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  1. Hola! quisiera saber que destinos recomiendan conocer que no sean tan masivos turísticamente, es más sino son turísticos mucho mejor
  2. España tiene varios sitios para recorrer, para quienes deciden desviarse de los recorridos habituales una interesante propuesta puede ser conocer la Región de Castilla- La Mancha y Extremadura. Una zona de colinas y con varias sorpresas urbanas como Toledo, Cuenca y Cáceres, es una región de cuentos por donde transita el relato de Miguel de Cervantes además cuenta con tesoros arquitectónicos y hermosos paisajes. Entre los principales puntos de interés se encuentran... Toledo es una ciudad ubicada al sur de Madrid, es considerada como una ciudad museo. Es uno de los puntos más turísticos de la región pero, a pesar de ello mantiene su estilo y espíritu amable. Hay muchos viajeros que le dedican un día para visitarla, tomando un tren se puede llegar en media hora desde Madrid. Es una de las grandes ciudades históricas de España con una posición espectacular en lo alto de una colina y rodeada por el Río Tajo. Un paseo por Toledo no está completo sin antes probar su tradicional golosina... De las muchas tradiciones moras que han sobrevivido en Toledo, una de las más atractivas e imperdibles es el mazapán. Dicen que fue la principal golosina de la ciudad hasta que Colón trajo el chocolate. Una de las postales para fotografiar es la extraordinaria catedral la cual se convierte en un punto de inicio para recorrer Toledo. Siguiendo con los sitios para conocer, se encuentra Cuenca, la mayor sorpresa de Castilla La Mancha. Se ubica sobre un precipicio, en un espectacular sitio entre los ríos Huéscar y Júcar. El paisaje más llamativo que se puede ver es la Ciudad encantada, se trata de una zona que parece surrealista donde se pueden apreciar rocas erosionadas y casas ubicadas sobre las mismas. Albacete es una zona de viñas y donde abunda el azafrán introducido por los moros. Un dato de curiosidad: el azafrán es una de las especias más costosas del mundo y fue introducida en la región por los romanos y luego por los moros.En otoño, es especialmente bonito ver los campos cubiertos por las flores violetas del azafrán, sólo pueden verse durante un día ya que la cosecha es tan breve como intensa. Los árabes también trajeron el arte de la cuchillería y la calidad del acero de Albacete ha sido siempre reconocida. Los talleres emplean técnicas antiguas para realizar cuchillos de todas las formas y tamaños, por lo que este es un destino ideal para equipar la cocina o por qué no, llevar un souvenir auténtico de la región para regalar. Además, se puede visitar el Museo de la Cuchillería para conocer más sobre la historia y ver tanto diseños antiguos como nuevos. Otro museo interesante para visitar es el Museo de Albacete donde se pueden ver objetos prehistóricos como una esfinge ibérica y otros objetos que pertenecieron a los romanos. Cáceres, es conocida y apodada como la ciudad de las ciguenas ya que las aves blancas anidan sobre torres, chimeneas y antenas de televisión. La ciudad vieja de Cáceres fue declarada como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO ya que es uno de los conjuntos urbanos de la Edad Media y del Renacimiento más completos del mundo. Plasencia y sus alrededores se sumas a la lista de los lugares para conocer. Cuenta con una ubicación escénica en la cima de una colina sobre el río Jerte, es una zona donde se encuentra un valle muy pintoresco. Al sur se encuentran las delicias rurales del valle de la Vera. La atracción principal de Plasencia es la catedral junto con las calles ubicadas alrededor de la Plaza Mayor donde existen elegantes mansiones. El llamativo valle de Jarte es rico en cerezos, allí crecen más de 30 variedades, el florecimiento durante la primavera es realmente un espectáculo. Tras los pasos de Don Quijote Hablar de La Mancha es hablar del famoso personaje del reconocido escritor Miguel de Cervantes. Por las planicies de La Mancha trotan los fantamas de Don Quijote y su fiel escudero Sancho Panza, dos figuras icónicas. En el mundo inocente de Don Quijote los molinos de La Mancha se convierten en gigantes y sus heróicos infortunios están inspirados por su visión paralela a la realidad. Para los interesados en la Ruta del Quijote algunos de los puntos que vale la pena descubrir son... los famosos molinos de viento del Campo de Criptana, en el cerro Calderico donde encuentran 12 “gigantes” cerca de un castillo. Claro que un paseo por la región no estaría completo sin antes hacer un alto en El Toboso, lugar que sedujo al Quijote y sigue llamando la atención a los viajeros que lo recorren. Se trata de un municipio plagado de pequeñas joyas patrimoniales. En los pagos de Dulcinea, las casas tienen sus características particulares con corredores de madera y columnas junto con patios de planta cuadrada. Es interesante recorrer las ermitas y oratorios particulares en torno a las cuales se articularon barrios populares y surgieron plazas irregulares.
