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    Ser miembro de Couchsurfing comenzaba a rendir verdaderos frutos durante mi primer viaje en Europa. Había ahorrado una enorme cantidad de dinero en comparación a lo que hubiese pagado en hostales. Aunque para ser sinceros, ese dinero no existía. Mi presupuesto se acortaba cada vez más y lo reservaba exclusivamente a la comida y a cualquier emergencia. Si bien al llegar a España había experimentado ya la sensación de un reencuentro con amigos a miles de kilómetros de mi hogar, estaba por vivir la primera experiencia real de un intercambio Couchsurfing (para los que no conozcan la comunidad, echen un vistazo a su página web). Unos ocho meses atrás, cuando apenas llevaba unas cuantas semanas inscrito en la comunidad, había hospedado en mi ciudad natal a Maciek, el primer polaco que tuve el gusto de conocer. Un aventurero de 27 años, Maciek había recorrido los miles de kilómetros desde Ushuaia (el poblado humano más al sur del planeta, ubicado en la punta meridional de Argentina) hasta llegar a mi ciudad, Veracruz, en la costa este mexicana. Todo ello sin gastar un solo centavo en transporte, valiéndose solo de su dedo pulgar para conseguir rides en la carretera. Y los cuatro días en mi casa no fueron su último destino. Alcanzó la punta norte de Alaska en menos de ocho meses desde su partida. Su historia y su capacidad de hablar casi siete lenguas distintas (polaco, inglés, rumano, ruso, español, portugués y francés) maravillaron a mi familia y amigos. Y a mí, por supuesto. Y al otro lado del mundo, a 10 000 kilómetros de Veracruz y sus calientes playas, ahora en medio de la nieve y de un crudo invierno, Maciek me había escrito para invitarme a visitar su ciudad: Cracovia. De hecho, él era oriundo de Toruń, al norte de Polonia. Pero vivía ahora con su novia en un apartamento de Cracovia trabajando como diseñador independiente. Por mi parte, había encontrado un trayecto en bus bastante barato desde Budapest, ciudad encantadora de la que partí para despedir el mes de enero. Y sin esperar nada más que nieve por las ventanas, atravesamos Eslovaquia para adentrarnos en Polonia, un histórico y olvidado país del que poco se sabe, más allá de su destrucción en la Segunda Guerra Mundial. Ansioso por descubrir más a fondo sus rincones llegué, otra vez, con una hora de retraso a la estación. Pero Maciek había aguardado pacientemente por mí. Caminamos hasta su casa al sur de la ciudad, atravesando el río Vístula, que divide Cracovia en dos. Me presentó a su novia, quien me recibió con mucho entusiasmo, sabiendo ya que yo había hospedado a su novio meses atrás en México. Me preparó un té y me dejó instalarme en el sofá de su sala, junto a su simpático gato. La noche no tardó en caer, que en el invierno polaco es a las 16 horas cuando el sol se oculta sin dejar nada más que la fría y oscura nieve. Menos mal que tenía compañía, y no tenía que pasar aquella tenebrosa noche solo en un hostal. Y para amenizar un poco más las cosas Maciek y su novia invitaron a dos amigas suyas a casa, una de ellas una polaca judía nacida en Londres, a donde sus abuelos habían huido antes de la invasión nazi. Aquella chica, de la que lamentablemente solo conservo una foto y no su nombre, nos invitó a su peculiar apartamento a beber una botella de vodka, brindándome así la mayor experiencia polaca de mi vida. Vodka en la nieve. Y si tuviera que describir su casa en una palabra sería “acogedora”. Para decirlo más fácil, se trataba de un ático. La parte alta de una antigua casa de madera con dos piezas (salón y cuarto) decorada con velas, lámparas tenues, columpios colgantes del techo inclinado, tapetes árabes e instrumentos alternativos. Sin duda alguna se trataba de un grupo de amigos hipster. Una cámara análoga, una lista de películas poco conocidas, fotografías antiguas en las paredes, drinking games que trataban problemas existenciales… Yo no me opuse a nada. Después de todo, de eso