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Showing content with the highest reputation on 04/04/15 en toda la comunidad

  1. 1 punto
    Un lugar que siempre había querido visitar es San Martín de Los Andes, siempre me había resultado enigmático este lugar. Es un pequeño pueblo, aunque ahora no tan pequeño, enmarcado por la Cordillera de Los Andes y un bosque de pinos, realmente espectacular. Yo conocí San Martín este verano que pasó, pero me pregunto cómo será en invierno este lugar… Ver todos esos pinos nevados, la Cordillera de fondo… Llegué después de varias horas de viaje… Salí desde mi querida Mar del Plata rumbo a Zapala. Zapala es el lugar a donde tenés que ir para combinar con otros destinos. Allí están todas las combinaciones para todos los lugares del Sur argentino. Tuve que estar varias horas en la terminal porque el micro tenía retraso. No conocí este lugar porque no tenía donde dejar la valija, de todas formas por lo que pude ver a través de la ventanilla del colectivo, me pareció un lugar aburrido, con el perdón de las personas de este lugar que puedan estar leyendo este artículo…Pero yo había salido en búsqueda de paisajes imponentes. Después de la espera, larga espera, llegó el micro y partimos hacia allí. Algo sumamente llamativo, es que las rutas de la región patagónica ya son todo un paseo de por sí, se puede ver la estepa patagónica en su estado más puro y natural, montañas de fondo… Llegué a San Martín a la tardecita. Lo primero que hice fue sentarme en un café sin dejar las valijas, no había comido nada en todo el día y tenía mucha sed. Así que tuve una suerte de desayuno- almuerzo -merienda con tostado y una gaseosa bien fresca. Algo curioso es que en todos los bares, cafés y restaurantes en lugar de servirte la botellita de gaseosa, te sirven la latita. Después conseguí un taxi para ir hacia el apart. Estaba algo alejado del centro, pero estaba en un lugar impresionante, una zona tranquila, bien cerquita de la montaña. Una de las cosas más lindas de San Martín de Los Andes es el estilo de construcción que tiene… Todo está hecho en madera, desde las casas particulares, hasta los negocios, restaurantes y cafés. Todo mantiene un estilo alpino acorde con el entorno. Otra cosa que me llamó mucho la atención es que en las veredas hay más rosas que árboles, de todos los colores, blancas, rojas y rosas, queda muy pero muy pintoresco. Mi paseo nocturno por la ciudad estuvo interesante, algunos negocios como las chocolaterías estaban abiertos, al igual que las casas de ventas de recuerdos y souvenires. En la plaza había un concierto con bandas locales y también había artesanos. Decidí volver no muy tarde para aprovechar desde tempranito el día próximo. Al día siguiente me levanté temprano y fui a la Oficina de Informes Turísticos (lugar y parada obligada de todos los viajes, me encanta ir a estos lugares a hablar con los informantes y recolectar folletos) para preguntar para ir a conocer el Volcán Lanín. Lamentablemente no pude hacer esta excursión, me implicaba más horas de micro que el tiempo que podía estar allí. Entonces me ofrecieron otras opciones de paseo… Para suplir este paseo al Lanín, lo que hicimos fue ir hacia la orilla del Lago Lácar. Allí alquilamos un bote con estabilizador (sí, tenía miedo a que se diera vuelta y perder mi mochila con la cámara de fotos) y dimos un paseo de una hora. Es realmente impresionante, porque a medida que vas navegando, te vas acercado más y más a las montañas. Fue un paseo muy lindo, pero las ganas de pasear y hacer cosas seguían… Recuerden que soy una viajera muy inquieta, que siempre quiere estar haciendo cosas y conociendo más y más… A la tardecita fuimos hacia Catritre, un balneario ubicado a muy pocos kilómetros del centro. Fuimos en taxi y volvimos a pie. Fue algo sacrificado, por la cuestión de las subidas, pero valió la pena… Pudimos disfrutar más del paisaje, sacando fotos y conociendo más (y de paso haciendo actividad física) En cuanto al balneario, es muy lindo el paisaje que se ve, no lo elegiría para pasar un día completo porque…¡ No hay arena! Son todas