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  1. 1 punto
    La Nochebuena había terminado. Era ya el día de Navidad, y a pesar de los despejados cielos de un recién iniciado verano austral, el viento era frío y corría con fuerza al interior del pueblo de Tilcara. Rocío, Nico y yo buscamos refugio en la descubierta estación de buses, donde compramos nuestros boletos hacia Humahuaca, unos cuantos kilómetros al norte. Santa Claus (o Papá Noel, en Argentina) nos había dejado una serie de regalos: una bolsa de cereales, aceitunas, turrón y una botella de champagne (que en realidad habían sobrado de la cena). Cargados con este equipaje extra abordamos nuestro autobús. La escasez de demanda en un día festivo y lo vacía que lucía la autopista 9 aquella tarde, hicieron que el viaje fuera bastante corto. Arribamos a Humahuaca cerca de las 5 de la tarde (por supuesto, después de un desvelo y un buen y último descanso en la cabaña). Justo fuera del autobús apareció un joven de tez morena invitándonos a dormir en su camping, que se encontraba cruzando el río hacia el oriente de la ciudad. Por supuesto, luego de la costosa renta que pagamos por la navidad (que aún así nos pareció barata por todas las comodidades), queríamos ahorrar lo más posible, aunque no estábamos seguros sobre buscar un hostal u optar por el camping. Pedimos la dirección al hombre y caminamos un poco, en busca de alguna otra opción. El pueblo parecía lo bastante pequeño como para recorrerlo a pie, lo cual para mí no representaba ningún problema, pero sí para los argentinos. Ellos cargaban mochilas de más de 20 kg, sumado a su carpa, sus sacos de dormir y las sobras de la cena que nos habíamos repartido Así que sin más preámbulos, caminamos hacia el puente y seguimos el sendero de arena que nos llevó hasta el camping. A penas unas dos o tres carpas se asomaban bajo las telas protectoras. El lugar era un gran jardín de pasto verde. A la entrada había una construcción de concreto, donde se encontraban las duchas y los baños para los campers. Al fondo, se alzaba la casa del dueño, donde había algunos cuartos acondicionados como hostal, una cocina compartida, otro baño y una sala-comedor. Nos recibió un chico con rastas en la cabeza, quien nos dio luz verde para montar nuestra tienda. Mientras lo hacíamos, un par de chicos nuevos llegaron y se convirtieron en nuestros vecinos. Como la luz del sol empezaba a desvanecerse, nos dimos prisa para ir al pueblo y conocerlo un poco más a fondo. Después de todo, no estaríamos más tiempo en Humahuaca, pues era solamente nuestra escala obligada para llegar a nuestro próximo destino: el aislado pueblo de Iruya. Cruzamos de nueva cuenta el puente que sobrepasaba al Río Grande (que de grande poco tenía, puesto que estaba seco en aquella temporada). Lo primero con lo que uno se topaba eran pequeños puestos que vendían galletas, pan de sal, café y dulces. Los perros callejeros rondaban bajo las carpas poco llamativas de los vendedores. Modestas casas antiguas vigilaban las callejuelas que marcaban una cuadrícula en todo el centro de Humahuaca. La mayoría de los negocios, cafés y restaurantes permanecían cerrados. A veces olvidábamos que seguía siendo navidad Visitamos la plaza de armas y la catedral de Humahuaca. La poca concurrencia en los edificios y calles principales nos llenó de una paz y tranquilidad que nos acompañó el resto de la jornada. Tras el zócalo de la ciudad se erguía un pequeño cerro. Subimos por sus escalinatas hasta la cúspide del mismo, donde desde el Monumento a la Independencia tuvimos una vista magnífica del pueblo custodiado por la siempre brillante Quebrada de Humahuaca. Para ese entonces cualquiera diría que ya había tenido suficiente de sus vívidas formas y colores. Pero la majestuosidad de esas curvas escarpadas sobre la resplandeciente roca pudo cautivarme hasta el último momento de mi estancia El fuerte viento que azotaba en la cima nos obligó a descender de vuelta a las angostas calles, donde aprovechamos a comprar algunos abarrotes para la cena. Cuando salimos de la tienda, la mágica puesta de sol había creado un extraño fenómeno en el cielo que nos dejó sin aliento Un lienzo grisáceo manchado por motas de un naranja fosforescente había cubierto la totalidad de la atmósfera. Y bajo esa pintura natural caminamos de regreso al campamento. Cocinamos la sopa y el té que Rocío había