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  1. Del álbum A dedo por los Andes

    Conseguida desde http://turismo.salta.gov.ar/images/uploads/vla_-_la_caldera_-_municipalidad_de_la_caldera_(29).jpg
  2. Concluidas las fiestas decembrinas y consumado el 2014, mi viaje se había atajado por numerosos días en la ciudad de Salta “la linda”, con la excelente compañía de mi couch Gustavo y sus amigos. Desde mi arribo al apartamento de Guti, supe de su pertenencia a algunos clanes sociales, que se hacía notar entre otras cosas, por su norma de entrar descalzo a casa, por su colección de figuras hinduistas y por su persistente dieta vegetariana. Uno de los grupos también incluía a un círculo de alpinistas, con los que Guti me había contado que pronto realizaría una expedición para subir a la cima del Nevado de Cachi. Llevaba ya varios días preparándose alimentaria y físicamente para la dura hazaña, a la cual partió justo el tercer día del recién iniciado año. Joaquín, escasamente experimentado en el montañismo, decidió que se quedaría en Salta hasta principios de febrero, y me había externado su deseo de hacer un pequeño viaje por las tierras del norte, las cuales había conocido desde pequeño, pero ahora era poco capaz de recordar. Al escuchar esto, Flor, Luchi y Alejandrina nos propusieron a ambos hacer juntos un road trip, a quienes apetecía algunos días lejos de la ciudad y tener un contacto más profundo con la naturaleza que empapaba los heterogéneos suelos de su provincia. Así, una noche antes de que Guti dejara Salta, creamos un grupo en whatsapp donde organizamos un improvisado plan para la mañana siguiente. Sin saber exactamente nuestro destino, armamos una pequeña maleta con cosas universales que necesitaríamos, fuese cual fuese nuestra parada. Y con algo de comida, agua y nuestras tiendas de campaña, partimos algo apretujados en el coche de Ale, mientras me regocijaba en la ironía del destino, que me había reunido en un viaje con los amigos de mi host, más no con él Entretanto tomamos la carretera al sur, discutíamos cuál sería una mejor escala: el pueblo de Cachi o el de Cafayate. Ambos pequeñas poblaciones vitivinícolas con espíritus de pueblos mágicos (denominación mexicana para los pueblos que han conservado su riqueza cultural y representan orgullosamente a la zona que le corresponde). Debíamos elegir pronto, pues la ruta se bifurcaría con ambas opciones a lados opuestos. Debido al malogrado estado de la carretera hacia Cachi, que se componía casi en su totalidad por ripio, optamos por una ruta más cómoda hacia Cafayate. Alejandrina nos había platicado sobre el Chorro de Alemanía, una caída de agua que pintaba ser un oasis paradisíaco. Para llegar, se debía hacer una larga caminata a través de una quebrada, pero parecía que valdría la pena. Después de todo, aventura y trekking es lo que buscábamos desde el principio Cuando el letrero que anunciaba Alemanía apareció en la ruta, nos detuvimos sin pensarlo. Pero las cosas no eran como habíamos pensado: no parecía haber ningún pueblo físico que ostentara tal nombre Todo indicaba que se trataba de una comunidad fantasma, donde incluso los edificios habían desaparecido. No obstante, preguntamos a algunas personas en un puesto de artesanías si conocían El Chorro, a lo cual nos indicaron el camino a seguir. Pedimos estacionar el coche allí y preparamos nuestras cosas para partir. Aún así, no sabíamos qué tan larga sería la caminata, por lo cual decidimos coger nuestras carpas y comida para pasar la noche. Después de caminar algunos metros llegamos a un pequeño camping, donde decidimos que sería mejor aparcar el carro. Mientras esperábamos a que Ale fuese por él, hicimos plática con una familia que había ya visitado la cascada. Al contarles que nosotros apenas nos aventurábamos hacia allá, nos miraron consternados. El camino hasta la caída era casi de 3 horas bajo un intenso sol, del cual no había sombra tras la cual resguardarse. No había un sendero específico, pues había que seguir una quebrada empinada que era serpenteada por un río en su parte baja. Se debía caminar ligero, sin mucho peso pero con abundante agua. Era todo lo contrario a lo que nosotros estábamos por hacer, cargando nuestras carpas y una bolsa de comida. Sumado a esto, no era nada recomendable acampar allí, pues no existían muchos sitios planos a excepción de la riviera. Además, las lluvias eran comunes a inicios del verano, y en caso de una de ellas, el río podría acrecentar su nivel en minutos, arriesgando las tiendas en su orilla a caer al agua de forma estrepitosa. Sin mencionar que no había personas a muchos kilómetros