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  1. 2 puntos
    Varado en la austera terminal de autobuses de La Paz, ya no había sitios disponibles para la ciudad de Sucre ni Potosí esa noche. Sin deseos de quedarme un día más en la capital, busqué el precio más barato para Uyuni, una pequeña población al sur del país. Era un 19 de diciembre y la temporada alta ya había dado inicio, por lo que los costos subieron desde los asientos normales hasta los buses cama. 120 bolivianos (17 USD) fue el precio más económico que pude conseguir, por un asiento semi-cama en un bus turístico. Gastaría 12 horas de mi vida a bordo de dicho bus con destino a una diminuta villa en mitad del alto desierto. Pero aquel insignificante sitio escondía una de las maravillas más recientemente explotadas y ahora frecuentada por miles de backpackers: el Gran Salar de Uyuni.. Luego de algunas horas sentado, con el gritar de las mujeres que informaban los destinos próximos a salir (cuya atmósfera era ya parte de las terminales peruanas y bolivianas), anunciaron la salida de mi bus, tras el cual hicieron fila varias decenas de turistas extranjeros, la mayoría mochileros en busca de aventuras. Al acercarme a dejar mi equipaje pude advertir el notable deterioro del vehículo al que estaba a punto de subir. El óxido se avistaba en la parte baja de sus paredes, difuminado por un color negruzco producto del humo del escape. El interior parecía decente, salvo el rechinar de los asientos y el herrumbroso posa-pies. Rogué porque esa noche nada malo ocurriera Una vez a bordo conocí a Alexis, una simpática chica australiana con quien me reí de la casualidad de que ambos compartiéramos el mismo nombre Pocos minutos después de entablar una plática con ella, la pareja detrás de mí en seguida notó mi acento mexicano (aunque me dijeron que dudaban si era colombiano). Ixe y Leonel, ambos compatriotas míos, terminaban de realizar un intercambio estudiantil en la Universidad de Santiago de Chile, y hacían juntos su último viaje por Sudamérica antes de volver a México a pasar las fiestas decembrinas. El camión comenzó a avanzar mientras el sol se ponía tras la cordillera occidental. Si bien el frío se hacía presente afuera mientras la noche caía, 50 personas compartiendo el mismo vehículo sin ventanas que se pudieran abrir no era una muy buena idea. A pesar de la ligera vestimenta que elegí para aquella noche (bermudas y una camisa sin mangas), el resto de los pasajeros y yo comenzamos a quejarnos del calor Todo indicaba que el autobús tenía aire acondicionado, pero que no lo prenderían. Es algo frecuente que noté en Bolivia y Perú, lo que hace probablemente que los precios del transporte sean tan baratos. Tras apenas una hora de que el tacaño chofer hubiera arrancado, el autobús se detuvo en mitad de la autopista, a la que recién acabábamos de entrar. La gente comenzó a desesperarse y bajamos a averiguar qué pasaba. Pero tan pronto como cruzábamos la puerta éramos golpeados por una masa de frialdad. Así que subí por mi suéter y salí a fumar un cigarrillo con mis vecinos. El clutch del vehículo se había roto El chofer y su copiloto se disponían a repararlo, pero al parecer, debían esperar una nueva pieza traída desde la ciudad. Afortunadamente, no estábamos todavía muy lejos de ella. La espera se prolongó hasta dos horas, en las que nuestros intentos por dormir eran socavados por el calor y por el ruido de los siempre parlantes bolivianos que iban a bordo Una vez en marcha, la mayoría nos olvidamos de la temperatura ambiente y uno por uno cerramos los ojos. Nuestro sueño fue interrumpido cerca de las 4 de la madrugada, cuando el bus comenzó a vibrar de manera muy brusca. No se trataba de un tramo de grava o arena. Era la carretera oficial que llevaba hasta Uyuni. Los vidrios golpeaban contra la pared. Nuestros cuerpos saltaban de los asientos. El equipaje en cabina se caía del techo y las botellas de agua se paseaban por los suelos Lo más sorprendente para mí, era lo acostumbrados que parecían estar los bolivianos, que nunca dejaron de roncar a pesar de los rudos meneos. La pesadilla terminó cerca de las 6 de la mañana, cuando el sol apenas salía en el horizonte y el autobús aparcó en una de las calles del pueblo. Todos descendimos por nuestro equipaje, para ser rápidamente interceptados