  3. Mi recorrido por Europa central estaba llegando a su fin. Había atravesado tres países y estaba ya de vuelta en Francia, país que me acogía durante algunos meses para trabajar como maestro de español. Las vacaciones de Toussaint habían pasado rápido, pero el Día de Todos los Santos apenas comenzaba. Francia había decidido, por alguna valiente razón, donar 14 días naturales a sus alumnos y profesores para disfrutar de las vacaciones de otoño cada año, algo impensable en muchos otros países. Ya que sumados a los otros tres periodos vacacionales de 14 días, dan como resultado casi dos meses de asueto antes del largo verano escolar. Eso no podía hacerme más feliz de haber elegido Francia como mi destino, y Lyon como mi temporal hogar. Estaba entonces justo en el centro de Europa, o por lo menos, el centro político e histórico del continente: la ciudad de Estrasburgo. Por siglos, Estrasburgo y la región de Alsacia han sido disputados por los gobiernos de Alemania y Francia. El día de hoy, las disputas parecen haber terminado, habiendo convertido a Estrasburgo en una de las sedes de la Unión Europea. Estrasburgo es una de las ciudades más visitadas del país, que atrae a los turistas gracias a su incomparable belleza. Una urbe que se quedó en la mitad del camino entre Francia y Alemania, y que ha heredado la magnificencia de ambas naciones. El turismo en la ciudad incrementa todavía más en el mes de diciembre. La llamada “capital mundial de la Navidad” alberga uno de los mercados navideños más increíbles de Europa en sus plazas y calles centrales. Y si bien la fría época navideña es la más concurrida, haber ido a finales de octubre no fue una mala elección para mí. El otoño había dado sus mejores frutos ese año. Estrasburgo e Innsbruck (en Austria) eran dos de mis metas por cumplir en aquel viaje. Así, la mayoría de los destinos fueron elegidos al azar solo por estar a mi paso entre una ciudad y otra. Pero no todos los puntos los dejé al azar. Había uno que ocupaba un lugar especial en mi mente desde hacía cuatro años más o menos. Y estando en Estrasburgo no podía dejar pasar la oportunidad. El Día de Todos los Santos en Francia, y en la mayoría de los países católicos, no suele ser una festividad muy atractiva. En la tradición católica, un santo es toda aquella persona promotora de la fe, y que en vida tuvo una relevante función ética por la humanidad. Los santos que todos los cristianos fácilmente reconocen en la cultura popular es, quizá, porque han pasado por el proceso de canonización, que solo el papa puede llevar a cabo. Sin embargo, aquellas personas que nunca pasaron por un proceso de canonización en Roma también pueden ser considerados santos. Por ello se creó el Día de Todos los Santos, cuando se conmemora a todos los difuntos, hayan o no sido canonizados. Cuando los españoles llegaron a América, descubrieron que las culturas mesoamericanas celebraban a la diosa de la muerte en una fecha muy cercana al Día de Todos los Santos. Y de esa fusión nació el Día de Muertos en México. Hay muchas diferencias entre la celebración en México y en el resto de los países católicos. La principal, es que el Día de Muertos es alegre. El Día de Todos los Santos no lo es. Y Francia no es la excepción. Alex y Gwen, quienes me alojaban en Estrasburgo, visitarían la tumba de su abuela aquel día, como suelen hacer los fieles (y no tan fieles) del cristianismo. Yo, por mi parte, pretendía celebrar el Toussaints de una manera distinta. Aquella tranquila mañana casi ningún negocio había abierto sus puertas al público. La mayoría de las personas descansaban de la escuela y el trabajo. La oficina de turismo me lo había advertido, poco se podía hacer. Pero mientras la compañía de trenes siguiera funcionando, yo no pensaba dejar de viajar. Me