a la redonda que pudiesen auxiliarnos Con todo lo dicho, nuestro semblante cambió repentinamente. No teníamos una idea de lo que estábamos haciendo ni a qué nos enfrentábamos. Sin saber si los cuentos eran exagerados y como era sabido que muy cerca de Cafayate yacía otro grupo de cascadas de más fácil acceso, abortamos la misión y decidimos seguir por la ruta Cuando Alejandrina volvió con el coche le contamos lo sucedido. Luego de acomodar las cosas en la cajuela y luciendo un poco sobajados, retornamos a la autopista rumbo a Cafayate. Intentamos no desilusionarnos mucho por la forma en que nuestro road trip había comenzado Pero aquellas expresiones desalentadas pronto se transformaron con la ayuda de la música y la comida. Pero sobre todo, con la aparición de la Quebrada de las Conchas frente al parabrisas Si no me había sorprendido ya lo suficiente con los maravillosos paisajes de la Quebrada de Humahuaca en Jujuy, los brillantes monolitos que se posaban a ambos lados de la Ruta 68 me transportarían por primera vez a una película de ficción en el planeta Marte. Los intensos rayos del sol que rebotaban en las paredes de roca lograban casi penetrar sobre mis gafas oscuras. Pedí con mucho entusiasmo a Alejandrina que se detuviera para hacer alguna fotografía. Pero quiso reservar la escala para una maravilla geológica en especial: la Garganta del Diablo. Cuantiosos automóviles se encontraban aparcados al lado de la carretera, y la bienvenida la daban, como de costumbre, los vendedores ambulantes que ofrecían artesanías andinas. Tan solo bastó con caminar unos metros para dejarnos tragar por aquella gigantesca boca al infierno Estábamos entrando a un macizo de rojizos colores que parecía ser un Uluru tallado por una espátula (o más bien un trinche), exhibiendo una increíble formación geológica angosta en su principio y ancha y redonda en su final. Las sublimes y perfectas curvas que moldeaban su interior eran tan mágicas a la vista como ásperas al tacto. Y con la intención de ver la campanilla en su interior nos adentramos en sus empinadas y pequeñas colinas. No fue tan simple subir las escaleras de roca, pues hacían resbalar a nuestros zapatos muy fácilmente. Pero sujetando nuestras manos con las del otro logramos escalar poco a poco hasta lo más profundo de la garganta. La inclinación de la pendiente al fondo de la formación nos impidió tomar fotos desde su núcleo, pero el solo hecho de hallarme dentro de ese soberbio labrado natural me hizo más que feliz Luego de algunas fotografías bajamos con mucho cuidado para ser escupidos por el diablo, mientras le dábamos las gracias por tan gloriosa postal Y caminando de vuelta al coche, escuché una voz que gritaba mi nombre. Eran Rocío y Nico, quienes al igual que yo, habían emprendido un viaje hacia Cafayate con su tía Fedra y su amiga Mariana. Apenas entraban a la Garganta del Diablo, y quedé de verlos una vez que llegáramos al pueblo. Continuamos el trayecto hacia el sur mientras nos abríamos paso entre las praderas áridas que resemblaban a Arizona y su Gran Cañón. Debo confesar que es uno de los paisajes más maravillosos que me ha tocado ver en una carretera. Llegamos a Cafayate ya casi a la hora de comer. Lo primero por hacer fue buscar un camping donde pasar la noche. Nos habían recomendado algunos al final del pueblo, pero resultaron estar llenos y no ser tan baratos como habíamos imaginado. Después de algunas vueltas decidimos volver a la entrada de la ciudad, donde además de un camping había un balneario bastante chulo justo al lado Alzamos las carpas y desempacamos tan pronto como pudimos. El calor sofocaba nuestros cuerpos y nos moríamos de ganas por darnos un chapuzón en aquella gigantesca y refrescante pileta. Algo que me seguía sorprendiendo de mi estadía en Argentina era lo fácil y conveniente que era hallar campings en todo lugar. En algunos casos, hasta el municipio patrocina sus propios campings, con precios baratos que incluyen todos los servicios en solidaridad con los viajeros de poco presupuesto. Ahora comprendía por qué todos los argentinos suelen cargar con su carpa Nos pusimos nuestros trajes de baño (o mallas como dicen los argentinos) y cogimos nuestras toallas. La entrada al balneario costó unos 10 pesos que mucho valieron la pena en un día tan caluroso como aquel Mientras tomaba el sol, Nico y Rocío aparecieron junto a la alberca junto con su tía Fedra y Mariana. Así que decidí unírmeles con unos mates y un cigarrillo para entablar una buena charla. Después de poder relajarnos lo necesario en el agua y de haber comido algunos bocadillos pequeños, volvimos al campamento por