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Showing content with the highest reputation on 11/03/14 en toda la comunidad

  1. 1 punto
    Al oeste de Los Andes, se encuentra San Francisco de Quito, o simplemente “Quito” como le solemos decir todos. Es, como todos sabemos, la ciudad cabecera de Ecuador. Es un lugar difícil de describir en palabras porque tiene un entorno natural fascinante y el clima es excepcional. Como si todo lo anterior fuese poco, tiene un interesante casco histórico que fue declarado como Patrimonio de la Humanidad. Fue por esta mezcla de cosas que me vi tentada a planificar un viaje a estas tierras… El orden de los acontecimientos, fue algo así… vi unas bocas de volcanes nevadas, atravesé una franja de nubes cargadas de agua y luego un descenso en picada para finalmente aterrizar en el medio de la capital de Ecuador. El aeropuerto quiteño llama la atención de cualquiera… aviones por aquí, aves por allá, todo pasa muy cerca de la cabeza dando una sensación de susto e intriga. Una de las primeras cosas que me enteré al pisar el suelo quiteño, es que Ecuador, es uno de los principales exportadores de rosas. Son únicas, extremadamente suaves y perfumadas. Según me informaron, es gracias a las condiciones del lugar lo que hace que estas rosas tengan esa calidad. Las flores reciben durante todo el año, la misma cantidad de horas de sol que de sombra. Debe ser lindo ser "quiteña" y recibir esas rosas de regalo. Tuve la suerte de poder salir a recorrer ni bien llegué. Gracias a Dios no me apuné. Experimenté una sensación de pesadez ni bien llegué, pero por suerte no fue muy grave. Quito está a 2800 metros sobre el nivel del mar, un cambio bastante importante para mi cuerpo, ya que vivo en una ciudad costera. Pero ya tengo cierto entrenamiento, viajé a la puna de mi país, estuve en Perú, de a poco mi cuerpo se va acostumbrando a los cambios. Recorriendo el centro histórico No sé si habrá sido por falta de recursos que no se demolieron las construcciones o si fue por una valoración hacia el patrimonio, pero lo cierto es que el centro histórico de Quito tiene construcciones sorprendentes. Según leí en un folleto turístico que recogí del aeropuerto, Quito tiene el centro histórico más grande de América, con unas 320 hectáreas de casas coloniales y edificios monumentales. El centro histórico se mantuvo tal cual quedó desde su fundación, allá por el año 1534. Afortunadamente cuenta con la protección del título de Patrimonio Cultural de la Humanidad otorgado por la UNESCO. Una de las construcciones más alucinantes es la Basílica del Voto Nacional, con un rico estilo neogótico. Dicen que su construcción comenzó en el año 1884 pero por falto de presupuesto quedó sin terminar. Hay otra versión que dice algo así como… “el día que se termine de construir la Basílica se acabará el mundo” (Quizás este motivo asusto a sus constructores) Es complicado por momentos tratar de ubicarse, ¡Las calles tienen dos nombres! Uno hace alusión a historias o anécdotas locales y otro es el nombre que se utiliza hoy en día, el cual se basa en fechas, países o próceres. Las calles angostas son sumamente transitadas por lugareños con trajes típicos, vendedores de hojas de té, mujeres con sus bebes anudados en la espalda y por supuesto también por nosotros, los turistas. En el medio o, mejor dicho "el casi medio del mundo" Y como no verse tentado estando en Ecuador, a visitar el famoso monumento coronado con una bola que indica que uno está en el medio del mundo. En realidad, leyendo una revista me enteré que esta idea del “medio del mundo” es un mito. El hito está a 2,40 metros al sur de la latitud cero. Parece que el GPS nos pinchó el globo a todos. En un recipiente ubicado un metro más al sur de la línea del Ecuador, el agua que es vertida gira hacia la derecha y cuando trasladas un recipiente al lado norte, el agua gira hacia la izquierda. Pero, presenten atención al siguiente detalle… cuando es colocado en la línea de la latitud cero, el agua cae perpendicular ante nuestros ojos. Hay otras experiencias que permiten corroborar este pequeño error… recuerdo que un turista fortachón y grandote que juntó sus manos y el guía intentaba separarlas. Cuando hicieron la prueba en el mal indicado punto cero, las manos del hombre se abrieron como una flor. Es divertido ver como todos hacen experimentos y quedan asombrados al enterarse de esta verdad. Paseo nocturno por la Plaza Independencia De noche los lugares parecen sumamente distintos. Es por eso, que trato de ver las mejores postales de cada lugar al que visito en dos momentos distintos. Y claro, como privarme de ver el espectáculo de la Plaza Independencia de Quito por la noche. Además, los paseos nocturnos tienen la ventaja de ser más tranquilos. Es decir, hay menos gente, se pueden sacar mejores fotos, hay más silencio, etc. Esta plaza es la más grande de toda la ciudad y es un símbolo del poder ejecutivo del país. En la plaza hay varias construcciones interesantes para admirar como la Catedral Metropolitana, el Palacio Municipal, otros palacios más y un lujoso hotel. En mi paseo por Ecuador, también visité otros sitios interesantes como Cotopaxi, que en otra oportunidad les comentaré con mayor detalle.