se trataba un intercambio cultural. Mi último momento con Maciek había sido bailando música latina en el Festival de Salsa de Veracruz y bebiendo cerveza vestidos en bermudas y sandalias en el balcón de mis amigos. Ahora me tocaba sumergirme en una fría noche hipster con polacos. Son las cosas de la vida. La siguiente mañana Maciek me llevó a un mercado de pulgas, donde encontré algunos utensilios viejos que databan de la época comunista, en que la Unión Soviética gobernaba el país. Luego de ello estuvo dispuesto a enseñarme un poco de la ciudad que ahora le acogía. Cracovia no es la capital de Polonia, pero es un nombre que, por lo menos, a muchos les suena conocido. Es la segunda ciudad en tamaño, población e importancia en el país, después de Varsovia. Un punto de referencia cultural, estudiantil e industrial para el este europeo. No por nada fue una de las ciudades que muchos emigrantes eligieron cuando arribaron a esta zona del continente, entre otros los judíos. Aunque todos conocemos la trágica historia que vivió Polonia de 1939 a 1945, en especial la comunidad judía ante la invasión de los nazis, el barrio judío de Cracovia, Kazimierz, es uno de los que quedaron en pie después de la Segunda Guerra Mundial. Así, en Kazimierz algunas sinagogas todavía se yerguen en su esplendor, casi intactas. Aunque hoy ya no es un vecindario exclusivamente judío, una de las sinagogas todavía está abierta al culto. Las calles de Kazimierz son también el lugar donde se grabaron las escenas urbanas de La lista de Schindler, el filme de Steven Spilberg que mereció el Oscar a la mejor película en 1993. De hecho, la fábrica real (Deutsche Emailwaren Fabrik) donde Oscar Schindler empleó a miles de judíos para salvarlos de ser deportados a los campos de concentración, se encuentra al sureste de Cracovia, convirtiéndola en otra atracción turística. Cracovia es también el lugar donde crecieron celebridades como Karol Józef Wojtyła (el Papa Juan Pablo II) y Roman Polanski (director de El pianista), quien de hecho fue un sobreviviente judío del gueto durante el holocausto, cuyos padres fueron asesinados en Auschwitz. Pero las cosas en Cracovia no son del todo malas. La historia es solo cosa del pasado. Así que Maciek se encargó de mostrarme su mejor cara. Y eso incluía, por supuesto, la comida. Me llevó entonces a un pequeño puesto que parecía ser de comida rápida, en el centro de la ciudad. Me contó que era el mejor sitio para probar el platillo estudiantil por excelencia: la zapiekanka. No es nada complicado. Se trata de medio pan tipo baguete servido con algún tipo de carne, embutido o champiñones, queso derretido, vegetales y kétchup para decorar. No es el mejor platillo del mundo, pero sacia el hambre por solo 10 eslotis (unos 2.5 euros). Luego de comer Maciek tuvo que dejarme para volver a casa a trabajar. Así que me dije a conocer Cracovia por mi cuenta. Me dirigí primero al sur del centro histórico, donde se distingue desde lejos la colina de Wawel. Y en su cima se alza uno de los mayores elementos históricos de Polonia: el Castillo de Wawel. No muchos saben la fuerza que alguna vez poseyó el Reino de Polonia, que durante más de 700 años gobernó más allá de los territorios que actualmente posee el país, hasta que en el siglo XVIII fue repartido entre las tres potencias adyacentes: los imperios de Prusia, Austria y Rusia. Y como todo reino en Europa, Polonia tuvo su propio castillo amurallado que sirvió como residencia para la familia real. El Castillo de Wawel fue por tanto el centro político del Estado durante muchos siglos, y hoy permanece orgulloso como muestra de una nación que ha resurgido de las cenizas repetidas veces. Polonia no solo se vio invadida por las potencias extranjeras durante los siglos XVIII y XIX, sino durante la Segunda Guerra Mundial con el Tercer Reich Alemán y durante la Guerra Fría, como una república satélite de los soviéticos. Hoy el gobierno conserva cuidadosamente el complejo del