ropa seca. Era momento de recorrer un poco el pueblo. Cafayate es la capital del departamento homónimo. No es una ciudad muy vieja si se le compara con otras cuya fundación data de la época virreinal. No obstante, ostenta una figura importante al ser uno de los principales productores de vino de la zona y de toda Argentina. De hecho, desde antes de llegar al pueblo, enormes viñedos aparecen repentinamente a las orillas de la ruta. Nunca antes había visto tal extensión de la vid, puesto que en México poco vino se produce (y consume). Nos dirigimos pues a la plaza central, un cuadrilátero repleto de pasto y árboles que soplaban un fresco viento suficientemente apaciguador para el calor veraniego. Alrededor del zócalo estaban la catedral de Cafayate, mercadillos de artesanías y comida y múltiples negocios locales. En ellos, aprovechamos para probar la variedad inmensa de vinos artesanales fabricados por los lugareños. Debo confesar que antes de llegar a Argentina no era precisamente un fanático del vino. Aún cuando pasé seis meses en España, solía beber más sangría que el vino solo. Pero la degustación que aquel día se dio mi paladar fue suficiente para contrarrestar mi antigua necedad En el mercado de artesanías había innumerables piezas de barro, instrumentos musicales y, por supuesto, vasos de mate, que no dudé en comprar para llevar conmigo a México. Las caminatas y el cansancio provocado por el agua nos obligaron a recostarnos un rato en el pasto, donde mientras Luchi hacía posiciones de yoga para estirar su cuerpo, Ale, Joaquín, Flor y yo nos servíamos la hierba para una ronda más de mate, acompañados por el ahora infaltable juego del truco Fue entonces cuando descubrí que no todas las hierbas son iguales, pues algunas son más amargas que otras (lo cual me había causado un cierto desagrado inicial hacia el mate). Pero algunos son más astutos, como Alejandrina, quien cargaba una botella de endulzante artificial, que con unas pocas gotas alivianaba el áspero sabor. La noche cayó en Cafayate e iluminó sus modestos edificios. El hambre nos atacó nuevamente y nos arrastró a una calle más retirada, lejos de los puestos turísticos. Luchi sabía de un lugar que vendía las mejores empanadas del pueblo. Parecía que no se había equivocado La suave textura de la masa que envolvía el jugoso guiso de carne molida, con el toque perfecto que una salsa de ají le añadió, sosegó nuestro apetito. Volvimos al camping para tomar un baño nocturno y relajarnos en las tiendas. Y para arrullar nuestro sueño no hubo nada mejor que la botella de vino que Ale decidió comprar. Si antes el vino tinto no era del todo de mi agrado, el vino blanco me causaba mucha menor apetencia. Pero un simple hielo dentro del vaso flotando en la superficie de la burbujéate bebida rosada me bastó para cambiar de opinión Gracias a las recomendaciones de nuestros vecinos habíamos decidido visitar al otro día las Cascadas del Río Colorado, mejor conocidas como las Siete Cascadas. Así que dormiríamos como bebés para estar bien preparados. Pueden ver las fotos completas en el siguiente álbum:
  3. La Nochebuena había terminado. Era ya el día de Navidad, y a pesar de los despejados cielos de un recién iniciado verano austral, el viento era frío y corría con fuerza al interior del pueblo de Tilcara. Rocío, Nico y yo buscamos refugio en la descubierta estación de buses, donde compramos nuestros boletos hacia Humahuaca, unos cuantos kilómetros al norte. Santa Claus (o Papá Noel, en Argentina) nos había dejado una serie de regalos: una bolsa de cereales, aceitunas, turrón y una botella de champagne (que en realidad habían sobrado de la cena). Cargados con este equipaje extra abordamos nuestro autobús. La escasez de demanda en un día festivo y lo vacía que lucía la autopista 9 aquella tarde, hicieron que el viaje fuera bastante corto. Arribamos a Humahuaca cerca de las 5 de la tarde (por supuesto, después de un desvelo y un buen y último descanso en la cabaña). Justo fuera del autobús apareció un joven de tez morena invitándonos a dormir en su camping, que se encontraba cruzando el río hacia el oriente de la ciudad. Por supuesto, luego de la costosa renta que pagamos por la navidad (que aún así nos pareció barata por todas las comodidades), queríamos ahorrar lo más posible, aunque no estábamos seguros sobre buscar un hostal u optar por el camping. Pedimos la dirección al hombre y caminamos un poco, en busca de alguna otra opción. El pueblo parecía lo bastante pequeño como para recorrerlo a pie, lo cual para mí no representaba ningún problema, pero sí para los argentinos. Ellos cargaban mochilas de más de 