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  1. El temor de dormir con una interminable tormenta del Ártico no solo me venció a mí, sino al resto del grupo de turistas que decidieron pasar la noche en el comedor común del camping de Vík, la comunidad más septentrional de Islandia. La decisión de no alojarse dentro de las casas de campaña fue casi unánime. Los vientos de casi 100 kilómetros por hora acompañados por una helada lluvia y arena empujada desde el norte hacían que las estacas se desprendieran poco a poco de la tierra donde las habíamos enterrado bajo piedras. Aún así, un reducido grupo de campistas tuvo la fortaleza de dormir en su tienda, lo que incluía a Enni y Lauri, los finlandeses con los que había viajado el día anterior desde Selfoss, al oeste de la isla. Sus insomnes rostros mostraban el mismo desvelo que el ruido del viento y la lluvia me habían hecho pasar. Incluso dentro de la seguridad del comedor, el miedo por una ventana rota y el crujir del piso de madera no me dejó conciliar el sueño. Ya que las áreas comunes del camping se encontraban en mantenimiento, el comedor no tenía calefacción. Aquella noche durmiendo en mi saco de dormir sobre el suelo fue una de las más frías en mi viaje. Por lo menos teníamos algo de agua caliente, pero con los baños y regaderas a medio construir, bastaba con solo lavarse la cara para acicalar las lagañas de aquella dura noche. Mientras hacíamos el desayuno, viré hacia Lauri y tomé el coraje para hacer la difícil pregunta que vagaba en mi cabeza desde que desperté: “¿cómo está mi tienda de campaña?”. La tempestad al otro lado de las ventanas se veía todavía terrible. Sin duda, pasar la noche en Vík no había sido la mejor decisión para ninguno. No se ve nada bien —contestó sin divagar un segundo, y con un rostro de escasa esperanza—. Deberías ir a echarle un vistazo. Con la cabeza abajo, asentí ante la proposición, lo que haría después del desayuno. Si una mala noticia me esperaba afuera tenía que tomarla con el estómago lleno. Un plato de avena con frutas y una ronda de salchichas con pan después, empaqué mis cosas y salimos del comedor. Al abrir la cajuela de la camioneta para dejar mi mochila me encontré con una escena más espeluznante de lo que esperaba. Mi casa de campaña no estaba. ¡Se fue! —grité mientras miraba a un vacío espacio en el ventoso campo verde—. ¡Ya no está! Al acercarme a donde un día antes había instalado mi hotel temporal me percaté de los agujeros que las estacas habían dejado como rastro. Algunas piedras se habían movido de su lugar, y no habían resistido ante el soplar del viento. Al voltearme hacia Lauri y Enni no pude hacer nada, más que soltar una carcajada. Una risa que indudablemente denotó mi respeto hacia la naturaleza. No se le puede enfrentar, no se le puede dar la cara. No podía más que aceptar que Islandia y su clima ártico ganaron la batalla. Ahora me tocaba buscar dónde dormir mis siguientes dos noches en la isla. Todo dentro del coche olía otra vez a humedad. La lluvia, que todavía caía con fuerza sobre nosotros, hacía imposible que nuestro equipaje se secara. Con la calefacción al cien por ciento, nos vimos esperanzados de un poco de sequedad. Con una bolsa de frituras y galletas en las manos, Lauri nos condujo hacia el este de la isla. Si habíamos sobrevivido a una tormenta en Vík (aunque mi carpa no lo hizo), era justo que aquel día pudiéramos ver con nuestros ojos lo que habíamos llegado buscando en Islandia: un glaciar y su laguna llena de icebergs flotantes. Las risas no paraban en el viaje. ¿Cómo era posible que mi carpa hubiera volado? ¿Cómo el viento había desprendido las estacas enterradas bajo piedras en la tierra del camping? ¿Dónde dormiría ahora? Eran preguntas que solo podíamos tomar con el mejor humor. Apenas unos kilómetros avanzados desde Vík, Lauri detuvo el coche en un pequeño parking que hallamos junto a la carretera. Habíamos llegado a Eldhraun, y