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  1. Muchas de las campañas a favor de los derechos de los animales promueven el desapego a los alimentos de dicho origen. Aunque más precisamente atacan a la industria moderna de producción masiva. Pero ninguna de estas corrientes podrá terminar con el consumo de los alimentos que, por milenios, han sido parte de la dieta y la cultura mundial. Existe evidencia de que, desde los tiempos del Antiguo Egipto, el queso ha jugado un papel importante en la alimentación del ser humano occidental. O al menos hasta la era del colonialismo europeo. Con la domesticación de la oveja y la vaca era imposible no experimentar con los estados naturales de la leche, cuya fermentación y acidez no resultó ser tan desagradable para muchos paladares humanos. Los procesos de elaboración del queso llegaron a Europa sin ningún obstáculo desde el Medio Oriente, convirtiéndose en una comida diaria para los romanos. Los griegos creían que era un regalo de los dioses olímpicos. Mientras en el Mediterráneo proliferó la elaboración de quesos ovinos, el criado de vacas en las zonas montañosas y verdes llanos de Europa dieron nacimiento a quesos con menos necesidad de procesos de conservación, gracias a su templado clima. La Galia, antigua provincia romana que hoy todos conocemos como el moderno Estado de Francia, no se quedó atrás en la carrera por elaborar los mejores quesos. Y hoy ostenta el número uno como el país que más exporta queso en todo el planeta. Aunque solo 56 de ellos poseen la denominación de origen (AOC en francés), muchos afirman que Francia cuenta con una gama de más de 400 tipos de quesos distintos, más de uno diferente para cada día del año. Se ha esparcido el rumor de que los quesos franceses son apestosos y amargos. Y que incluso en algunos (como en el queso azul) se pueden encontrar larvas o gusanos. Todo es un mito combinado con realidad. Pero es verdad que cualquiera que viva en Francia un par de meses (como yo) puede muy fácilmente perder el miedo a aquellas bolas de queso envueltas en moho, y devenir en un adicto a probar queso tras queso, en una interminable odisea por descubrir nuestro sabor preferido. Por ello otorgo aquí una lista de los quesos que todo ser humano debe probar (sí, incluso los veganos) si visita alguna vez Francia, así como una menuda guía de la cultura del fromage francés. Queso comté. Es un queso excelente para los principiantes. Lo probé apenas dos días después de haber llegado a Francia (el primero en mi checklist). Un queso del que nunca antes había oído hablar, pero que se convirtió rápidamente en el favorito de mi lista. Se trata de un queso ligero, muy similar al gruyère suizo. De color amarillo crema, que puede tornarse oscuro. Un queso de vaca bastante macizo. Nada de suero, nada que escurra. Es seco, conciso y perfecto para transportar en viajes o largas jornadas, ya que puede conservarse varios días sin refrigeración. El queso comté posee AOC desde 1952 de la región del Franco-Condado, al este del país. Y por su denominación se elaborará siempre en bolas gigantes de hasta 40 kilos. Por supuesto, podemos comprar mucho menos que eso, siendo su presentación a la venta en rebanadas normalmente delgadas. Al ser un queso duro, la corteza resulta imposible de comer. Al menos para mí, así que opto por cortarlas. El extremo cuidado de las hierbas y henos con que se alimenta al ganado dota al comté de un sabor suave y a veces frutal, que lo vuelve uno de los más fáciles de procesar por los extranjeros (muchas veces poco acostumbrados a los olores y sabores fuertes, como yo). Los de menor calidad suelen ser usados para fundirse o acompañar con ensalada. Yo en lo particular siempre lo comí solo y acompañado de un buen vino tinto. Queso emmental. Si bien es un queso suizo, existen dos variantes con AOC francesa: el queso emmental de Savoie y el emmental del est-central. Si se han preguntado de dónde se inspira la típica imagen de un queso triangular y amarillo con hoyuelos en su interior, bien, nada menos que en el emmental. Los ojos redondos en su cuerpo se deben a su proceso de fermentación, que al utilizar otro tipo de bacterias puras forman burbujas de dióxido de carbono que quedan atrapadas y se convierten en hoyuelos al cuajar el queso. Al emmental yo lo llamé “elemental”, ya que es un queso básico para los franceses. Se puede encontrar en varias presentaciones: rayado, en lonchas, en rebanadas… Es el queso que se utiliza para gratinar y para hacer sandwiches. Es el tipo de queso que usamos cuando no sabemos cuál usar. No quiere decir que sea el más malo, o el de menor calidad. Una rebanada de emmental también es buena con una copa de vino. Y su sabor suave de leche de vaca lo hace sin duda un queso fácil de probar. Queso brie. Es hora de hablar de los quesos cremosos. Y sí, un poco más apestosos. El brie es un tipo de queso elaborado con leche de vaca no pasteurizada, proveniente de la región homónima de Francia. Los quesos no pasteurizados pueden ser agresivos con algunos estómagos no acostumbrados a la lactosa. Por eso es bueno probar poco a poco. Los quesos brie se caracterizan por su corteza blanquecina, formada por un moho y algunas otras bacterias (lo que comúnmente desagrada a muchos extranjeros). Pero esta piel es totalmente comestible. La pasta dentro es suave y cremosa. Es posible tomarla con un cuchillo y untarla sobre una pieza de pan, lo que lo hace ideal para acompañar con vino después de una comida. Su presentación a la venta puede ser en una rueda completa o en cuñas. Aunque es más conciso y resistente que el queso fresco, será necesario refrigerarlo. Pero un buen amigo francés me dijo que es bueno sacar el queso del frigo una media hora antes de comerlo. A pesar de su suavidad, el queso brie madura con el tiempo, y es muy común que desprenda un olor parecido al amoníaco. Así que cuando un francés abra su refrigerador y apeste toda la casa, tranquilos, no hay nada caducado. Es solo queso. Queso camembert. Otro en la lista de los quesos cremosos. Uno que nunca faltaba en mi refrigerador, El camembert es parecido al brie, aunque este lo encontraremos solo en ruedas. Y de hecho, es obligatorio que se venda en una caja redonda de madera. Aunque su AOC lo hace exclusivo de la región de Normandía, existen quesos camembert elaborados en varias partes del mundo. La diferencia es que los normandos siempre lo harán a base de leche entera, mientras el resto pueden estar pasteurizados. Un camembert de Normandía siempre dirá en la etiqueta “Camembert de Normandie”. Uno u el otro, es un queso obligatorio al visitar Francia. Aunque no recomendaría probarlo al inicio, sino cuando estemos más acostumbrados a sabores profundos. El camembert es suave, a pesar de todo. Pero adquiere un sabor amargo con el tiempo, y ni hablar del olor que puede desprender cuando madura. Un tip para los novatos es probarlo con un chorro de miel encima, acompañado como siempre de una copa de vino. Eso aliviará un poco el olor, de ser muy fuerte. Su corteza de moho también es comestible. Y he aquí otra recomendación. El queso camembert siempre se corta en forma de rebanadas. Como las del pastel. Si cortan un pedazo aleatorio y asimétrico dentro de la rueda, un francés podría estrangularlos. Pregúntenmelo a mí. Queso chèvre (de cabra). Es un término muy amplio. Existen muchos tipos de queso de cabra en todo el mundo. Pero una visita a Francia debe forzosamente incluir una tarde de vinos con una tabla de queso chèvre. Para mí, fue uno de los más fáciles de digerir. Es suave y cremoso. Blanco y fresco, con cero olores pestilentes ni hongos o cosas desagradables dentro. El queso de cabra puede recordar un poco a la dieta mediterránea. Algunos de ellos son más bajos en grasas y no son tan curados como el resto de los fromages. Si debo mencionar dos que específicamente deba recomendar, iría por el Chabichou (de la región Poitou) y Crottin de Chavignol, ambos con AOC francesa. Queso azul. Este es el último en la lista. Un queso fuerte, salado, a veces picoso, maloliente. Y al observar una pieza en un mercado de granjeros entenderán por qué. Los quesos azules incluyen una larga lista, muchos de ellos con AOC francesa. Mis favoritos el Bleu d’Avergne y el famoso Roquefort. Lo que categoriza de la misma manera a todos estos quesos es que al final de su proceso se les añade un hongo, lo que los dota de puntos de colores azulados o verdosos. Bastante desagradable a la vista y al olfato. Pero su sabor es incomparable. Como dije, no es quizá el primer queso que debamos probar. Pero después de algunos días y algunas degustaciones sabremos apreciar el valor de un queso prácticamente en descomposición. Untarlo en un pan es una buena forma de empezar. Y si el queso azul resulta ser demasiado para nuestro paladar, un poco de miel siempre puede ayudar. Queso Cancoillotte. Este es un elemento extra que quisiera añadir a mi lista. No es el queso más consumido ni más famoso de Francia, pero le tomé un especial cariño. Se trata de un queso proveniente del este de Francia, de la frontera con Alemania. Es un queso muy diferente al resto de los que he presentado en este artículo. Y es porque parece más una salsa que un queso. Se vende en un bote de unos 200 mg y viene prefundido. Así, lo ideal es tomarlo con una cuchara para luego untarlo en pan. Se trata de un queso bajo en grasas al que se le puede añadir hierbas aromáticas o ajo. Quizá por eso se ganó un lugar en mi corazón. No es un queso obligatorio. De hecho, no suele encontrarse en muchas partes del país. Pero si se presenta la oportunidad, yo diría que el Cancoillotte merece mucho la pena. ¿Cómo comer queso en Francia? Ahora que conocemos cuáles son los principales