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    Un puñado de días viviendo en Francia bastaron para comprender lo que verdaderamente es un país primermundista, y para disfrutar de los beneficios de ser asalariado bajo un régimen tributario tan humano. Llegué a Francia para dar clases de español a alumnos de 14 a 18 años en una escuela pública de Lyon. Y las prestaciones laborales, aún con un contrato temporal, superaron mis exigentes expectativas. El Ministerio de Educación Francés, como mi empleador, me ofrecía alojo en la residencia del colegio; pagaba la mitad de mi abono de transporte mensual; reducía el precio del menú del comedor a solo 3.14 euros. Aunque mi recibo de nómina manifestaba la alta (altísima) tasa de impuestos que me era descontada, nunca pude realmente quejarme de los servicios que el gobierno francés pone a disposición de todos sus ciudadanos y residentes. Y esos beneficios son tantos que, incluso, llegaron a estresarme. Sonará estúpido, pero la gran cantidad de periodos vacacionales angustió mi mente, opacando el tiempo que debía destinar a preparar mis futuras clases. Como suele suceder, el gremio de la educación es el que goza de más vacaciones en el país, con más de 12 semanas por año (más de tres meses enteros). Algo imposible en una empresa mexicana. Lo cual quería decir que mi periodo de siete meses trabajando para el colegio se reducirían a prácticamente cinco, descontando las ocho semanas que obtendría como asueto. Sin duda, la mejor noticia que pude recibir al firmar mi contrato. Así, sin siquiera haber comenzado a laborar y sin haber todavía encontrado un apartamento en Lyon, tuve que darme a la tarea de planear mis vacaciones de tous-saints, un viaje a mediados de octubre que duraría 15 días. Ante el estrés de preparar clases, buscar un hogar, trabajar para mi segundo empleo en México y concluir los papeleos necesarios con la burocracia francesa, opté por hacer un viaje fácil, rápido y sencillo. Un tour por el centro de Europa viajando por carretera a bordo de buses de bajo costo. Esta vez no habría vuelos ni aeropuertos. No tendría que preocuparme por llegar con horas de anticipación, por la manera de salir y entrar a la ciudad desde los aeródromos, por el equipaje que llevase conmigo ni por la disponibilidad, horarios y precios. Y una empresa alemana fue quien me animó a volver a los viajes por carretera: Flixbus, la compañía de buses de menor costo en Europa occidental. En mi último viaje del viejo continente había volado de ciudad en ciudad, reduciendo mis gastos al máximo con las aerolíneas lowcost. Pero Flixbus se había ahora expandido, y sus precios ridículos y miles de destinos en toda Europa hicieron de mi toma de decisiones una tarea mucho más fácil. Justo lo que necesitaba. Y sobrevalorando el tiempo que estaría en Francia me incliné por viajar al este, y adentrarme al desconocido centro europeo, que escondía algunos destinos que desde hace mucho llamaban mi atención. Y para alcanzar los alpes austriacos y los castillos del sur alemán era estrictamente necesario atravesar Suiza, el oasis europeo. Mucho había oído hablar de Suiza. El mejor país del mundo para muchos. Un paraíso financiero para las empresas. Sede de cientos de asociaciones y compañías multinacionales. Una política neutral con cero guerras ni enemigos. Excelente sistema de salud, excelente cuidado al medio ambiente, excelentes relojes, quesos, chocolates y navajas. Pero todo ello tiene un precio. Un inmenso costo de vida. Y sabía que viajar a Suiza no era quizá lo más prudente que podía hacer sin haber recibido mi primer salario. Pero no tenía muchas opciones. La manera más fácil de llegar a los alpes austriacos desde Lyon era atravesando Suiza en tren o por carretera. Y así lo haría. Y tras solo tres semanas de mi debut como profesor, cogí mi vieja mochila y abordé por primera vez un Flixbus desde la terminal Part-Dieu de Lyon. Los trenes suizos son un anhelo para la mayoría. Pero un vistazo a su talón de precios haría a esa mayoría comprar el mismo ticket de bus que yo. El servicio de café, conexiones eléctricas y wi-fi a bordo me hicieron preguntarme cómo aquella empresa podía ser rentable. Su secreto radica en la cantidad de escalas que puede hacer en un solo trayecto (tres en aquel viaje). Y sobre todo, recae en el alto monto de impuestos que Flixbus esquiva