cogido en la tienda. Es necesario saber que cuando uno viaja, casi siempre baja el consumo de calorías diarias, al tomar menos alimentos al día y en porciones más pequeñas. La enorme cantidad de comida que nuestros estómagos habían digerido la noche anterior había sido demasiado después de semanas de viaje Por tanto, una buena sopa y un té fueron la respuesta perfecta. Cuando la noche por fin cayó, nos metimos a nuestras carpas e intentamos dormir. Debíamos levantarnos temprano para tomar el primer bus hacia Iruya. Había acampado sólo un par de veces en México con mis amigos, donde no había sufrido demasiado. Antes de partir hacia Perú, cogí mi saco de dormir y mi ropa térmica para protegerme del frío que, creí, sufriría al acampar en las alturas de los Andes. Pero nada de eso había ocurrido hasta ahora. Pensé que el verano me había ayudado bastante con sus templadas temperaturas. Pero aquella noche en Humahuaca ha sido de las peores en mi vida de camping. Nunca creí que en ese pequeño pueblo a 3000 msnm (1000 menos que en el lago Titicaca) que parecía bastante soleado y polvoso por el día y en donde la noche no soplaba mucho el viento, me haría temblar y retorcerme de frío dentro de mi sleeping bag tratando inútilmente de calentar mi cuerpo más los dos pares de calcetas, un traje térmico, un suéter, una campera, un gorro, guantes y bufanda. Por dios, no estaba en el ártico, estaba en el pleno verano del Trópico de Capricornio. Desde ese entonces entendí lo necesario que es cargar con un aislante térmico para el suelo de mi tienda, lo cual tendré en cuenta para mi próximo viaje. Así que los tres, algo desvelados por el frío y el suelo duro, despertamos temprano para desmontar las carpas. Dejamos el camping cuando todos estaban dormidos y caminamos de nuevo a la estación de buses. Ahí, cogimos el primer autobús a Iruya. No tenía idea de qué me encontraría en ese bien sondado pueblo del que todos hablaban. Rocío me dijo simplemente: “no importa el destino, sino el camino para llegar allí”. Con esas palabras en mi mente, el bus tomó la Ruta 9 por algunos kilómetros hacia el norte; pero pronto se desvió hacia el oriente, por una carretera de ripio en cuyo comienzo se leía “Iruya 54 km”, por lo que creí que llegaríamos rápido. Comenzamos un ascenso por una puna poco empinada. Casi una hora después, el autobús se detuvo en el llamado Abra del Cóndor, el punto máximo de la ruta a casi 4000 metros de altura. La gente se bajó a tomar fotos. Yo estaba muy cansado y no pude evitar seguir durmiendo adentro Lo que sí pude ver desde ahí, es como el camino se convertía en un largo descenso de curvas a través de las montañas, el cual era interrumpido por algunos riachuelos secos (que en temporada de lluvias es todo una aventura cruzar, por eso la fama del camino). Además, es sabido que hay algunos cóndores que sobrevuelan el valle, lo que lo hace un atractivo bastante emblemático. Por desfortuna, ninguno se apareció frente a nosotros El sendero de tierra nos llevó casi 2 horas recorrerlo, pasando de los 4000 a los 1200 metros en tan sólo 19 km Y de repente, entre las escarpadas montañas color marrón, apareció ese pequeño pueblo que parecía deshabitado. Era Iruya. turismoobjetivo.wordpress.com Apenas aparcó el camión en la calle que da a la plaza principal, un chico se nos acercó para ofrecernos alojamiento en un hostal bastante barato. Como ninguno tenía ganas de caminar y buscar (sobre todo el ver las empinadas cuestas que nos tocaba subir ) aceptamos sin rodeos. Subimos con esfuerzo la inclinada calle que nos llevó hasta el alojamiento, que era nada más que una casa acondicionada con varios cuartos con literas. Nico y Rocío optaron por una habitación privada, mientras a mí me colocaron en una compartida. Luego de dejar nuestras cosas, bajamos por el diminuto pueblo para comer unas empanadas fritas (sin duda prefiero las horneadas). Preguntamos a algunas personas cuál era la mejor opción que nos quedaba para la tarde, ya que en el pueblo no hay mucho qué hacer, excepto admirar los paisajes áridos de los que se rodea. Nos hablaron del pueblo de San Isidro, que se encuentra a unas 3 horas a pie de Iruya. No hay manera de llegar en automóvil. Como ya pasaba mediodía y no teníamos ganas de caminar tanto, decidimos recorrer el valle río arriba (en vista de que el río estaba seco). Pero no pretendíamos llegar hasta San Isidro. Comenzamos