dirigí entonces a la estación central de Estrasburgo y compré un ticket redondo a Colmar, un pueblo ubicado al sur de Alsacia. El viaje no tomó más de 30 minutos. Son solo 50 km los que la separan de Estrasburgo. Las vías recorren de forma paralela el valle del Rin, que divide a Francia de Alemania. Parecía que pocas personas se dirigían a la ciudad aquel día. Una pareja y yo bajamos del vagón y caminamos hacia el este, en dirección al centro de la ciudad, según indicaba mi GPS. Al adentrarme en el casco viejo, Colmar apareció ante mis ojos, tal y como lo había imaginado por varios años. El sol apenas calentaba la fresca mañana, e iluminaba las fachadas de madera de los edificios que orillan las calles peatonales del pueblo. Las casas, con sus ventanales de madera, combinaban a la perfección con los adoquines bajo nuestros pies. La escasez de gente parecía desaparecer mientras más me introducía en Colmar. Pero no era de extrañarse que muchos visitantes, extranjeros y franceses, hubiesen decidido viajar a Colmar en el día de asueto. No para celebrar el Día de Todos los Santos, ni para acudir a una iglesia o un panteón. Sino solo para caminar y deleitarse con la belleza del lugar. Colmar no difiere mucho de Estrasburgo. Muchos dicen que es solo un Estrasburgo pequeño. Y pasa lo mismo con su historia. Al igual que su hermana del norte y el resto de Alsacia, Colmar fue una ciudad libre imperial del Sacro Imperio Romano Germánico por muchos años. Perteneció a los reinos alemanes, hasta el fin de la Guerra de los Treinta Años, cuando pasó a formar parte de Francia. Volvió a manos alemanas luego de la guerra franco-prusiana, y luego volvió a Francia tras la Primera Guerra Mundial. Alemania la tomó en su poder durante el régimen nazi, pero al perder la guerra regresó a territorio francés, donde permanece ahora. Cualquiera diría que toda Colmar tiene aires alemanes. No muchos suelen sentirse en Francia al deambular por sus calles. Y es que la mayoría de sus edificios datan de la Edad Media, reluciendo un característico estilo gótico alemán. No obstante, en algunas esquinas pude toparme con edificios mucho más renacentistas. Para mí, una composición simplemente maravillosa. En el corazón de su casco viejo, la imponente iglesia de San Martín apareció. No más bella ni grande que la catedral de Estrasburgo. Pero igual, un templo gótico más a la lista de las iglesias de Alsacia. Las callejuelas perpendiculares a la Grand Rue, una de las vías principales del centro de Colmar, albergaban entonces a más y más gente. Era un día de descanso, pero no para los cafés y tiendas de souvenirs, que al ser la única opción de esparcimiento, se colmaron de turistas en un abrir y cerrar de ojos. Sentarme en una de sus terrazas era una tentadora opción.Pero ese montón de turistas seguiría incrementándose conforme avanzaba el día. Así que un croissant y un café para llevar fueron la mejor elección. La plaza de la fuente de Schwendi es la intersección donde convergen todos los transeúntes. Colmar es otra de las grandes capitales de la Navidad en Europa. Durante el mes de diciembre, cinco diferentes mercados navideños se instalan en sus plazas y calles centrales para vender vino caliente, salchichas alemanas, pan, chocolate, la famosa raclette suiza e infinidad de artículos alusivos a Noël. Decidí alejarme un poco de la plaza central y fotografiar los rincones solitarios de Colmar, a donde pocos se asomaban, y donde ningún café o tienda posaba mesas en su exterior. Cada teja, cada puerta, ventana, balcón, era como un portal a otro cuento de hadas. La casa perdida de Hansel y Gretel, la abuela de Caperucita, o los tres cochinitos con el lobo. Cualquiera podía venir a mi mente cuando me paraba frente a alguna de aquellos lares. Pero todo cambió al caminar unas cuadras más hacia abajo, y alcanzar el famoso barrio de la Petite Venice, la Pequeña Venecia. El río Ill, el mismo que atraviesa el centro de Estrasburgo, lleva sus aguas hasta las orillas de Colmar. Y desde el Rin, se creó el canal de Colmar, un afluente artificial que lleva las aguas de ambos ríos hasta el centro de la ciudad. Las orillas del canal de Colmar se flanquean de aquellas hermosas y antiguas casonas medievales, que la dotan de una increíble belleza. No hay duda de por qué el barrio se hizo merecedor a tal nombre. Los límites del malecón son decorados con multitud de flores que pintan el otoño en Colmar como todo