piedras, algo que me resultó un poco incómodo. Fue un día muy intenso y muy largo. Así que aprovechamos la pileta climatizada del hotel para relajarnos mientras disfrutábamos de la vista de la montaña… Estuve muy poco tiempo en San Martín, mi viaje debía seguir a Villa La Angostura, a Caviahue y también hacia Neuquen ciudad capital. Siempre los viajes resultan fugaces, a vuelo de pájaro… Pero me quedaron los mejores recuerdos. Por supuesto me quedan varias cosas pendientes para hacer, como conocer los otros balnearios, dar más vueltas por el Lácar, subir hacia el Lánin, ver como cae la nieve en invierno, esquiar y mucho más… Pero no faltará oportunidad de volver y pasar más tiempo disfrutando de la Cordillera y sentirse el “Oso Yogui” en medio de esos bosques de pinos tupidos…
  2. 1 punto
    Cuando uno piensa en Perú, inmediatamente lo relaciona con la civilización Inca y sobretodo con Machu Picchu. Aquella típica foto de Machu Picchu que repetimos una y otra vez en este blog (esa… la de la montaña más grande a la derecha, una más pequeña a la izquierda, nubes de fondo, y un valle minado de prolijas ruinas con el césped prolijamente mantenido y brillante) es la que inmediatamente se nos viene a la mente. Sin embargo, y sin por ello desmerecer este legendario sitio arqueológico, Perú es un país que esconde maravillas naturales que están a la altura de cualquier ruina arcaica. Ya me había llevado una gran sorpresa al descubrir el lado amazónico de este país, visitando la reserva Madre de Dios en plena selva peruana (aconsejo humildemente que no dejen de ver las fotos de ese sitio increíble!). Por lo que la Reserva Nacional de Paracas sería mi segunda sorpresa en este país que, con cada kilómetro recorrido, me convencía de que era mucha más que sólo ruinas y civilizaciones desaparecidas. Como todos estos sitios que tuvimos la suerte de visitar, llegamos a Paracas porque alguien nos recomendó visitar la reserva (no recuerdo quién fue exactamente, pero...se lo agradezco). Paracas, al igual que Nasca, se ubica dentro del departamento de Ica, lo que suponía que haríamos esos 200 km que separan una localidad de otra, atravesando el inhóspito desierto que cubre casi todo aquel departamento peruano. Ventarrones de arena nos azotaron durante todas las horas de viaje por la carretera Panamericana Sur. De hecho, Paracas significa “lluvia de arena”, por la velocidad que alcanzan los vientos en la región y la molesta cantidad de arena que arrastran a su paso. Atravesamos el desierto caliente, de dunas rojizas hasta que comenzamos a notar más asentamientos y movimientos de camiones en la ruta. Finalmente visualizamos un enorme arco que nos daba la bienvenida a Paracas, así que nos desviamos a la izquierda, encarando para la costa del Pacífico e hicimos unos diez kilómetros hasta llegar. No tuvimos que recorrer mucho para notar de inmediato que aquel balneario es uno de los sitios de veraneo elegidos por la clase media alta de Perú. Las ostentosas casas de dos pisos y enormes ventanales frente al mar, los distinguidos hoteles de monumentales entradas, y las casas quintas de veraneo se levantaban a ambos lados de ancha carretera y nos hacían sentir un poco…. “pequeñitos”, llegando sobre nuestra moto, sudados y largando arena hasta por los oídos. Nos detuvimos unos instante en el centro de la bahía, para poder ver el mar después de tanto desierto. No podían faltar los negocios de venta de artesanías y recuerdos, los restaurantes de comida marítima y las agencias de tours amontonadas en la pequeña plaza principal que estaba pegada al muelle. Tampoco podía faltar el vendedor acosador que nos siguió por toda la plaza ofreciéndonos una excursión a unas tal Islas Ballestas. Intentamos apartarlo sin darle mucha importancia hasta que mencionó que estas islas eran el hogar de una gran cantidad de fauna marina y terminó ganándose dos clientes. Hacía cinco minutos que acabábamos de llegar y ya teníamos dos tickets para abordar a la mañana siguiente una lancha hasta las islas….. ¿ ?! Con el sol cayendo, buscamos hospedaje y, teniendo en cuanta el alto nivel de