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Encontrado 472 resultados

  1. AlexMexico

    Praga de película

    Mis azares por el aire habían cesado con mi arribo a Berlín. Luego de tres días en la antigua capital prusiana era hora de retomar la ruta para adentrarme en la desconocida Europa del este. Pero en el momento en que recorrimos el primer tramo hacia la ciudad de Dresde no sabía si comprar un ticket de bus en pleno mes de enero había sido exactamente una buena idea. Ambos costados de la carretera se encontraban colmados de nieve. Por las ventanas poco se podía ver con la niebla y la ventisca que soplaba intensamente contra nosotros. Solo las débiles siluetas de los árboles pelones podían ser divisadas desde nuestro cálido interior. Pero antes de tocar la frontera este alemana todo simuló mejorar, y aunque la nieve no desaparecía, el viento parecía haber dimitido. Perdido en la segunda lectura de La insoportable levedad del ser, poco me percaté de nuestro ágil cruce hacia la República Checa, cuya capital esbozaba ya en mi mente como escenario principal de la célebre obra de Milán Kundera, ciudad misma a la que en menos de una hora comparecería. Si bien acababa de pasar seis días en los Países Bajos y Alemania y mis saberes del neerlandés y alemán eran prácticamente nulos, debo confesar que me sentía más intimidado por encarar a los checos que a la gente de otros países. Desde mi primer intento por leer un letrero en aquel lejano e inusitado idioma mi cerebro se nubló y mi cuerpo regresó a la realidad Un crudo, oscuro y solitario invierno en Europa del este era lo que me esperaba para los próximos días. Pero estaba en Praga. Una ciudad soñada por muchos, amada por muchos, deseada por muchos. Y estaba allí para descubrir la verdadera razón. Era cerca del mediodía, y sabía que si quería aprovechar la escasa luz invernal debía apresurarme. Mi primer paso era encontrar la casa de Mike, el couchsurfer que me hospedaría en el sexto distrito de la ciudad. Tomé el metro y descendí en la parada Dejvická, que Mike bien me había indicado. Antes de saber que Google Maps puede funcionar sin conexión (si antes de abandonar una red wi-fi abrimos la aplicación para que encuentre nuestra ubicación) guardé la captura de pantalla para seguir el camino de la estación hasta su dirección postal. Hallarla no fue difícil. Pero había un pequeño problema. El edificio no tenía timbres. Miré a mi alrededor. El vecindario parecía bastante solitario, sumado a la sábana blanca que se extendía por la nevada que recién había caído aquella mañana. Los teléfonos públicos parecían ya no existir. Y además de todo no había todavía cambiado mis euros por coronas checas. Caminé un poco más al norte hasta alcanzar un ingente edificio que simulaba ser un hotel. Allí seguro encontraría wi-fi. Mis gajes me llevaron hasta la recepción, donde el host se aproximó demandando mi reservación. Me escudé al decir que me vería con alguien, y me atreví a pedir la red de internet. Sorprendido, la obtuve sin ningún problema. Y después de mandarle un mensaje, Mike bajó para recibirme en el corredor de su edificio, a unas cuantas cuadras al sur del hotel. Su apartamento resultó ser una especie de albergue temporal para estudiantes extranjeros. Dos chinos (él incluido), una azerbaiyana, una siria y un hindú. Ningún checo. Todos asiáticos. Todos hablantes de inglés. Todos en Praga como parte del mismo programa: Erasmus Mundus. Y ello quería decir, desde un principio, que se trataba de muy buenos estudiantes. Un año atrás había oído hablar de Erasmus Mundus en una expo de Euro-posgrados. Se trata de un programa auspiciado por la Unión Europea (como el Erasmus original). La diferencia es que la versión Mundus apoyaba también a ciudadanos no europeos para estudiar sus posgrados en Europa. 