debíamos bajar del auto para apreciar mejor su belleza. Eldhraun es una palabra islandesa que significa “desierto de lava”. Y es precisamente sobre lo que estábamos parados. En junio de 1783 el volcán Laki entró en erupción. La lava que escurrió desde sus fisuras cubrió un área de más de 500 kilómetros cuadrados, y se estancó permanentemente en una llanura ubicada al sur del país. Durante años, aquella lava petrificada se fue cubriendo de abundantes capas de musgo, que hoy forman uno de los paisajes más bellos y alucinantes de Islandia. Nunca creí poder tener la oportunidad de caminar sobre lava. Por supuesto, no pensaba hacerlo sobre lava ardiente. Pero la sensación del paseo fue simplemente única. Seguimos nuestro camino por la carretera 1, hasta tomar una desviación hacia el norte, donde aparcamos el coche nuevamente, esta vez junto a una casa de huéspedes ubicada casi en medio de la nada. Aunque habíamos dejado atrás el pueblo de Vík y su insoportable viento, la lluvia no había cesado desde entonces. Gota a gota, nuestros abrigos seguían empapándose poco a poco. Y eso nos ponía en una muy incómoda situación, pues buscábamos que nuestro equipaje dentro de la camioneta se secara. Aun con la lluvia, caminamos casi dos kilómetros por un sendero de piedras que pronto nos llevó hasta el río Fjaðrá, que nace en los glaciares tierra adentro. El río es célebre por ser el causante de otra de las grandes formaciones geológicas de Islandia, el cañón Fjaðrárgljúfur. Unas escaleras nos llevaron hasta lo alto de las paredes, en un mirador que fue construido para que los turistas puedan apreciar la magnificencia del lugar. En mayo de 2019 el cañón fue cerrado al turismo por las excesivas visitas, luego de haber aparecido en un videoclip de Justin Bieber. Por suerte, Lauri, Enni y yo llegamos un par de años antes de lo sucedido, y tuvimos la fortuna de contemplar el Fjaðrárgljúfur a nuestros pies. La erosión y el curso de los ríos glaciares tallaron las paredes de hasta 100 metros de altura durante varios milenios, dejando su forma actual en la pasada Era de Hielo, unos dos millones de años atrás. Desde el lado oeste del cañón el río forma una cascada que parece más una obra de arte creada por el pincel de un amaestrado pintor. Las perfectas líneas onduladas de Fjaðrárgljúfur son la viva muestra de la belleza que la Tierra puede llegar a crear en el largo transcurso de su vida. Volvimos a la camioneta para intentar secarnos un poco, y para seguir nuestro camino al este de la isla. La carretera 1 seguía sorprendiéndonos con sus paisajes. Y esta vez no solo con los naturales, sino con los construidos por los habitantes de las pequeñas comunidades islandesas. Adaptándose a su entorno, muchos granjeros construyen sus graneros y establos escarpando las rocas de las montañas a su alrededor. El resultado eran pequeñas casas parecidas casi a una villa de hobbits. Aunque en realidad, muchas de ellas son solo granjas equinas, cuyos verdes campos sirven como el alimento perfecto para los caballos. Con una altura que lo equipara casi con un pony, y con un largo y lacio pelaje, el caballo islandés es una de las razas equinas más hermosas que existen en el mundo; por tanto, no es una sorpresa que su precio pueda alzarse hasta las nubes. Fueron introducidos durante la Edad Media por los escandinavos, y tras siglos de selección natural adquirieron su aspecto actual. El día de hoy, el gobierno islandés tiene estrictamente prohibido la entrada de otras especies de caballos a la isla. Así mismo, los ejemplares que son exportados no pueden volver nunca más a Islandia. Con un enorme número de estos hermosos animales, Islandia es un país estrechamente ligado con la cultura equina, y son comunes las muestras equinas, el deporte hípico e, incluso, el consumo de su carne. Varada al lado de una de aquellas granjas nos topamos con una hitchhiker, que alzaba su dedo en búsqueda de un aventón. Lauri