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  1. 1 punto
    Nuestra parada inaugural en Bolivia había sido en Potosí, donde habíamos realizado aquel tour ingresando a las escalofriantes minas de Potosí. Una experiencia tan interesante como chocante. Potosí también fue escenario inicial de interacción con el pueblo boliviano, de costumbres tan distintas y, a la vez, tan similares a las nuestras. Nuestra primera impresión fue que Bolivia era un país que mantenía mucho sus tradiciones, legado de algunos de los pueblos indígenas que habían sobrevivido a la “colonización” europea. De a poco comenzábamos a conocer el ritmo de vida de esta gente. Quizás algo cerrados, de pocas palabras, lo cual complicaba bastante la comunicación a pesar de hablar el mismo idioma, con mucha historia encima y muy arraigados a sus raíces. Dejamos Potosí y partimos rumbo a Uyuni. Uno de los principales puntos turísticos que habíamos planeado visitar dentro de Bolivia era justamente el inmenso Salar de Uyuni, parada casi diría obligada para cualquier viajero. A partir de ese momento empezamos a sufrir lo que sería el calvario de las rutas de Bolivia. Contrariamente a lo que había sido el primer tramo que transitamos hacia Potosí, las rutas que tomaríamos desde aquel punto nos traerían muchos dolores de cabeza. A esto se le sumaría otro inconveniente: conseguir gasolina. En Bolivia, la gasolina es subsidiada por el Estado, y existe una norma que obliga a las gasolineras a vender sin subsidio, o sea, a un precio más elevado, a los vehículos de patente extranjera. O, lo que era aún peor, en algunos lugares directamente se prohíbe la venta a extranjeros. Nos volvimos locos con Martin recorriendo todas y cada una de las gasolineras en Potosí pidiendo, casi rogando que nos vendieran gasolina, a un precio más elevado aunque sea, porque necesitábamos llenar el tanque. Era bastante frustrante encontrarse con un NO rotundo y seco y la poca voluntad de los empleados de las estaciones de servicio, tanto que terminaban poniéndolo de mal humor a uno. Al final, pudimos cargar tanque en la última estación de servicio de la ciudad y tomamos la ruta. Los primeros kilómetros fueron tranquilos, con un día soleado, y un viento fresco golpeándonos de lleno, mientras avanzábamos por entre aquel pardo paisaje ondulado. Pero luego comenzaron los trechos en malas condiciones o directamente donde no había asfalto y teníamos que avanzar cautelosamente sobre tramos de tierra muy descuidados. Cada vez que volvíamos a tomar la ruta pavimentada suspiraba aliviada pero me duraba poco porque sólo algunos metros más adelante, el camino se volvía de tierra y piedras. Junto a insultos varios hacia el camino saliendo desde mi casco, recorrimos unos 200 kilómetros, hasta que en una curva tuvimos la primera vista del salar, que se veía desde lejos como un gran manto completamente blanco que se abría detrás de la ciudad, erguida sobre una desértica llanura. Y cuando digo desértica, es porque realmente no había nada más que las siluetas de cordones montañosos a lo lejos y la ruta que iba descendiendo por la sierra, se metía de lleno en aquella planicie y finalizaba en la entrada a la ciudad. La ciudad de Uyuni vive, obviamente, del turismo. En el centro, sobre una ancha peatonal sólo se pueden ver restaurantes, hoteles, agencias de viajes que ofrecían diversos tour hacia el salar, y extranjeros por doquier. Más allá el pueblo es simplemente un manojo de casillas e irregulares callecitas. Nos hospedamos en el alojamiento más económico que pudimos encontrar (Nosotros ya sabemos que el precio de alojamientos y comidas es proporcional a la cantidad de europeos que se encuentren en la zona ) y descansamos. A la mañana siguiente nos esperaba una mañana celeste y hermosa, así que con todo el ánimo descargamos la moto y nos fuimos rumbo al Salar. Con vehículo propio se puede acceder unos metros dentro del Salar, siempre teniendo mucha precaución ya que el lugar es realmente enorme y es mejor no internarse sin un guía porque es muy fácil perderse. Escuchamos tantas historias escalofriantes de familias enteras que habían sido encontradas sin vida dentro de aquel enorme lugar porque se habían perdido, que estábamos bastante advertidos al respecto. Existen tour de dos o tres días que te llevan con camionetas especiales y en donde acampas en aquel basto paraíso blanco, pero, como suele suceder, el precio excedía a nuestro presupuesto viajero. Así que salimos entusiasmados, dejamos atrás las calles pavimentadas y tomamos un ancho camino de tierra que salía de la ciudad y recorría unos 20 kilómetros hasta el Salar. Después de tantos meses de viaje y habiendo recorrido casi tres países, por lo general uno se acostumbra a transitar por caminos que no son de lo mejor, con tramos de tierra o piedras…o hasta arroyos enormes atravesándolo. Pero aquel recorrido desde Uyuni hacia el Salar nos hizo sudar como ningún otro. El camino no era de tierra, si no que parecía hecho de una especie de arcilla consolidada, donde se