20 kg, sumado a su carpa, sus sacos de dormir y las sobras de la cena que nos habíamos repartido Así que sin más preámbulos, caminamos hacia el puente y seguimos el sendero de arena que nos llevó hasta el camping. A penas unas dos o tres carpas se asomaban bajo las telas protectoras. El lugar era un gran jardín de pasto verde. A la entrada había una construcción de concreto, donde se encontraban las duchas y los baños para los campers. Al fondo, se alzaba la casa del dueño, donde había algunos cuartos acondicionados como hostal, una cocina compartida, otro baño y una sala-comedor. Nos recibió un chico con rastas en la cabeza, quien nos dio luz verde para montar nuestra tienda. Mientras lo hacíamos, un par de chicos nuevos llegaron y se convirtieron en nuestros vecinos. Como la luz del sol empezaba a desvanecerse, nos dimos prisa para ir al pueblo y conocerlo un poco más a fondo. Después de todo, no estaríamos más tiempo en Humahuaca, pues era solamente nuestra escala obligada para llegar a nuestro próximo destino: el aislado pueblo de Iruya. Cruzamos de nueva cuenta el puente que sobrepasaba al Río Grande (que de grande poco tenía, puesto que estaba seco en aquella temporada). Lo primero con lo que uno se topaba eran pequeños puestos que vendían galletas, pan de sal, café y dulces. Los perros callejeros rondaban bajo las carpas poco llamativas de los vendedores. Modestas casas antiguas vigilaban las callejuelas que marcaban una cuadrícula en todo el centro de Humahuaca. La mayoría de los negocios, cafés y restaurantes permanecían cerrados. A veces olvidábamos que seguía siendo navidad Visitamos la plaza de armas y la catedral de Humahuaca. La poca concurrencia en los edificios y calles principales nos llenó de una paz y tranquilidad que nos acompañó el resto de la jornada. Tras el zócalo de la ciudad se erguía un pequeño cerro. Subimos por sus escalinatas hasta la cúspide del mismo, donde desde el Monumento a la Independencia tuvimos una vista magnífica del pueblo custodiado por la siempre brillante Quebrada de Humahuaca. Para ese entonces cualquiera diría que ya había tenido suficiente de sus vívidas formas y colores. Pero la majestuosidad de esas curvas escarpadas sobre la resplandeciente roca pudo cautivarme hasta el último momento de mi estancia El fuerte viento que azotaba en la cima nos obligó a descender de vuelta a las angostas calles, donde aprovechamos a comprar algunos abarrotes para la cena. Cuando salimos de la tienda, la mágica puesta de sol había creado un extraño fenómeno en el cielo que nos dejó sin aliento Un lienzo grisáceo manchado por motas de un naranja fosforescente había cubierto la totalidad de la atmósfera. Y bajo esa pintura natural caminamos de regreso al campamento. Cocinamos la sopa y el té que Rocío había cogido en la tienda. Es necesario saber que cuando uno viaja, casi siempre baja el consumo de calorías diarias, al tomar menos alimentos al día y en porciones más pequeñas. La enorme cantidad de comida que nuestros estómagos habían digerido la noche anterior había sido demasiado después de semanas de viaje Por tanto, una buena sopa y un té fueron la respuesta perfecta. Cuando la noche por fin cayó, nos metimos a nuestras carpas e intentamos dormir. Debíamos levantarnos temprano para tomar el primer bus hacia Iruya. Había acampado sólo un par de veces en México con mis amigos, donde no había sufrido demasiado. Antes de partir hacia Perú, cogí mi saco de dormir y mi ropa térmica para protegerme del frío que, creí, sufriría al acampar en las alturas de los Andes. Pero nada de eso había ocurrido hasta ahora. Pensé que el verano me había ayudado bastante con sus templadas temperaturas. Pero aquella noche en Humahuaca ha sido de las peores en mi vida de camping. Nunca creí que en ese pequeño pueblo a 3000 msnm (1000 menos que en el lago Titicaca) que parecía bastante soleado y polvoso por el día y en donde la noche no soplaba mucho el viento, me haría temblar y retorcerme de frío dentro de mi sleeping bag tratando inútilmente de calentar mi cuerpo más los dos pares de calcetas, un traje térmico, un suéter, una campera, un gorro, guantes y bufanda. Por dios, no estaba en el ártico, estaba en el pleno verano del Trópico de Capricornio. Desde ese entonces entendí lo necesario que es cargar con un aislante térmico para el suelo de mi tienda, lo cual tendré en cuenta para mi próximo viaje. Así que los tres, algo desvelados por el frío y el suelo duro, despertamos temprano para desmontar las carpas. Dejamos el camping cuando todos estaban dormidos y caminamos de nuevo a la estación de buses. Ahí, cogimos el primer autobús a Iruya. No