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  1. Un par de días en Malmö habían significado una verdadera e inesperada aventura con la que me di a mí mismo la bienvenida a la península escandinava. Atravesar las islas danesas hasta el puente que las une con Suecia solo pidiendo aventones en la carretera fue algo sin duda bastante inusitado. Pero nadar desnudo en el mar Báltico bajo aguas de 6°C me sorprendió más de lo esperado. Los cuervos, un puente colgante, el horizonte de Copenhague al otro lado del mar, la gran comunidad de inmigrantes iraquíes, un rascacielos torcido, un sauna sobre la playa. Cada pequeña cosa me produjo un exquisito sabor de boca que dejaría a Escania y a Suecia en el bagaje de mis buenas memorias de viaje. El jueves por la mañana almorcé en un restaurante oriental con Andreas, quien me alojó en Malmö y me mostró la dicha de los saunas suecos. Luego de un plato de falafel me condujo hasta la estación central, donde lo despedí para luego tomar mi autobús hacia la frontera noruega, a más de 500 kilómetros hacia el norte. Con más de siete horas de camino sabía que una buena lista de reproducción y un puñado de snacks alivianarían la pesadez del viaje, aunque los autobuses escandinavos no le piden nada al resto de las compañías europeas (lo que incluye el precio, que de hecho, no fue tan caro). Pero tras unas horas a bordo, las imágenes al otro lado de la ventana me hicieron saber que aquel trayecto no sería, en absoluto, algo aburrido. Al contrario de todo, Escandinavia comenzaba a dejarme ver la belleza natural que atrae a tantos turistas a sus costosos rincones. De nada me arrepentí más que de haber dejado mi cámara en el equipaje debajo del autobús. Pero los bosques de coníferas a mi alrededor me hicieron olvidar todas mis preocupaciones al instante. El verde y exuberante follaje del bosque que rodeaba la carretera E20 me dejó muy en claro el respeto que Suecia le tiene a la madre naturaleza. Y al llegar a Noruega las cosas no cambiaron mucho. Noruega es el primer país del mundo que prohibió la tala de árboles, argumentando que como parte de su modelo nórdico de bienestar, la naturaleza forma una pieza esencial en la calidad de vida de sus habitantes. No es de extrañarse que Noruega figure como el país con el más alto índice de desarrollo humano en el mundo, mostrando no solo que es un país rico (situado en tercer lugar por su PIB), sino uno que se preocupa en demasía por el bienestar de sus ciudadanos. Aunque Noruega forma oficialmente parte del Espacio Económico Europeo y del Espacio Schengen, no pertenece a la Unión Europea. La mayoría de los noruegos no aprueba la adhesión del país a la UE, ya que creen que puede perjudicar su estado de bienestar. Simplemente parece ser que no lo necesitan. Y aunque el Espacio Schengen ha roto las fronteras europeas para crear un libre tránsito, una pequeña caseta de peaje con gendarmes de seguridad fue lo que nos dio la bienvenida al país. A pocos más de 100 kilómetros de la frontera nuestro autobús llegó a Oslo, la capital noruega en la que pasaría un fin de semana entero. Mi viaje en los países nórdicos dependía muchísimo de Couchsurfing. Sin esta red de anfitriones me habría sido imposible costear el hospedaje, que en Escandinavia puede subir hasta casi los 50 euros por noche en una habitación compartida. Y en efecto, había corrido con mucha suerte. Y en Oslo sería Danny quien me hospedaría por un par de días en su apartamento de soltero. Fuera de la estación central, donde el autobús me dejó cerca de las 10 de la noche, cuando apenas se había ocultado el sol en la ciudad, los rieles del tranvía me indicaron el camino. Con lo costoso que pueden llegar a ser las multas no podía arriesgarme a tomar el tram sin pagar el boleto antes. Pero los tranvías en Oslo ya no usan boletos. Todo se maneja por tarjeta o con una aplicación para smartphone. Imposibilitado de adquirir un boleto físico, decidí bajar la app y comprar el ticket en línea, cuyo código QR es válido por una hora e incluye toda el área metropolitana. Y por 33 coronas noruegas (unos 3.5 euros) arribé a casa de Danny antes de la media noche. Ver a Danny cenando alitas de pollo mientras mi estómago rugía de hambre no fue muy agradable. Pero no me atrevía a coger una sin su permiso, mismo que nunca llegó a ofrecer. Me conformé entonces con una barra de chocolate y una taza de té para poder dormir en su confortable sillón. Por la mañana Danny partió al trabajo. Aquel