por aparcar fuera de terminales de autobús. De tal suerte que el chofer me dejó junto a una estación de gas, en algún extraño punto de la ciudad de Berna, la capital suiza que sería la primera parada de mi viaje. Ante mi nuevo desafío (sobrevivir a Suiza sin gastar todos mis ahorros) mi mejor alternativa fue continuar explotando mi red social favorita: Couchsurfing. Y Nora, una estudiante alemana, fue quien me ofreció un colchón en su casa para poder pasar dos noches en la ciudad. Berna me recibió con una tarde lluviosa, bajo la cual Nora y yo caminamos rumbo a su casa para poder comer el almuerzo. Nora era originaria de Düsseldorf, y estaba haciendo su tesis en la Universidad de Berna. Sus continuos ciclos de estudio la hicieron buscar una forma de conocer gente nueva para despejar su mente, y encontró en Couchsurfing una atractiva opción. Halagado por ser su primer invitado, la acompañé a comprar una barra de queso gruyère y una pieza de pan. Así, sabía que empezaba a acercarme poco a poco a lo que era Suiza y su famosa adicción por los quesos. Nora vivía en una casa de huéspedes con todo tipo de personas. Algo que me recordó a la serie Hey Arnold!, para quien la haya visto. Cesada la lluvia, salimos a dar un paseo por el centro histórico de Berna. Las calles de una de las capitales más pequeñas donde alguna vez había estado nos llevaron sin pierde hacia el casco viejo de la ciudad, que da comienzo con su central de trenes, punto de reunión de la mayoría de los locales. Los grisáceos edificios coronados por las tejas nos abrieron paso a la Suiza medieval, edad misma de la que datan la mayoría de sus construcciones. Aunque la mayoría de ellas fueron remodeladas en el siglo XVIII, el plano urbanístico de la ciudad vieja de Berna es el mismo que desde 1191 se fundó sobre aquella pequeña colina. Aunque no era oriunda de allí, Nora conocía ya bastante bien la ciudad, que con sus escasos 140 mil habitantes no se comparaba en mucho a su natal Düsseldorf. Pero aunque pequeño, el centro histórico de Berna sigue siendo uno de los mejores testimonios del trazado citadino del medievo europeo. Y por ello fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La torre del reloj pronto apareció al final de la Marktgasse, la calle principal del centro. El monumento se posa justo en medio de la colina, y es quizá la estructura más vieja de la ciudad, y sin duda la más emblemática. Muchas historias se cuentan sobre ella. Pero lo más interesante para muchos locales es saber que, orgullosamente, es uno de los pocos monumentos históricos del mundo sobre el que se puede orinar (hay un mingitorio dentro del cuartel). Otro de los grandes atractivos es la fuente del arcabucero. Es una de las fuentes que sobrevivió desde su popularización en el siglo XVI. Ahora sus figuras alegóricas adornan la avenida principal que baja hacia lo más bello de la capital. Antes de que la actual Suiza naciera, Berna fue fundada sobre una pequeña colina rodeada por el río Aar, que formó una frontera natural contra los enemigos. Hoy la pequeña península se conecta al resto del territorio a través de puentes de piedra, que ofrecen una espléndida vista de la ciudad. La leyenda cuenta que el nombre Berna proviene del alemán “bärn” (pronunciado “bern”), que significa literalmente “oso”. Se dice que el duque Bertoldo V de Zähringen, fundador de la ciudad, prometió llamar a la nueva aglomeración según el primer animal que pudiese cazar. Y un oso fue lo que se topó en su camino. Los locales parecen todavía muy orgullosos de su historia, y los osos están presentes en cada elemento de la capital. Incluso en su bandera. Y justo al lado del río se ha logrado salvar a una pequeña familia de osos que hoy viven en cautiverio. Los nombres de quienes han aportado dinero para el cuidado de estos animales aparecen en cada una de las piedras que pavimentan el balcón desde donde se les puede ver paseando. Los osos de Berna se han convertido en el símbolo de la ciudad, y poseen ya un lugar en la mayoría de sus habitantes. Más arriba de su jaula, un parque brinda las mejores vistas de la ciudad, que en ese entonces se teñía con los fulgurantes colores del otoño. Antes de que pudiese volver a llover, volvimos andando por el centro, no sin antes pasar a comprar otra pieza de pan para la cena, en uno de los singulares locales del andador