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Ayelen

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Relatos publicado por Ayelen

  1. Ayelen
    Ya iniciaba el mes de julio para cuando nosotros comenzábamos a recorrer la última provincia de Argentina. Era el quinto mes de viaje marcado en mi calendario y estábamos por cumplir con nuestra segunda meta: Recorrer desde Ushuaia (el extremo sur del país, lo que fue nuestra primera meta) a La Quiaca (extremo norte).
     
    Para esa altura sentía unas ansias muy particulares porque ya tenía ganas de salir del país, dejar atrás mi territorio y ver qué pasaba del otro lado
     
    Sinceramente no recuerdo quién fue el que nos aconsejó conocer el Parque Provincial Potreros de Yala, pero aquella fue nuestra primera parada en Jujuy, en aquel parque que conserva gran parte de la biosfera de Yungas, o selva de montaña, del norte argentino.
     


    Camino a Parque Potreros de Yala
     
    Nos llevó un largo tiempo llegar porque tomamos un camino de montaña que en un punto se encontraba cerrado debido a un derrumbe, por lo que no nos quedó otra que volver sobre nuestros pasos y hacer una graaan vuelta para finalmente llegar al parque.
     


     
    Potreros de Yala se encuentra a una altura promedio de 2300 metros sobre el nivel del mar, o sea, muy alto sobre los cerros. Y eso quedó claramente demostrado en el largo trayecto que tuvimos que hacer de continuo ascenso por un camino de tierra que tenía las curvas más cerradas que tuvimos que cruzar.
     
    Esquivando piedras sueltas y tragando algo de tierra fuimos subiendo con cautela (aunque yo nuevamente tenía muchos nervios por temor a una caída ) hasta que finalmente nos metimos en lo profundo del parque y llegamos al sitio de acampe.
     


    Zona de acampe en Potreros de Yala
     
    A esa altura y con el sol ocultándose, ya comenzaba a sentir el frio y a prever una noche complicada. Sólo a pocos metros de nuestra carpa, el terreno bajaba hasta abrirse en una enorme laguna, una de las cuatro que se hallan dentro del parque. Las montañas a lo lejos terminaban de enmarcar el impresionante paisaje que teníamos delante de nosotros. Y era todo nuestro, porque no había nadie en aquel lugar.
     


     
    Como lo había sospechado, la noche fue complicadita. El frío nos obligó a recoger unos leños y armar una fogata para darnos un poco de calor. Cerca del fuego estaba de maravillas, pero me alejaba unos pasos y me congelaba Pensé seriamente en llevarme un leño prendido a la carpa, pero podría ser medio suicida así que simplemente nos bancamos el frío como pudimos. Metidos en las bolsas de dormir como orugas en sus capullos y lo más cerca el uno del otro para darnos calor, pasamos la noche.
     
    A la mañana siguiente desde temprano ya había claridad, pero el sol, oculto tras los altos cerros, aún no se podía ver y hacía un frío terrible, que conllevó a que me levantara de mal humor… como casi todas las mañanas. Por suerte Martin ya me conocía después de cinco meses viajando juntos y prendió la fogata antes de que me despertara, por lo que no me despegué de ella hasta que el solcito salió.
     


    Fríiiooo..
     
    Después de un rápido desayuno, bajamos y rodeamos la enorme laguna hasta llegar a la orilla opuesta, donde unos caballos salvajes pastaban tranquilamente. Y luego realizamos una pequeña caminata por un sendero marcado entre desnudos árboles.
     


     
    A cada paso podíamos ver decenas de pequeñas aves que se escabullían por entre los grandes pastos. Y es que este Parque es una gran reserva de aves autóctonas, por lo que pude fotografiar distintas especies de cerqueros, una ratona muy gritona y muchas aves cerca de los estanques de agua, como el tero real.
     


     
    El sendero que tomamos nos llevó a otra enorme laguna, en cuyas orillas un grupo de vacas se paseaban tranquilamente. Se incomodaron un poco con nuestra presencia y no les gustó mucho que me acercara a un ternerito que no se alejaba de su mamá.
     


     
    Sobre la orilla opuesta se alzaba una pequeña casilla que según tengo entendido es el centro de información para turistas, pero se encontraba cerrado. Increíble lugar para vivir!
     


     
    Volvimos por el sendero hasta nuestro hogar de plástico a desarmar las cosas y continuar viaje. No había ni rastros del frio de aquella mañana y el sol ya empezaba a levantar la temperatura considerablemente. Bajar del parque fue más difícil que subir. El peso de la moto, el camino malo más la gravedad no fueron buena combinación y mientras descendíamos terminamos nuevamente en el piso ya para ese momento había perdido la cuenta de las caídas. Terminé bajando a pie el camino hasta tomar nuevamente la carretera.
     
    Así que, el Parque había estado muy bonito y todo, pero yo me sentía ya algo decepcionada. Las imágenes que yo tenía en la mente de la provincia de Jujuy eran de cerros de colores, calor, y coyas…… donde estaba todo eso??
     
    Fue por eso, que, cuando después de unas horas avanzando por la Ruta 9, cuando el paisaje comenzó a volverse más árido y empezamos a ver cerros teñidos de rojos y anaranjados casi me tiro de exaltación de la moto. Cámara en mano fui fotografiando todo el camino que en sólo unos kilómetros se volvió exactamente como imaginaba Jujuy.
     


     
    Cada imagen que captaba con mi cámara (y que también guardaba en mis recuerdos) parecía un cuadro. El celeste profundo del cielo y los colores de los cerros que iban desde el bordo, rojos, anaranjados y verdes que se mezclaba. Les puedo asegurar que es un paisaje precioso y que no tienen ningún desperdicio.
     


     
    Llegamos entonces con un sol radiante al primer pueblito turístico que se encuentra sobre la ruta: Purmamarca.
     
    Purmamarca tiene la típica arquitectura de todos los pueblitos que visitaríamos a lo largo de Jujuy. Callecitas de tierras o adoquinadas con casitas de adobe pintadas de pasteles colores. Una plaza central con los edificios principales a su alrededor (una iglesia, la municipalidad y una comisaría).
     


    Las calles de Purmamarca
     
    Llegamos casualmente para una feria de tejidos, y decir que la plaza estaba repleta, es poco Decenas de turistas se movían por entre las callecitas como hormigas enloquecidas, comprando y comprando lo que la gente local les vendía en pequeñas ferias alrededor de toda la plaza.
     


    Tejedoras
     
    Con tanto movimiento turístico crecen los precios hasta las nubes, por lo que cuando averiguamos por un hospedaje casi morimos de un infarto Todo muy lindo con Purmamarca pero entre la cantidad de turistas y los elevados precios, se nos fueron por completo las ganas de permanecer ahí. Así que dimos algunas vueltas y antes de que caiga el sol, volvimos a la moto, para llegar al siguiente pueblo.
     
    Sólo 20 kilómetros nos separaban de Tilcara. También turístico pero muchísimo más tranquilo y más económico por lo que estábamos mucho más contentos.
     


    Camino a Tilcara
     
    No fue difícil encontrar un lugar para quedarnos (el pueblito es pequeño), así que ya para la nochecita teníamos la carpa armada en un camping: un extenso terreno sólo a pocas cuadras de la plaza principal.
     
    Voy a sincerarme con ustedes, cuando llegamos al norte yo estaba aliviada… “ al fin dejamos atrás el frio!” pensaba feliz…….. Terrible error. No sé de dónde saqué que en el Norte Argentino hacía calorrrr! :confus:
     
    De día el clima era ideal, solcito, cielo abierto celeste, pajaritos cantando… pero ni bien el sol se ocultaba la temperatura descendía drásticamente. La primera noche nos sorprendió un terrible frío. Para colmo para esa época una ola polar estaba atravesando todo el país. No puedo explicarles cuánto sufrimos por las noches… realmente creo que fue peor que en el sur.
     
    Era tal el frio que conciliar el sueño era tarea difícil. El cuerpo se me congelaba y me despertaba cada hora y media casi tiritando y no importaba cuánto me pegara a Martin para robarle su preciado calor! La temperatura había descendido tanto por la noche que a la mañana siguiente la botellita de agua que llevamos siempre con nosotros estaba CONGELADA. No miento.
     
    Al día siguiente fui muy feliz cuando el sol salió y empezó a hacer calor (cosa que no sucede muy a menudo XD ). Aprovechamos el día para recorrer los alrededores del pueblo. El paisaje que nos ofrecía ese humilde pueblito, con sus enormes montañas de fondo de hermosos colores violetas y morados era espectacular.
     


     
    Cuando empezó a caer la tarde nos queríamos morir! No queríamos saber NADA con pasar una noche congelados otra vez en la carpa. Así que nos juntamos con unos chicos que también estaban acampando (y sufriendo las bajas temperaturas al igual que nosotros) y decidimos que lo mejor era directamente no dormir y levantar la temperatura corporal con alcohol (una excelente idea ).
     
    Así que sin mucho meditarlo nos fuimos a la plaza a buscar algún lugar abierto. Tilcara tiene mucha vida nocturna. A pesar del frio, gente abrigada salía a las calles y los bares se encontraban llenísimos. La música folclórica proveniente de las peñas inundaba el pueblo de sonidos.
     
    Llegamos a uno de los mejores lugares que he visitado en todo el viaje: La Peña de Chuspita. El pequeño barcito estaba llenísimo. Ya no había mesas vacías, por lo que debimos acomodarnos en un rincón, donde podíamos, mientras en el escenario unos grandes hacían el show. Un joven con la viola que era un genio, un pibe (joven) de no más de 14 años tocando el bombo y Chuspita, un hombre de rasgos norteños bien marcados, tez oscura y marcada al sol, poncho y gorro de lana.
     
    Chuspita, con charango en mano, interpretaba unos temas folclóricos que obligaban hasta al más tímido a mover el pie al ritmo del bombo. La gente estaba exaltada: gritos de júbilo, aplausos y brindis por todos lados llenaban el pequeño lugar de una calidez que era justo la que se necesitaba esa fría noche.
     


    La Peña de Chuspita
     
    Una moza corpulenta pasaba por entre el pequeño espacio de las mesas llevando bandejas de cervezas y jarras de vino, hasta que la llamaron a participar arriba del escenario. Los cuatro artistas interpretaron un “tinku”, una música folclórica típica del norte en cuyo baile se representa la lucha que se llevaba a cabo por una mujer, en la época de los pueblos originarios. La moza tomó un sicus (un instrumento musical de viento) y tocó de tal manera que quedé fascinadísima.
     
    El ritmo contagioso de esta música movida y la buena onda del lugar, mezclado con los sonidos exquisitos de los instrumentos autóctonos convirtió esa noche en una de las mejores. Obviamente no queríamos saber nada con volver a nuestras gélidas carpas, así que nos quedamos encerrados en el bar todo lo que pudimos.
     
    Y cuando digo todo lo que pudimos me refiero a que nos quedamos aun cuando ya habían cerrado y la moza ya se había ido a su casa. El famoso Chuspita oyó nuestra triste historia del frío que estábamos sufriendo y nos invitó a quedarnos cuanto quisiéramos allí. Así que las horas pasaron en aquel bar, que de a poco se fue vaciando, hasta que sólo quedamos nosotros, tomando cervezas, brindando por las historias de viaje de cada uno de los que estábamos presentes y evitando el frío.
     
    Cuando ya sentimos que habíamos abusado demasiado de la hospitalidad de Chuspita, regresamos al camping siendo las 4, 5 de la mañana, con una temperatura que confirmamos rozaba los diez grados bajo cero (no exagero) y con algo de alcohol en nuestras venas que teníamos esperanzas, nos ayudara a conciliar mejor el sueño.
     
    Cuando llegamos a la carpa no podía creer lo que veía. Sobre el techo se había formado una gruesa capa de hielo! Era como meterse a dormir en un Iglú! Llene una botella de plástico con agua hirviendo que metí dentro de la bolsa de dormir y que me sirvió para calentar un poco mis pies y traté de dormir. Sólo lo conseguí cuando salió el sol y la carpa al fin levanto un poco la temperatura. Nunca había disfrutado tanto del calorcito
     
    Sólo 45 kilómetros nos separaban de nuestro próximo destino, por lo que sin mucho apuro, una mañana tomamos la Ruta 9 para llegar hasta Humahuaca, rogando que la malvada ola polar no nos siguiera también hasta allí.
     


     
     
     
     
     
    No es el video que yo grabé, pero es una muestra de los buenos shows de Chuspita:
     


     
     
     


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  2. Ayelen
    Después de haber estado varios días recorriendo las rutas de nuestro país vecino, Chile, volvimos a nuestras tierras a través de la provincia de Mendoza. Para ello, debíamos atravesar nuevamente la enorme Cordillera de los Andes.
    A medida que nos acercábamos hacia el cruce limítrofe, ya podíamos ver los picos nevados de las montañas emergiendo desde el horizonte. El camino que debíamos tomar se llama Paso de los Libertadores o túnel del Cristo Redentor. A una altura de casi 3200 metros, el camino se extiende unos 3 kilómetros en forma de zigzag a través de toda la pendiente de una enorme montaña cordillerana. Por ello aquella carretera también es llamada “Los caracoles”, ya que las condiciones del camino obligan a los conductores a transitar lentamente la cuesta montañosa.

    Un total de 29 curvas muy cerradas y seguidas, conforman el sinuoso camino que comenzamos a ascender, exigiéndole al máximo al motor de la pobre Honda, que avanzaba cargadísima pero audazmente por el blanco camino cubierto de nieve. A medida que escalábamos la montaña a través de Los Caracoles, el paisaje se iba abriendo, mostrándonos toda la belleza de la cordillera, mientras respirábamos el gélido aire andino.

    Bordeando el filoso risco, esquivando cargados camiones y avanzando por entre túneles construidos por entre la misma roca de la montaña, logramos finalmente llegar al otro lado e ingresar nuevamente a Argentina.

    El paisaje era bastante inhóspito. La carretera avanzaba, atravesando la llanura de tierra, escoltada por montañas de diversos tamaños y colores. Y en el medio de aquel paisaje tan peculiar, nos cruzamos con una de las más curiosas formaciones rocosas de Argentina: El Puente del Inca.

    Rodeado de un diminuto poblado de apenas 130 habitantes, aquella formación geológica de 50 metros de largo y 30 de ancho, cruza cual puente el caudal del Rio de las Cuevas, y preserva vertientes naturales de medicinales aguas termales. Aquel monumento natural se ha formado a lo largo de los años a partir de la acción de éstas aguas minerales, las cuales tiñen la roca de unos intensos colores anaranjados y verdes, dándole a aquella vista un aspecto más bien de cuadro pintado por algún artista abstracto.

    Existen varias leyendas sobre este sitio, sobre todo porque debe su nombre a que se cree que las antiguas civilizaciones descendían a este sitio, en busca de la acción medicinal de estas termas. La que más me gustó de todas las que leí, cuenta que antes de la llegada de los españoles a América, el heredero al trono del imperio Inca enfermó gravemente, por lo que, aconsejado por sus sabios, su padre, el emperador inca juntó a sus mejores guerreros y se trasladaron en caravana hasta estas vertientes medicinales. Luego de varios meses de difícil travesía, los guerreros junto con el emperador y su moribundo hijo llegaron a la orilla de un gigantesco y torrentoso río, y observaron que justamente en la orilla opuesta se encontraban las salvadoras aguas medicinales. Los guerreros, sin dudarlo, entrelazaron sus brazos y piernas los unos con los otros para formar un sólido puente humano que permitió al rey cruzar el río y llegar por fin a la única salvación de su hijo. Cuando el soberano volteó su vista para agradecer a sus guerreros, estos se habían petrificado, formando así en majestuoso Puente del Inca.
    Continuamos nuestro viaje, y en pocas horas dejábamos atrás la inmensa cordillera, para ingresar nuevamente en la estepa patagónica (seguramente ya están tan cansados como yo de que les mencione la llanura patagónica, pero es la reina de Argentina )

    Llegamos finalmente, para la caída de la tarde a la localidad de Uspallata, un pequeño pueblo de montañas y dueño de algunas ruinas jesuíticas. Instalamos la carpa en un camping que parecía abandonado, y sólo nos recibieron unos adorables gatos y un francés quien, junto a su guía argentino, estaban iniciando un recorrido por el norte argentino en bicicleta.
    Aquel francés se acercó a invitarnos una copa de vino que orgullosamente había adquirido en el pueblo, ya que, Mendoza junto con otras provincias aledañas de Argentina son famosas por sus viñedos y por su producción de exquisitos vinos a escala mundial. Mientras brindábamos (les aseguro que sólo tome una copa) el francés nos mencionó un camino que él mismo, junto a su compañero recorrerían al día siguiente, que era de ripio y ascendía 3000 metros sobre el nivel del mar, atravesando montañas y bruma. Para muchos puede sonar bastante peligroso, pero para Martin es suficiente para elegirlo como siguiente destino. Y como él es el piloto, yo lo sigo
    Así que, bien… a la mañana siguiente juntamos campamento y nos dirigimos hacia el paso de Villavicencio, el cual iniciaba exactamente en un desértico claro, donde se alzaba una gigantesca cruz, llamada Cruz de Paramillo. En el camino pasamos al francés y a su amigo pedaleando como locos al costado de la ruta, y en pocos minutos llegamos a un increíble llano donde efectivamente se encontraba una cruz y el horizonte se recortaba entre montañas, entre las cuales podía observarse a lo lejos la pared sur del imponente Aconcagua.

    Algo desconcertados pues el camino no está muy bien señalizado, y varias opciones se abren en aquel punto, elegimos un ancho camino de ripio, luego de una rápida consulta al GPS del celular.
    En un principio, aquel camino no parecía ser nada del otro mundo, hasta que llegamos a un punto en lo alto, en el que a nuestros pies se abría un gigantesco valle de grandes cerros forrados de frondoso bosque, y se podía ver el interminable camino de tierra bajar sinuosamente por la ladera de los montes. Una espesa bruma blanca acompañaba aquel paisaje.

    Con un traqueteo constante sobre la moto, fuimos avanzando por ese camino de tierra y piedras que bordeaba el precipicio. Hacia abajo, un gran y atemorizante vacío se abría paso entre la vegetación, provocándome algo de vértigo. A medida que descendíamos la bruma se hacía más leve y unos pequeños rayos de sol se filtraban, haciendo brillar aquel espectacular horizonte tan lleno de verde.
    Ese camino sinuoso que se abre a través de la quebrada es llamado el “camino de un año”, ya que tradicionalmente los pobladores decían que estaba formada por 365 curvas, pero esto no es del todo cierto, ya que realmente son 270 las curvas que la tortuosa carretera marca por entre los cerros.

    Luego de varias horas, manejando cuidadosamente por aquel camino, llegamos al final del recorrido, donde se encuentra el antiguo y refinado Hotel Villavicencio. Hoy, sitio de interés para quienes quieran recorrer sus increíbles jardines.

    El Hotel de Villavicencio fue construido en 1940, y funcionó durante años como hospedaje de personas de la alta sociedad del país y extranjeros, quienes disfrutaban de los lujosos aposentos, las canchas de tenis y sobretodo, de los maravillosos baños termales, principal atractivo de este bello lugar escondido entre los cerros.
    Entre bellos jardines que yo imaginaba repleto de flores en años anteriores, se abrían elegantes piletas, donde el agua termal llegaba desde las sierras conducidas por canaletas a través de la vegetación.

    Desde aquel viejo hotel de bella fachada que parecía detenido en la historia, condujimos hasta llegar a la capital de Mendoza. Una bella ciudad que mantenía las singulares acequias, finas canaletas a lo largo de todas las cuadras céntricas para llevar agua a todos los sectores.
    Nos hospedamos en la casa de Leo, un viejo amigo de Martin y durante nuestra corta estadía en la ciudad de Mendoza, visitamos su plaza principal donde se levanta un enorme monumento dedicado a San Martin, un gran prócer de nuestro país. También visitamos el zoológico de la ciudad, con su exclusiva ubicación sobre uno de los cerros más altos y llamativos de la ciudad.

    Nuestra siguiente provincia era San Juan y hacia allí nos dirigimos una mañana. Los caminos son realmente maravillosos e ideales para recorrerlos sobre la moto. El viento nos golpeaba fuertemente y montes cubiertos de verde se abrían hacia los costados a medida que avanzábamos por la ruta 40.
    Llegamos así a un peculiar pueblito, llamado Jáchal, rodeado de inmensos campos de agricultura. Era alegre ver como los pueblerinos, sobre todo los niños se nos acercaban curiosos o nos saludaban mientras avanzábamos por las empedradas calles.
    En Jáchal realizamos una pequeña travesía, bordeando la costa del Río Jáchal. Recomendada por los mismos cuidadores del camping donde nos habíamos instalado, una mañana partimos hacia la llamada Garganta del Diablo de dicho Rio.
    A solo pocos kilómetros de alejarnos del pueblo, el paisaje se vuelve hermoso. Entre grandes paredes de piedras de veteados colores, se abría un paisaje de claros colores marrones y verdes por el cual discurrían pequeños brazos del rio, como delgados arroyos.

    Llegamos a la Garganta del Diablo, donde un cañadón de 30 metros de alto conducía un trecho del río varios metros. Era muy llamativo el particular color del agua, aquel verde aguamarina turbio corría ruidosamente por entre las rocas.

    Sólo unos pocos metros más adelante, el Río formaba un inmenso estanque que contenía algunos islotes, que realmente parecía un espejo, porque las enormes montañas de alrededor se reflejaban nítidamente sobre la superficie.

    Nuestro principal objetivo al visitar la provincia de San Juan fue, en realidad, conocer el misterioso Valle de La Luna, Parque Nacional conocido mundialmente por su superficie que recuerda a la superficie de la luna, por lo que una mañana, como ya era habitual, recogimos nuestras cosas, nos despedimos del pequeño pueblo de Jáchal y marchamos hasta este mágico lugar.

     
  3. Ayelen
    Pareciera que visitar Perú y no ir a Machu Picchu es algo así como ir a un cumpleaños y no comer la torta, digamos. Machu Picchu se convirtió en uno de esos lugares a los que, alguien que se jacte de ser viajero, tiene la obligación de ir.
     
    Claramente todo esto me parece muy exagerado porque puedo asegurarles que Perú esta atestada de ruinas arqueológicas que nada tienen que envidiar a Machu Picchu. Incluso supe de ruinas de mayor tamaño y más impresionantes que están inmersas entre montañas y selva (se debe caminar durante 5 días para llegar a ellas ) en el corazón de lo que alguna vez fue el extenso territorio inca.
     
    Pero toda la atmosfera que rodea a Machu Picchu su aire místico y aventurero y sentíamos que si no pisábamos aquel incaico lugar, no estaríamos completos. Incluso llegar a Machu Picchu ya era todo un misterio para nosotros. No entendíamos bien hasta dónde podíamos llegar con la moto, o cuánto tendríamos que hacer a pie. Por eso fuimos preguntando a otros amigos viajeros que nos fuimos haciendo por el camino y que ya iban más adelantados y organizamos la excursión. A lo largo de este relato iré dándoles algunos consejos a quienes quieran visitar las legendarias ruinas de Machu Picchu tal como nos los dieron a nosotros y que puede facilitar su viaje.
     


     
    Lo primero que se debe hacer es comprar la entrada (claro está). Esto se puede hacer a través de la página del gobierno de Perú ( http://www.machupicchu.gob.pe/ ) o bien directamente en Cusco.
    CONSEJO N° UNO: Si bien la idea de pagar con tarjeta en cómodas cuotas a través de internet puede sonar tentativo, sé de muchas personas que tuvieron problemas con la página a la hora de efectuar la compra. La página es muy lenta, se traba con facilidad y es difícil efectuar la compra, por lo que es mucho mejor adquirir las entradas directamente en Cusco, donde también se puede pagar con plástico.

    Ahora bien, tenemos diversos “tipos” de entradas:
    Sólo el ingreso a Machu Picchu: 128 Soles (40 USD aproximadamente)
    Ingreso a las ruinas de Machu Picchu + Museo: 150 Soles (50 USD aproximadamente)
    Ingreso a las ruinas de Machu Picchu + el ingreso a la montaña HuaynaPicchu: 152 Soles (50 USD aproximadamente)
    Ingreso a las ruinas de Machu Picchu + ingreso a la montaña MachuPicchu: 142 Soles (45 USD aproximadamente)

    Además hay dos franjas horarias para las visitas a la montaña de HuaynaPicchu. Si compramos la entrada que incluye la escalada de esta montaña debemos optar por el grupo G1, donde tenemos que ingresar a la montaña de 7:00 a 8:00 o el G2, con horario de 10:00 a 11:00.
     


     
    Como hay cupos limitados para el ingreso a las ruinas, es recomendable sacar las entradas con tiempo. De hecho en la página del gobierno de Perú, se puede chequear la disponibilidad de cupos para la fecha que queramos. Por lo general, para cualquier tipo de entrada, sacándola desde Cusco se consigue con 3 o 4 días de anticipación. El problema radica en conseguir la entrada que incluye la visita al HuaynaPicchu, porque se suelen llenar los cupos de inmediato por lo que conviene adquirir la entrada con dos o tres meses de anticipación, mínimo . Esto supone el condicionante de estar en Machu Picchu el día exacto para el cual sacamos la entrada, porque no se puede cambiar la fecha una vez adquirida.
     
    Como Martin y yo no queríamos depender de una entrada, optamos por comprar en Cusco entradas para las ruinas que incluían la visita a la montaña MachuPicchu, y planeamos viajar para estar el día anterior en Aguas Calientes o Machu Picchu Pueblo.
     


    CONSEJO N°2: No importa para qué fecha saquen la entrada, procuren calcular bien el tiempo que tarden en llegar a Aguas Calientes, dependiendo del transporte con que lo hagan y estén un día antes, por lo menos.

    Ese era nuestro plan, pero un repentino dolor de muelas que atacó a Martin y una obligada visita a Urgencias nos atrasó un día . Así que, con un día de retraso, salimos de Cusco rumbo nuevamente a Ollantaytambo, y desde allí tomamos el camino recomendado hacia Santa María. Llegamos con la última luz del día al pueblo y, a pesar de que aún nos faltaban algunos kilómetros hasta Santa Teresa (la última ciudad más cerca de Machu Picchu a la que se puede llegar en vehículo) desde ese punto el camino se convierte en ripio y hacerlo de noche iba a ser un suicidio. Por lo que nos alojamos en un hotel y pusimos nuestras alarmas a las 5 de la madrugada. Teníamos entrada para Machu Picchu al día siguiente, y aun nos faltaba recorrer bastante para llegar.
     
    Aquel día fue muy largo y completamente agotador. Por eso mismo recomiendo que hagan toda esta loca travesía de llegar a Machu Picchu con tiempo y NUNCA el mismo día que tienen para ingresar a las ruinas . Salimos con los primeros rayos de sol y tomamos el camino de ripio.
     


     
    Alguna vez escuché que a todo ese tramo lo llaman “El camino de la Muerte II” y la verdad es que es bastante acertado ese mote. La carretera deja en pocos minutos Santa María atrás y comienza a ascender por unas grandes montañas hasta que la altura se vuelve realmente vertiginosa. La niebla de la mañana que se desplazaba pesadamente por entre los picos, le daba un toque un tanto lúgubre a la situación, aunque no dejaba de ser un paisaje impresionante.
     


     
    Y así arribamos, antes del mediodía a Santa Teresa. El camino continúa sólo hasta una Hidroeléctrica y allí finaliza, por lo que hay que comenzar a caminar. No estábamos seguros de encontrar estacionamiento para dejar la moto en aquel lugar, por lo que nos pareció más seguro dejar la Honda en un camping de Santa Teresa.
    CONSEJO N°3: Desde la Hidroeléctrica se debe caminar 10 km hasta Aguas Calientes, y si bien es un trayecto recto sin muchas dificultades, siempre es mejor ir lo más liviano posible y llevar una botella de agua.

    Como cada minuto que pasaba era un minuto menos en Machu Picchu, decidimos tomarnos un taxi desde Santa Teresa hasta la Hidroeléctrica, porque además la idea de agregarle 6km más a los ya 10km obligados que deberíamos caminar, nos parecía un tanto agotador. El taxista sumó unos 3 turistas más (europeos) al taxi para aligerar los gastos e hicimos el último tramo hasta la Hidroeléctrica.
     
    Ya sobre el taxi comencé a preguntarme por qué habíamos dejado nuestras vidas en manos de aquel joven y despreocupado taxista que sin ningún problema, con una música folclórica estridente que sonaba de unos arruinados parlantes, hacía doblar aquel destartalado taxi a toda velocidad por las curvas de la carretera que corría a gran altura por entre la ladera de las montañas Dando fuertes tumbos llegamos a la Hidroeléctrica, que no es más que eso… una Hidroeléctrica en el medio de la nada.
     
    Allí nacen las vías del tren que llegan hasta Aguas Calientes, por lo que simplemente hay que seguirlas. (Este trencito simpático que te lleva hasta Aguas Calientes, evitándote la caminata no baja su precio de los 100USD… )
     
    En los primeros metros de las vías hay varios puestos apostados, que recomiendo aprovechar si no se hicieron de agua o comida porque luego la cosa se pone bastante desolada.
     
    Como dije antes, la caminata no es difícil y la verdad que uno la termina disfrutando porque el paisaje que se atraviesa es sencillamente fantástico. Cruzamos un viejo puente y seguimos por las vías mientras delante nuestro nacían unas grandes montañas cubiertas de selva enmarañada e impenetrable.
     


     
    Por momentos, la humedad se volvía un tanto sofocante, y creo que hubiéramos hecho varias paradas a descansar si no hubiéramos tenido el apuro de entrar a Machu Picchu ese mismo día.
     


     
    Caminar 10 km parece poco, pero se termina haciendo un poco largo. Hasta que finalmente llegamos a la base de una enooooooorme y descomunal montaña, donde un paisano sentado tranquilamente en una silla te recibía la entrada. Cuando supe que debía subir esa gran montaña que tenía frente a mi quise salir corriendo
     


    CONSEJO N°4: Desde Aguas Calientes salen combis que por poco dinero te llevan hasta la cima y verdadera entrada al Machu Picchu. Recomiendo 100% estas combis aunque sea sólo de ida para después bajar a pie si se quiere economizar más.

    Subir esa montaña a través de unas destartaladas escaleras realizados en la ladera terminó por confirmarme lo que venía sospechando desde que inicié el viaje: Odio, realmente ODIO subir caminos empinadas. Sólo diré que maldecí a todo el mundo mientras mis adoloridas piernas subían escalón por escalón
     


     
    Nos tomó más de una hora llegar hasta la cima, donde se encontraba la verdadera entrada a las ruinas. Llegue bañada en sudor, con las piernas temblando y casi sin responderme y completamente sedienta. En la entrada, como en todos estos sitios explotados turísticamente, había un gran y pomposo restaurante, un local de venta de souvenirs y baños. Y muchísima gente.
     
    Si algo terminó de empeorar mi humor fue ver los precios de las cosas. Ok, entiendo que todo es muy turístico y que las cosas allí me salgan ridículamente caras… pero ya cobrar por entrar a los baños???
     
    Finalmente para cerca de las 12 del mediodía después de una ajetreada mañana, ingresábamos a las ruinas de Machu Picchu.
     