2000 euros al mes, planes de estudio en inglés y francés, dos años en tres ciudades diferentes. Parecía ser un paraíso. Pero obtener una de las becas no es nada fácil. Tanto que en cada programa pueden aceptar a solo 14 personas no europeas por año. Lo que quiere decir que aquel grupo de asiáticos había competido con prácticamente todo el planeta para poder estudiar gratis una maestría en su vecino continente. Mike me mostró el piso y me dio algunos consejos para visitar la ciudad. Él tenía cosas por hacer y no podría salir conmigo. Aunado a que debido al frío pocos querían realmente salir. Pero yo no podía dejar que la calefacción y el cómodo sofá me invitaran a una siesta cuando la capital más bella de Europa central esperaba fuera por mí. Así que volví a la estación de metro y me dirigí rumbo a la Plaza de Wenceslao. Esta amplia explanada toma más la forma de un bulevar que de una plaza, por su extensión alargada de sureste a noroeste. Ha sido sede de importantes momentos en la historia del país, como la Revolución de Terciopelo y la Primavera de Praga. Con el edificio neoclásico que alberga al Museo Nacional Checo en su extremo sur, se marca el inicio del centro histórico de la ciudad, que desde 1992 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y fue allí donde comenzaría mi fría caminata de enero. Praga es bien conocida por su historia medieval, sus alianzas y rupturas con imperios y bloques extranjeros, por su cerveza, por sus escritores y por su hermosa arquitectura. Y por esto último es también llamada la ciudad de las torres. Un nombre que, sin duda, se ganó con creces. Una de las primeras torres que fácilmente se asomó ante mis ojos al caminar por las estrechas calles del primer distrito de la ciudad fue el Campanario del Antiguo Ayuntamiento. El torreón es una de las imágenes más conocidas de Praga, no solo por su altura, sino por el antiguo reloj astronómico que posee en una de sus paredes. No es extraño entonces que cientos de turistas la visiten cada día para subir hasta su punta y tener una vista panorámica de la urbe. Y la mejor perspectiva que pueden tener es la de la Plaza de la Ciudad Vieja, una de las más antiguas y hoy atracción turística. La milenaria historia de la ciudad la ha dotado de múltiples estilos arquitectónicos a lo largo de su territorio. Pero en la Plaza de la Ciudad Vieja el estilo gótico es el que más resalta a los ojos. Sobre todo en la Iglesia de Týn. Esta imponente iglesia medieval fue la más importante de la antigua Praga, y aunque hoy se ostenta solo como un templo más es sin duda una de las estampas más célebres para los visitantes, que la ven más como un castillo por sus dos increíbles torres. Del lado este yace el Palacio Kinský, sede de la Galería Nacional, mientras al norte se alza la Iglesia de San Nicolás, un tanto menos conocida. Palacio Kinský La plaza fue mi punto de partida para recorrer la calle Pařížská, la París de Praga. La arteria lleva el nombre de la capital francesa porque fue construida a finales del siglo XIX como una copia de los Campos Elíseos. Y aunque no se le asemeja casi en nada a la famosa avenida parisina, en la que ya había estado un mes atrás, sus encantadores 400 metros lograron cautivarme. A ambos costados se posan enormes edificios de fachadas tan coloridas y detalladas que claramente se ha tratado siempre de un barrio sumamente burgués. Y eso me quedó claro al pasearme frente a las boutiques y joyerías que al nivel de la acera muestran sus mejores prendas para las billeteras más acaudaladas. Visiblemente no era algo para mí. La calle me llevó hasta las orillas del río Moldava, afluente que divide a la ciudad. En la otra orilla apareció el enorme Palacio de Gobierno de la República Checa. El lado oeste del Moldava se encuentran los barrios Hradčany y Malá Strana, conocidos como el Barrio del Castillo y el Barrio Pequeño. La silueta que ambos vecindarios dibujaban lucía simplemente encantadora, con la catedral en su punta y sus tejados en “V”. Pero mi visita a esa parte de la ciudad aguardaría para el siguiente día. Por ahora, mientras el sol se ocultaba, una caminata por el malecón Smetanovo y las vistas de Praga eran todo lo que necesitaba… Hasta que el frío se volvió insoportable. Entonces fue momento de probar una buena cerveza checa en una taberna local. Caminé hasta el metro más cercano y volví hacia el distrito 6 para buscar algo de comer y regresar a casa. Hasta entonces había olvidado cambiar mis euros por la moneda local. Pero nada que mi fiel tarjeta de débito no pudiera arreglar en el supermercado. Mas la expresión del hombre en la caja cambió mi suerte, cuando me hizo saber que mi tarjeta no pasaba por la terminal Era la primera vez que ocurría; pero él parecía no creer. Nadie en la tienda hablaba siquiera un poco de inglés. Y sin efectivo alguno me vi obligado a cancelar mi compra e irme con las manos vacías. Por suerte, Mike había cocinado un buen arroz chino, del