comercial. Muchas de las tiendas de la calle principal se encuentran en el subterráneo. Y se accede a ellas por puertas de madera que se abren hacia arriba, y no hacia adelante. Estas pequeñas cuevas solían ser los sótanos durante el medievo. Bodegas donde se almacenaba todo tipo de víveres que ayudaban a las familias a sobrevivir el invierno. Hoy, bueno, encontramos desde vendedores de CDs antiguos hasta panaderos. Al otro día, Nora debía acudir a una de sus clases, y quedé de acompañarla para conocer su universidad. La Universidad de Berna es una de las mejores universidades públicas de Europa. Nada menos que donde Albert Einstein realizó la Teoría de la relatividad. Allí mismo acompañé a Nora para aprovechar las vistas desde lo alto del campus. Y aunque planeaba aprovechar su hora de clase para dar una vuelta, algo me puso en apuros. Mi número telefónico había sido cancelado. Hacía un mes que había comprado una SIM card con una compañía francesa, y había pagado 20 euros para tener llamadas, mensajes e internet en toda la Unión Europea (aunque Suiza no es parte de ella). Vinculé la cuenta con mi tarjeta de débito para que pudiesen cobrar automáticamente. Pero al parecer no había entendido del todo las cláusulas. Ya que no solo cancelaron mi plan, sino que eliminaron mi línea. Ahora no tenía un número para usar. Ni siquiera podía recibir llamadas. ¿Para qué querría entonces un celular? Sin wi-fi era simplemente nada. Así que a partir de entonces la tecnología no estaría de mi lado, y volvería a utilizar los encuentros a la antigua: acordando un lugar y una hora. Esperé a Nora para comer juntos. Un kebab turco fue la opción más barata, que por diez francos suizos (diez euros aproximadamente) fue el kebab más caro de mi vida. El día anterior, cuando todavía tenía un número de móvil, había quedado de verme con Christian, un couchsurfer que me había invitado a quedarme en su casa. Pero al haber aceptado la invitación de Nora primero, decidimos al menos salir a tomar algo. Nos vimos en la central de trenes, como cualquier suizo haría. Nora y Christian intercambiaron sus números antes de que ella volviera a la universidad. Así no padecería más de la ausencia de mi línea telefónica. Apenas al despedirnos, un indigente se acercó mendigando dinero. Christian empezó a hablar un raro alemán con él y caminó hacia una tienda. Compró una bebida y un pan. Se los dio al hombre que, con una sonrisa, agradeció su noble gesto. Sabía muy pocas cosas sobre Christian. Era joven, 20 años, tocaba el bajo en una banda de rock. Sus brazos se cubrían en tatuajes. Su ceja era atravesada por dos picos. Hablaba tres idiomas, había nacido en la zona francófona de Suiza. Tenía una novia y vivía en una zona rural a las afueras de la ciudad. No había estudiado la universidad y quería ser chofer de tranvía. Todo ello me pareció interesante. Pero encontrarme a un indigente en Suiza era algo que no esperaba. Y ver a Christian hacer lo que hizo era, sin duda, lo que esperaba de Suiza. Su evidente personalidad alternativa me invitó a dirigirnos al otro lado de la ciudad, alejándonos un poco del centro histórico, que él suponía que habría visitado ya. El poco llamativo paisaje nos llevó al pie de un hospital. “Entremos”, me dijo, ante mi cara de estupefacción. “Aquí es donde trabajo”. “¿Eres médico?”, repliqué. “No, solo hago mi servicio civil”. En Suiza el servicio militar es obligatorio, aunque puede esquivarse pagando un alto monto correspondiente. Pero es posible evadir al ejército haciendo un servicio civil. Así, Christian decidió ayudar en un hospital. El servicio civil tiene un salario fijo. Y Christian recibía más de dos mil francos al mes. No mucho, según él. Tomamos el elevador hasta el último piso. Conocía bien el edificio y sabía que desde su terraza-café se tenía una bella y diferente vista de Berna. Una que no muchos conocían. Y entre lo desconocido, bajamos a caminar de vuelta al centro, para que me mostrase uno de sus lugares favoritos. En la confluencia entre dos avenidas, Christian me mostró un viejo y descuidado edificio que ha sido tomado por jóvenes anarquistas. Fomentan la paz. No hay drogas, prostitución ni actos ilegales. Pero allí la policía no tiene entrada. Solo “el pueblo”. Aun en países como Suiza, donde todo parece perfecto, existen movimientos de izquierda que rechazan las ideas del