     


    CONSEJO N°5: Los cuidadores del lugar suelen tener poca paciencia y no van a dudar en echarte a patadas si es necesario. Recomiendo no meterse por lugares en los que no esté permitido. Recibí una agresiva y exaltada llamada de atención cuando inocentemente me subí a un bajo murallón para sacarme una foto.

    Una vez allí, admito que mi mal humor se me despejó automáticamente porque la primera imagen con la que uno se choca al entrar, suele dejarte atónito. A pesar de haber visto las ruinas de Machu Picchu tantas veces en revistas y fotos, estar ahí realmente llega a erizarte los vellos de la nuca.
     


     
    Dejando de lado el hecho de que todo allí esta restaurado (es decir, no es que uno toca exactamente una pared que fue testigo de la vida de los incas, sino una reconstrucción de la misma), las ruinas y el paisaje se acoplan de tal manera que uno se siente entrar a otro mundo. A aquella altura, unos 2500 msnm, la vista panorámica es una de las más espectaculares que apreciamos en todo el viaje. Las montañas son más bien delgadas y terminas en suaves picos redondeados, como si fueran dedos gigantes elevándose desde la tierra, y todo está cubierto de un manto verde frondoso que se mezcla con las nubes blancas que se desplazan sobre las sierras.
     
    Machu Picchu agrupa diversas construcciones arqueológicas. Por un lado veíamos los ya conocidos balcones de cultivo, hacia el sur, y luego se encontraba el área de residencia, donde moraban los incas, y donde también hay diversos restos de templos religiosos.
     


    CONSEJO N°6: Este consejo puede ser un poco obvio, pero como en todas las ruinas incaicas de Perú, es preferible contratar un guía o, si no se pueden dar ese lujo (como nos pasaba a nosotros), leer sobre los lugres antes de visitarlos porque de lo contrario creo que no se aprecia la historia y la riqueza del lugar al 100%.

    Por caminos empedrados marcados sobre el césped, fuimos internándonos entre las trabajadas paredes sobrevivientes, atravesando conjuntos de casas y llegamos a un gran predio que era el sector agrícola conformado por balcones de cultivo dispuestos en las pendientes de todas las bajas colinas del terreno.
     


     
    Habíamos llegado fuera del horario de ingreso a la montaña MachuPicchu, pero honestamente no lo lamenté porque después de haber caminado 10km y luego de haber subido esas interminables escaleras, no quería saber más nada con subir NADA Aunque no conocí nadie que no haya salido fascinado de subir ambas montañas y aseguran que la vista es más increíble... así que, al que le guste caminar, se lo recomiendo.
     


     
    Subiendo y bajando por aquel laberinto de ruinas y turistas, llegamos a una colina que exhibía en su cima, la famosa piedra Intihuatana, uno de los objetos más estudiados que al parecer se relaciona con los conocimientos astronómicos incaicos.
     


     
    Luego de algunas horas recorriendo Machu Picchu, nos desorientamos un poco porque el lugar es lo bastante grande como para que uno termine mareado pero puedo recorrerse tranquilamente por completo en pocas horas.
     
    Llegamos incluso a visitar el puente del Inca, caminando a través de un débil sendero de tierra que se metía entre la vegetación y dejaba atrás la ciudad de Machu Picchu y que luego se convertía en un angosto camino, por la ladera de una montaña con una caída bastante importante.
     


     
    Después de un día muy largo y lleno de emociones distintas, nos tiramos en el césped, simplemente a contemplar aquella maravilla del mundo. Sin decirlo explícitamente, sabíamos que éramos muy afortunados de poder pisar aquel suelo y estábamos completamente satisfechos por ello
     


     
    Nos despedimos de Machu Picchu con la caída de la tarde y encaramos los últimos kilómetros (que por suerte fueron pocos) hasta llegar a Aguas Calientes o Machu Picchu Pueblo. En lo personal, quedé encantada con este pequeño y particular pueblito.
    CONSEJO N°7: Dediquen un día a recorrer este hermoso poblado, establecido tan perdidamente en medio de la selva y atravesado curiosamente por las vías del tren.

    El pueblo de Aguas Calientes es algo que nunca vi en otro lado (por lo menos no en Sudamérica). Rodeado de enormes paredes verticales de montañas, con un arroyo que corre velozmente y pequeños puentes que lo cruzan para comunicar un lado y otro del pueblo, Aguas Calientes se levanta como un manojo de pequeñas viviendas y cientos de locales dedicados sólo al turismo (hoteles, restaurantes, bares, comercios).
     


     
    A simple vista parece una ciudad algo desprolija, con tanta vegetación selvática naciendo por doquier y con una urbanización descontrolada, atravesada por calles adoquinadas sin dirección aparente y en diversas pendientes. Pero entonces podemos encontrar la belleza del lugar en los murales de bronce en tres dimensiones que cubren las paredes de un pasillo, o los monumentos al Inca con un enorme cóndor en su hombro, o en ese curioso hecho de ver pasar un tren por medio de un pueblo.
     


     
     
     


     
    Al caer la noche, el pueblo se llena de vida, con cientos de idiomas, culturas y personas entremezclándose en ese rincón perdido del mundo y luces de colores tintineantes que adornan las calles. Pasar un día o más en Aguas Calientes no tiene desperdicio alguno.
     


     
    La vuelta hacia Santa Teresa fue más rápida que la ida. Debimos retomar el camino de 10 km hasta la hidroeléctrica, donde nos cruzamos con varios turistas entusiasmados y algunos amiguitos peludos por el camino
     


     
    Una vez que llegamos a Santa Teresa buscamos la moto y, sin más, tomamos la ruta para seguir nuestro viaje por aquella tierra incaica.
     
     
     
     
     
     
     
    Tanta belleza arqueológica en este álbum! No dejen de pasar a relojearlo
     
     
     
     
     
     
     


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  4. Ayelen
    Recuerdo que hace unos años atrás, mientras esperaba aburrida en la sala de espera de algún médico del que ya no recuerdo su especialidad, me entretuve ojeando una de esas “revistas del corazón” que siempre están disponibles en una esquina. Me detuve en la entrevista que le hacían a una actriz de telenovelas argentinas, especialmente en el párrafo donde le preguntaban por los lugares del mundo que había visitado, y la mujer, glamorosamente, hablaba de sus viajes por Paris, España, Inglaterra y Estados Unidos. Y cuando la indagaron sobre su lugar favorito, al que volvería, esta actriz respondió llanamente que la ciudad a la que volvería sería Cusco.
     
    No es que fuese fanática de esta actriz, ni nada por el estilo, pero me quedé largo rato con esa entrevista en la cabeza, imaginándome cómo sería esta ciudad peruana como para que esa mujer quisiera volver sólo a ella habiendo viajado por tantos otros lugares. Y por algún motivo siempre pensé en Cusco como un lugar hermoso que algún día… alguuuun día visitaría.
     
    Y ahí estaba
     
    Para mí era algo muy loco saber que estaba punto de conocer realmente aquella ciudad que tanto me había idealizado. La primera parada que habíamos hecho dentro de Perú había sido en la fascinante amazonia peruana, en la ciudad de Puerto Maldonado, y del 1 al 10, la experiencia había sido de un 20! Así que yo ya estaba completamente satisfecha con Perú, pero debo admitir que cuando ingresamos a Cusco me desilusioné un poco al encontrarme con una ciudad de calles algo destruidas y tránsito complicado, igual que cualquier otra. Pero todo cambió cuando llegamos (obviamente) al centro histórico de Cusco.
     
     


     
    Arribamos a la Plaza de Armas casi de casualidad porque nos habíamos perdido, cruzando por una muy estrecha callecita empedrada de casi inexistentes veredas y salimos justo por el lado izquierdo de la Catedral de la ciudad. Enseguida nos abordaron varios vendedores ofreciéndonos diferentes hospedajes y tours y ahí nos preocupamos un poco por el gasto que tendríamos en aquella ciudad.
     
     


     
    La Plaza de Armas, sitio de tanta historia, viejos baldozones y prolijos jardines se encontraba justo en el centro de un torbellino de casitas y casas todas de estilo colonial con tejas naranjas y blancas fachadas que nacían alrededor de la misma y se extendían en altura, invadiendo los cerros aledaños hasta las cimas.
     


     
    Obviamente las calles que rodeaban la plaza estaban inundadas de turistas. De todas partes me llegaban cientos de palabras de diversos idiomas. Frente a la Catedral, junto a nosotros, estacionó un gran bus del que descendieron por lo menos 30 turistas orientales, todos con cámara en mano y caras de asombro ante la enorme y antigua construcción que se elevaba frente a ellos.
     
    Ayudados por un policía local, nos alejamos apenas unas pocas cuadras del centro y tomamos un empinada calle que subía y subía rodeando una sierra, camino a las ruinas de Sacsayhuaman y justo en una curva nacía un camino de tierra que nos llevó directo a “La Quinta de Lala” el único camping que debe existir en todo Cusco.
     
    Oli, una pequeña mujer de tez morena y trato educado nos recibió y acomodó en el camping. Sólo nosotros estábamos con carpa en aquel gran terreno verde rodeado de colinas. El resto de los hospedantes eran 3 o 4 lujosas motorhomes de turistas europeos. “La Quinta de Lala” tenía baño con agua caliente, una pequeña cocina, wi-fi y hasta una pequeña casilla donde había muchos libros para pasar el rato, así que mejor no podíamos estar por 10 Soles cada uno.
     
    La emoción de nuestra llegada a Cusco se me mezclaba con un problema del tipo económico que me venía preocupando desde hacía semanas Mi trabajo como redactora me ayudaba pero no me era suficiente y antes de que terminara el mes siempre me quedaba sin dinero, por lo que Martin debía pagar por los dos. Así que, para mí, era imperioso encontrar otro tipo de ingreso.
     
    Y para ello, imitando otros viajantes que nos habíamos cruzado en el camino, se me ocurrió la “brillante” idea de hacer pan casero relleno para vender por las calles de Cusco. ¿Qué mejor lugar para la venta de comida, que un sitio repleto de turistas? Yo, que soy una soñadora muy voluble, ya me imaginaba como la reina de la panadería haciendo mucho dinero con mis exquisitos panes rellenos de queso, jamón y tomate.
     
    El problema era que nunca había hecho pan en mi vida y además, existía otro pequeño detalle: no tenía horno en el camping. Rápidamente resolvimos ese dilema al descubrir que, en la ciudad, se alquilaban grandes hornos de barro por hora. Así que la mañana siguiente a nuestra llegada, me levanté con el mejor ánimo del mundo y me puse a preparar los panes siguiendo la receta que había obtenido por internet al pie de la letra, con los gramos y segundos exactos. Pero, hubo otro gran dilema que nunca se me pasó por la mente tener en cuenta. La altura a la que nos encontramos, sumado a la baja temperatura de las frescas mañanas en Cusco impidieron que los pancitos amasados levaran correctamente. Vamos… que no levaron ni un centímetro
     
    La frustración que sentí en ese momento fue absoluta y mi sueño de convertirme en una panadera exitosa se esfumó completamente. Aún con los panes sin levar, insistimos en la idea, así que nos montamos a la moto y bajamos hacia la ciudad, conseguimos un horno y horneamos la masa. El resultado (al no levar correctamente el pan) fue una docena de bodoques de masa dura y densa que no se parecían en nada a esos pancitos dorados y esponjosos de las fotos de la receta que tenía Pero ya estaban hechos, así que había que venderlos.
     
    Claro que nunca imaginé que, después de estar buscando la receta perfecta por horas, después de levantarme temprano para medir exactamente cada gramo de los ingredientes y amasar y amasar, y después de todas las vueltas que dimos para encontrar aquel bendito horno... lo más difícil sería salir a vender.
     


    Intentando vender por las calles de Cusco
     
    Suelo ser muy tímida y jamás en mi vida había sido una vendedora. Y ahí estaba, paralizada del miedo con mi bandejita y unos quince panes/roca que vender. Me animé a encarar a dos o tres personas, que apenas si me miraron y se negaron a mis maravillas culinarias y me di por vencida. (Realmente quiero decir que admiro notablemente a aquellas personas que pueden vender lo que sea con simpatía y verborragia).
     
    Desolada, con un desanimo convertido en penosas lágrimas, y una bandeja llena de un mal primer intento, me senté en las escalinatas de la Catedral.. Mientras Martin me animaba a intentarlo nuevamente al día siguiente
     
    Y eso hicimos. A la mañana siguiente ya todo el camping se había enterado de nuestro microemprendimiento porque era difícil ignorar a una chica amasando y llenando toda la cocina de harina. Una simpática alemana nos ofreció a dejar la masa en su motor home, donde la temperatura era más cálida y milagrosamente los panes levaron! Casi triplicando su tamaño. Vamos que se podía!! Los rellenamos con el queso, el jamón y el tomate y bajamos entusiasmados hasta el horno. Esta vez sí me convertiría en la reina de la panadería! Pero un incompetente empleado, encargado del horno arruinó los panes cuando le pareció mejor dejarlos al horno por casi 40 minutos. Una vez más tenía una docena de bollos con una cobertura tan dura que debía utilizar un pico y una pala para partirlo. Pero tenía que venderlos o estaríamos todo el mes masticando esa masa dura como comida.
     


     
    Y aunque no lo crean (yo tampoco podía creerlo) logré vender 5 bellos pancitos. Sinceramente cuando entregaba el pan y me daban el dinero, me daba media vuelta y me alejaba lo más rápido posible, escuchando a mis espaldas el brusco crujir de los dientes de esas pobres personas al intentar morder esa masa…. A todos los que me compraron, realmente lo siento
     
    Aquel día, habiendo recuperado al menos el dinero que había invertido con esas ventas, el ánimo ya era otro, por lo que decidí relajarme y me dediqué a perderme por las calles de Cusco. Y cuando digo perderme no lo digo en un tono poético, realmente me perdí. Tengo un déficit importante en cuanto a la orientación y suelo perderme y desorientarme muy fácil en grandes ciudades, pero allí fue algo que disfruté.
     


     
    Crucé la Plaza de Armas bajo los rayos del sol, atravesé unas galerías y tomé una calle que pasaba por debajo de un robusto arco, hasta llegar a un enorme mercado. Me metí por callecitas que subían empinadamente y salían a otra calle principal con otras plazas y puestos de feria, y seguí rodeando grandes esculturas, cruzando antiguas iglesias y bajando por curiosas escaleras empedradas que corrían como atajos por entre las casitas.
     


     
    De camino al camping, subiendo esa difícil calle, en una de las primeras curvas uno se topaba con una inmensa plaza pelada que sólo era ocupada en el centro por una robusta cruz y hacia el fondo por una iglesia.
     


     
    La vista de Cusco desde aquel mirador era fantástica y me gustaba sentarme y pensar que yo, al igual que aquella actriz argentina de la que había leído, también elegiría a Cusco como mi ciudad preferida para regresar.
     


     
    Quizás por pena, por unirse a la causa o un poquito de ambas, Arthur me compró cuatro panes/piedras cuando regresé al camping. Arthur era un delgaducho y alto muchacho polaco de claros ojos tras unos grandes lentes y tupida barba rubia que le invadía casi toda la cara, y era de esos trotamundos natos, que tienen el pasaporte lleno de sellos de todas partes del mundo. Él viajaba en su combi transformada en una casa, junto a su novia Yana, una bellísima rusa y Rosita, la perra adoptada durante el viaje.
     
    Enseguida nos llevamos bien con los tres, especialmente con Rosita que no paraba de correr enloquecida y como toda cachorra por todo el camping durante horas, persiguiendo a las gallinas de Oli. Una noche, Arthur, con su español-inglés y su simpático acento, nos invitó a tomar algo, por lo que decidimos conocer la noche de Cusco.
     


     
    Primero fuimos a Tiki Bar, donde nos sirvieron unos fuertes tragos en unos rústicos vasos mientras un muchacho de estilo muy rockero, entonaba algunos clásicos con su viola. Aparte de la belleza que irradiaba, Yana era una genio en todos los aspectos. Estudiaba a distancia mientras viajaba y había vivido en cientos de lugares alrededor del mundo. Fue fácil hablar con ella a pesar de alguna que otra traba idiomática, porque era una mujer que había viajado mucho y entendía perfectamente cómo me sentía en cuanto a todo lo que estaba viviendo en éste, mi primer viaje.
     


     
    La noche se tornó más activa cuando nos dirigimos a un segundo bar y tomé el famoso Pisco Soul, preparado con Pisco, la bebida blanca típica de Perú y un huevo batido. Les advierto sobre ella: es un camino de ida. Al primer sorbo me pareció espantosa, pero al terminar el vaso era lo más rico que había probado en toda la noche.
     
    Así terminamos en una pequeña disco, saltando los cuatro al son de una música bailable, completamente descocados y continuando con la degustación del pisco peruano.
     
    Y para concluir la noche, Arthur (quizás… sólo quizás... llevado por los ambiguos efectos del alcohol ) propuso convertirse en guía turístico para llevarnos a recorrer las ruinas del Sacsayhuaman en un tour nocturno.
     
    Así fue como infiltrándonos furtivamente por debajo de barreras cerradas y algunos cercos, recorrimos parte de las ruinas a la luz de la luna y rodeados de un silencio tal que me erizaba los pelos. Vale decir que no veía nada y sólo fui dando tropiezos con rocas mientras íbamos saltando restos de muros y subiendo por antiguas escaleras, pero aun así, la experiencia fue única e inolvidable.
     
    Esa noche me desplomé en la carpa y sólo quería dormir hasta las 3 de la tarde del día siguiente, pero un inesperado mensaje me despertó exactamente a las 8:26 de la mañana. Aquellas dos palabras que conformaban el mensaje me descolocaron del mundo completamente. “Nació Jade”
     
    Recuerdo aún como unos pocos días antes de salir de La Plata, recibí una llamada de Celeste, una de mis tres mejores amigas de la infancia, que con voz tímida y entrecortada me decía que… iba a ser tía!! Durante todo el viaje fui recibiendo fotos de una barriga cada vez más grande y al fin la pequeña Jade, la primera hija de mis amigas más cercanas había nacido.
     
    Había dos cosas que me generaba esto. Primero, por supuesto, una felicidad increíble, una sensación extraña por la llegada de un bebé a nuestro círculo de amigas, algo que era una novedad completa. Y segundo, una gran tristeza por no poder estar allí. Y nuevamente, me vi arrastrada por esas olas de depresión y desesperación que había experimentado ya incluso antes de cruzar a Bolivia.
     
     
    Lo que estaba viviendo era increíble, una experiencia que me quedaría grabada para siempre, pero era difícil para mí obviar el hecho de que también me estaba perdiendo de momentos únicos en la vida de mis seres queridos que no se repetirían. La mudanza con su novio de una de mis amigas, la llegada de este bebé, la dolorosa separación de otra amiga…. Eran todos sucesos críticos, importantes y yo…estaba a miles de kilómetros de ello. Y a esto se le sumaba mi fracaso económico. Concluí que estaba intentando nadar contra la corriente y que todo el Universo me estaba mandando señales de que ya no podía seguir viajando. Llegué incluso a averiguar pasajes de avión desde Cusco a Buenos Aires y le planteé a Martin que ya no podía seguir viajando. Pero son en momentos como esos en los que de verdad valoro tener a este buen compañero a mi lado en este viaje. Martin sólo me abrazó, me dijo que estaba loca y me consoló con sus sabias palabras, calmando un poco mi consternación.
     
    Y a la mañana siguiente, para realmente asegurarse de que seguiría viaje con él, sacamos las entradas para el legendario Machu Pichu
     


     
     
     
    Les dejo el álbum de esta bellísima ciudad, espero que la disfruten tanto como yo lo hice
     
     
     
     
     
     


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  5. Ayelen
    Cuando uno piensa en Perú, inmediatamente lo relaciona con la civilización Inca y sobretodo con Machu Picchu. Aquella típica foto de Machu Picchu que repetimos una y otra vez en este blog (esa… la de la montaña más grande a la derecha, una más pequeña a la izquierda, nubes de fondo, y un valle minado de prolijas ruinas con el césped prolijamente mantenido y brillante) es la que inmediatamente se nos viene a la mente. Sin embargo, y sin por ello desmerecer este legendario sitio arqueológico, Perú es un país que esconde maravillas naturales que están a la altura de cualquier ruina arcaica.
     
    Ya me había llevado una gran sorpresa al descubrir el lado amazónico de este país, visitando la reserva Madre de Dios en plena selva peruana (aconsejo humildemente que no dejen de ver las fotos de ese sitio increíble!). Por lo que la Reserva Nacional de Paracas sería mi segunda sorpresa en este país que, con cada kilómetro recorrido, me convencía de que era mucha más que sólo ruinas y civilizaciones desaparecidas.
     
    Como todos estos sitios que tuvimos la suerte de visitar, llegamos a Paracas porque alguien nos recomendó visitar la reserva (no recuerdo quién fue exactamente, pero...se lo agradezco). Paracas, al igual que Nasca, se ubica dentro del departamento de Ica, lo que suponía que haríamos esos 200 km que separan una localidad de otra, atravesando el inhóspito desierto que cubre casi todo aquel departamento peruano.
     


     
    Ventarrones de arena nos azotaron durante todas las horas de viaje por la carretera Panamericana Sur. De hecho, Paracas significa “lluvia de arena”, por la velocidad que alcanzan los vientos en la región y la molesta cantidad de arena que arrastran a su paso. Atravesamos el desierto caliente, de dunas rojizas hasta que comenzamos a notar más asentamientos y movimientos de camiones en la ruta.
     
    Finalmente visualizamos un enorme arco que nos daba la bienvenida a Paracas, así que nos desviamos a la izquierda, encarando para la costa del Pacífico e hicimos unos diez kilómetros hasta llegar.
     
    No tuvimos que recorrer mucho para notar de inmediato que aquel balneario es uno de los sitios de veraneo elegidos por la clase media alta de Perú. Las ostentosas casas de dos pisos y enormes ventanales frente al mar, los distinguidos hoteles de monumentales entradas, y las casas quintas de veraneo se levantaban a ambos lados de ancha carretera y nos hacían sentir un poco…. “pequeñitos”, llegando sobre nuestra moto, sudados y largando arena hasta por los oídos.
     
    Nos detuvimos unos instante en el centro de la bahía, para poder ver el mar después de tanto desierto. No podían faltar los negocios de venta de artesanías y recuerdos, los restaurantes de comida marítima y las agencias de tours amontonadas en la pequeña plaza principal que estaba pegada al muelle. Tampoco podía faltar el vendedor acosador que nos siguió por toda la plaza ofreciéndonos una excursión a unas tal Islas Ballestas. Intentamos apartarlo sin darle mucha importancia hasta que mencionó que estas islas eran el hogar de una gran cantidad de fauna marina y terminó ganándose dos clientes. Hacía cinco minutos que acabábamos de llegar y ya teníamos dos tickets para abordar a la mañana siguiente una lancha hasta las islas….. ¿ ?!
     
    Con el sol cayendo, buscamos hospedaje y, teniendo en cuanta el alto nivel de los turistas de esa zona, optamos por la opción más económica: acampar en la reserva.
    La Reserva Nacional de Paracas comprende un área de aproximadamente 300 mil hectáreas. La mayor parte de estas hectáreas son de agua marina, dentro de las cuales están las Islas Ballestas, y el resto corresponde a puro desierto y playas.
     
    La entrada a la reserva sólo se distingue entre la inmensa nada misma de arena, por
    una pequeña garita de seguridad, donde los guardaparques nos cobraron S/15 cada uno por el ingreso al parque y por acampar esa noche.
     
    Aprovechamos los últimos rayos de sol y nos adentramos en el árido desierto, a través de un maltrecho camino que en ciertos sectores parecía de concreto bueno, pero en otros estaba agrietado e intransitable. Aun así, llegamos hasta la Playa Roja.
    Su nombre proviene obviamente de la coloración rojiza que muestra la arena, como resultado de la gran actividad volcánica que miles de años atrás se producía en aquella zona.
     


     
    Llegamos justo para la caída del sol, en el momento donde todo comenzaba a teñirse de ese anaranjado profundo y las sombras de las aves acuáticas que aún se alimentaban en la costa se proyectaban como largos trazos oscuros por toda la playa.
    Un par de gaviotas grises miraban atentas desde el acantilado hacia la costa, en busca del último bocado del día, mientras que cinco o seis gaviotas de cabeza gris correteaban por entre las ondulaciones en la arena.
     


     
    Corría mucho viento, pero las olas rompían lejos de la costa y sólo llegaba, con el impulso, una espesa alfombra de espuma que cubría toda la superficie escarlata de la playa roja.
     


     
    Dentro del Parque hay varios sectores para acampar, pero elegimos el que se encontraba más cerca de la salida, porque al día siguiente debíamos estar temprano para realizar el tour por las islas.
     
    Acampamos en una playa inmensa, bajo unos frondosos arbustos que nos servían como reparo del viento. Desde donde nos encontrábamos apenas si podíamos ver el mar, pero lo escuchábamos rugir con fuerza, mientras una numerosa familia de flamencos rosados se preparaba para pasar la noche. Cenamos unos fideos (junto con una adorable familia de ratones que se nos acercaron en busca de algo para comer) y pasamos la noche.
     
    Apenas estaba amaneciendo cuando debimos levantarnos, desarmar campamento y dirigirnos al muelle de Paracas. Con los ojos todavía entrecerrados llegamos a la plaza, donde ya varios turistas que se embarcarían con nosotros estaban haciendo fila. Un pueblerino se entretenía alimentando a unos gigantescos pelicanos, de manera que posaran con su impresionante bolsa extendida para la foto.
     


     
    En menos de media hora ya estábamos todos sobre una gran lancha con los chalecos salvavidas puestos y camino a las Islas Ballestas. La embarcación corría a toda velocidad por encima del oleaje del mar y nos salpicaba constantemente agua salada, lo que terminó de despertarme.
     


     
    La primera parada la hicimos cerca de un enorme barranco de arena, que se encontraba sobre la costa. Sobre la pendiente de aquella gigantesca montaña de arena se podía distinguir un extraño dibujo.
     
    El Candelabro, se lo llama a este geoglifo de 180 metros de largo, que se vincula con las Líneas de Nasca que habíamos visitado el día anterior. Y, al igual que ellas, tanto su origen como el motivo de por qué semejante figura se realizó en ese sitio, aún es un misterio.
     


     
    Seguimos viaje durante unos 20 minutos, hasta que pudimos comenzar a divisar unas enormes masas rocosas que se levantaban sobre el mar. Las Islas Ballestas conforman un gran número de formaciones puramente rocosas, desprovistas de cualquier tipo de vegetación y hogar de varias especies de aves marinas.
     


     
    Fue bastante impresionante descubrir que esa alfombra gris y blanca movediza que cubría los primeros islotes a los que nos acercamos no era más que una aglomeración de cientos y cientos de aves, una al lado de la otra.
     


     
    El barco disminuyó la marcha y comenzó a acercarse lentamente a las islas. Los piqueros peruanos nos dieron la bienvenida. Con más de 4 o 5 lanchas acercándose cada mañana y cada tarde a la isla, estos animales están tan acostumbrados a la presencia humana que ni se mosquearon cuando la lancha comenzó a transitar por entre las islas.
     


     
    La erosión en toda esa zona había convertido a aquellas islas en un asombroso espectáculo arquitectónico natural. Robustos arcos de roca maciza se alzaban por encima del océano, y oscuros túneles atravesaban las islas de lado a lado.
     


     
    Soplaba un viento bastante frio, pero ni el rugir de aquel ventarrón, ni el ruido del oleaje golpeando contra el barco superaban el ensordecedor barullo de las decenas de cantos y llamados de todas las aves que se amontonaban en las cúspides de las islas.
     


     
    Entre los piqueros peruanos que antes mencioné y los elegantes pelicanos, tuvimos la suerte de ver una familia de pingüinos de Humboldt, una especie amenazada que vive en el océano Pacífico.
     


     
    Bandadas de aves revoloteaban sobre nuestras cabezas, cuando la lancha giró, rodeando un gran islote rocoso y allí, ante nosotros, aparecieron los reyes de los mares. Cuatro lobos marinos descansaban plácidamente, acomodados sobre las rocas.
     


     
    Siendo un área protegida para estas familias de aves migratorias, no está permitido bajar a las islas, lo cual era una lástima porque lo único que quería hacer en ese momento era lanzarme contra esos lobos marinos y dormir abrazada a ellos bajo el sol.
     


     
    El viaje continuó, bajo una oleada de flashes y “clickes” de cámaras fotográficas, mientras pasábamos por debajo de arcos rocosos, esquivando pequeños islotes que emergían del océano por todos lados. Los piqueros peruanos copaban la mayor parte de las islas, pero de pronto también comenzamos a ver unas simpáticas aves oscuras de peculiar “bigote” blanco y largo, los zarcillos. El llamativo color rojo de sus picos y patas y sus mejillas amarillas contrastaban notablemente con el gris rocoso de las islas.
     


     
    A cada metro que avanzábamos íbamos descubriendo más y más familias de lobos marinos esparcidas por todos los islotes. Realmente generaba envidia verlos durmiendo tan cómodos y pacíficamente.
     


     
    Ya iniciando la vuelta, el guía que viajaba con nosotros nos indicó el sector de puntas guaneras. Las aves de la Reserva de Paracas son aves guaneras, es decir que sus heces (el guano) es utilizado y comercializado (MUY comercializado, aunque no lo crean) como fertilizante natural. Al ver la cantidad inmensurable de aves que habitan esa zona, no es difícil imaginar el gran negocio que se puede hacer con sus hermosos desechos.
     


     
    Una de las principales aves guaneras de Paracas, y al que veríamos antes de retornar, es el guanay, de pecho blanco y llamativo ocular rojo.
     


     
    Retornamos pasando nuevamente bajo aquellas arcadas de piedra, justo a tiempo antes de que muriera de hipotermia porque el frío y el poco abrigo que había llevado no habían sido la mejor combinación para esa mañana.
     


     
    Descendimos de la lancha, algo mareados después de tanto tambaleo y volvimos a la moto que nos esperaba en el muelle de Paracas, lista para seguir viaje.
     
     


     
     
     
     
     
     
     
    Mucha vida en las Islas Ballestas.... y mucho guano también! Mira el resto de las fotos... no te las vas a querer perder
     
     
     
     
     
     
     


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  6. Ayelen
    Hay un pequeño secretito mío que no recuerdo haberles mencionado pero que comenzó a pesar bastante en todo este trayecto costero que ya habíamos iniciado desde Máncora, Perú.
     
    Si dividiera el viaje de acuerdo a su clima y paisaje, podría decir que la primera parte, hacia el Sur de Argentina fue completamente de nieve y frío atroz. Sin embargo, ahora comenzábamos a viajar por ciudades costeras: mar, sol y arena.
     
    Claro que, si bien me gusta más la montaña, no tengo ningún problema con disfrutar de unos días de playa. El tema está en el agua. Le tengo mucho miedo. Mucho.
     