que amablemente me convidó. Mi primera tarea al próximo día sería definitivamente cambiar mi efectivo por coronas checas. La mañana siguiente amaneció aun más fría. Los techos al norte de Praga se cubrían de nieve, y más al centro el paisaje no cambiaría mucho. —Pero debo resistir —me dije. Y sin perder más tiempo caminé hacia el sur. Y tras cambiar por fin mis monedas alcancé mi principal destino por el que había ido a la capital checa: el Castillo de Praga. Se trata nada más y nada menos que del castillo antiguo más grande del mundo, y forma también parte, por supuesto, del Patrimonio de la Humanidad de Praga. La entrada norte del complejo me recibió con una manta blanca de nieve que se había deshelado en el concreto, pero no en los alrededores de la fortaleza. Desde el ala norte sobresalían las torres de la enorme catedral que nos daba la bienvenida a todos los visitantes. Pero algo mucho más curioso nos recibía a la entrada. Dos guardias de seguridad, mejor dicho centinelas, que resguardaban el acceso al complejo tal como los guardias de la familia real inglesa. Me era difícil imaginar cómo, a unos -8°C, podían mantenerse completamente inmóviles por un tiempo tan prolongado. Y tras comprar mi ticket de acceso por unas 250 coronas, me trasladé de repente a la Edad Media y a más de mil años de historia del extinto Reino de Bohemia. El elemento más simbólico y más notable de toda la fortaleza es, sin duda, la Catedral de San Vito, otra joya del arte gótico en Praga. Con ello cabe destacar que el castillo no fue solamente residencia de los reyes de Bohemia, emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, presidentes de Checoslovaquia y la República Checa con su remodelado Palacio Real, sino que también ha acogido a los obispos y arzobispos de Praga, muchos de los cuales se encuentran enterrados allí. La suntuosa catedral es uno de los vestigios de la época dorada de Praga, que dio comienzo con el emperador Carlos IV del Sacro Imperio Romano Germánico en el siglo XIV. En aquella época el Papa era la única persona con el poder para coronar a emperadores en la Europa cristiana. Ello deja de manifiesto el poder que reinaba en el castillo. Los monarcas que eran coronados en aquel majestuoso templo no solo heredaban los territorios de Bohemia (actual República Checa), sino de todo el Imperio Romano Germánico y sus consiguientes dominios (que hoy abarcan Alemania, Austria, Eslovaquia, Eslovenia, Suiza, Liechtenstein, Luxemburgo, partes de Italia, Polonia, Hungría, Países Bajos, Francia y Bélgica). Durante el reinado de Carlos V, por ejemplo, se decía que en su reino nunca se ponía el sol, ya que al ser hijo de monarcas españoles y nieto de los Habsburgo heredó la mitad de Europa y las colonias del Imperio Español en América, Filipinas y África. La zona del Palacio Real abierta al turismo también me mostró un poco más de la lujosa e increíble historia de los gobernantes de aquellas lejanas pero poderosas tierras. El salón de baile, por ejemplo, deja imaginar la opulencia de las noches que allí se organizaban con la aristocracia bohemia y sus grandes banquetes. Los libreros antiguos revelan siglos de escritura resguardados como un imprescindible tesoro arqueológico. El Salón del Trono es, ciertamente, el cuarto más maravilloso de todos. Y no solo por atestiguar la silla real donde decenas de reyes se sentaron, sino por la presencia de la Corona Real de Bohemia. Y esta vez no hablo de un imperio intangible, sino de una verdadera corona. Una corona chapada en oro y decorada con verdaderas y preciosas joyas. Soy consciente de que, muy probablemente, esa corona no fuese la original. No a la mano de todos los turistas tras un vidrio antibalas y sin ningún otro sistema de seguridad. Pero la sola idea de verla me generó mucha emoción. Al salir del Palacio llegué a una pequeña plaza tras la Catedral y frente al antiguo Convento de San Jorge. A su costado se alza otro gran templo, la Basílica de San Jorge. Desde allí comienza una especie de avenida que desciende por la colina hacia una gran torre en su entrada, la llamada Torre Blanca. Allí pude visitar el interior de algunos edificios de piedra que resguardaban antiguos utensilios de la época, la mayoría forjados en hierro o en madera. Pero la “avenida” más encantadora dentro del castillo es el Callejón del Oro. Es una pequeña calle orillada por menudas casitas de