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  1. Un viaje por Europa con aerolíneas lowcost comenzaba a cansarme un poco. Es verdad que había ahorrado casi la mitad de mi dinero comprando mis tickets de avión de forma anticipada, y no un ticket de tren Eurail, como muchos de los viajeros que vienen al viejo mundo hacen. Había gastado aproximadamente 220 euros en diez trayectos entre once ciudades de Europa del este y oeste por las que viajaría 22 días. Un ticket de 21 días con Eurail costaba, para los no europeos, 440 euros, lo que permitía coger un tren diario por todo el Espacio Schengen, de cualquier ciudad a cualquier destino y a cualquier hora. Pero, ciertamente, viajar con avión tiene sus desventajas. Ello implica mucho tiempo de anticipación para llegar al aeropuerto, que en la mayoría de los casos se encuentra a las afueras de la ciudad. Hay que tomar en cuenta el transporte ciudad-aeropuerto, que no suele ser muy barato. Además, con aerolíneas como Ryanair, hacía falta sellar el boleto de abordaje y mostrar el pasaporte en ventanilla antes de pasar al control de seguridad (solo para los no europeos), y para ello también había que hacer una fila. Después venía el control de seguridad, que siempre es y será un dilema. Computadora, celular, cinturón, gorros, chaquetas y hasta zapatos fuera para pasar por el lector casi desnudo. Luego toca volver a vestirse y correr hacia la sala de espera. Los tiempos de abordaje y despegue se hacen cada vez más eternos. Al final, se ahorra mucho tiempo y dinero para distancias largas en el continente, comparadas con un tren. Pero siempre habrá que pagar un precio. Y así viajé nuevamente con la aerolínea Easyjet, que me llevó desde el lujoso aeropuerto Schipol en Ámsterdam hasta el aeropuerto de Berlín-Schönefeld. Aunque me había asegurado esta vez de no hacer tantos viajes nocturnos o extremadamente matutinos para no tener que dormir en los aeropuertos, era invierno. Y si bien me había acostumbrado a que en España y México el sol se oculta a las 6 p.m., en el este de Europa, incluido Berlín, anochece a las 4 p.m. Así que llegar a las 5 p.m. a Berlín no me salvó de la oscura y fría noche. Al salir del aeropuerto parecía que me había transportado a un mundo paralelo. La oscuridad y ausencia de gente me hizo dudar de dónde diablos estaba entonces. Pero entre la negrura pude sentir debajo y casi sin poder ver, la nieve. Hace más de un mes había viajado al suroeste de Alemania para ver los mercados navideños y para conocer la nieve. Pero solo lo primero fue posible. Y aunque había esbozado el instante mágico en que caerían los copos sobre el mercado de Navidad, ahora el verdadero momento había llegado, y fue todo lo contrario. Me agaché para coger un poco de nieve con mis guantes. Era como tocar hielo de la nevera. No pude evitar pensar en hacer una bola de nieve y lanzársela a alguien. Pero no había nadie alrededor. Nadie. Al contrario de lo que había pensado, caminar sobre la nieve no fue una experiencia grata. En lugar de dar pasos agigantados o hundir mis pies bajo centímetros de ella, la nieve se había barrido por la acera y ahora el suelo estaba mojado y resbaladizo. Y sumado a la oscuridad y mi gran mochila, debía caminar con precaución. Tras unos minutos mirando lo poco que la luz iluminaba el piso, sinceramente no podía pensar otra cosa que en llegar a casa de Ria, mi couchsurfer, y calentarme con un café con leche. Hacía casi -6 grados Celsius y estar solo fuera del aeropuerto en una noche así no es nada agradable. Menos mal que había viajado equipado con un guardarropa bastante adecuado. Un par de botas todo terreno, plantillas de peluche y calcetas. Pantalón y playera térmicos, más un suéter, y dos abrigos encima. Una buena bufanda a modo de cubrebocas, guantes, un gorro y orejeras. Nada, excepto mis ojos, estaban al descubierto. Y era una buena elección. Solo yo y un argentino estábamos en las vías del metro aquella noche. Escuchar el español en aquel vagón vacío rociado por la blanca escarcha me hizo sentir un poco más cerca de casa, aunque ahora estuviera a casi 10,000 km lejos en mitad del invierno europeo. Ria y Maik, su novio, vivían en un barrio residencial al este de Berlín. Encontrar su casa no fue algo complicado. Y al entrar a su acogedora morada, sinceramente, no quise salir más. Ambos habían preparado la cena: un puré de trigo con verduras y un poco de té caliente. Ria se desempeñaba como creativa para el teatro, y creaba espléndidas esculturas artesanales para la escenografía de las obras, que se lucían por todo el apartamento. Mientras Maik trabajaba como DJ en un club de Berlín. Nos sentamos en el gran salón para conocernos un poco y me ofrecieron un cómodo colchón inflable para pasar la noche. Si quería