imperio inca que permanecen aún como atractivos. Es el caso de Coricancha, un santuario al dios del sol sobre el que se construyó el Convento de Santo Domingo, sitio con una de las mejores colecciones de pintura de la Escuela Cusqueña (corriente artística que se aprecia en muchas de las iglesias católicas del Perú). Coricancha con el Convento de Santo Domingo Las imponentes estructuras antiguas del imperio ibérico contrastan a sus pies con las cholitas peruanas que se pasean con sus coloridas vestimentas, sus altos sombreros y sus inseparables y gigantes bolsos en sus espaldas (cuyo contenido siempre ha sido un misterio para mí). Bien cargando una alpaca bebé o un niño bailando, intentan hacer un poco de dinero ofreciendo fotos de ellas mismas a los turistas que, como yo, las observan con curiosidad. Luego de una serie de preguntas en la oficina de turismo de Cuzco, donde me ofrecían una única posibilidad (pagar el tren de 100 dólares hasta Machu Picchu ), regresé un poco decepcionado al hostal, donde acompañé a Eucebio a cenar una hamburguesa Bembo (franquicia peruana que es consumida aún más que Mc Donald’s). Ya de vuelta en el hostal, encontré a una pareja argentina sentados en la recepción, que esperaban la hora de salida de su bus rumbo a Puno: Nico y Rocío. Terminaban apenas una larga jornada por la ciudad y habían ya regresado de Machu Picchu. Habían pagado uno de los tours de 120 dólares, y me contaron su experiencia. Pero Rocío (que estudió una licenciatura en Turismo) me recomendó ir con una agencia al otro día temprano y pagar solamente por el transporte de ida y vuelta, sin hospedaje, comidas ni entrada al recinto. Además, con mi credencial de estudiante podría ahorrarme la mitad del precio de admisión. El chico de la recepción del hostal escuchó nuestra conversación, y me ofreció el transporte por 90 soles (30 USD) de ida y vuelta. Era lo más barato que había encontrado hasta entonces. Además, llegar a Machu Picchu era más complicado de lo que había creído. No había transportes públicos ni sería muy fácil hacer autostop. Y para llegar caminando con el Camino Inca, debía pagar más de 200 USD, además de gastar 4 días en la caminata. Así que no lo dudé por más tiempo y me animé a reservar el lugar para el siguiente día por la mañana, por lo que me fui a dormir temprano para recobrar fuerzas. Agradecí el consejo a Rocío y pedí a ambos sus nombres en facebook para contactarlos si por casualidad me dirigía a Bolivia. Nunca creí que el destino me reuniría de nueva cuenta con ellos dos y pasaría experiencias maravillosas a su lado. Mi verdadera aventura estaba por fin, a punto de comenzar…
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