marcaban grandes huellas de camiones y autos que estaban peligrosamente cubiertas de una película de arenilla que el viento iba soplando, por lo que era muy difícil seguir algún surco y mantener el equilibrio dentro de él. Pero lo peor de todo fue el tramo interminable de “serrucho” o “calamina” como le dicen en Bolivia. Estas pequeñas y continuas ondulaciones en el terreno fueron una tortura. Fuimos dando incesantes tumbos, cortos y bruscos durante 30 o 40 minutos sin parar. El estrepitoso ruido de los metales y plásticos de la Honda vibrando violentamente, mezclado con el rugido del motor me hacía pensar que en cualquier momento empezaríamos a perder partes de la moto por el camino. Llegué a sentir que todos mis órganos se habían desprendido dentro de mí y estaban mezclándose como en una licuadora y tenía quizás un pulmón en lugar del estómago y el hígado en el pecho. Mientras sufríamos sobre la moto, enormes camionetas 4x4 nos pasaban por al lado como si nada y yo, admito, que los veía pasar con un odio y una envidia que no podía contener. Pero al fin, con todos los órganos en su lugar, aunque algo doloridos después de tanto traqueteo, arribamos a un pequeñísimo y lúgubre pueblito que atravesamos hasta que oficialmente estuvimos dentro del Salar de Uyuni. Aquel lugar sí que es deslumbrante. Avanzamos sólo algunos metros hasta donde vimos un grupo de personas y camionetas estacionadas, pero ya se podía sentir la inmensidad de aquel paisaje blanco infinito. Recorrimos unos metros sobre la moto, alejándonos lo suficiente como para que todo alrededor fuera blanco. Blanco total que se cortaba en una línea súper recta y luego, el cielo completamente celeste. Siempre corroborando, por encima de nuestros hombros, que aún podíamos divisar el pueblo como referencia para la vuelta, fuimos avanzando por la huella marcada de las camionetas hasta un punto al que llaman “El ojo del Salar”. En aquel punto, a sólo pocos kilómetros de haber ingresado, se formaba una pequeña laguna de irregular contorno. Lo llamativo era ese burbujear continuo que se podía ver en la superficie, como si se estuviera preparando algún brebaje maléfico. Según pudimos escuchar de pasada de un guía que estaba allí con un contingente de turistas, se trataban de los gases retenidos bajo la sal, que se escapaban por aquel punto. Nos animamos a seguir un poco más hasta el famoso hotel de sal. Levantados con macizos ladrillos hechos de sal, el hotel se encontraba… no sé ni cómo indicar, digamos que se encontraba en algún punto de esa nada absoluta, junto con un enorme escultura del Dakar también realizada en sal, con motivo del paso de los competidores por aquel lugar, el año anterior. Se puede ingresar al hotel, donde en un enorme hall principal circular, se exhiben diversas figuras todas realizadas en sal. Dentro del salar hay varios hoteles en funcionamiento pero aquél es famoso por ser el primero en asentarse en aquel inhóspito paraje y hoy en día funciona más como un punto turístico para visitar y no como alojamiento. Caminar sobre ese suelo donde curiosamente se formaban geométricas figuras hexagonales o pentagonales que se repetían por tooooooooooooodo el salar, mientras un viento fuerte arrastraba la sal y enredaba mis pelos, invadido todo de un silencio total, era como estar en algún extraño sueño de esos donde uno no reconoce donde está “el arriba y el abajo”. Es tan inmenso aquel lugar, con el horizonte tan alejado y blanco, que se puede aprovechar para explotar la creatividad y jugando con la perspectiva pueden conseguirse fotos muy graciosas. Recorrimos sólo unos pocos kilómetros más, siempre cerca del hotel, disfrutando esa total libertad de correr por donde queríamos sin seguir ningún camino marcado. Dimos algunas vueltas mientras la sal crujía bajo las ruedas de la moto y el viento fresco nos golpeaba de lleno, y luego emprendimos el regreso. Recién en ese momento caí en cuenta que deberíamos recorrer el mismo terrible camino que habíamos hecho para llegar y lo lamenté mucho. Y sí, fue bastante difícil. Nuevamente pasamos por toda esa calamina que terminó por obligarme a cruzar los brazos con fuerza sobre mi estómago para intentar disminuir el traqueteo en esa zona y el dolor punzante que había empezado a sentir en los riñones. Para empeorar la vuelta, el camino repentinamente se había llenado de grandes y pesados camiones que nos pasaban velozmente, llenándonos de arenilla y escupiéndonos piedras. Veía con temor pasar esas enormes ruedas tan cerca nuestro que instintivamente me inclinaba hacia el lado opuesto pensando que si llegábamos a perder el equilibrio en ese camino desastroso nos íbamos de lleno debajo de los camiones. Pero afortunadamente ninguna de esas tragedias que mi mente inventa sucedieron y llegamos al pueblo sanos y salvos aunque completamente exhaustos de tanta tensión. Ya podíamos tildar el Salar de Uyuni de nuestra lista de lugares a conocer. Mira el álbum completo <<<ANTERIOR *** SIGUIENTE>>>
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