decidió detenerse y ofrecerle llevarla con nosotros hacia el este. La aventura chica era proveniente de Ucrania. Mientras comenzábamos a conocerla y escuchar sus historias de viaje, nos adentrábamos en el parque nacional Vatnajökull, el más grande toda Europa, pues abarca 12 mil kilómetros cuadrados. La ucraniana no dudó en pronto sugerirnos visitar una de las grandes recomendaciones que había escuchado sobre el parque. La cascada de Svartifoss. Para ese momento, los tres creíamos haber tenido suficiente de cascadas. Habíamos visto ya al menos cuatro de ellas en toda la isla. Pero Svartifoss prometía ser distinta a las demás. Con el tiempo que aún teníamos por delante Lauri decidió que sería buena idea deternos. Después de todo, no perdíamos nada con hacer otra pequeña escala en la ruta 1. El sendero que comenzaba luego del estacionamiento dejaba ya entrever la magnitud del parque Vatnajökull, que era mi principal objetivo desde que aterricé en la isla. Las montañas nevadas se asomaban detrás de los frondosos bosques. Pero a pesar de la tentación de seguir de largo, debíamos darle una oportunidad a Svartifoss. Las primeras caídas de agua no parecían mucho más impresionante que las cataratas de las que ya habíamos sido testigos. Pero una vez frente a ella conseguí entender lo que convertía a Svartifoss en uno de los saltos de agua más visitados de la isla. Más allá del río que cae, las paredes que rodean la cascada son columnas hexagonales de lava basáltica negra. Estos perfectos pilares suelen formarse por un lento proceso de enfriamiento de la lava, que se cristaliza paulatinamente tomando su peculiar forma. Aunque no fue ni la primera ni la última pared de prismas basálticos que pude atestiguar, Svartifoss valió la pena. Y dejó en claro que Islandia lo tiene todo. Nuevamente empapados por la lluvia, volvimos a la camioneta, que para entonces se había ya convertido en un tendedero de ropa. Y el olor a humedad era simplemente insoportable. Unos kilómetros más adelante las montañas nevadas por fin nos mostraron lo que tanto habíamos anhelado alcanzar en nuestro viaje por la isla. El glaciar Vatnajökull. Lo que pudimos ver desde el coche fue solo una de las pequeñas entradas al río de hielo, que de hecho es el segundo glaciar más extenso de Europa. Con más de 8 mil kilómetros cuadrados de superficie, cubre el 8 por ciento del territorio islandés. Y con aproximadamente 3 mil kilómetros cúbicos, es el glaciar más grande del continente en volumen. Claro que es posible visitar el glaciar de cerca. Es más, hay excursiones para tomar caminatas dentro de él, literalmente caminar entre y debajo del hielo. Pero por la temporada en que estábamos, las excursiones estaban detenidas por el momento. Un paso en falso en el glaciar puede significar la muerte. Y ni hablar de lo que sucedería si un bloque de hielo decide desprenderse mientras un grupo de turistas se pasea bajo él. Pero existen otras formas de apreciar un glaciar. Y es por ello que habíamos manejado hasta allí. Paramos entonces en Fjallsárlón, una pequeña laguna frente al glaciar donde los trozos que se desprenden de él forman icebergs flotantes. Pararme frente a un glaciar era uno de los mayores sueños de mi vida. Pero a decir verdad, el clima que no nos sonreía mucho aquel día hizo de la experiencia algo un poco decepcionante. Con la neblina que cubría el horizonte y la lluvia que no había dejado de caer sobre nuestras cabezas, el glaciar apenas podía verse a lo lejos. Pero la esperanza es lo que muere a lo último, y todavía nos quedaba otra alternativa para apreciar Vatnajökull como se debía. Seguimos entonces hasta Jökulsárlón, la más grande las lagunas donde Vatnajökull toca su fin al encontrarse con el agua del mar. Aunque la niebla nunca se disipó, al igual que las nubes y el agua, Jökulsárlón fue una experiencia inolvidable. El penetrante azul de los icebergs que flotaban sobre el estanque era hipnotizante. Y el