Saltar al contenido

Top Escritores


Popular Content

Showing content with the highest reputation on 06/12/18 en Relatos

  1. 1 punto
    Apenas pasaba el mes desde que había llegado a Francia para ser maestro de español en un colegio público. La ciudad de Lyon había sido lo suficientemente afable como para empezar a enamorarme de ella (a excepción de la búsqueda de un apartamento, tarea que casi me orilla a aceptar una ratonera como hogar). Hasta entonces, París y Lyon habían sido mis dos escalas más prolongadas. Y a finales de noviembre volvía de un viaje largo por el centro de Europa, cuyas últimas escalas fueron Estrasburgo y Colmar, en la Alsacia francesa. Aunque nueve meses parecen un largo periodo, los viajes pasan en un abrir y cerrar de ojos. Es imposible no querer comerse toda Europa en un solo viaje. Pero tenía que darme el tiempo de conocer más a fondo Francia. Y eso haría en cada fin de semana que tuviera libre. Así tomé la decisión de partir al sur en el primer puente vacacional de noviembre. Un jueves por la tarde tomé un bus a Marsella, la joya mediterránea de Francia y segunda ciudad más poblada del país. Jean-Alain se había ofrecido a alojarme por todo el fin de semana. Había emigrado desde la isla de Guadalupe (en el Caribe francés) hace ya más de siete años. Y al parecer, se había acoplado bastante bien a la vida en Marsella. Y sin hacerme perder el tiempo, me invitó a la fiesta de un amigo suyo justo la noche en que llegué a la ciudad. Un amigo alemán de Jean-Alain, que hacía su Erasmus en Marsella, se nos unió aquella noche. Tomamos un uber hacia uno de los barrios céntricos y subimos hasta un piso junto a la terraza del edificio. Era la fiesta de cumpleaños de Oliver, un chico de Ohio que estudiaba entonces en Francia. Acababan de pasar las elecciones presidenciales de Estados Unidos y el tema de la parrillada era, por supuesto, Donald Trump. Las paredes de su apartamento, de aires socialistas y liberales, se adornaban con retratos del republicano defecando sobre la bandera americana, amenazando al globo terráqueo, comiendo barras rojas una por una y asesinando al águila de la nación. Oliver no era el único estadounidense presente. Y al parecer, ninguno de los asistentes estaba a gusto con el presidente recién electo, que parecía amenazar a cada uno de nuestros países de origen. No fue una sorpresa enfrentarme a todo tipo de preguntas cuando la gente supo que yo venía de México. Y aunque ya me había acostumbrado completamente, no podía negar que fue sorprendente enterarme de que Trump había sido, en efecto, elegido presidente. El 2017 sería año electoral para Francia, y la disputa con la candidata conservadora, Marine Le Pen, resultaría en un conflicto parecido al de Hilary Clinton con Trump. Ya veríamos qué tan loco se estaba volviendo el mundo. Por lo pronto, las cervezas y el vino fueron nuestros mejores aliados ante un puente vacacional y ante una nueva realidad política de la que no sabíamos qué esperar. Volvimos al apartamento de Jean-Alain casi al amanecer. Y al siguiente día, no fue raro que nos levantáramos después de las 12. El vino francés se había convertido en mi favorito. Pero hasta el día de hoy no he podido acostumbrarme a sus intensas resacas, ahítas de cefaleas e intensa sequedad en la boca. Jean-Alain tenía entonces el mejor de los planes para mí. Tras tomar una ducha, nos dirigimos al centro de la ciudad. La comida marsellesa es conocida por sus mariscos mediterráneos. Pero un restaurante bereber era lo mejor para la resaca. No era la primera vez que comía un cuscús. Pero era la primera vez que pagaba solo 7 euros por un plato tan enorme como aquel. Uno que simplemente no pude terminar. La sémola de trigo absorbió todo el alcohol presente en mi cuerpo, y eso me dejó listo y determinado a conocer la ciudad. Jean-Alain no podía quedarse conmigo aquella tarde. Pero me llevó en metro hasta el mejor punto de partida desde donde empezar una típica caminata por Marsella. Así, descendimos en la estación de Notre-Dame du Mont, cerca de la iglesia que lleva el mismo