día me tocaría conocer la ciudad solo, y comencé caminando cuesta abajo por Grünerløkka, distrito residencial hoy lleno de cafeterías y bares, barrio mismo en el que me alojaba aquel fin de semana. Aunque el sitio solía resguardar a las familias de clase obrera, actualmente vivir allí no parece nada barato. Y así me lo confirmó Danny, quien se decidió por aquel apartamento solo por compartir los gastos con su ex novia. Ahora que estaba soltero, las cosas se habían vuelto más complicadas. Hospedarme en Grünerløkka fue todo un privilegio, con un balance perfecto entre el paisaje urbano y la naturaleza de Oslo. No tardé en darme cuenta de la fascinación que los noruegos tienen por los alces y los venados, animales que se han convertido en su símbolo nacional, a los que en muchos lugares de la capital rinden homenaje con imágenes y estatuas. Pero hay otro simbólico elemento que se esparce por todo Oslo y, de hecho, por toda Noruega: los trolls. Es quizá la criatura de la mitología nórdica que más fama ha cobrado alrededor del mundo. Han sido representados desde seres gigantes y malignos (como en la saga de Harry Potter) hasta pequeños, incomprendidos y tiernos seres antropomorfos, a los que mucha gente les ha tomado un especial cariño. Aunque los trolls casi siempre son personificados con rasgos bastante feos, muchos han llegado a ver aquella fealdad como algo dulce, y al igual que pasa con los duendes de los cuentos infantiles en Irlanda, la gente ahora los ama y los abraza como parte de su identidad nacional. Pero está claro que la mitología nórdica tiene gustos para todos. Guerreros de leyenda como Ragnar Lodbrok, poderosas bestias como los dragones y los cuervos, figuras femeninas como las valquirias, razas antropomorfas como los enanos o elfos y, por supuesto, el linaje completo de los célebres dioses de Asgard, entre los que se incluyen Loki, Odín y Thor. Las tiendas de souvenir de Oslo lo tenían todo para los coleccionistas y amantes de la historia de los pueblos escandinavos germánicos. Yo como siempre, me conformé con un pequeño vaso de shot. Aunque los dioses de Asgard que adoraban los vikingos han sido desplazados desde la Edad Media por el dios único de la cristiandad, fueron los mismos vikingos quienes fundaron el reino de Noruega y unificaron a sus pueblos en un solo estado. Hoy, la familia real que gobierna Noruega es la casa de Glücksburg, con el rey Harald V a la cabeza, y como toda monarquía tienen su propia y lujosa residencia, El Palacio Real de Oslo. A pesar de que Noruega es prácticamente el reino más rico de Europa en la actualidad, su palacio real no es tan ostentoso como otros, y no se compara con el resto de sus hermanos en el continente. Pero hay que recordar que Noruega se hizo independiente de Dinamarca hace apenas unos 200 años, tiempo en el que el palacio fue construido, y desde entonces el poder del país no creció de forma tan rápida. Con todo y ello, hay cosas que casi en ninguna monarquía europea cambian mucho, como su guardia real que, sorprendentemente, está formada en su mayor parte por adolescentes inexpertos que apenas y rebasan la mayoría de edad. La zona real de Oslo posee algunos otros atractivos e importantes edificios, no solo para los turistas, sino para el pueblo noruego. El Storting es uno de ellos. Construido en 1866, es donde la asamblea del parlamento noruego lleva a cabo sus plenarias. Es poco frecuente encontrar un país donde sus ciudadanos confíen tanto en los miembros de su parlamento. Bien, Noruega es uno de ellos. El Teatro nacional, o Nationaltheatret, es otro de los símbolos de los que los capitalinos y los noruegos se sienten orgullosos. El hermoso edificio neoclásico se remonta a 1829, aunque la apertura oficial fue hasta 1899. Y a pesar de que nació como una institución privada y atravesó varias crisis, el gobierno noruego pudo salvarlo y resguardarlo hasta nuestros días. El padre renacentista de la literatura danesa y noruega, Ludvig Holberg, se presume en una estatua a la entrada del teatro, poniendo en alto ante los visitantes el amor que los noruegos le tienen a su propia cultura. Más allá del palacio real, bajando las cuestas hacia el oeste de la ciudad, me adentré poco a poco en Frogner, el distrito más caro y lujoso de todo Oslo. Muchas de sus mansiones han sido las predilectas por varios países para instalar sus embajadas. Después de todo, parecía que solo un gobierno rico podía darse el lujo de vivir en aquella privilegiada