nuestra caminata en dirección norte. Las últimas casitas de madera y piedra y los últimos rebaños de cabritos nos despidieron del desdeñable pueblo. El estrecho valle se abrió frente a nosotros en todo su esplendor, dejando al descubierto el marchito cauce del río Iruya. El sol golpeaba con toda su fuerza sobre nosotros, pero el delicado viento que soplaba seguía siendo frío. Las cuestas bajaban progresivamente, lo cual nos advirtió lo duro que sería la subida (aunque nada jamás comparado con haber subido hasta Machu Picchu ). Pocas almas se hacían presentes en nuestro cruce por la cuenca. La soledad de aquel lugar era simplemente magnífica. Rocío y yo animábamos nuestra caminata cantando temas de películas, desde Ghost hasta Hakuna Matata. Mientras tanto, Nico filmaba cada macizo de roca que pasmaba nuestras miradas. Algunos kilómetros más abajo, llegamos a la bifurcación del cauce, donde el agua corría hacia las yungas del este. Nos sentamos al lado del río, con el sonar del torrente en las piedras. Tras algunas canciones más, algunas tomas de Nico y el tiempo necesario para descansar, regresamos a Iruya. El cielo se había nublado y los truenos comenzaron a zumbar, pero apresurar el paso era difícil, debido a las duras y empinadas cuestas. Con todo nuestro esfuerzo, regresamos al pueblo, donde nos dirigimos directo al hostal para hacer algo de cenar y descansar. Nuestro plan era irnos pronto a la cama para levantarnos lo más temprano, ya que deseábamos tomar el primer bus para salir del pueblo. Pero tan sólo cinco minutos luego de arribados al hostal, una decena de viajeros llegaron con sus mochilas y se instalaron en el mismo. Todos nos presentamos unos con otros: españoles, suizos, argentinos, alemanes… nunca creí que Iruya fuera una población tan visitada por mochileros. Pero al parecer su aislamiento del resto del mundo la ha vuelto muy famosa en los últimos años. Así que por propuesta de uno de ellos, decidimos hacer juntos la cena. Fuimos a comprar los víveres y nos dividimos la tarea para cocinar pasta y ensalada acompañadas de un buen vino La comida comunitaria se extendió hasta la noche, prolongando la sobremesa hasta pasada las doce. Los temas de las distintas nacionalidades surgieron con mucha facilidad, pasando de la economía a la política, de lo natural a lo tecnológico, de un continente a otro. Pero tuve que interrumpir mi sumo interés en ellos para despedirme de todos e irme a la cama. Debía juntar las fuerzas para levantarme en la madrugada. Al siguiente día al sonar la alarma, cogí mi maleta y bajé a despertar a Nico y Rocío. Sin siquiera habernos cepillado los dientes, bajamos la calle hasta la plaza principal. El bus estaba ya en marcha. Y como si nos hubiera esperado, apenas al subir partió hacia su destino. Muertos por otro desvelo, nos perdimos del paisaje del que ya habíamos podido disfrutar al venir. Y cuando menos lo esperamos estábamos de vuelta en Humahuaca. Era menos del mediodía y quisimos comprar nuestros próximos tickets. Nico y Rocío me habían platicado su plan para pasar el año nuevo en la ciudad de Salta. Yo estaba entusiasmado, pues un amigo que conocí en España vivía precisamente en Salta. Había contactado con él desde hace algunos días y le había contado de la posibilidad de visitarlo. Pero como si hubiera querido huir de mí partió de su ciudad hacia Ecuador justo un día antes de que yo arribara. Así que pretendía quedarme nuevamente con la pareja argentina. Pero había un inconveniente: ellos se hospedarían con Fedra, la tía hippie de Rocío que, según contaban, estaba algo loca. Por ello, no estaban seguros de si la tía querría recibirme en su morada En vista del largo tiempo que permanecería en Salta, debía por lo menos intentar conseguir un host en Couchsurfing para ahorrar algo de dinero. Comprado los boletos, aproveché esa hora libre que tuvimos para buscar rápidamente una cafetería con acceso a internet. Y cuando por fin la conseguí, pedí un modesto desayuno y puse en acción mi tablet para buscar como loco un couch de último momento. Fue la primera vez que envié solicitudes con tanta urgencia. Luego de avistar perfil por perfil, más 12 solicitudes enviadas, pagué la cuenta y volví a la estación, donde abordé el autobús con la esperanza de que algún alma solidaria pudiera aceptar mi petición de año nuevo.
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