    Como la disyuntiva del huevo o la gallina, no sé si le tengo miedo al mar por no saber nadar o si no sé nadar porque le tengo miedo al agua. El tema es que mientras Ayelen toque fondo con sus piecitos, está todo bien…pero cuando eso no sucede, se precipita la catástrofe
     
    Aun así, cuando llegamos a Puerto López, en la provincia de Manabí, después de haber recorrido sólo unos 50 kilómetros aproximadamente desde Montañita por la Ruta del Spondylus (llamada así por este simpático animalito marino en peligro de extinción de las costas ecuatorianas), lo primero que hicimos fue buscar una agencia que nos ofreciera un tour para ver las ballenas.
     


     
    Aquí les traigo otro secretito que descubrí en el viaje, que, en realidad me lo hizo notar Martin, no importa el pánico que me genere las alturas, las profundidades o los climas extremos… si hay un animal de por medio soy capaz de hacer lo que sea. Eso es lo que llaman pasión.
     
    Por lo que no me importaba cómo, pero si podía ver de cerca a estos grandes animales por primera vez en mi vida, lo iba a hacer a toda costa.
     
    Puerto López es un pueblito sencillo y tranquilo. A lo largo de la playa presenta una ancha costanera donde se acumulan puestitos de comidas rápidas y comidas marítimas. En una plaza central, frente a una iglesia, se encuentra la estatua de una ballena saltando que representa el atractivo principal de la ciudad.
     


     
    La ballena Jorobada viaja desde la Antártida y llegan a las costas ecuatorianas para la reproducción y cría. Con su último trabajo en la programación de unas aplicaciones para celular, Martin compró dos tickets para realizar al día siguiente el tour para observar las ballenas (amo a este hombre ).
     
    El tour incluía una parada para hacer snorkel y observar la vida marina y eso me alarmó de entrada . Sumado a la ansiedad que me generó el hecho de que pronto vería a estos animales tan grandiosos por primera vez en mis 27 años, claramente aquella noche no pude pegar un ojo, en el patio de un Hostel que funcionaba como camping donde armamos la carpa.
     
    A la mañana siguiente, aunque el día estaba nublado y gris, partimos hacia el puerto y nos embarcamos en una lancha junto con otras treinta personas, en dirección mar adentro, en busca de las ballenas.
     


     
    Todos nos colocamos unos divinos chalecos fluorescentes que no parecían poder conservar mucho mi vida cuando miraba hacia la profundidad del mar, a medida que avanzábamos.
     
    Contando la excursión en lancha en Paracas, Perú, este sería mi segundo viaje en una embarcación y a pesar del miedo al agua, la sensación del viento salobre en la cara, la espuma del mar alborotándose con el paso de la lancha y el fresco del mar, me llenaban de una exaltación extraña.
     


     
    Nos adentramos durante algunos minutos en el mar, pasando por grandes estructuras rocosas de irregulares formas, cubiertas de vegetación y hogar de aves marinas que nos veían pasar, acostumbradas seguro a la visita continua de los humanos.
     
     
    Llegamos entonces al sitio donde el guía anunció por unos parlantes que sería el lugar propicio para observar a la ballena jorobada. La lancha contaba con una terraza superior, donde se encontraba la cabina de manejo, y cuando el guía pronunció la frase: “quien se anime a subir, puede hacerlo”, yo me abalancé sin pensarlo y pasando por encima de todos hacia la escalerita que se encontraba a un costado.
     
    Con el barco meciéndose de un lado para otro por el oleaje, y el mar abajo mío, me sentía como en la película Misión Imposible subiendo por las escaleritas…pero todo sea por ver mejor a las ballenas!
     
    Me acomodé en el frente de la embarcación, a un costado del centro de manejo donde se encontraba el capitán, aferrándome a las barandas mientras el barco se mecía bruscamente. Un par más se animaron a seguirme hacia la cubierta y la lancha siguió el recorrido, lentamente, a la búsqueda de alguna cola que se asomara por encima de las olas.
     
    No pasó mucho hasta que una figura gris plateada se asomó a sólo pocos metros de la embarcación. Una Ballena Jorobada hembra se paseaba tranquilamente, seguida de cerca por su pequeña cría. Ni siquiera pude mover un solo músculo de mi cuerpo para intentar enfocar al animal con mi cámara al menos…. Sólo contuve la respiración con un grito ahogado y la felicidad entera me recorrió el cuerpo.
     


     
    Nuevamente me atrapaba esa sensación extraña de verme en un lugar donde jamás pensé que estaría, viviendo esa experiencia increíble de estar tan cerca del animal más grande del planeta tierra.
     
    La embarcación se acercó cautelosamente hacia los animales, mientras yo me había olvidado por completo de sostenerme e iba dando tumbos por toda la cubierta, tratando de tomar la mejor captura de la ballena.
     


     
    Madre y cría se alejaron lentamente, asomando sus lomos para resoplar con fuerza y expulsar un gran chorro de agua. Si prestábamos atención, podíamos ver la joroba que le da el nombre al animal con sus verrugas, y su piel como plástico brillando con cada salida.
     


     
    Habremos seguido a la madre por unos 30 minutos, donde traté de tomar las mejores fotos, aunque los nervios, la emoción que brotaba por mis ojos y el movimiento de la lancha no me ayudaron mucho.
     
    Después admito que me sentí un poco mal porque realmente creo que acosamos a esa pobre madre, hasta que logró librarse de nosotros y seguir su camino en compañía de su pequeño.
     
    El guía nos pidió que bajáramos nuevamente para continuar con la excursión. Mi felicidad era incontenible y me radiaba por todos los poros de mi ser, tal es así que me había olvidado por completo la parte del snorkel. De hecho estaba tan contenta, que la misma adrenalina minimizó aquel miedo al agua.
     
    La lancha se acercó a un islote rocoso, donde flotaba una enorme boya. Según el guía, podríamos ver muchos peces en ese sector, y nos repartió a todos un equipo de snorkel.
     
    Aquello se veía bastante profundo, y no voy a negarles que me entró un poco de miedo, por lo que primero lo mandé a Martin. Por unas escaleras, las personas comenzaron a bajar al mar. Todos parecían muy felices de estar en el agua, y lo estaban disfrutando… así que me dije: ”no puede ser tan malo”.
     
    Martin me esperaba en el agua, dándome ánimos para bajar, así que confiada me ajusté el salvavidas, me acomodé el snorkel y me tiré desde el tercer escalón de la escalera, directo al agua.
     
    En el mismo momento que mis piecitos descubrieron que bajo de ellos no había nada, la desesperación me invadió por completo. Quienes padezcan algún tipo de pánico, supongo que me entenderán.
     
    Cual gato cuando lo meten al agua, me aferré con uñas y dientes al pobre de Martin, mientras las palpitaciones me subían a mil, y mi agitación me impedía respirar con normalidad…digamos que casi lo ahogo a él también, pobre.
     
    Hasta que el mismo Martin me hizo calmar, haciéndome notar que no me hundirá porque tenía el chaleco. Aún así, la sensación era bastante fea. Estar ahí flotando, sin poder mantenerme en equilibrio, porque el oleaje me hacía mecer hacía un lado y otro, me parecía espantoso.
     
    Martin se hundió bajo el agua y se fue cerca de la boya, dejándome aferrada al ancla de la lancha, a la que estaba agarrada como si de eso dependiera mi vida entera. A unos metros volvió a surgir y me llamó entusiasmado, alegando que tenía que ver lo que había bajo el agua.
     
    Claramente no quería saber nada con soltarme de lo que me mantenía segura, pero la insistencia de Martin (y el deseo de dejar de hacer el ridículo delante de las personas) me llevó a soltarme y sumergir mi cara en el agua. Y entonces, todo cambió.
     
    Un mundo nuevo se abrió ante mí. Si bien podía ver el fondo muuuy lejos, en lo profundo (más de lo que deseaba), la cantidad de peces de todas las formas y colores que me rodearon en ese instante fue increíble.
     
    Un cardumen de pequeños peces se movía al unísono, mientras otros amarillos y negros más grandes nadaban alrededor de la boya. Unos azules se me acercaban tanto que podía hasta contarles las escamas. Me olvidé por completo de la boya, del ancla y de todo y me sentí como La Sirenita.
     
    Después de tantas emociones, aquel día dormí como un pequeño bebé. Hasta compartí mi bolsa de dormir con un simpático vecino del camping, que, como si fuera su propia casa, se metió en la carpa en medio de la noche y se acurrucó a mis pies.
     


     
    Nuestro siguiente objetivo se encontraba a unos 350 kilómetros de Puerto López, aproximadamente. Traducido a horas eso significaba unos 4 o 5 horas hasta llegar a Mompiche, un pueblo costero de cálidas aguas que nos recomendaron muchos durante nuestra estadía en Puerto López.
     
    Pero sólo a unos diez kilómetros desde donde estábamos, iniciaba El Parque Nacional Machalilla, una de las principales atracciones turísticas de Ecuador, con playas que han clasificado como las mejores del mundo.
     


     
    Así que montamos la moto y salimos hacia Los Frailes, la playa principal del Parque. A pocos kilómetros entonces, un camino se abría desde la Ruta del Spondylus y se internaba en la vegetación. A los tumbos llegamos a un gran predio que funcionaba como estacionamiento, y que era la entrada a la playa.
     
    El día estaba completamente nublado (no estábamos teniendo mucha suerte con el clima en Ecuador), pero aun así el calor era bastante pesado, ideal para que nos sacáramos las pesadas ropa de moto y corriéramos al agua. Que fue lo que hicimos, literalmente.
     


     
    Ese chapuzón renovador en Playa Los Frailes fue la salvación. Las anchas playas de Los Frailes estaban casi desiertas y poca gente se bañaba, supongo que porque el día no ameritaba mucho.
     
    Sin embargo, el paisaje era inolvidable. Agua cristalina, cálida playa de arena blanca y el inicio abrupto de verde vegetación cubriendo los médanos en las alturas. Sólo estuvimos algunos minutos allí y luego de una ducha en las geniales instalaciones del lugar, para quitarnos la arena y la sal, continuamos viaje más frescos.
     


     
    Los paisajes de Ecuador son únicos. La Ruta del Spundylus de a ratos costea el mar, que se continua infinito hasta el horizonte, y en otros tramos se interna más hacia el continente, atravesando campos de extraña vegetación y llamativos colores.
     


     
    Con el atraso de la visita fugaz a las Playas Los Frailes, el día se nos acabó antes de lo planeado, por lo que debimos pasar la noche en un pequeño pueblito que, de casualidad, nos cruzamos por el camino.
     


     
    Recuerdo esto perfectamente porque fue una de esas ocasiones con suerte que disfrutamos escasa pero agradablemente a lo largo del viaje: Después de buscar y preguntar precios (que se nos hacían escandalosamente elevados), nos decidimos por un sencillo hotel que se ubicaba justo al final de una calle, exactamente frente al mar. Sólo estábamos nosotros hospedados porque claramente, no estábamos viajando en temporada alta, por lo que la mujer que atendía el lugar dejó que nos instaláramos en una de sus mejores habitaciones, al precio de una común.
     
    La habitación tenía un balcón que daba al mar. Un sueño. Aquella tarde estaría gris y casi melancólica, en aquel desierto pueblo, pero la vista hacia la costa rocosa, era impagable. Dormir con el rugir del mar y la brisa fresca fue nuestro regalo merecido después de tantas noches en carpa.
     


     
    A la mañana siguiente nos dimos el gusto de desayunar en el balcón, mientras contemplábamos los cientos y cientos de pelicanos pasar, con ágil vuelo, rozando la superficie del mar, de un lado a otro. Sí, esa mañana estábamos de buen humor, así que continuamos camino satisfechos y completamente preparados para que Ecuador nos siguiera sorprendiendo.
     
     


     
     
     
     
     
    Más fotos de este maravilloso país, aquí!
     
     
     
     
     
     

     
     


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  7. Ayelen
    Ya habíamos estado en la gran y alborotada ciudad de Salta y ya habíamos visitado la verde Reserva El Rey, pero queríamos recorrer los áridos paisajes de sierras de colores que uno relaciona inmediatamente cuando se habla del Norte argentino.
    Por eso, fijamos nuestro siguiente objetivo en el pequeño poblado de Cachi.
     
    Para llegar, debíamos tomar la ruta provincial 33 y recorrer 110 Kilómetros que discurren entre enormes montes. Iniciamos una mañana con un cielo celeste y limpio sobre nuestras cabezas. Ya a los pocos kilómetros debimos hacer una breve parada para despojarnos de algunas ropas, porque el calor comenzaba a sentirse bastante y uno se empezaba a sofocar un poquito bajo el casco y las robustas camperas
     


    Iniciando el camino hacia Cachi
     
    La ruta, afortunadamente bastante tranquila y casi sin nada de tránsito, comenzó bordeando unos finos brazos de un arroyo que se dividía como hilos y corrían entre pálidas piedras (esta vez el arroyo corría por un costado del camino, y no lo atravesaba por completo como en El Rey! ) Los cerros cubiertos de tupidos arbustos bajos de color verde brillante le daban vida al paisaje.
     


     
     
    El camino empezó a volverse más sinuoso a medida que ascendíamos por aquellos grandes cerros, comenzábamos a transitar la famosa Cuesta del Obispo. Curvas y contracurvas obligaban a la moto a disminuir la velocidad cada pocos metros, y yo cabeceaba una y otra vez, golpeándome torpemente todas las veces contra el casco de Martin… TODAS las veces.
     


     
    Con el sol del mediodía radiante en el cielo, encontrábamos escasos segundos de alivio sólo cuando pasábamos por alguna curva donde el mismo cerro proyectaba su sombra. Ningún árbol alto se veía sobre aquel horizonte.
     


    Sombritaa
     
    Fuimos avanzando por el camino, que cada vez se volvía más empinado mientras subía por las sierras, y la vegetación fue cambiando de a poco. Los arbustos de aquel verde brillante ahora eran reemplazados por arbustos secos o de colores más apagados. Ya podíamos ver algunos típicos cardones elevándose sobre los riscos de los cerros.
     


     
    El motor de la moto zumbaba, mientras avanzábamos prácticamente en diagonal por aquel camino que subía y subía por las sierras, girando en las decenas de curvas que cortaban el paso a cada instante. El calor y el gran esfuerzo comenzaban a recalentar la moto, por lo que debíamos detenernos a hacer pequeñas pausas para darle un respiro a la pobre Honda.
     


     
    Tomamos una última gran curva que tenía un importante pendiente bastante empinada, y de repente del otro lado nos encontramos con una vista impresionante. Grandes cerros se expandían hacia el horizonte, cubiertos de un manto de hierba verde. Soplaban brisas calientes que corrían entre las desnudas ramas de algunos arbustos y mecían largos pastos amarillos. Desde allí teníamos una impresionante vista panorámica del camino serpenteante que corría por entre los montes, perteneciente a la Cuesta del Obispo.
     


     
    En aquel punto terminó el camino asfaltado y nos esperaban largos kilómetros de un seco camino de tierra. A nuestro paso íbamos levantando una gran polvareda que me obligó a cerrar el casco cuando empecé a sentir un peculiar crujir entre mis dientes.
    El camino que comenzaba a descender, discurría por entre las sierras, adaptándose a sus irregulares formas. Lo impresionante era ver el efecto aterciopelado de las hierba que cubría aquellos enormes cerros, realmente daban ganas de tocarlo!
     
     


     
    Y aún más sorprendente era poder ver en las altísimas cumbres de algunos cerros, acúmulos de nieve. Trazos de un blanco puro resaltaban notoriamente con el verde paisaje. La nieve nos seguía a todas partes!
     


     
    Con solemne lentitud fuimos descendiendo por la desprolija ruta que hacia tambalear un poco la moto, hasta que finalmente volvimos a la apreciada horizontalidad. Una llanura extensa de tierra y arbustos que terminaban a lo lejos en la hilera de sierras que cortaban el horizonte era nuestro nuevo paisaje, que formaban parte del Parque Nacional los Cardones.
     
     


     
    Atravesamos grandes hectáreas realmente minadas de cardones. De gran tamaño, estos señores con sus brazos al cielo se alzaban de a cientos sobre todo el llano. Sus grandes púas servían de refugio para insectos y aves.
     


     
    Finalmente, para cuando el sol a comenzaba a ocultarse, arribamos a Cachi. Un pueblito de lo más lindo que nos enamoró rápidamente.
     
    Cachi sería el primer verdadero poblado norteño que visitaríamos. En él, su arquitectura, sus costumbres y su gente mantienen vivo el espíritu autóctono que lamentablemente hemos perdido en las grandes capitales argentinas.
     


     
    Para coronar aun más nuestra visita, llegamos justo para el Torneo de Trompo y Bolita. No sé cuántos de ustedes reconocerán estos tradicionales juegos, pero para nosotros ver que aquellos pasatiempos, con los que nuestros padres jugaban, aún están vigente en aquella pequeña localidad nos llenó de emoción.
     


     
    Sobre la plaza principal se habían dispuesto varias canchas y los competidores participaban con sus propias canicas, en distintas categorías dependiendo de su edad. Desde pequeños novatos hasta adultos expertos formaban parte del torneo. Mientras las personas se agolpaban alrededor de las pequeñas canchas para ver las competencias, otros practicaban esperando su turno con los trompos. Me quedé boquiabierta al ver la habilidad de ciertos niños con ese pequeño juguete, lo hacían saltar y girar a su antojo.
     


     
    Animando el torneo, y dándole el toque musical, un grupo de chicos, realmente muy jóvenes se encontraban tocando música folclórica en una esquina. Armados con instrumentos típicos, como el acordeón interpretaron durante todo el mediodía diversos temas.
     


    Bombo con la Bandera Wiphala, de los pueblos originarios
     
    El niño que tocaba las cuerdas realmente la rompió (otra expresión argentina que significa que hizo un espectáculo buenísimo). Primero con el violín y luego con una especie de guitarra pequeña (o charango) que nunca había visto en mi vida. Unos grandes los peques.
     
     


     
     
    Sobre la misma plaza principal se encontraba la iglesia y el Museo Arqueológico Pío Pablo Díaz. Este interesante museo fue creado por los mismos vecinos de Cachi, con la intención de conservar los cientos de restos arqueológicos que aún hoy en día se encuentran distribuidos por toda la zona.
     


     
    El museo construido siguiendo la línea de las construcciones norteñas, está hecho de adobe, techos de caña y barro y pisos de arcilla cocida. No es gigante, pero entre todas las salas que se van conectando uno puede pasar y recorrer un periodo de 10000 años. Comenzando por restos arqueológicos de la época de cazadores y recolectores, el desarrollo de las diversas regiones, hasta el periodo inca y la llegada de los españoles.
     


     
    Los restos de recipientes con forma de animales perteneciente a pueblos originarios, o las vasijas delicadamente adornadas son sólo algunas de las cosas que se pueden ver expuestas. Un trabajo realmente valioso de conservación del pueblo de Cachi.
     


     
    Otro sitio interesante que visitar, sin dudas es la pequeña capilla, también sobre la plaza principal. La Iglesia San José de Cachi se construyó a mediados del Siglo XVII, y nuevamente conserva la arquitectura de la zona, al ser construida de adobe. Lo más llamativo de esta pequeña iglesia es su techo hecho de madera de cardón.
     
     


     
    Sobre un gran cerro próximo al poblado, se encuentra un gran cementerio desde donde se puede tener una hermosa vista panorámica del lugar. Las pocas manzanas de Cachi se establecen sobre un valle y se ve enmarcado de estos grades cerros. Hermosa vista.
     


     
    Desde Cachi decidimos ir hacia otra localidad muy turística y conocida por sus grandes viñedos, la localidad de El Cafayate. Para ello deberíamos retomar un camino familiar: La Ruta 40. Nos esperaría un gran dolor de trasero :ohmy:
     


     
     
    Mira el album , aqui!
     
     
     
     


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  8. Ayelen
    El camino desde el pueblito de Cachi hasta la turística localidad de El Cafayate por la Ruta 40 fue sencillamente un calvario. Nuestras pobres cachas quedaron a la miseria después de aquel día Fueron sólo 140 kilómetros, pero el camino es tan difícil de transitar, con tramos de arena o piedras sueltas, que nos llevó todo el bendito día. PERO, vale la pena cada dolor muscular porque el paisaje que se atraviesa es espléndido.
     


     
    Sobre aquella inmensidad de desnudos montes de tonos rojizos y altos cardones de puntiagudas púas, fuimos avanzando desde temprano, levantando una nube de polvo a nuestro paso. El camino de tierra con grandes baches o desnivelado en varios sectores nos obligaba a ir a la velocidad de un caracol.
     


     
    La ruta 40 corre por estos áridos parajes de bajos arbustos y cada tanto, para mi absoluto asombro podíamos divisar alguna humilde chocita perdida entre los cerros. Casitas construidas de adobe y paja se cocinaban bajo el ardiente sol de ese mediodía, mientras sus ocupantes seguramente se encontraban varios kilómetros más adentro, haciendo pastar sus vacas o sus llamas. Me costaba imaginar el tipo de vida que llevaban esas personas, viviendo en aquel lugar tan inhóspito, donde estoy segura que ni si quiera llega algún tipo de servicio… uno está muy acostumbrado a las comodidades de las grandes ciudades.
     


     
    En el kilómetro 4380 aproximadamente de la Ruta 40 nos encontramos con un espectáculo natural formidable: La Quebrada de las Flechas. En este tramo, el camino asciende por una gran pendiente y a los costados se levantan unas peculiares formaciones rocosas de hasta 50 metros de altura. Desde la tierra y completamente inclinados como si el viento las hubiera soplado, emergen estas grandes estructuras de capas apiladas de piedra, que recuerdan al hojaldre.
     


     
    Una vez que se asciende por el camino, desde lo alto la vista es maravillosa. El cordón de cerros que muestran este llamativo fenómeno geológico se eleva diagonalmente como una gigantesca ola petrificada. Una creación de la naturaleza que sólo se ve en este punto del camino y que deja sin habla a cualquiera que tenga el honor de apreciarlo.
     


     
    Continuamos por la “divina” ruta 40, que en algunos sectores se volvía particularmente complicada, sobre todo donde la fina tierra se había acumulado sobre el camino y debíamos atravesar esos grandes vados de arena con cautela para no perder el equilibrio. Después también tuvimos kilómetros y kilómetros de “serrucho” (así llamamos al camino cuando presenta continuas ondulaciones) e íbamos rebotando sobre la pobre Honda. Y así fueron cinco insoportables horas de viaje hasta que finalmente llegamos a Cafayate, agotada, con las piernas doloridas y sin trasero.
     
    Como no soy guía turística, ni trabajo para empresas de viajes, les voy a ser muy honesta: Cafayate no fue lo que nosotros imaginábamos, de hecho no nos gustó. Mucha gente se ha ido encantada con aquel lugar, pero luego de haber estado un par de días en el tranquilo y tradicional pueblito de Cachi, llegar a una localidad dedicada mayoritariamente al turismo, con cientos de negocios, mucho movimiento de extranjeros y bulla constante fue algo decepcionante.
     


     
    Quizás suene bastante hipócrita de mi parte, porque en definitiva también soy turista, pero personalmente creo que ciertos lugares pierden el encanto cuando lo explotación turística es masiva.
     
    Para finalizar la noche, llegamos a un camping bastante atestado de acampantes y motorhomes y tuvimos la desgracia de armar carpa al lado de un “adorable” vecino que quería compartir su molesta música con todos allí presentes, y tenía el volumen de su vehículo a tope. Mi instinto asesino estaba a punto de aflorar en cualquier instante.
     
    Pero estábamos tan agotados de la travesía que habíamos tenido aquel día, que a pesar del bullicio, pudimos dormir sin problemas.
     


    Viñedos de Cafayate
     
     
    A la mañana siguiente decidimos hacer una pequeña visita a unas recomendadas ruinas que se encuentran a sólo 55 km. de la ciudad. Le dimos un descanso a la moto y le quitamos las valijas y todo nuestro equipaje que la pobre llevaba encima y así, más ligera tomamos la ruta hacia las Ruinas de Quilmes.
     
    Los Quilmes fueron una tranquila población de indígenas que vivió en aquellas extremas tierras en el siglo X D.C. Construyeron sus asentamientos sobre las laderas de empinados cerros, edificando sus viviendas, represas y habitaciones de almacenamiento.
     
    Lamentablemente este pueblo fue perseguido y diezmado por los españoles, quienes en un acto atroz, cuando lograron conquistarlos, obligaron a toda la población, ancianos, mujeres, hombres y niños, a dirigirse A PIE, sin comida y sin agua, desde aquel lugar, hasta la provincia de Buenos Aires, unos mil kilómetros. Obviamente la mayoría de ellos murió en el camino de hambre, sed o agotamiento y así terminaron por aniquilar a este pueblo… triste historia, no creen?
     
    Desde la ruta, se abre un ancho camino de tierra que termina en una pequeña garita donde luego de pagar una entrada de no mucho valor, uno ingresa al territorio de lo que alguna vez fue la población de los Quilmes.
     
    Una simpática familia de llamas que se encontraban justo al lado de la entrada a las ruinas nos dieron la bienvenida y, aunque algo desconfiadas, me permitieron que las fotografiara. Hasta pude acercarme bastante a la pequeña cría que descansaba tranquilamente a los pies de su madre. Reto a cualquiera a no reírse a ver las caras de estos graciosos animales. Son geniales!
     


     
    El recorrido de las ruinas está a cargo de un guía que, sin ningún costo adicional, transita con un grupo de visitantes los primeros metros del terreno, narrando la historia de los Quilmes y explicando qué se ve en las ruinas. Así, aquellos bajos muros de adobe que sobresalían de la seca tierra y se podían ver multiplicados por toda la ladera del cerro, formaba parte del techo de las construcciones, ya que el resto de la vivienda se encontraba por debajo, enterrado.
     


     
    A medida que uno comienza a ascender por los estrechos caminos que cientos de años antes utilizaban los Quilmes para trasladarse por entre sus casa, se tiene una vista más panorámica y se puede apreciar la inmensidad de lo que fue el territorio de los Quilmes. Sólo un pequeño sector está expuesto al público y a estudios arqueológicos, pero si uno prestaba atención, muchos metros más allá se podían distinguir los restos de las viviendas, cubiertos de arbustos y cardones, que se extendían hasta el horizonte.
     


     
    Subimos casi hasta la cima del cerro, y hasta pudimos entrar a los restos de aquella viviendas, donde mi imaginación estallaba recreando lo que debían ser aquellas pequeñas casas de barros y techo de paja y la vida de los Quilmes. Y aunque busqué con sumo detenimiento no pude encontrar los restos de puntas de flechas o jarrones que el guía informó que era común encontrar aún por entre las ruinas.
     


     
    Empapados de historia volvimos a la ciudad vitivinícola de Cafayate y al día siguiente, dispuestos a seguir viaje, tomamos la Ruta 68 para atravesar uno de los más increíbles caminos de todo el viaje: La Quebrada de Las Conchas.
     
    Siempre ubicados dentro de los Valles Calchaquíes, una extensa área de valles y montañas que se encuentran compartidos por la provincia de Salta, Tucumán y Catamarca, la Quebrada de Las Conchas es un área natural con una belleza paisajística incomparable.
     
    Con un día bastante caluroso que entibiaba el aire mientras avanzábamos por la ruta, iniciamos este trayecto y a los pocos kilómetros ya comenzamos a ver las formaciones rocosas que hacen famoso el camino. Enormes estructuras que asemejaban a castillos (De hecho, creo que así los llaman) sobresaltaban por su geoforma y su llamativo color rojo.
     


     
    Hacia el fondo, grandes cerros se levantaban mostrando una mezcla de tonalidades, entre el verde apagado de la vegetación y algunos anaranjados y rojizos debido al óxido de hierro de las rocas.
     


     
    Estas grandes formaciones fueron el resultado de la continua erosión y dentro de ellos se abren angostos pasillos por los que uno puedo introducirse. Los intensos rayos de sol se colaban por entre las rendijas de estos túneles y todo se iluminaba con un rojo intenso.
     


     
    La ruta avanzaba por este desértico paisaje, bordeando el Río de Las Conchas y cada algunos kilómetros aparecían estas grandes formaciones, que se han bautizado con nombres como Sapo, Fraile, Las Ventanas, dependiendo de la imaginación de los visitantes… pero hay dos formaciones que uno no puede perderse. La Primera de ella lleva el nombre de El Anfiteatro.
     


     
    El Anfiteatro es una gigantesca estructura rojiza, con altísimas paredes que se abre en forma de U. Es increíblemente imponente. Uno ingresa por un pasillo angosto formado por estos grandes murallones de roca y a sólo unos metros, esta estructura se abre, formando una enorme habitación circular rocosa donde la acústica es perfecta. De hecho, grandes artistas musicales de la música folclórica argentina han brindado recitales en aquel extraño lugar.
     


     
    Aquellas enormes murallas que formaban El Anfiteatro mostraban una superficie trazada por años y años de erosión, ya que en aquel lugar corrían grandes arroyos de agua dulce. Y su característico color rojizo contrastaba con el limpio cielo celeste, formando un gran espectáculo de colores.
     


     
    Algunos kilómetros más adelante, se halla otra formación (para mi gusto personal, la mejor de todas) llamada La Garganta del Diablo.
     
    Esta enorme formación de características similares a El Anfiteatro, también se muestra con altas paredes de roca que formando un pasillo por el cual uno ingresa, pero a pocos metros se levantan naturales y altos escalones de piedra, como de dos metros, algunos más, algunos menos, que uno debe ir trepando para llegar al fondo de La Garganta del Diablo.
     


     
    Sosteniéndonos de los recovecos y sobresalientes que ofrecía la irregular superficie de la roca, fuimos “escalando” hasta llegar a un punto más alto, desde donde se podía apreciar una vista increíble de aquella enorme formación.
     


     
    Las serpenteantes vetas de sus rocas también evidenciaban el paso del agua por aquel lugar. Era increíble imaginarse que cientos de años atrás, aquello era una enorme cascada por donde el agua corría, siendo todo aquello tan desértico en la actualidad.
     


     
    Por sobre las repisas de piedra que sobresalían de estas sólidas paredes, nacían algunos arbustos y emergían algunas ramas más llamativas que estaban atestadas de claveles del aire, plantas parásitos.
     
    Bajar fue más difícil que subir, porque aquellos escalones eran bastante empinados y había que prestar atención a cada paso pero finalmente regresamos al lado de nuestra moto que nos esperaba aparcada fuera de La Garganta y continuamos camino.
     


     
    Finalizamos así, el trayecto de Las Quebradas de Las Conchas y emprendimos camino hacia la última provincia que visitaríamos antes de dejar el país: Jujuy
     
     
     


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  9. Ayelen
    Desde que era pequeña me gustaron mucho, mucho los animales, a decir verdad son mi gran pasión. Cursé unos tres años la carrera de Ciencias Veterinarias y luego me aboqué de lleno a estudiar Biología con orientación en Zoología, trabajé como voluntaria en el Zoológico de mi ciudad, La Plata, y también en algunas veterinarias. Por eso, cuando llegamos a la ciudad de Puerto Madryn, esa tarde, no podía controlar mi emoción. La fauna marítima de ese lugar es única y estaba ansiosa por visitar todos sus puntos de avistaje.
    La entrada a la ciudad es hermosa. La carretera comienza a descender en una gran curva, atravesando la estepa y la ciudad emerge en el horizonte con sus grandes edificios, en el medio de aquel desierto patagónico. Puerto Madryn es una ciudad preciosa, su calle principal se extiende a lo largo de toda la costa y cuenta con diferentes comercios, mayormente dedicados al turismo. Tiene algo especial que la diferencia de otras ciudades costeras que conocía.