gobierno. No cabe duda de que el ser humano siempre tendrá algo de qué quejarse. Y si no todo parecía perfecto, Christian me llevó a otro edificio cercano, que resultó ser una oficina donde el gobierno proveía droga a los adictos. Sí, el gobierno suizo regala droga a los adictos. Era algo difícil de creer. Observar aquel grupo de junkies luego de haber tomado drogas que su gobierno les obsequió me causó, indudablemente, una conmoción. Pero hay una explicación para todo. ¿Qué pasa si le quitas la droga a un drogadicto? Se torna violento, y no tarda en recaer. La mejor manera de abandonar una adicción es ir disminuyendo poco a poco los niveles de consumo, pues el cuerpo adquiere una necesidad fisiológica del producto. En Suiza, el gobierno se encarga de llevar un expediente de los adictos que se den de alta en su programa. Así, les entrega periódicamente su dosis necesaria, que va decrementando con el tiempo, hasta que el adicto sea capaz de renunciar a su consumo. Eso evita que las personas recurran al mercado negro en busca de mercancía ilegal. Mientras la tarde avanzaba y Christian relataba cómo es haber nacido en un país como el suyo, caminamos por las calles empedradas que se ocultaban a los lados de la avenida principal, donde un día antes Nora me había llevado. Los rojizos tejados que resbalaban el agua de la brisa nos guiaron hasta la orilla del río Aar, donde según él, los pobres solían vivir hace varios siglos. Hoy esta zona ha perdido por completo su mala reputación, y es una de las áreas más cotizadas por los residentes. Y tenía sentido el porqué. Antes del anochecer, subimos hacia la plaza principal de Berna, just al frente del edificio más emblemático e importante del país. El Palacio Federal. Suiza es un país, como dije ya, asombroso. Y no solo por regalar droga (lo siento, me sigue sorprendiendo). Sino por su propia estructura gubernamental. Se trata de la única confederación del mundo que forma un estado, cuyo nombre oficial es también la Confederación Helvética. Su territorio se divide en cantones, que hace siglos se unificaron para defenderse a sí mismos hasta lograr separarse del Sacro Imperio Romano-Germánico. Con un sistema representativo y porcentual, existen siete representantes de los cantones en el poder ejecutivo. Eso quiere decir que Suiza tiene siete presidentes. Por ello, es normal que nunca escuchemos en las noticias sobre el “jefe de estado” de Suiza. O su “líder nacional”. Suiza es un verdadero pueblo unido orgulloso de su lugar en el mundo. Y ese orgullo lo veríamos reflejado muy pronto sobre el gran Palacio Federal. Literalmente, al caer la noche hubo un espectáculo de luces y música proyectado sobre el edificio. Se trataba de una animación que celebraba los 150 años de la Cruz Roja, la organización internacional de salud más importante del mundo, y que se creó precisamente en Suiza. Finalizado el show, buscamos un buen lugar donde cenar. Y Christian no me dejaría partir sin haber probado el plato más típico de Suiza: el fondue. Encontramos una mesa en una cálida taberna. No había comido nada en horas, y eso prepararía mi estómago para el siguiente paso. El caquelon es la olla donde se funde el queso, que se coloca sobre un pequeño hornillo que debe permanecer encendido para que el queso no se solidifique. La gran cacerola de queso nos fue servida con una canasta de pan, que puede ser sustituida también por papitas cocidas. La enorme cantidad de carbohidratos y el grasoso queso hace del fondue un indiscutible plato de invierno. Pero afuera había frío, así que lo ameritaba. Justo al terminar Nora nos alcanzó fuera del restaurante, y nos acompañó a tomar una buena cerveza en un bar cercano. Christian no se iría sin pagar la cuenta del restaurante, y sin regalarme una bolsa de chocolates, como un buen recuerdo de Suiza y sus tradiciones. Ese inconcebible sujeto llegó incluso a ofrecerme dinero. “Yo sé que nací en un país rico, en el que muchos quisieran vivir. Nadie elige dónde nacer, yo solo tuve suerte”. Christian insistió en ayudarme con mi viaje, donándome una desconocida cantidad de dinero. Yo insistí en que no. Su increíble nobleza y la hospitalidad de Nora me dieron de mis primeros días en Suiza una exorbitante sorpresa. Y no podría esperar a llegar a mi siguiente parada: la ciudad de Zúrich.
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