tenía idea de qué me encontraría en ese bien sondado pueblo del que todos hablaban. Rocío me dijo simplemente: “no importa el destino, sino el camino para llegar allí”. Con esas palabras en mi mente, el bus tomó la Ruta 9 por algunos kilómetros hacia el norte; pero pronto se desvió hacia el oriente, por una carretera de ripio en cuyo comienzo se leía “Iruya 54 km”, por lo que creí que llegaríamos rápido. Comenzamos un ascenso por una puna poco empinada. Casi una hora después, el autobús se detuvo en el llamado Abra del Cóndor, el punto máximo de la ruta a casi 4000 metros de altura. La gente se bajó a tomar fotos. Yo estaba muy cansado y no pude evitar seguir durmiendo adentro Lo que sí pude ver desde ahí, es como el camino se convertía en un largo descenso de curvas a través de las montañas, el cual era interrumpido por algunos riachuelos secos (que en temporada de lluvias es todo una aventura cruzar, por eso la fama del camino). Además, es sabido que hay algunos cóndores que sobrevuelan el valle, lo que lo hace un atractivo bastante emblemático. Por desfortuna, ninguno se apareció frente a nosotros El sendero de tierra nos llevó casi 2 horas recorrerlo, pasando de los 4000 a los 1200 metros en tan sólo 19 km Y de repente, entre las escarpadas montañas color marrón, apareció ese pequeño pueblo que parecía deshabitado. Era Iruya. turismoobjetivo.wordpress.com Apenas aparcó el camión en la calle que da a la plaza principal, un chico se nos acercó para ofrecernos alojamiento en un hostal bastante barato. Como ninguno tenía ganas de caminar y buscar (sobre todo el ver las empinadas cuestas que nos tocaba subir ) aceptamos sin rodeos. Subimos con esfuerzo la inclinada calle que nos llevó hasta el alojamiento, que era nada más que una casa acondicionada con varios cuartos con literas. Nico y Rocío optaron por una habitación privada, mientras a mí me colocaron en una compartida. Luego de dejar nuestras cosas, bajamos por el diminuto pueblo para comer unas empanadas fritas (sin duda prefiero las horneadas). Preguntamos a algunas personas cuál era la mejor opción que nos quedaba para la tarde, ya que en el pueblo no hay mucho qué hacer, excepto admirar los paisajes áridos de los que se rodea. Nos hablaron del pueblo de San Isidro, que se encuentra a unas 3 horas a pie de Iruya. No hay manera de llegar en automóvil. Como ya pasaba mediodía y no teníamos ganas de caminar tanto, decidimos recorrer el valle río arriba (en vista de que el río estaba seco). Pero no pretendíamos llegar hasta San Isidro. Comenzamos nuestra caminata en dirección norte. Las últimas casitas de madera y piedra y los últimos rebaños de cabritos nos despidieron del desdeñable pueblo. El estrecho valle se abrió frente a nosotros en todo su esplendor, dejando al descubierto el marchito cauce del río Iruya. El sol golpeaba con toda su fuerza sobre nosotros, pero el delicado viento que soplaba seguía siendo frío. Las cuestas bajaban progresivamente, lo cual nos advirtió lo duro que sería la subida (aunque nada jamás comparado con haber subido hasta Machu Picchu ). Pocas almas se hacían presentes en nuestro cruce por la cuenca. La soledad de aquel lugar era simplemente magnífica. Rocío y yo animábamos nuestra caminata cantando temas de películas, desde Ghost hasta Hakuna Matata. Mientras tanto, Nico filmaba cada macizo de roca que pasmaba nuestras miradas. Algunos kilómetros más abajo, llegamos a la bifurcación del cauce, donde el agua corría hacia las yungas del este. Nos sentamos al lado del río, con el sonar del torrente en las piedras. Tras algunas canciones más, algunas tomas de Nico y el tiempo necesario para descansar, regresamos a Iruya. El cielo se había nublado y los truenos comenzaron a zumbar, pero apresurar el paso era difícil, debido a las duras y empinadas cuestas. Con todo nuestro esfuerzo, regresamos al pueblo, donde nos dirigimos directo al hostal para hacer algo de cenar y descansar. Nuestro plan era irnos pronto a la cama para levantarnos lo más temprano, ya que deseábamos tomar el primer bus para salir del pueblo. Pero tan sólo cinco minutos luego de arribados al hostal, una decena de viajeros llegaron con sus mochilas y se instalaron en el mismo. Todos nos presentamos unos con otros: españoles, suizos, argentinos, alemanes… nunca creí que Iruya fuera una población tan visitada por mochileros. Pero al parecer su aislamiento del resto del mundo la ha vuelto muy famosa en los últimos años. Así que por propuesta de uno de ellos, decidimos hacer juntos la cena. Fuimos a comprar los víveres y nos dividimos la tarea para cocinar pasta y ensalada acompañadas de un buen vino