    Las playas de Puerto Madryn
    Fuimos directo a conocer las playas. No estamos viajando en temporada de mayor auge turístico, por lo que tenemos a nuestro favor encontrar estas zonas bastante tranquilas y no tan pobladas, además el clima estaba bastante fresco, así que las playas estaban vacías. Unos siete metros de arena blanca y luego, el imponente mar azul. Permanecimos varios minutos en silencio, sólo contemplando ese paisaje digno de una postal, que nos daba la bienvenida.

    Planeábamos acampar, por lo que terminamos en un camping que queda en un extremo de la ciudad, bastante alejado del centro, pero que nos aseguraban conexión wifi, algo infaltable para que Martin pudiera trabajar. Armamos por segunda vez la carpa, y sin más, salimos a recorrer los alrededores de esa zona. La calle principal ascendía hasta ese extremo, donde se alzaba un gran monumento, y varios chicos aún disfrutaban los últimos rayos de sol con sus patinetas y rollers, aprovechando la inclinación de la calzada. Vimos el atardecer desde ese privilegiado punto alto de la ciudad. A medida que el sol se escondía, las luces de todo Puerto Madryn comenzaban a encenderse, y se reflejaban en el mar… fue un espectáculo hermoso.

    El atardecer
    A la mañana siguiente, tuve mi momento personal ya que Martin se quedó trabajando, así que recorrí toda la costanera desde el camping hasta el centro de la ciudad. En el cielo no se veía ni una sola nube, estaba completamente celeste y el sol radiante, aunque corría un poco de viento fresco que te obligaba a usar una campera.
    Llegué a la playa, me saqué las zapatillas y enterré mis pies en la cálida arena. Me tomé un momento para tirarme en la orilla y quedarme sola ahí, ya que no había nadie, mirando perdida el horizonte azul, casi sin poder creer que estaba ahí, y sin poder creer lo que había comenzado a vivir. Hacia menos de una semana que había dejado atrás prácticamente toda mi vida, no sabía cuánto tiempo iba a estar viajando, a dónde iría y mucho menos qué haría cuando regresara, pero aun así nada de eso lograba opacar la felicidad y emoción que sentía de estar ahí, en ese preciso momento.

    Caminé sin rumbo fijo durante largo tiempo, por la orilla del mar, desde un gran muelle situado en el centro, esquivando los manojos de algas que llegaban a la orilla arrastrados por la corriente, sacando fotos a pequeños tesoros que iba encontrando (una pinza de cangrejo, una alfombra de caracoles pequeños de varios colores, una pareja de gaviotas) y jugando con perros vagabundos corriendo en la orilla.

    Caracoles de colores!
    Horas más tarde, después de disfrutar esa tarde de soledad, me reencontré con Martin que, por el contrario, no había tenido un buen día porque el wifi no estaba andando bien como esperábamos. Esa noche, decidimos hacer algo diferente, y fuimos a cenar a la playa. Nos internamos en la oscuridad, guiados con una linterna, y nos acobijamos del viento bajo un árbol que crecía a unos metros de la orilla. Encendimos el mechero portátil que llevamos, y nos cocinamos unos fideos a la luz de la luna… todo muy romántico jejeje!
    A la mañana siguiente fuimos en busca de un hostel, porque era necesario tener acceso fácil a internet. Aprovechamos a recorrer el centro de la ciudad, colmado de propuestas turísticas, sobretodo de empresas de excursiones, que ofrecían travesías para ver lobos marinos, elefantes marinos, pingüinos y toda la fauna que habita en el lugar. Pero la vedad es que los precios excedían de nuestro presupuesto, así que lo dejamos pasar. Luego de algunas consultas en varios hospedajes que no terminaban de convencernos, llegamos al Hostel Yuliana. Yo, que venía con mi mala experiencia del hostel anterior en Bahía Blanca, realmente llegué al lugar muy escéptica, pero mi postura cambió en cuestión de segundos. El hostel contaba con un amplio living comedor, de grandes ventanales con prolijas mesas, un televisor de uso común y dos habitaciones grandes con 5 camas cucheta dispuestas ordenadamente. El lugar estaba buenísimo, nos recibieron muy bien y aprendí que los hostel en verdad pueden ser lugares geniales para hospedarse.
    Más tarde, ese mismo día, nos fuimos con la moto a recorrer las playas más alejadas. Bajamos por unos médanos y nos quedamos el resto de la tarde descansando en la arena. Martin hasta se animó a meterse al agua y tanto insistió que terminé acompañándolo… el agua estaba he-la-da!

    Llanura patagónica, en las afueras de la ciudad
    Para mi gran lamento, no llegamos en el momento justo para el avistaje de ballenas. La ballena franca austral llega a la costa de Puerto Madryn en mayo, iniciando su etapa de reproducción y cría. Entre septiembre y octubre se pueden ver a las hembras con sus crías, pero ya para diciembre, las ballenas migran nuevamente. Sé que es un gran espectáculo verlas, pero tendría que quedar pendiente para una segunda visita. De todas formas, el tercer día de nuestra estadía en Puerto Madryn, visitamos la Península de Valdés.

    Camino a la Península de Valdés
    Para llegar a la Península de Valdés hay que dejar atrás la ciudad, y recorrer unos 80 km de pura Patagonia, con el espejo de mar de lejos, hasta encontrarse con la entrada a la península. Obviamente tuvimos que pagar una tarifa para ingresar, cosa que genera cierta antipatía en mí, ya que considero que estas reservas naturales deberían ser abiertas y gratuitas a todo el público. Una vez allí, el paisaje que teníamos adelante era realmente hermoso. El camino, ahora de ripio, iba atravesando la llanura pampeana, con sus colores verdes, amarillo y marrón, que contrastaban con el azul intenso del atlántico. Al recorrer unos pocos kilómetros, nos cruzamos con un edificio de información, donde se podía recorrer un pequeño museo con afiches explicativos de la fauna de la zona, y solicitar un mapa de la reserva. Kilómetros más adelante, llegábamos a Punta Pirámides, área de lobos marinos de un pelo. Seguimos las instrucciones del camino aun de ripio, hasta llegar a un llano donde dejamos la moto, y caminamos unos 20 metros hasta el final de un alto risco, limitado por vallas. Desde allí arriba, se podía observar varios metros abajo, una amplia plataforma de roca que daba al mar, donde descansaban los lobos marinos. En ese mirador soplaba un viento muy fuerte, pero eso no impidió que sacara cientos y cientos de fotos a esos bellos animales.

    La mayoría de los lobos se agrupaban para tomar el solecito, plácidamente sobre la costa, con algunas posturas realmente extravagantes, mientras que unos pocos se encontraban nadando en el mar. Había muchas crías que se comunicaban con sus madres a través de unos extraños y fuertes gritos roncos. Son animales realmente hermosos con su pelaje de diversas tonalidades de marrones, brillando al sol y sus largos bigotes… no me alcanzaban los ojos y no me podía despegar de la cámara!

    Lobos marinos
    Después de varios minutos de sacar fotos y observar cada movimiento de esos grandes animales, seguimos camino hacia Puerto Pirámide, la única población dentro de la península. Es un poblado poco extenso, de 500 habitantes, con una gran calle principal que finaliza en una amplia playa.
    Almorzamos ahí, tarea que se nos complicó bastante, porque el viento soplaba muy fuerte, así que los sándwiches terminaron condimentados con arena, y luego, deambulamos lentamente al costado de la orilla, y continuamos más allá, donde la arena terminaba y comenzaba la superficie rocosa. Se formaban algunos estanques, en las depresiones de las rocas, donde se veían cangrejitos blancos y pequeñas ostras oscuras, aglomeradas en el fondo. El agua era increíblemente transparente, podíamos ver perfectamente el fondo de arena, y la gran profundidad en algunos lugares, y más allá, hacia el horizonte, el agua se veía de un hermosos azul intenso. A pesar del viento, nos animamos a meternos al mar, aprovechando esos estanques de agua artificiales que se formaban en el suelo de roca, aunque sinceramente no duré mucho en ella, porque estaba helada y por mi absurdo temor a que algún cangrejito se me prendiera del pie! El viento soplaba cada vez más fuerte (volviéndose algo realmente molesto), y la tarde iba cayendo cuando emprendimos el regreso al hostel.

    Puerto Pirámide
    La verdad es que queríamos quedarnos más días para terminar de recorrer toda la gran península y disfrutar de las bellas playas de la ciudad, pero aun nos quedaban muchos kilómetros por delante hasta llegar a Tierra del Fuego, y la inminente llegada del otoño nos obligaba a apurarnos si queríamos evitar la temporada fría en el sur. Así que luego de esos cuatro días disfrutando de esta bella ciudad, y luego de despedirnos de su mar azul, cargamos nuevamente la moto y emprendimos otra vez el viaje por la ruta 3.

    Más fotos de Puerto Madyn en mi álbum:
     
  10. Ayelen
    Hay varias preguntas que se fueron repitiendo a lo largo del viaje, de quienes nos vamos cruzando por el camino: ¿De dónde vienen? ¿Cuántos kilómetros llevan hechos? ¿Cuánto tiempo? Y ¿Cuál fue el lugar que más les gustó? Para responder ésta última, no tengo ni un dejo de duda: mi lugar favorito en Suramérica es la Reserva Madre de Dios, en la amazonia sur de Perú.
     
    Decir que aquel lugar, en el corazón de la selva peruana me fascinó, me queda chico.
     
    Sin embargo, cuando ingresamos a Perú, ni siquiera sabíamos de la existencia de este lugar. Después de todas las complicaciones que se nos presentaros para salir de Bolivia, por un documento extraviado y muchas corridas, sumado a todos los roces que veníamos teniendo hasta el momento con el país, honestamente llegamos a la frontera con un mal humor importante.
     
    Y para esta altura del viaje, en consecuencia de ello, había aprendido una lección muy importante, el trato que se recibe del otro mientras se viaja, es crucial.
    Nunca me gustó relacionarme directamente con personas. Sé que puedo sonar como una ermitaña, pero la verdad es que siempre preferí tratar con animales. En este viaje aquello fue una gran prueba para mí, porque quisiera o no, tendría que contactarme con otros seres humanos, y fue entonces cuando aprendí que cuando se viaja, sobretodo en otros países donde no se conocen las costumbres, los ritmos de vidas (ni decir si no hablamos el mismo idioma), uno depende mucho de la relación con otras personas y se encuentra más vulnerable o sensible a la actitud de los demás
     
    Unas palabras de ánimo o, por el contrario, unas palabras hoscas o agresivas pueden marcar una diferencia sustancial. El mal trato, la poca voluntad de darnos una mano o simplemente que pasaran de nosotros durante nuestra estadía en Bolivia, habían terminado por desgastar nuestro ánimo. Pero cuando ingresamos finalmente a Perú, y el empleado de aduana nos dio la bienvenida con una sonrisa, su trato fue tan cordial que tenía ganas de abrazarlo. Así que, ya lo saben, si alguna vez se cruzan con un viajero, eviten la mala onda, a veces un simple saludo y una sonrisa pueden hacer sentir más cómodo a un extranjero de lo que parece.
     


     
    Aun así y antes de continuar, es importante que aclare que esta sensación que me quedó de Bolivia fue transitoria. Luego, y viéndolo desde un punto de vista más distante, entendí que cada país puede ser un mundo completamente distinto a lo que se está acostumbrado y, algo muy importante que también aprendí es que lo que uno considera que esta bien o dentro de los parámetros de “normalidad” no es universal. Bolivia es un país sumamente interesante, al cual admiro por mantener tan vivas las costumbres de los pueblos que antiguamente habitaban estas tierras (algo que no se ve mucho en Argentina) y que posee una historia y una cultura muy rica. Uno sólo debe entender que es el invitado y debe adaptarse.
     
    Entonces, entramos a Perú. Sólo avanzamos unos 130 kilómetros hasta que llegamos a Puno, la ciudad peruana ubicada a orillas del Lago Titicaca. Siempre que ingresábamos a un país nuevo, yo sentía las mismas cosquillitas en la boca del estómago, una mezcla de ganas de conocer todo y algo de incertidumbre, y así me sentí durante los primeros kilómetros.
     


    Puno
     
    Nos detuvimos en Puno únicamente para hacernos de un valioso mapa carretero que nos guiara por aquellas nuevas rutas (que enseguida notamos que eran muchísimo mejores que las de Bolivia). En el centro de turismo nos llenaron de folletos y así, con nuestros bolsillos llenos de información seguimos viaje.
     


     
    En este tramo hay que admitir que el paisaje es un tanto desértico. Sólo extensos y llanos campos se extendían a nuestro alrededor y cada tanto debimos atravesar algún que otro pueblito. Pero no pudimos avanzar mucho porque una inminente tormenta se formó en el cielo con grandes nubesotas negras y amenazadores relámpagos.
     
    Nos detuvimos en una gasolinera, donde nos ofrecieron un cuartito que tenían improvisado con cama y todo, para no pasar la tormenta en la carpa (amo a los peruanos ). Esa noche, mientras el cielo rugía y el viento soplaba con fuerza colándose por los cientos de recovecos de nuestra precaria habitación, y con linterna en mano chequeamos la información que nos habían brindado en Puno y fue entonces cuando descubrí la existencia de Tambopata. Con sólo ver un par de fotos quedé emocionadísima y esa lluviosa noche cambiamos nuestra ruta planeada: Antes de ir a Cuzco, haríamos un desvío hacia la selva.
     
    Y por Dios que valió la pena.
     
    Con sólo desviarnos unos pocos kilómetros en dirección este, el paisaje cambió radicalmente. Ahora avanzábamos por una sinuosa carretera, la Ruta 30C , que corría por un valle escoltado por unas montañas eeeenoormes tapizadas de una vegetación aterciopelada color verde musgo.
     


     
    Fue tan sorprendente aquel brusco cambio de paisajes que Martin y yo estábamos exaltados señalándonos las cumbres más altas o las particulares formas de los riscos (a los gritos, porque somos muy pobres para acceder a cascos con intercomunicadores ). En el cielo, las nubes se desplazaban pesadamente, rozando las puntas de aquel enorme cordón de roca.
     


     
    Y cuando aún no podíamos salir de nuestro asombro, la cosa se puso muchísimo mejor. De repente ella hizo su aparición, con toda esa energía que la caracteriza: La selva explotó delante de nosotros.
     


     
    Las enormes montañas antes apenas tapizadas con unos bajos arbustos, de repente estaban invadidos de una tupida selva que se apoderaba de todo, desde a base hasta la cima. Las lianas y las ramas de los árboles, las largos pastos y las matas se asomaban sobre la carretera como reclamando territorio.
     


     
    Y las aves! Oh! ¿Cómo explicarles…? La emoción…. La emoción que sentí en mí cuando escuche aquellos cantos de aves que jamás en mi vida había escuchado fue lo más hermosos que viví en mis 27 años.
     


     
    Las oropéndolas cruzaban volando por delante de la moto, con su intenso color negro y su cola amarilla radiante, y a lo lejos un grupo de guacamayos azules se amontonaban en la copa de un árbol haciendo un barullo estruendoso.
     


     
    La humedad se volvía bastante sofocante a medida que nos internábamos en la selva, y las chaquetas comenzaban a pegársenos a la piel. Pero yo estaba tan maravillada que ni ese calor me molestaba.
     
    El viaje hasta la Reserva Madre de Dios nos llevaría dos largos días atravesando la amazonia peruana. La primera noche nos detuvimos a unos metros de un arroyo que corría por entre un extenso llano rocoso.
     


     
    A la mañana nos azotó una densa lluvia selvática que nos mantuvo prisioneros dentro de la carpa hasta casi el mediodía.
     


     
    El segundo día, armamos campamento en un claro que se abría al costado de la ruta y que terminaba abruptamente en una caída vertical de algunos metros de alto. Inmediatamente después comenzaba la selva, como una maraña de lianas, arbustos, y verde que nacía por todos lados. Unos roncos rugidos provenientes del interior de la selva nos sorprendieron en aquel lugar y nos animamos a bajar algunos metros para descubrir que era una gran familia de cerdos salvajes alimentándose en un pantano.
     


    El tercer día de viaje arribamos finalmente a la ciudad de Puerto Maldonado, capital de la región, situada en medio de la espesa selva. Algo sofocados y luego de algunas indicaciones, tomamos el corredor turístico Isuyama-Bajo Tambopata que se aleja de la ciudad y se interna directamente en la Reserva Madre de Dios. Este camino comenzaba siendo de piedras y luego se convertía en una verdadera pista de obstáculos de barro y grandes charcos. Con la moto cargadísima, la situación se volvió algo tensa, sobre todo cuando debíamos cruzar endebles puentecitos de madera que cruzaban pequeños arroyos.
     


     
    Al costado de este corredor turístico fuimos cruzándonos con diversos campings o alojamientos que integran la Red de Conservación del Bajo Tambopata, pero con uno u otro nos encontrábamos con algún impedimento: o no tenían agua, o los precios de alojamiento superaban nuestro presupuesto. Frustrados llegamos hasta casi el final de esta carretera, donde al querer girar para pegar la vuelta nos fuimos de lleno al piso.
     
    Ya estaba bastante de mal humor, con MUCHO calor y con un gran moretón en la rodilla, cuando finalmente y retrocediendo algunos kilómetros nos cruzamos con el lugar PERFECTO.
     
    El Parayso es, técnicamente hablando, una de las Áreas de Conservación Privada (ACP) de la Reserva Madre de Dios que están incluidas en esta Red de Conservación que nombraba antes. Son 16 hectáreas de este bosque amazónico que pertenecen a una bella familia y que se encuentra abierto al público, con el objetivo de conservar y recuperar los bosques.
     
    Percy Balarezo es el responsable de esta iniciativa, y él nos recibió cordialmente cuando arribamos con la Honda. Ese hombre tiene una calma y una paz interior tan perceptible que en el mismo momento que me saludó sonriéndome con una bonachona sonrisa que le ocupó casi toda la mitad de su cara, mi mal humor se esfumó automáticamente.
     
    Y junto a Percy, apareció un increíble personaje, saltando de rama en rama y curioso de nuestra llegada. Un simpático mono solitario que vivía por los alrededores saltaba de un lado para el otro extasiado por nuestra presencia. Cuando lo vi aparecer por entre las copas de los árboles casi se me cae la mandíbula de la sorpresa que me llevé. Aquel pequeñín tan simpático y curioso se acercó con tal confianza que hasta pude tomarlo de la mano y mi felicidad era tan, pero tan grande que hubiera podido saltar por entre las copas de los árboles igual que él.
     


     
    El Parayso se encuentra a la altura del kilómetros 4,6 del corredor turístico, sobre la costa del río Tambopata, y Percy había construido varios bungalows sobre un risco que se elevaba sobre el río. Nos permitió armar la carpa en la galería de entrada de uno de ellos y utilizar el baño, al precio del camping (obviamente hospedarse en el bungalow tenía otro costo).
     


     
    Hacía muchiiiisimo calor y la humedad era pesadísima. Y todos los que me conocen saben que odio el calor. Pero aquel lugar era tan increíble, tan lleno de vida que ni siquiera eso podía opacar mi alegría.
     
    Si existe el edén en algún sitio…. Claramente es allí. Un débil sendero de tierra cercado por altos árboles y arbustos conectaba las construcciones, inmersas en el bosque y mientras uno caminaba, decenas de veloces lagartijas de colores verdes y amarronados se escondían rápidamente entre la hojarasca.
     


     
    Por las mañanas mientras una espesa bruma emergía de la tierra y se desplazaba sobre el rio, uno podía recolectar naranjas directamente de los árboles frutales que Percy tenía en el terreno y hacerse un vitamínico desayuno natural y los atardeceres en aquel lugar, con el sol ocultándose y bañando de una intensa luz el rio, eran la gloria.
     


     
    Cuando caía la noche todo quedaba a oscuras, pues la electricidad no llega hasta estos lares, por lo que sólo nos alumbrábamos con algunas velas que Percy nos alcanzaba. Y así cenábamos, a la luz de las velas, oyendo la melodía de cientos de grillos alrededor y deslumbrándonos con el reflejo de la luna sobre el río que corría delante de nosotros. Una noche, además, tuvimos la sorprendente visita de unos monos nocturnos. Toda una familia de pequeñas bolas de pelos de largas colas pasó frente a nuestras narices brincando por los árboles y esa noche casi ni podía dormirme de la dosis de felicidad que tenía en mi
     
    El Parayso hace honor a su nombre.
     
    Habíamos planeado quedarnos sólo dos noches, pero aquel lugar rebosa de tanta belleza natural y la calma que se respira allí es tan única, que extendimos un tiempo más nuestra estadía porque sabíamos que difícilmente volveríamos a pisar un sitio similar a aquel.
     


     
    Solíamos visitar la ciudad de Puerto Maldonado aunque yo sufría muchísimo esas visitas porque estábamos tan lejos que debíamos manejarnos con los “toritos”. Este transporte no es más que una moto reformada, en cuya parte trasera tiene una estructura cubierta, con un asiento para dos. A modo de taxi, estos pequeñas moto/autos invadían las calles de Puerto Maldonado y era lo más económico que podíamos tomar para ir de un lado a otro. Cuando volvíamos por el corredor turístico yo creía que iba a morir en cada curva. Los toritos van a toda velocidad, dando tumbos y casi saltando sobre el camino y yo iba aferrada con uñas y dientes al asiento sintiendo que iba a salir propulsada en todo momento.
     


     
    Frente a Parayso, cruzando el corredor turístico se abría un angosto sendero que el propio Percy había abierto entre las matas, con un machete, y que nos invitó a recorrerlo.
     


     
    Corriendo lianas y ramas fuimos avanzando por el sendero, algo despreocupados hasta que un grito ahogado de Martin al ver que una enorme serpiente amarilla y naranja (nunca olvidaré esos colores) de metro y medio se deslizaba tranquilamente justo por el medio de sus pies, nos puso alerta de que debíamos estar atentos a cada pisada.
     


     
    Al regreso de la caminata un aliviador chapuzón en el río era la mejor manera de finalizar un caluroso día.
     


     
    Irme de Madre de Dios me costó muchísimo. Sé todo eso de que “hay que seguir viaje” y “nos queda mucho por recorrer”, pero la conexión que tuve con aquel lugar fue algo que nunca había sentido. Agradecí enormemente a Percy por permitirnos disfrutar de toda esa naturaleza y de alojarnos y prometí volver algún día.
     
    Y no tengo la menor idea de que algún día regresaré a aquel Parayso porque sin lugar a duda, la Reserva Madre de Dios ocupa el primer lugar en mi lista de mejores lugares del viaje.
     


     
     
     
    No dejen de ver el resto de las fotos que escogí para compartir con ustedes de este PARADISÍACO lugar en el mundo!
     
     
     
     
     
     


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  11. Ayelen
    El plan era el siguiente: Queríamos llegar a Paraguay porque su ciudad limítrofe, Ciudad del Este, es famosa por sus precios rebajados y era necesario un cambio de cubiertas para la moto. Atravesaríamos Paraguay y volveríamos a entrar a Argentina por la provincia de Formosa, para recorrer el Norte.
     
    Aquel día el calor era especialmente sofocante. Dentro del casco me sentía como un pollo al horno! Pero mientras avanzábamos velozmente por la ruta, el viento fresco nos daba un alivio. Sólo a pocos kilómetros de la ciudad de Iguazú, se encuentra la ciudad brasilera Foz de Iguazú. Para llegar a Paraguay, primero deberíamos pasar por allí. Cruzamos sin problemas las fronteras brasileras, pero cuando llegamos al límite con Paraguay todo fue un CAOS. :zsick: De repente estábamos atrapados en un amontonamiento de autos, bocinazos por todos lados, camiones que se nos tiraban encima y pequeñas motos que como moscas se metían por todos lados, cualquier recoveco era suficiente para ellos para pasar velozmente sin miramientos. Mientras hacíamos la fila para cruzar la frontera, todos los autos que pasaban a nuestro alrededor nos hacían señas para que pasáramos por un costado, esquivando aquella larga fila. Fue tal la confusión del momento y tan grande la insistencia de los conductores que finalmente nos hicimos paso por un costado y sin más ingresamos a Paraguay…. Terrible error cometimos.
     
     


    Hacia Paraguay
     
    En fin, avanzamos, esquivando enormes buses repletos de personas, tratando de no chocar a nadie porque la gente se cruzaba por cualquier lado, mientras las pequeñas motos que funcionaban como taxis, llevando pasajeros, nos pasaban a centímetros (de hecho, una nos chocó en la valija trasera… ). Y además de todo este quilombo, en cada esquina, éramos prácticamente acosados por 5, 6 sujetos que nos rodeaban y en cualquier idioma (francés, inglés, español o chino mandarín) nos ofrecían alojamiento, estacionamiento para la moto, tours y un sinfín de cosas… todo aquello era bastante estresante.
     
    Nos detuvimos unas horas en Ciudad del Este para hacer el cambio de cubiertas de las ruedas de la moto, probamos los típicos chipá, unas masas saladas, y para la tarde ya seguimos viaje.
     


    Los famosos chipá paraguayos
     
     
    Corríamos sobre la ruta, ya alejados de aquella caótica ciudad, y rodeados de campos y algunas que otras casitas, cuando de repente un policía al costado de la carretera nos hizo señas para que nos detengamos. Desde ya debo aclararles que los policías suelen ponerme MUY nerviosa, por lo general son personas que poseen un poder que no saben usar y la impunidad en ellos es total (sin ofender a nadie). Este policía, con todo su aire engreído comenzó a pedirnos todos y cada uno de nuestros papeles: carnet de conducir, seguro de la moto, documentos del vehículo, documentos personales de ambos… todo. Al ver que llevábamos todo en regla, el señor policía pareció un poco decepcionado. Ya estaba por dejarnos ir, cuando nos pidió el papel para transitar por el país. En la confusión de la entrada y no me pregunten POR QUÉ, pero nunca habíamos hecho el trámite correspondiente y no teníamos ningún papel encima.
     


    Ruta paraguaya
     
     
    Nos hicieron bajar de la moto y nos metieron en una pequeña casucha donde se encontraba el jefe que miro y remiró nuestros documentos. Sin decirnos ni una palabra y sin siquiera levantar la vista hacia nosotros anotaba no sé qué cosas en su libreta y mis nervios estaban a punto de hacerme estallar un ojo . Comenzaron a preguntarle a Martin cómo podían arreglar este asunto (…claramente hablaban de un soborno) porque estábamos ilegales dentro del país. La cosa se tornó bastante fea para mí, cuando dos policías se llevaron a Martin detrás de aquella casilla y cerraron la puerta tras él. Además, para hacer más turbia toda la situación, los policías que se quedaron conmigo se comunicaban en su idioma, guaraní entre ellos y yo no entendí nada. Después de quince minutos que para mí fueron eternos, Martin salió y rápidamente nos fuimos. Toda la plata que acabábamos de cambiar a guaraníes (la moneda paraguaya) ahora reposaba en el bolsillo del señor policía.
     
     
    Con una amargura que no podía contener y comenzaba a brotarme como lágrimas , recorrimos unos pocos kilómetros y nos detuvimos a acampar al lado de una estación de servicio, siendo ya de noche. Empezamos a preocuparnos porque realmente estábamos en falta y sin ese papel podían pararnos en cualquier momento y podríamos meternos en un problema más grave, habíamos escuchado que hasta podían sacarnos la moto! Decidimos entonces regresar sobre nuestros pasos y hacer el trámite en Ciudad del Este. Para ello deberíamos levantarnos antes del amanecer para evitar ser detenidos otra vez por algún policía.
     


     
    A la cinco de la mañana y antes de que saliera el sol, desarmamos campamento y salimos viendo el amanecer. Semidormidos, retrocedimos por la ruta completamente desolada. Cruzamos nuevamente por esa casilla donde el día anterior nos habían detenido y se encontraba completamente cerrada, para nuestro alivio. Ya estábamos por cantar victoria, porque nos faltaban pocos kilómetros para llegar a Ciudad del Este, cuando en el horizonte, vimos un auto de la policía carretera al costado de la ruta y un robusto policía uniformado con un traje mostaza nos hacía señas para detenernos. El nudo q sentí en el estómago en cuestión de segundos subió a mi garganta y ya nos imaginaba presos en alguna comisaría de Paraguay, telefoneando a mi mamá para que viniera a rescatarnos. Pero entonces, cuando ya habíamos aminorado la marcha y nos estábamos orillando al costado de la ruta, el policía vio nuestra patente argentina y sin mucha importancia hizo un pequeño ademán con su mano para que continuáramos nuestro camino. El alivio que sentimos en ese momento fue enorme! Nos reímos durante largo rato hasta q llegamos a Ciudad del Este, hicimos la fila como correspondía, el trámite necesario y ahora sí, legales y con todo en orden, nuevamente tomamos la ruta hacia el Oeste… por segunda vez.
     
    Fue tan amarga esa experiencia policíaca que realmente ya no nos apetecía mucho seguir en Paraguay, por lo que durante todo el día no hicimos más que avanzar sobre la ruta. Pasamos por la capital de Paraguay, Asunción, una gigantesca ciudad donde el caos se duplicó, y continuamos nuestro viaje hasta que el sol se ocultó. Llegamos a la frontera con Argentina de noche y en pocos minutos ya estábamos nuevamente en nuestro territorio, en la provincia de Formosa.
     
    Hicimos noche, acampando en la ciudad fronteriza de Clorinda, ya dentro de Argentina y al día siguiente seguimos viaje hacia la ciudad capital de la provincia que lleva el mismo nombre. Ya nos estamos acostumbrando a las sorpresas que nos viene dando este viaje, y la ciudad de Formosa fue una de ellas.
     


    La ciudad de Formosa
     
    Formosa es una prolija y cuidada ciudad, de grandes avenidas y mucho verde. Las plazas y los parques le brindan una belleza única a las ciudades. Situada sobre el Rio Paraguay, la costanera de Formosa era un precioso paseo para hacer por las tardes. Con una fuente de colores y música ambiental, las vistas sobre aquella costanera eran únicas.
     


    Costanera de la ciudad de Formosa
     
    La primera noche la pasamos en un hotel. Una ducha caliente y un bendito colchón era lo que necesitábamos para recobrar fuerzas. Ni hablar del desayuno que tuvimos la mañana siguiente. Tomé todo lo que pude de ese preciado desayuno y lo guardé como mi tesoro.
     


    Mi tesoro!!
     
    Los siguientes días volvimos a nuestra carpita, y nos instalamos en un gran parque ubicado a las afueras de la ciudad.
     
    Aprovechamos nuestra visita a Formosa para descansar un poco y hacerle algunos cariños a la moto. Llegamos así al taller de Carlos, un tipo capo (otra expresión argentina, que significa genio) que nos atendió… bah, atendió a la moto de maravillas.
    Además de mecánico, Carlos fue nuestro guía turístico y junto a él recorrimos sobre la moto toda la costanera de la ciudad. Debido a las crecidas de los ríos debido a la última tempestad, el agua había sobrepasado bastante las costas de la ciudad, por lo que el paisaje era bastante impactante.
     


     
    Sobre las orillas, entre altos pastos podían verse garzas y garcitas alimentándose de algunos insectos o pequeños peces, con sus patas sumergidas en el agua.
     