movimiento de las olas rompiendo sobre sus bases era algo imposible de no apreciar. Las colonias de aves migrantes que venían del Ártico usan los icebergs como modo de reposo. Era algo que, sin duda, nunca podría tener la oportunidad de ver en mi país natal. Si bien los glaciares son cuerpos de hielo en constante movimiento y el desprendimiento de icebergs es un proceso natural, su derretimiento se ha vuelto mucho más acelerado durante los últimos años. Es un gran indicador de lo que el calentamiento global está provocando en los polos. Y la veloz licuefacción de estos ríos de hielo provocará en un futuro un incremento en el nivel del mar en todo el planeta. Avistar un glaciar con mis propios ojos y ser testigo de lo cómo desaparece día con día es algo que hizo todavía más rica mi experiencia. El sueño que tanto anhelé cumplir pronto puede ser precisamente solo un sueño, y no una realidad. Frente a los témpanos de hielo flotantes una conocida voz llamó mi nombre. Era Loïc, mi amigo francés que había volado hasta Islandia con el mismo objetivo que yo. Ser testigo de su belleza natural y alcanzar el glaciar. La tormenta nos había sorprendido a ambos, pero encontrarnos frente a aquel glaciar, a más de 2 mil kilómetros de Francia (donde nos habíamos conocido), nos llenó de orgullo y regocijo. Nuestro sueño se había cumplido. Aquella misma noche Loïc regresaba hacia Reikiavik, donde tomaría su vuelo. Yo por mi parte, regresé con Lauri y Enni hasta Selfoss, tras un largo viaje en carretera. Tras una noche más en el camping que se había vuelto casi como mi hogar, me dirigí al siguiente día a Reikiavik, donde pasé mi última tarde visitando sus tiendas, antes de tomar un bus al aeropuerto, donde pasaría mi última noche durmiendo en el helado suelo, aguardando mi vuelo la próxima mañana. Nueve días en Islandia me habían dado varias lecciones. No encarar a la naturaleza, no fiarse nunca del clima, prepararse siempre para el frío del Ártico y, claro, comprar una buena tienda de campaña. Pero la amabilidad de sus habitantes, la facilidad de conseguir aventones, el respeto por su naturaleza y, sobre todo, sus magníficos paisajes, hicieron de Islandia una de las aventuras más memorables de mi vida.
  2. Aquel 13 de mayo parecía ser el día. Un nublado pero tranquilo día en el que por fin podría continuar el camino que había trazado para aquel viaje. Un viaje hacia el este de Islandia, a donde había querido cruzar desde hacía tres días para alcanzar su laguna glaciar. Desde que llegué a Reikiavik, se pronosticó una fuerte tormenta que finalmente azotó el sur de la isla y que impidió el paso por sus carreteras. Lluvias torrenciales, vientos de más de 100 km/h, nubes de arena y algunas ráfagas de nieve golpearon con fuerza algunas comunidades islandesas, dejando en su rastro automóviles sin vidrios y varias ventanas dañadas. Mi amigo Loïc, a quien había conocido en Francia aquel año, fue uno de los que quedaron atrapados en Vík, la ciudad más septentrional de la isla. Encerrado en el comedor de un camping, fue el fiel testigo que me advirtió no acercarme al pueblo hasta que la tormenta se disipara. Y ese día la tempestad por fin se esfumó. Al menos, eso parecía. Con la buena noticia que recibí de Loïc, quien ya había zarpado hacia la costa oriental, me levanté con un excelente ánimo por la mañana, mi tercer amanecer en el camping de Selfoss, una de las pocas comunidades donde la tormenta no llegó. Me apresuré a coger un lugar en el comedor para tomar mi desayuno, pues las multitudes no se hacían esperar. Y entre ella pronto arribaron Enni y Lauri, una pareja de finlandeses que había conocido la noche pasada. Habíamos cenado con Ashley, la canadiense con la que me aventuré por las montañas para alcanzar un río de aguas termales. Ahora, con la tormenta disipada, los tres se dirigían hacia Vík, cada uno en su respectivo coche. Esta vez, acepté el aventón por parte de los finlandeses, quienes