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  1. Arropado con ropa térmica, envuelto en mi saco de dormir, postrado sobre un colchón inflable y con la calefacción encendida a mitad del mes de mayo, es como desperté mi segunda mañana en Reikiavik, a unos kilómetros al sur del círculo polar ártico. Aun después de dos noches en la ciudad, mi cuerpo y mi mente no sentían todavía en Islandia. Mirar la situación geográfica de aquella remota isla, considerada parte de Europa, me hacía poco creíble que tuviera los pies allí. A pesar de su latitud, la capital islandesa posee todas las comodidades del primer mundo. Y hospedarme en el apartamento de Gisli, mi couchsurfer, me lo dejó en claro. Tuberías de gas para aclimatar las casas, agua caliente natural proveniente de los manantiales termales de la isla, conexión a internet ininterrumpida... Pero los días avanzaban, y no obstante mi resistencia mental, era momento de partir. Y abandonar aquellas comodidades sería parte esencial de ello. Mi aventura estaba por delante. Aunque Reikiavik es una prominente metrópoli que se ha ganado su lugar en el mundo, la gente no viaja hasta Islandia solo para ver su capital. Y eso me incluía a mí. La peculiar locación de la isla, en medio de las placas tectónicas norteamericana y la euroasiática, la dota de paisajes naturales increíbles, y de una actividad geotérmica que es poco común hallar en otros lugares del planeta. Y es la razón de que el número de turistas supere a los propios habitantes de Islandia. Cuando el país se independizó de Dinamarca en 1918, no era más que una pequeña y fría isla que sobrevivía de la pesca y la explotación de sus recursos naturales. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, en la que el Reino Unido y los Estados Unidos construyeron los aeropuertos que hoy sirven como conexión internacional, Islandia se convirtió en un país industrializado y con un alto desarrollo económico. Hoy, el turismo es sumamente accesible, con conexiones aéreas que han bajado cada vez más sus precios. Por solo 60 euros pude volar hasta sus tierras desde Estocolmo. Así, miles de turistas llegan a diario, y emprenden desde Reikiavik su travesía por una de las islas más hermosas del mundo. Por la inexistencia de vías férreas y escasos autobuses de transporte público (ya que la isla tiene apenas 300 mil habitantes) el turismo en Islandia puede funcionar de las siguientes maneras: Hacer base en Reikiavik y pagar costosos tours por sus maravillas naturales, que incluyen a veces noches de hospedaje en carísimos hoteles y hostales de la isla. Rentar una van equipada con cama, cocina, incluso hasta baño en su parte trasera, y recorrer la isla conduciendo por la autopista que bordea sus costas, pasando las noches dentro de la comodidad del vehículo, que se aparca en algunos de los estacionamientos oficiales que colman el país. Rentar un automóvil común y visitar la isla manejando por la costa, pasando las noches en una tienda de campaña en uno de los cientos de campings a lo largo del país. Viajar pidiendo aventones a los conductores en la carretera hacia las principales atracciones naturales de la isla, durmiendo en los campings bajo una buena carpa. Por supuesto, y debido a mi bajo presupuesto, la cuarta opción fue mi predilecta. Y pasando por alto la regla más importante de un hitchhiker (término anglosajón para quien viaja pidiendo aventones), me levanté tarde y salí de casa de mi anfitrión a las 10 de la mañana, lo que me había hecho perder ya bastante tiempo valioso. Me despedí y di las gracias a Gisli por mis noches en Reikiavik y me dirigí a un paradero de buses no muy lejos de su casa, donde cogí un modesto camión hacia la comunidad de Mosfellbær, a 16 kilómetros al este del centro de la ciudad. Para colmar un poco más mi paciencia luego del tiempo perdido, el autobús avanzó lento, deteniendo la marcha en cada paradero aunque no hubiera gente aguardando a abordar. Por fortuna, los avances en las políticas de telecomunicaciones en Europa me habían permitido contratar un plan de datos móviles, por un asequible precio, cuya cobertura se extendía por toda la Unión Europea, incluida