un libro para niños. Nada me hacía envidiar entonces la llegada de la Navidad y sus mercados a aquel remoto lugar. Al igual que los balcones de los edificios aledaños, que dejaban caer toda especie de plantas por el aire. Algunos se paseaban por el canal en una especie de barca. Otros almorzaban sobre sus bellas terrazas. Yo me conformaba con pasear y pasear a la orilla de sus tranquilas aguas, oliendo cada flor al alcance de mi nariz. Al final del barrio, un grupo de comerciantes rentaban algunos minutos al bordo de sus lanchas para ofrecer paseos a lo largo del canal. O al menos a lo largo de la Petite Venice. Y la fila era larga, vaya sí lo era. Llegué a la zona residencial, donde un coche aparcado o un simple bote de basura en la banqueta me hacían preguntarme, qué se sentiría vivir en un lugar como aquel. Llevar una vida normal. Ir a la escuela, al trabajo, al supermercado, limpiar la casa, pasear al perro o salir a correr. Un día a día en aquel paraíso debía ser alucinante. Colmar era tal y como lo había imaginado. Desde un no muy lejano 2012, cuando por fin me animé a ver completo el filme de El castillo vagabundo, la aclamada película de animación japonesa basada en el libro homónimo, de origen británico. La producción de Hayao Miyazaki es, sin duda, una historia de fantasía. Pero toca temas centrales del siglo XX y XXI, como el feminismo, la vejez, el pacifismo y la guerra. No es de extrañarse entonces que para crear los paisajes animados en los que la historia se desarrolla, haya elegido a Colmar y los Alpes Suizos como escenarios. Colmar y Alsacia fueron un punto de disputa entre Francia y Alemania por varios siglos, y sobre todo, durante la Segunda Guerra Mundial. Y los Alpes Suizos, bueno, están en Suiza, país que se caracteriza por su neutralidad. Desde que supe que el hogar de Sophie (protagonista de la obra) existía en el mundo real, me dije a mí mismo que no podía morir sin antes verlo con mis propios ojos. Y ahora estaba allí, parado sobre las calles y ante las casonas donde Sophie confeccionaba sus sombreros, y donde la Bruja del Páramo lanza su hechizo sobre ella. Viajar a Colmar no fue solo visitar un pueblo francés más. Fue transportarme a Alemania, a un cuento de hadas y a una película de anime japonesa al mismo tiempo. Y pocas veces es posible hacer todo eso. Aquella tarde tomé mi tren de regreso a Estrasburgo para almorzar con Gwen y Alex, a quienes di todas mis recomendaciones para viajar por Latinoamérica. El año siguiente, ambos dejarían sus trabajos y partirían por 12 meses en una aventura por el continente americano. Mientras yo, continuaba con mi aventura por Europa. Aunque mis vacaciones de Toussaint terminaban y yo volvía a Lyon al siguiente día, me restaban todavía varios periodos vacacionales y días de asueto que podía fácilmente disfrutar. Solo que ahora, mis destinos cambiarían.
  4. Cuando llegué a Francia en septiembre del 2016 tenía ya en mi cabeza el calendario escolar que regiría mis días de vacaciones durante los siguientes ocho meses en el país. Aunque no suelo ser un arduo planificador de mis viajes, y me gusta dejar la mayoría a la improvisación, algo era seguro: no quería volver a viajar con un frío de -10°C en Europa (como lo había hecho dos años atrás). Sin embargo, había dejado todavía varios destinos pendientes en mi lista. Y lo único que me tocaba hacer era elegir la mejor temporada para visitarlos. Así, el principal objetivo de mi viaje por Europa Central fue visitar los Alpes en Innsbruck y el castillo de Neuschwanstein en Baviera, cuya mejor fecha fue sin duda el otoño de octubre, cuando el clima está todavía bastante templado. El resto de los destinos fueron elegidos porque quedaban al paso. Aunque todos me habían dejado un excelente sabor de boca. Después de visitar Núremberg, al norte de Baviera, debía volver poco a poco a Francia, para estar de vuelta en Lyon el 2 de noviembre. Y al atravesar el vecino estado alemán de Baden-Wurtemberg, la parada obligada era Stuttgart, su ciudad capital. Sin embargo, antes de reservar mis boletos, un nombre vino a mi mente. Ülrich, un chico alemán que un año atrás había hospedado en México a través de Couchsurfing, me había dicho alguna vez que estudiaba en una ciudad al sur de Alemania, muy cerca de la frontera con Francia. No temí pedir todos sus consejos. Y como estudiante de antropología, era de esperarse que me recomendara no parar en Stuttgart, una