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  1. Cuando uno piensa en Perú, inmediatamente lo relaciona con la civilización Inca y sobretodo con Machu Picchu. Aquella típica foto de Machu Picchu que repetimos una y otra vez en este blog (esa… la de la montaña más grande a la derecha, una más pequeña a la izquierda, nubes de fondo, y un valle minado de prolijas ruinas con el césped prolijamente mantenido y brillante) es la que inmediatamente se nos viene a la mente. Sin embargo, y sin por ello desmerecer este legendario sitio arqueológico, Perú es un país que esconde maravillas naturales que están a la altura de cualquier ruina arcaica. Ya me había llevado una gran sorpresa al descubrir el lado amazónico de este país, visitando la reserva Madre de Dios en plena selva peruana (aconsejo humildemente que no dejen de ver las fotos de ese sitio increíble!). Por lo que la Reserva Nacional de Paracas sería mi segunda sorpresa en este país que, con cada kilómetro recorrido, me convencía de que era mucha más que sólo ruinas y civilizaciones desaparecidas. Como todos estos sitios que tuvimos la suerte de visitar, llegamos a Paracas porque alguien nos recomendó visitar la reserva (no recuerdo quién fue exactamente, pero...se lo agradezco). Paracas, al igual que Nasca, se ubica dentro del departamento de Ica, lo que suponía que haríamos esos 200 km que separan una localidad de otra, atravesando el inhóspito desierto que cubre casi todo aquel departamento peruano. Ventarrones de arena nos azotaron durante todas las horas de viaje por la carretera Panamericana Sur. De hecho, Paracas significa “lluvia de arena”, por la velocidad que alcanzan los vientos en la región y la molesta cantidad de arena que arrastran a su paso. Atravesamos el desierto caliente, de dunas rojizas hasta que comenzamos a notar más asentamientos y movimientos de camiones en la ruta. Finalmente visualizamos un enorme arco que nos daba la bienvenida a Paracas, así que nos desviamos a la izquierda, encarando para la costa del Pacífico e hicimos unos diez kilómetros hasta llegar. No tuvimos que recorrer mucho para notar de inmediato que aquel balneario es uno de los sitios de veraneo elegidos por la clase media alta de Perú. Las ostentosas casas de dos pisos y enormes ventanales frente al mar, los distinguidos hoteles de monumentales entradas, y las casas quintas de veraneo se levantaban a ambos lados de ancha carretera y nos hacían sentir un poco…. “pequeñitos”, llegando sobre nuestra moto, sudados y largando arena hasta por los oídos. Nos detuvimos unos instante en el centro de la bahía, para poder ver el mar después de tanto desierto. No podían faltar los negocios de venta de artesanías y recuerdos, los restaurantes de comida marítima y las agencias de tours amontonadas en la pequeña plaza principal que estaba pegada al muelle. Tampoco podía faltar el vendedor acosador que nos siguió por toda la plaza ofreciéndonos una excursión a unas tal Islas Ballestas. Intentamos apartarlo sin darle mucha importancia hasta que mencionó que estas islas eran el hogar de una gran cantidad de fauna marina y terminó ganándose dos clientes. Hacía cinco minutos que acabábamos de llegar y ya teníamos dos tickets para abordar a la mañana siguiente una lancha hasta las islas….. ¿ ?! Con el sol cayendo, buscamos hospedaje y, teniendo en cuanta el alto nivel de los turistas de esa zona, optamos por la opción más económica: acampar en la reserva. La Reserva Nacional de Paracas comprende un área de aproximadamente 300 mil hectáreas. La mayor parte de estas hectáreas son de agua marina, dentro de las cuales están las Islas Ballestas, y el resto corresponde a puro desierto y playas. La entrada a la reserva sólo se distingue entre la inmensa nada misma de arena, por una pequeña garita de seguridad, donde los guardaparques nos cobraron S/15 cada uno por el ingreso al parque y por acampar esa noche. Aprovechamos los últimos rayos de sol y nos adentramos en el árido desierto, a través de un maltrecho camino que en ciertos sectores parecía de concreto bueno, pero en otros estaba agrietado e intransitable. Aun así, llegamos hasta la Playa Roja. Su nombre proviene obviamente de la coloración rojiza que muestra la arena, como resultado de la gran actividad volcánica que miles de años atrás se producía en aquella zona. Llegamos justo para la caída del sol, en el momento donde todo comenzaba a teñirse de ese anaranjado profundo y las sombras de las aves acuáticas que aún se alimentaban en la costa se proyectaban como largos trazos oscuros por toda la playa. Un par de gaviotas grises miraban atentas desde el acantilado hacia la costa, en busca del último bocado del día, mientras que cinco o seis gaviotas de cabeza gris correteaban por entre las ondulaciones en la arena. Corría mucho viento, pero las olas rompían lejos de la costa y sólo llegaba, con el impulso, una espesa alfombra de espuma que cubría toda la superficie escarlata de la playa roja. Dentro del Parque hay varios sectores para acampar, pero elegimos el que se encontraba más cerca de la salida, porque al día siguiente debíamos estar temprano para realizar el tour por las islas. Acampamos en una playa inmensa, bajo unos frondosos arbustos que nos servían como reparo del viento. Desde donde nos encontrábamos apenas