  2. 1 punto
    La provincia de Salta es emblemática del norte argentino y con ella iniciaríamos nuestro itinerario norteño. Siempre había escuchado maravillas del norte, que muchas veces superaban las de la Patagonia argentina. Aun así, durante toda mi vida elegí el sur, por mi afición por los climas más fríos (esto, claramente había sido ANTES de viajar a Ushuaia) pero era momento de darle una oportunidad a este extremo del país y estaba ansiosa por conocer. Arribamos a la ciudad capital de Salta que lleve su mismo nombre, una mañana avanzando velozmente por la ruta 81 desde Formosa. Enormes cerros en el horizonte nos recibían a medida que el camino comenzaba a atravesar zonas residenciales de bonitas casas de campo rodeadas de grandes terrenos verdes. Esta primera imagen de la ciudad me encantó, mucho verde y las casitas perdidas entre las sierras mostraban un paisaje tranquilo y rodeado de naturaleza. Pero, ingenua yo, no me había percatado que eso era sólo “las afueras” de la ciudad. La moto tomó una enorme avenida y repentinamente doblamos en una cerrada curva y justo al dar la vuelta apareció ante nosotros la verdadera ciudad. Un extenso sinfín de casitas, casas y edificios prolijamente asentados en un plano cuadriculado invadía el enorme valle entre las sierras. La primera impresión se me desvaneció por completo al ver esa gigantesca city. Ingresamos por la amplia avenida y siempre que nos ocurre con cada ciudad que visitamos, en pocos minutos ya estábamos completamente perdidos y desconcertados por el tráfico y el gran movimiento urbano. Preguntamos una y otra vez hasta que finalmente llegamos al camping municipal. Sin lugar a dudas, el camping de Salta, es uno de los mejores (si no, EL mejor) en los que hemos estado. No sólo por su baratísimo precio (8$ argentinos por persona, algo así como 0,80 U$S) si no porque el predio era bellísimo, teniendo en cuenta que encima se encontraba en una ciudad tan grande. Como aquel lugar funcionaba también como balneario, en el centro del camping, en forma de “U”, se abría una gigantesca piscina, que más bien funciona como costa artificial. Como nos encontrábamos en épocas invernales, aquel enorme estanque se encontraba vacío, pero a su alrededor se extendían varios metros de hierba donde uno podía acampar, rodeado de árboles frutales. ¿Lo mejor de todo? LOS BAÑOS. Unas grandes instalaciones con varias duchas de agua caliente las 24 hs, y hasta estaban calefaccionadas! casi lloro de la emoción al ver esas estufas. El centro de la ciudad resultó ser un verdadero quilombo, para ser completamente sincera con ustedes. Anchas avenidas atestadas de autos y colectivos eran cortadas por grandes peatonales, punto de encuentro de vendedores ambulantes y artistas callejeros de toda clase y procedencia. Las calles estaban plagadas de negocios, restaurantes, confiterías y una gran muchedumbre que iba y venía atropellando todo a su paso. Entre la contaminación sonora y visual, terminé completamente desconcertada y hastiada de aquel lugar. “La verdad que no entiendo por qué la apodan La Linda…. De linda no tiene nada!” me quejé una y otra vez. Evidentemente el destino pretendía cambiar mi opinión sobre aquella enorme ciudad, cuando a la mañana siguiente de nuestra llegada, la moto comenzó a fallar, por segunda vez en nuestro viaje. Como habíamos temido durante esos meses, la “mala praxis” realizada en la pobre Honda en Ushuaia, acarreó sus consecuencias y la bobina del alternador que había sido reparada manualmente (y en vano) en el Fin del Mundo, terminó por dañarse en aquella ciudad norteña. Necesitábamos de una segunda reparación, y mientras tanto, estábamos allí, atrapados en Salta. Y así estuvimos UN MES. Obviamente, después de tanto tiempo instalada en aquella localidad, de a poco comencé a conocer su lado atractivo y la verdad es que la ciudad de Salta terminó conquistándome. Sus grandes peatonales terminaron convirtiéndose en mis paseos habituales, y sobretodo comenzamos a concurrir habitualmente a su gran Mercado Central. Un Mercado Central es el sector “nacional y popular” de cualquier ciudad. Allí se puede respirar las verdaderas costumbres y empaparse (aunque sea un poquito) de la real rutina de los locales, sin adornos falsos turísticos. En