por los trabajadores de agencias turísticas que nos ofrecían tours al salar. Todos con las mismas promesas, todos con los mismos precios. Ixe, Leonel y yo decidimos apartarnos de la turba y comenzar a buscar un lugar dónde hospedarnos. Preguntamos en cada hostal con el que nos topábamos, pero nadie nos atendía por la temprana hora (o ya no había sitios disponibles). Por suerte, hallamos uno por 50 bolivianos (7 USD) la noche, perfectamente ubicado justo en la plaza de armas de la ciudad Ixe y Leonel dejaron sus cosas para ir a comprar sus tickets al salar, por lo que regresaron sólo a darse una ducha y tomar un rápido desayuno. Como yo sabía que los argentinos, Nico y Rocío, llegarían al siguiente día por la mañana, decidí esperarlos y hacer el tour con ellos, por lo que tuve la totalidad del día para reponer el cansancio y disfrutar de la minúscula localidad. Plaza de armas de Uyuni Recorrí las calles del centro y los pasillos del mercado, donde comí un caldo de gallina que me repuso del malestar que el viaje me había dejado. Sus desérticas y polvorientas calles, sin sombras que protejan a uno de los severos rayos del sol, me dejaron en claro que a Uyuni no debe dedicársele más de un día. Aproveché e investigué un poco sobre los precios de los tours, y me decidí a comprar los tickets para tres personas para la siguiente mañana; no quería que los argentinos y yo buscáramos con prisas al mejor postor cuando los turistas llegaran. Pasé el resto de la tarde descansando en la cama y escribiendo en mi diario de viaje. Por la noche, Ixe y Leonel regresaron maravillados por lo asombroso que según ellos había sido el salar. Les pedí que no me contasen nada y fuimos juntos a cenar. Muy temprano, antes del amanecer, Ixe y Leonel se despidieron de mí y desalojaron el cuarto, pues debían tomar su autobús a Chile. Dormí unas horas más, hasta que la chica de recepción gritó mi nombre. Nico y Rocío estaban abajo, esperando por mí. Los saludé con gusto y los acompañé a que buscaran algo para desayunar, mientras yo me alistaba para nuestra travesía en el desierto. Nos dirigimos a la oficina de la agencia para dejar nuestro equipaje. Cerca de las 9 am partimos hacia nuestro destino en una camioneta 4x4, en compañía de dos chilenos, dos colombianas y el chofer. Nuestra primera parada fue a pocos kilómetros al este de la ciudad, en el nacionalmente famoso cementerio de trenes. Uyuni es conocida por haber sido la primera ciudad que conectó a Bolivia con Chile, y lo hizo a través de su estación de ferrocarril. El tren entró en vigor a finales del siglo XIX, y es precisamente de esa fecha que datan las locomotoras y los vagones que se apilan uno tras otro en el medio de esta llanura sin fin. Los vehículos 4x4 del resto de las agencias turísticas estaban estacionados junto a las vías, y muchos de los viajeros ya se nos habían adelantado, y empezaban a fotografiar el solitario y bizarro panteón. Mientras Nico, quien estudió cinematografía en la Escuela de Artes, se alejaba con su Super 8 y su cámara réflex para filmar los mejores encuadres del lugar, Rocío y yo nos dispusimos a recorrerlo y tomar algunas fotos. Puna desértica típica de los alrededores de Uyuni Para ese momento, la altura del altiplano ya no aparentaba afectarme tanto. A unos 3700 metros, la orografía parecía haber cambiado de lo que habíamos presenciado más al norte. Nos hallábamos en medio de una extensa planicie gris con algunas manchas de verde vegetación, al final de la cual se alzaban algunos montes poco empinados, que parecían difuminarse por el deslumbro del sol. El cielo era azul y estaba bastante despejado. Según los locales, pocas veces llovía en la ciudad y sus alrededores. Si bien nos sentíamos felices después de las lloviznas que nos atacaron en la capital, fue imprescindible protegernos del sol con mucha crema bloqueadora (lo cual recomiendo ampliamente). Luego de algunas fotos, volvimos al coche con el silencioso y poco informativo chofer. Desde ahora debo aclarar que todos los datos que proporciono aquí fueron investigados por mi propia cuenta, ya que pocos guías bien preparados pueden encontrarse en Uyuni Volvimos al pueblo para salir por su otro extremo, conduciendo hacia el oeste por una llana carretera, en la que el volar del polvo nos obligó a cerrar las ventanas. Rebaños de ovejas