si podíamos ver el mar, pero lo escuchábamos rugir con fuerza, mientras una numerosa familia de flamencos rosados se preparaba para pasar la noche. Cenamos unos fideos (junto con una adorable familia de ratones que se nos acercaron en busca de algo para comer) y pasamos la noche. Apenas estaba amaneciendo cuando debimos levantarnos, desarmar campamento y dirigirnos al muelle de Paracas. Con los ojos todavía entrecerrados llegamos a la plaza, donde ya varios turistas que se embarcarían con nosotros estaban haciendo fila. Un pueblerino se entretenía alimentando a unos gigantescos pelicanos, de manera que posaran con su impresionante bolsa extendida para la foto. En menos de media hora ya estábamos todos sobre una gran lancha con los chalecos salvavidas puestos y camino a las Islas Ballestas. La embarcación corría a toda velocidad por encima del oleaje del mar y nos salpicaba constantemente agua salada, lo que terminó de despertarme. La primera parada la hicimos cerca de un enorme barranco de arena, que se encontraba sobre la costa. Sobre la pendiente de aquella gigantesca montaña de arena se podía distinguir un extraño dibujo. El Candelabro, se lo llama a este geoglifo de 180 metros de largo, que se vincula con las Líneas de Nasca que habíamos visitado el día anterior. Y, al igual que ellas, tanto su origen como el motivo de por qué semejante figura se realizó en ese sitio, aún es un misterio. Seguimos viaje durante unos 20 minutos, hasta que pudimos comenzar a divisar unas enormes masas rocosas que se levantaban sobre el mar. Las Islas Ballestas conforman un gran número de formaciones puramente rocosas, desprovistas de cualquier tipo de vegetación y hogar de varias especies de aves marinas. Fue bastante impresionante descubrir que esa alfombra gris y blanca movediza que cubría los primeros islotes a los que nos acercamos no era más que una aglomeración de cientos y cientos de aves, una al lado de la otra. El barco disminuyó la marcha y comenzó a acercarse lentamente a las islas. Los piqueros peruanos nos dieron la bienvenida. Con más de 4 o 5 lanchas acercándose cada mañana y cada tarde a la isla, estos animales están tan acostumbrados a la presencia humana que ni se mosquearon cuando la lancha comenzó a transitar por entre las islas. La erosión en toda esa zona había convertido a aquellas islas en un asombroso espectáculo arquitectónico natural. Robustos arcos de roca maciza se alzaban por encima del océano, y oscuros túneles atravesaban las islas de lado a lado. Soplaba un viento bastante frio, pero ni el rugir de aquel ventarrón, ni el ruido del oleaje golpeando contra el barco superaban el ensordecedor barullo de las decenas de cantos y llamados de todas las aves que se amontonaban en las cúspides de las islas. Entre los piqueros peruanos que antes mencioné y los elegantes pelicanos, tuvimos la suerte de ver una familia de pingüinos de Humboldt, una especie amenazada que vive en el océano Pacífico. Bandadas de aves revoloteaban sobre nuestras cabezas, cuando la lancha giró, rodeando un gran islote rocoso y allí, ante nosotros, aparecieron los reyes de los mares. Cuatro lobos marinos descansaban plácidamente, acomodados sobre las rocas. Siendo un área protegida para estas familias de aves migratorias, no está permitido bajar a las islas, lo cual era una lástima porque lo único que quería hacer en ese momento era lanzarme contra esos lobos marinos y dormir abrazada a ellos bajo el sol. El viaje continuó, bajo una oleada de flashes y “clickes” de cámaras fotográficas, mientras pasábamos por debajo de arcos rocosos, esquivando pequeños islotes que emergían del océano por todos lados. Los piqueros peruanos copaban la mayor parte de las islas, pero de pronto también comenzamos a ver unas simpáticas aves oscuras de peculiar “bigote” blanco y largo, los zarcillos. El llamativo color rojo de sus picos y patas y sus mejillas amarillas contrastaban notablemente con el gris rocoso de las islas. A cada metro que avanzábamos íbamos descubriendo más y más familias de lobos marinos esparcidas por todos los islotes. Realmente generaba envidia verlos durmiendo tan cómodos y pacíficamente. Ya iniciando la vuelta, el guía que viajaba con nosotros nos indicó el sector de puntas guaneras. Las aves de la Reserva de Paracas son aves guaneras, es decir que sus heces (el guano) es utilizado y comercializado (MUY comercializado, aunque no lo crean) como fertilizante natural. Al ver la cantidad inmensurable de aves que habitan esa zona, no es difícil imaginar el gran negocio que se puede hacer con sus hermosos desechos. Una de las principales aves guaneras de Paracas, y al que veríamos antes de retornar, es el guanay, de pecho blanco y llamativo ocular rojo. Retornamos pasando nuevamente bajo aquellas arcadas de piedra, justo a tiempo antes de que muriera de hipotermia porque el frío y el poco abrigo que había llevado no habían sido la mejor combinación para esa mañana. Descendimos de la lancha, algo mareados después de tanto tambaleo y volvimos a la moto que nos esperaba en el muelle de Paracas, lista para seguir viaje. Mucha vida en las Islas Ballestas.... y mucho guano también! Mira el resto de las fotos... no te las vas a querer perder <<<ANTERIOR *** SIGUIENTE >>>
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