La comida comunitaria se extendió hasta la noche, prolongando la sobremesa hasta pasada las doce. Los temas de las distintas nacionalidades surgieron con mucha facilidad, pasando de la economía a la política, de lo natural a lo tecnológico, de un continente a otro. Pero tuve que interrumpir mi sumo interés en ellos para despedirme de todos e irme a la cama. Debía juntar las fuerzas para levantarme en la madrugada. Al siguiente día al sonar la alarma, cogí mi maleta y bajé a despertar a Nico y Rocío. Sin siquiera habernos cepillado los dientes, bajamos la calle hasta la plaza principal. El bus estaba ya en marcha. Y como si nos hubiera esperado, apenas al subir partió hacia su destino. Muertos por otro desvelo, nos perdimos del paisaje del que ya habíamos podido disfrutar al venir. Y cuando menos lo esperamos estábamos de vuelta en Humahuaca. Era menos del mediodía y quisimos comprar nuestros próximos tickets. Nico y Rocío me habían platicado su plan para pasar el año nuevo en la ciudad de Salta. Yo estaba entusiasmado, pues un amigo que conocí en España vivía precisamente en Salta. Había contactado con él desde hace algunos días y le había contado de la posibilidad de visitarlo. Pero como si hubiera querido huir de mí partió de su ciudad hacia Ecuador justo un día antes de que yo arribara. Así que pretendía quedarme nuevamente con la pareja argentina. Pero había un inconveniente: ellos se hospedarían con Fedra, la tía hippie de Rocío que, según contaban, estaba algo loca. Por ello, no estaban seguros de si la tía querría recibirme en su morada En vista del largo tiempo que permanecería en Salta, debía por lo menos intentar conseguir un host en Couchsurfing para ahorrar algo de dinero. Comprado los boletos, aproveché esa hora libre que tuvimos para buscar rápidamente una cafetería con acceso a internet. Y cuando por fin la conseguí, pedí un modesto desayuno y puse en acción mi tablet para buscar como loco un couch de último momento. Fue la primera vez que envié solicitudes con tanta urgencia. Luego de avistar perfil por perfil, más 12 solicitudes enviadas, pagué la cuenta y volví a la estación, donde abordé el autobús con la esperanza de que algún alma solidaria pudiera aceptar mi petición de año nuevo.
  4. Antes de que la noche cayera sobre el horizonte de Jujuy, volvimos a Tilcara maravillados por los colores de la Quebrada de Humahuaca, sólo para reencontrarnos con Flavia y Naty, con quienes ya habíamos quedado para hacer juntos las compras navideñas. Encontramos entre las calles la única tienda que parecía estar bien surtida para todo lo que necesitaríamos. Reservando la carne para adquirirla en la carnicería, Nico y Rocío comenzaron a poner todo tipo de producto dentro del carrito, lo que empezó a aterrarme, no sólo por el precio que deberíamos pagar, sino por la cantidad de cosas que podrían sobrar Mis expectativas eran simples: teníamos un asador en casa y podríamos hacer algunas carnes por la noche, acompañada con un vino y quizá un helado de postre. Pero Nico y Rocío parecían tener intenciones de hacer una verdadera navidad a la Argentina: Chips, un dip, cacahuates, jamón crudo, jamón cocido (serrano), queso mantecoso, queso holandés, pan, cerveza, carbón, cebolla, pimientos, berenjenas, papas, lechuga, tomate, aceite de oliva, pimienta, chimichurri, turrón, dulce mantecón, lunetas, dos litros de helado, dos botellas de vino, una coca cola, una de champagne… No me asustaba el hecho de que en Argentina también se preparara un banquete para celebrar la nochebuena, puesto que en México todo es igual. Además, las celebraciones comienzan desde mi cumpleaños (6 de diciembre), después el de la Virgen de Guadalupe (12 de diciembre), después las posadas (del 16 al 24), luego la Nochebuena, el fin de año y los reyes magos. Y en todos esos días se preparan infinidad de ricos platillos. Pero había una diferencia: no estábamos en casa. Éramos solo 5 viajeros que partiríamos al otro día. No podíamos darnos el lujo de que hubiera tanta merma, sin contar el recortado presupuesto con el que viajábamos (poco antes de la mitad de mi viaje). Y como si eso no hubiera sido suficiente, pasamos a la carnicería y pidieron un chorizo seco, una morcilla y un enorme, enorme trozo de matambre (un tipo de corte de cerdo). Les había dejado bien claro que yo no suelo comer cerdo, y que mi estómago no resistiría a tantas cosas después de comer poco durante mis viajes. A eso se sumaba que Flavia era vegetariana Su respuesta fue: ¡bah! Es Navidad, te lo mereces… A la siguiente mañana el tocar de la puerta me despertó. Era la señora de las cabañas que nos traía el desayuno