metrópoli moderna de hormigón y cristal. Y poca fue la sorpresa entonces cuando me invitó a visitarlo en su casa, en la pequeña e histórica ciudad de Tubinga (a la cual me gustaría referirme por su nombre en alemán, Tübingen). Fue así como Ülrich hizo un espacio en su fin de semana para mí. Y un viernes por la mañana me dirigí a la terminal de autobuses de Núremberg para tomar mi camino al suroeste alemán. El mayor pasmo de todo mi viaje había sido, sin duda, haberme quedado sin línea telefónica, que la compañía francesa había cancelado por un malentendido. El wi-fi y mi Samsung Galaxy se convirtieron entonces en mis mejores amigos. Por otro lado, el sistema de transporte alemán se había vuelto mi peor enemigo. Me había ya obligado a llegar tarde en dos ocasiones y perder un bus. En tan solo 4 días. Transcurría entonces el quinto día y la historia se repetía. Mi autobús a Tübingen llegó con una hora de retraso a la estación. Sin más corajes que hacer, avisé en cuanto pude a Ülrich sobre mi demora. La débil red de internet a bordo era mi único medio de comunicación, y mi mejor arma hasta entonces eran las citas a la antigua: “nos vemos bajo el reloj de la estación a las 10:30”. Una hora y media después de lo esperado descendí en un frío estacionamiento, donde Ülrich me esperaba sosteniendo su bicicleta. Una de las mejores cosas de Couchsurfing son los reencuentros. Un año atrás él y yo habíamos disfrutado de las playas soleadas de Veracruz, del tequila y los tacos en la fiesta de cumpleaños de mi prima junto a su buen amigo Luis. Ahora caminábamos a su apartamento en una templada tarde de otoño, a más de 9,000 km de distancia. La Universidad Autónoma de Guadalajara lo había acogido durante un semestre de intercambio. Ahora estaba ya por terminar su tesis para titularse en Antropología. Nada podía sorprenderme ya de los científicos sociales, después de haber pisado tantas facultades de Humanidades en mi vida. Ülrich era uno más de aquellos que en su dificultad por encontrar un trabajo que les dé dinero haciendo lo que les gusta, entregaba paquetes a domicilio a bordo de su bicicleta. Al menos en Alemania eso es suficiente para pagar una renta. Un peculiar apartamento en el ático de una vieja casa junto al bosque. Ülrich me invitó a pasar, no sin antes dejar mis zapatos en la entrada. Pocos europeos disfrutan de caminar con calzado dentro de sus casas, me atrevería a decir. Un largo pasillo con al menos seis cuartos a ambos lados componían la totalidad de un típico piso estudiantil. Algo por lo que ya había pasado repetidas veces. Pero nunca es malo volver por un día a la vida universitaria. De la caótica alacena sacó un par de patatas, tomates, una cebolla y dos salchichas Frankfurt del refrigerador. Podrá ser antropólogo, pero al fin alemán, pensé. Tras aquel tradicional almuerzo, salimos de casa para aprovechar la tarde. Y mientras nos poníamos al día con lo sucedido en nuestras vidas, las calles de Tübingen comenzaron a aparecer frente a mí. La ciudad se sitúa justo al lado de la famosa selva negra, un macizo montañoso al suroeste de Alemania famosos por sus abundantes áreas boscosas y, claro, por sus pasteles y postres. Rápidamente otro típico y mágico pueblecillo germano es lo que penetró mis ojos al descender las rúas de la ciudad. No sé si hay manera de que las casas al estilo alemán, forradas con triángulos de madera y con un tejado en V, pudiesen llegar a cansarme. Después de ya 4 lugares recorridos en Baviera, empezaba a creer que no. La plaza central de Tübingen fácilmente me podía remembrar al recién visitado Ruthenburg, a Füssen, al centro de Núremberg o la Plaza Römer en Frankfurt, en la que había recorrido el mercado de Navidad. Pero Tübingen guarda en sí una característica que las diferencia de todas ellas. La ciudad aloja una de las universidades más antiguas del país. Se le considera de hecho una de las cinco ciudades clásicas universitarias de Alemania, junto con Marburgo, Gotinga, Friburgo y Heidelberg. Ülrich formaba parte de los 24 mil estudiantes matriculados, de los cuales 15 mil viven en la ciudad. Una tercera parte de la población de Tübingen son universitarios. Así que encontrarme con jóvenes en las calles no era nada extraño. Y aunque el centro histórico y la urbe tienen su encanto personal, es sin duda el ambiente juvenil lo que le da el toque especial. Ahora sabía por qué Ülrich lo prefería ante lugares como