nombre. El barrio no parecía ser lo más prometedor. La estación nos condujo hasta una plaza al aire libre con algunos bares y pequeños restaurantes poco atractivos a primera vista. Y fue imposible no notar la gran cantidad de africanos que había a mi alrededor. Jean-Alain es negro, algo común de la gente de la isla de Guadalupe, uno de los territorios de ultramar de Francia y antigua colonia de su imperio. El siglo XIX fue el apogeo de los imperios europeos, cuando tras perder las colonias de América (inspiradas por la independencia de los Estados Unidos) decidieron repartirse, de la manera más cínica, los territorios de África, hasta entonces solo explotados para la exportación de esclavos. Francia resultó ganadora con la zona del Magreb, el norte y oeste de África, que incluyen los actuales países de Argelia, Marruecos, Mauritania, Chad, Malí, Níger, Camerún, Costa de Marfil, entre otros. No resulta extraño entonces que cuando todas aquellas colonias consiguieron su independencia, y tras guerras tan sangrientas como la que sostuvo contra Argelia, Francia haya recibido olas de inmigrantes africanos. Su integración en la población europea no fue fácil del todo, aunque me atrevería a decir que fue menos complicada que la integración de los afroamericanos en Estados Unidos, con políticas tan separatistas parecidas a las del Imperio Inglés. Para gente como yo, que viene de países como México, no es muy común toparse con personas negras o árabes. Es complicado hallarlas. Pero lo mismo resultaba meramente atractivo. Exótico y contrastante, sin duda. Mi cliché sobre Francia se rompió en minutos. París y Lyon eran la viva imagen de la Francia haussmaniana, heredera de múltiples imperios, de la belle époque, de vanguardias artísticas y de la alta cocina. Pero Marsella simplemente no encajaba. Las calles alrededor de la Cours Julien, la plaza a donde Jean-Alain me llevó, estaban tapizadas por coloridos y vivaces grafitis. El 80% de las personas en el barrio eran negras. Fumaban sus cigarrillos y tomaban cervezas en la vía pública. En la atmósfera, se escuchaban los bongos y percusiones africanas. Mientras algunos cantaban y bailaban, no precisamente en idioma francés. —Me gusta este barrio, me siento muy cómodo siempre que vengo —dijo Jean-Alain—. Sé que no es quizá lo que la gente quiere ver de Marsella, pero es una de sus verdaderas caras. No me cabía duda de por qué había elegido Marsella para quedarse a vivir. Con aquella excelente introducción, Jean-Alain partió. Quedamos de vernos de vuelta en casa por la noche. Y descendí las coloridas escaleras de del Cours Julien para adentrarme en la ciudad. El centro histórico de Marsella es una mezcla de calles vehiculares y peatonales flanqueadas por diferentes estilos arquitectónicos. Es una ciudad fundada hace milenios como una polis griega, y vio pasar a muchos pueblos por sus tierras, incluyendo los romanos, visigodos, el Imperio Carolingio para terminar siendo parte del Reino de Francia. Llegué hasta la Rue de la Canebière, que une a la colina central de Marsella con el corazón de la ciudad. La Cámara de Comercio es solo uno de los bellos ejemplos de edificios del Segundo Imperio con los que Marsella se embellece, sobre todo en sus calles centrales. La disparidad de gente me cautivaba. De un lado, la dama burguesa con guantes de cuero y un abrigo de piel sujetando una bolsa Prada. Por el otro, el chico africano escuchando rap en su móvil a todo volumen, usando un jogging unicolor a rayas marca Adidas y una gorra oscura. Cuando el contraste parecía no poder ser mayor, apareció una muchedumbre caminando por la avenida, dirigiéndose hacia el antiguo puerto. Las pancartas y los altoparlantes emitían mensajes en turco. ¿Una manifestación turca en Marsella? Por lo visto, de eso se trataba. Los mensajes de protesta criticaban a Erdoğan, el presidente de Turquía. Las razones eran un poco ininteligibles a mis oídos y a mis ojos. Pero el intento paulatino de islamización del país, aunado a la guerra contra Siria, que implicaba al pueblo kurdo (varios presentes en Marsella) eran