     
    Nuestro último día en la ciudad de Formosa, lo dedicamos a recorrer una localidad muy recomendada por Carlos, La Herradura. Nuevamente las inundaciones no nos permitieron disfrutar por completo del lugar, pero sin lugar a dudas se trata de un sitio con mucha naturaleza floreciendo en cada rincón y mucha tranquilidad.
     


    La Herradura, Formosa
     
    Sobre la costa de aquel pueblo, podía verse como las crecidas habían inundado parte del parque aledaño, y se podían ver bancos de plazas completamente bajo el agua.
     


     
    Aun así, las grandes plantas acuáticas flotando sobre el agua y el radiante día nos brindaron un paisaje maravilloso para disfrutar aquella tarde.
     


     
    Luego de aquella veloz visita a La Herradura, continuamos nuestra ruta, atravesando la provincia de Formosa. Nuestra última parada antes de dejar la provincia fue en un pequeñísimo poblado, perdido en el mapa, en el que acampamos como siempre solemos hacer, al costado de una estación de servicio. Aquel pueblito al costado de la ruta, con sus callecitas de tierras y sus sencillas casitas realmente tenía un aspecto algo aterrador, pero no era NADA comparado con los insectos que en él habitaban.
    Cuando descubrí una enorme chinche de agua, camino al baño, y vi sus grandes pinzas y su tamaño (como la palma de mi mano) me metí en la carpa, cerré todo perfectamente y no quise salir hasta el amanecer.
     
     


    Linda chinche de agua
     
    A la mañana siguiente continuamos nuestro camino. Pocos kilómetros delante nuestro se encontraba el paso hacia nuestra siguiente provincia, Salta, con la que iniciaríamos nuestra travesía por el Norte Argentino.
     


     
     
     


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  12. Ayelen
    La provincia de Salta es emblemática del norte argentino y con ella iniciaríamos nuestro itinerario norteño. Siempre había escuchado maravillas del norte, que muchas veces superaban las de la Patagonia argentina. Aun así, durante toda mi vida elegí el sur, por mi afición por los climas más fríos (esto, claramente había sido ANTES de viajar a Ushuaia) pero era momento de darle una oportunidad a este extremo del país y estaba ansiosa por conocer. Arribamos a la ciudad capital de Salta que lleve su mismo nombre, una mañana avanzando velozmente por la ruta 81 desde Formosa. Enormes cerros en el horizonte nos recibían a medida que el camino comenzaba a atravesar zonas residenciales de bonitas casas de campo rodeadas de grandes terrenos verdes.
     


     
    Esta primera imagen de la ciudad me encantó, mucho verde y las casitas perdidas entre las sierras mostraban un paisaje tranquilo y rodeado de naturaleza. Pero, ingenua yo, no me había percatado que eso era sólo “las afueras” de la ciudad. La moto tomó una enorme avenida y repentinamente doblamos en una cerrada curva y justo al dar la vuelta apareció ante nosotros la verdadera ciudad.
     
    Un extenso sinfín de casitas, casas y edificios prolijamente asentados en un plano cuadriculado invadía el enorme valle entre las sierras. La primera impresión se me desvaneció por completo al ver esa gigantesca city. Ingresamos por la amplia avenida y siempre que nos ocurre con cada ciudad que visitamos, en pocos minutos ya estábamos completamente perdidos y desconcertados por el tráfico y el gran movimiento urbano.
     


     
    Preguntamos una y otra vez hasta que finalmente llegamos al camping municipal. Sin lugar a dudas, el camping de Salta, es uno de los mejores (si no, EL mejor) en los que hemos estado. No sólo por su baratísimo precio (8$ argentinos por persona, algo así como 0,80 U$S) si no porque el predio era bellísimo, teniendo en cuenta que encima se encontraba en una ciudad tan grande. Como aquel lugar funcionaba también como balneario, en el centro del camping, en forma de “U”, se abría una gigantesca piscina, que más bien funciona como costa artificial. Como nos encontrábamos en épocas invernales, aquel enorme estanque se encontraba vacío, pero a su alrededor se extendían varios metros de hierba donde uno podía acampar, rodeado de árboles frutales. ¿Lo mejor de todo? LOS BAÑOS. Unas grandes instalaciones con varias duchas de agua caliente las 24 hs, y hasta estaban calefaccionadas! casi lloro de la emoción al ver esas estufas.
     


     
    El centro de la ciudad resultó ser un verdadero quilombo, para ser completamente sincera con ustedes. Anchas avenidas atestadas de autos y colectivos eran cortadas por grandes peatonales, punto de encuentro de vendedores ambulantes y artistas callejeros de toda clase y procedencia. Las calles estaban plagadas de negocios, restaurantes, confiterías y una gran muchedumbre que iba y venía atropellando todo a su paso. Entre la contaminación sonora y visual, terminé completamente desconcertada y hastiada de aquel lugar.
     


     
     
    “La verdad que no entiendo por qué la apodan La Linda…. De linda no tiene nada!” me quejé una y otra vez. Evidentemente el destino pretendía cambiar mi opinión sobre aquella enorme ciudad, cuando a la mañana siguiente de nuestra llegada, la moto comenzó a fallar, por segunda vez en nuestro viaje. Como habíamos temido durante esos meses, la “mala praxis” realizada en la pobre Honda en Ushuaia, acarreó sus consecuencias y la bobina del alternador que había sido reparada manualmente (y en vano) en el Fin del Mundo, terminó por dañarse en aquella ciudad norteña. Necesitábamos de una segunda reparación, y mientras tanto, estábamos allí, atrapados en Salta. Y así estuvimos UN MES.
     
     


     
    Obviamente, después de tanto tiempo instalada en aquella localidad, de a poco comencé a conocer su lado atractivo y la verdad es que la ciudad de Salta terminó conquistándome. Sus grandes peatonales terminaron convirtiéndose en mis paseos habituales, y sobretodo comenzamos a concurrir habitualmente a su gran Mercado Central.
     


     
    Un Mercado Central es el sector “nacional y popular” de cualquier ciudad. Allí se puede respirar las verdaderas costumbres y empaparse (aunque sea un poquito) de la real rutina de los locales, sin adornos falsos turísticos. En este enorme galpón, la venta de frutas, verduras y especias era masiva. Y entremezcladas, sin ningún orden innecesario, entre locales de comidas, se alzaban pequeños puestos de venta de celulares, o artesanías y quizás más allá, algunos comercios de indumentaria económica. Y en un segundo piso, se ofrecían almuerzos típicos de la zona y una gran variedad de platos a precios súper accesibles.
     


     
    A medida que los días pasaban, comenzábamos a descubrir la bella arquitectura antigua característica de la ciudad. Grandes edificios con sus preservadas fachadas prolijamente adornadas, altas columnas y detallada simetría. También descubriríamos que Salta es la sofisticada ciudad donde perros callejeros muy educados andan vestidos por las calles, mostrando prendas de última moda y de tendencia europea
     


     
    Sobre una angosta calle céntrica, en una esquina se levantaba una iglesia muy particular que llamaba la atención por los llamativos colores con los que estaba pintada. La Iglesia San Francisco
     


     
    En Salta hay varias iglesias para visitar, pero además de ellas y de grandes e interesantes museos, una de las cosas divertidas que se pueden hacer allí es ascender al Cerro San Bernardo a través del teleférico. Un riel que avanzaba pesadamente entra robustas columnas de cemento nos llevó en un paseo de unos 5 minutos hasta la cima del cerro. A medida que el teleférico ascendía diagonalmente, comenzábamos a ver la verdadera extensión de la ciudad, que parecía no tener fin. Lo impresionante de aquella vista era ver a lo lejos, gigantescas montañas nevadas que cortaban el horizonte envueltas en disfumadas nubes.
     


     
    Lo mejor del cerro, era el viaje hasta su cima, puesto que allí arriba no había más que algunos puestos de artesanías y una pequeña fuente de agua, dispuesta como en pequeñas cascadas de cemento.
     


     
    Y ahora que menciono las artesanías, para quienes gusten de manualidades hechas por los locales de la zona, Salta es la reina de los puestos de artesanos. Cada fin de semana, en una calle principal del centro, se establecían largos mercados donde los artesanos podían ofrecer sus productos, que iban desde pulseras, anillos y collares rústicos, hasta manualidades con maderas, e indumentaria realizada en lana de llama o guanaco.
     
    Para mi alegría (porque estaba todo bien con Salta, pero después de algunos días la cosa podía volverse un poco aburrida), mi gran amiga Gèlia, la bella catalana que conocí en Iguazú, se comunicó conmigo la segunda semana de nuestra estadía en Salta. Ella también se encontraba en la capital, por lo que, tomándonos un “día sólo de chicas”, nos encontramos para visitar uno de los más lindos lugares que tiene la ciudad, la quebrada de San Lorenzo.
     


     
    A sólo quince minutos en bus, y situado en las afueras del bullicio, más bien en una tranquila zona residencial, se encuentra este hermoso atractivo turístico.
    A pesar de que nunca llegamos a entender con Gèlia por qué se llamaba “la quebrada” ya que nunca descubrimos una quebrada, recorrimos aquel corto pero espléndido sendero que se interna en una tupida vegetación selvática bordeando un pequeño arroyo que desciende desde grandes cerros.
     


     
    Con largas ramas de árboles de las cuales colgaban verdes barbas de líquenes, cerrándose sobre él, el arroyo discurría, en algunos tramos sólo como un fino hilo de agua y en otros como dos o tres canales de algunos metros de ancho, por entre grandes rocas que fuimos saltando y rodeando a medida que nos internábamos en la selva, y a medida que íbamos hablando de todo un poco y criticando a los hombres… ya saben, esas cosas que solemos hacer las mujeres cuando nos juntamos. La quebrada de San Lorenzo es un lugar hermoso para reconectarse con la naturaleza…. Y para criticar hombres.
     


     
    Peeeeeero, más allá de sus atractivos arquitectónicos, sus interesantes iglesias y museos, sus paseos en teleférico y cualquier otra característica que pueda tener Salta, no hay absolutamente nada que se compare con su increíble gastronomía. Y no estoy hablando de sofisticados platos de gourmet, estoy hablando de las riquísimas humitas (una preparación de granos de choclo y queso) y de las exquisitas empanadas salteñas. TODOS los días comíamos empanadas que comprábamos en la esquina del camping o de algún local en el centro. De carne, pollo o queso siempre acompañado de su salsa picante para agregarle a gusto, fue nuestro menú diario. Y cuando nos enteramos que en la ciudad se realizaba el 47° concurso de la empanada salteña fuimos los primeros en asistir a darnos la panzada de nuestras vidas.
     


     
    Sobre la enorme playa de estacionamiento de un gran supermercado había decenas de stands participando en la competencia, donde, por pocas monedas, uno podía comer cuanta clases de empanadas quisiera…. Creo que habré engordado unos cuantos kilos sólo ese día.
     


     
    Para cuando la moto regresó reparada, lista para correr nuevamente por las rutas, nosotros ya llevábamos varias semanas instalados en aquel camping y ya éramos casi clientes vitalicios del lugar. Desde nuestra pequeña carpa-hogar vimos decenas de viajantes de todas partes, llegar y partir a medida que los días transcurrían. Hippies artesanos que arribaron a Salta haciendo dedo en el camino, europeos que llegaban con sus grandes motorhome, y familias enteras viajando en alguna camioneta eran los viajeros más comunes que veíamos. Sin embargo de entre todos ellos, una pareja nos llamó la atención inmediatamente. Betina y Federico viajaban en un utilitario en cuyo costado podía leerse “Viajando estamos… de Ushuaia a Alaska”. Estos dos que nos superaban en locura habían arrancado de Buenos Aires hacía varios meses también y rápidamente se creó un agradable lazo entre los cuatro.
     


     
    Junto a ellos, y casi en el mismo nivel de locura, también conocimos a una excéntrica pareja de franceses, ambos ya jubilados que un día decidieron vender todas sus posesiones, comprarse una gran casa rodante y salir a recorrer el mundo, así… sin más. ………… estaban recorriendo Argentina hacía ya diez meses!
     
    Y esta es la parte que aprendí a disfrutar del viaje, porque les aseguro que suelo ser un poco tímida y no muy sociable a veces, pero a medida que uno conoce gente con tanta buena onda, es imposible no generar amistades a lo largo de todo el continente.
     
    Fueron justamente dos daneses que conocimos en aquel camping, que viajaban en una lujosa motorhome, que nos recomendaron visitar el Parque Nacional El Rey, a pocos kilómetros de la capital. Luego de tantos días instalados en Salta, y a pesar de ya haberme acostumbrado a sus cálidos días, sus frías y lluviosas noches, a su baño con estufa y a las empanadas, ya teníamos una próxima meta, por lo que un día nos despedimos de nuestros nuevos amigos prometiéndonos cruzarnos quizás en algún otro país de Latinoamérica, y emprendimos viaje nuevamente por la ruta.
     


     
     
     


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  13. Ayelen
    Una de las cosas que fui aprendiendo mientras viajábamos interminables horas sobre la moto, fue entablar profundas conversaciones conmigo misma.
     
    Al principio eran ansiosas ideas y miedos que se amontonaban, de manera desordenada y sin sentido, expectante a todo lo que sería aquel viaje. Pero con el transcurso del tiempo, en mi mente ya se iban formando conversaciones claras, tal y como las tendría con una amiga.
     


     
    Ahora que lo pienso, viajar tanto tiempo sobre la moto, sin pronunciar ni una palabra y sin poder comunicarme con Martin (más que a los gritos o con señas), fue algo así como una gran terapia personal. Porque al fin y al cabo, terminé convirtiéndome en mi amiga, mi confidente. Dentro de mi cerebro iba entablando larguísimas conversaciones sobre diversos temas: la última gran experiencia que había vivido durante el viaje, recordando algunos roces personales con personas antes de salir, o bien imaginando cómo sería el reencuentro con mi mamá.
     
    Digo que fue una terapia porque tener todo ese tiempo para poder analizar y ordenar ciertas ideas me sirvió mucho para llegar a conclusiones que luego aplicaría en mi vida. A veces me sumergía tan profundo en mis pensamientos que no prestaba atención al paisaje que íbamos atravesando, lo cual no era tan malo en algunos momentos, como, por ejemplo, cuando hicimos los 650 km hasta llegar a Nasca.
     
    Aquel paisaje era diferente, sí…. Pero divertido, mmmno.
     
    El departamento de Ica cubre casi toda el área del Desierto costero del Perú. Arena y médanos, arena y médanos, arena y médano durante horas! El viento que corría por la ruta arrastraba granitos de arena que golpeteaban en el casco a medida que avanzábamos. Pocos vehículos sobre la carretera, un sol fuerte en un cielo despejado y un paisaje desértico mirase para donde mirase fueron nuestra compañía sobre esos eternos kilómetros.
     


     
    Incluso llegue a dormitarme, entrando en esa especie de trance en la que uno siente que su cuerpo simplemente decide dejar de responder meintras la mente lucha continuamente para mantener los ojos abiertos. Un par de violentos golpes contra el casco de Martin cuando el sueño me vencía, fueron suficiente para despabilarme.
    En el último tramo antes de ingresar a la ciudad de Nasca, la ruta discurre por entre unas hoscas colinas de tierra y piedras, completamente desnudas y si ningún rastro de vegetación. Y entonces llegamos finalmente.
     


     
    La entrada de Nasca es algo desprolija, con mucho movimiento y confusa. A los costados de una ancha avenida se levantaban casillas, comercios e industrias, que, junto con el desierto de arena que nacía justo por detrás de ellas, le daban un aire como de ciudad apocalíptica
     
    Seguimos una estrictas indicaciones que nos brindaron desde el centro de información turística y, tras alejarnos varios kilómetros por la carretera Panamericana, llegamos al km. 462, donde se abría un camino de tierra que se internaba en la vegetación desértica.
     
    Fuimos atravesando campos de espinas hasta que finalmente llegamos al recomendado Ecolodge Wasipunko. Este centro turístico está ubicado en el medio del desierto, y abarca varias hectáreas de pura vegetación y enormes árboles. Para mi alegría, allí todo se volvía un poquito más verde y lleno de vida.
     


     
    Olivia es una mujer refinada y de una calma interior enorme, y nos recibió como si nos hubiera estado esperando. Nos ofreció una de sus cabañas, todas muy pintorescas y con cómodas camas que llegaron a tentarnos, pero decidimos quedarnos con nuestra tienda.
     
    Mientras nos guiaba por los diversos sectores del EcoLodge, un área de descanso y lectura o un gran restaurante donde tomaríamos el desayuno (incluido en el precio) a la mañana siguiente, un enorme y espléndido pavo real nos seguía con sus ornamentales plumas desplegadas.
     


     
    Armamos campamento en un área rodeada de árboles, mientras la luz del sol que ya comenzaba a ocultarse se colaba por entra las ramas y las hojas. Olivia nos había informado que esa noche tendría invitados especiales, un contingente de europeos que llegarían simplemente para degustar la especialidad del Ecolodge: La Pachamanca.
     


     
    La Pachamanca es un típico plato de Perú. Consiste en la cocción de diversas carnes y vegetales típicos andinos, como la papa, el camote, el choclo y la yuca, con el calor de piedras precalentadas, acomodadas en un hoyo cavado directamente en la tierra. De ahí su nombre quechua: Pacha= tierra, manka= olla. Algo así como olla de tierra.
     
    Mientras Olivia nos describía el plato, no podíamos evitar que se nos hiciera agua la boca, después de haber pasado tantas semanas a base de arroz y fideos. Y creo que fue muy evidente en nuestros rostros, porque esa misma noche, Olivia se escabulló de sus invitados y nos sorprendió con una enorme olla de arcilla con Pachamanca. “Para que prueben un poco...” nos dijo mientras nos guiñaba un ojo. La combinación de sabores, el dejo a ahumado, y todo acompañado con una salsa de quesos y huancaína fue un increíble festín para nuestros paladares… nunca me voy a olvidar de esa noche
     
    La verdad era que no estábamos muy convencidos de hacer el famoso vuelo por sobre los conocidos geoglifos de Nasca, pero una vez más, estando en aquel lugar, nos parecía una picardía dejar pasar aquella experiencia. Por eso, al día siguiente fuimos hasta el pequeño aeropuerto de Nasca. La sala principal, atiborrada de locales de ventas de pasajes y de vendedores hambrientos nos mareó bastante, pero finalmente conseguimos nuestros pasajes por U$D80 cada uno, más U$D25 por impuestos.
     
    Luego de esperar una hora aproximadamente, y después de ver unas cinco veces el mismo documental de bajo presupuesto de las supuestas poblaciones andinas que se repetía una y otra vez en las pantallas de la sala de espera, nos llamaron para que nos acerquemos a la pista.
     
    Viajaríamos en una pequeña avioneta junto con otra pareja de europeos que estaban de vacaciones. Cuando vi la avioneta y lo frágil que parecía, comencé a arrepentirme un poquito de hacer ese vuelo.
     


     
    Una vez arriba, con los heatset bien colocados (pesaban un poco y podían ser algo incomodos), el piloto y el copiloto se presentaron e informaron entonces el inicio del vuelo.
     
    El avión carreteó varios kilómetros por la pista hasta que con un leve sacudón elevó sus ruedas y antes de que pudiera notarlo ya estábamos en el aire. Tomé la cámara de fotos, entusiasmada, porque era la primera vez que viajaba en avioneta, y apoyé mi frente contra la ventanilla.
     


     
    De repente empecé a sentir un ligero revoltijo en mi estómago y mis brazos comenzaron a pesarme. Mientras la avioneta tomaba altura y las casitas se hacían cada vez más y más pequeñas, tenía la sensación de que mi cabeza se inflaba como un globo. Con movimientos leves, porque todo me mareaba, y dando por hecho que la altura me había afectado la presión, le alcancé la cámara a Martin y le encomendé la tarea de fotografiar los geoglifos :zsick:
     


     
    Mientras sobrevolábamos Las Pampas de Jumana, el desierto de Nasca, podía ver la enorme extensión de esa zona tan árida extendiéndose hacia el horizonte como un manto de tierra clara y un poco de vegetación esparcidas.
     


     
    Por los heatsets, de repente escuchamos la voz del copiloto que nos señalaba el primero de todos los geoglifos que veríamos. Les aseguro que al principio no es fácil ver las figuras, pero una vez que se visualizan son realmente sorprendentes.
     
    Lo primero que divisamos, entonces, fue un conjunto de líneas rectas y un trapezoide. Claro que son figuras sencillas, pero cuando se toma conciencia que son líneas de aproximadamente 15 km. perfectamente rectas, es imposible no quedar boquiabierto y la cabeza comienza a llenarse de preguntas.
     


     
    Luego, el copiloto nos señaló una segunda figura, mucho más asombrosa por su forma más humanoide. El Astronauta, u “hombre lechuza” se encuentra trazado en la pendiente de una colina y, en mi opinión, es un tanto tenebrosa con sus grandes ojos. Más bien parece un dibujo hecho por un niño de cinco años, pero de unas dimensiones de 40 mts. Es la única figura que se encuentra sobre una colina, el resto las veríamos todas en la llanura.
     


     
    La avioneta se inclinaba hacia un costado y daba toda una vuelta por sobre el dibujo, y luego repetía el recorrido, pero inclinada hacia el otro costado, de manera que los cuatro pasajeros pudiéramos observar bien. Con cada inclinación, yo sentía que el cuerpo me pesaba cada vez más y me hundía en el asiento. Pero no quería descomponerme allí arriba, por lo que intenté distraerme con el siguiente geoglifo.
     
    Uno de los más impresionantes para mí, con sus suaves curvas, sus correctas proporciones, y su enorme cola en espiral, El Mono de unos 135 m. Mientras la avioneta se posicionaba de un lado y del otro, y el desayuno se revolvía amenazadoramente dentro de mí, pensaba lo que debió haber sentido la primera persona que por simple casualidad descubrió estas increíbles imágenes. Porque desde la tierra es imposible percibirlas. Estos geoglifos pertenecen a la cultura Nasca, y datan del período prehispánico, hace 1500 años, pero fueron descubiertas recién en 1939, sobrevolando la zona.
     


     
    Luego siguieron El Colibrí, con una distancia de 66 metros entre los extremos de sus alas, y el impresionante Pájaro Gigante, una figura que muestra un gran pájaro con un largo cuello en zigzag, de 300 mts. de largo y 54mts. de ancho.
     


     
    Por último, sobrevolamos las figuras de Las Manos, y El Árbol. Están casi pegadas a la carretera Panamericana, lo que constata que nadie se había percatado de estas figuras en el momento que se construyó la ruta.
     


     
    El motivo de que toda una cultura se movilizara y trabajara minuciosamente en estas enormes figuras que son sólo observable desde los cielos es aún hoy un gran enigma. Con una rápida búsqueda por internet se pueden encontrar diversas hipótesis que hablan de cuestiones astrológicas, lo relacionan con deidades o hasta con seres de otros planetas. Pero la verdad es que “Las líneas de Nasca” siguen siendo uno de los grandes misterios arqueológicos y poder ser testigo de semejante huella dejada por la humanidad fue una gran experiencia.
     
    Cuando la avioneta aterrizó sobre la pista, mi malestar había disminuido, aunque aún me sentía bastante mareada. Tambaleando, bajé y pise suelo firme bastante aliviada. La experiencia fue genial y muy recomendada, pero la próxima procuraré ir con el estómago vacío
     


     
     
     
     
     
    Interesante, no?? Mirá el resto de las fotosss!
     
     
     
     
     
     
     
     


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  14. Ayelen
    En Bolivia, comer es un ritual que se lleva a cabo las 24 hs del día. Las calles céntricas de las ciudades que íbamos visitando siempre estaban invadidas de olores provenientes de todos los recovecos imaginables. Las mamitas sentadas sobre grandes bolsos cerca de sus puestos de verduras comían en silencio generosos platos de picante de gallina (guiso de arroz, salsa y porciones de pollo), en algún cuartito ambientado como restaurante, jóvenes de largas trenzas negras servían a los hombres el menú del día, y cada 20 pasos nos cruzábamos con algún carrito donde se vendían hamburguesas o salteñas (empanadas hechas con masa de maíz).
     
    Los aromas a frituras, guisos y sopas se mezclaban y me invadían las fosas nasales ni bien ponía un pie en la calle. Al principio admito que me revolvía el estómago salir a las 9 de la mañana en busca de algún yogurth o fruta para un desayuno liviano y cruzarme a la mayoría de los bolivianos comiendo esos abundantes platos pero uno se acostumbra…como todo.
     
    Claro que todo este nuevo escenario culinario nos llamaba la atención y fuimos probando todo lo que llegaba a nuestras manos (y todo lo que nos infundía algo de confianza). Si algo nos fascinaba era esa gran paleta de colores que encontrábamos en todos los mercados populares.
     


    Mercado popular de Sucre
     
    Había fruta que jamás había visto en mi vida! Grandes y jugosas, verdes con espinas negras, amarillas con pincelazos rosados. Las ensaladas de frutas se sirven mezcladas con yogurth y frutas secas, y existen jugos de todas las combinaciones posibles. Y hasta nos arriesgamos a comer en un KrustyBurguer de la vida real
     


    Existe! y está en Bolivia
     
    PERO, aquí les dejo un consejo que seguramente muchos de ustedes, viajeros de años, ya conozcan a la perfección, pero que, para novatas como yo, fue toda una lección de vida: JAMAS se debe abusar de la comida de otro país… o podrá traer sus penosas consecuencias.
     
     
    Así mi estómago decidió hacer huelga un día entero en Sucre, a pocos días de haber arribado, convenciendo de lo mismo a mis intestinos y me pasé todo el día bajo las sábanas, descompuesta, encerrada en la oscura habitación del hostel
     
     
    Sin embargo, para los días posteriores, y ya más recuperada, finalmente pudimos recorrer las calles de la llamada Ciudad Blanca de Bolivia.
     


    Catedral Metropolitana de Sucre
     
     
    Como todas las ciudades de este país, establecidas entre las sierras, las calles de Sucre eran un reto a mis piernas. Anchas calzadas que se habían apoderado casi por completo de las veredas subían y bajaban en pronunciadas pendientes y cruzaban toda la ciudad. Sobre las colinas que rodeaban el centro, se podían ver más casitas, entre la escasa y seca vegetación, reflejo de que la ciudad seguía ganándole terreno a las sierras.
     


     
     
    Mientras caminábamos esquivando personas y autos en esta ciudad llena de tanto movimiento y vida, íbamos descubriendo la atractiva arquitectura de Sucre.
     
     


     
     
    Los departamentos de dos o más pisos que se elevaban a diferentes alturas todos con sus techos de teja anaranjada y sus fachadas pintadas de blanco, y esos diminutos balcones de trabajados hierros negros y las antiguas iglesias de ladrillo le daban un aire colonial al sitio.
     


    Capilla de la Virgen de Guadalupe, Sucre, Bolivia
     
    El interior de La Catedral Metropolitana es sencillamente precioso, con sus columnas de colores pasteles y trabajados mármoles, elegantes faroles colgando de aquel alto techo y ese silencio total, solemne, casi incómodo que invade siempre estas grandes construcciones.
     
     


     
     
    En Sucre nos cruzamos por primera vez con unos personajes increíbles: Las Cebritas. Creo que era un proyecto del Estado, donde para concientizar a la población del uso de las sendas peatonales, contrataban jóvenes que, disfrazados de cebras simpáticas se paseaban por las calles de la ciudad indicando a cada peatón y a cada auto cuándo parar y cuándo avanzar. Al principio me parecieron graciosas y originales, pero cuando una se atrevió a pegarnos una calco del tamaño de la palma de mi mano con la frase “Soy un infractor” en el parabrisas de la moto, cuando estaba estacionada en la vereda a la espera que nos abrieran el garaje del Hostel…. Comenzaron a caerme mal
     


     
     
    Al igual que esas cebras, en Sucre vi muchas cosas que me parecían tan extrañas, como el “Dinófono” o la venta de agua en bolsas, y rápidamente sentí que me estaba perdiendo muchas cosas curiosas del mundo exterior.
     


     
     
    Una tarde en particular Martín decidió subir una de las más empinadas calles de toooda la ciudad para llegar a un mirador superior. Fuimos caminando por esas vereditas de 40 cm de ancho cuesta arriba hasta llegar a una enorme plazoleta, escoltada por una iglesia y una escuela.
     


     
     
    Aunque la subida costó, la vista desde aquel punto valía realmente la pena para apreciar la ciudad blanca de América. Todas las casas de Sucre, con sus paredes blancas y tejados de color ocre invadían aquel valle entre las sierras y aún más allá en las cuestas de las mismas, dispersándose hacia el horizonte.
     


     
     
    Estuvimos unos 4, 5 días en aquella bonita ciudad (si no la más bonita de Bolivia) hasta que seguimos viaje. Habíamos decidido ir hasta Santa Cruz de Las Sierras, una gran urbe al Este de Bolivia. Analizando nuestro mapa carretero, única guía que llevamos porque no usamos GPS, habíamos notado que, a pesar de que Sucre y Santa Cruz son dos de las ciudades más importantes del país, la carretera que las unía estaba marcada como “camino secundario”, lo cual no era muy alentador, pero de igual forma nos lanzamos esa mañana hacia la ruta… ¿qué tan malo podía ser…?
     
     
    Nunca un camino me estresó tanto sobre la moto. Ahora, que ya ha pasado un tiempo y veo las fotos, noto el bellísimo paisaje que fuimos cruzando, pero la verdad es que, en aquel momento lo que menos pensaba era en el paisaje.
     


     
     
    Al principio dejamos atrás la ciudad sin mayores inconvenientes, siempre un poco complicados con el tráfico mal combinado con esas calles tan empinadas, pero en poco tiempo estuvimos fuera de Sucre, internándonos en aquel ya conocido paisaje de sierras desnudas y brisas frescas. La ruta estaba asfaltada hasta que comenzamos a cruzar esos baches de tierra y piedras, que cada vez eran más frecuentes y más largos, hasta que finalmente nos vimos corriendo sobre un camino completamente destruido, lleno de pozos y piedra suelta, sin banquina ni aleros protectores a varios metros de altura
     


     
     
    La geografía no ayudaba mucho. El camino tenia muchísimas curvas cerradas y debíamos tocar bocina antes de tomarlas para advertirle a cualquier posible conductor que viniese de frente porque el ancho de la vía no era suficiente para el paso de dos vehículos.
     
     
    A esto debemos sumarle los enormes camiones y, hay que decirlo, la verdad es que Bolivia no se destaca por ser un país donde se maneje muy bien. A medida que íbamos subiendo por aquellas sierras, la tensión también aumentaba. La moto resbalaba continuamente al pasar por esas grandes piedras que atravesaban la carretera y yo cerraba con fuerza los ojos esperando la caída.
     
     
    Con los nervios de los dos al filo, comenzamos el descenso de las sierras, lo cual era peor, porque al ir en bajada es difícil detener la moto si llega a resbalar. Así llegamos hasta la entrada de un pueblo, donde por supuestos arreglos, el camino se encontraba bloqueado, y (yo aún no lo puedo creer) el desvío se encaminaba ni más ni menos que por el cauce de un arroyo. Quiero aclarar que no era que un canal de agua atravesaba el camino… si no que el camino que debíamos tomar ERA un arroyo
     
     
    Enormes camiones iban y venían convirtiendo todo en un barrial y en un continuo camino de grandes charcos y resbaladizo barro. Martin fue avanzando con precaución sobre aquel complicado camino, mientras yo había decidido bajarme de la moto y caminar al lado, metiendo los borcegos en 5 cm de agua y tierra y maleza.
     