quesos que debemos probar, hay que entender un poco cómo funciona la cultura del queso en Francia. En muchos lugares del mundo, el queso es solo otro ingrediente que podemos añadir a nuestros platillos, como el mozzarella sobre una pizza, el queso oaxaca en una quesadilla mexicana o simplemente un puñado de queso rallado para gratinar. Pero los franceses han creado sus propios protocolos. Y eso llega a tal punto que el queso es un tiempo especial en las comidas. Un almuerzo común posee tres tiempos: la entrada, el plato fuerte y el postre. En uno más especial podemos agregar algún otro tiempo, como la crema o el aperitivo. Bien, los franceses han agregado el queso. Así, el orden específico de un almuerzo o cena típica francesa suele ser el siguiente: aperitivo, entrada, plato fuerte, queso y postre. No importa si el plato fuerte lleva queso. No importa si el postre lleva queso. Siempre podremos degustar de un queso por sí solo entre el plato fuerte y el postre. ¿Cómo hacerlo? Al recoger la vajilla finalizado el plato principal, podemos colocar en el centro de la mesa todos los quesos que tengamos en el refrigerador (o solo uno de ellos). No deben faltar las lonchas de baguette y un cuchillo con el que podremos cortar y untar el queso sobre el pan. Y una copa de vino rojo o blanco (según el gusto) será el toque final para hacerlo a la francesa. En muchos restaurantes nos ofrecerán el postre directamente después del plato fuerte, saltándose el queso. Pero siempre podremos preguntar si tienen alguna opción. Sin embargo, una vinoteca puede ser el sitio ideal para degustarlos. Bastará con pedir un vino y una tabla de quesos, donde combinarán tres o cuatro variedades francesas que harán la combinación perfecta.
  2. Se puede decir que vivir en Galicia es algo muy cercano a vivir en Portugal. La lengua portuguesa, en efecto, se ramificó siglos atrás del idioma gallego. La conquista castellana del reino de Galicia la separó eternamente del contiguo y hermano reino de Portugal. Sin embargo, Galicia siguió conservando su antigua identidad a lo largo de su historia, a pesar de su incorporación al resto de la Corona de Castilla y León. Y esa identidad está indudablemente ligada a su vecino del sur. Cuando por primera vez escuché a la gente hablar en gallego me vino a la mente todo lo que alguna vez había oído en portugués: películas, música, amigos brasileños. La única diferencia es que lo hacían al estilo español. De hecho, una de las clases que tomé en la Universidad de Santiago fue el primer curso de lengua portuguesa en la faculta de filología. Pero apenas habrían pasado unas tres semanas de septiembre cuando me aventuraría a cruzar la frontera al sur en otro de los famosos viajes Erasmus con ESN (Erasmus Students Network). El destino era prometedor: Oporto, la ciudad que básicamente dio nacimiento y nombre al reino de Portugal, hogar de toda una nación, del bacalao y de uno de los vinos más célebres de todo el mundo. Por un precio bastante módico con tres noches de hotel era un viaje imprescindible tomando en cuenta la cercanía que tenía con Santiago. El día de la partida dos grandes autobuses se abarrotaron de estudiantes intercambistas frente a la alameda central, guiados por un par de hermanos bolivianos que, irónicamente, eran quienes organizaban los viajes por España y sus alrededores para deleite de los extranjeros Aunque los viajes estudiantiles son los favoritos de muchos, viajar al lado de más de 100 personas al mismo tiempo no es nada agradable Es imposible hacerse amigo de todos, y las fugaces introducciones con “¿de dónde eres?” y “¿hablas español?” era algo que prefería reservarme para las fiestas o el salón de clases. No obstante, fue el bajo costo lo que me hizo aceptar la jugosa oferta No pasaron más de 50 minutos desde que partimos para que lográsemos llegar a la frontera. Era la primera vez que saldría de España desde que pisé suelo europeo. Sin embargo, pronto me daría cuenta de la realidad migratoria del viejo mundo. En la Unión Europea no existen las fronteras. Venga ya, claro que existen. Son naciones diferentes, son países diferentes. Son economías, pueblos, culturas y estados diferentes. Pero no en el plano migratorio. Allí todos forman un solo país, un solo espacio común para turistas y locales Así, me bastó con entrar por Frankfurt, Alemania, un mes atrás. A partir de entonces, no tendría que mostrar mi pasaporte ni mi visa a ninguna otra entidad hasta salir de la Unión Europea. Más específicamente del Espacio Schengen ¿Qué es el Espacio Schengen? Es el área común de libre tránsito de Europa, donde no existen controles migratorios y que funciona como un mismo país. Está formado por todos los miembros de la UE, con excepción de Irlanda y Reino Unido y sumando a Islandia, Noruega, Suiza y Liechtenstein. De tal suerte que al pasar oficialmente de España a Portugal nada especial ocurrió. Ningún control aduanal, ninguna gendarmería, sólo un aviso por parte de los bolivianos para que apagáramos nuestros datos móviles del celular y cambiáramos el huso horario. Existe una rara decisión por parte de los gobiernos por sincronizar el horario de sus países con el de sus estados hermanos, aunque esto implique perturbar las horas de sol Y por alguna extraña razón España sigue utilizando la zona horaria de Europa Central (+1) cuando debería usar la zona cero, bajo el meridiano de Greenwich, huso horario que sí utiliza Portugal. Así, con una hora menos en nuestras vidas arribamos a Oporto, segunda ciudad más poblada e importante de Portugal después de Lisboa. Conocida como la capital del norte, Oporto es una ciudad enclava a orillas del río Duero que se cree que surgió desde la época de los griegos, siendo una de los primeras, sino es que la primera ciudad del oeste de Iberia. Después de infinitas civilizaciones que habitaron la antigua Cale y tras la conquista musulmana de la península, Oporto fue “liberada” por la Corona de León y perteneció a ella como un condado hasta su independencia oficial, cuando se creó el Reino de Portugal. Oporto es así el nacimiento de una nación y un imperio que exploraría los océanos del planeta entero por varios siglos. El arribo al anochecer de la ciudad no nos ofrecía mucho a la vista, pero la noche para un grupo de Erasmus suele ser mucho más tentadora que toda una soleada tarde. Después de una cena planeada en un restaurante del centro histórico, que por 10 euros poco valió la pena , llegó la hora de la fiesta en una de sus plazas nocturnas más concurridas. Y tras chocar las copas en cada esquina del bar y de una larga tanda de bailes regresamos al hotel a prepararnos para el siguiente día. Para nuestra poca sorpresa el clima en el norte de Portugal era prácticamente el mismo que en Galicia Y para el final del verano las lluvias ya habían comenzado Un tupido cielo gris fue quien nos acogería a lo largo de todos nuestros días. Cargar un paraguas durante un paseo no es nada agradable. Pero pocas eran nuestras opciones bajo tales inclemencias Nuestro tour comenzó un viernes temprano, cuando el numeroso grupo de alumnos, arreados como borregos, seguimos a ambos guías por las rúas del centro histórico, haciendo nuestra primera parada en un mercado local de artesanías, imprescindible escala para toda agencia. En las mesas de los comerciantes un sinfín de souvenirs se ofrecía al cliente, pero eran las figurillas de los gallos las que colmaban los estantes Una amable vendedora nos explicó, en un portugués bastante bien entendible, que el gallo como figura nacional tiene su origen en una leyenda local del norte de Portugal: No dudé entonces en llevarme un pequeño chupito con la imagen del célebre Gallo de Barcelos impreso en él Seguimos nuestro camino por el centro, mientras el agua no parecía cesar Los valientes que osaron abandonar el hotel sin un paraguas corrieron a comprar uno a la tienda más cercana, pero para los infortunados que eligieron un mal calzado era ya demasiado tarde para remediarlo Llegamos hasta la Plaza de la Libertad, donde se erige una estatua del rey Pedro IV justo frente al hermoso edificio modernista que da cabida al Ayuntamiento de la ciudad, ambos rodeados de imponentes construcciones del siglo pasado. Es a partir de aquí cuando el paisaje comenzó a cambiar un poco, reemplazando al nuevo y moderno Oporto por la vieja ciudad ahora declarada Patrimonio de la Humanidad. Sus rúas adoquinadas nos condujeron primero al resguardo de una gran plaza techada de forma triangular, la Plaza de Lisboa. Es una moderna estructura techada que aloja algunos pares de comercios locales, como restaurantes, cafeterías y bares, bastante frecuentados por los turistas. Pero las mayores atracciones se encuentran a sus tres orillas. La primera a la que los guías quisieron llevarnos fue a la librería más famosa de todo Oporto y una de las más célebres del mundo. La librería Lello & Irmão. Pero era prácticamente imposible entrar Multitudes de personas se aglutinaban en su puerta y había que hacer una enorme fila para ingresar ¿Qué la hacía tan famosa? Está todo basado en un mito que ni siquiera se ha comprobado. La escritora J.K. Rowling vivió varios años en Oporto impartiendo clases de inglés en una academia. Se dice que frecuentaba mucho esa librería y que fue la inspiración para describir la biblioteca de Hogwarts; hay quienes dicen, incluso, que la librería entera fue quien inspiró toda la historia del famoso mago Mito o realidad, aquella historia sirvió para hacer de Lello & Irmão uno de los lugares más visitados en Oporto. Lamentablemente fui testigo de su belleza arquitectónica solamente desde su exterior pues la cantidad de asistentes era simplemente insoportable. Y mientras el resto aguardaba por su turno