colores en las que apenas cabe un ser humano de estatura promedio. Aquellas viviendas, que parecen sacadas de un cuento, solían estar habitadas por orfebres desde el siglo XVI hasta finales de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, uno de los personajes más famosos de Praga, Fran Kafka, vivió allí durante un año. Hoy deshabitadas, exhiben la forma de vida de la pequeña localidad, con muebles y utensilios que recuerdan a una casa de muñecas. La rúa principal descendía hasta el final de la muralla, donde llegué a un mirador que me sirvió de descanso con el mejor panorama de la ciudad. Desde allí se tiene la vista de Malá Strana, o la Ciudad Pequeña. Es decir, la parte occidental de Praga. Sus tejados naranjas estaban escarchados por la nieve que había azotado la capital por ya varios días. Pero al menos aquella tarde Praga me dejaba disfrutar de un paseo sin ventiscas y de una atmósfera casi totalmente despejado. Bajé hasta la rivera del Moldava, repleta de aves acuáticas que batallaban por los pequeños trozos de pan que allí se habían arrojado. La vista dejaba ver una cúpula católica, la Torre del Campanario y, la más emblemática de todas, la Torre del Puente de Carlos. Otro de los íconos que legó el poderoso emperador bohemio y otra estructura gótica más que para muchos representa su máximo esplendor en la ciudad. Pero antes de dirigirme a aquel augusto puente regresé un poco hacia el lado oeste, para no perderme de una buena caminata por Malá Strana. En el avión de Barcelona a Ámsterdam había cogido la revista de la aerolínea que ponen en la parte trasera del asiento (cosa que normalmente no suelo hacer). Un artículo me llamó la atención. Se llamaba Praga: el Hollywood de Europa. Según el autor, entre todas las ciudades europeas Praga tenía el centro histórico mejor conservado y auténtico de todos. Y ello la hacía el escenario preferido para los cineastas que buscaban la atmósfera perfecta para las películas de época, sobre todo de la era renacentista. Malá Strana es llamada la Perla del Barroco. Y vaya que merece el seudónimo. Sus callejuelas están flanqueadas por encantadores edificios de colores pastel que me recordaron a los aposentos de María Antonieta en Versalles. Si bien sus plantas bajas están llenas de negocios locales y restaurantes, no hay una invasión masiva de publicidad o elementos posmodernos que irrumpan en demasía con el origen antiguo del vecindario. Estaba seguro de que si lograse quitar todos los coches de las calles y los letreros de señalización y publicidad podría fácilmente filmar una película renacentista. Solo necesitaría un excelente vestuario y a Keira Knightley, claro está. La Ciudad Pequeña se yergue al pie del castillo. Pero al caminar al extremo oeste se alcanza una colina de considerable altura, desde la que tuve otra panorámica más de la ciudad de las torres. Directamente desde la Iglesia de San Nicolás, una de las tantas en Malá Strana, llegué hasta la puerta de entrada del Puente de Carlos, el más famoso de Praga y uno de los más célebres en el mundo. El puente fue mandado a construir por el rey Carlos I de Bohemia, mismo que erigió la catedral en el castillo, para unir a las antiguas dos ciudades que se encontraban separadas por el río Moldava. A sus costados se alzan 30 estatuas de distintos santos y patronos venerados en la época, que adornan los 500 metros por los que se prolonga la magnífica estructura. El legado dorado del emperador para la ciudad y para los checos es quizá el más conocido por el mundo fuera del país. Y no cabe duda del porqué. Debo admitir que cruzar aquel puente fue una de las cosas más mágicas que he hecho en mi vida. Más que contemplar la Torre Eiffel, más que el Palacio Real de Madrid; más que nadar en el Mediterráneo y quizá más que comer una salchicha en un mercado navideño en Alemania. A pesar de la multitud de turistas, el Puente de Carlos me dejó en claro por qué Praga es tan admirada por todos. Y por qué aquella revista la catalogó como una ciudad de película. Después de otra buena cerveza en una taberna volví al apartamento de Mike y descansé mi última noche en la República Checa. Temprano tomaría otro bus para seguir conociendo el legado del Imperio Germánico por la Europa Central. Pueden ver todas las fotos en los siguientes álbumes: Praga parte I Praga parte II
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