querían recompensarme por la cena que les preparé la noche anterior. Recogí entonces mis cosas para colocarlas en la cajuela de su camioneta. Mi tienda de campaña nunca había logrado secarse. Parecía que esperar los rayos del sol en Islandia se trataba casi de una utopía. El olor a humedad era una constante dentro del coche. Pero no había mucho que pudiéramos hacer. Nada que no fuera encender la calefacción a todo lo que daba. El frío matutino y las nubes en el cielo no ayudaban mucho a calentarnos. Me despedí de Ashley, con la seguridad de que nos toparíamos en el camino. Y con la esperanza de un buen clima por delante, Lauri nos condujo hasta la cascada de Seljalandfoss, que por cierto, ya había visitado dos veces en la misma carretera. Mientras Enri y Lauri fotografiaban la cascada, que ya bastante había admirado por todos sus ángulos, decidí adentrarme en las cuevas de sus acantilados. Seljalandfoss es la mayor de las cascadas que caen por aquel risco que divide las tierras altas de las tierras bajas. Los saltos de agua son algo común en Islandia, y encontrarse con uno no es una sorpresa para muchos. Seguimos por la ruta número 1, la autopista circular que bordea la costa de la isla y que pasa por muchos de sus principales atractivos naturales. Conducir por la ruta 1 islandesa es una completa maravilla. Basta con mirar por las ventanas y dejarse fascinar por los paisajes que circundan las tierras bajas. Islandia es una mezcla de montañas nevadas, verdes y vivos pastizales de baja altura, cabañas de madera, granjas de caballos, ríos y cascadas, que poco hacen a uno imaginar que se encuentra a solo unos cuantos kilómetros por debajo del círculo polar ártico. La gran pregunta de muchos es, ¿por qué los vikingos bautizaron con esos nombres a Groenlandia e Islandia? Grønland significa “tierra verde”, mientras Ísland significa “tierra de hielo”. Basta con ver un par de fotografías para darse cuenta de que, contrario a sus nombres, Islandia es una tierra verde, mientras Groenlandia es una tierra de hielo. Algunos piensan que Erick el Rojo bautizó así a Groenlandia porque la descubrió durante el verano, cuando la parte sur de la isla no se cubre de nieve y deja crecer algunos verdes pastizales. No obstante, otros historiadores afirman que fue una estrategia para atraer colonos provenientes de Islandia, con la falsa promesa de que Groenlandia era una tierra más verde. La realidad, es que Islandia es una tierra tanto verde como de hielo. Y no solo eso, sino también una tierra de fuego. La isla se encuentra justo en medio de la falla tectónica que divide la placa norteamericana de la placa euroasiática, lo que la dota de una enorme actividad geotérmica. Eso incluye un puñado de volcanes, muchos de los cuales son sumamente activos. La carretera 1 nos llevó frente al volcán Eyjafjallajökull, el responsable de la última erupción volcánica que ha acontecido en Islandia, y cuya nube de humo dejó al norte y centro de Europa incomunicada por vía aérea. Lauri tomó una desviación hacia Raufarfellsvegur, una pequeña ruta que nos adentró en las montañas. Él y Enni habían escuchado sobre una piscina termal al aire libre que valía la pena conocer. Lo interesante de ella, es que se trata de una piscina abandonada. Aparcamos el coche justo donde la carretera desaparece, y se convierte en una explanada de suelo rocoso atravesada por un arroyo de baja altura. El agua corre desde los picos nevados que se elevan al norte de Raufarfellsvegur, una comunidad de verdes laderas que a simple vista parecían desiertas. No había señales de un sendero, y poca información en Google Maps que nos indicara de la existencia de una piscina en aquel rincón de la cordillera. Pero un par de coches estacionados metros atrás nos habían dotado de esperanzas. Sin un rumbo fijo que seguir, caminamos hacia las colinas, aguardando alguna seña que nos guiara. Y llegó justo cuando una pareja de turistas apareció