     
    Nos detuvimos a almorzar en un pequeño restaurante de aquel pueblito del que ya ni recuerdo el nombre, en medio de la nada, con mis pelos desordenados, un ojo latiéndome y mi sistema nervioso a punto de colapsar.
     
     
    Lo peor era que aún nos faltaba bastante por recorrer y no sabíamos cómo sería el camino que nos esperaba. Con toda la tarde por delante aún, seguimos por aquella peligrosa carretera, mientras enormes camiones nos pasaban a toda velocidad y sin ningún atisbo de vértigo, levantando una molesta nube de tierra y piedras. También teníamos que ir MUY atentos en cada curva, porque autos y camionetas se adelantaban sin importar las reglas básicas de manejo, por lo que nos pasó varias veces tomar una curva y encontrarnos de frente con un automóvil. Entre bocinazos y palabras que no puedo recrear en este medio saliendo de mi casco fuimos avanzando durante todo el día, pero recorriendo sólo pocos kilómetros.
     


     
     
    Y entonces, como para hacerla más completa, el cielo de repente se nubló y comenzó a llover. Debimos detenernos en un pequeño poblado de solo pocas casas levantadas al costado de la ruta, al resguardo de un techo de chapa de una pequeña construcción.
     
     
    Cuando la lluvia disminuyó continuamos para encontrarnos con un camino de tierra muy fina tipo arcilla. Al menos parecía bien consolidado y no tenía baches e imperfecciones, pero a medida que íbamos avanzando notamos que la lluvia estaba convirtiendo todo en una pista peligrosamente resbaladiza. Y cuando la moto dio el primer resbalón violento, en aquella carretera a no sé cuántos metros de altura sobre las sierras y sin ninguna protección que nos evite caer al vacío, decidimos que había sido suficiente aventura por un día y no podríamos seguir avanzando en esas condiciones.
     
     
    Volvimos unos metros hacia atrás, que nuevamente los hice a pie porque ya no podía soportar más la tensión de sentir que nos podíamos caer de la moto en cualquier momento, hasta regresar a ese pequeño conjunto de casitas donde habíamos parado a aguardar que cesara la lluvia y armamos un pequeño campamento en un baldío.
     


     
     
    Aquel día había sido bastante agotador, y mientras armábamos la carpa bajo una fina lluvia que no paraba de caer desde el cielo gris, tuve que canalizar todo en un llanto silencioso porque de alguna manera me tenía que descargar.
    Bolivia realmente me estaba costando.
     
    “Bolivia te curte”
     
    Esas palabras que me había dicho aquel viajero desconocido en Argentina no paraban de retumbar en mi cabeza y le daba la razón por completo. La verdad que estaba bastante angustiada, extrañaba bastante mi casa y mis “comodidades”, y todos aquellos inconvenientes me estaban jugando una mala pasada…. Ya no sabía si realmente servía para este tipo de viajes.
     
     


     
     
     
     
    Dejemos el drama y entrá a ver el resto de las fotos
     
     
     
     
     
     


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  15. Ayelen
    Cuando salimos de Rio Grande corría un viento tan violento que estuvimos a punto de regresar, y postergar la salida. Las ráfagas producían un fuerte rugido ensordecedor mientras avanzábamos velozmente sobre la ruta que nos llevaría al pueblito de Tolhuin, y a pesar de estar resguardada detrás de la espalda de Martin, sentía el viento golpear contra el casco y debía hacer fuerza para mantener la cabeza erguida. La potente corriente de aire nos golpeaba de costado y cuando teníamos que pasar algún camión, Martin debía calcular bien la velocidad de la moto, porque si bien el camión nos resguardaba momentáneamente,cuando lográbamos adelantarnos, la fuerza del golpe era de tal magnitud que llegaba a correr la moto de carril. Por suerte, la carretera fue cambiando de dirección de manera que luego de algunos kilómetros, el viento comenzó a golpearnos desde atrás, y la situación mejoró notablemente.
    Creo que ese fue el primer tramo donde realmente comencé a sentir el verdadero frío de Tierra del Fuego. A pesar de llevar ropa cobijada, el viento helado se colaba y me llegaba casi hasta los huesos. En vano, trataba de encogerme sobre la moto, para intentar mantener el calor de mi cuerpo, mientras restregaba mis manos enguantadas. Afortunadamente, fueron sólo pocos kilómetros hasta la llegada a la entrada de Tolhuin. Un arco de madera con el nombre del pueblo nos daba la bienvenida, al costado de la ruta. A ambos lados del arco, se erguían dos extrañas figuras que representaban antiguos aborígenes de la zona, los Selk´nam, vestidos con típicos trajes de rituales, donde se destacaban enormes máscaras de troncos de árboles, en forma cónica, una imagen un poco lúgubre, realmente. Una ancha calle asfaltada ingresaba a la pequeña villa que se encontraba establecida en extrañas pendientes y comenzaban a verse pequeñas casillas y algunos negocios. El día estaba nublado, gris y fresco y sólo unas pocas personas se encontraban en ese momento en las calles, lo que le daba un aspecto un tanto triste y desolado al poblado.
    Siguiendo esa calle principal, pasamos una plaza, un hospital y una escuela y tomamos una empinada pendiente que desembocaba en el gran Lago Fagnano (o Lago Khami, como lo llamaban los selk´nam), en cuyas orillas se encontraba el camping en donde nos instalaríamos, un camping bastante extravagante, debo confesar. El lago de un precioso color azul, se abría inmensamente delante de nosotros y al otro lado se podía ver un cordón de gigantescas montañas, pertenecientes a la cordillera Argentina.

    Lago Fagnano
    Un simpático hombrecillo de canosos bigotes corrió a nuestro encuentro al vernos ingresar. Su nombre era Roberto, y era el dueño del camping Hain. Lo primero que nos llamó la atención al ingresar al llano terreno, fueron unas estructuras cónicas de madera, armadas sobre el césped. Luego supimos que estaban construidas para armar la carpa dentro de ellas, porque el viento en aquella zona, sobre todo al lado del lago, era bastante intenso. También había en el camping una pequeña casilla de madera, con unas rústicas mesas y lo más importante: una agradable estufa a leña de la cual no me separé en todo el día.

    Chozas de madera para construir dentro las carpas
    Roberto había levantado cada una de esas construcciones con sus propias manos, con la particularidad de haberlo hecho reciclando cada extraño objeto que encontraba, o que los temporales visitantes del camping le dejaban. Así, podían verse molinos de vientos, muñecos o ciertas esculturas extrañas dispersas en todo el terreno.

    El Camping Hain
    Luego de armar la carpa dentro de estas estructuras piramidales de madera que resultarían ser una gran idea, nos fuimos directo a la casilla donde Roberto ya nos había prendido la estufa. Al ingresar, noté inmediatamente que ese pequeño lugar era lo más especial de todo el camping: como si de una tradición se tratase, cada viajante que había pasado por allí, dejaba su inscripción en un trozo de leña, y lo clavaba a las paredes.

    El refugio del Camping
    Así, las cuatro paredes de aquella pequeña casilla y hasta el techo, se encontraban completamente recubiertas de tablas y tablitas con diferentes leyendas en decenas de idiomas. Aquel lugar parecía más bien un rústico santuario donde cada visitante dejaba su huella. Uno podía leer pequeñas frases con algún tinte poético, o los nombres de viajeros que habían llegado al camping, ya sea caminando, en bicicleta, de a grupo, solos, en pareja, de países latinoamericanos y de Europa.

    Los mensajes de los viajantes
    Esa noche, a pesar de dormir dentro de una de esas chozas de madera, con una buena carpa con buena aislación térmica y con bolsas de dormir diseñadas para temperaturas extremas, pasamos bastante frio, pero debíamos resignarnos a ello, si queríamos seguir viajando hacia el extremo sur del país. A la mañana siguiente Roberto nos habló de una caminata que iniciaba cerca del camping y que costeaba una laguna, llamada Laguna Negra, dentro de la Reserva que lleva el mismo nombre. Nos aconsejó que fuéramos hasta el final del recorrido, donde nos encontraríamos con los grandes diques de troncos construidos por castores. Como ya imaginarán, con sólo escuchar que podríamos ver castores, ya estaba arrastrando a Martin hacia la caminata.
    Antes de salir, Roberto nos sugirió que, para ver aparecer estos grandes roedores, destruyéramos maliciosamente alguno de sus diques, quitándole uno o dos troncos. Confieso que me pareció una idea terrible, y que no creí absolutamente para nada que haciendo esto, pudiéramos ver alguno de estos animales. Sin embargo, emprendimos el trekking, caminando por la empedrada orilla del lago Fagnano, hasta llegar al cartel que indicaba el comienzo de la Reserva Laguna Negra. El día estaba bastante fresco y corría un helado viento, pero al menos, para nuestro alivio, había salido el sol ese mediodía.

    Reserva Laguna Negra
    Un débil sendero de tierra ingresaba en un extenso bosque de lengas y ñires, delgados y altos árboles con sus copas de un verde claro que se elevaban desde el suelo formando un intrincado laberinto. De sus ramas colgaban barbas de líquenes que se mecían débilmente cuando soplaba el viento.

    Barbas de líquenes
    El sendero comenzaba bordeando un barranco, donde de un lado se extendía este bosque, y del otro se podía ver la Laguna Negra, entendiéndose hasta las montañas que se alzaban a lo lejos.

    Laguna Negra
    El camino continuaba rodeando grandes extensiones de turbas, que son profundos depósitos de musgo. Debido al clima frio, y a la falta de ciertas bacterias, los restos vegetales no terminan de descomponerse del todo en esa zona, y se convierten en una gran “esponja” que se ha ido acumulando a lo largo de miles de años, algunos llegando a medir hasta diez metros de profundidad. Les puedo asegurar que caminar sobre las turbas es un tanto desagradable. El pie se hunde con cada paso, y brota agua, por lo que uno termina mojándose, no es una sensación muy agradable.

    Depósitos de Turba
    Atravesamos parte del bosque, deteniéndonos cada tanto a sacar fotos, o simplemente a contemplar la tranquilidad y el silencio de aquel lugar, cortado sólo por el silbido del viento que soplaba por entre los árboles.

    Bosque de lengas y ñires
    Cruzamos arroyos y un frágil puente de madera hasta que finalmente llegamos a los grandes estanques formados por las castoreras. Estas sólidas construcciones, formadas por cientos de ramas y troncos, prolijamente roídos y colocados por estos laboriosos animales, cortaban el paso del agua de costa a costa, generando inmensas lagunas, que terminaban inundando las zonas aledañas. Mientras el camino ascendía por entre el bosque, al costado íbamos viendo estos estanques, formados a diferentes alturas, como en escalera y contenidos por estos robustos diques.

    Castoreras
    La verdad es que, a pesar de que amo estos y todos los animales, el paisaje no era muy alentador, porque las inundaciones afectaban visiblemente aquellos bosques nativos. Debido a la “gran” idea de un ser humano, el castor (que no es un animal autóctono de Argentina) fue introducido, y al no tener un depredador, se ha ido reproduciendo descontroladamente y sus inmensas construcciones generan mucho daño al ecosistema de esa zona.

    Parte del bosque nativo inundado
    Aun así, no podíamos dejar de asombrarnos de estas grandes castoreras, que eran tan sólidas que uno podía pararse encima tranquilamente. Lamentablemente, a pesar de ir lentamente, intentando no hacer ruido y atentos, no vimos ningún castor en las proximidades. Llegamos al final del recorrido y decidimos volver, bastante decepcionados. Martin insistía en hacerle caso a Roberto, y quitar algunos troncos de una de las castoreras, pero yo me negaba. Me parecía una idea absurda y hasta llegué a burlarme de él, diciéndole que los castores no iban a aparecer solo por eso.
    Cuando finalmente me rendí y accedí a la idea, me senté cerca de la orilla de uno de estos estanques, ofuscada y suponiendo que íbamos a estar largo rato allí esperando para nada, mientras Martin caminó haciendo equilibrio sobre la castorera más cercana, y quitó un par de troncos de la misma. Un pequeñísimo hilo de agua comenzó a correr por encima de la construcción y Martin volvió corriendo a mi lado, ansioso. Abrí la boca para decirle que no se ilusionara, en el mismo momento en que mis ojos divisaron una pequeña cabeza flotando por sobre el agua, nadando hacia nuestra dirección. Mi sorpresa fue tal, que no me salían las palabras! Efectivamente como había dicho Roberto, allí venia nadando un castor.

    Y apareció el castor
    Nos quedamos inmóviles y completamente sorprendidos, mientras aquel bello animal con su extravagante cola plana aparecía flotando lentamente a escasos metros nuestros. El castor observó la pérdida y permaneció algunos minutos, cortando algunas ramitas que flotaban a su lado. Obviamente le saqué miles de fotos en todos los ángulos posibles y lo filmé mientras memorizaba la gran lección de nunca más subestimar los consejos de un pueblerino.

    Hermoso castor
    Cuando el pequeño animalito dio por terminada su tarea, emprendió la marcha y nosotros también. El sol ya comenzaba a ocultarse, y la temperatura descendía rápidamente, por lo que nos apresuramos a volver al refugio a prender la estufa a leña, aunque nuestra emoción era tal por haber visto aquel animal tan extraño para la fauna nativa de argentina, que ni siquiera notamos el frío.

    Volviendo de la Reserva
    Habíamos decidido partir al día siguiente del pueblo de Tolhuin para llegar a Ushuaia, pero la mañana siguiente nos esperaba con un clima extremadamente frío y fuertes vientos. Sabiendo que sobre la moto eso significaba mucho sufrimiento, nos quedamos un día más en el camping Hain. Aprovechamos el día para recorrer el lago Fagnano hacia el otro extremo que no habíamos visitado aún.
    Caminamos por la costa cubiertas de pequeñas piedras de distintas formas, tamaños y colores, y junté algunas que me llevaría de recuerdo. El viento que corría provocaba un peculiar oleaje en el agua, pero aun así, el paisaje frente nuestro era bellísimo. El lago con su cristalino color azul se extendía hasta el horizonte, donde se alzaba la imponente cordillera, cortando el cielo celeste.

    Bellísimo paisaje del Lago Fagnano
    Nos llamó la atención ver a lo lejos, sobre el lago, una extensa y espesa neblina que se dirigía lentamente hacia la costa, pero restándole importancia, continuamos nuestro paseo. Caminamos largo trecho, hasta llegar a un altísimo risco, donde terminaba la playa empedrada, y al que bordeamos hasta llegar a una pequeña cascadita.

    Cascadita
    Al emprender el regreso al camping, esa extraña bruma que veíamos acercándose sobre el lago, llegó hasta nosotros, y comprendimos que no era ni más ni menos que viento. El viento más poderoso que sentí en mi vida.
    Caminar esos metros con esas ráfagas en contra fue realmente exhaustivo. Jamás había imaginado que el viento podía soplar tanto! Avanzábamos casi empujando el ventarrón a cada paso, que no cesaba ni un segundo en soplar, y hasta era difícil respirar porque se sentía exactamente como una pesada manta que te cubría toda la cara. Cuando logramos llegar al refugio, casi riéndonos de la extraña situación que acabábamos de pasar, sentía el cuerpo totalmente cansado, y estaba completamente asombrada…nunca me voy a olvidar de ese momento.
    Luego de esos días en Tolhuin, y con una mañana un poco más despejada, decidimos desarmar campamento y por fin, emprender los últimos kilómetros que nos separaban de nuestra gran y principal meta: Ushuaia, la ciudad más austral del mundo. Para llegar debíamos atravesar un camino de montañas, el Paso Garibaldi y yo ya me estaba preparando para pasar frío. Antes de marcharnos y de saludar y agradecer a Roberto por la estadía, siguiendo la tradición de los viajeros, buscamos una leña cortada, escribimos nuestros nombres, la fecha y la clavamos en una de las paredes del refugio, como símbolo de nuestro pasar por aquel lugar tan mágico.

    Nuestra huella
    Cuando tomamos nuevamente la ruta hacia Ushuaia, estábamos ansiosos, algo nerviosos y sobre todo felices… pero lamentablemente, nada nos prepararía para el desafortunado inconveniente que sufriríamos con la moto, sólo unos pocos kilómetros más adelante.
  16. Ayelen
    Después de recorrer más de 600 kilómetros, desde Ushuaia hasta Rio Gallegos, atravesando toda la Isla de Tierra del Fuego en un agotador viaje que nos llevó más de doce horas y en el que casi muero de hipotermia sobre la moto, lo único que realmente yo quería era dormir eternamente en una cama calentita .
    Sin embargo, a la mañana siguiente, muy a mi pesar, me levanté temprano (odio levantarme temprano ) porque Gerardo y Adriana, los amigos de Martin quienes amablemente nos hospedaban en su casa, prometieron llevarnos a un lugar especial. La verdad era que no teníamos intenciones de quedarnos más de una noche en la ciudad de Rio Gallegos, pero cuando nos hablaron de Cabo Vírgenes, extremo final de la parte continental argentina y asentamiento de una gigantesca pingüinera, no pudimos negarnos.
    La moto merecía un buen descanso, por lo que ese día quedó resguardada en el patio trasero de la casa de esta pareja y fuimos los cinco (nosotros, los amigos de Martin y su pequeño hijo) en auto hasta aquel alejado lugar. Después de la exhaustiva travesía realizada el día anterior, no quería saber nada con seguir viajando, pero es cierto que viajar cómodamente estirada en el asiento trasero de un auto no se compara a viajar en moto.
    Ese día, la ciudad se levantaba con nosotros. Aun estando alejados del centro, varias personas comenzaban con su rutina y las anchas calles de tierra de aquel barrio de Rio Gallegos se llenaron de movimiento.
    Lamentablemente el camino para llegar hasta Cabo Vírgenes es… sencillamente, espantoso. Siendo un lugar tan hermosos como conocería al llegar, es una verdadera pena que no se asfalte o que, al menos, no se mantenga. Dentro del auto íbamos dando tumbos de un lado hacia otro, mientras avanzábamos lentamente. Lejos había quedado ya la ciudad, y atravesábamos infinitas extensiones de campos.
    Aproximadamente 140 kilómetro separan la ciudad del cabo, de los cuales sólo 20 son asfaltados. Fueron tres interminables horas en las que por la ventana del auto, en continuo traqueteo, sólo veíamos una alfombra verde extendiéndose hacia el horizonte, pero al fin arribamos pasado el mediodía.

    El Atlántico bañando las costas de Cabo Vírgenes
    Lo primero que se aprecia al llegar a aquel realmente inhóspito lugar, es una vasta extensión de apagados colores que finaliza abruptamente en un barranco y algunos metros abajo, se observa la inmensidad del atlántico bañando las orillas. Anchas playas desiertas se extienden a lo largo de toda la costa. Corría un viento muy fuerte que rugía en los oídos y mecía frenéticamente los bajos arbustos que creían sobre el suelo. Cabo Vírgenes el punto más austral del área continental de América, en ella se encuentra La Reserva Natural Cabo Vírgenes, área protegida donde se encuentra una de las pingüineras más importantes de las costas del Atlántico. La zona alberga una colonia de pingüinos de Magallanes de aproximadamente 250.000 individuos.

    El faro de Cabo Vírgenes
    Entre algunas suaves colinas del terreno se pueden apreciar algunos edificios pertenecientes a la armada del país y oficinas gubernamentales, pero lo que más sobresalta sobre aquel paisaje de tonos amarillos y verdes, es el faro de franjas negras y blancas, y una peculiar confitería llamada “Al fin y al Cabo”, donde según me han contado, preparan unas deliciosas tortas, que, lamentablemente no pude probar porque estaba cerrada.
    Un pequeño cartel indica el comienzo en el kilómetro 0 de la Ruta 40, la famosa ruta argentina, elegida por centenares de viajeros, que bordea la Cordillera de Los Andes en toda su extensión hasta finalizar en el extremo norte del país en un pueblo norteño llamado La Quiaca, y que era nuestro próximo camino a tomar. Luego de haber cumplido nuestra primera meta de llegar al fin del mundo, Ushuaia, nuestra siguiente meta sería recorrer esta popular carretera.

    El inicio de la Ruta 40
    Unos kilómetros más alejados de aquel punto, se encuentra instalada la Reserva de Cabo Vírgenes. Un sendero de piedras, delimitado por vallas, se abre a través de estos bajos arbustos que invaden grandes extensiones, y marca el recorrido por esta gran reserva. Sólo habíamos caminado unos pocos metros, cuando vimos el primer simpático pingüino. Recostado en un cómodo hueco a modo de nido, a los pies de uno de estos arbustos, descansaba tranquilamente.

    Y así como descubrimos a este pequeño, a medida que avanzábamos sobre el sendero, empezamos a observar cientos y cientos de pingüinos esparcidos entre los matorrales, y al costado del camino.

    Hasta eran fotogénicos !
    Anidaban bajo estos bajos setos, que estaban tapizados de pequeñísimas plumas blancas y compartían el territorio con diferentes aves y liebres patagónicas que se podían ver alejándose a saltos, a lo lejos.

    Liebre Patagónica
    Muchos pingüinos eran jóvenes que estaban en pleno cambio de plumaje y se podía notar la diferencia de plumas sobre sus lomos. Completamente inofensivos, estas bellas aves permitían que uno se acerca a escasos centímetros de ellos, pero rotaban la cabeza de un lado a otro a modo de advertencia si alguien quería tocarlos (si… no me pude contener e intenté acariciar a más de uno ).

    La mayoría se encontraba en pareja, y era muy gracioso oírlos vociferar, con su cuello extendido y sus alas abiertas. Y ni hablar de verlos caminar brutamente en fila hacia las playas.

    El sendero finalizaba en lo alto de este risco que rodeaba la costa, en un balcón que daba al mar. Desde allí seguimos viendo más y más pingüinos, reunidos sobre la orilla, junto a algunas gaviotas cocineras. Poder verlos tan de cerca e internarme en su ecosistema, fue una experiencia que llenó mi corazoncito de bióloga y me dejó completamente satisfecha de contacto animal.

    Partimos del cabo, con el sol ocultándose y tiñendo el cielo de tonos rosados sobre aquellos campos eternos. A la mañana siguiente dejábamos atrás Rio Gallegos e iniciábamos la ruta 40, sobre la Honda.

    Durante todo ese último tiempo, varios viajantes con los que nos habíamos cruzado, sobre todo con aquellos que viajaban en moto, nos habían advertido de las adversidades de la ruta 40. Siempre decían que era una ruta desértica y que el peligro radicaba justamente en que existían tramos de kilómetros y kilómetros de la misma NADA. Y tenían toda la razón.
    Nuestro primer recorrido por la de la Ruta 40 fue realmente atravesar kilómetros de absoluta nada. Lo único que yo podía ver desde la moto eran médanos y médanos de tierra extendiéndose hasta el horizonte, algunos pocos pastos…. Y nada más. Además, varios tramos de la ruta se encontraban en reconstrucción y todo el tiempo, carteles enormes de DESVÍO nos obligaban a tomar maltrechos caminos de ripio (otra vez mi archienemigo aparecía en acción), y esto nos demoró muchísimo.

    El desolador inicio de la Ruta 40
    Fueron varias horas de ese aburridísimo paisaje, pero a medida que nos íbamos acercando a nuestra próxima parada, el ambiente fue cambiando. Desde la ruta, podían verse emerger a lo lejos gigantescas montañas blancas, completamente nevadas, pertenecientes al cordón andino. Aún se veían extensiones ondulantes de tierra, pero cuando bordeamos un inmenso lago de color aguamarino, el paisaje cambió por completo. Como un gran espejo, el inmenso lago cortaba con aquel monótono horizonte marrón y sobre él se levantaban las enormes montañas.

    Llegábamos así a nuestra siguiente ciudad por conocer: El Calafate, hogar del increíble Glaciar Perito Moreno.
  17. Ayelen
    Más allá de todos los paisajes que nos habían asombrado y encantado hasta aquel momento en la Patagonia argentina, una de las mejores caminatas que realizamos en El Bolsón, fue la del Cajón del Azul: Un enorme río, al que llaman Río Azul, encajonado por altas paredes de piedra, rodeado de bosque nativo. De sólo imaginarme aquel paisaje, me llenaba de ansías para arrancar la excursión. El día anterior, debimos dar aviso a las oficinas de turismo, ubicadas en la plaza central de El Bolsón, donde nos registramos y nos brindaron un práctico mapa. A lo largo de un extremadamente largo sendero (de varios días de caminata) se encuentran diferentes refugios en los que uno puede pasar la noche, por lo que decididos a ello, nos equipamos con comida y las bolsas de dormir.
    Partimos una mañana entonces, desde Las Golondrinas en la moto, hasta llegar a un conocido paraje, llamado Chacra de Wharton, a aproximadamente 15 kilómetros. Allí debíamos dejar la Honda, ya que no se puede avanzar más en vehículo.
    Abrigados porque el día estaba bastante fresco, iniciamos la caminata. No les voy a mentir, fue un sendero muy cansador para mí y difícil, pero voy a intentar no adelantarme. Iniciamos descendiendo por un empinado camino marcado hoscamente en la tierra, hasta continuar con una senda más ancha, rodeada de un bosque de cipreses y cohiues. Y desde ese punto, comenzamos a subir.

    Paso a paso, íbamos ascendiendo a través de la pendiente que se internaba en aquel espeso bosque, siguiendo las flechas indicativas pintadas en las rocas o en los troncos de los árboles. A medida que avanzábamos, escuchábamos más cerca la turbulencia de un poderoso río, y eso nos animaba a seguir. La verdad es que yo debía detenerme cada algunos pasos para oxigenarme, porque el camino en aquel punto fue muy exigente. Para aumentar “la aventura”, a mi querido novio, no se le ocurrió mejor plan que salirse del camino principal, internándose en el bosque. Como ya les dije, está un poquito loco
    Al principio, ir haciéndonos paso entre la maleza, corriendo ramas y saltando raíces fue bastante divertido y emocionante… pero a medida que avanzábamos y nos internábamos más, la cosa comenzó a ponerse un poco complicada. Algunos metros más adelante nos cruzamos con lo que parecía ser un viejo camino, marcado débilmente en el suelo, y comenzamos a seguirlo, suponiendo que nos llevaría nuevamente a la senda principal.
    Aquello se puso realmente abstracto cuando comenzamos a avanzar por el borde de una vertical pendiente, con una peligrosa caída, varios metros hacia debajo de mucha vegetación. Casi que debía ir trepando, sosteniéndome de fuertes raíces para no rodar cuesta abajo. Ya bastante molesta con Martin porque ya aquello se estaba tornando demasiado para mi, decidimos desviarnos por segunda vez de aquel viejo camino y, afortunadamente, salimos al sendero principal.
    Sin más locuras, porque realmente se corre el riesgo de perderse en aquel laberinto de árboles, continuamos el ascenso por aquel camino de tierra y piedras, hasta llegar al responsable del estruendoso sonido que escuchábamos a lo largo del camino. Delante de nosotros, se abría un violento cauce de agua, una rama del Rio Azul, que descendía rápida y violentamente por entre gigantescas rocas claras.
    Un no muy confiable puente hecho de sencillas maderas se tambaleaba peligrosamente por sobre aquel caudal de agua. Aquel había sido el único medio para pasar por encima del brazo del Rio, pero (quizás quitándole un poco la aventura al camino, hay que admitir) un robusto, sólido y mucho más seguro puente de acero se había construido a su lado. Martin no dejó de quejarse de lo mucho que afectaba el sendero aquel puente, pero yo lo transité feliz y tranquilamente

    Continuamos el camino, que ahora bordeaba aquel sonoro caudal de agua cristalina. A medida que íbamos ascendiendo, por entre las copas de los árboles podíamos ver aquel brazo hacerse más angosto, escoltado por enormes paredes de piedra. El agua corría vertiginosamente saltando por entre las piedras y golpeando violentamente al caer.

    Luego de casi dos horas de continua travesía, llegamos al primer paraje del sendero, el refugio La Playita. En esta parte, el camino descendía sinuosamente hasta llegar a una cabaña situada en unas playas pedregosas, donde el agua corría más lenta y tranquilamente. En aquel lugar se puede acampar, comer algo o pasar la noche dentro del refugio, pero simplemente nos limitamos a recorrer las orillas, caminando por sobre hoscas piedras y continuamos la travesía. Sé que en épocas veraniegas, la gente suele bañarse en esas playas, pero esa idea estaba lejos de ser concretada para nosotros aquel fresco día.

    Aun nos restaba una hora más de ardua caminata por entre el bosque de grandes y altos pinos, en un tramo del mismo, debimos subir, escalando unos escalones realizados con gruesos troncos adheridos a una vertical pared de tierra.

    A medida que avanzábamos íbamos descubriendo algunos arroyos que cruzaban el bosque y a nuestro costado íbamos observando como el Rio Azul (ya habíamos conectado con él, a través del brazo) comenzaba a encajonarse en un abrupto cañadón, por entre el cual el agua corría rápidamente, arremolinándose en algunos sitios.
    Las paredes de aquel cajón se aproximaban cada vez más, a medida que continuábamos la caminata, hasta que llegó un punto que increíblemente ambas paredes estaban sólo separadas por apenas 80 cm. Un sencillo puentecito, hecho con algunos troncos conectaba ambas márgenes, pero uno podía saltar prácticamente de un punto al otro.

    Si se miraba hacia abajo, a 40 metros más o menos se podía ver el caudal el Rio Azul haciéndole honor a su nombre, ya que el agua realmente tiene un precioso color azul, a veces aguamarina cuando le pegan los rayos de sol, que no dejaba de deslumbrarnos.

    Cruzado aquel singular puente, un cartel nos indicó que sólo faltaba poco para llegar al refugio del Cajón del Azul. Apuramos la marcha hasta encontrarnos con una llanura, cubierta de campos de pastura. Unas vacas nos dieron la bienvenida en la tranquera e ingresamos al refugio. Como todos los refugios de aquel lugar, también podíamos pasar la noche allí, pero a pesar del cansancio y el agotamiento que sentíamos en nuestras piernas, una vez que recuperamos el aliento, con Martin decidimos seguir unos kilómetros más, aprovechando los últimos vestigios de luz del día, al siguiente refugio: El Retamal.
    Ni bien comenzamos a caminar los últimos tramos hacia nuestro objetivo, me arrepentí rotundamente. Aquellos últimos metros, había que hacerlos por entre altos árboles, tomando una difícil pendiente que ascendía varios metros. Con las rodillas casi temblándonos, llegamos a la cima, completamente exhaustos y desde allí, vislumbramos el siguiente refugio. Ingresamos a un extenso y verde campo con una sencilla casita ubicada en el medio. Un imperioso cordón de montañas rodeaba todo el paisaje.