yo seguí tomando fotos en los alrededores de la plaza, cuando poco a poco el aguacero comenzó a cesar. Me topé entonces con Kasia, una chica de Polonia con la que había cruzado algunas palabras en el viaje. Me hizo saber su descontento con el viaje y el estrés que le causaba caminar tras un grupo tan numeroso de turistas, sobre todo con los charcos de agua y los paraguas atravesándose por el camino. Le propuse separarnos y conocer el resto de la ciudad por nuestra cuenta. El cielo parecía haberse calmado y mi orientación podría más que la de los guías bolivianos Así, llegamos a la estación de trenes de la ciudad, donde tuvimos una vista cuesta debajo del centro histórico. Comenzamos el descenso dejándonos llevar por nuestros instintos, sin siquiera preguntar a dónde nos dirigíamos. Las primeras antiguas casas se dejaban ver, y no eran nada de lo que había imaginado. Estructuras alargadas y estrechas donde no parecía que cupiera una familia entera por cada piso La mayoría de sus paredes se tapizaban con vivos colores o eran adornadas con un juego de mosaicos de vivaces figuras. Balcones con curvas de fierro frente a delineadas ventanas de marcos blancos de madera, repletos de ropa colgando a fin de secarse con el naciente sol. Verdaderamente la ciudad empezaba a enamorarme, aunque Kasia se rehusaba a la idea de forrar una casa entera de azulejos en su exterior y a tender prendas a la vista de todos Para mí, era lo mejor que la ciudad podía ofrecerme. Nuestro irregular sendero nos llevó hasta la Catedral de Oporto, una sede episcopal de estilo románico que sorprendentemente era poco asediada por los turistas en ese momento. Y para ser sincero, a nosotros tampoco nos atrajo ingresar por su nave lateral para admirar su interior, pues la pequeña plaza frente a su fachada principal fue la que nos llamó a caminar por sus balcones y fotografiar las hermosas vistas de la ciudad Desde allí, el tapete de tejas naranjas de estilo muy portugués se asomó en su plenitud frente a nuestros ojos. El anormal relieve del centro y sus colinas circundantes daban un desordenado paisaje de amontonadas casuchas que se subordinaban a los pies a la Torre de los Clérigos, famoso campanario de estilo barroco y símbolo de la ciudad. Su ubicación en uno de los puntos más altos del centro la hacen visible desde casi la totalidad de sus ángulos y logra dominar cualquier postal que de Oporto obtengamos. El sol regresaba cada vez más y por todos lados hacía deslumbrar los tonos otoñales que coloreaban los tejados. Luego de descansar y de comprar una bolsa de fresas para picar seguimos el descenso por las mágicas colinas de la urbe. Para las personas locales era muy normal encontrarse con turistas perdidos por las calles del centro. Su costumbre hacía prácticamente ignorarnos del todo, y no hesitaban en continuar con sus vidas comunes y corrientes. Niños jugando futbol a mitad de calle. Señoras lavando ropa una junto a la otra. Amas de casa aprovechando los tenues rayos de luz para sacar a orear las sábanas de toda la casa. Siempre he dicho que el ambiente es lo que hace a una ciudad lo más maravillosa posible No tan lejos se lograba asomar la rivera del río Duero, canal de agua que recorre toda la península ibérica y que desemboca allí, en los suelos de Oporto. Seguimos hacia abajo para alcanzar sus orillas, mientras nos adentrábamos más en el famoso barrio de la Ribeira. Kasia lucía muy callada y no denotaba mucho interés en lo que veíamos Pero hay que aprender a no juzgar a las personas por el primer impacto. A veces hay que acostumbrarse a lo inexpresivos y fríos que suelen ser muchos europeos Cuando el fin alcanzamos la orilla del río nos vimos inmersos en un gran malecón, repleto de negocios turísticos y restaurantes. En seguida supe que debíamos alejarnos lo más pronto posible y conseguir un mejor lugar para saciar el hambre. No quería volver a pagar 10 euros por una cena de muy poco sabor Caminamos hacia el este, acercándonos más hacia el puente que nos llevaría del otro lado del río. Justo pasando éste encontramos un grupo de pescadores. Y donde hay pescadores hay restaurantes de pescado baratos Entramos a la fonda más pequeña que hallamos, y para mi sorpresa Kasia no puso ningún “pero” Nadie nos observó raro, a pesar de que ambos lucíamos como completos turistas. Así que confié en su honestidad y pedí la “especialidad de la casa”. Un sándwich de bacalao capeado y un vaso de cerveza de barril fue lo que recibí en la mesa, mientras Kasia optó por una taza de café. No pudimos haber tomado una mejor decisión Ese bacalao fue lo mejor que Portugal pudo haberme dado en mi corta estancia. Desde entonces lo recordaría como el hogar del mejor bacalao que he probado en mi vida Y eso no fue lo mejor… pagué solo dos euros por todo Creo que no volvería a ver precios tan baratos durante mis restantes 5 meses en Europa Completamente satisfecho y con una enorme sonrisa en mi cara nos dirigimos al puente, conocido como Ponte Luis, que nos llevó hacia el otro lado de la ciudad. De hecho, oficialmente ya no nos encontrábamos en Oporto, sino en Vila Nova de Gaia, un municipio diferente, pero al fin parte de su zona metropolitana. Desde allí tuvimos las mejores vistas del centro de Oporto, con sus casonas amontonadas una junto a la otra subiendo las cuestas hasta llegar a la Torre de los Clérigos y al imponente Palacio Episcopal, otro de los símbolos dominantes de la ciudad. Las barcas turísticas navegaban el Duero de punta a punta, paseando a los viajeros entre las dos metrópolis más antiguas de todo el país. El malecón de Ribeira se convertía entonces en un aparcadero de botes que invitaban a todo turista a acercarse a sus cubiertas y circundar al mejor estilo de los antiguos veleros portugueses. El otoño ya había comenzado y el olor más típico de la fría Europa se hacía notar. No era la lluvia ni la nieve, sino las castañas asadas Alrededor de todo el continente muchos gitanos y ambulantes venden estos frutillos calientes como una botana callejera. Mucha mejor opción que las papas fritas o grasosas frituras Con la amenaza de otro cielo gris encontramos a los guía y al resto de los Erasmus en este lado del río. Para nuestra sorpresa nos habían conseguido pases para abordar en las naves. Y tras luchar por el mejor lugar logramos queda hasta el frente Navegar por el medio del río me dio mejores perspectivas del resto de la ciudad, pero no contaba con un pequeño detalle. El frente del bote es donde más fuerte pega el viento, mientras que la cubierta se mueve a causa del oleaje Pronto tuvimos que movernos hacia atrás, pegados a la cabina techada que se encontraba ya llena por el resto de los paseantes. Sin más que hacer, aguantamos el aire frío para disfrutar de las vistas que Oporto nos ofrecía desde el milenario Duero. El Ponte Luis es el puente más utilizado para cruzar la ciudad de una orilla a la otra, sea por vía peatonal o por la línea férrea que conecta las estaciones de metro. Pero algo más es lo que atrae a los turistas allí. Los niños que saltan al agua. A pesar de la intimidante altura a la que se encuentra suspendido el puente en relación al río, un par de mocosos en ropa interior apareció de la nada para dejarse caer al agua No sabía si me preocupaba más la altura a la que se encontraban o lo fría que podía estar el agua Lo más sorprendente fue, sin duda, que al salir ambos del río, ninguno osó pedir una moneda ¿Quería decir que lo habían hecho por propia convicción? ¡Vaya valentía! Volvimos al embarcadero para terminar nuestro día con otra de las sorpresas del grupo: una visita guiada a las bodegas del vino de Oporto, uno de los vinos más famosos del mundo Si bien nunca me consideré fan del vino, era inevitable no verse sumergido en la cultura vinícola una vez viviendo en España. Y cruzar la frontera con su hermano Portugal no me alejaba en lo absoluto de poder catar un oloroso vino Dividieron al grupo en dos, los hablantes hispanos y el grupo en inglés. Por comodidad, el grupo español fue el más apto para mí, sobre todo por su reducido número de oyentes. La guía comenzó la plática diciéndonos que los vinos de Oporto se caracterizan principalmente por ser vinos fortificados con aguardiente, sustancia agregada durante el proceso de fermentación que ayudaba a conservarlo en los largos viajes de exportación que se llevaban a cabo en los siglos XVI y XVII, cuando el vino de Oporto nació. Nos presentó las tres principales variedades del vino: los llamados ruby (vinos tintos), resguardados en tanques de cemento para no permitir su oxidación; los tawny, de colores dorados y añejados en barriles de roble para su oxidación; y los vinos blancos, con periodos largos de añejamiento. Había tenido la oportunidad de entrar a varias cavas de vino en algunos bares y casas particulares, pero adentrarse en una bodega tan enorme como aquella era simplemente espectacular Los gigantescos barriles parecían verdaderos tanques de guerra que con sus gruesas paredes de madera resguardaban de la mejor manera cada gota de aquella bebida de dioses Para cuando terminamos el recorrido llegamos a una sala comedor donde, para otra de nuestras sorpresas, frente a cada asiento había una copa con vino tinto y otra copa con vino blanco, por supuesto, destinadas a nuestra degustación Con un cuantioso número de espacios vacíos nos permitieron tomar más de nuestras dos copas servidas exclusivamente para nosotros Sin siquiera una botana de quesos o tapas para aplacar la bebida, salimos de aquella cava con la vista más nublada que el cielo sobre nosotros Con las fuerzas que nos quedaban regresamos al hotel para otra noche de fiesta Erasmus. Al siguiente día volví a lo alto del Ponte Luis para enfrentarme las alturas y disfrutar de lo último que Oporto tenía para mí Pueden ver el resto de las fotos en éste álbum: O bien en la segunda parte del mismo:
  3. Habían pasado ya casi tres meses desde mi llegada a Lyon, y todavía no podía creer la cantidad de vacaciones que el Ministerio de Educación le otorga a los profesores franceses. Y como asistente de español en un colegio, yo gozaba satisfactoriamente de los mismos prolongados lapsos de azueto. Mis primeras vacaciones habían terminado, habiendo recorrido el centro de Europa, al norte de la cordillera alpina. Suiza, Austria y el sur de Alemania me habían regalado un otoño maravilloso. Pero ahora le tocaba el turno a las vacaciones de invierno. Mi experiencia en enero del 2014 viajando por Europa me dejó en claro que el frío extremo no es algo para lo que yo esté hecho. Así que para Navidades, debía elegir sabiamente mi destino para evitar pasar por lo mismo otra vez. Las ciudades de Europa central y Europa del este fueron las elegidas en 2014. Así que para huir del frío, debía ir ahora al sur. A la costa mediterránea. Hasta entonces, Roma era la única ciudad italiana que había tenido la fortuna de visitar. Y en vista de lo que ya conocía del resto de Europa, era casi un pecado no haber visitado el resto del país. La travesía sería por tierra, haciendo escalas desde ambas costas de Italia hasta ciudades como Verona y Boloña. Y el punto más austral sería Nápoles, donde pasaría la Navidad con mi amigo Gianpiero, estando de vuelta en Lyon para la fiesta de fin de año. Y viviendo no muy lejos de la frontera italiana, separada de Francia por los Alpes, compré mi billete para cruzar a Turín, justo al otro día de concluidas mis clases. Por supuesto, yo no era el único en el bus. La temporada navideña había dado comienzo, y muchas personas volvían a casa para compartir la época con su familia. Mi amigo Amadeo era uno de ellos. En la ciudad de Lyon habíamos muchos asistentes de español trabajando ese año. Muchos otros de inglés, uno que otro de alemán, pero sólo dos de idioma italiano. Antonia, quien trabajaba en el mismo colegio que yo, y Amadeo, a quien había conocido en la reunión de asistentes dos meses atrás. El autobús hizo escala en una pequeña estación de gasolina en la frontera, con los Alpes justo al lado de nosotros en la carretera. Todos aprovechamos para ir al baño y tomar un café. Y fue allí donde me topé con Amadeo y su novio, quienes viajaban también a Turín para pasar algunos días con sus amigos. Amadeo era oriundo de Roma, pero le conté que ya había tenido la suerte de visitarla. No dudó en darme todos los tips sobre el resto de las ciudades, mismos que ya había escuchado de la boca de Antonia. Desde entonces los italianos se convertirían en unas de mis personas favoritas en Europa, siempre atentos con los turistas. Y al apenas haber atravesado la frontera norte, me faltaba mucho por ver. Llegué a Turín antes del mediodía. El autobús nos dejó en la estación Porta Nuova, principal central de trenes de la ciudad. Me despedí de Amadeo y de su novio, con la esperanza de verlos nuevamente para tomar un café. Cogí un tranvía hacia la Piazza Vittorio Veneto, la plaza más grande de la ciudad que es atravesada por la Vía Po, una de las avenidas principales en Turín. Piazza Vittorio Veneto. Viajar en Navidad no es nada fácil. Es de saberse que conseguir alojamiento es complicado. Los hostales aumentan sus tarifas y bajan su disponibilidad, mientras que los anfitriones en Couchsurfing comienzan a escasear, ya que muchos parten de casa o reciben a su familia. No obstante, Italia fue una excelente opción. Los precios de todos los hostales donde me quedé no superaron los 12 euros por noche, incluso en Nochebuena. Y al menos en Turín, había conseguido un host que me hospedara con Couchsurfing: Luca. Había quedado de verme con él justo en medio de la Piazza Vittorio. Era un día frío y soleado, pero era rico estar afuera. Al menos más rico que mis últimos helados días en Lyon. En menos de 10 minutos, Luca apareció por una calle al norte de la plaza. Cuando me dijo que vivía en el centro de la ciudad, nunca creí lo cerca que eso sería. Ni siquiera caminamos una cuadra en dirección norte cuando entramos al edificio donde se encontraba su apartamento, en una de las históricas y viejas construcciones del casco antiguo. Por las escaleras, alcanzamos el último piso del inmueble, donde el techo se encogía con la forma de los tejados que dejaban caer la nieve del invierno. Eran los cuartos que antiguamente se destinaban a la servidumbre de las casas, personas que limpiaban, servían y cuidaban los hogares de los burgueses y aristócratas. Esos apartamentos son hoy opciones más baratas para vivir en pleno centro, algo parecido a lo que pasa en París. Vista desde el apartamento de Luca. Un diminuto estudio de una pieza es todo lo que Luca necesitaba para vivir. Un piloto de helicóptero soltero que, por cierto, hablaba español y francés a la perfección, además de italiano e inglés. Dejé mi mochila y arreglé mis cosas en la habitación, que al ser tan pequeña, era muy acogedora en un día frío como aquel. Salimos entonces a dar un paseo, el primero en aquella vetusta e histórica ciudad. Turín es la capital de la región de Piamonte, que significa “al pie de las montañas”. Y el nombre lo dice todo, es una zona localizada justo en las faldas de los Alpes italianos del oeste. El río Po divide a la ciudad por su parte este, que Luca y yo cruzamos por el puente Vittorio Emanuele I, uno de los antiguos monarcas del Reino de Cerdeña, al que Turín y Piamonte pertenecieron largo tiempo. En la zona este del afluente, tras la iglesia de la Gran Madre de Dios, comenzaba un pequeño camino circular que ascendía a lo alto de una colina, a donde debíamos subir. Vista desde la iglesia de la Gran Madre de Dios. El Monte dei Cappuccini se alza justo al lado del río, y es uno de los principales y más bellos miradores de Turín. Alcanzarlo no nos llevó mucho más de 15 minutos, hasta llegar a la iglesia católica Santa María del Monte dei Cappuccini, que se yergue en su cima. El día, como dije, era frío, pero el sol brillaba como casi nunca lo había visto brillar en un diciembre europeo. Lo cual lo hacía la ocasión perfecta para fotografiar la ciudad, que se expandía a nuestros pies. El centro histórico es lo que quedaba ante nuestra vista, destacando la punta del edificio más emblemático de Turín, la Mole Antonelliana. Y al fondo, se lograba ver con esmero la cadena alpina que custodiaba la metrópoli con sus picos nevados. En ese valle, Torino (nombre de la urbe en italiano) se ha desarrollado desde tiempos tan lejanos como el pueblo de los celtas. Como muchas ciudades europeas e italianas, ha pasado por las manos de distintas civilizaciones, lo que incluye a los romanos, bizantinos, longobardos y francos. Pero fue la casa real de Saboya la que puso a Turín en el mapa, cuando trasladó a dicha ciudad la capital de su Ducado. Y más tarde, en el siglo XIX, Turín adquirió fama cuando fue la propulsora de la unidad italiana, y se convirtió en la capital del nuevo Reino de Italia, título que finalmente le arrebató Roma. Pero aunque Turín perdió la capitalidad del nuevo país, siguió ganando terreno e importancia al resto de las ciudades italianas y europeas. Así, hoy es una de las metrópolis más industrializadas y modernas, sede de producción de marcas de coches tan mundialmente reconocidas, como Alfa Romeo, FIAT y Maserati, además de albergar dos equipos de fútbol, el Torino Football Club y el Juventus F.C., que cada año se disputan la copa de la UEFA Champions League. Luca me hizo saber todo aquello, y me hizo darme cuenta de que no estaba parado en una ciudad cualquiera. Y haber visitado Turín, sabiendo tan poco de ella, resultó como siempre en un regodeo impecable. Bajamos del mirador y caminamos por la Vía Po. Nos detuvimos en un modesto restaurante a sus orillas para almorzar algo rápido. Y la cocina siciliana fue la elegida para darme la bienvenida a Italia. Vía Po enel centro de Turín. Mi viaje anterior a Roma había sido una maravilla, pero demasiado turístico para mi gusto. Su aeropuerto internacional; una estadía de tres noches en un hostal; el Vaticano, el Coliseo y sus principales atracciones; paseos con una mexicana que conocí en el albergue; espagueti al pesto y pizza con anchoas en un restaurante con precios exorbitantes. Ahora me había propuesto conocer Italia mucho mejor. Y cuando un local te lleva a un pequeño y rústico restaurante, puede esperarse que la comida sea un verdadero deleite. Y vaya que lo fue. El menú comenzó con un delicioso arancino, una croqueta de arroz al azafrán rellena de carne molida, chícharos y queso mozzarella. Luego llegaron los acompañamientos. Un plato de caponata, un guiso siciliano bastante parecido al ratatouille francés, ya que se compone principalmente de berenjenas agridulces y salsa de tomate, sólo que a esta se le agrega apio, aceitunas y alcaparras. El almuerzo se remató con una rebanada de sfincione, mejor conocida como pizza siciliana, cuya principal diferencia con sus hermanas en Italia es su forma cuadrada y su masa mucho más espesa. Aún así, para mí fue todo un manjar. Tomamos una cerveza siciliana y pagamos la cuenta, que al compararla con los precios al otro lado de la frontera (en Francia) me pareció sumamente barato. Volvimos entonces a la Vía Po para visitar el principal atractivo de Turín: la Mole Antonelliana. Es el edificio más icónico de Turín. Incluso aparece en las monedas de dos céntimos de euro que se producen en Italia. Pero su fama se debe más que nada a su larga historia. La Mole fue construida por Alessandro Antonelli en el siglo XIX, quien originalmente la diseñó para ser una sinagoga