zona junto al mar. Las colinas me llevaron hasta el embarcadero en uno de los estrechos del fiordo de Oslo, la bahía glaciar donde se posa la ciudad. Tras aquel pequeño muelle daba comienzo una península que se adentraba en la bahía, una zona boscosa donde parecía que la ciudad había terminado. Algunas pequeñas casas aparecían en el medio del bosque, y solo tras el montón de árboles de conífera se dejaban ver las señales de la capital. Y de pronto, la criatura que Noruega ha hecho su animal nacional apareció frente a mí. Un pequeño y solitario venado que vagaba por los prados del bosque, pastando libremente y sin mucho miedo a los depredadores. Nada me daba más gusto que saber lo bien que los habitantes de Oslo se habían acostumbrado a convivir con la naturaleza a su alrededor. Casi al toparme de nuevo con el mar, y antes de de adentrarme más en el bosque, me detuve en la primera carretera que visualicé para tomar el autobús de vuelta al centro de la ciudad. El cielo se estaba nublando y no quería que la lluvia me tomase por sorpresa. Caminé entonces por el Aker Brygge, un amplio malecón que representa el paseo más turístico de Oslo, con vista a las islas de la bahía y a las embarcaciones que navegan por todo el fiordo que forma parte de la zona urbana. Es en uno de esos ferrys que Anders Behring Breivik llegó a la isla de Utoya el 22 de julio del 2011 para cometer el ataque terrorista más mortífero que ha tenido Europa, donde murieron 77 personas, la mayoría de ellos niños y adolescentes que se encontraban de campamento en el islote y quedaron atrapados en él. Los atentados y la posterior condena al atacante de ultraderecha ha sido quizá el hecho más controversial en toda Noruega, ya que ante la respetada ley noruega el asesino fue condenado a solo 30 años en prisión, mientras que muchos civiles opinan que merece cadena perpetua e, incluso, la pena de muerte. Los tratos del gobierno noruego hacia sus presos son aplaudidos por casi todo el mundo. Allí, las cárceles (casi vacías) son verdaderos centros de readaptación, donde se trata al reo como un ser humano común y corriente y se le reintegra a la sociedad sin ser discriminado. Pero el caso de Anders, asesino de decenas de niños inocentes por una causa racista y xenófoba extrema, es simplemente algo que se salió de lo que todos los noruegos están acostumbrados en su país. Y precisamente uno de los símbolos de la paz por la que Noruega aboga es el Centro Nobel de Oslo, un museo ubicado en pleno malecón que presenta la lista de los premiados y la biografía de Alfred Nobel. Aunque este último es de nacionalidad sueca, tanto Noruega como Suecia son sedes de entrega del tan reconocido galardón internacional. La llovizna comenzó a pegar cada vez más fuerte contra mí. Y poco deseoso de mojarme en pleno malecón cogí el tranvía de vuelta a casa. Danny había dejado una tarea para mí. Sazonar con especias y sal una pata de cabra y meterla al horno. Aquella noche nos esperaba una reunión de Couchsurfing en su apartamento. Al parecer, él era uno de los miembros más activos de la comunidad en Oslo. Para ello, decidí colaborar con un cartón de cervezas, ya que no tuve tiempo de cocinar nada. En el supermercado, encontré un paquete de cerveza nacional noruega. Y el precio, de 20 coronas, no me sorprendió tanto. Pero al llegar a la caja todo cobró sentido. Las 20 coronas era el costo de cada lata, no del paquete de seis. Casi dos euros por cerveza fue sin duda el mayor precio que he pagado en toda Europa. Y mi sorpresa fue mayor empezada la reunión. Nadie parecía aceptar mis cervezas. Y la respuesta me la dio Angélica, una mexicana que vivía ahora en Oslo con su novio. Los noruegos no comparten el alcohol entre sí —me hizo saber—. Es muy caro en este país, por eso cada quien compra lo suyo. Aquel dato no me pareció la mejor forma de conocer a los noruegos, que después de todo sí que tienen un alto nivel de frialdad. Pero eran los anfitriones de la reunión, y no iba a quedarme con ese mal sabor de boca. La noche transcurrió entre charlas en inglés, comida y bebidas de todo el mundo. Noruega, al igual que Suecia, recibe una gran cantidad de inmigrantes de todo el mundo, y aquella reunión fue una gran muestra de ello. Mexicanos, uruguayos,polacos, estadounidenses, búlgaros, vietnamitas, iraníes y japoneses. No cabía duda de que Couchsurfing siempre es mejor que un costoso hotel. A la siguiente mañana nos levantamos bastante tarde. La fiesta nos había dejado