    Un joven nos dio la bienvenida y nos indicó el lugar de la casa que podíamos utilizar, una cálida habitación con mesas y sillas tapizadas de lana de oveja y una pequeña cocina.
    Cansados y hambrientos por aquel arduo esfuerzo que nos llevó la caminata de todo el día, nos preparamos unos fideos y nos fuimos a dormir. En la parte superior de aquella habitación, un altillo servía de dormitorio, donde varios colchones se encontraban dispersos en el suelo. Recuerdo haberme metido dentro de mi bolsa de dormir y simplemente me desmayé.
    A la mañana siguiente, temprano, decidimos comenzar el retorno. El sendero sigue mucho más allá, llegando incluso a un glaciar, llamado Hielo Azul, pero no llevábamos la suficiente comida y ropas para pasar muchos días más en el bosque, por lo que había que volver.
    Sin embargo, antes de tomar el camino de vuelta, el encargado del refugio nos aconsejó que visitáramos un lugar, ubicado en altura, llamado Paso de Los Vientos.
    Sinceramente, mis pobres piernecitas no querían saber más nada con seguir subiendo, pero a pesar de mis quejas, aquello valió totalmente la pena. Fuimos avanzando a través de un sendero que ascendía internándose en el bosque, el cual crecía atravesando el camino. Debimos ir esquivando ramas, corriendo hojas y saltando raíces. El rocío de la mañana había humedecido toda la vegetación y pronto terminamos nosotros también completamente mojados, al ir rozando con todo el follaje que se interponía en el camino.
    El camino llegó hasta el comienzo de unas altas colinas que fuimos ascendiendo por entre grandes rocas, y cuando al fin llegamos a la cima nos quedamos anonadados. A nuestro alrededor se abría un gigantesco valle tapizado de bosque y más allá todo estaba rodeado de grandes montañas.

    En aquel lugar reinaba la absoluta paz y el silencio. Realmente uno se sentía muy insignificante al lado de tal abrupto paisaje.
    Permanecimos varios minutos allí, llenándonos de aire puro y contemplando aquel paisaje maravilloso. Me senté sobre la sima de una de las más altas colinas y me quedé simplemente maravillada. Aquella ardua caminata, realmente había valido la pena. Aquel lugar era increíble!

    Descendimos nuevamente al refugio El Retamal, tomamos nuestras mochilas y emprendimos el regreso a El Bolsón.
    Antes de llegar al Refugio del Cajón del Azul, en el cual no habíamos parado el día anterior, nos desviamos, curiosos de seguir una indicación en un desprolijo cartel de madera que indicaba el camino al “nacimiento del cajón”.
    Solo unos pocos metros más adelante descubrimos, efectivamente, el sitio exacto donde el río comenzaba a correr por entre el nacimiento de grandes rocas que más adelante se convertirían en el Cajón del Azul.

    El agua increíblemente cristalina saltaba por entre las rocas y se escurría cuesta abajo con fuerza. Se podía ver el fondo rocoso de tan transparente que era el agua.

    Un precioso Martin Pescador, un ave típica de la zona, famosa por sus habilidades en la pesca, sobrevolaba el rio en busca de alimento. Era la primera vez que veía a este precioso animal en persona

    Retomamos otra vez el camino y regresamos por sobre nuestros pasos hacia la moto. El camino de vuelta creo que fue peor que el de ida, si tengo que serles sincera, pero al final, llegamos cansados pero felices al reencuentro con nuestra querida Transalp.

     
  18. Ayelen
    El Valle de La Luna (como es mundialmente conocido) o Parque Nacional Ischigualasto, su verdadero nombre, es un rincón en mi país que realmente impresiona y asombra por sus peculiares e insólitos paisajes, tan interesantes como extraños.
    Ubicado en el norte de la provincia de San Juan, en el límite con La Rioja, el Parque Nacional es conocido a nivel mundial por sus características geológicas y paleontológicas. Aquel desértico paisaje, desprovisto casi por completo de vegetación, con sus contrastados colores y sus realmente extrañas formas en la roca esculpidas por la erosión, es un interesante lugar desde el punto de vista científico ya que es el único que conserva, plasmado en su geografía, todo el período triásico, que se puede observar “por capas” en las grandes formaciones rocosas.
    Para llegar a él, debimos tomar un desvío que se abría al costado de la ruta 40 y que se internaba en la llana estepa, perdiéndose en el horizonte.

    Por la Ruta 40, camino al Parque Ischigualasto
    A medida que avanzábamos cautelosamente por el camino, me comenzaron a invadir algunos escépticos sentimientos sobre aquel lugar porque a nuestro alrededor no se veía nada. Y cuando digo nada, es nada…. Solo un llano horizonte amarillo y unos pocos arbustos. Además no vimos ningún otro vehículo viajando por aquel desvío por lo que más de una vez dudamos de haber estado dirigiéndonos en la dirección correcta
    Pero, luego de algunos kilómetros, el camino giró en una curva y encaramos lo que parecían unas pequeñas construcciones, a lo lejos. Efectivamente, allí estaba establecida la base y el único centro dentro del parque. Sólo había una pequeña oficina informativa, un museo y una confitería en el medio de la nada, básicamente.
    “¿Esto es el Parque Ischigualasto?” pregunté yo con bastante desconfianza. Y así era.
    Detrás de las oficinas de información, se encontraba el área de acampe, en donde unos quinchos de caña servían como resguardo del fuerte viento que soplaba por aquella zona, sobre todo a la noche.

    Zona de acampe en Parque Ischigualasto
    Mientras armábamos nuestra carpa el sol comenzaba a esconderse, bañando todo aquel inhóspito paisaje de un brillante dorado y encendiendo las quebradas que cortaban un poco con la plana monotonía del horizonte.

    Atardecer en Valle de la Luna
    Si uno se asomaba, subiéndose a lo alto de alguna de las colinas que rodeaban el predio, podía ver las miles hectáreas del parque extendiéndose hasta el horizonte. Una familia de liebres patagónicas salía de su guarida para una última comida antes del anochecer o quizás para otras actividades nocturnas.

    Liebres patagónicas
    Fue en aquel momento, a vaaarios kilómetros del pueblo más cercano, que nos dimos cuenta de un pequeñísimo detalle: nuestras provisiones se habían acabado y no teníamos nada que comer. Por suerte aquel centro disponía de una confitería, como ya mencioné, así que compramos unas empanadas y aquella noche especial, en Ischigualasto, acampando solitos en aquel gigantesco silencio, cenamos acompañados de un vino tinto de San Juan… la verdad es que no soy muy amante del vino, pero aquel tinto, de una de las zonas de los viñedos más exquisitos de Argentina, no podía rechazarse.

    Vino y empanadas
    Al caer la noche, una gigantesca luna brillante apareció en el oscuro cielo y junto con ella, y para mi asombro y felicidad, nuestros vecinos se hicieron presente: unos adorables zorros grises.
    Aprovechando una de las últimas noches de luna llena, en las oficinas de información nos ofrecieron hacer una excursión nocturna guiada por el Parque. En aquel momento, ya cansados de viajar todo el día, nos negamos, pero la verdad es que nos arrepentimos. Así que bien, recomiendo hacer esa excursión bajo la luz de la luna llena a quienes tengan el placer de visitar aquellos parajes.
    A la mañana, entonces siguiente realizamos la excursión diurna por el parque. La única manera de poder recorrerlo, es formando una caravana de vehículos (por lo que hay que tener uno propio…o sumarse al de alguien), encabezada por un guía. No se puede ingresar por medios propios. Antes de partir pude entretenerme largo rato, fotografiando más zorros que con curiosidad y confianza se acercaban a tan sólo pocos metros del campamento.

    Zorros grises
    La caravana comenzó a avanzar lentamente por aquel inhóspito Parque, mientras nosotros cerrábamos el paso en último lugar, avanzando sobre la moto. A medida que transitábamos por la huella prolijamente delimitada sobre la rojiza tierra, el paisaje comenzaba a mostrarnos hoscas formaciones de rocas de afilados ángulos.
    Algunas formaciones llamaban más la atención que otras, por su tamaño y sus extrañas estructuras, que habían inspirado imaginativos nombres con los que se los llamaban. Así llegamos a la primera parada de la excursión, “El Gusano”. Una alargada estructura de rocosa que, con mucho amor, podía asimilarse a un gusanito gigante. Fue genial cuando el guía nos mostró un resto fósil de una planta, similar a un helecho, adherida delicadamente a la maciza roca.
    La segunda parada, sin embargo, fue la que me cautivó y la que realmente despertó mi interés por aquel peculiar parque. Llegamos a la zona del Valle Pintado o Valle de La Luna, al que debe su nombre popular el parque. Asomados desde lo alto de una colina, hacia abajo y extendiéndose por todo el terreno, podía verse un hermoso y raro paisaje que no parecía del planeta tierra. Decenas de colinas de diferentes tamaños ondulaban el terreno, y cada una estaba teñida con franjas de distintos tonos de grises y tintos de arcilla y arena. Millones de años atrás, en aquel desértico lugar, había existido una gran cuenca de agua, que fue la que moldeó delicadamente aquel sinuoso horizonte.

    Valle de La Luna
    Sólo algunos pocos metros más adelante, continuando con el recorrido, llegamos a otras grandes y llamativas figuras. “La Esfinge” que realmente se parecía a la original de Egipto, se alzaba contra el cielo celeste y parecía imposible creer que la naturaleza hubiera sido su única creadora.

    La Esfinge
    La llamada “Cancha de Bochas” era otro gran espectáculo, producto de la actividad geológica, estructuras finamente redondeadas cual pelotas (su nombre deriva de un juego de pelota tradicional en Argentina) de distintos tamaños se encontraban dispersas en un área completamente plana. Era asombroso ver la perfección con las que algunas de estas rocas, de oscuro coloración, mostraban en su esférica silueta.

    Cancha de Bochas
    Durante el último tramo del recorrido que dura aproximadamente 3 horas, visitamos las estructuras más impresionantes. Hicimos una parada en “El submarino”, donde una gran plataforma rocosa con dos torres que se sostienen como si la gravedad no les afectara en absoluto, se asemejan al perfil de un gran submarino.

    El Submarino
    Y la siguiente forma fue la típica del Parque Ischgualasto, y con la cual se lo representa en fotos y postales, el famoso “Hongo”. También en ella se puede apreciar una maciza piedrota elevándose majestuosamente, con sus extraños ángulos.

    El Hongo
    Hacia el horizonte, es imposible dejar de notar la gran pared barrera roja como la sangre que limita el Parque Ischigualasto con su vecino, el Parque Talampaya, situado en la provincia de La Rioja. A medida que el sol comenzaba a caer y los rayos pegaban de lleno sobre aquella quebrada ésta parecía prenderse fuego al brillar su color rojo.

    Pared rojiza que limita al Parque Ischigualasto con el Parque Talampaya
    Ya para el tramo final del trayecto, la caravana tomó el camino de salida, que discurría por el costado de esta gran pared colorada, atravesando diversos paisajes de grises y secuenciales ondulaciones, o redondeadas lomadas claras y violáceas. Todo aquel recorrido realmente parecía habernos transportado a algún otro planeta, porque en ningún otro lado pude ver un paisaje si quiera similar al que apreciamos esa tarde sobre la moto.

    Los extraños paisajes del Parque
    Regresamos famélicos a la estación base del parque y fuimos directo a la confitería a comer más empanadas. Con la panza llena, de repente comenzamos a sacar cuentas y hacer cálculos y notamos con un poquito de pavor que sólo nos quedaban escasas monedas en nuestros bolsillos y aun debíamos pagar el costo por la noche del camping.
    Sin ningún cajero automático cerca y ninguna posibilidad de pagarlos por otros medios, la verdad es que debo confesar que decidimos huir de aquel lugar a hurtadillas. Con tranquilidad, pero apresuradamente juntamos campamento y antes de que el sol se escondiese, debimos abandonar el Parque Ischigualasto como dos bandidos escapando de la ley.

    jeje... no es muy simpático?
  19. Ayelen
    Estábamos sólo a pocos kilómetros de traspasar, literalmente, la Cordillera de los Andes… así de increíble como suena sería el Paso Garibaldi. Este tramo de la carretera, es el único que atraviesa la gigantesca cadena de los Andes fueguinos, el tramo austral y final de la extensa cordillera.
    Salimos de Tolhuin con muchísimo, muchísimo frío. Yo llevaba puesta prácticamente toda la ropa que podía caberme encima (realmente parecía un muñequito rechoncho) y, sin embargo, el viento helado en pocos segundos sobre la ruta ya me había congelado el cuerpo. Pero definitivamente, quien se llevaba la peor parte era Martin. A pesar de llevar puestos unos abrigados guantes especiales, el frío viento que le pegaba de frente comenzó de a poco a congelarle las manos, y puedo asegurarles que eso, en pocos minutos llega a doler. Por ello, sólo unos pocos kilómetros más adelante, exactamente justo antes de ingresar al Paso Garibaldi, nos vimos obligados a detenernos al costado de la ruta. Descendimos de la moto, frotándonos enérgicamente las manos, para generar algo de calor, en un lugar donde había sólo una pequeña casilla rodeada de campos de agricultura. En ese momento noté pequeñísimos copos en mi cabello, una leve nevisca comenzaba a caer desde el cielo, y la verdad es que no sabía si emocionarme por ser la primera “nevada” del viaje o largarme a llorar porque eso significaba que hacía mucho frío.
    Cuando pudimos elevar al menos un poco la temperatura de nuestros cuerpos, quisimos volver a la marcha y fue en ese momento, cuando la tragedia aconteció: la moto no arrancaba. Martin intentó una, dos, tres, cuatro, cinco veces… y la moto no encendía, como si su batería estuviese completamente muerta. La cara de Martin expresaba una mezcla de angustia y asombro y yo, simplemente estaba parada al lado completamente desconcertada y sin saber qué hacer. Hasta ese momento, la pequeña no nos había fallado y me costaba creer que justo en ese momento surgiera algún problema…tan cerca de llegar. Estuvimos minutos que fueron realmente eternos bajo esa lluvia de agua nieve que caía lentamente, intentando hacer todo lo que estaba a nuestro alcance, pero no hubo caso, la moto no quería arrancar. La desesperación empezaba de a poco a invadirnos, cuando divisamos a unos metros un grupo de hombres en la ruta. Sin más, Martin se acercó a pedirles ayuda y de inmediato se dispusieron a empujar con fuerza. Cuando el motor volvió a rugir sentí un alivio incomparable. Corriendo de felicidad, me monté a la moto y comenzamos el cruce por la cordillera.
    El frío seguía siendo espantoso, como podrán imaginar, pero el paisaje que comenzábamos a ver delante de nosotros era tan increíble que opacaba todo lo demás. La ruta se desplegaba de forma sinuosa bordeando las montañas, en un recorrido de curva y contracurva. Hacia un costado, teníamos el formidable cordón andino, que nacía a pocos metros de la carretera, y se elevaba varios metros imponentemente. Todas las montañas estaban completamente tapizada de verde solo hasta el pico, que ya se encontraba cubierto de nieve. Del otro lado, a medida que íbamos subiendo en altura por el ondulante camino, comenzaba a formarse un filoso precipicio, y la vista era cada vez más impresionante. El frondoso bosque se extendía revistiendo todo de un verde intenso y bordeaba un gigantesco espejo de agua, el Lago Escondido.

    Paso Garibaldi
    Admito que iba tiritando sobre la moto, mientras el gélido viento nos pegaba, pero aún así tomé coraje para sacarme un guante e intentar filmar con mi celular apenas unos pocos minutos de ese increíble recorrido. Les puedo asegurar que mis dedos se congelaron en cuestión de segundos.

    El bosque entre las montañas
    Con tanto espectáculo surgiendo continuamente a mi alrededor, no estaba prestando atención a un grave problema que sucedía simultáneamente en ese momento: la moto seguía fallando. Sólo después de algunos minutos sobre el camino, empecé a notar que avanzábamos a una velocidad demasiado lenta para estar transitando por una ruta. Seguíamos doblando una y otra vez en curvas, bordeando montañas y más montañas con el bosque tupido extendiéndose por entre ellas, cuando pasamos un paraje turístico y Martin decidió rendirse y detenerse a un costado de la carretera. Cuando me bajé de la moto, con el tono más desolador que alguna vez escuché me dijo que la moto no estaba funcionando correctamente, estaba perdiendo potencia, y de seguir así, no llegaríamos a Ushuaia, corriendo el riesgo de quedar varados en medio de las montañas y el frío, por lo que era preferible resguardarse en aquel complejo y llamar un remolque.
    Empujamos la moto hasta el estacionamiento y buscamos reparo del frío en un pintoresco restaurant construido en aquel lugar, probablemente para los esquiadores que visitan la zona en épocas invernales. Ni el mismo calor de una gran estufa a leña pudo mejorar nuestro ánimo. Fue el almuerzo más triste que puedo recordar, me era imposible asimilar que después de tanto recorrido, y estando tan cerca de llegar, la moto hubiera fallado así. Para empeorar la situación, la señal de comunicación era muy débil en ese lugar, por lo que tampoco podíamos comunicarnos con la empresa aseguradora de la moto, para pedirles que nos envíen una grúa de emergencia. Y fue en ese momento, que agradecí haber conocido en Río Grande a Melisa y Gabriel. Esta joven pareja que curiosamente se nos había acercado cuando nos vio llegar sobre la moto a la estación de servicio, era nuestra única salvación, siendo ellos las únicas personas que conocíamos en Ushuaia. Le enviamos un mensaje de texto, que era lo único que nos podía comunicar dada la mala señal del lugar, a Gabriel y éste de inmediato se encargó de llamar a la grúa y organizar todo para el “rescate”.
    La espera no fue muy larga, y en poco tiempo un robusto remolque ingresaba a la playa de estacionamiento del paraje. Atrás del mismo, llegaban Gabriel y Melisa en su auto. Saludé agradecidamente a eso dos extraños que sin problemas se habían acercado a ayudarnos, aun sin conocernos! La moto fue subida a la grúa, y Martin fue con ella, mientras yo me subí con todo el equipaje al auto de los chicos.
    Recuerdo los siguientes kilómetros perfectamente por todos los sentimientos encontrados y totalmente opuestos que sentí. Por un lado, atravesar esa ruta, con las montañas abriéndose paso y el frondoso bosque tapizando todo el paisaje era increíble. Pegada a la ventanilla del auto, mis dos ojos no me alcanzaban para contemplar tal maravilla natural y la emoción que sentía por llegar a Ushuaia iba aumentando en mi pecho. Pero por otro, cuando miraba hacia atrás, veía el camión de remolque y en el asiento del acompañante a un muy apesadumbrado Martin. Yo sabía lo mucho que le disgustaba entrar a la ciudad en remolque, y no en la moto como lo habíamos soñado y eso no dejaba de angustiarme.

    La entrada a Ushuaia
    Así, sólo pocos kilómetros más adelante ingresábamos a Ushuaia. La ciudad, en mi opinión, se lleva todos los adjetivos de belleza que conozco. Cientos de casitas se extienden sobre las costas del canal Beagle, y son rodeadas por el gigantesco cordón de montañas de los Andes fueguinos, que se eleva imperiosamente en el horizonte, dándole a esa imagen digna de una postal, un aire realmente magistral.

    Andes Fueguinos
    Mientras el auto ingresaba a la ciudad, tomando transitadas calles, las enormes montañas que se elevaban en el horizonte se reflejaban en el vidrio del auto, y para mí, que iba con la nariz pegada a la ventana, todo se veía en cámara lenta, como en una película. Estaba completamente maravillada con el paisaje y con el hecho de que finalmente habíamos llegado….A pesar de todo, habíamos llegado.

    La ciudad de Ushuaia
    La moto y todo nuestro equipaje fueron resguardados en la casa de Gabriel y Melisa, era domingo y deberíamos esperar al día siguiente para buscar un taller mecánico. Yo estaba exaltadísima y quería recorrer todo inmediatamente, y a pesar de que Martin aún estaba con su orgullo golpeado, nos encaminamos hacia la zona céntrica de la ciudad para buscar hospedaje.
    La ciudad de Ushuaia es bastante particular por varias características obvias que saltan a la vista de inmediato, y una de ellas, es su ubicación al pie de las grandes montañas, por lo que muchas calles son extremadamente empinadas, y las viviendas y negocios se construyen adaptándose a esta inclinación. La calle principal céntrica de la ciudad recorre paralelamente el largo de las montañas algunas cuadras, y las calles que la cortan bajan en pendiente hasta la costa del Beagle.
     

    Ushuaia es, obviamente, una ciudad muy turística. Sobre la avenida principal se alzan pintorescos negocios, todos los cuales mantienen el mismo estilo de construcción alpina y que ofrecen una alta gama de productos que van desde abrigadas prendas hasta pequeños adornos, todo dedicado al turista consumidor. También nos cruzamos con muchos restaurantes y confiterías, y alojamientos de demasiadas estrellas para nuestro reducido presupuesto de viajante. A pesar de la baja temperatura de ese día, las calles estaban abarrotadas de personas de un sinfín de nacionalidades: ingleses, franceses, rusos, japoneses, brasileros…. un verdadero popurrí de culturas.
    Los precios del lugar sinceramente nos escandalizaron un poco, puesto que no beneficiaba en nada nuestra moneda local, pero era perfecta para quienes llegaban con dólares. Al ver a refinadas señoras extranjeras con gruesas camperas atiborradas de bolsas de compras, supimos que nuestra estadía allí probablemente sería muy costosa.
    Luego de buscar y consultar en todos los hostels que nos cruzamos, nos decidimos por el Hostel Yakush, lugar que recomiendo totalmente. Amplias habitaciones, un lugar en común con cómodos sillones y libros, un comedor que se encontraba en un primer piso, sobre una esquina con grandes ventanales que daban justo al centro y, lo más importante, una buena calefacción continua. De este modo, aquel día de tantas emociones, pronto finalizaba.

    Construcciones alpinas iluminadas por las noches en el entro de Ushuaia
    A la mañana siguiente a primera hora, recorrimos gran parte de la ciudad en busca de un taller mecánico. Nos creímos afortunados al descubrir un taller oficial de Honda, la marca de la moto y plenamente confiados, trasladamos a la pequeña allí. Los mecánicos prometieron examinarla y comunicarse con nosotros en cuanto hubieran detectado la falla. Aún recuerdo que cuando nos fuimos del taller, dejando la moto allí, sentía un muy mal presentimiento…y todos saben que el sexto sentido de una mujer no se debe poner en duda.
    Aún así, no permitimos que esto nos desanime nuevamente, y recorrimos durante largo tiempo toda la costanera de la ciudad. El Beagle estaba realmente calmo ese día. Sobre el puerto se hallaban ancladas decenas de veleros y algunos barcos, mientras que escandalosas gaviotas sobrevolaban las embarcaciones. A lo lejos se elevaban altos riscos montañosos, con sus cumbres cubiertas de nieve.

    Veleros en el Canal del Beagle, Ushuaia
    El paisaje se reflejaba en el agua, y realmente parecía una pintura hecha por algún hábil artista. Inflamos nuestros pulmones con el frio aire austral y permanecimos largos minutos contemplando aquel lugar que nos era tan intrigante y emocionante a la vez.

    El puerto de Ushuaia
    Martin se dedicó a trabajar los siguientes días en las comodidades que ofrecía el Hostel, lo que me dio vía libre a mí para recorrer el centro y embelesarme con tantas chucherías que no podía comprar. Recuerdo vívidamente esa primera tarde que salí a caminar sola, con mis auriculares y música, sin poder dejar de sonreír y sintiendo esa felicidad pura que se siente cuando uno viaja. Repentinamente grandes copos blancos comenzaron a caer desde el cielo. Me detuve en seco en medio de la calle y levanté mi vista hacia el cielo, mientras un murmullo de entusiasmo general comenzaba a escucharse por las calles. Los miles de turistas, emocionados con esa inesperada nevada, comenzaban a sacar fotos y a filmar con sus celulares. La nieve rápidamente comenzó a acumularse en las calles y sobre los vehículos y yo estaba simplemente deslumbrada. Con mi música favorita sonando en mis oídos, caminé lentamente por las calles, mientras la nieve se acumulaba en mis cabellos. Para alguien que vive en zonas con épocas de nevadas, esto puede parecerle exagerado, pero para mí, que pocas veces había visto nevar, fue una experiencia casi mágica y un momento que perdurará por siempre en mi memoria.

    La nevada en la ciudad
    Recibimos noticias de la moto esa misma tarde. Al parecer todo se debió a una falla eléctrica que no permitía la recarga de la batería, pero nos aseguraban que el problema estaba resuelto. Completamente aliviados y felices, salimos velozmente hacia el taller, y regresamos con la moto, creyendo ingenuamente que nuestro viaje se normalizaría a partir de ese día, pero la ilusión nos duraría muy poco.
  20. Ayelen
    Con la moto funcionando correctamente, todas nuestras preocupaciones se disiparon rápidamente esa mañana. El clima parecía acompañar nuestro humor aquel día, con un sol radiante en un limpio cielo celeste. Era la primera vez que disfrutábamos de un día soleado en la ciudad de Ushuaia, porque desde nuestro arribo, siempre la habíamos visto con un cielo gris y nublado, con lluvia o nevisca.
    Les parecerá una broma, pero la moto finalmente recorrió cinco cuadras, y volvió a morir. Nuestra frustración fue total. Sin otra opción, la moto regresó taller y nosotros volvimos cabizbajos al hostel, a la espera de una prometida respuesta por parte de los mecánicos, que nunca llegó. Vimos el esplendoroso día, desde la ventana del hostel, con una amargura que quería expresarse en llanto, pero que yo contenía con fuerza.
    A pesar de sentirnos muy a gusto en aquel hostel, al día siguiente decidimos mudarnos a un camping, para abaratar los costos, porque con el futuro incierto que teníamos delante por la falla de la moto, no sabíamos cuántos días más deberíamos quedarnos en Ushuaia. Llegamos así al camping El Andino, establecido en las afueras de la ciudad.

    Cartel con las distancias desde Ushuaia
    Para acceder al camping, debíamos tomar una empinada calle de tierra, al pie de la montaña, hasta llegar a una planicie, donde se alzaba un robusto refugio de dos pisos. En tiempo pasado, El Andino, había sido el principal centro de esquí de la ciudad, convocando a esquiadores de todas partes del mundo. Sin embargo, el aumento de la población, con la consecuente expansión de la ciudad, generaba en la actualidad el calor suficiente para impedir que la nieve caída se acumulara sobre la pista luego de cada nevada, por lo que sólo se encontraba en funcionamiento el sector de acampe. La antigua pista de esquí que supo ser un centro de atracción turístico importante, ahora sólo era una ancha y larga ladera de tierra y pasto.
    Hacia un costado de la pista, se alzaba un pequeño bosque, donde ya se encontraban instaladas algunas carpas. Elegimos un lugar apropiado, aunque era difícil, puesto que las nevadas anteriores habían dejado el suelo completamente mojado, pero igual armamos la carpa.
    Recuerdo que tan ingenuos los dos, nos metimos en nuestro hogar de plástico sorprendidos de que no hiciera tanto frío y creyendo realmente que íbamos a pasar una buena noche…....
    Eran aproximadamente las tres de la mañana cuando el mismo frío me despertó. Mi cuerpo estaba completamente helado. Me volteé lentamente sobre la bolsa para ver que Martin también estaba despierto y casi tiritando, podía ver la tibia bruma saliendo de su boca. Así fue como aprendimos que Ushuaia no es un buen lugar para acampar y que los colchones inflables no son muy buena opción para temperaturas muy bajas, ya que el aire dentro de ellos se termina helando y les puedo asegurar que se siente como dormir sobre una tabla de hielo. Les aconsejo que si pretender acampar sobre estos cómodos colchones, se aseguren de colocar algo entre él y la bolsa, para aislarse, más adelante les contaré la solución que nosotros encontramos para ello.
    Era tal el frío que por más que frotaba mis pies, no podía generar nada de calor. Fue la noche más larga que sufrimos hasta el día de hoy, y la que me hizo aprender a valorar una estufa. Al día siguiente, decididos, nos mudamos a unas pequeñas casillas rodantes que se encontraban dentro del camping y de las que disponían para albergar gente. Un buen colchón, unas gruesas mantas y un generador de calor eléctrico fueron el paraíso para nosotros después de esa terrible noche.

    Nuestro hogar transitorio en Ushuaia
    Sin la moto, nos era difícil realizar alguna actividad en Ushuaia, puesto que muchos sitios importantes para visitar se encuentran a varios kilómetros a las afueras de la ciudad, y un transporte de excursión es exageradamente muy costoso. Por lo que ese mediodía solo pudimos realizar una pequeña caminata que era accesible, a la que llamaban el camino al glaciar.
    Iniciamos subiendo por la empinada ex pista de esquí, desde el camping. Desde allí arriba, se podía ver toda la ciudad extendiéndose hasta las costas del Beagle, y aunque casi se me colapsan los pulmones por subir esa empinada pendiente, la vista era increíble.

    La ciudad desde la cima de la pista de esquí
    Una vez allí arriba, debíamos tomar un sendero de tierra que se internaba en el bosque que rodeaba la montaña, donde ya la nieve había comenzado a acumularse con las nevadas. A lo lejos se alzaban enormes picos blancos que resaltaban entre el tupido bosque verde.

    Hacia el sendero del glaciar
    Sólo recorrimos unos pocos kilómetros esquivando tramos de barro y fotografiando solemnes Chimangos, que nos observaban pasar desde lo alto de los árboles, hasta toparnos con un camino asfaltado que ascendía por la montaña desde la ciudad. Tomamos aquella carretera, caminando por un costado, intentando entrar en calor con cada paso porque, ya no hace falta decirles, hacía mucho frío.

    Chimangos observándonos pasar desde lo alto de un árbol
    El camino terminaba en una gran planicie, que funcionaba como estacionamiento. Allí había algunas confiterías, un sistema de aerosiilas, y un centro de información turística. Nada de eso estaba en funcionamiento por encontrarnos fuera de temporada, pero aun así, muchos turistas se encontraban en el lugar. El sendero del glaciar comenzaba allí, como un ancho camino cubierto de nieve, que ascendía por la pendiente de la montaña. Hacia los costados del sendero se alzaban altos pinos de frondosas copas, y más allá comenzaban a verse las montañas vecinas.

    El sendero del glaciar
    A medida que ascendíamos, veíamos cada vez más y más nieve. Mis zapatillas no tardaron en empaparse con cada paso, enterrándose algunos centímetros en aquel suelo blanco. Varios turistas que recorrían el sendero junto a nosotros se detenían a jugar con la nieve, algunos más osados se tiraban por la pendiente nevada, sentados sobre algún plástico, y hasta nosotros nos divertimos unos instantes haciendo nuestro propio muñeco de nieve.

    Nuestro muñeco de nieve
    En el último tramo, el sendero se fue convirtiendo en camino súper angosto y peligrosamente empinado. Es momento de que confiese que suelo ser un poco miedosa ante estas travesía, por lo que fui aferrándome con uñas y dientes en estos últimos metros de camino, porque realmente temía resbalar y rodar cuesta abajo cual avalancha.

    El angosto sendero
    Llegamos así al final del sendero del glaciar, donde no había ningún glaciar y nos sentimos un poco estafados al respecto. Sin embargo desde aquella cima, el paisaje era abrumador. Las montañas se abrían hacia los costados, con sus altas paredes de piedra cubierta de nieva, en el medio y a lo lejos se podía ver toda la ciudad como pequeños puntitos, luego el inmenso canal del Beagle y a lo lejos más montañas, para variar.