judía. Pero su relación con los judíos no era precisamente la mejor. Así que la ciudad de Turín decidió dedicar la Mole al rey Víctor Manuel II, y extendieron la altura de su domo a 167 metros. A pesar de los terremotos y tormentas que azotaron y destruyeron algunos detalles del edificio, hoy la Mole sigue en pie, y alberga al Museo Nacional del Cine, al cual no quise entrar. Lyon posee dos museos del cine, y honestamente quería reducir mis gastos. Fuera de la Mole pasamos frente a una chocolatería Baratti & Milano, una de las mejores marcas paimonteses de chocolate. Turín tiene una larga historia de amor con el chocolate. Desde el remoto siglo XVI, una vez que los españoles habían ya importado el cacao a Europa desde México, la región de Piamonte fue cuna de la innovación en la chocolatería. Marcas piamonteses tan reconocidas como Ferrero, se encargaron de derribar el mito de que los chocolates eran sólo para ocasiones especiales. Así, llevaron hasta nuestras casas manjares casi gourmet, como los Ferrero Rocher y la Nutella, a precios asequibles. Pero tuve que resistirme a los lujos, y compré sólo un par de chocolates rellenos de licor. Luego de ello hicimos una fugaz escala en una cafetería local. Luca y yo nos paramos tras la barra y pedimos dos cafés, un espresso cortado que casi siempre se sirve con una diminuta galleta dulce. La cultura del café en Italia es diferente a muchas otras. Algunas cafeterías ni siquiera tienen mesas y sillas en su interior. Porque los italianos toman su espresso, y luego de cinco minutos, pagan en caja y se van. Y es casi así como lo hicimos nosotros, para dirigirnos directamente a la Piazza Castello, justo en el corazón de la ciudad. La plaza se adornaba ya con el pino y una pista de patinaje para recibir a la Navidad. Artistas callejeros entretenían a la multitud en el centro de la explanada, y un mercado navideño ofrecía algunos artículos de regalo y chocolate caliente a los transeúntes. La Piazza Castello es el lugar donde confluyen las principales avenidas de la ciudad. Y justo en su centro se posa todavía el Palacio Madama, una de las múltiples residencias de la Casa Real de Saboya que han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Palacio Madama. Pero sólo unos metros más adelante, se encuentra el Palacio Real de Turín, la principal de las antiguas residencias de los reyes. Su exterior, como muchos de los palacios saboyanos, es completamente barroco, sin muchos detalles ostentosos. No obstante, su interior deja entrevisto la lujosa vida aristocrática que la familia solía llevar. Sin sumergirme tanto en otro palacio europeo más, entramos hasta las escaleras del vestíbulo principal, desde donde tuvimos una vista de la Piazza Castello entera. Luego de ello bajamos, y Luca me llevó hacia su parte posterior. En aquel rincón, todavía se conservan los vestigios de la antigua colonia romana de Augusta Taurinorum, dedicada al primer emperador romano, cuya estatua se levanta en el medio de las ruinas. La ciudad conservó la forma del “cuadrilátero romano”, cuyas vías se trazaron como un tablero de ajedrez. Y las ruinas del antiguo foro todavía dan una idea de cómo lucía en el primer siglo de nuestra era. La estructura más emblemática del sitio arqueológico es la Puerta Palatina, una de las antiguas entradas a la ciudad que atravesaban la muralla. Turín, al igual que Roma, era un contraste de la Edad Antigua con el Renacimiento y la Edad Moderna. Difícilmente me iría decepcionado de aquella bella ciudad al terminar mi estadía. Aquella tarde volvimos al apartamento. Luca se vería con una amiga suya, mientras yo me había quedado de ver con Plínio, un brasileño al que había hospedado en Lyon unos días atrás, y quien vivía temporalmente en Turín junto con sus padres. La noche había caído. En vista de que ya había visitado la mayoría del centro histórico, Plínio decidió llevarme a la Vía Garibaldi, otra famosa avenida en la ciudad. Pero a esa hora, casi todos los negocios habían cerrado. Cuando regresábamos algo decepcionados a la Piazza Castello, encontramos en un callejón un pequeño bar con sus luces todavía prendidas, y el cocinero todavía dentro. Abrí la puerta para huir del frío y pregunté al dueño si podíamos tomar algo. Con una animada y fuerte voz, el italiano me ofreció un enorme plato de polenta por 5 euros. —Ya voy a cerrar. Pero come, come. Todavía queda mucha polenta en la cocina —me dijo—. ¿Quieres queso? Come queso, ten. El hombre no dejaba de gritar y pasarme platos. Plínio y yo reímos y seguimos comiendo polenta, una comida de harina de maíz muy popular en aquel país. Para no atorarnos con el pesado guiso, nos ofreció vasos de vino por un euro. Comenzaba a creer que no quería cerrar el bar. Polenta servida con salsa de tomate y queso parmesano. No tardaron en llegar poco a poco otras personas, que al igual que nosotros, buscaban un buen lugar donde resguardarse del frío. —Ya voy a cerrar, pero pasen —el dueño seguía diciendo—. Tomen vino, un euro. Tomen este plato de galletas. Y por toda la noche, siguió regalándonos cosas. Cuatro italianos, un pakistaní y una pareja de suizos recién casados se nos unieron en la noche. Y Luca no tardó en llegar y acoplarse a la fiesta. Y aunque su horario terminaba a las 9, nos quedamos en su restaurante hasta la medianoche, tomando vino, comiendo queso y bailando música italiana. Una situación que, pensé, rara vez hubiera ocurrido en Francia. No cabía duda de lo cálido que los italianos podían llegar a ser. Incluso en aquel frío invierno justo al pie de los Alpes. Al siguiente día fue momento de comprar algunos souvenirs para mi familia en la tienda oficial del Juventus. La liga de fútbol estaba en receso y ningún partido se efectuaría en la ciudad en esas fechas. Pero en el centro de la ciudad es fácil conseguir artículos oficiales del famoso club italiano. Luca me llevó a almorzar a una exquisita trattoria piamontesa. Las trattorias son locales de comida en Italia, donde no se sirve comida bajo un menú, sino que se paga por cubierto. El ambiente es bastante relajado y, cabe decir, los precios suelen ser muy bajos. Por menos de 10 euros, Luca y yo recibimos en nuestra mesa una charola con queso tomino bañado en salsa verde y salsa infernale. Queso toma di lanzo, gorgonzola y castelrosso, bañados con un poco de miel. Un par de polpetes (albóndigas), un cavolo (repollo relleno con carne) y vitel toné (carne de ternera bañada en salsa de atún). Todo acompañado con pan y un vaso de vino. Una vez satisfecho, me dirigí al museo más atractivo de toda la ciudad, que por supuesto no podía dejar pasar: el Museo Egipcio de Turín. Cuando elegí esta ciudad como mi primera escala, nunca imaginé que la cultura del Antiguo Egipto sería lo más atrayente que encontraría. Pero por muchos siglos, los reyes de Saboya y Cerdeña se volvieron fanáticos de la historia de aquella civilización. Y crearon una de las colecciones más hermosas de Egipto en el mundo, que ahora se luce en este increíble museo. Se trata nada más y nada menos que de la mayor colección de antigüedades de Egipto fuera de Egipto, y del segundo museo más importante sobre esta civilización después del Museo Egipcio de El Cairo. La mayores adquisiciones a la colección (que solía ser una colección real) se hicieron durante el siglo XIX por Bernardino Drovetti, quien era cónsul francés en Egipto en aquel entonces. La cantidad de dinero que se gastó en expediciones, excavaciones, compra y transporte de las piezas es simplemente enorme. Y por sólo 13 euros me fue posible ver la colección entera, con una audioguía en más de 15 idiomas. El museo se divide por orden cronológico, que estudia el Imperio Antiguo, el Imperio Medio y el Imperio Nuevo, y muestra sobre todo objetos de la vida cotidiana, papiros y elementos de la rica cultura funeraria de los egipcios. El museo cuenta con el reconocido Papiro Real de Turín, un papiro de 170 cm de largo que contiene los nombres de todos los faraones que reinaron el Antiguo Egipto, incluidos los dioses que gobernaron antes de la era faraónica. Las estatuas representan a una multitud de personajes de la realeza y antiguos faraones de las dinastías que gobernaron Egipto. Entre las más famosas se encuentran la estatua de Ramsés II, la princesa Redit y del faraón Horemheb. Hay objetos tan preciados y conocidos, como los obeliscos con jeroglíficos y figuras de animales míticos, como los halcones y los perros. Y por supuesto, no faltan las esfinges de piedra, transportadas como originalmente se encontraron en las excavaciones. Pero sin duda lo más cautivante es la colección de sarcófagos originales que se exhiben en todo el museo. Estas tumbas dejan en claro el milenario ritual funerario que los egipcios llevaban a cabo. Algunas momias e instrumentos de embalsamación también se exhiben en las salas. Entre los más famosos se encuentra el sarcófago original de Duaenra, hijo de Keops. Al salir del museo el sol se había ocultado, y Luca me acompañó a la Piazza San Carlo, donde un grupo de gospel nos deleitó con sus villancicos. Terminamos la noche en un bar de la ciudad, donde un grupo de Couchsurfing había organizado un aperitivo. Vino, cervezas y un buffet de bocadillos me despidieron de Turín, en una mezcla de cinco idiomas que seguía mejorando cada día. Volví con Luca a su apartamento para tratar de descansar un poco. Al otro día debía partir temprano hacia el este del país, un poco más lejos de las montañas, pero más cerca cada vez de Nápoles y de una hermosa Navidad.