derrotados. Luego de una rápida visita a su madre, Danny volvió por mí y me llevó hacia el norte de la ciudad, una zona montañosa que me hizo sentir todavía más con los pies en Noruega. Subimos andando la colina, que sorprendentemente a finales de abril todavía tenía restos de nieve sobre el suelo. Algunas cabañas de madera aparecieron entre los árboles. Según me contó Danny, es muy común entre los noruegos tener una cabaña en el bosque. Es necesario comprar al gobierno el terreno y conseguir el permiso para talar madera. Él mismo, me dijo, tiene una cabaña a una hora de la ciudad, que construyó desde cero junto con su ex suegro. Desde lo alto pudimos ver el fiordo de Oslo, el accidente geográfico por el que Noruega es tan famoso para el turismo de aventura. Los fiordos son una especie de cañones de origen glaciar que se formaron hace millones de años, cuando los glaciares se derritieron dejando a su paso bocas de agua marina que se adentran en el continente. Al otro lado de la colina, un hermoso espejo de agua dulce me deslumbró entre las altas coníferas. Aquel lago sirve como reserva de agua para la capital entera. Aunque parezca imposible que Oslo un día se quede sin agua, a eso se le llama verdadera prevención. En la cima del cerro llegamos a un restaurante-mirador, donde parecía que muchos capitalinos habían elegido asolearse en aquel hermoso y despejado día. Nos sentamos en una mesa y Danny pidió una pizza de alce. Así es, una pizza de alce. La caza de alces en Noruega está permitida, siempre con un permiso en la mano. Y aunque parezca raro, la posesión de armas por civiles también lo está, pero se trata solo de armas de caza de animales salvajes. Aquello sin duda fue una sorpresa para mí. Danny me contó que incluso su familia se dedica a la caza de alces. A pesar de todo, la regulación gubernamental es estricta, y así se cuida en gran medida la estabilidad de las poblaciones de cérvidos en los bosques del país. A decir verdad, la pizza no fue más que una pizza de pepperoni. Pepperoni de alce, por supuesto. Descendimos caminando nuevamente hasta conseguir tomar el tranvía, que nos llevó hasta el parque de Vigeland, en el oeste de la ciudad. El parque fue creado por el escultor noruego Gustav Vigeland por orden del ayuntamiento de Oslo a principios del siglo XX, y se ha convertido en el jardín más famoso de todo Oslo y Noruega. El parque está repleto de estatuas de figuras humanas que representan la vida cotidiana de toda persona: el nacimiento, la infancia, la adolescencia, el primer amor, la adultez, la familia, la vejez… El monolito central es una de las esculturas más célebres. Es una columna de granito con 121 cuerpos humanos esculpidos que entrelazados forman el bloque entero. Pero la parte más icónica es el puente, orillado por más de 50 esculturas que presentan diferentes facetas humanas. El niño enojado es la que más ha cobrado fama. Quizá sea por su tierna expresión, o por que todos se identifiquen con él. De cualquier forma, el niño enojado se ha convertido en un verdadero símbolo de Oslo. Caminamos de nuevo por el lujoso barrio de Frogner hasta alcanzar el embarcadero, que por fortuna aquel día no se cubría con nubarrones de lluvia. Incluso pudimos ver un par de cruceros navegando por el fiordo de Oslo, que posee la anchura y profundidad suficiente para atracar barcos de gran escala en sus orillas. Danny me llevó hasta Aker Brygge, donde el día anterior la lluvia no me había dejado disfrutar de la lujosa y activa vida que el barrio junto al mar ofrece en Oslo. Los modernos edificios son residencia de los habitantes más adinerados de la capital, pero también alojan centros comerciales, restaurantes, discotecas y museos. Al fondo del malecón, el edificio del Ayuntamiento resaltaba con sus dos icónicas torres. Aquella construcción alberga la entrega del Premio Nobel de la Paz año tras año, lo que lo hace también un importante recinto para los noruegos. Al otro lado de la bahía, la antigua fortaleza de Arkehus es uno de los pocos vestigios que la Edad Media ha dejado en Oslo. Antigua residencia de los reyes, hoy es un museo donde todavía se entierra a algunos miembros de la familia real al morir. Con una cerveza sobre el malecón, pasé mi última tarde con Danny admirando la belleza natural del fiordo de Oslo, su bahía y sus lejanos y boscosos islotes. Mi camino hacia el oeste de Escandinavia no había terminado, y si los bosques y montañas de la capital noruega me habían sorprendido, lo que estaba por ver al siguiente día no tenía comparación alguna.