castillo, que alberga un enorme museo de arte. Es difícil describir el castillo en pocas palabras, ya que por las repetidas guerras que ha sufrido la ciudad durante su historia el conjunto de edificios que se agrupa alrededor de un patio central ha sido modificado constantemente. Así, mientras las murallas tienen un estilo medieval románico, muchas construcciones lucen fachadas completamente renacentistas o góticas. Pero sin duda el edificio que más destaca entre todos es la Catedral de San Wenceslao y San Estanislao, mejor conocida como Catedral de Wawel. Se trata del santuario religioso más importante de Polonia, ya que en su interior fueron coronados todos los reyes del antiguo reino. A primera vista me pareció un grupo de torres separadas. Pero todas forman parte del mismo templo. Esto se debe a la cantidad de reformas que añadieron los distintos monarcas a lo largo de sus más de mil años de historia, cuando el cristianismo llegó a Polonia, siendo hoy uno de los países más fuertemente católicos del mundo. Los estilos arquitectónicos que más saltaron a mi vista fueron el gótico y el renacentista, testigos de los distintos gustos artísticos de cada época. El conjunto de Wawel fue declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, al igual que el antiguo barrio de Kazimierz. Ahora me faltaba conocer el resto del patrimonio que la ciudad resguardaba en su centro histórico. Por suerte la nieve había ya comenzado a derretirse, haciendo un poco menos difícil mi paseo por las calles. Aunque, sinceramente, a veces prefería la nieve densa que la nieve a medio derretir, una insoportable trampa para mis pies. No obstante, pude disfrutar de mi caminata sin copos de nieve ni viento que golpeasen mi cara, sintiéndome libre de mirar a todos lados para estudiar cada detalle de la antigua Cracovia de hoy. A diferencia de ciudades como Berlín, muchos de los edificios en Cracovia permanecen intactos tras los horrores de la guerra, dejando al descubierto las maravillas arquitectónicas de la urbe. Desde iglesias góticas medievales hasta lujosas viviendas renacentistas. El corazón de la metrópoli lo marca sin duda la gran Plaza del Mercado, la plaza medieval más grande de Europa. Su nombre se debe al edificio que se posa en el medio. El Sukiennice, o Lonja de los Paños, es una síntesis de la arquitectura polaca, donde por muchas décadas se llevó a cabo el trueque comercial de productos tan diversos como especias, textiles, seda, cuero y minerales, lo que demuestra el poder económico que alguna vez poseyó Cracovia. Al este de la explanada se encuentra otro monumento religioso de suma importancia para la ciudad. La Basílica de Santa María. Otro deleite del gótico polaco, su peculiaridad está en la desigualdad de sus torres, que resguardan una leyenda. Se dice que ambas fueron construidas por dos hermanos arquitectos, quienes hicieron una apuesta para ver quién construía la torre más alta en menos tiempo. En la faena, uno de ellos mató al otro. Tiempo después, el homicida arrepentido se tiró desde la torre que él mismo construyó. Verdad o mentira, es otro ícono distintivo de Cracovia que marca una estampa para cualquier turista que, como yo, recorre la inmensidad de su patio central. Y del otro lado, al oeste de la Lonja, se posa majestuosa una torre barroca que vigila la totalidad de la villa. Se trata de la Torre del Ayuntamiento, el único vestigio que queda del antiguo palacio de gobierno local de Cracovia, que hoy sirve como sala de exposiciones permanentes sobre la Plaza del Mercado. Finalmente caminé rumbo al norte para toparme con un trozo de la antigua muralla de la ciudad. La barbacana es uno de los últimos recuerdos de lo que alguna vez fue una de las metrópolis medievales más poderosas del este europeo. Al volver a casa de Maciek y atravesar el río tuve una increíble vista nocturna del Castillo de Wawel, una perfecta postal para recordar lo mejor de Cracovia.
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