los turistas de esa zona, optamos por la opción más económica: acampar en la reserva. La Reserva Nacional de Paracas comprende un área de aproximadamente 300 mil hectáreas. La mayor parte de estas hectáreas son de agua marina, dentro de las cuales están las Islas Ballestas, y el resto corresponde a puro desierto y playas. La entrada a la reserva sólo se distingue entre la inmensa nada misma de arena, por una pequeña garita de seguridad, donde los guardaparques nos cobraron S/15 cada uno por el ingreso al parque y por acampar esa noche. Aprovechamos los últimos rayos de sol y nos adentramos en el árido desierto, a través de un maltrecho camino que en ciertos sectores parecía de concreto bueno, pero en otros estaba agrietado e intransitable. Aun así, llegamos hasta la Playa Roja. Su nombre proviene obviamente de la coloración rojiza que muestra la arena, como resultado de la gran actividad volcánica que miles de años atrás se producía en aquella zona. Llegamos justo para la caída del sol, en el momento donde todo comenzaba a teñirse de ese anaranjado profundo y las sombras de las aves acuáticas que aún se alimentaban en la costa se proyectaban como largos trazos oscuros por toda la playa. Un par de gaviotas grises miraban atentas desde el acantilado hacia la costa, en busca del último bocado del día, mientras que cinco o seis gaviotas de cabeza gris correteaban por entre las ondulaciones en la arena. Corría mucho viento, pero las olas rompían lejos de la costa y sólo llegaba, con el impulso, una espesa alfombra de espuma que cubría toda la superficie escarlata de la playa roja. Dentro del Parque hay varios sectores para acampar, pero elegimos el que se encontraba más cerca de la salida, porque al día siguiente debíamos estar temprano para realizar el tour por las islas. Acampamos en una playa inmensa, bajo unos frondosos arbustos que nos servían como reparo del viento. Desde donde nos encontrábamos apenas si podíamos ver el mar, pero lo escuchábamos rugir con fuerza, mientras una numerosa familia de flamencos rosados se preparaba para pasar la noche. Cenamos unos fideos (junto con una adorable familia de ratones que se nos acercaron en busca de algo para comer) y pasamos la noche. Apenas estaba amaneciendo cuando debimos levantarnos, desarmar campamento y dirigirnos al muelle de Paracas. Con los ojos todavía entrecerrados llegamos a la plaza, donde ya varios turistas que se embarcarían con nosotros estaban haciendo fila. Un pueblerino se entretenía alimentando a unos gigantescos pelicanos, de manera que posaran con su impresionante bolsa extendida para la foto. En menos de media hora ya estábamos todos sobre una gran lancha con los chalecos salvavidas puestos y camino a las Islas Ballestas. La embarcación corría a toda velocidad por encima del oleaje del mar y nos salpicaba constantemente agua salada, lo que terminó de despertarme. La primera parada la hicimos cerca de un enorme barranco de arena, que se encontraba sobre la costa. Sobre la pendiente de aquella gigantesca montaña de arena se podía distinguir un extraño dibujo. El Candelabro, se lo llama a este geoglifo de 180 metros de largo, que se vincula con las Líneas de Nasca que habíamos visitado el día anterior. Y, al igual que ellas, tanto su origen como el motivo de por qué semejante figura se realizó en ese sitio, aún es un misterio. Seguimos viaje durante unos 20 minutos, hasta que pudimos comenzar a divisar unas enormes masas rocosas que se levantaban sobre el mar. Las Islas Ballestas conforman un gran número de formaciones puramente rocosas, desprovistas de cualquier tipo de vegetación y hogar de varias especies de aves marinas. Fue bastante impresionante descubrir que esa alfombra gris y blanca movediza que cubría los primeros islotes a los que nos acercamos no era más que una aglomeración de cientos y cientos de aves, una al lado de la otra. El barco disminuyó la marcha y comenzó a acercarse lentamente a las islas. Los piqueros peruanos nos dieron la bienvenida. Con más de 4 o 5 lanchas acercándose cada mañana y cada tarde a la isla, estos animales están tan acostumbrados