algunos de los descontentos del gremio. Pero las banderas mostraban a Abdullah Öcalan, un político nacionalista kurdo condenado a cadena perpetua por cargos de terrorismo. El pueblo kurdo lucha actualmente por formar su propia nación en el Medio Oriente. Y era sin duda lo que menos esperaba encontrar en Marsella. Lo cual me dejó muy en claro la calidad cosmopolita de la urbe. La marcha kurda culminó en el corazón turístico de Marsella, el sitio quizá más bello de toda la ciudad: el Vieux Port. Marsella fue, desde tiempos de los griegos, elegido por su estratégica posición para dominar la navegación del Mediterráneo. Y su puerto natural rodeado por colinas fue una de las principales razones para que esa bella metrópoli se erigiera. El Vieux Port es una estampa que me encontraría en repetidas ocasiones a lo largo de la costa mediterránea. Algo parecido a lo que ya había visto en Ibiza, Valencia y Barcelona. Un cuadrante de agua cristalina repleta de botes pesqueros y yates, algunos de lujo, otros un tanto más modestos. La plaza principal que da la bienvenida al Vieux Port se adorna todo el año con una rueda de la fortuna y un techo de espejos que reflejaba los flashes de los turistas. Caminé por toda la orilla sur del antiguo puerto, fotografiando cada ángulo de su lado contrario. Ambos costados están repletos de tiendas de souvenirs, cafés y restaurantes que ocupan la mayoría de los productos de la pesca local. Los mariscos, y sobre todo las ostras, son la especialidad de Marsella. Un precio que yo no estaba dispuesto a pagar. Paré en una de las tiendas, recomendación personal de mis padres, que antes de que yo llegase a Marsella habían investigado los principales lugares y atractivos de la ciudad. Una antigua fábrica de jabón era ahora una tienda que vendía eso, solo jabón. Jabones en todos colores, tamaños y aromas. Figuras exóticas talladas en jabón, con especialidades medicinales y terapéuticas. Un par de jabones serían buenos como recuerdo para Lyon y para mi casa en México. Los jabones no eran lo que más ocuparía mi tiempo, así que seguí mi paso. El malecón me llevó hasta el fuerte de San Nicolás, mandado a construir por el rey Luis XIV para proteger el puerto de los ataques piratas. Desde aquel punto tuve frente a mí, en todo su esplendor, a la segunda fortaleza de Marsella, el fuerte de San Juan, el más famoso de ambos. Su torre había sido ya construida en el siglo XV por René de Anjou, quien había sido conde de Provenza, región a la que pertenece históricamente Marsella. Sin embargo, fue Luis XIV quien reforzó sus murallas y dio vida a ambos fuertes que hoy dan la bienvenida al Vieux Port. Subí a lo alto de la colina del fuerte, donde se yergue el Palacio del Faro, otro de los íconos del Segundo Imperio. Desde sus altos jardines tuve las mejores vistas del fuerte de Saint-Jean y del puerto antiguo, sobre los que ya comenzaba a caer el sol. Al norte, se veía la compleja zona del puerto nuevo, donde un lujoso crucero custodiaba la Catedral de la Major y el MuCEM, el museo moderno más importante de la ciudad. La historia y la economía de Marsella siempre ha estado basada en su puerto y el comercio exterior. Es el puerto más importante de Francia y el tercero más importante de Europa. Desde allí, se ha conectado a Francia con el norte de África, lo cual hace adivinar el porqué de la presencia de tantos marroquíes, argelinos y tunecinos. Antes de que la noche cayera sobre mí, me apresuré hacia la playa de los catalanes, donde pude ver un hermoso atardecer. Los ocasos del Mediterráneo me hacían tanta falta desde la última vez que presencié uno en Ibiza. La magia de sus azules y tranquilas aguas con su suave y templada brisa me dieron por segunda vez el mejor de mis deleites en Europa. Cuando el sol se ocultó, caminé de vuelta al centro, no sin antes detenerme en la Four de Navettes, la panadería más antigua de Marsella, fundada en 1781. Mi roomie Olivier, quien había vivido en Marsella algunos años, me recomendó ampliamente aquella tradicional panadería artesanal. Y vaya si valía la pena. Por tres