por detrás de los cerros. Había que caminar aproximadamente un kilómetro para toparse con Seljavallalaug, la piscina abandonada, según nos explicaron quienes venían de regreso. Eso incluía subir por las empinadas paredes de piedra y resbalosos pastizales. Aunque la recompensa era indudable: una increíble vista hacia las montañas que marcan el comienzo de las tierras altas islandesas. El camino hacia el norte lleva directamente hacia el volcán Eyjafjallajökull y su cráter activo, rodeado de glaciares por los que difícilmente podría uno caminar. Pero aquello no haría falta, ya que en poco tiempo nos topamos con Seljavallalaug. La piscina de 25 metros resulta ser una de las más antiguas de Islandia, construida en 1923 para la pequeña comunidad de Saljavellir. Pero ahora que los habitantes tienen una nueva pileta para sus clases de nado, Seljavallalaug ha quedado en el abandono. Pero es precisamente su abandono lo que la convierte en un punto turístico para muchos, lo que nos incluía a nosotros. La bienvenida nos la dio un precario y diminuto edificio a medio pintar, donde un par de oscuros y fríos cuartos de piedra sirven de vestidores. Así, tuvimos que despojarnos de nuestra ropa sin el abrazo de la calefacción. Por suerte, el viento no atacaba el valle aquel día. Salir semidesnudo entre las heladas montañas tiene su encanto, después de todo. Poco a poco nos sumergimos en la alberca, que para nuestra sorpresa, no era una piscina de aguas termales. ¡Habíamos sido timados! Es verdad que el agua proviene de los arroyos que escurren de las montañas. Pero la temperatura del río más caliente en la zona no se equipara en lo absoluto con el agua termal. Aún así, no se puede decir que se trata de aguas glaciares. Luego de algunos minutos, era una mejor decisión quedarse dentro del agua que fuera. Cualquier contacto con el exterior era casi un peligro de hipotermia. El suelo y las paredes de la piscina estaban llenas de un resbaloso y desagradable moho que se adhería a nuestros pies como en una película de terror. A penas una vez al año, cada verano, a Seljavallalaug se le da mantenimiento, gracias a los pocos donativos que dejan los visitantes en un pequeño buzón a la entrada. A pesar del hongo, el frío y el abandono, nadar a los pies de las montañas es una sensación indescriptible, que poco se compara a una película de terror, cosa que muchos buscan al llegar a Seljavallalaug. Para mí, después de todo, se trataba de un paraíso. Aunque en 2010 la piscina, como el resto de sus alrededores, fueron cubiertos completamente por cenizas luego de la explosión del Eyjafjallajökull, gracias al trabajo de voluntarios hoy Seljavallalaug se encuentra de nuevo abierta al público. Eso sí, al pie de un volcán activo, es como nadar a unos pasos del infierno. Una vez secos y vestidos, caminamos de vuelta a la camioneta, intentando no resbalar con las piedras y el arroyo que por ellas escurría. Manejamos por media hora directamente hasta Vík, la ciudad más septentrional de Islandia, a 30 kilómetros al este de Seljavallalaug. Desde hacía tres días que me había propuesto arribar, pero la tormenta de la que me advirtió mi amigo Loïc lo había hecho imposible. Pues bien, al fin estaba en el lugar, donde algunos autos y casas habían perdido casi por completo sus ventanas a causa de los fuertes vientos. Nos dirigimos directamente hasta el camping. Como los primeros en arribar, pudimos elegir el sitio más privilegiado para dormir aquella noche. Aunque la tormenta se había disipado, al menos de forma oficial, el viento todavía soplaba desde el norte. Decidimos colocar nuestras carpas lo más cercano a las rocas de un acantilado, esperando que así nos protegiera lo más posible de las ventiscas. Aunque el cielo se cubría de una ligera niebla, el tiempo parecía haber mejorado mucho. A pesar de lo que me había contado Loïc, aquel día Vík parecía casi un paraíso. Por ello decidimos comer en el jardín del