a la presencia humana que ni se mosquearon cuando la lancha comenzó a transitar por entre las islas. La erosión en toda esa zona había convertido a aquellas islas en un asombroso espectáculo arquitectónico natural. Robustos arcos de roca maciza se alzaban por encima del océano, y oscuros túneles atravesaban las islas de lado a lado. Soplaba un viento bastante frio, pero ni el rugir de aquel ventarrón, ni el ruido del oleaje golpeando contra el barco superaban el ensordecedor barullo de las decenas de cantos y llamados de todas las aves que se amontonaban en las cúspides de las islas. Entre los piqueros peruanos que antes mencioné y los elegantes pelicanos, tuvimos la suerte de ver una familia de pingüinos de Humboldt, una especie amenazada que vive en el océano Pacífico. Bandadas de aves revoloteaban sobre nuestras cabezas, cuando la lancha giró, rodeando un gran islote rocoso y allí, ante nosotros, aparecieron los reyes de los mares. Cuatro lobos marinos descansaban plácidamente, acomodados sobre las rocas. Siendo un área protegida para estas familias de aves migratorias, no está permitido bajar a las islas, lo cual era una lástima porque lo único que quería hacer en ese momento era lanzarme contra esos lobos marinos y dormir abrazada a ellos bajo el sol. El viaje continuó, bajo una oleada de flashes y “clickes” de cámaras fotográficas, mientras pasábamos por debajo de arcos rocosos, esquivando pequeños islotes que emergían del océano por todos lados. Los piqueros peruanos copaban la mayor parte de las islas, pero de pronto también comenzamos a ver unas simpáticas aves oscuras de peculiar “bigote” blanco y largo, los zarcillos. El llamativo color rojo de sus picos y patas y sus mejillas amarillas contrastaban notablemente con el gris rocoso de las islas. A cada metro que avanzábamos íbamos descubriendo más y más familias de lobos marinos esparcidas por todos los islotes. Realmente generaba envidia verlos durmiendo tan cómodos y pacíficamente. Ya iniciando la vuelta, el guía que viajaba con nosotros nos indicó el sector de puntas guaneras. Las aves de la Reserva de Paracas son aves guaneras, es decir que sus heces (el guano) es utilizado y comercializado (MUY comercializado, aunque no lo crean) como fertilizante natural. Al ver la cantidad inmensurable de aves que habitan esa zona, no es difícil imaginar el gran negocio que se puede hacer con sus hermosos desechos. Una de las principales aves guaneras de Paracas, y al que veríamos antes de retornar, es el guanay, de pecho blanco y llamativo ocular rojo. Retornamos pasando nuevamente bajo aquellas arcadas de piedra, justo a tiempo antes de que muriera de hipotermia porque el frío y el poco abrigo que había llevado no habían sido la mejor combinación para esa mañana. Descendimos de la lancha, algo mareados después de tanto tambaleo y volvimos a la moto que nos esperaba en el muelle de Paracas, lista para seguir viaje. Mucha vida en las Islas Ballestas.... y mucho guano también! Mira el resto de las fotos... no te las vas a querer perder <<<ANTERIOR *** SIGUIENTE >>>
  3. 1 punto
    Luego de un día entero de caminar por la riviera del río Urubamba y de viajar 6 horas en una incómoda van a través de las curveadas carreteras de montaña, retornamos a Cuzco sólo para estacionar nuestros cuerpos nuevamente y disponernos a otra travesía. Jennifer, René y yo nos dirigimos juntos a la estación de buses, en donde pronto regateamos por el precio más barato para llegar a Puno, que se fijó en 30 soles (cerca de 10 USD), bus en cuyos asientos caímos literalmente derrotados Parecía que la mayoría de los viajeros seguían esa ruta. A pesar de que Puno era la ciudad costeña del Titicaca más cercana, y desde cuyas cercanías se pueden visitar las islas flotantes de Uro (en donde supuestamente siguen viviendo descendientes incas autóctonos), parecía que no prometía mucho. Había recibido ya cuantiosos comentarios sobre la suciedad, la calumnia y lo poco que la ciudad podía ofrecer. No obstante, era la parada obligada antes de cruzar a mi todavía incógnito destino: Bolivia. Como buen (o mal) viajero, me lancé