a la casa. Vaya manera de empezar el día. Había dormido en una cómoda cama después de mucho tiempo y ahora tenía dos platos de pan con mermelada, mantequilla y dulce de leche, un rico jugo de naranja y café caliente. Todo a la puerta de nuestra habitación servido en una atractiva vajilla de barro Mi cama en a cabaña Sin duda, supe que alquilar la cabaña había sido una excelente idea No importaba que tuviera que apretar mi bolsillo por los siguientes días, esto valdría la pena. La mañana era hermosa y fría al exterior. A veces olvidaba que me encontraba en el hemisferio sur del planeta, donde supuestamente era entonces verano Pusimos música instrumental en la televisión, y mientras Rocío daba vueltas como bailarina de ballet, Nico salió para comprar yogurt y cereal, y volvió con una sorpresa. La noche anterior había deseado mucho encontrar palta (aguacate) para hacer un guacamole y comerlo con las chips. Así tendríamos algo mexicano que comer en navidad. Pero el que habíamos encontrado era diminuto y muy caro Entonces Nico abrió la puerta y me dijo: ¡Feliz Navidad! Y soltó cuatro paltas sobre la mesa. Nunca creí que un par de aguacates me hiciera tan feliz. No era un juguete, no era un teléfono celular, no era dinero, eran cuatro aguacates que se convirtieron en mi mejor regalo de navidad ese año Así, acompañamos el cereal y las tostadas dulces con pequeños sándwiches de jamón, queso y palta. Un desayuno bien surtido para comenzar las fiestas. Queriendo sacar provecho a lo que pagamos por el alquiler, decidimos pasar todo el día descansando en la adorable posada. Tomamos una merecida ducha caliente en la confortable bañera y tomé mi tiempo para lavar mi ropa y pasar las fotos a mi tableta. Después de una pequeña siesta, la tarde comenzaba a caer, justo cuando Flavia y Naty llegaron a la casa. Sus atuendos eran muy frescos y modestos, nada extravagante para la noche. Rocío y yo sacamos las compras de la alacena para empezar a preparar las cosas. Mientras una picaba el jamón, otro picaba el queso y el pan. Las cuchilladas se aminoraron cuando abrimos desde temprano la bolsa de chips y cacahuates que, con una leve untada del dip que Rocío nos había preparado, tenía el toque salado perfecto Servimos las cervezas para acompañar la botana, que estuvo lista para el atardecer. Nos dirigimos a las bancas del patio trasero, justo frente a la habitación matrimonial. Nuestro patio trasero Los vecinos con sus llamas ya no se encontraban ahí, seguro todos habían partido a celebrar con sus familias. La soledad en medio de las áridas montañas nos llenó de una tranquilidad impresionante. La picada navideña Para saborear los embutidos y el queso, Nico creyó que sería buena idea tocar algunas melodías con su guitarra, que fervientemente había cargado durante todo su viaje. Mientras el sol se ocultaba en el horizonte la noche seguía refrescando, pero fue abrigada con el sonar de las cuerdas y los agudos y suaves cantares de Rocío. Pronto, nuestro primer invitado inesperado llegó. Un amigable perro se arrimó a nuestra reunión buscando algo de comida (o quizá, sólo compañía). Arrojamos unos trozos de pan y jamón para que se alimentara. No podíamos dejar a nadie sin cenar en la nochebuena Mientras él mismo se arrullaba con las canciones de Nico, la picada (como llaman en Argentina a la botana) fue acabándose poco a poco. Para ese entonces, yo me sentía bastante satisfecho. Pero lo mejor estaba por venir: el gran y famoso asado argentino. Nico ya había buscado un poco de leña para hacer la hoguera. Su forma de prender el fuego era muy estricta y cuidadosa, a diferencia de cómo lo hacemos en México, donde colocamos los trozos de carbón y, rociados con petróleo o algún combustible, lo prendemos con un trozo de papel y soplamos hasta que encienda. Me explicó que el carbón debe estar prendido, más no en llamas, ya que si el fuego es demasiado vivo puede quemar la carne y quitarle su sabor. Ya era sabido por mí que cada corte de carne tenía un tiempo de cocción definido, pero ignoraba que hay cosas que se hacen a fuego alto y a fuego bajo. Así, colocamos los chorizos, la morcilla y el gigantesco matambre en la lumbre, junto a los pimientos y la berenjena que Flavia comería como sustituto de carne. Mientras esperábamos por la comida, pensé en lo inesperada que esa navidad era para mí. No había un pesebre a la vista, no había un pino adornado. Ningún niño cantaba en las puertas de la casa y, por supuesto, ningún miembro de mi familia estaba en el lugar. Y a pesar de mi lejanía personal al ferviente catolicismo, entendí lo que una navidad era para mí. No se trataba de recordar un