  2. Tras algunos días de cervezas y hot dogs daneses, la mañana de aquel martes desperté en el dormitorio de una residencia estudiantil, junto al campus principal de la Universidad de Odense, en la isla de Fionia. Tanto Copenhague como Odense me habían mostrado lo mejor de su historia, cultura y arquitectura. Aunque lo que más me había marcado era, quizá, adentrarme en el estilo de vida universitario, que había dejado al desnudo buena parte de lo que es hoy la sociedad danesa y su estado de bienestar. Los daneses habían mostrado ser personas sumamente consideradas y conscientes de su realidad. Así, a pesar de los subsidios del estado y la excelente calidad de vida, los estudiantes me habían sorprendido con acciones como el dumpster diving (recoger comida de la basura), que llevaban a cabo para evitar desperdicios. Liron, el couchsurfer que me hospedó en Odense, no era la excepción. Su espíritu humano se había formado en decenas de países a donde tuvo la fortuna de viajar. Y todo lo hacía de la mano del hitchhiking. Viajar de ride por el mundo es el sueño de muchos, pero algo que muy pocos aguantan hacer. Lo que me incluye a mí. Liron había viajado a dedo por Europa y Asia, y su objetivo era un día poder viajar desde Dinamarca hasta Pakistán con la sola ayuda de su pulgar en el aire. Escuchar las aventuras de Liron me motivaron a hacer lo que nunca planeé. Llegar a la península de Escandinavia pidiendo rides. Con el puñado de consejos que un experto como Liron me dio, salí de la residencia con mi mochila al hombro y un trozo de cartón en mano sobre el que escribí CPH, acrónimo muy usado en Dinamarca para referirse a Copenhague. 165 kilómetros me separaban de la capital danesa, desde donde sería muy fácil cruzar al otro lado del mar Báltico. Me despedí entonces de Liron y caminé hacia la carretera Ørbækvej, que convenientemente se ubicaba justo al lado del campus universitario. Me posé con mi mochila, mi letrero y mi dignidad a un lado de la autopista, y con mi dedo al aire no pasaron más de cinco minutos para que un hippie detuviera su auto frente a mí. El hedor a marihuana pronto salió por las ventanas. Voy hacia el sur —me dijo riendo casi a carcajadas—. Pero si fuera hacia Copenhague seguro te llevaría. Me deseó suerte y se alejó entre el bosque. No podía quejarme de los buenos deseos de un hippie danés. Media hora transcurrió para que un estudiante parara su coche. Se dirigía hacia Nyborg, la ciudad más oriental de la isla de Fionia, ubicada justo a la salida del puente del Gran Belt, el puente colgante más largo del mundo que conecta a Fionia con Selandia, donde se encuentra Copenhague. Sin dudarlo ni un segundo acepté su ayuda, y subí al coche refugiándome del frío matutino. No faltaba mucho para los exámenes finales y aquel chico había decidido volver a casa para estudiar un poco antes de volver a sus clases en Odense. Desviándose un poco de su ruta, me condujo hasta el estacionamiento de una cafetería, el último lugar de encuentro antes de adentrarse en el puente Storebæltsforbindelsen. La cafetería no era el sitio con más tránsito en el mundo, pero sin duda era un mejor local para ser recogido que posarme justo a la entrada del enorme puente, donde era imposible detenerse a tanta velocidad. Los camiones de carga, coches particulares y hasta bicicletas entraban y salían con gran lentitud al restaurante. Yo decidí dejarme sosegar por la paciencia y no caer en el desespero. Una hora bajo un árbol a la salida del estacionamiento fue suficiente para que una pareja se detuviera. Mientras todos me habían movido la mano en señal de un “adiós”, este simpático dúo lo hizo en señal de “sube ya”. Mi letrero había funcionado, ya que ambos se dirigían hacia la capital para asistir a una junta de trabajo. Y mientras yo vestía un pants deportivo, tenis y una mochila semi rota, ellos portaban un elegante traje perfumado. Por fortuna, la mayoría de los daneses hablan muy bien el inglés, y una agradable charla nos acompañó durante el trayecto hacia Copenhague, cruzando por segunda y última vez el Gran Belt, dejando atrás una isla para entonces adentrarme en otra. Tras una hora de camino me dejaron en la estación central de trenes, donde les di las gracias y preferí dirigirme a las taquillas. Llegar a Escandinavia desde aquel punto de Copenhague era mucho más fácil en un tren que pasar una hora más tratando de coger un ride que