completamente a la aventura, sin haber investigado tan si quiera un poco sobre lo que Bolivia podía ofrecerme. De esta forma, quise dejar que me sorprendiera por sí misma Jennifer y René se dirigirían a La Paz (destino que Nico y Rocío, la pareja argentina que conocí en Cuzco, me habían dicho que visitarían). Pero no quería dejar pasar la oportunidad de estar en la costa del lago más alto del mundo. Llegamos a Puno cerca de las 6 am, y la verdad es que el desaseado horizonte que vi por la ventana no me había entusiasmado mucho. Tan solo unos pasos dentro de la estación de buses comenzaron a acercarse los caza-turistas, siendo el destino que más promovían a gritos y voces el pueblo de Copacabana. Se trata de una pequeña ciudad boliviana a sólo 8 km de la frontera con Perú, justo en la costa del lago Titicaca, al pie de la famosa Isla del Sol, isla sagrada de los antiguos incas. Con su insignificante magnitud, su mágica línea costera, sus precios reducidos y su excelente ubicación geográfica, era el destino perfecto para mí Así que negociamos con la primera señora que se apareció y pagué el reducido precio de 10 soles (3.3 USD) por llegar a Copacabana en un bus turístico, que nos esperaría en la frontera para hacer los trámites necesarios. Después de un desayuno con los colombianos, abordamos el bus y acaparamos los asientos traseros. Entre la multitud de jóvenes turistas de todas nacionalidades que se amotinaron en el vehículo, un español llamado Asier, se sentó junto a mí. En mi nostalgia por volver a pisar tierras españolas después de haber vivido seis meses en Galicia, entablé rápidamente conversaciones con Asier, cuyo acento delató rápidamente su procedencia vasca, origen que el terramozo desconoció cuando se acercó a entregarnos la boleta de entrada a Bolivia, que debíamos llenar y entregar en la oficina de migración. Asier me pidió mi bolígrafo prestado, y fue que pude notar que ninguna de sus manos tenía dedos. Más allá de los prejuicios o de incómodas preguntas, su habilidad para escribir me cautivó, y más después de que me contara que estudiaba para ser profesor de educación física en España Sin duda, son de esa clase de seres humanos que nos enseñan que no existe obstáculo para cumplir nuestros sueños. Paisaje fronterizo entre Perú y Bolivia Luego de pocas horas el bus se detuvo en la frontera, donde todos descendimos con nuestro pasaporte en mano. René y Jennifer pronto desaparecieron de mi vista, cuando se alejaron en un taxi rumbo a un café-internet, donde debían imprimir una carta de no antecedentes penales que les era solicitada por Bolivia Nos movimos poco a poco de una oficina a otra, donde sellaron nuestra salida y entrada de ambos países. La vista era hermosa hacia el inmenso lago, que pronto serenó los exhaustivos papeleos migratorios por los que habíamos pasado. Todos volvimos al bus, ansiosos por llegar a nuestro destino; pero al parecer, a Jennifer y René no les había ido tan bien. Primeras vistas del lago Titicaca El chofer arrancó el bus cuando ellos aún no volvían. Me levanté furioso y pedí que se detuviera petición a la que el conductor respondió: “no es mi culpa que se tarden tanto”. Mientras replicaba enfadado a su supuesta promesa inicial de “esperar a los pasajeros en sus trámites migratorios”, los colombianos aparecieron caminando lentamente hacia el bus, con sus rostros evidentemente irritados. Les abrí la puerta mientras el bus seguía avanzando lentamente y traté de consolarlos, sin saber aún qué había ocurrido. Tomaron asiento y Jennifer recargó su cabeza sobre el pecho de su novio, con lágrimas de enojo en sus ojos. René me contó lo mal que los oficiales de migración los habían tratado: Ellos hicieron fila como todos, pero los oficiales no respetaron su turno, y los dejaron hasta lo último. Una vez adentro, pidieron sus pasaportes, carta de migración y de antecedentes penales, que ambos tenían en orden. De repente, las solicitudes estúpidas comenzaron: cartillas de vacunación, vacuna de la fiebre amarilla, reservas de buses y de hoteles, cartas de invitación de bolivianos, estados de cuenta de tarjetas