  4. Mi única noche en Venecia, luego de comer la cena con mi compañero de cuarto, tomé el vaporetto a la Plaza de San Marcos para encontrarme con su vida nocturna. Pero al parecer, era prácticamente nula, algo que nunca me imaginé de una ciudad como aquella. Así que un pronto retorno al hostal en la isla de Giudecca me bastó para conciliar el sueño a tempranas horas de la noche. Al amanecer debía tomar un tren hacia Bolonia, en la contigua región de Emilia-Romaña. Despertar no fue difícil, y había anotado el horario en que el vaporetto pararía en la estación más cercana para llevarme a la central de Santa Lucía. Así que tras un rápido check-out, salí a la templada mañana a esperar por el ferry. Giudecca está aislada del resto de Venecia, y la única forma de acceder a ella es por una embarcación. Ningún puente la conecta de forma peatonal. Y como dije antes, en Venecia no existen los coches. El vaporetto no tardó en llegar, pero pronto me di cuenta que aquel iba en la dirección contraria, una vía más larga hasta llegar a Santa Lucía. Pero atravesaba el Gran Canal, y ver sus orillas al amanecer sería un bonito último regalo de Venecia. Al final de cuentas, también me llevaría hasta la estación de trenes, pensé. Y sin pensarlo dos veces, subí y me senté en su descubierta proa. Justo ese día comenzaba el invierno. Eran ya vacaciones escolares y el tráfico era exiguo. Tenía el barco casi para mí solo. Los edificios todavía se veían oscuros, pero el sol empezaba a levantarse en el este. El cielo se pintaba poco a poco de un azul rosáceo, y yo no hacía nada más que admirar ambas orillas de la ciudad. La cautivante escena me hizo olvidarme de mi reloj. Pero mi intuición me decía que ya era algo tarde. El ferry estaba tardando mucho más de lo que pensé en llegar a Santa Lucía, y tenía miedo de perder mi tren. La romántica escena se esfumó cuando el barco empezó a parar en cada una de las estaciones en el camino, así no hubiera nadie que quisiese bajar o subir. Y un vistazo a mi celular bastó para aceptar lo inevitable: estaba a punto de perder mi tren. No tenía muchas opciones. Estaba en Venecia, no existen los coches. Sólo podía seguir montado en el vaporetto o bajar y correr hasta la estación. Y con mi mochila al hombro, no iba a ser muy buena idea. Con la menuda esperanza de que por alguna razón el tren se hubiese retrasado, bajé corriendo del ferry cuando aparcó frente a Santa Lucía. Pero como predije, el tren se había marchado. Me acerqué entonces al centro de atención a clientes. La señorita me dijo que no tenía otra opción, más que comprar un ticket nuevo. Y aunque hubiese llegado más temprano, no iba a poder abordar, porque cuando compré el boleto en internet elegí la opción “Venecia Mestre”, y no “Venecia Santa Lucía”. La estación de Mestre se encuentra en tierra firme, y para llegar a ella debía haber cogido otro tren, o en su defecto, un autobús. Me vi entonces obligado a pagar 32 euros por mi trayecto. Pero no podía enojarme. Son gajes del oficio. Además, estaba en Venecia, nadie puede enfadarse con una ciudad así. Compré algo para desayunar a bordo y me senté a leer junto a la ventana del vagón. Al menos mis 32 euros valieron la pena, con tan cómodo y rápido viaje. Antes del mediodía llegué a la estación de Bolonia. Había reservado una noche en el Dopa Hostel, a unas 10 cuadras de la central, y muy cerca del centro histórico. A mi llegada, no era todavía momento de hacer mi check-in, pero pude, como siempre, dejar mi mochila en la bodega. Y en la sala del hostal, Paul y Laura, un mexicano y una colombiana, hacían su check-out. Debían tomar su tren a Florencia esa misma noche, así que pasarían esa última tarde en la ciudad. Y como no me venía nada mal algo de compañía, acepté recorrer con ellos el centro histórico. Mi amiga Antonia, una italiana con quien trabajaba en el colegio de Lyon en Francia, era quien me había ayudado a armar mi itinerario de viaje en Italia. Y habiendo estudiado cuatro años en la Universidad de Bolonia, recomendarme su antigua ciudad de residencia no era algo de extrañarse. Descrita por ella como una ciudad estudiantil, y una de las mejores capitales gastronómicas de Italia, simplemente no pude dejarla pasar. Me adentré así con Paul y Laura al centro histórico de Bolonia, uno de los cascos antiguos medievales mejor conservados y más grandes de Europa. El centro histórico está rodeado de parques y jardines numerosos, como el Parco della Montagnola, justo al lado del hostal donde nos alojábamos. Nuestra primera parada sería la Fuente de Neptuno, uno de los íconos de Bolonia. Pero al llegar a la Piazza del Nettuno, nos topamos con su sorpresiva ausencia. La fuente estaba en restauración y nada, más que las mallas a su alrededor, podían verse. La fuente fue construida en el siglo XVI para simbolizar el gobierno del nuevo papa, Pío IV. Bolonia perteneció por varios años a los Estados Pontificios, que hoy se reducen solamente a la Ciudad del Vaticano. Pero su fama va más allá de su monumental belleza. Según nos contaron, su creador quería esculpir a Neptuno con unos grandes genitales, pero la iglesia católica lo prohibió. Así que el artista, Juan de Bolonia, se las ideó para que, desde cierto ángulo, su meñique pareciera su pene. Y después de unos años, el papado mandó a poner unos pantalones de bronce a la estatua. Aún así, la fuente sigue siendo un ícono erótico hasta hoy, donde las ninfas en sus esquinas arrojan agua por los pezones. Fue lamentable no poder apreciar aquella curiosa escultura. Pero junto a ella, el Palazzo Re Enzo nos dejó en claro el fuerte carácter medieval que Bolonia sigue poseyendo, un edificio que ha permanecido en pie desde el año 1245. El palacio es en realidad solo una ampliación del contiguo Palazzo del Podestà, sede del gobierno local, cuyo campanario central avisaba a los pobladores de acontecimientos importantes. El ayuntamiento forma parte de los flancos de la Plaza Mayor de Bolonia, el núcleo de la ciudad, donde Paul, Laura y yo nos sentamos por unos momentos a admirar su imponencia. El sur del cuadrante, la basílica de San Petronio hace honor al santo protector de la ciudad, junto al que se encuentran también San Francisco y Santo Domingo. Aunque ninguno de nosotros sumamente católicos, no quisimos perder la oportunidad de verla por dentro. Aunque la misa que se llevaba a cabo nos imposibilitó tomar fotos de su interior. Nos introrudjimos bajo el Palacio del Banco, por un pasaje orillado por antiguos y coloridos edificios que datan también de la lejana Edad Media, pero que hoy alojan comercios locales de ropa y comida. Antonia me había contado que a su amada ciudad se le apodaba “Bologna la grassa”, ya que por su famosa gastronomía para los boloñeses era imposible dejar de comer. Y que no podía irme de allí sin haber probado algunos de sus mejores platillos. Así que cuando pasamos junto a la boutique-restaurante Tamburini, una de las más visitadas en el casco antiguo, no dudé en pedir a Laura y Paul unos minutos para echar un vistazo. Antonia me había recomendado su mortadella. Pero al parecer, Tamburini era realmente lo mejor de la ciudad, y el número en la lista de espera era muy lejano, y con sólo una tarde en Bolonia, decidí continuar la caminata y deleitar a mi paladar al finalizar el día. La misma calle nos llevó hasta el Palazzo della Mercanzia. A pesar de haber visto infinidad de edificios góticos en Europa, Bolonia parecía poder convertirse en mi ciudad gótica favorita, aunque sus colores ocre pudieran parecer algo aburridos para muchos. Y a tan sólo unos metros, Paul nos llevó hasta las dos torres, el mayor símbolo arquitectónico boloñés. Bolonia fue la verdadera ciudad de las torres en la Edad Media. La gente habla que en aquella época, llegar a Bolonia era casi como llegar a Nueva York, por la cantidad de enormes torres que se erguían dentro de sus murallas. Los historiadores creen que los torrejones fueron construidos por las familias locales como símbolo de poder y protección en una era donde los conflictos entre el Sacro Imperio Romano Germánico y el Pontificado eran cada vez más graduales. Hoy, dos de las torres que permanecen en pie son las más famosas para el turismo y los locales: la torre Garisenda y la torre Asinelli. Sus nombres provienen de las familias que, se cree, las mandaron a construir. La más alta de ellas, la Asinelli, rebasa casi los 100 metros, y su apertura al público permite conocer la verdadera Bolonia del medievo. Aquel rascacielos medieval era el primer monumento de vigilancia al que me introducía en mi vida. Su interior simplemente me cautivó, y me transportó a Gondor, y a las dos torres donde se libraron las batallas de la segunda saga de El Señor de los Anillos. Al llegar a su punta, la ciudad entera de Bolonia quedó a nuestros pies, como si esperase a ser vigilada por nosotros tres. Mirar a los cuatro puntos cardinales era inevitable, esperando a que una banda de orcos o ents apareciera para declararnos la batalla. Aunque para ser sincero, me di cuenta que yo hubiera sido el menos indicado para cuidar de una ciudad desde las alturas. El vértigo, a ni siquiera 100 metros de altitud, me estaba asesinando. Tanto que pedí a Paul tomar las fotos por mí. Aunque la cima de la torre está protegida con barrotes de metal, mirar abajo me daba escalofríos. La forma más eficaz para alguien como yo era caminar sin dejar de tocar las vetustas paredes de piedra. Aún con el miedo recorriendo mis venas, los antiguos tejados de Bolonia me hicieron ver que aquella breve escala no había sido en vano, y respondía a la teoría de Antonia del porqué era una de las ciudades preferidas para los universitarios en Italia. De hecho, la Universidad de Bolonia es considerada la universidad más antigua del mundo occidental, fundada en 1088, y se posa junto a las grandes casas de estudio de Europa, con universidades tan reconocidas como la de Oxford, París y Salamanca. Uno de cada diez habitantes de