y llamas se avistaban en ambas orillas, que desparecieron al llegar a la población de Colchani. Se trata de una menuda villa dedicada exclusivamente al procesamiento de la sal que se extrae del desierto, con la que se elaboran todo tipo de artesanía: vasos, muñecas, magnetos… Hay también un museo de la sal, donde se exponen grandes figuras del compuesto químico. El pueblo se ubica exactamente en la entrada al salar, por lo que desde entonces se puede empezar a sentir el crujir de los granos de sal al caminar, y si se pasa el dedo por cualquier cosa (una pared, una puerta, un pilar), se puede coger un poco de sal. Basta con saborearlo un poco con la lengua Después de comprar algunos souvenirs que aún se posan en mi frigorífico, seguimos el tour para, al fin, ingresar de lleno al Salar de Uyuni. Se trata ni más ni menos que del desierto de sal más grande del mundo. Tiene más de 10,000 km cuadrados, 10 mil millones de toneladas de sal y 140 millones de toneladas de litio, convirtiéndolo en la mayor reserva de este mineral a nivel mundial, con más del 80% del litio de todo el planeta Todos estos datos son más que sorprendentes. Pero ni a través de las fotos, ni de las palabras, podría expresar la magia que este paraíso natural posee en cada uno de sus blanquecinos granos. Las primeras imágenes que se pueden percibir en esta extensa (inmensa, interminable) llanura blanca, son unos montículos de sal que se amontonan alrededor de pequeños charcos de agua. Esto sirve para que el agua se evapore más rápidamente y la sal pueda ser transportada para su explotación. Y no hay de qué preocuparse, pues por más que este rico mineral sea explotado por el ser humano, sigue renovándose día con día. Especialmente por el respeto que el gobierno boliviano le tiene a “la madre tierra”, lo que hace que el comercio de la sal sea controlado y no contamine a su medio ambiente. El sonar de mis botines al pisar la sal hacía parecer todavía más inalcanzable el horizonte, cada vez que caminaba para fotografiar los espejismos que el agua y el sol provocaban en las lejanas montañas, que apenas y podía ver por el cegador reflejo del color blanco en mis ojos. Una imagen más que cautivadora. El recorrido continuó con los expertos conductores, que sin líneas marcadas sobre el desierto ni objeto alguno que los guiara, sabían qué dirección tomar para llegar a la siguiente escala: el Hotel de Sal. Esta edificación hecha íntegramente de sal funciona ahora como un restaurante y centro turístico dentro del circular desierto. La mayoría de los tours paran para descansar, fotografiar y, algunos, para comer. El hospedaje era entonces dominado por un ostentoso monumento que anunciaba la meta del rally internacional de automóviles: el mundialmente famoso Dakar. En el próximo mes de enero, centenares de coches, motocicletas, cuatrimotos y camiones darían la vuelta desde este punto para retornar hacia Chile y seguir su carrera hasta el final. En esta área del salar se comenzaban a dibujar hexágonos que sobresalían del suelo, y que se extendían como una alfombra en forma de panal por toda la blanca superficie. Para una persona fanática de la armonía y el orden (como yo) esta continuidad de perfectas formas fue más que un deleite para mis casi cegados ojos Seguimos adelante, hasta que el conductor se detuvo, justo en mitad de la nada. A 360 grados alrededor nuestro no había más que una plancha blanca y rugosa de sal, custodiada por un cielo azul, que se interrumpía sólo por nuestra presencia y las sublimes y bajas siluetas de las montañas al fondo. Y fue ahí donde armamos nuestro picnic. Afortunadamente, todos los tours en Uyuni incluyen el almuerzo (que por el precio de 100 bolivianos, 14 USD, es toda una ganga). Milanesas de res, arroz, verduras al vapor, coca cola, una fruta como postre, y opciones para los vegetarianos, hicieron de nuestra tarde una encantadora postal del recuerdo Con el estómago lleno, proseguimos con la travesía, cuya próxima escala fue la Isla Incahuasi. Es un islote en el desierto que se caracteriza por que en él crecen cactus de copiosos metros de altura. Desde la punta de la isla, se puede apreciar la plenitud del exorbitante salar. Existen varias ofertas de tours en Uyuni, de las cuales el recorrido de un día es sólo la más sencilla de ellas. Hay tours de dos y hasta