Islandia. Pero la red celular no era del todo buena en muchas zonas de la carretera. Consiguientemente, la ubicación en mi GPS era con frecuencia algo deficiente. Así fue como me bajé del autobús hasta la última parada, no tan cerca de la ruta 1, la autopista principal que me llevaría hasta el golden ring, mi primer objetivo turístico en la isla. Varado en medio de una diminuta comunidad rural, tuve que caminar un kilómetro de vuelta hasta la orilla de la carretera, donde no aguardé más de dos minutos para coger mi primer ride. El conductor me dejó apenas un kilómetro más al norte, al costado de una glorieta, donde la bifurcación derecha dirigía hacia la ruta 36, donde el golden ring comienza. El ‘círculo dorado’ es una de las rutas turísticas más famosas de Islandia. Las carreteras que lo componen forman un anillo que rodean parte de la falla tectónica que atraviesa Islandia y que, sin siquiera alejarse mucho de Reikiavik, poseen parte de las maravillas naturales más célebres del país. La primera parada era el parque nacional de Þingvellir (pronunciado en inglés como Thingvellir), donde un valle de cañones pone al desnudo la deriva continental. La ruta 36 llevaba directo hasta Þingvellir, y por suerte, una afable señora se detuvo por mí al comienzo de la autopista. Aunque no llegaría hasta el parque, su granja se encontraba unos kilómetros al este, uno de los últimos lugares poblados al lado de la autopista. Su inglés era bastante claro, y con ello me contó algo que no me reconfortó demasiado. Acababa de escuchar por la radio que el pronóstico del tiempo no anunciaba muy buen clima. Tormentas con fuertes ráfagas de viento azotarían el sur de Islandia durante los próximos días (sí, justo donde yo estaba), y varios centímetros de nieve caerían en zonas altas de la isla. Una tormenta a tan corta distancia del círculo polar no era una idea divertida. Y teniendo en cuenta que las siguientes siete noches dormiría dentro de una casa de campaña, la incertidumbre era algo aterradora. Justo en la entrada de su granja equina, di las gracias a la señora y bajé de su vehículo. El cielo estaba entonces bastante nublado, y con lo que recién había escuchado sobre el clima que podría avecinarse, supe que el tiempo era oro para conseguir un último ride que me llevara hasta el valle Þingvellir. Aunque los hermosos caballos islandeses están acostumbrados a las ventiscas árticas con su lanudo cuerpo, el crudo frío no es lo más reparador para un mochilero. Pero era justo lo que esperaba de Islandia, y mi ardua preparación con ropa térmica, botas todoterreno y un abrigo rompevientos fue entonces de agradecerse. Hallarme en medio de las montañas que orillaban la carretera a la total interperie me hizo al fin darme cuenta que estaba en Islandia, donde nadie puede tomarse el clima a la ligera. Eran casi las 2 de la tarde para entonces, y un número muy reducido de coches era el que había visto conducir hacia el este. Aunque las visitas a Þingvellir son muy comunes, no muchos islandeses viven por aquella zona. Así que mis esperanzas se limitaban a los turistas que, por alguna razón, se dirigieran al valle a tan avanzada hora del día. Tras sesenta minutos de paciente espera con nada más que montañas y caballos a mi alrededor, una pareja se detuvo y me ofreció subir. Por suerte, eran turistas provenientes de Serbia y Bosnia y Herzegovina, y su destino era precisamente Þingvellir. Conforme fuimos avanzando los riachuelos se iban haciendo cada vez más corpulentos, alimentados por el deshielo de los picos nevados que nos rodeaban. Aunque la niebla y los densos nubarrones negros nos intimidaban, nos mantuvimos optimistas. Aún así, no tardé en hacerles saber sobre el pronóstico del clima que había llegado a mis oídos. Nosotros también acamparemos esta noche, así que esperemos que todo mejore —me dijeron esperanzados—. No cabía duda de que la mejor forma de recorrer Islandia era conduciendo un automóvil. Deternos en cualquier punto para capturar una postal de su espléndido paisaje estaba a la altura del pedal de freno. Los musgos sobre la piedra volcánica y la hierba baja nos daban un primer adelanto