    La ciudad desde lo alto
    Volvimos esa noche después de haber estado todo el día caminando sin parar, con los músculos de las piernas doloridos, pero satisfechos. Ya en nuestra pequeña casilla recibimos la esperada llamada del taller, que nos traería más angustia que alegría. Según los mecánicos, el problema se hallaba en la bobina de la moto, estructura que se encuentra dentro del motor y que genera la energía eléctrica necesaria para el buen funcionamiento del vehículo. Esto era una muy mala noticia para nosotros, puesto que el repuesto de esta pieza ni siquiera estaba en el país, debía ser pedido al exterior con una demora de 45 dias!! Y ni hablar del costo extra que representaba comprar un repuesto original. Dada estas condiciones, procedimos al plan B, y buscamos la manera de reparar la pieza en lugar de reemplazarla. Buscamos así a un especialista en el tema y luego de quitar la bobina (cosa nada fácil, puesto que se debe abrir el motor, con las complicaciones que esto implica), la llevamos al taller adecuado para su reparación.
    Al igual que nuestro ánimo, los siguientes días fueron nublados, con mucha lluvia y nevadas y frío…mucho frío. Creí que Martin iba a enloquecer en algún momento, puesto que nos la pasábamos encerrados en nuestra casilla sin poder hacer mucho y sin ver rastro alguno de sol. Llegamos al punto de replantearnos seriamente quedarnos en Ushuaia a pasar el invierno antes de continuar, puesto que la situación ya se había tornado bastante desoladora.
    Sólo un par de días bastaron para tener en nuestro poder la bobina reparada. En el taller fue colocada nuevamente en la moto y ya bastante cansados de aquella angustiosa situación, esperábamos que todo se solucionara al fin. Imaginen la frustración (que ya rozaba la rabia) que sentimos cuando la moto continuó fallando, aun con el repuesto reparado correctamente. El problema se encontraba en otro sitio: El regulador de voltaje. Esta pequeña estructura, del tamaño de mi mano, forma parte también del circuito eléctrico de la moto, y es el que recibe la energía eléctrica generada en la bobina y la envía hacia la batería. Sí, luego de dos semanas en Ushuaia, aprendimos perfectamente todo el circuito eléctrico de la moto. A esa altura, sinceramente, sólo quería matar a cada uno de los mecánicos que no sólo nos habían hecho perder tiempo y dinero, sino que, además, habían alterado innecesariamente una parte original y sana de la moto.
    El repuesto, obviamente, no se encontraba en Ushuaia, por lo que debimos pedirles a mis padres, que viven en Buenos Aires, que hicieran la compra y nos la enviaran por correo. Eso significaba más días de espera en aquella congelada ciudad.
    Realizamos entonces, una segunda caminata por un sendero llamado Laguna Esmeralda, que nos había recomendado cada ciudadano de Ushuaia. El día estaba terriblemente gris, pero aun así, nos arriesgamos a emprender el sendero, que nacía a un costado de la ruta, varios kilómetros antes de la entrada a la ciudad. El camino iniciaba bastante bien, un ancho sendero de tierra que se internaba en el frondoso bosque, con algo de barro debido a las nevadas, pero nada muy difícil de esquivar. Sólo pocos kilómetros hasta salir a un llano atestado de la agradable turba, que debimos atravesar. Con cada paso, el pie se hundía cada vez más en esa húmeda esponja vegetal, dando esa sensación de hundirse en arenas movedizas, realmente algo bastante desagradable para mí.

    Mi archienemiga: La Turba
    Aun así, frente nuestro se abría un paisaje hermoso, a pesar de que el cielo nublado y una leve neblina a lo lejos le proporcionaban un tinte sombrío. El camino, completamente embarrado y resbaladizo, se marcaba de forma sinuosa por entre la baja vegetación austral, mientras que hacia un costado, un delgado arroyo bajaba por entre las rocas y a lo lejos se alzaban grandes montañas. Si alguna vez visitan Ushuaia, no dejen de hacer este recorrido, pues la Laguna Esmeralda que se encuentra justo al finalizar el sendero, detrás de unas lomadas, es un estanque de agua de un bellísimo color aguamarina que contrasta con el paisaje que lo rodea y las enormes montañas de una manera increíble.
     

    Camino a la Laguna Esmeralda
    Sin embargo, el clima no nos favoreció básicamente desde que dejamos la ciudad de La Plata, bajo una tormenta, por lo que realmente no nos sorprendimos cuando una fuerte nevada se desató sobre nosotros justo cuando llegábamos al final del camino. Sólo vimos la Laguna Esmeralda tras una cortina de nieve espesa que caía fuertemente desde el cielo. La nieve que el primer día me había emocionado, ese día terminó por irritarme terriblemente.

    Huyaaaamooss!
    Regresamos a nuestra pequeña casilla del camping con barro hasta las rodillas, completamente mojados y tiritando de frío. Afortunadamente, una llamada telefónica desde Buenos Aires cambiaría nuestro ánimo. El repuesto de la moto arribaría a la ciudad al día siguiente. En ese momento, las nubes se disiparon en el cielo, permitiendo el paso de unos pocos rayos de sol y un hermoso arcoíris se formó por sobre encima de la ciudad de Ushuaia, quizás sería una señal de que nuestra suerte cambiaría.

  21. Ayelen
    Cuando escuchamos el rugir del motor y las agujas del medidor de electricidad conectado al regulador de la moto se movieron frenéticamente, Martin y yo suspiramos aliviados. Sabíamos que nuestra gran odisea por la falla de la moto, había llegado a su fin.
    Nos fuimos del taller al que ya no queríamos volver nunca más, luego de que Martin le dijera unas cuantas palabras a los mecánicos que cabizbajos aceptaban el reto en silencio. Lamentablemente nos iríamos de Ushuaia con una pieza que ya no era la original y que se había tocado en vano… más adelante, aquello nos pasaría factura.
    Para nuestra gran sorpresa y alegría, después de tantos días de lluvias y nevadas, esa mañana el cielo estaba limpio y celeste, acompañando un radiante sol. Existe una frase que dice: “si no te gusta el clima en Ushuaia, simplemente aguarda unos minutos…” refiriéndose al clima completamente cambiante de la ciudad, así que nos apresuramos a aprovechar ese hermoso día, ahora que contábamos con nuestro vehículo.

    Sale el sol en Ushuaia
    Lo que más deseábamos desde que habíamos pisado aquel suelo austral, era llegar hasta el Parque Nacional Bahía Lapataia, donde finaliza la famosa ruta 3, que habíamos tomado desde Buenos Aires para llegar a Tierra del Fuego. Sin demoras, nos abrigamos con gruesas camperas y tomamos el camino que nos llevaría hasta la entrada de la reserva. Estar nuevamente sobre la moto me llenó de un gran entusiasmo, mientras dejábamos atrás la ciudad. Ahora veíamos grandes extensiones de campos, alguna que otra casita perdida entre el paisaje y a lo lejos comenzaban a elevarse nevados picos de enormes montañas grises, tapizadas de un frondoso bosque.

    Camino a Bahía Lapataia
    Con ese horizonte acompañándonos, recorrimos 20 kilómetros hasta tomar un camino de ripio que atravesaba un bosque de lengas y coihues hasta llegar a una planicie despejada. Un robusto cartel indicaba el final de la ruta 3. Unos metros más atrás se abría la extensa Bahía, que no es más que un brazo del canal del Beagle que se escurre en ese sitio.

    Llegamos al final de la Ruta n° 3
    Tomamos unas pasarelas de maderas que llegaban hasta un balcón que daba exactamente frente a la extensa bahía. Desde allí se podían observar a lo lejos cerros que la enmarcan y las distintas islas que forman parte de la Reserva. Soplaba apenas una suave brisa helada que mecía los largos pastos amarillos que nacían en la orilla, y arrastraba pequeñas olas sobre la superficie del agua. Pomposas nubes blancas cruzaban el celeste cielo, hasta llegar al gigantesco cordón de montañas nevadas, en el horizonte.

    Bahía Lapataia
    Continuamos el trayecto, internándonos en un bosque de delgados y altos árboles que nacían al costado del camino. Los rayos de sol se colaban por entre sus frondosas copas verdes y se veían como dorados hilos que llegaban hasta la tierra. Si observábamos en silencio y con atención podíamos ver pequeños pajaritos que saltaban de rama en rama sobre nuestras cabezas, siguiéndonos curiosos por el camino.

    Nos desviamos del sendero, para descender hasta la orilla empedrada de la bahía donde una familia de patos nadaba tranquilamente. Nos tomamos una breve pausa para almorzar sobre la costa, y durante las siguientes horas recorrimos Lapataia por diferentes senderos. El Parque Nacional es un sitio bellísimo y muy extenso, cuenta con senderos de diferentes dificultades, así como también como zonas de acampe. Lamentablemente no contábamos con mucho tiempo para recorrerlo en toda su extensión.

    Familia de patos nadando en la bahía
    Pasado el mediodía y repentinamente, el cielo se nubló por completo. Como ya dije, el clima es verdaderamente muy cambiante en Ushuaia, así que nos vimos obligados a volver antes de que la nevisca cayera sobre nosotros. Una última sorpresa nos depararía el camino cuando, saliendo de la reserva, unos simpáticos zorros colorados nos cruzaron el paso y se acercaron amigablemente a la moto (probablemente en busca de comida). Una leve nevisca comenzó a caer desde el gris cielo, mientras dejábamos atrás la bahía, pero volvíamos completamente satisfechos.

    Bellos zorros colorados en el camino
    A la mañana siguiente el clima parecía agradable, con pocas nubes sobre el cielo, por lo que sin perder tiempo armamos la moto. Después de esas movidas dos semanas, dejaríamos la tierra del fin del mundo.
    No voy a mentir, a pesar de todo lo vivido con la moto, me generó cierta nostalgia dejar atrás aquella ciudad de grandes montañas. Mientras avanzábamos decididos por la ancha avenida que nos sacaría a la ruta, con nuestros abrigos y todo el equipaje encima de la moto, le di el último adiós… o el Hasta Pronto. Había sido genial conocer a Gabriel y Melisa, quienes se convirtieron en buenos amigos y nos hicieron el aguante en cada día de nuestra estadía y siempre se me quedaría grabado en la memoria esas mañanas en las que veíamos nevar desde la ventana de la cocina del hostel mientras desayunábamos. Las exhaustivas caminatas por aquellas empinadas calles que me dejaban sin aliento, el festejo de San Patricio en el irish bar Dublin, con las cervezas de color verdes y la gente disfrazada, el extenso muelle y sus escandalosas gaviotas, nuestro pequeño hogar en el camping donde pasamos tardes nevadas con las frazadas hasta el cuello viendo algunas películas, y los paseos nocturnos en el auto de Gabriel por el iluminado centro de la ciudad escuchando aquel tema de Lorde, Royal, que de aquí en más, sé que cada vez que lo escuche, me traerá recuerdos de esta bella ciudad de hielo… Ushuaia se quedaría grabada en mi mente por siempre.

    Nos vamos de Ushuaia   
    Y el viaje de ese día, también.
    Teníamos decidido atravesar toda la isla de Tierra del Fuego, pasar Tolhuin y Rio Grande, embarcarnos y arribar a la parte continental del territorio argentino, hasta Rio Gallegos. Debíamos recorrer ¡600 Kilómetros!, haciendo la misma ruta que utilizamos para la ida, por lo que debíamos aprovechar al máximo la luz del día.
    En el paso Garibaldi, el cielo comenzó a cerrarse y gigantescas nubes grises lo cubrieron todo sobre nuestras cabezas. Nos detuvimos a sacar las fotos que no habíamos podido sacar al ingresar a la ciudad, mientras yo aprovechaba a buscar calor en el motor de la moto que calentara mis congeladas manos.

    Regresando por el Paso Garibaldi
    Las siguientes horas de viaje puedo jurarles que fueron bastante difíciles para mí. El clima se puso muy, muy frío. Apretando los puños fuertemente dentro de los bolsillos de mi campera, trataba de pegar mi cuerpo a la espalda de Martin, para evitar que las frías ráfagas se colaran por debajo de mi abrigo. Se escuchaba el fuerte rugir del viento en el casco mientras avanzábamos por la ruta y yo podía sentir claramente como la temperatura de mi cuerpo iba descendiendo poco a poco.
    Pasamos velozmente por el camino de ingreso a Tolhuin y en unas horas también dejábamos atrás la ciudad de Rio Grande. Una vez que realizamos el trámite de aduana para ingresar a territorio chileno, empezamos el peor trecho de todo el viaje: el maldito y eterno ripio.
    Yo soy una persona que prefiere el clima frío, para ser honesta con ustedes. Nunca me gustó el verano, el calor y la humedad, y siempre preferí el frío…. Hasta ese día.
    A pesar de llevar varias capas de ropa encima, dos pares de medias, gruesos borcegos y abrigada campera, sobre la moto nada parecía importar. El viento penetraba cada capa de ropa y llegaba hasta mi piel. Para ese entonces, después de tantas horas viajando desde aquella mañana, comenzaba a sentir mis piernas entumecidas y el frío no mejoraba la situación. Procuraba no moverme, porque sentía cada músculo congelado y moverme me provocaba dolorosos calambres.
    Además no podíamos avanzar muy deprisa en ese difícil camino, por lo que nunca antes nada se me hizo tan eterno como aquel día. Cada vez que miraba por sobre el hombre de Martin lo único que veía era ripio y más ripio. Fue una verdadera tortura. El viento gélido se filtraba por entre las rendijas del casco y llegó un punto en que ya no podía ni hablar de tanto que tiritaba. Sólo cerraba los ojos, apoyaba la cabeza sobre la espalda de Martin y pedía por favor que el camino terminara de una vez. Pero eso parecía nunca suceder!! Mi sufrimiento llegó al punto tal que no pude evitar comenzar a llorar dentro del casco, porque realmente ya no lo soportaba más… sí, les puedo asegurar que fue bastante difícil.

    Después de algunas horas que se me hicieron eternas llegábamos al embarque, en el estrecho de Magallanes. Para ese entonces, yo estaba casi adormecida o mejor dicho, aletargada detrás de la espalada de Martin. Ya caía la tarde, y varios autos aguardaban la llegada de la balsa. Me bajé lentamente de la moto, con espasmos que hacían temblar mi cuerpo de pies a cabeza. Comencé a caminar en círculos sobre la estrecha vereda al costado de la gran avenida que finalizaba sobre el agua. Estoy segura que los conductores de los vehículos que formaban fila habrán imaginado que estaba loca, pero lo único que intentaba era generar un poco de calor en mi cuerpo.
    Como eso no funcionaba, Martin y yo ingresamos en un bar de mala muerte que se encontraba frente al mar. Un anciano detrás de un robusto mostrador se mostró muy simpático cuando ingresamos e inmediatamente nos ofreció todas sus mercancías, sin embargo, cuando le dijimos que sólo buscábamos reparo del frío, nos dio la espalda con una mueca amarga en su rostro.
    Nos acercamos a una estufa, en la que chispeaba una pequeña llama y, aun temblando, empecé a sacarme el abrigo y el casco. Martin me tomó por los hombros en ese momento, y me miró asustado. Mi rostro pálido como un papel, con oscuras ojeras y labios fuertemente morados marcaban claramente el frío que estaba sufriendo. Seguramente mi cara daba un poco de impresión, porque el mismo dueño del local que antes nos había ignorado de mala gana, al verme, rápidamente cruzó el bar a zancadas y me encendió la estufa al máximo. Cuando sentí el calor del fuego, volví a la vida.
    Pocos minutos después, la barca llegaba a la orilla del estrecho de Magallanes, y nuevamente nos embarcábamos hacia la costa opuesta. Hicimos los trámites aduaneros (recuerdo que la mujer que nos atendió nos miraba horrorizada mientras nos preguntábamos cómo podíamos circular en moto esa noche tan fría) y finalmente ingresamos a Argentina.
    Los últimos kilómetros los recorrimos ya caído el sol. La noche se cerró sobre nosotros, con una oscuridad que inundaba todo, y que sólo era cortada por el haz de luz que nacía del faro delantero de la Transalp. No es nuestra costumbre viajar de noche, pero debíamos llegar a Rio Gallegos y no teníamos otra opción más que avanzar.
    Haciendo el último esfuerzo por soportar el helado frío sobre la moto, sentí un gran alivio cuando divisé a lo lejos varias lucecitas, pertenecientes a Rio Gallegos. Ingresamos a una gran avenida, ahora sí iluminada por altos alumbrados. Nunca había estado tan, pero tan feliz de llegar a una ciudad.
    Nuestro sufrimiento fue recompensado por la pareja amiga de Martin, Gerardo y Adriana, quienes nos esperaban para hospedarnos en su casa, con un buen baño caliente y una rica comida casera. Puedo asegurar que esta difícil vivencia me marcó… aún hoy sigo sosteniendo que no me gusta el calor extremo, pero nunca más voy a decir que prefiero el frío.
    Próximo relato de mi viaje
  22. Ayelen
    Disfrutamos a pleno de nuestra extensa estadía en Las Golondrinas, siendo cómodamente hospedados en la casa de Eduardo y Nerina, visitando los lugares más hermosos que la naturaleza patagónica nos ofrecía, recorriendo diversos parques y sobre todo, aprovechando poder dormir en un colchón. Pero era hora de seguir viaje, aún nos quedaban miles de kilómetros por recorrer y rincones por descubrir, por lo que debíamos seguir la marcha.
    Aquella mañana nos despedimos melancólicamente de Eduardo y Nerina y de sus tres bellas perras y partimos siguiendo la ruta 40 hacia el norte, dejando atrás el bello poblado de El Bolsón. Luego de una rápida parada en Bariloche, continuamos los siguientes 80 Km, hasta llegar a nuestro objetivo, Villa La Angostura.
    Siguiendo la tradición de todas las localidades de la Patagonia argentina, Villa La Angostura tiene ese encanto particular, sus cabañitas de techos en dos aguas y sus negocios de madera, rodeados de pinos y montañas, recuerdan a una ciudad suiza (o al menos, así creo que deben ser los poblados en Suiza  ).
    Después de tanto tiempo durmiendo cómodamente en una cama, había llegado el momento de volver a nuestra querida carpa, por lo que buscamos un sitio adecuado para ello. Llegamos así a un camping municipal, ubicado a orillas del Lago Correntoso. Ingresamos a las extensas playas de tierra con varios pinos y algunas mesitas, completamente desiertas (porque a nadie se le ocurre acampar un helado día de otoño) y armamos la carpa. Aquella sería la prueba de fuego para evaluar nuevamente el colchón inflable con bajas temperaturas. Esta vez, contrario a lo que viviéramos en Ushuaia, decidimos colocar dos aislantes debajo del colchón, para separarlo del suelo, y sobre el colchón una manta polar, que sería nuestra salvación. Sobre ella, dormidos dentro de nuestras bolsas y fue todo un éxito. Aquella noche, a pesar del fuerte y helado viento que soplaba contra la carpa, pudimos descansar calentitos y, desde aquella noche, ese es nuestro sistema para evitar congelarnos con el colchón inflable 

    La vista privilegiada desde mi suite XD
    Al día siguiente, con una mañana fresca y nublada, lamentablemente, decidimos recorrer el poblado. Nuestra idea era poder visitar el Parque Nacional Arrayanes, ubicado en la península de Quetrihué . Para llegar debíamos caminar o bien tomar una embarcación que salía desde la orilla del Lago Nahuel Huapi, pero la verdad es que el día amenazaba con una lluvia inminente y no queríamos desperdiciar así un lindo paseo. Así que simplemente nos limitamos a recorrer la costa del Nahuel Huapi.

    Hermosa vista del Lago Nahuel Huapi, desde Villa La Angostura
    Ascendimos por un sendero que llegaba hasta lo más alto de una colina y desde allí pudimos contemplar la inmensidad del lago, sus bellos colores y las enormes montañas en el horizonte.

    Vista desde lo alto del lago Nahuel Huapi
    Aquella noche el frio fue peor que la noche anterior. Acampando junto al Lago Correntoso, el viento soplaba fuerte y hasta nos fue imposible cenar, porque las temperaturas eran tan bajas que el agua para hacernos unos fideos, nunca llegó a hervir. Con unas pastas duras echadas a la basura y el estómago vacío, nos fuimos a dormir.

    Hacía un frio de locos!
    El objetivo principal de nuestra parada en Villa La Angostura era cruzar a nuestro país vecino, Chile, a través de la localidad limítrofe de Osorno. Estaba ansiosa por desviar nuestro viaje hacia otro país. Si bien, dentro del territorio argentino había conocido lugares increíbles, tenía ganas de conocer otras costumbres, otras formas de vida, otras maneras de pensar…
    Aquella mañana, entonces, levantamos campamento e iniciamos la ruta que nos llevaría hacia el cruce fronterizo. Una vez allí, realizamos el tedioso papelerío y cuando obtuvimos el permiso, comenzamos a viajar por las rutas chilenas.
    Aquel paisaje era completamente distinto al argentino. El gigantesco cordón montañoso cordillerano, que separa físicamente los dos países, retiene la humedad y las lluvias del lado chileno, por lo que allí, todo el ambiente es mucho más húmedo y la vegetación es muchísimo más tupida.
    Atravesando la espesa neblina húmeda, comenzamos a transitar el camino para llegar a la ciudad de Osorno. A pesar de que para ese entonces, ya tendríamos que haber estado acostumbrados, una potente lluvia nos sorprendió en el medio del camino. Aquel clima podía ser más selvático, pero el frio era igual de helado que en la Patagonia argentina, y encima, mojados, la cosa se puso bastante complicada.
    Martin iba disfrutando el viaje, y cada tanto lo escuchaba emitir algún suspiro de asombro ante lo que realmente era un paisaje increíble con montes rodeados de vegetación y a lo lejos enormes montañas envueltas en bruma y cubiertas de verde…. Pero la verdad, es que yo iba hecha un bollito detrás de su espalda, temblando y llorisqueando, sin poder disfrutar absolutamente nada de todo eso.
    Al caer la tarde, llegamos a la ciudad de Osorno. Una ciudad que nos recordó bastante a Bahía Blanca, una localidad bonaerense de nuestro país. Muchas casas, negocios y un día bastante gris provocaron que realmente Osorno no me pareciera la gran cosa. Pero ya caía la noche y debíamos buscar un hospedaje para pasar la noche. Encontramos uno barato, después de largas horas de búsqueda porque nos era difícil explicar qué era un hostel. Evidentemente allí, el concepto de habitaciones compartidas no era utilizado a menudo.
    Nos acomodamos en unahabitación de un hospedajefamiliar y salimos a recorrer en busca de algo para llenar nuestros estómagos. Llegamos a una enorme peatonal con muchísimo movimiento y muchos vendedores ambulantes. Nos cruzamos con un shopping (un “CHoping” como dirían mis amigos chilenos ) y buscamos un local de comida rápida. Y allí conocí al amor de mi vida. Los italianos, son la comida chatarra típica de Chile, que no es más que un hotdog (un pancho, se diría en Argentina), con palta, tomate y mayonesa…. Pero es LA Gloria. Desde aquella noche, quería alimentarme todo el tiempo de esos italianos!

    mmmm.... italianos (con la voz de Homero Simpson)
    Una vez satisfechos, retomamos el camino al hospedaje y cruzamos la gran plaza principal en cuyo centro había un gran estanque con un sistema de aguas danzantes y luces de colores cambiantes que iluminaban armoniosamente la fuente, todo un espectáculo que embelleció un poco la impresión que en principio me había llevado de aquella ciudad chilena.

    Fuente de colores en Osorno
    Desde Osorno debíamos recorrer alrededor de mil kilómetros hasta llegar a nuestro siguiente objetivo: la gran capital de Santiago de Chile. Muy temprano a la mañana siguiente, con el sol apenas asomando, emprendimos camino por la ruta n° 5 que conecta el país de sur a norte. Fue un recorrido reeeecto y laaaargo.

    Rutas de Chile
    Fuimos atravesando sectores con muchísima vegetación tupida que se asomaba hacia la carretera, y luego grandes campos sembrados. A diferencia de la extensa Patagonia argentina, sobre esta ruta veíamos poblados y casas constantemente y muchas de ellas ofrecían comidas típicas de Chile al paso. Recuerdo que lo que más leía eran carteles de “Mote con huesillo”. Intrigada, fui todo el camino imaginando qué clase de comida sería esa.
    Al caer la tarde, debimos buscar un lugar para pasar la noche. Lamentablemente en Chile, las cosas son bastante estrictas y no se nos permitía acampar al costado del camino como en otros lugares. Llegamos a una estación de servicio y preguntamos si nos daban permiso para armar campamento en un descampado contiguo. Tampoco nos aconsejaron acampar allí, pero nos indicaron que a pocos metros se alquilaban unas habitaciones, por lo cual, ya resignados nos dirigimos hacia allí.
    Un adolescente se asomó cuando nos oyó acercarnos con la moto y al preguntarle el precio por una habitación, recuerdo que nos llamó la atención que nos respondiera “1000 pesos chilenos el rato”. Pero aunasí, exhaustos, accedimos, porque lo único que queríamos era recostarnos.
    Cuando llegamos a la “cabañita”, entendimos todo. Aquello no era más que un burdo motel al costado de la ruta, un lugar para quienes quieren pasar un momento…romántico. No hicimos más que reírnos de la situación bizarra, mientras nos asombrábamos del espejo del baño con insinuantes formas y mirábamos con algo de desconfianza las sábanas de la cama. Finalmente dormimos sobre la cama, pero metidos en nuestras bolsas
    Al día siguiente emprendimos los últimos kilómetros y, por fin, luego de dos días de viaje, llegamos a la ciudad de Santiago de Chile.

    La ciudad de Santiago de Chile
    Siempre imaginé que sería una ciudad gigantesca, pero la realidad, nuevamente, superó de manera total mis expectativas. Capital Federal, el centro de Buenos Aires es un poroto al lado de esa inmensa metrópolis.
    Debíamos dirigirnos a una dirección determinada, ya que nos estaba esperando la genial Loretta, amiga de Martin, en su casa. Ingresamos a Santiago justo por el lado opuesto de donde debíamos llegar, por lo que debimos atravesar toooooda la ciudad. Manojo de edificios y edificios, negocios, gente! Mirase por donde mirase aquella enorme ciudad crecía en todas direcciones.
     

    Y autopistas. Por todos lados autopistas que cruzaban la ciudad por encima, sostenidas por robustas columnas, iban y venían comunicando la city de un punto a otro, y por donde los vehículos avanzaban velozmente. Algo mareados y después de varias consultas, finalmente llegamos a la casa de Loretta.
    No recibió una hermosa mujer de rubios rulos y típico y encantador acento chileno, que nos dio la bienvenida con unas buenas cervezas y algo para comer. Nos hospedaríamos en la casa de su novio (o pololo como le dicen allí  ), Daniel Zaterio, un chileno que, así, sin más, sin siquiera conocernos, pero con toda la confianza nos dejaba su departamento unos días… un genio!
    Loretta es otra amante de los vehículos de dos ruedas, y junto a su novio poseen dos inmensas y preciosas BMW, con las cuales nos condujeron hacia el departamento céntrico donde nos hospedaríamos. Pronto descubrí que para los amantes de las motos como lo eran aquellos tres conductores con los que viajaba, esas anchas autopistas se convertían en vertiginosas pistas de carreras. Seguir a Loretta no era tarea fácil porque aquella temeraria muchacha corría a altas velocidades, haciendo rugir el motor de su BMW mientras esquivaba autos y buses… Pero admito que fue divertido.
    Zaterio vive en un barrio llamado Escuela Militar, una zona muy ostentosa ( si no LA MAS ostentosa ) de Santiago, llena de bancos, hombres en trajes y autos lujosos. Irónicamente allí caímos los dos, con la moto atiborrada de cosas cual circo y hechos un desastre después de dos días de incesante viaje…Como que contrastábamos un poquito con el paisaje.
    En Chile es común transitar en moto, pero todas son de último modelo y de la más alta gama, por lo que en poco tiempo nos acostumbramos a que la gente se acercara curiosa o nos mirara pasar sorprendidos con nuestro modelo 89, que debía ser una reliquia para ellos
    Caminamos mucho por las calles de Escuela Militar y a mí me dio la sensación de haber regresado a Buenos Aires. Anchas y limpias calles, llenas de apurados transeúntes muy compenetrados en conversaciones con sus celulares, empresarios desayunando en alguna lujosa confitería con sus laptops, enormes edificios de fina arquitectura… Todo allí rebosaba de riqueza y capitalismo.

    Esculturas del Barrio Escuela Militar, en Santiago de Chile
    Aun así, todo me parecía tan nuevo que iba casi saltando de un sitio a otro, llena de curiosidad. Lo que más nos llamó la atención fue encontrar grandes mercados subterráneos. Como si de estaciones de subtes se trataran, varios metros de negocios y confiterías se extendían por debajo de las grandes avenidas céntricas.
    Una tarde de aquellas, ascendimos con la moto por el cerro San Cristóbal por un camino sinuoso que corría por la pendiente de la colina y finalizaba justo en la cima. Allí, contemplando la vista de aquella enorme ciudad que parecía no acabar nunca, probé finalmente el famoso “Mote con huesillo”: un delicioso y dulce jugo de almíbar de durazno con granos de maíz… muy nutritivo y sumamenterico!.

    Tomando "mote con huesillo" en la cima!
    Unos de nuestros últimos días en Chile, decidimos dedicarlo a visitar la costa, por lo que viajamos unos 123 km, hasta llegar a la localidad de Valparaíso. Acostumbrada a las pintorescas ciudades costeras de Argentina, aquello me impactó un poco, sobre todo la extensa población invadiendo todos los cerros, extendiendo la ciudad en alturas. Muchas personas caminando por las calles, mucho tránsito y mercados por todos lados, la convertían en una ciudad con mucho movimiento. Valparaíso es, en realidad, una ciudad portuaria, por lo que no posee playas.

    Viña del Mar, sin embargo, es conocida por poseer unas encantadoras playas y queda exactamente al lado de Valparaíso, por lo que recorrimos la costa del Pacífico, hasta llegara unos miradores increíbles, donde tuvimos el gusto de observar el atardecer.

    Grandes pelicanos de enormes picos descansaban en las rocas, mientras el sol se ocultaba lentamente tras el mar encendiendo el cielo.

    Bajamos hasta las arenosas playas hasta que la noche cayó en la ciudad y me animé a mojar mis pies en el Océano Pacifico, a pesar del frío.
    La verdad era que habíamos conocido personas de un increíble corazón y una gran hospitalidad como Loretta, Zaterio y sus amigos que nos presentaron y que la ciudad nos ofrecía millones de cosas para recorrerla incansablemente, pero nuestros días en Chile fueron pocos, ya que, por empezar, el cambio de moneda no nos estaba favoreciendo para nada y llevábamos muchos gastos y además, debíamos continuar nuestro viaje.

    Así que una mañana, luego de un abundante desayuno que incluyó mi nueva adicción: La deliciosa palta, nos despedimos de Loretta, Zaterio y "El Cazador" (otro gran amigo de Martin) y emprendimos el regreso a nuestras tierras a través de la provincia de Mendoza.

     
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