Bolonia es estudiante de su universidad. La misma ha visto pasar alumnos tan renombrados, como Dante Alighieri y Nicolás Copérnico. Bolonia era, después de todo, mucho más que sólo su salsa boloñesa. Bajamos los escalones, al seguro y menos vertiginoso nivel del suelo, para seguir con nuestra caminata vespertina. Mientras Paul y Laura se inclinaron por un gelatto, yo me decidí por un chocolate caliente en su mezquino, pero cálido mercado de Navidad. Diría que es lo más bello de viajar en diciembre en Europa. Los Christmas markets nunca decepcionarán a nadie. Subir y bajar las escaleras de aquella torre nos había agotado más de lo esperado, sobre todo con ropa tan pesada para cubrirnos del frío invierno, que recién había comenzado. Así que un par de callejuelas más fueron suficientes antes de volver al hostal a reposar un poco. Paul y Laura se detuvieron a comer en un 100 montaditos, una famosa franquicia española de bocadillos, vino y cerveza, de la que casi me había ya hartado cuando viví en Galicia. Yo no había viajado hasta Bolonia para comer tapas baratas, me dije. Así que invité a otro de los chicos que conocí en el hostal, Diego, a visitar L’Osteria dell’orsa, uno de los restaurantes que Antonia me había recomendado. Diego venía de Sevilla, y su deseo por probar tapas españolas era tan exiguo como el mío. Aunque nuestro apetito por la comida boloñesa era gigantesco para esa hora de la noche. Ir antes de las 8 fue una excelente idea, ya que la hora de la cena apenas empezaba, y L’Osteria estaba medianamente vacía. Pedimos una mesa para dos, y la mesera nos llevó al sótano, a una mesa donde fácilmente cabían diez personas. La tradición de L’Osteria es siempre compartir la mesa con desconocidos. Todo por el placer del buen comer. Unos pocos minutos después, el restaurante estaba a poco de su máxima capacidad. Casi ninguno tenía pinta de ser estudiante, pero aquello era normal. Era casi Navidad, y para entonces la mayoría de los universitarios se habían marchado a casa con sus familias. Mi sopa de tortellini relleno de manzo (carne de res) y capone con abundante queso parmesano fue una buena decisión, además de una solución barata al hambre. Y los tagliatelles con ragù (la famosa salsa boloñesa de tomate con carne molida) de Diego nos dejaron en claro que Antonia tenía razón. Bologna la grassa era una de las mejores capitales gastronómicas de Italia. Sin poder quedarme más tiempo, agradecí esa breve escala en aquel rincón del norte italiano. Pasé la noche bebiendo vino con los chicos del hostal, para al otro día tomar mi autobús hacia las faldas del Vesubio, donde Nápoles y mi amigo Gianpiero me darían una acogedora y deliciosa Navidad.
  5. El tiempo había pasado más rápido de lo esperado desde mi llegada a Francia. Mis vacaciones decembrinas en la península itálica estaban justo a la mitad, y algo me decía que aquel 24 de diciembre no iba a ser como el resto de mis Nochebuenas. La ciudad de Nápoles y el sur de Italia son famosos por sus soleada costa y sus mediterráneos paisajes, que las diferencian del resto de las metrópolis europeas. Cualquiera hubiera deseado una Navidad en la nieve con luces y mercados callejeros. Yo, por otro lado, elegí una alternativa mucho más rústica. Mi amigo Gianpiero se encontraba en la ciudad de vacaciones y me hospedaba en casa de su familia en la comunidad de Pozzuoli, un costero y pintoresco suburbio de Nápoles. Luego de un tradicional espresso cortado italiano para desayunar, Gianpiero me llevó por las calles que lo vieron crecer desde pequeño. La historia de Pozzuoli se remonta casi paralelamente a la historia de Nápoles. Ambos puertos importantes del Mediterráneo fundados por los griegos y conquistados por los cartagineses, hasta pasar a convertirse en colonias romanas. Estos últimos son los que dejaron más vestigios en esta zona del Golfo de Nápoles, y hoy, entre las casas de los vecinos actuales de Gianpiero y su familia, el Serapeo del antiguo Foro Romano se luce como si fuera un parque más en un barrio periférico. Las ruinas romanas son algo a lo que ya me venía acostumbrando en todas las ciudades italianas y muchas otras urbes europeas. Pero Pozzuoli tenía su propio encanto. Tiendas de conveniencia, vendedores ambulantes, niños en la calle, gritos que resonaban hasta la última de las rosáceas terrazas. Una costa azul turquesa, el sonar de las campanas del mediodía, una pintura descascarada en cada vetusta pared y un olor inolvidable como el de cualquier puerto marítimo. Esta oculta zona de Italia me hacía sentir sin duda mucho más cercano a la cultura latina. Y con un sol como el de aquella mañana de Nochebuena, todo reducto de nostalgia se esfumó por sus coloridos callejones. Y entonces Gianpiero me llevó hasta la principal atracción de Pozzuoli. El conglomerado de Rione Terra, el primer núcleo urbano habitado de la ciudad. Rione Terra es una zona posada en lo alto de un pequeño cerro junto a la costa del golfo de Pozzuoli, donde se establecieron los primeros habitantes por allá del siglo II a.C. Sus calles vieron la evolución paulatina de la arquitectura, religiosidad, costumbres y tradiciones napolitanas hasta el año 1970, cuando se decidió reubicar a todas las personas que allí vivían. La causa, un peligro de colapso por los movimientos volcánicos del suelo, que ponían en riesgo a todas sus construcciones por lo mal conservadas que se encontraban. Y llegó el año de 1980, cuando un terremoto causó severos daños y derrumbes en Rione Terra, donde afortunadamente nadie pereció gracias a las medidas de seguridad tomadas con anterioridad. Pero el gobierno no permitió que los eventos geológicos dejaran en el pasado al más importante de los barrios de Pozzuoli, y hoy se presume totalmente restaurado y abierto al público, como una nueva villa que conserva todavía su espíritu antiguo. Un cálido mediodía nos sonreía en el Mediterráneo y la madre de Gianpiero me invitó a comer un bocadillo en casa antes de seguir mi visita. Dos bolas de mozzarella de bufala campana, el queso mozzarella con denominación de origen napolitano. Cuando pienso en mozzarella no puedo evitar pensar en pizza. Una bolsa de plástico con ralladura de un queso blanco que se esparce sobre una gruesa masa con salsa de tomate. Pero el mozzarella napolitano no es así. Y dos simples bolas hervidas en una olla de agua caliente acompañadas de pan y jamón me demostraron el verdadero e inolvidable sabor del que me atrevo a decir, es el tercer mejor queso que jamás he probado (los dos primeros lugares debo reservarlos al comté y al camembert franceses, por supuesto). La familia Massaro comenzaba a llegar a casa para festejar aquella Nochebuena. Un padre, una madre y una hermana mayor formaban aquella típica familia italiana. Y el tío Angello no tardó en arribar por nosotros. Aprovechando su coche, Gianpiero me ofreció el mejor de los regalos que alguien me había ofrecido en una Nochebuena por mucho tiempo. Visitar las ruinas de la antigua y mítica ciudad de Pompeya, a sólo unos kilómetros al sur de Pozzuoli. Sin dudarlo, acepté la invitación, y el tío Angello nos condujo hasta el sur del golfo napolitano, en la otra punta de la zona metropolitana. Hay quizá varias cosas que vienen a la mente cuando uno piensa en Nápoles. Pizza, la mafia Camorra y el Vesubio. La historia entera de Nápoles no puede separarse de ninguno de estos tres elementos conocidos a nivel mundial. Y así como Nápoles ha sabido salir adelante a pesar de la mafia en sus calles, también ha sabido lidiar con el monte Vesubio, el volcán más peligroso del mundo. Existe una lista con los 16 volcanes de la década, que enumera los volcanes que representan más peligro en el mundo actual, por su constante actividad y por su cercanía a zonas pobladas. Así pues, Nápoles es la zona volcánica más densamente poblada del mundo, con más de tres millones de habitantes a su alrededor. La tranquilidad y felicidad con la que viven los napolitanos me dejó estupefacto. El Vesubio puede verse casi desde cualquier punto de la ciudad, y es un constante recordatorio del poder de la Tierra bajo nosotros. Su última erupción fue en 1944, y destruyó gran parte de la ciudad de San Sebastiano. Pero no cabe duda que su erupción más famosa fue la que tuvo lugar en el año 79 d.C., que sepultó por completo a la ciudad romana de Pompeya. Cuando nos adentramos en el municipio de Pompeya todo a mi alrededor me hablaba de una moderna y civilizada ciudad. Unas 25,000 personas habitan sus calles hoy en día, y la vida transcurre con normalidad. Pero la zona arqueológica es el vivo vestigio de lo que fue una prominente colonia romana por varias décadas, hasta que el incontrolable poder geológico la hizo pagar el precio de su extraña localización. Si bien Rione Terra en Pozzuoli es el mejor ejemplo de lo que una buena prevención puede resultar, Pompeya es la otra cara de la moneda. Una cara que, espero, ninguno de mis amigos napolitanos deba pagar en sus vidas. La entrada a la zona arqueológica por la Puerta Marítima estaba casi vacía. No muchos planean una visita a las ruinas romanas en Nochebuena, pensé. Y eso para mí no era más que una ventaja, que me avisaba lo tranquila que sería aquel paseo vespertino. Entrada a Pompeya por la Puerta Marítima. En aquel entonces, la vista desde aquella entrada a la ciudad daba directo al mar Mediterráneo. Pompeya fue también un puerto de cruce importante en aquella zona del Imperio Romano. Por muchos años se creyó que Pompeya y Herculano (ciudad también enterrada por la erupción) habían desaparecido por completo. Pero en el siglo XVIII las excavaciones arqueológicas en la zona descubrieron los restos de ambas metrópolis. Pompeya fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, debido