natalicio, de ofrecer regalos costosos ni vestir ropa lujosa. Se trataba de la convivencia amena con otros seres humanos que, por muy diferentes que fueran, seguíamos siendo exactamente lo mismo en este planeta. Fue entonces cuando me sentí alegre de haber salido de mi casa hace casi un mes atrás, sin un rumbo fijo dibujado en mi destino y con el único deseo de que el mundo en el que vivo me enseñase nuevas maravillas. Ésta era una de ellas Cuando el asado estuvo listo, Nico cortó el matambre en largas tiras y las colocamos en un platón. Todos empezaron a comer, y yo me decidí por probar el manjar argentino. Aunque no fue mucho de mi agrado, me entusiasmaba probar cosas nuevas. Si bien en México se come mucho cerdo, los cortes nunca son iguales. Un solo trozo de la rojiza carne y un pequeño mordisco del chorizo me bastaron para quedar completamente satisfecho No sé si mi estómago había reducido su espesor a lo largo de mi viaje, en el que ingería la mitad de porciones que hacía normalmente, pero no pude dar ni un bocado más al enorme banquete que teníamos enfrente. Rocío y Flavia, al igual que yo, terminaron derrotadas de la cantidad de comida que nos habíamos metido a la boca. Y como si sus cuerpos cedieran, se tumbaron en la cama amenazando con dormir. Naty, Nico y yo nos quedamos afuera, siendo perseverantes ante el sueño de la digestión. Habíamos bebido una botella de vino y coca cola, y creí que eso podría mantenerme despierto Naty me dio una idea, y para digerir mejor la comida sacamos el helado de limón del congelador. Se dice que entre plato y plato, una buena porción de helado de limón ayuda a que la comida baje y continuar con el siguiente. No obstante, ni el sabroso postre pudo abrirnos de nuevo el apetito. Abrimos los turrones y el dulce mantecoso con la esperanza de que el azúcar nos sostuviera de pie. Pero un diminuto mordisco empalagó nuestros paladares Batallando con la música para que las chicas no se rindieran, comenzamos a guardar las cosas y las metimos a la cocina. Aunque estar bajo un hermoso y despejado cielo estrellado era una estampa mágica, la noche había refrescado ya bastante y decidimos seguir la fiesta adentro. Pusimos el canal musical en la TV y reanudamos con la botella de vino que quedaba. Rocío sacó el otro bote de helado, que a sublimes cucharadas descendió a casi medio litro. Sintiéndonos los peores pecadores de gula de la historia y luego de unos mates bien calientes, decidimos parar y guardar el resto de la comida. Y como si eso no hubiera sido poco, cuando la noche estaba bien caída, la dueña de las cabañas de apareció nuevamente, deseándonos una feliz navidad y con la charola del desayuno en las manos, ya que no pretendía levantarse temprano en navidad. Así, un nuevo banquete se aglutinó en nuestra cocina, y no nos creímos capaces de terminarlo todo para la siguiente mañana Antes de que ambas cayeran rendidas sobre el suelo de madera, Flavia y Naty se despidieron de nosotros para volver a su hostal. Les deseamos suerte en el resto de su viaje, y les dimos algunos tips para que se dirigieran a Bolivia. Y poco después de la medianoche, los tres caímos en los brazos de Morfeo, y un profundo sueño invadió todas las habitaciones Al siguiente día despertamos casi a las 12 de la tarde. Afortunadamente, la señora nos había permitido quedarnos hasta las 3, o incluso, cuando pudiéramos desocupar la cabaña. Mientras uno por uno íbamos tomando una última buena ducha, sacamos todos los restos de comida que quedaban. Nos arrepentimos de no haberles regalado más cosas a Flavia y Naty. Así que ahora, todo era para nosotros Yogurt con cereal, pan tostado con mermelada y dulce de leche, sándwiches de matambre, lunetas, turrón, dulce mantecoso, jugo de naranja, café con leche y mates… terminamos con el helado de sabores, pero no pudimos más con el de limón. Empacamos el champagne y lo embolsado para llevar en el camino. Al menos si pensábamos pasar el fin de año juntos, ya tendríamos un adelanto de nuestras compras Así que dejando algunas sorpresas en el frigorífico para la señora de la limpieza, desalojamos tristemente nuestra suite presidencial y caminamos hacia la estación de buses. Era ya el 25 de diciembre y esperamos que, siendo navidad, hubiera salidas normales hacia el resto de la provincia. Compramos nuestro ticket a nuestro próximo y frío destino: el pueblo de Humahuaca, cuyo nombre bautiza también a la Quebrada. Con recuerdos que serían inolvidables sobre esa navidad, me despedí de Tilcara para seguir mi rumbo por las coloridas y áridas tierras del norte argentino.
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