euros que al principio hirieron mi bolsillo, pude comer la mejor palmier de mi vida (ese exquisito pan dulce al que llamamos “palmera” u “oreja”). Con una fruición en mi boca, volví al Vieux Port, que para entonces ya se había llenado de vivas y coloridas luces. En lo alto de la colina, al sur del puerto, se iluminaba la majestuosa Basílica de Notre-Dame de la Garde, a la que subiría al otro día por la mañana. Es posible llegar a la basílica a pie. Pero si bien Jean-Alain no vivía muy cerca, no me encontraba con toda la disposición de subir calles zigzagueantes varios metros arriba. Así que un bus fue la mejor opción. La colina fue elegida por varias razones. Una de las principales, es que custodia la totalidad de la ciudad, y por supuesto, las vistas desde lo alto son bellísimas. A casi 360 grados, pude divisar desde el Palacio del Faro y el puerto nuevo hasta la plaza central del puerto viejo. Del otro lado, los islotes frente a la playa de los catalanes, donde un día antes el atardecer me había embelesado, hasta el estadio Vélodrome, cerca de donde vivía Jean-Alain. Por doquiera que mirara, la radiante ciudad cautivaba mi vista. Marsella es una de las ciudades que más horas de sol recibe al año en Francia, y eso no podía hacerme más feliz. En Europa, el sol es siempre una ganancia al espíritu. Eso me quedaba claro. Un par de militares custodiaban los barrios a sus pies. Una estampa a la que me estaba acostumbrando. Francia no parece a simple vista un país conflictivo, donde el ejército se pasee por las calles. Pero desde el atentado terrorista de París en 2015, nada volvería a ser igual. Marsella tiene fama de ser una ciudad un tanto peligrosa para muchos franceses. Con mafias, pandillas y crimen callejero. Y aunque poco podía asustarme a mí, no es sorprendente entonces toparse con policías y militares circulando cada callejón. Sobre mis espaldas, se levantaba la Basílica de Notre-Dame de la Garde, quizá el símbolo más conocido de Marsella. También construida durante el Segundo Imperio de Francia, fue consolidada en 1864, y ha pasado a ser casi más importante que la catedral. Su atractivo estilo neobizantino mueve los parámetros clásicos en los que se funda el catolicismo francés. Pero es Marsella, una ciudad que quizá nunca ha encajado a la perfección con el resto de Francia. En lo alto de su campanario una figura dorada de la Virgen María con el niño Jesús. Su interior me recordó desde el primer instante a la mezquita-catedral de Córdoba, en España. Con sus arcos rayados en blanco y rojo, y sus coloridos tapices en su techo. La belleza desde aquella antigua cantera era impresionante. Y una vista que nadie en Marsella puede darse el lujo de perderse. Bajé a pie las escaleras que descienden al centro histórico, a orillas del Vieux Port. Las plazas abiertas entre los coloridos edificios vis-à-vis invitaban a sus restaurantes y bares. Un buen café gourmand francés no puede negarse nunca. Seguí mi camino por el Vieux Port, esta vez a su extremo norte, de donde nuevamente se asomó la majestuosa basílica. Me dirigí al fuerte de San Juan para visitarlo más de cerca. Su interior ahora es un laberinto de piedra rojiza que deja entrever cómo se combatía a los piratas desde el lejano siglo XV. Sobre sus techos sus cafeterías permiten tener una experiencia diferente, en un recinto histórico que seguro Luis XIV nunca imaginó que llevaría a Marsella a ser tan turística y famosa. Y desde esa altura, la entrada al Vieux Port por el Palacio del Faro y el fuerte de San Nicolás luce simplemente exquisita. La vívida mezcla de Marsella, con fuertes de piratas, basílicas bizantinas, palacios de la era imperial, burgueses, africanos y hasta kurdos, me había encantado más de lo imaginado. Una de las ventajas de haber sabido poco antes de llegar a la ciudad, Pero Marsella no había terminado de sorprenderme, y junto con Tamar y Mor, dos amigas israelíes de Lyon, conocería más a fondo la magnificencia de la costa del Mediterráneo.
×
×
  • Crear nuevo...

Important Information

By using this site, you agree to our Normas de uso .