cruzase el puente hacia Malmö, la ciudad sueca al otro lado del Báltico. Compré entonces mi billete hacia Malmö, donde otro couchsurfer me esperaba para darme mi bienvenida a Suecia. El tren me llevó primero de vuelta al aeropuerto de Copenhague-Kastrup, en la orilla de la isla de Selandia, el punto más oriental de toda Dinamarca. Allí, el tren se detuvo para un control de migración. Aquello no era muy común dentro de la Unión Europea y el espacio Schengen, que se rigen bajo los términos de libre tránsito. Pero los suecos lo vieron muy necesario a partir de la inauguración del puente Øresund, ya que facilitó por mucho la entrada al país, a diferencia de los ferrys, único medio de transporte además del avión para poder llegar a Suecia desde Dinamarca antes del año 2000. Tras la revisión de nuestros papeles, la policía sueca dio el aviso para que nuestro tren pudiera partir, y comenzamos así la travesía por Øresund, el puente-túnel que conecta a Copenhague con Malmö. Los 7845 metros de longitud de esta increíble infraestructura marcaron un hito en la historia de Europa entera. Antes de que este puente existiera, La Unión Europea se encontraba dividida en dos, ya que Finlandia y Suecia se encontraban incomunicadas por tren y carretera con el resto de los países miembros. Øresund hizo más rápido y económico el tránsito de Dinamarca a Suecia, haciendo prácticamente desaparecer a los ferrys que conectaban Copenhague con Malmö en el pasado. Así, antes del año 2000, llegar a Suecia en tren o carretera significaba darle la vuelta a Europa entera atravesando Rusia y Finlandia hasta casi el círculo polar ártico. Hoy la ingeniería ha hecho de aquello un vago recuerdo del pasado. A las 3 de la tarde mi tren arribó a la estación Trangeln, donde Andreas me encontró para guiarme hasta su apartamento no muy lejos del centro de la ciudad. El barrio residencial donde Andreas compartía piso con una chica parecía bastante tranquilo. En general, me hizo saber, la vida en Suecia suele serlo. Y tras haber pasado un semestre de intercambio en México estudiando periodismo y de haber visitado el carnaval de Veracruz (mi ciudad natal), Andreas sabía que Suecia es, en efecto, un país muy tranquilo. Los edificios en ladrillos y tejados en picada no se alejaban mucho de lo que acaba de ver en Dinamarca y sus ciudades. Pero de algo no había duda, Malmö contaba con una gran cantidad de inmigrantes. En cada esquina, banderas de diferentes naciones, sobre todo la de Irak y Siria, aparecían en las fachadas de tiendas y restaurantes. Andreas me hizo saber que durante los últimos años, Suecia había acogido a una gran cantidad de refugiados de países del Medio Oriente. Eso, para él y la mayoría de los suecos, no representaba problema alguno. Paramos a almorzar un falafel, famoso platillo de garbanzos que resultaba ser la comida favorita de Andreas. No cabía duda de la influencia que el Medio Oriente había traído hasta Suecia. Por la tarde él tuvo que partir al trabajo en una estación de radio local, donde ejercía como periodista. Yo por mi parte, compré un poco de comida y me quedé en casa a trabajar. La lluvia no parecía cesar y necesitaba algo de reposo después de una jornada de hitchhiking por las islas del Báltico. La siguiente mañana el cielo parecía seguir un poco enfadado, y la lluvia continuaba cayendo sobre Malmö. Así que un buen desayuno y un café en casa fue excelente para acompañar una mañana nublada. Pero al salir a la calle el sol me volvió a sonreír. Y un paseo por el centro de Malmö, sus jardines y sus canales, fueron perfectos para comenzar el día. Si había algo más que llamara mi atención además de la cantidad de inmigrantes del Medio Oriente, era sin duda la diversidad de hermosas aves que me topaba en cada esquina. Los canales, por supuesto, se colmaban de patos que nadaban sobre las frías aguas de primavera. Pero había un tipo de aves en específico que cautivaron mi mirada. El color negro azulado y la dura mirada de los cuervos escandinavos eran ya una mítica figura de los pueblos nórdicos que vivía en mi cabeza. Pero tenerlos de frente me llevó al mundo virtual de Age of Mythology, videojuego donde los nórdicos y sus cuervos eran mi elección preferida cuando era un niño. Los patos tienen su encanto para todos. Pero el contraste de ambos volando y caminando sobre el mismo lugar me hizo saber que me encontraba ya en Escandinavia. Los jardines centrales de Malmö dejan ver la oposición entre las casona y palacios