tres días por el suroeste boliviano, que incluyen visitas a maravillas como las lagunas de colores, los géiseres, el desierto de Siloli, las reservas de flamencos y culmina en el desierto de Atacama, en el lado chileno. Como nuestro presupuesto era bastante apretado, nuestro tour estaba por terminar y emprendimos el viaje de regreso Pero antes, el conductor nos tenía una última sorpresa. Nos llevó a deleitarnos con los reflejos del salar. Cuando llueve, el agua se estanca en la superficie de sal y forma uno de los espejos naturales más increíbles del planeta. Lamentablemente, la temporada de lluvias todavía no comenzaba, ya que normalmente da inicio a finales de diciembre y principios de enero, haciendo del invierno la mejor temporada para visitarlo. No obstante, tuvimos la oportunidad de ser cautivados por las tenues refracciones que el agua atrapada hacía destellar en su liquidez. Por un precio más alto, algunas empresas permiten que los viajeros aprecien el atardecer, lo cual debe ser, sin duda, una de las postales más bellas de la que nuestros ojos puedan ser testigos. Para esa mágica ocasión, agradecí haber comprado mis botines antes de salir de México, ya que su resistencia a la densa sal y al agua me mantuvieron seco en todo momento, convirtiéndolas en mi mejor inversión. No así ocurrió con mis demás compañeros, cuyos pies se vieron empapados y envueltos en sodio. Regresamos a la ciudad, donde luego de cenar en un incómodo restaurante, compramos nuestros tickets a la ciudad de Villazón, desde donde cruzaríamos la frontera hacia el contiguo país del tango… Pueden mirar el resto de las fotos aquí:
  2. 1 punto
    Si son como yo y la Historia nunca fue su fuerte entenderán lo desconcertada que estaba cuando empecé a investigar un poco por las redes sobre las antiguas culturas que habían habitado las tierras peruanas. Mi conocimiento (muy pobre) se limitaba a la civilización Inca, pero de repente fui desasnada y empecé a conocer otras culturas anteriores e incluso contemporáneo a los Incas! Lo más nombrado en las redes fue la cultura Moche, tan interesante como macabra debido a sus curiosas costumbres de realizar sacrificios humanos La cultura Moche se estableció principalmente en el norte de Perú, en lo que hoy conocemos como el departamento de Trujillo. Aquella sería una de nuestras últimas paradas antes de dejar atrás el territorio peruano. En el trayecto desde Lima hasta Trujillo nos esperaban kilómetros y kilómetros de una desolada carretera que corría (por suerte para nuestro mínimo entretenimiento) paralela a la costa del Pacífico. Fuimos atravesando varios poblados pesqueros y hasta debimos pernoctar en una playa completamente solitaria que nos cruzamos al atardecer. Armar la carpa frente al mar puede sonar a plan romántico increíble, pero la verdad es que se tornó bastante complicado luchar contra el fuerte viento que corría mientras armábamos el campamento. Sin embargo, a pesar de que yo estaba convencida que íbamos a ser arrastrados por un ventarrón con carpa y todo en medio de la noche, logramos dormir y descansar bastante bien. Acampando en las playas del norte de Perú Al día siguiente emprendimos camino y unos kilómetros antes de ingresar al departamento de Trujillo, el paisaje fue cambiando paulatinamente. Ya nos veíamos tantos médanos con arena dorada volando por doquier al soplar los vientos. En su lugar se levantaban suave colinas verdes y algunos campos. Unos diez kilómetros antes de la capital de Trujillo, en la entrada al departamento se encuentra el Valle Moche, sitio donde se alzan las enigmáticas Huaca del Sol y de La Luna. Para serles honestas, no tenía idea con lo que me iba a encontrar en aquel sitio. Sólo llevaba conmigo las recomendaciones de varios para que visitáramos aquellas ruinas pero nada más, y creo que fue justamente eso lo que llevó a que quedara deslumbrada con aquellos restos arqueológicos. El Valle Moche es un sencillo pueblo sin mucha urbanización, rodeado de colinas y algunos campos verdes. Para llegar a las ruinas dimos varias vueltas porque el lugar parecía un pueblo fantasma, aunque lo que en realidad pasaba era que a esa hora de la tarde, con el sol radiante y fuerte en el cielo, muchos buscaban el reparo en sus casitas o quizás dormían siesta. Llegamos a un predio donde debíamos adquirir las