camping. Hacía días que no disfrutábamos de una comida al aire libre, y sobre aquellos verdes campos era simplemente el momento ideal. Nos apresuramos para ir al supermercado antes de que cerrara, y compramos algunos víveres para la noche y los siguientes días. Aunque anteriormente había ya cogido algunos remanentes de comida enlatada y embolsada en el camping de Selfoss. Vík es una comunidad muy pequeña en la costa sur, pero muy famosa por los atractivos naturales que la rodean, mismos que nos dimos a la tarea de conocer antes de que el sol empezar a caer. A un par de kilómetros al oeste, detrás del acantilado que gobierna Vík, se encuentra Reynisfjara, una de las playas no tropicales más bellas y fascinantes del planeta. ¿Qué hace a Reynisfjara tan especial? Pues muchas cosas. Entre las más destacadas, su alucinante arena negra. Cuando uno piensa en la palabra “playa” quizá se viene a la mente una isla tropical paradisíaca, con aguas azules y tranquilas, arena blanca y suave, y un mogollón de palmeras donde se puede tomar una siesta sobre una hamaca. Reynisfjara es todo lo contrario. Debo decirlo, es uno de los sitios más tenebrosos que he visitado en mi vida. Caminar sobre la oscura arena rocosa que crujía al pisar de mis botas; el estruendo de las fuertes olas y su espuma al golpear contra la abrupta costa y los acantilados volcánicos; la figura de los turistas que desaparecían cual fantasmas, al difuminarse en la neblina que empezaba a cubrir el paisaje, sin un mínimo indicio de los rayos del sol que se posaba en alguna parte sobre la bruma. Y claro, el frío viento que soplaba del norte combinado con la húmeda brisa marina del Atlántico norte. La playa de Reynisfjara es increíblemente célebre en Islandia; así mismo, tiene la mala fama de ser uno de los sitios más peligrosos de la isla. Algunas de las olas que azotan la costa sur reciben el nombre angolsajón de sneaker waves. Son olas extremadamente engañosas y asesinas, ya que se esconden detrás de las olas ordinarias y arriban a la costa con una enorme fuerza, arrastrando al mar lo que se tope en su camino, dándole pocas probabilidades de volver a tierra. El número de víctimas mortales que estas olas han cobrado en Reynisfjara es alto, y su mayoría siguen siendo turistas. Visitantes despistados que hacen caso omiso de los letreros de advertencia, que previenen no acercarse demasiado al mar, no subirse a las rocas cercanas, incluso no tomarse selfies ni darle la espalda al océano. Es un bello espectáculo, pero la madre naturaleza es brava, y asesina. Mar adentro, un grupo de tres peñascos son una de las postales más famosas de la costa sur. Los islotes de Reynisdrangar alguna vez fueron parte del acantilado, pero la erosión jugó con ellos hasta dejarlos aislados de la tierra. La leyenda local cuenta que tres troles se aventuraron al mar para arrastrar los barcos hacia la orilla durante la noche. Y sin percatarse que se hacía de día, el sol los petrificó y se convirtieron en roca para la eternidad. Ahora sirven como los guardias de la costa. Pero las rocas más famosas de Reynisfjara se encuentran en tierra. Las hálsanef, las columnas hexagonales de piedra volcánica que fácilmente nos recordaron al órgano de una enorme catedral. Es común ver a los niños brincando de una piedra a otra, como si tocasen el organillo para la multitud. Los hálsanef se encuentran en la pared del acantilado, que también da forma a una misteriosa y tenebrosa cueva que parecía ser el único refugio del viento. Pero, a decir verdad, no es un refugio nada seguro, pues durante la marea alta la cueva suele llenarse de agua salada. Y nadie querría estar dentro de ella mientras las sneaker waves azotan sin piedad su interior, por lo que las precauciones para los turistas también se hacen notar por todo el camino. Volvimos andando por la playa para coger nuevamente el coche. Ya que la neblina se hacía cada vez más espesa, lo que había hecho oscurecer