del siglo XIX con los modernos edificios que la destacan como una ciudad de suma importancia actual. En la Möleplatsen hay incluso molinos de viento que recuerdan la manera en que Malmö procesaba sus granos aprovechando la energía eólica de las fuertes corrientes del mar Báltico que azotan la ciudad. Los canales que rodean el centro histórico también sirvieron para defender el Castillo de Malmö, una de sus edificaciones más emblemáticas. Aunque no fue formalmente un castillo, ya que nunca sirvió de residencia real, fue una de las fortalezas más prominentes del Reino de Dinamarca, ya que fue construida cuando Escania y el sur de la actual Suecia fueron dominados por los daneses. Las orillas del casco viejo de Malmö introducen pintorescos edificios, muchos de ellos neoclásicos, que muestran el empeño que Suecia puso en la ciudad una vez que pasó a formar parte de su reino. La mayoría de las construcciones del centro histórico datan del siglo XIX, y la alcaldía los ha sabido conservar casi intactos para el deleite de los turistas, y de los afortunados residentes que pueden darse el lujo de vivir ahí. Las construcciones de ladrillo rojo sin duda destacan la enorme influencia que Dinamarca ha tenido sobre Malmö y sobre Suecia. Increíblemente, aún siendo el más pequeño de los países nórdicos, Dinamarca fue el más poderoso de ellos, logrando someter y unificar los tres reinos en la unión de Kalmar en la Edad Media, época en la que las monarquías de Noruega, Suecia, y Dinamarca, junto con sus territorios que incluían Islandia, Groenlandia, las islas Feroe y Finlandia, formaron un solo estado. La unión no floreció gracias al recelo de los suecos hacia Dinamarca, quienes se separaron de en 1523, mientras Noruega y Dinamarca lo hicieron hasta 1814. Pero caminar por Malmö y cualquier otra ciudad nórdica deja ver lo cercanas que estas naciones han estado desde la era vikinga, tanto así que la única diferencia entre las banderas de Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia e Islandia son sus colores. Tomé la famosa calle de Lilla Torg, uno de los lugares preferidos por los turistas. El paseo está orillado por bajos edificios de ladrillo y madera que recuerdan un poco a los pueblos alemanes. Una cerveza bajo el sol primaveral era necesaria para aquella tarde. Pero el sitio elegido fue la Stortorget, el corazón de Malmö. Es la plaza central desde la cual se empezó a construir el resto de la ciudad en época de los daneses. Antiguamente se utilizaba como mercado. Hoy, con el Ayuntamiento y una estatua de Carlos X Gustavo, es un sitio de encuentro de locales y turistas para disfrutar de la vida que Malmö ofrece. El canal de agua salada que rodea al centro histórico lo divide de la estación central de trenes y autobuses, ubicada en el Västra Hamnen, donde me encontré nuevamente con Andreas para pasar la tarde antes de que volviera al trabajo. El puerto occidental de Malmö tuvo su auge con una multitud de fábricas, siendo uno de los principales puertos que unía al mar Báltico con el mar del Norte. Pero la crisis de los 70s llevó a las empresas a la bancarrota. Pero tras el cierre de las compañías marítimas, Västra Hamnen no quedó en el abandono. Al contrario, la ciudad supo aprovechar el hermosos espacio junto al mar y lo convirtió en una lujosa zona residencial. Centros comerciales, edificios de viviendas, rascacielos, un paseo marítimo y hasta instalaciones de la Universidad de Malmö se ubican ahora en la extensa área junto al Báltico en la que todos quisieran vivir. El más famoso de sus edificios es el Turning torso, un rascacielos neofuturista diseñado por el español Santiago Calatrava, que posee el título, nada más y nada menos, que del rascacielos más alto de Escandinavia y el primer edificio retorcido del mundo. Cuesta trabajo imaginar vivir en un apartamento de tal estilo. Nos alejamos un poco de Västra Hamnen hacia la playa Ribersborg, un largo corredor de arena y jardines desde los que el puerto occidental parece pequeño. Al girar la cabeza al otro lado, incluso es posible ver la costa de Copenhague y el enorme puente Øresund. Nunca creí que Suecia y Dinamarca estuvieran a tan corta distancia una de otra. Pero Andreas me había llevado hasta Ribersborg por algo más. ¿Quieres hacer algo verdaderamente sueco? —me preguntó—. Entonces no puedes irte sin haber visitado un sauna. Me llevó entonces hasta la entrada de la Ribersborg Kallbadhus, la casa de baños al aire libre ubicada justo sobre