entradas. Allí se encontraba el museo de la cultura Moche, exhibiendo todos los objetos encontrados en las ruinas que visitaríamos. Recuerdo que tenía un estacionamiento de por lo menos 75 plazas, enorme y estaba completamente vacío, me pregunto si realmente alguna vez se llenará porque en ese momento la visión de un lugar repleto y bullicioso me parecía imposible. Así que, entrada en mano, seguimos las instrucciones y algo dubitativos llegamos al sitio arqueológico. Junto con dos mujeres más, armamos un pequeño equipo que fue guiado por una mujer local a través de las ruinas. La guía nos explicó que en aquel vasto territorio de varias hectáreas que antiguamente habían pertenecido a la civilización Moche, existían dos templos enormes, La Huaca de Sol y La Huaca de La Luna. Los restos arqueológicos que visitaríamos serían de este último, ya que la Huaca del Sol aún estaba siendo investigada por los especialistas. Ambas construcciones estaban separadas por varios kilómetros, en donde estaba asentado el núcleo urbano de clase media alta. Ascendimos una alta colina a través de unas escaleras armadas y entramos al primer escenario, perteneciente a La Huaca de La Luna. Los Moche tenían una forma muy particular de organizarse. Durante el período del primer gobierno habían levantado enormes muros y habían construido el Templo de La Luna, que se considera el edificio de religión. Una vez terminado aquel mandato, los Moche rellenaban cada rincón del templo y prácticamente lo enterraban, expandían los límites del templo unos metros más y volvían a construir nuevamente La Huaca de La Luna, sobre los restos enterrados. Esto le confiere a La Huaca de La Luna la famosa forma de “pirámide truncada” que tanto nos mencionaba la guía. En aquel Templo, los investigadores habían descubiertos tres pisos superpuestos, pertenecientes a tres períodos de gobernación distintos. En el paseo, se ingresa por el segundo piso de los restos arqueológicos. En varios sectores se puede apreciar excavaciones que muestran restos de muros y habitaciones enterrados, que pertenecen al período anterior. Es realmente llamativo ver cómo se han conservado las ornamentaciones talladas en los murales de estas construcciones, así como los colores utilizados que, según se ha estudiado, fueron extraídos de minerales. La imagen de una cabeza roja de grandes ojos y dientes afilados se repetía a lo largo de todos los muros. Aquel simpático hombrecito era Ai apaec, más conocido como el Dios Degollador. Éste era el Dios que veneraban los Moches, ya que era su protector en las batallas y proveedor de alimentos. Mmm... que dientitos! Como mencioné algunas líneas más arriba, La Huaca de La Luna era considerado el templo religioso y allí se llevaban a cabo los espeluznantes sacrificios humanos. Cabe mencionar que sólo yo estoy poniéndole este tinte aterrorizador, porque la verdad es que, al parecer, los Moches se sentían honrados de sacrificarse para su Dios (aunque yo insisto en que deberíamos preguntarle a alguno si realmente estaba tan feliz ) Primero se entablaba una lucha entre guerreros, el ganador era aquel que podía permanecer en pie, con su arma en mano y el que caía era considerado perdedor. Una vez que concluía la lucha, el abatido era despojado de sus ropas y su armamento y llevado por el mismo ganador hacia un sector del templo donde se cree que era “preparado” para el sacrificio, quizás suministrándole alguna sustancia alucinógena para minimizar la traumática situación. Luego era trasladado a un santuario donde era degollado. Sobre el altar que se intuye funcionaba para el sacrificio, existen unas canaletas donde al parecer corría la sangre del sacrificado. Todo esto se producía dentro del Templo y fuera de la vista de la población. Los únicos que podían presenciar esto, eran los sacerdotes. Altar de sacrificio Fuimos conducidos por la guía hasta un piso superior, que pertenecía al último templo construido en la Huaca. Allí se podía contemplar mejor la altura de los grandes muros adornados y el arduo trabajo de los constructores de estas magnificas decoraciones que tallaban un patrón continuo con ínfimas imperfecciones. Los Moches utilizaban muchas simbologías, de las cuales algunas se han podido deducir, como dibujos de guerreros, o figuras de animales. Sin embargo existen cientos más