aprovechar el siguiente día en la ciudad debía levantarme temprano, sabiendo que el sol era escaso en enero. Mi frío día comenzó con una leve nevada en el este de Berlín. Definitivamente la nieve era mejor que la lluvia. Al menos no me mojaba. Pero no podía resistir mucho tiempo bajo ella si quería recorrer la ciudad. Tomé el metro hasta Alexanderplatz, en el corazón de la ciudad, el punto perfecto para iniciar mi recorrido invernal. La plaza solía ser el centro del Berlín del este, capital de la antigua República Democrática Alemana que estaba en manos de la Unión Soviética, en tiempos de la Guerra Fría. Aunque Berlín es hoy una de las capitales europeas y mundiales por excelencia, es bien sabido que por más de cuarenta años estuvo dividida por los bloques de la OTAN y la URSS, lo que la convirtió en el símbolo de la Guerra Fría y de la eterna lucha entre el mundo capitalista y comunista. Pero lo que hace 27 años era el centro de un mundo separado hoy es un vivo espacio público rodeado por innumerables monumentos y edificios icónicos de Berlín. Justo al oeste de la plaza corre el río Spree, el principal afluente de la ciudad. Y en el medio se forma una pequeña isla llamada Spreeinsel, mejor conocida como la Isla de los Museos. Su nombre, claro está, se debe a la cantidad de museos que existen, hoy catalogados como Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. En ellos se exponen las colecciones de arte y antigüedades que pertenecían a los reyes de Prusia, antiguo reino al que pertenecían Brandemburgo y Berlín. Entre los más famosos se encuentran el Museo Antiguo (o Altes Museum), el Museo Nuevo (Neues Museum) y la Galería Nacional Antigua. Museo Antiguo Pero el más icónico edificio en la isla es sin duda la imponente catedral de Berlín, un enorme templo neobarroco que se alza en el medio de un país mayormente protestante. Seguí mi camino hacia el oeste de la ciudad, cubriendo mi boca y casi imposibilitado de sacar mi cámara con mis guantes para tomar una foto. Mis dedos estaban congelados. Y si la nieve aún tenía para mí un poco de encanto, se esfumó rápidamente cuando, al llegar a la Universidad de Humboldt, resbalé sobre el hielo y caí de de un solo y fuerte sentón. Me vi allí, a mí mismo, tirado sobre el blanco suelo del campus. ¿Qué podía hacer? Solo reír. Y después de mirar a todo mi alrededor (no pude evitar sentir las miradas ajenas) me levanté y continué con mi frente en alto. Caminé por todo el bulevar Unter den Linden, una de las principales avenidas del centro, que me llevó hasta el emblema mundial de la ciudad. La Puerta de Brandemburgo. Este monumento neoclásico que recuerda a la Acrópolis de Atenas, con la diosa Victoria montada sobre un carro tirado por cuatro caballos, no fungió solo como una puerta de la antigua metrópoli. Entre sus columnas se han sucedido varios de los más importantes sucesos de la Alemania actual. El 30 de enero de 1933 15,000 hombres de la SA desfilaron a través de ella, marcando el inicio del nazismo y del ascenso de Hitler como canciller y futuro führer. Pero su fama mundial recae en el gran suceso de 1961: la construcción del Muro de Berlín. La muralla que dividiría a Alemania y Berlín por 28 años pasaría exactamente por la Puerta de Brandemburgo, dejándola a la merced y convirtiéndola en “tierra de nadie”. Por años fue el símbolo de la Guerra Fría, de la división del mundo entero, de oriente y occidente, de Estados Unidos y Rusia, de la humanidad. Así mismo en 1989, al ser derrumbado por fin el muro, pasó a ser el símbolo de la desintegración de la URSS, de la unión de Alemania y del planeta tierra. Hoy la puerta es sede de los principales eventos masivos en Berlín, como la celebración del fin de año y algunos conciertos y eventos conmemorativos. No es entonces de extrañarse que todo el tiempo se rodee de turistas y locales curiosos por conocerla. Y entre todos ellos, un chico joven de unos 25 se acercó a mí con su celular, hablándome en alemán y luego en inglés. Me pidió tomarle una foto frente a la puerta, a lo que rápidamente acepté. “Pero será una foto algo extraña”, me dijo. “¿Por qué?”, pregunté yo. “Porque es para cumplir una apuesta”. Luego caminó un poco hacia la puerta y dejó su bolso en el suelo. Se quitó el gorro, la chaqueta y los guantes. Y después empezó a desabotonar su camisa. Ahora sabía de qué se trataba la apuesta. Menos mal que no implicaba salir completamente desnudo. Solo sin su camisa. Así que no tardé mucho en tomarle la foto. Si yo me estaba congelando con tanta ropa encima, no podía imaginar lo que quitarse la camisa a -6 grados podía ser. Detrás de la puerta se llevaba a cabo una manifestación por un grupo de árabes que pedían la renuncia del presidente Rouhani de Irán. No sabía qué podrían lograr