las aguas del mar Báltico. Aunque las saunas son usadas en prácticamente todo el mundo, su origen se remonta a miles de años en los pueblos escandinavos, principalmente en Finlandia. La palabra sauna es prácticamente la palabra de origen finés más usada en todo el mundo. Los escandinavos, incluyendo los suecos, tienen una estrecha relación con las saunas. No es solo un baño, es un ritual, una tradición casi espiritual que sirve también como forma común de socialización. La Ribersborg Kallbadhus es una casa de baño de madera construida sobre la costa de Malmö. Es la única al aire libre en la ciudad, lo que la convierte en la más famosa de todas, y la preferida por muchos, y por Andreas también. Al entrar, los pasillos dividen a las personas en dos grupos, hombres y mujeres. La desnudez es algo común y no mal visto en Suecia y los países nórdicos. Aunque por respeto y tradición, los hombres y mujeres siguen separándose entre sí. Por supuesto, las fotografías dentro de la casa de baño están prohibidas. Así que dejamos nuestras cosas en los casilleros. Pagamos 40 coronas suecas (unos 4 euros), nada mal par un sauna tan lindo como aquel. El ritual comienza con una ducha para desinfectar el cuerpo y eliminar suciedades. El uso de ropa está prohibida en todo momento. Y mi inhibición, por supuesto, se hizo notar. Pero Andreas y el resto de los suecos a mi alrededor me hicieron sentir como en casa. La desnudez, como en toda Escandinavia, debería ser vista con la misma naturalidad en todo el mundo. Aún desnudos, la toalla y unas sandalias son necesarias para no quemar nuestros cuerpos. La sauna entera está hecha de madera y la temperatura al interior puede llegar hasta los 100°C. Así que tocar la madera con el trasero y los pies desnudos no es una buena idea. La principal diferencia entre una sauna turca y una finlandesa es la humedad —me explicó Andreas—. En el baño turco la humedad es muy intensa, incluso llega al 100%. El baño finlandés es mucho más seco, y eso puede notarse al interior, donde la vista no es nula, al contrario del sauna turco. Pero la enorme dificultad para respirar a una temperatura tan alta y el exceso de sudor (principal objetivo para eliminar toxinas del cuerpo) no fue la parte más complicada de aquella tarde. Después de unos minutos Andreas me invitó a salir. Al exterior, junto al mar, con la fría brisa del mar Báltico golpeando mi cuerpo desnudo. Estás loco —le dije—. Aunque ya era oficialmente primavera en Suecia y con el sol sobre nosotros, los vientos del Báltico son extremadamente fríos, especialmente para alguien de la costa mexicana como yo. No tiene caso venir a un sauna sin realizar al menos una vez el cambio de temperatura —me hizo saber—. Y tenía toda la razón. El baño de sauna consiste en cambiar al menos dos veces la temperatura corporal para estimular la circulación y eliminar las toxinas. Así que allí estaba, completamente desnudo frente a las aguas bravas del mar Báltico. Una escalera me invitaba a descender a un chapuzón, en las playas cuya temperatura oscilaba los 6°C. Andreas se aventó un clavado. ¡Vamos! ¡No lo pienses, hazlo ya! —gritó al mismo tiempo que su cuerpo temblaba de pies a cabeza dentro del mar. Y con todo el temor del mundo puse mis pies sobre la escalera, dejando mi toalla sobre el pasillo de madera. Primero los pies, luego las piernas, y de un solo chapuzón dejé sumergir mi cuerpo que instantáneamente se congeló. Luego de 10 segundos en los que no pude ni siquiera pensar, salí del mar y cogí mi toalla para secarme. ¡No puedo creerlo! —exclamé a mí mismo—. ¡Nadé desnudo en el mar Báltico en aguas de 6°C! Andreas salió tras de mí y me llevó de vuelta al sauna de vapor. Para ese momento, mi cuerpo se sentía aliviado, limpio, relajado, liberado. Ahora entendía por fin el concepto del sauna. Me había sumergido no solo en el mar Báltico, sino en el estilo de vida común de los habitantes escandinavos. Al final de la tarde, sentí que mi cuerpo flotaba. Había perdido pesadez, no sentía frío, calor, cansancio ni estrés. El sauna me había mostrado las maravillas por las cuales su fama llegó mucho más allá de la península escandinava. Andreas volvió al trabajo y yo a su apartamento para una última cena en casa. Al siguiente día me embarcaría en una travesía hacia el otro lado de la península, para salir por un tiempo de la Unión Europea, no así de Escandinavia y sus increíbles tradiciones nórdicas.
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