que siguen siendo un misterio, como el gran mural llamado Mural de Los Mitos, con decenas de figuras, y sin ningún significado aparente. El Mural... ...Y su esquema Hacia un costado en aquel tercer piso nacía una ancha rampa que bajaba hasta un enorme patio al aire libre que era concurrido por la gente del pueblo y al cual los sacerdotes se asomaban cuando debían comunicar sus predicciones. Desde aquella altura se tenía una vista panorámica que ayudaba a imaginarse aquella enigmática civilización. Desde las alturas se podían ver los trazados de lo que había sido la organización urbanística y más allá se levantaba la Huaca de Sol que continúa siendo investigada. Aunque aún no hay mucha información sobre ésta, se sabe que aquel era el templo de política, donde se llevaban a cabo tareas de administración y era utilizado como vivienda de la alta sociedad moche. Con una entrada de precio accesible, una guía completa y sin el hostigamiento de cientos de desesperados turistas, el recorrido de las ruinas arqueológicas de La Huaca del Sol y de La Luna es, sin lugar a duda lo que más recomiendo del norte de Perú. Después de tantos kilómetros recorridos, tantos nuevos amigos hechos en el camino, tantos desafíos (Como vender panes rocas en Cusco ), y después de tantas maravillas vistas en las tierras peruanas, saber que nos faltaban pocos kilómetros para dejarlas atrás me generaba una nostalgia horrible Pero aún nos faltaba un punto más por recorrer. No queríamos irnos de Perú sin haber disfrutado de al menos una de sus playas del Norte, de las que tanto habíamos escuchado hablar. Entonces, recorrimos unos 600 kilómetros por la Ruta Panamericana Norte atravesando grandes extensiones de campo verde y altos montes hasta arribar a la localidad de Máncora. Máncora es un pequeño pueblo que se levanta a los costados de la Ruta, a pocos kilómetros del límite con Ecuador, y en los últimos años su fama ha crecido por ser la playa elegida por cientos de surfers peruanos y extranjeros. Siendo una típica localidad de playa esperaba un insoportable movimiento y barullo turístico, pero la verdad es que era un pueblo súper calmo y tranquilo. De anchas calles completamente de arena que conducían a unas preciosas playas, fuimos paseando por Máncora hasta que nos topamos con un camping donde decidimos parar unos días. Los siguientes dos o tres días los dedicamos a dormir hasta tarde, pasear por las playas y comer la mayor cantidad de helados de Lúcuma Dolcetto que pudiéramos, para irnos con la mejor impresión de Perú. Sobre las calles paralelas a la Ruta, Máncora estaba atestada de ferias de productos artesanales, locales de ropa de surf, tiendas de accesorios y, sinceramente, lo quería todo, aunque mis bolsillos se negaban. Una vez que nos metíamos al pueblo por angostas vereditas de concreto que pronto desaparecían bajo la arena, ya no se veía tanto movimiento y reinaba una tranquilidad agradable. Boludeando en Máncora Por las tardes, cuando el calor aminoraba un poco, solíamos caminar por las playas, mientras el sol comenzaba a bajar y los surfistas se divertían con las últimas olas del día. Máncora funciona además como un centro pesquero, por lo que también se podía ver desde la playa la enorme flota de barcos pesqueros que se bamboleaban sobre el oleaje mientras eran custodiados por grandes fragatas que planeaban en el cielo. La vida en Máncora era tan diferente a lo que estoy acostumbrada. Claro que todos tenemos responsabilidades y preocupaciones de toda índole, pero en Máncora se respiraba otro aire, allí no existían horarios, ni embotellamientos ni gente apresurada y estresada corriendo de un lado hacia otro, realmente fue fantástico pasar nuestros últimos días allí. Hasta él parece relajado! Al tercer día, con una tristeza que no recordaba haber sentido antes, desarmamos campamento y volvimos a la ruta. Después de casi un mes recorriendo Perú era momento de decirle Adiós (o quizás un “Hasta Pronto!”) y seguir con la aventura. Ecuador nos estaba esperando y quién sabe las cosas que viviríamos allí. El perro peruano que nos despedía! Y ésta fue nuestra última parada en Perú, no dejen de entrar a ver las fotos.... o el perro de allí arriba les aparecerá a la noche para atormentarlos ¬¬ <<< ANTERIOR *** SIGUIENTE >>>
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