este enorme galpón, la venta de frutas, verduras y especias era masiva. Y entremezcladas, sin ningún orden innecesario, entre locales de comidas, se alzaban pequeños puestos de venta de celulares, o artesanías y quizás más allá, algunos comercios de indumentaria económica. Y en un segundo piso, se ofrecían almuerzos típicos de la zona y una gran variedad de platos a precios súper accesibles. A medida que los días pasaban, comenzábamos a descubrir la bella arquitectura antigua característica de la ciudad. Grandes edificios con sus preservadas fachadas prolijamente adornadas, altas columnas y detallada simetría. También descubriríamos que Salta es la sofisticada ciudad donde perros callejeros muy educados andan vestidos por las calles, mostrando prendas de última moda y de tendencia europea Sobre una angosta calle céntrica, en una esquina se levantaba una iglesia muy particular que llamaba la atención por los llamativos colores con los que estaba pintada. La Iglesia San Francisco En Salta hay varias iglesias para visitar, pero además de ellas y de grandes e interesantes museos, una de las cosas divertidas que se pueden hacer allí es ascender al Cerro San Bernardo a través del teleférico. Un riel que avanzaba pesadamente entra robustas columnas de cemento nos llevó en un paseo de unos 5 minutos hasta la cima del cerro. A medida que el teleférico ascendía diagonalmente, comenzábamos a ver la verdadera extensión de la ciudad, que parecía no tener fin. Lo impresionante de aquella vista era ver a lo lejos, gigantescas montañas nevadas que cortaban el horizonte envueltas en disfumadas nubes. Lo mejor del cerro, era el viaje hasta su cima, puesto que allí arriba no había más que algunos puestos de artesanías y una pequeña fuente de agua, dispuesta como en pequeñas cascadas de cemento. Y ahora que menciono las artesanías, para quienes gusten de manualidades hechas por los locales de la zona, Salta es la reina de los puestos de artesanos. Cada fin de semana, en una calle principal del centro, se establecían largos mercados donde los artesanos podían ofrecer sus productos, que iban desde pulseras, anillos y collares rústicos, hasta manualidades con maderas, e indumentaria realizada en lana de llama o guanaco. Para mi alegría (porque estaba todo bien con Salta, pero después de algunos días la cosa podía volverse un poco aburrida), mi gran amiga Gèlia, la bella catalana que conocí en Iguazú, se comunicó conmigo la segunda semana de nuestra estadía en Salta. Ella también se encontraba en la capital, por lo que, tomándonos un “día sólo de chicas”, nos encontramos para visitar uno de los más lindos lugares que tiene la ciudad, la quebrada de San Lorenzo. A sólo quince minutos en bus, y situado en las afueras del bullicio, más bien en una tranquila zona residencial, se encuentra este hermoso atractivo turístico. A pesar de que nunca llegamos a entender con Gèlia por qué se llamaba “la quebrada” ya que nunca descubrimos una quebrada, recorrimos aquel corto pero espléndido sendero que se interna en una tupida vegetación selvática bordeando un pequeño arroyo que desciende desde grandes cerros. Con largas ramas de árboles de las cuales colgaban verdes barbas de líquenes, cerrándose sobre él, el arroyo discurría, en algunos tramos sólo como un fino hilo de agua y en otros como dos o tres canales de algunos metros de ancho, por entre grandes rocas que fuimos saltando y rodeando a medida que nos internábamos en la selva, y a medida que íbamos hablando de todo un poco y criticando a los hombres… ya saben, esas cosas que solemos hacer las mujeres cuando nos juntamos. La quebrada de San Lorenzo es un lugar hermoso para reconectarse con la naturaleza…. Y para criticar hombres. Peeeeeero, más allá de sus atractivos arquitectónicos, sus interesantes iglesias y museos, sus paseos en teleférico y cualquier otra característica que pueda tener Salta, no hay absolutamente nada que se compare con su increíble gastronomía. Y no estoy hablando de sofisticados platos de gourmet, estoy hablando de las riquísimas humitas (una preparación de granos de choclo y queso) y de las exquisitas empanadas salteñas. TODOS los días comíamos empanadas que comprábamos en la esquina del camping o de algún local en el centro. De carne, pollo