bancarias, boleto de salida del país… Según la legislación, el país está en su derecho de pedir dichos requisitos, pero fue solo a los colombianos a quienes se los solicitaron ¿por qué no a los brasileños, por qué no a los europeos, por qué no a mí? Son las ocasiones en que pienso que la nacionalidad es sólo una manera estúpida de separarnos y marcar tontas diferencias entre seres humanos que deberíamos ser tratados por igual, sin importar raza, sexo, edad o procedencia. Ante este sueño utópico, el asunto se arregló (por supuesto), con un soborno solicitado por los mismos oficiales, el que René y Jennifer no tuvieron opción de rechazar. Después de la mala experiencia, no sabía qué pensar de Bolivia, y traté de dejar mi mente en blanco para reescribir mi historia en este nuevo país. Después de todo, este tipo de cosas no me asustaban, ya que también suceden en México Sólo unos pocos kilómetros adelante llegamos a la ciudad de Copacabana, siendo casi las primeras construcciones que se avistan desde que se cruza la frontera. El autobús aparcó y anunció su salida próxima para quienes seguirían su camino hasta la ciudad capital, recorrido que tomarían Jennifer y René. Así que luego de bajar a estirar sus piernas y conocer un poco del menudo pueblo, se despidieron de mí, esperando volvernos a encontrar en alguna otra parte del subcontinente. De esta forma, me quedé al lado de Asier para seguir mi aventura. No hace falta describir la modestia con que el pueblo nos recibió. Si bien los edificios de ladrillos sin repello, las azoteas llenas de ropa tendida y las cholitas paseándose con sus múltiples hijos y extravagantes sombreros no difieren mucho de la imagen peruana, notamos pronto la diferencia en los precios todavía más baratos que en su país vecino. Comenzamos la odisea de la búsqueda de un hostal, donde el precio no era lo que nos incomodaba, sino a dificultad para conseguir wifi las 24 horas y agua caliente para ducharnos Los pocos que ofrecían conexión a internet lo hacían sólo durante algunas horas y en la recepción, o había que pagar extra para la renta de un ordenador. Por fortuna encontramos el sitio ideal: el Hostal Arco Iris. 15 bolivianos por noche (2 USD) en una habitación privada para dos personas, baño compartido con agua caliente (con derecho a sólo una ducha por día) e internet gratuito Las camas no fueron lo más cómodo del mundo, pero no se podía esperar mucho por tal precio. Después de avisar a mi familia y amigos que había llegado con bien, tomé una ducha y lavé un poco de ropa en el lavamanos. El dueño del hostal me regañó y me dijo que estaba prohibido hacerlo, que para eso había lavanderías. Un momento después, con los ánimos menos álgidos, me explicó que en Copacabana el agua escasea (cosa rara para mí, pues se encuentra junto un enorme lago ). Tratando de no ser grosero y sin hacer tantas preguntas, acepté su petición de lavar en la azotea, con el agua que reservaban para lavar las sábanas, y que se encontraba en un gran tambo de fibra de vidrio. En seguida comencé a entender las situaciones en las que me encontraba y lo sutil que debía ser al tratar a los bolivianos. Su apertura al turismo no data de mucho tiempo atrás, y en sitios como Copacabana la mayoría de los establecimientos turísticos son atendidos por personas indígenas, que pocas veces tienen estudios, y mucho menos cursos de atención al cliente. En su afán por conseguir algo de dinero para vivir, han abierto sus culturas y tradiciones al capital extranjero globalizado para que gente como yo los pueda conocer a precios realmente bajos. A pesar de lo grosero que pudieran sonar para mí, debía ser respetuoso; después de todo, ahí yo era el invasor. Además de reflexionar sobre el choque cultural que estaba a punto de vivir, esos minutos en el techo me sirvieron para que mi piel se enrojeciera y me diera cuenta de la altura a la que estábamos (3840 msnm), donde los rayos del sol queman mucho más Al terminar, bajé por Asier y nos decidimos a conocer el pueblo, no sin antes colocar una buena capa de protector solar sobre mi ya rojiza piel. Nos dirigimos