Stuttgart. El principal punto a donde lleva el casco antiguo es a la iglesia de Tübingen. El edificio de estilo gótico domina lo alto de la colina central, siendo su torre el punto más alto, desde donde se ofrecen vistas increíbles. Pero viajar con un antropólogo a veces significa no querer pagar por atracciones turísticas tan banales. Así que pasamos de ella y seguimos de largo nuestro camino. Tras comprar un croissant y un pan berliner, llegamos a la calle Mülhstrasse, que nos condujo hasta el pequeño puente Eberhardsbrücke, que se posa sobre el río Neckar, el afluente de la ciudad. Unas pequeñas escaleras nos bajaron hacia el parque Neckarinsel, un mezquino y largo islote que funge como la mejor área verde del centro histórico. Desde allí tuvimos hermosas vistas de la riviera, sobre la cual se yerguen antiguas casonas tradicionales al pie del castillo de Tübingen. El palacio es pequeño a comparación de muchos de sus hermanos en Alemania. Hoy resguarda varios museos históricos y muchas de las oficinas y aulas de la universidad. Vaya vivencia poder estudiar en un castillo medieval como ese, pensé. En la misma orilla del Neckar se sitúa otro de los edificios más famosos de la ciudad. La Torre de Hölderlin. Es una antigua casa real que sirvió como residencia y lecho de muerte del poeta alemán Friedrich Hölderlin. Hasta entonces permanecía cerrada por remodelación, Antes de volver a casa Ülrich me llevó a conocer a algunos de sus amigos en un bar local. Una cerveza y un pretzel no podían faltar para el ocaso. Y, cómo no, una partida de futbolito. Aunque para alguien como yo, ganarle a un alemán fanático del fútbol era una hazaña un tanto imposible de lograr. Al caer la noche volvimos a casa bastante cansados, atravesando la ciudad que poco a poco cobraba una bohemia y simpática vida. Al siguiente día por la mañana, después del desayuno, Ülrich me llevó a un mercado de pulgas. Los mercados de pulgas son famosos en Europa. Se instalan normalmente en zonas extensas al aire libre, como áreas verdes, y venden todo tipo de artículos de segunda mano. Antigüedades, ropa, electrónicos, vajillas, utensilios del hogar, decoración, muebles, libros, y no puede faltar la comida. Aunque el desayuno había pasado hace poco, comer una salchicha bratwrust nunca está de más en Alemania. En nuestro camino a la ciudad nos topamos con otra antigua casona que se posaba junto al río. Un castillo que se asomaba entre las copas del bosque. Ülrich me explicó que se trataba nada menos que de la casa de una fraternidad. Las studentenverbindung son asociaciones estudiantiles en Alemania que funcionan de forma similar a las de Estados Unidos. Algunos de ellos son asociados a la masonería, y poseen reglas estrictas de ingreso y códigos de discreción sobre lo que pasa dentro. Poco podía Ülrich contarme sobre lo que ocurría dentro de aquel castillo. Pero me dejó en claro que el poder de las fraternidades va mucho más allá de los consejos griegos que comúnmente veo en las películas americanas. Incluso con las mismas novatadas. Volvimos a pie al costado del río Neckar, disfrutando del otoño que había colmado ya el follaje con sus vivaces y cálidos colores. Un grupo de jóvenes se asomaron entre la hojarasca navegando en el Neckar a bordo de sus kayaks, práctica que según Ülrich es bastante típica en la ciudad cuando las temporadas lo permiten. El parque Neckarinsel sirve también como embarcadero para aquellos que prefieren de un recorrido acuático que uno terrestre. Y la torre Hölderlin y el castillo vigilan siempre atentos a sus pies. La tarde en Tübingen no podía terminar sin probar un platillo típico de Baden-Wurtemberg, famoso en toda Alemania. Ülrich me llevó entonces a una taberna local para comer un plato de Käsespätzle. Son básicamente copos de pasta que se preparan con harina y huevo y se sirven con cebolla y mucho queso. Terminar aquel plato fue toda una odisea. Pero un tradicional apfelsaft (jugo de manzana mineral) me ayudó a pasar la comida. La tranquila vida en Tübingen me dio ese par de días que necesitaba, después de tanto estrés y movimiento por las ciudades del centro de Europa y los Alpes. Volver a la vida estudiantil nunca es algo que me moleste realmente. Y aunque sabía que Ülrich ansiaba poder finalizar su tesis de Antropología para dejar Tübingen atrás, yo me iría deseando volver para perderme en su selva negra.
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