o queso siempre acompañado de su salsa picante para agregarle a gusto, fue nuestro menú diario. Y cuando nos enteramos que en la ciudad se realizaba el 47° concurso de la empanada salteña fuimos los primeros en asistir a darnos la panzada de nuestras vidas. Sobre la enorme playa de estacionamiento de un gran supermercado había decenas de stands participando en la competencia, donde, por pocas monedas, uno podía comer cuanta clases de empanadas quisiera…. Creo que habré engordado unos cuantos kilos sólo ese día. Para cuando la moto regresó reparada, lista para correr nuevamente por las rutas, nosotros ya llevábamos varias semanas instalados en aquel camping y ya éramos casi clientes vitalicios del lugar. Desde nuestra pequeña carpa-hogar vimos decenas de viajantes de todas partes, llegar y partir a medida que los días transcurrían. Hippies artesanos que arribaron a Salta haciendo dedo en el camino, europeos que llegaban con sus grandes motorhome, y familias enteras viajando en alguna camioneta eran los viajeros más comunes que veíamos. Sin embargo de entre todos ellos, una pareja nos llamó la atención inmediatamente. Betina y Federico viajaban en un utilitario en cuyo costado podía leerse “Viajando estamos… de Ushuaia a Alaska”. Estos dos que nos superaban en locura habían arrancado de Buenos Aires hacía varios meses también y rápidamente se creó un agradable lazo entre los cuatro. Junto a ellos, y casi en el mismo nivel de locura, también conocimos a una excéntrica pareja de franceses, ambos ya jubilados que un día decidieron vender todas sus posesiones, comprarse una gran casa rodante y salir a recorrer el mundo, así… sin más. ………… estaban recorriendo Argentina hacía ya diez meses! Y esta es la parte que aprendí a disfrutar del viaje, porque les aseguro que suelo ser un poco tímida y no muy sociable a veces, pero a medida que uno conoce gente con tanta buena onda, es imposible no generar amistades a lo largo de todo el continente. Fueron justamente dos daneses que conocimos en aquel camping, que viajaban en una lujosa motorhome, que nos recomendaron visitar el Parque Nacional El Rey, a pocos kilómetros de la capital. Luego de tantos días instalados en Salta, y a pesar de ya haberme acostumbrado a sus cálidos días, sus frías y lluviosas noches, a su baño con estufa y a las empanadas, ya teníamos una próxima meta, por lo que un día nos despedimos de nuestros nuevos amigos prometiéndonos cruzarnos quizás en algún otro país de Latinoamérica, y emprendimos viaje nuevamente por la ruta. <<<ANTERIOR *** SIGUIENTE>>>
  3. 1 punto
    Cuando recuerdo el camino que debimos atravesar para llegar al Parque Nacional El Rey, mi pequeña contractura crónica del cuello se ríe maliciosamente de mí Habíamos sido aconsejados por un matrimonio danés que conocimos en el camping municipal de Salta para visitar este salvaje Parque, donde habían visto una gran cantidad de animales. Sólo ese comentario fue suficiente para mí para armar las valijas. Sin embargo hubo un pequeñísimo detalle que estos adorables amigos no nos dijeron: hacer el camino con las cuatro ruedas de una motorhome como la de ellos, no es lo mismo que hacerlo con dos, como las de nuestra moto. Salimos de Salta una mañana, y sólo a unos pocos kilómetros, tal y como nos habían informado, se encontraba lo que sería el camino a tomar para llegar al Parque. Al costado de la carretera se abría un ancho camino de tierra que bordeaba campos de pastura y varios asentamientos rurales. Hasta ese momento, el camino, a pesar de ser de tierra, era tolerable y estaba en buen estado. A sólo pocos minutos de viaje, dejamos atrás el sector poblado, y el camino comenzó a rodearse de tupida vegetación. Doblando en curvas y más curvas, fuimos avanzando tranquilamente y disfrutando del paisaje selvático que de repente nos había rodeado. No recuerdo ya cuantos kilómetros habíamos avanzado del trayecto, cuando de repente nos topamos con un arroyo que cruzaba de lado a lado el camino. Y no me refiero a un fino arroyito… esto era un verdadero canal de agua, de 10 o 15 metros de ancho, no muy profundo, pero con el fondo cubierto de rocas de todos los tamaños Si yo hubiera estado manejando la moto, probablemente hubiese pegado la vuelta en ese mismo instante (Sí, lo