primero al Cerro Calvario, un pequeño montículo que domina la ciudad y desde donde pretendíamos tener una vista panorámica. Desde la primera calle empinada mis pulmones empezaron a sufrir de la altura andina, a la que supuestamente ya debía estarme acostumbrando. Cada paso parecía una eterna lucha por respirar mientras mi piel experimentaba una extraña sensación térmica, acompañada de una tez caliente cuyos poros sudaban frío. Como dije, los rayos del sol penetraban más fuerte, y a su vez, los gélidos vientos de montaña soplaban contra nosotros, haciéndonos poner y quitar el suéter cada pocos minutos. El vigor se suavizó cuando alcanzamos el primer mirador, donde tomamos un descanso. La vista que el cerro nos ofreció fue simplemente maravillosa. La plenitud del lago Titicaca se abrió frente a nuestros ojos, dibujando en el horizonte la silueta de la Isla del Sol, sometida por las nubes que lucían mucho más bajas que lo normal. Ahora me daba cuenta de que en verdad estaba en el lago más alto del mundo En el mismo mirador se hallaba una pareja que parecían recién casados, a los que un hombre (quien creemos era un chaman) realizaba una especie de ritual espiritual. Las palabras que salían de su boca eran una mezcla de castellano con quechua, a las que pudimos entender cosas como “que dios los bendiga”, “bendiga a este nuevo ser”. Concluimos que estaba bendiciendo a un bebé que venía en camino. Pasaba un anafre con incienso alrededor suyo. Luego tomó cerveza de una botella de vidrio y la escupió por todo el piso. Después la escupió al aire, salpicándonos hasta a nosotros. Al final, formó una cruz cristiana en el suelo con la espuma del licor. Es interesante ser testigo de la mezcla de tradiciones que la conquista religiosa española trajo consigo 5 siglos atrás. Seguimos nuestro camino hasta la cima. Para ese entonces, parecía que mis piernas subían, pero mi dignidad resbalaba por los suelos, cada vez que una cholita anciana me pasaba al lado, escalando tan rápido como si el cansancio no existiera en su organismo haciéndome ver como un debilucho con pésima condición física (lo cual quizá no se aleje tanto de la realidad). En la punta del cerro (ya a 4100 metros de altura ) nos recibieron unas pequeñas capillas en fila, que parecen ser lápidas, al final de las cuales se erige una más grande que alberga la imagen de una virgen. Es la Virgen de Copacabana, venerada en toda Bolivia. A sus alrededores, decenas de personas vendían figurillas de casas y coches hechas de plástico y yeso. La tradición hace que uno ofrezca a la virgen la figurilla del objeto que le gustaría recibir, en señal de petición de ayuda a la misma. Bajamos a la parte frontal de la cima para tener mejores vistas. Toda la ciudad se extendió frente a nosotros, dándonos una estampa entre el rojizo de sus ladrillos, el verde de su colina, el azul de sus aguas y el blanco/grisáceo de un cielo que comenzaba a nublarse. Sentados en las escaleras y con el siempre solemne lago frente a nosotros, Asier y yo hicimos amistad con un matrimonio boliviano que dijeron ser profesores. Platicar con ellos me ayudó a tener una lectura diferente sobre la nación que estaba pisando. Pude entender la “fiebre Evo Morales”, el eterno odio entre Bolivia y Chile, la transición de estilo de vida de las comunidades indígenas, la apertura del país ante el mundo, entre otros aspectos sociopolíticos que ahora me hacían sentir verdaderamente adentrado en este viaje no planeado. Niña boliviana relajándose bajo el ardiente sol andino Aconsejados por la pareja, decidimos visitar al día siguiente la Isla del Sol, en uno de los múltiples viajes en catamarán que salen temprano desde la bahía de Copacabana. Así que descendimos del cerro para buscar algo que comer y víveres para el siguiente día, ya que nuestra intención era acampar en la isla. Acudimos al mercado, donde por exiguos 8 bolivianos (1 USD) comí un mogollón de carne molida con arroz, que incluso me duraría para el siguiente día Compramos algunas frutas y volvimos al hostal, donde rápido concebí el sueño.
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