del valle de Þingvellir. Pero unos kilómetros delante el lago Þingvallavatn, el más grande de Islandia, nos dio la verdadera bienvenida al parque nacional. La geografía de Islandia es fácil de entender desde un punto de vista lógico. El centro de la isla posee las tierras altas, con montañas, glaciares y nieve, mientras que la costa, aunque puede ser escarpada, posee las tierras bajas y climas más templados. Al habernos adentrado un poco hacia las tierras centrales, las montañas se alzaban con ímpetu frente a nosotros. Por suerte, no sería necesaria subir para disfrutar de Þingvellir. A la entrada del parque nacional, justo antes de que un camino de terracería nos adentrara en el valle, visualicé un centro de visitantes. Sabía que sería el sitio perfecto para acampar. Islandia suele contar con campings equipados con baños, electricidad y cocinas por todo su territorio, y nada mejor que la seguridad que brinda un centro de visitantes. Ya que la pareja bosnio-serbia no sabía si harían noche o seguirían de largo su camino, decidí bajar de su coche con mi mochila al hombro. Por mi parte, prefería disfrutar del parque nacional y acampar allí esa noche. No pensaba arriesgarme tierra adentro bajo aquel sospechoso y nublado cielo. Þingvellir fue un primer gran ejemplo de lo que es Islandia. Su terreno volcánico y rocoso con hierbas y arbustos bajos es la imagen típica que suele apreciarse en gran parte de la isla. Uno de los hechos más difíciles de enfrentar en Islandia es que es un país sin árboles. Vaya, sí los hay, pero en cantidades insignificantes. Cuando los primeros colonos poblaron la isla, talaron la mayoría de los bosques para poder construir sus casas con la madera, sin saber que aquella deforestación condenaría al país de por vida. Aunque en la actualidad el gobierno ha llevado a cabo un programa para reforestar Islandia, en un lugar tan aislado y con un clima tan hostil como aquel, no es una tarea nada fácil. Solo el 5% de Islandia cuenta con bosques. Aun así, los verdes y vivos paisajes de pastizales y arbustos de Þingvellir eran dignos de nuestra admiración. Þingvellir fue declarado parque nacional desde 1928. Y aunque no lo parezca, al menos no ante los ojos de cualquiera que no sea un geólogo, el valle es realmente la falla que divide a la placa norteamericana de la placa euroasiática. De tal suerte que nos encontrábamos parados en el lugar exacto donde dos continentes se dividen. Tomó muchos años a la comunidad científica aceptar la teoría que afirma que los continentes se mueven, y que millones de años atrás todos los continentes se hallaban unidos en uno solo, llamado posteriormente Pangea. Pues bien, Þingvellir les ha dado a los geólogos un claro ejemplo de que la deriva continental es real. Y el cañón Almannagjá lo demuestra. Caminar en aquel cañón es caminar entre dos mundos. América al oeste y Europa al este, separados solo por un par de metros. Y en efecto, las mediciones que se llevan a cabo cada año dejan en claro que el cañón se separa continuamente. Es decir, ambos continentes se mueven. El cañón Nikulasargja es otra de las fallas presentes en Þingvellir. Y este se encuentra atravesado por un río, que para entonces, corría con bastante fuerza desde las montañas. Aunque el arroyo baña las tierras bajas del valle y culmina en el lago Þingvallavatn, bastaba subir un par de escalones de piedra para maravillarse todavía más. El río Öxará escurre por los campos de lava y cuando se topa con el cañón forma una cascada de aguas cristalinas que rompía con fuerza sobre las rocas de magma petrificado. Aunque menuda y de poca altura, la cascada Öxaráfoss me dio mi primer acercamiento a las decenas de caídas de agua que recorren Islandia. Pero aquella no sería, sin duda, la más impresionante de todas. Þingvellir es un lugar hermoso, único, mágico. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2004. Sin embargo, aquel título no se lo ganó solamente por su incomparable belleza natural. Þingvellir es un sitio histórico de suma importancia para el planeta entero, pues allí, en medio de las rocas volcánicas y de dos continentes, se fundó la institución parlamentaria más antigua del mundo, el Alþingi. Aunque el parlamento es una herencia de la política romana, el Alþingi se distingue por seguir vivo hasta la actualidad. Fundado en el año 930, no mucho después de que los primeros colonos vikingos pisaron estas remotas tierras, el Alþingi se reunía cada año, cuando el lögsögumaður (hablante de leyes) recitaba las leyes y se resolvían las disputas. También eran los encargados de castigar a los criminales, ejerciendo el poder judicial en el país. De hecho, en vez de encarcelarlos, preferían ahogar a los juzgados como culpables en las heladas aguas del Öxará, en el llamado Drekkingarhylur (piscina de ahogamiento). De esta manera, puede decirse que Þingvellir es el lugar donde nació el estado islandés. Y de hecho, fue considerada su capital (aunque carente de edificios) por ser su centro político, y no fue sino hasta 1844 cuando se trasladó a Reikiavik. El recorrido por el valle de Þingvellir puede abarcar los extensos territorios del sur y bordear su lago, pero la mayoría de los turistas lo terminan en un centro de visitantes que se halla en la cima del cañón, desde donde se tienen vistas increíbles del lago Þingvallavatn. Aunque el cielo seguía nublado, no había señales de ráfagas de viento que se avecinaran hacia el parque. Eso me dio un poco más de tranquilidad. Así que di las gracias a mis conductores, quienes siguieron su camino por el golden ring. Descendí el cañón y caminé hacia la entrada del parque nacional, donde un empleado del centro de visitantes me dijo que podría acampar de forma segura. No eran más allá de las 6 de la tarde cuando llegué al camping. Había un un grupo de tiendas ya instaladas sobre el césped. Y ya que la compañía en un solitario viaje siempre viene bien, decidí colocarme junto a ellos. Islandia es uno de los países más amigables con los campistas. Al costado de la carretera y cada pocos kilómetros, siempre habrá un camping a la vista, algunos mejor equipados que otros. Aquel en Þingvellir contaba con baños, regaderas con agua caliente, una cocina al aire libre (aunque techada) y hasta una lavandería. Los islandeses están tan acostumbrados a la honestidad y buena voluntad que no se acercan al campista para cobrarle el derecho de piso y los servicios (que a pesar de todo, suele ser un precio bastante alto, de unos quince euros por noche). Al contrario, esperan que el campista se acerque a pagar al mostrador. En algunos campamentos, incluso, no existe trabajador alguno, y una simple caja en forma de buzón es el lugar donde los campistas deben depositar su dinero de forma voluntaria. Ya que aquella tarde los trabajadores estaban cerrando el centro de visitantes, decidí esquivar el pago. Sabía que no era lo correcto, pero vamos, Islandia es un país bastante caro. Y solo alimentarme era una ardua y costosa tarea. Unos minutos más tarde un coche se estacionó. Kiki era una estudiante de California que viajaba sola por Islandia en su pequeño auto. Colocó su tienda de campaña junto a la mía y me hizo compañía mientras preparábamos algo para la cena. La incógnita sobre los dueños del resto de las tiendas se resolvió cuando apareció un grupo de 13 universitarios con su profesor de geología. Curiosamente, también venían de California. Menos mal que aquella noche no estaría solo, y nada mejor que la compañía de aquellos simpáticos y animados californianos. Tomamos la cena juntos y pasé la noche escuchando sus recomendaciones sobre la isla. Ellos iban terminando su viaje por Islandia y volvían al siguiente día a Reikiavik. Aunque no sabía si atreverme a llamar aquello como “noche”. En plena primavera, el sol se ocultaba en Islandia a las 11 pm, mientras se asomaba en el horizonte desde las 4 am. El control del sueño con horas de sol tan irregulares era difícil, y sería normal entonces dormir solo cuatro o cinco horas al día. Finalmente, me preparé para pasar mi primera noche entre las montañas y los valles islandeses. Pero mi tranquilidad y profundo sueño serían interrumpidos brusca y súbitamente por la hostilidad del Ártico. Era solo el comienzo de mi aventura.
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