sé… soy una cobarde ), pero Martin estaba al mando y claramente no se iba a dejar amedrentar por un simple arroyito. Analizó con detenimiento el camino que podía tomar mirando a través de la cristalina corriente, mientras yo, asomándome sobre su hombro lo bombardeaba a preguntas desesperadas: “¡¿Estás seguro que vamos a poder pasar?! ¿Y si nos caemos? Se nos van a mojar todas las cosas! ¿Y si buscamos otro camino?!” (Sí, lo sé… soy muy molesta XD ). Finalmente puso primera y avanzó hacia el arroyo, haciendo caso omiso a mi miedo. La moto se metió de lleno en el agua y comenzó a avanzar dificultosamente por entre las rocas que cedían ante su peso. La Honda flaqueó primero hacia un lado y después hacia el otro, mientras yo me aferraba con uñas y dientes a la espalda de Martin quien terminó metiendo los pies completamente en el agua para mantener en pie a la moto y evitar que cayéramos de costado. El motor rugía mientras se forzaba por atravesar aquella superficie rocosa y finalmente llegamos a la otra orilla… sanos y salvos. El agua caía a chorros desde los plásticos laterales de la moto, pero lo había logrado perfectamente. Yo suspiré aliviada y aunque aún estaba bastante tensa, continuamos el camino. El sendero continuó haciéndose paso entre la espesa vegetación y fuimos avanzando a los tumbos sobre aquella carretera de tierra y rocas. Cuando de repente, ¡oh, sorpresa! Otro vado atravesando el camino. Igual de ancho que el anterior, con su fondo más rocoso aún. Nuevamente Martin se paró en seco sobre la orilla y luego de meditarlo por algunos segundos, avanzó cautelosamente sobre la corriente de agua, ayudando con sus pies a que la moto llegara a la otra orilla. Yo cerré los ojos mientras sentía que la moto se resbalaba hacia un lado y hacia otro y esperaba la caída, pero afortunadamente, la moto cruzó por segunda vez la corriente. Ascendiendo por empinadas lomadas y avanzando entre cerradas curvas, continuamos viaje, mientras el sol comenzaba recién a bajar. Y entonces, cuando apareció ante nuestros ojos el tercer vado yo no podía creer nuestra suerte. Ya no quería saber más nada con el Parque, sólo no quería caerme al agua y romperme las rodillas contra las rocas o que me aplastara la moto. Pero el amante de la aventura, el señor Martin, avanzó confiadamente. La moto tambaleó mientras avanzaba sobre aquellas inestables rocas que cubrían el fondo del arroyo y una vez más, airosa, llego a la orilla opuesta. Y así continuamos el camino, cada algunos kilómetros y para arruinar aún más mis nervios nos cruzábamos con algún arroyo rocoso que atravesaba el camino. En total fueron SIETE. Siete divinos y bellos vados que debimos cruzar con mucha dificultad, donde la moto se portó como una campeona, pero donde la tensión por una posible caída terminó por agotarnos a ambos. Cuando al fin cruzamos el último arroyo, el sol ya estaba casi oculto entre el monte frondoso que nos rodeaba. Nos dio la bienvenida un agradable guardaparques que no salía de su asombro, jamás había visto una moto por aquellos lados, porque claramente el camino NO está hecho para motos. Nos habíamos internado varios kilómetros campo adentro, y en aquel lugar de suaves montes, sólo se podía ver, hacia un lado del camino las oficinas de los guarparques y hacia el otro, el predio destinado para el acampe. Junto con el sol se desvaneció la calidez que habíamos disfrutado durante todo el día y la temperatura descendió en cuestión de minutos. Rápidamente armamos la carpa, inflamos el colchón y luego de calentarnos un poco junto a una pequeña fogata que otros visitantes habían armado, nos metimos en nuestras bolsas para pasar la noche. Fue una noche complicada, con mucho frio y algunos piecitos helados. Pero, para la mañana siguiente, nos despertamos con un radiante sol y un día completamente despejado. Al salir de la carpa, me encontré con la mirada recelosa de una pomposa pava de monte. Estaban por todas partes: rodeando la carpa, husmeando en un motorhome que teníamos como vecino, sobre las mesas del camping y se mostraron sobretodo bastante atraídas hacia nuestra mochila de comida. Con su singular cacareo y sus llamativos ojos color rojos, se paseaban por todo el terreno en busca de algo para el buche. Dentro del Parque