estando tan lejos de su país. Pero las políticas internacionales y la mayoría de las guerras se controlan desde Estados Unidos y Europa, por lo que no resulta extraño que numerosos grupos de migrantes en Alemania se manifestaran en contra del régimen islámico actual. Seguí mi camino en dirección oeste hasta entrar al gigantesco parque Tiergarten. Por supuesto, durante el invierno no podía esperar otro tipo de paisaje en un jardín que una espesa capa de nieve sobre la escasa vegetación. En su interior se encuentran también algunos edificios públicos, como el Reichstag. Fue la sede del parlamento durante el Segundo Imperio Alemán y de la República de Weimar, y hoy punto de reunión del Parlamento de la República Alemana. Nadie osaba dar un paseo matutino por aquella fría sábana blanca. Solo yo. Pero estaba en Berlín por solo tres días y tenía que aprovecharlo. En el medio del parque, en el cruce de las grandes avenidas que lo atraviesan, se alza la llamada Siegessäule, o Columna de la Victoria, que conmemora las victorias de Alemania en el siglo XIX. Para quienes hayan visitado la Ciudad de México alguna vez, seguro les recordará al Ángel de la Independencia. Fue en aquel enorme bosque donde vi por primera vez un río congelado. Era algo que solo había visto en las películas. Una textura impresionante que me hacía desear jamás tener que caer sobre su superficie (o peor aún, bajo ella). Al llegar a la columna, ya en el Berlín occidental, tomé el camino hacia el lado este, llegando a la famosa Potsdamer Platz. Se trata de un centro financiero, como muchos otros. La diferencia recae, nuevamente, en que fue el símbolo del Berlín occidental, y que marcaba la diferencia entre las ideologías y sistemas económicos de occidente y oriente. Muy cerca se encuentra una reconstrucción del Checkpoint Charlie, el más célebre de los pasos fronterizos del Muro de Berlín que hoy se muestra como una atracción turística, con todo un soldado estadounidense resguardando la caseta. Caminé de vuelta al río, viendo la noche caer sobre mí y la Alexanderplatz, con su torre de telecomunicación sobresaliendo entre toda la ciudad. Huyendo del frío y deseando otra taza de té, volví a casa de Ria para descansar y calentarme. El siguiente día lo dediqué a conocer un poco los alrededores del barrio donde Ria y Maik vivían. Me topé, claro está, con otro día nevado, pero un poco menos frío. Tras las iglesias góticas y los panteones cristianos se escondía un barrio residencial lleno de turcos. Ria me había hablado un poco sobre la gran influencia que tiene Berlín de aquellos inmigrantes. De hecho, los berlineses suelen decir que el famoso plato dürüm kebab nació en su ciudad, y no en Turquía. Lo cierto es que el kebab que comí en Berlín fue el más barato y rico de la historia. Todo ello me hacía notar en qué lugar del mundo estaba parado. Definitivamente no me sentía en Alemania. Me sentía en una especie de capital mundial. Con gente de todos colores, nacionalidades, idiomas, vestimentas… Y aunque entonces veía muy poca gente en la calle (a causa del frío), me habían contado que Berlín es una de las mejores ciudades para disfrutar el verano en Alemania, y por ello desearía volver en un futuro mucho más cálido. Pero ahora había que aprovechar el frío y la nieve. De regreso en México no podría hacerlo. Así que volví con Maik y Ria y nos reunimos con algunos de sus amigos, quienes planearon una tarde de juegos en la nieve en un parque cercano. Llevamos un pequeño trineo y una tabla de snowboarding. Todo lo que había deseado hacer en mi infancia ahora lo estaba haciendo. A mis 22 años. En el parque había una pequeña colina, donde decenas de niños con sus padres y hermanos se lanzaban por la nieve sin temor alguno. No hizo mucha falta que me enseñaran cómo usar el trineo. El principio era fácil. Sentarse y deslizarse. Pero debo aceptar que la primera vez tuve miedo de caer. ¿Cómo se sentiría golpearme contra la nieve? Era algo que tenía que descubrir. Una experiencia nueva como ver el mar por primera vez. Luego de unos minutos mis dedos y manos estaban completamente congelados, y no sabía qué hacer para calentarlos. Ria tuvo una buena idea. Había llevado un termo con vino caliente para degustar. Todos nos amontonamos alrededor de su humeante sabor para ingerir un poco del calor que emanaba. Aunque no servía de mucho. Al caer la noche volvimos a casa y no volvimos a salir. La temperatura había descendido a casi -10 grados y estaba claro que era demasiado para alguien de la costa mexicana como yo. Al siguiente día dejaría la acogedora morada berlinesa y prometería volver algún verano. Ahora cruzaría la frontera por carretera, adentrándome en la desconocida Europa del este.
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