la tarde, decidimos visitar de una vez la otra punta de la península. Los acantilados de Dyrhólaey. Estas formaciones de roca eran realmente una pequeña isla, que se han unido a Islandia por las playas que los rodean. Caminar hacia la cima muestra desde otro ángulo la verdadera fuerza del Atlántico norte, cuyo estruendo combinado con el viento del norte es lo único que podía oírse una vez en el sendero. En realidad, toda la zona es una reserva natural protegida, que desde mayo hasta junio tiene la entrada de visitantes prohibida debido a la reproducción de las aves migratorias que anidan en las paredes de sus riscos. Eran ya mediados de mayo, y por suerte la reserva todavía estaba abierta. Y vaya si notamos que mayo había llegado, pues los frailecillos habían ya comenzado a crear sus nidos en las laderas. Estas aves son más diminutas de lo que alguna vez pensé. Típicas del Atlántico norte, los puffins (como se les conoce en inglés e incluso en islandés) se han convertido en el animal nacional de Islandia, y verlo tan de cerca fue todo un privilegio. En la cima del acantilado se encuentra un faro, que marca el punto más alto de la caminata. Aunque hoy ya no funciona como lo hacía en el siglo XX, es posible rentarlo como un hotel rural, donde pueden hospedarse hasta cinco personas. Lo más impresionante es la vista que aquel faro ofrece. Al oeste, otra extensa playa de arena negra donde la marea baja dejaba al desnudo los contrastantes colores de Islandia. Y al este, el arco de Dyrhólaey, una famosa formación rocosa que marca el punto más al sur de toda la isla. Allí en lo alto, notamos cómo la niebla había cubierto casi la totalidad del paisaje, haciendo casi imposible ver el horizonte del mar. El frío se había agudizado y el viento nos sacudía con cada vez más fuerza. Pero la tormenta había acabado, al menos eso nos habían dicho. Sin más riesgos por tomar, decidimos volver a la camioneta y regresar lo más pronto posible a Vík. Necesitábamos ver cómo se encontraban nuestros dormitorios para aquella tétrica noche. El camping se había colmado poco a poco de otros visitantes. Pero las tiendas de campaña se mecían hacia un costado con la fuerza de las rafagas, que habían incrementado en pocas horas. Mi cara lo dijo todo, esa sería una noche muy difícil. Ahora entendía por qué Loïc me había advertido no venir a Vík, la ciudad más ventosa de la isla. Me apresuré a encontrar algunas piedras pesadas para colocarlas dentro de mi carpa. Si debía dormir allí aquella noche, debía protegerla con algo más que solo un puñado de estacas sobre la húmeda tierra. Entramos al comedor del camping para refugiarnos del frío y de las gotas de lluvias que el viento había empezado a traer consigo. Sacamos nuestros víveres y cocinamos algo caliente para la cena. Un guisado de salchichas con tomate que calmó nuestro grueso apetito. Al acabar la cena, el sonido que emanaba del techo del comedor no era nada alentador. La lluvia parecía traer consigo rocas, que hacían sonar la madera y la lámina como si fueran a explotar en cualquier inesperado momento. El camping estaba en remodelación, y la calefacción en el comedor no era suficiente. El frío era inevitable, pero mejor que estar afuera con el viento amezando con volarlo todo. Al caer la noche, salir al exterior era enfrentarse a la furia del Ártico. Muchos de los campistas nos miramos los unos a los otros y tomamos una decisión en un silencio unánime. Dormiríamos en el comedor. Preferíamos pasar frío en el suelo de madera y protegidos del viento, que arriesgarnos a pasar la madrugada bajo una carpa, que cada vez parecía más débil ante la tempestad. Entonces nos dimos cuenta de lo que significa para los islandeses una “mejora en el pronóstico del tiempo”. Otra vez, Islandia nos dejó en claro que no se puede jugar con su clima. Y la lección me quedaría todavía más clara a la siguiente mañana.
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