Nacional El Rey hay muchos senderos para realizar, con variada dificultad y cada uno lleva su tiempo. El Parque es una de las más grandes reservas del norte argentino y en él habitan cientos de especies nativas, entre ellas, el más característico, el Tapir. Enorme herbívoro de prominente nariz, el tapir es un animal tranquilo pero escurridizo. Yo lo recordaba muy bien de mi trabajo voluntariado en el zoológico de mi ciudad, donde cada tanto me cruzaba a su recinto y le rascaba el cuello durante algunos minutos, cosa que adoraba que le hicieran. Para poder observar alguno debíamos ir despacio y sin hacer ruido. Emprendimos un sendero, entonces, hacia la “cascada de los lobitos”. El sendero iniciaba detrás de las oficinas de los guardaparques y continuaba introduciéndose en la espesa vegetación de la reserva. Sobre el camino todo era verde, una alfombra de hierbas cubría todo el sendero, y a los costados nacían bajos arbustos entre delgados árboles de tortuosas ramas que también estaban cubiertas de un brillante musgo. En el camino fuimos descubriendo la gran biodiversidad del lugar. Una variada flora nacía en cada rincón con hojas grandes y aplanadas o delgadas y afiladas. En los troncos muertos caídos sobre el camino que debíamos saltar, vivían gran variedad de hongos de todas formas y colores que nacían entre el musgo que allí lo invadía todo. Sólo bastaba detenerse un segundo y agacharse hacia la vegetación para encontrarse con todo un mundo. Mariposas de todos los tamaños revoloteando entre las flores, orugas de llamativos colores alimentándose de las hojas de alguna planta y hormigas laboriosas haciéndose camino entre las raíces de los arbustos. Cruzamos algunos arroyos y avanzamos a través de aquella húmeda vegetación, hasta que de repente el camino fue cambiando de aspecto y nos encontramos con un gran claro, donde la vegetación dejó de ser tan selvática para transformarse en flora más de llanura. Algunos pantanos se hallaban rodeados de arbustos espinosos y yo sabía que era el lugar perfecto para los tapires. Con los oídos y la vista agudizada, avanzamos lentamente y en silencio a la espera de alguno de estos maravillosos animales. Pero nada apareció. Finalmente el camino se introdujo nuevamente en un monte de espesa vegetación y descendimos por unos escalones de piedras y troncos hasta llegar a una pequeña cascadita que formaba un gran estanque de agua. En aquel lugar rodeado de los más puros sonidos de la naturaleza, se sentía una verdadera calma. Nos tomamos unos minutos para descansar y almorzar algo y, luego, emprendimos el regreso al campamento. En el camino continuismos cruzándonos con algunos insectos de los más llamativos. Y algunas arañas que dejaban mensajes un tanto escalofriantes con sus telas de araña. Regresamos al campamento un tanto desilusionados porque no habíamos podido ver ningún tapir, pero allí nos esperaban toda clase de aves que se habían juntado al atardecer en busca de algo para alimentarse. Las ya conocidas pavas de montes ahora estaban acompañadas de las elegantes chuñas de patas rojas, y también algunas urracas vigilaban todo desde las altas ramas de los árboles. Pasamos una segunda noche fría, y a la mañana siguiente a pesar de que dudamos muchísimo si irnos o quedarnos, nuestra falta de provisiones nos obligó a marcharnos. Mientras preparábamos la moto, yo ya había comenzado a prepárame mentalmente del camino que nos esperaba y de aquellos dificultosos cruces. Cuando iniciamos nuestra vuelta, cruzamos el primer vado y sólo a unos pocos metros tuvimos la gran suerte de poder ver al fin, un grupo de tres o cuatro tapires jóvenes al costado del camino, metidos entre la vegetación. Nos sorprendió tanto ese inesperado encuentro, que ni reaccionamos a tomar la cámara de fotos. Sólo pudimos admirarlo por unos segundos, antes de que huyeran miedosos, introduciéndose en el monte. Nos tomó unas largas horas regresar por aquel camino y con ansiedad fui contando para mis adentros cada uno de los vados, hasta que finalmente cruzamos el séptimo. Fue una travesía bastante difícil que nos dejó agotados, pero al menos nos íbamos del Parque El Rey felices de haber visto a los tapires. <<<ANTERIOR *** SIGUIENTE>>>
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