al vívido testimonio que ofrece hoy sobre el trazado y la vida cotidiana de las antiguas ciudades romanas. El nivel de conservación de muchos edificios de Pompeya es simplemente envidiable. Algo simplemente increíble a mis ojos y al de cualquiera que se adentre en sus aposentos. Pensar que aquellas construcciones vivieron bajo las cenizas petrificadas por varios siglos y hoy es posible caminar sobre ellas como en cualquier otra urbe del mundo. Los primeros restos que aparecieron frente a nosotros fueron las termas suburbanas. Los baños públicos son una constante en las ciudades romanas, y Pompeya no se queda atrás. Pero estas termas eran más bien de una compañía privada, de una dimensión menor a los baños públicos del centro de la ciudad. Entrada a las termas suburbanas. Los arqueólogos creen que existía un espacio exclusivo para las mujeres. Sus paredes y suelos conservan, incluso, pinturas que decoraban los cuartos. Aunque muchos creen que la vida de Pompeya fue inmortalizada por la erupción del Vesubio, los expertos han demostrado que no es así. Antes del año 79, diferentes movimientos telúricos hablaban ya de lo que se avecinaba en un futuro cercano. Y en el 62 d.C. un terremoto destruyó varios edificios de la ciudad, Se cree que muchos pobladores abandonaron la ciudad. Algunos dejaron sus tesoros escondidos para cuando las cosas se calmaran poder volver por ellos. Así, las termas son algunos de los edificios que en el momento de la erupción se encontraban todavía en restauración para enmendar los daños del terremoto. Del mismo modo, el templo de Venus se encontraba en obras en el momento del siniestro. Muchos otros templos religiosos denotan la religiosidad de la que gozaba la ciudad, con monumentos construidos en honor al dios Júpiter, Apolo y una Basílica, el edificio religioso más importante de la antigua Pompeya. Restos del templo de Júpiter. La zona más alucinante es, como siempre, el foro, el corazón cívico y comercial de todas las ciudades romanas. Se encontraba rodeado de algunos templos y de columnas, algunas de ellas todavía en pie. Poseía en su centro estatuas del emperador, de la familia real y de algunos otros personajes importantes de la época. Las figuras que se encuentran en la zona arqueológica de hoy no son todas precisamente del siglo I d.C. Algunas son sólo recreaciones creadas por artistas para hacer ver al foro como normalmente se decoraba en el pasado. Durante las excavaciones se encontraron algunos objetos que los comerciantes exponían en el foro, y que dejaban ver la típica vida del centro de la ciudad. Incluso se encontró una queja escrita hecha por algún ciudadano en una de las tablillas públicas, donde suplicaba no hacer tanto ruido en las calles mientras las personas dormían. Desde el foro se asomaba el imponente monte Vesubio en el fondo, presumiendo su fuerza natural sobre toda Pompeya y el golfo napolitano, y recordándonos siempre el diminuto espacio que ocupamos los humanos en este mundo. Los maravillosos paisajes del foro eran igual de bellos que las calles empedradas de Pompeya, ladeadas por los restos de las casas donde antiguamente vivían sus ciudadanos. En una pequeña colina con vista al mar se erguía otro foro, llamado el foro triangular, que era un segundo núcleo cívico de la urbe. Junto a él, los edificios de espectáculos se encuentran todavía en decentes condiciones para su visita. Es el caso del teatro grande y el teatro pequeño, donde se llevaban a cabo eventos musicales, de teatro y poesía, al estilo del antiguo mundo griego helenístico. El cuartel de los gladiadores deja descubrir también la fuerte tradición romana de aquel famoso espectáculo romano. En Pompeya esta práctica fue prohibida durante 10 años por el emperador Nerón, debido a disturbios ocurridos en su anfiteatro. La zona arqueológica era más grande de lo que había imaginado. Aunque la mayoría de los edificios más emblemáticos se encuentran en la zona cercana a la puerta marítima. Más al fondo, son casi solo los barrios residenciales que exponen un poco del estilo de vida en los suburbios. Es en esta área donde se resguardan algunos de los cuerpos petrificados que se conservaron tras la erupción. Durante las excavaciones, muchos de estos restos tenían huecos en su interior. Los arqueólogos decidieron rellenarlos con yeso para reproducir las posiciones exactas de los lamentables y horribles últimos momentos de vida de aquellas infortunadas personas. Algunos cuerpos se hallaron cubriendo sus caras con pañuelos. Otros abrazando sus pertenencias más valuadas. Algunos otros junto a una botella de veneno, confirmando un suicidio. Y los perros guardianes aún amarrados en las puertas de las casas muestran el terror de vivir una erupción volcánica en carne propia. Con la tranquilidad de una Nochebuena en Pompeya, Gianpiero, Angello y yo nos sentamos a tomar un café en el restaurante del centro de visitantes, sin mirar la hora que marcaba entonces el reloj. Al salir, las puertas laterales del complejo estaban cerradas. No había más gente caminando por las calles. El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y verdaderamente teníamos miedo de que nos hubiesen dejado encerrados en Pompeya en plena víspera de Navidad. Gianpiero corrió y gritó en cada rincón, pidiendo a alguien ayuda para poder encontrar la salida. Hasta que una mujer salió del baño y nos llevó con sus llaves hasta la puerta principal, que se encontraba entonces ya cerrada. Sin más que agradecer por una tarde de paseo en la histórica ciudad romana, Angello nos condujo de vuelta a Nápoles, y me dejaron en la estación Garibaldi para tomar el metro. Aquel día la casa de Gianpiero estaba llena, y lo mejor para mí era quedarme en un hostal. Sin embargo, la calidez de los napolitanos no me permitiría pasar la Nochebuena a solas. Así que unas horas más tarde pasaron nuevamente por mí para llevarme a casa de la abuela, donde una deliciosa cena se servía ya en la mesa principal. Scarole. Un plato de scarole con típicas verduras de Campania. Un plato de spaghetti con almejas y tomate, cuya pasta por supuesto era artesanal, y no industrial. Spaghetti alle vongole. Dos platos de orata y bacalao, pescados típicos para la temporada navideña. Y para terminar, una barra de postres que me dejó con el estómago más que satisfecho. Higos con nuez y pistache, un zeppole (rosquilla azucarada), una torta cassata y el famoso struffoli. ¿Hay algo mejor que la comida de una abuela? Sólo quizá la comida de una abuela napolitana en Navidad. Sin importar que mi italiano fuera nulo, con el espíritu navideño y la traducción de Gianpiero, aquella Nochebuena fue sin duda una experiencia inolvidable (y exquisita, como todo en Nápoles). Al otro día, me tocaría recorrer la ciudad a solas. Así que al salir del hostal, subí hasta la colina del castillo, desde donde se tienen las mejores vistas de Nápoles. A pesar del contraste de su zona histórica con el nuevo y moderno barrio financiero, las panorámicas desde el castillo confirman la teoría de que Nápoles es la ciudad de las cúpulas. Una de las ciudades con más iglesias católicas en el mundo. Bajé una escalinata que me llevó hasta el quartieri espagnoli, el barrio español. Una zona que muchos no se atreverían a recorrer. ¿La razón? La alta presencia de la Camorra. Así como el Vesubio es parte de la vida napolitana, la mafia (conocida como Camorra) es desafortunadamente una realidad que sigue viva en la ciudad. Aquello no quiere decir que día a día haya tiros en las calles, gente muerta o secuestrada. Pero la Camorra está allí, a veces invisible a los ojos del ciudadano común. Una de las causas de la degradación de Nápoles y por lo que muchos italianos del norte temen visitar el sur. A pesar de que la Camorra carezca de un nivel jerárquico y bien organizado, como la Cosa nostra siciliana, el cobro de piso, el tráfico de droga y su indudable infiltración en la política y comercio de la ciudad hace difícil que Nápoles sobresalga al igual que muchas otras ciudades italianas. Para un mexicano como yo, la presencia de traficantes invisibles en las calles y barrios poco atractivos al turismo no eran razón para odiar aquella bella ciudad. Muchos menos en Navidad. La Vía Toledo me llevó hasta la Plaza Plebiscito, una de las más grandes de Nápoles. Desde allí es posible ver el castillo en lo alto y algunos edificios públicos emblemáticos. La plaza tiene su propio atractivo en dos estatuas de caballos posadas de manera paralela. Es una costumbre napolitana intentar caminar entre los dos caballos con los ojos vendados desde el principio de la plaza. Cuenta la leyenda que nadie lo ha logrado. Yo hice el reto y tampoco lo logré. El paseo marítimo lucía casi vacío, algo normal para ser Navidad. Pero me dejó contemplar imágenes inolvidables del golfo napolitano y el Vesubio como su guardián. El Volcán de Fuego en Guatemala, el Eyjafjallajökull en Islandia o el Kilauea en Hawai pueden parecer aterradores. Pero el Vesubio es para muchos geólogos uno de los peores monstruos terráqueos, que puede despertar en cualquier inoportuno momento de la vida de los napolitanos. Lo que para mí pareció una increíble postal navideña, para muchos científicos es un indudable riesgo. Una ciudad que ha sabido sobrellevar su vida a los pies de una viva caldera, es sin duda también una ciudad que debe ser visitada al menos una vez en la vida. Por su gastronomía, por sus paisajes, por su historia y, sobre todo, por su gente. Gianpiero, su familia y los napolitanos me dieron una de mis mejores vacaciones navideñas en mi vida. Al otro día por la mañana sería tiempo de partir, y volver al norte de Italia para adentrarme en el Renacimiento.
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