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Showing content with the highest reputation on 05/14/15 en toda la comunidad

  1. 3 puntos
    Hoy les voy a contar sobre el lugar que menos me gustó. Así es… siempre me preguntan por la playa que me pareció más linda, el país que más me agradó o el lugar más paradisíaco donde acampamos… pero nadie parece importarle que en el viaje también hubo momentos no muy gratos. Como no pretendo venderles ningún paquete turístico, sino más bien contar mi aventura sin tabúes, me gustaría poder hablarles de este lugar taaaan particular, ubicado en las costas ecuatorianas. De todas formas, vale aclarar que, si bien Montañita fue nuestra primera estadía dentro de Ecuador y no fue de mi entero agrado, todo el recorrido a través de este país fue fabuloso. Las tierras de Ecuador son espectaculares por donde se las vea. Playa, sierras, selva… todo al alcance, con mil cosas para hacer y gente de lo más linda Después de nuestra última noche en Máncora, aún en Perú, tomamos la carretera 1N que nos llevaría directo a la ciudad fronteriza Zarumilla. Pasaporte por aquí y por allá, papeles que iban y venían, documentos de la moto, seguro, bleble hasta que final y oficialmente estuvimos dentro de Ecuador. Nos esperaba una carretera rodeada de plantaciones de bananas y vegetación verde brillante. La primera parada la hicimos en la concurrida y gran ciudad de Machala. Disfrutamos de un cómodo y espacioso colchón y de un merecido baño caliente en un hotel y al día siguiente simplemente seguimos camino. Cruzamos la ciudad de Guayaquil y lamentablemente decidimos seguir. Digo lamentablemente porque luego nos enteraríamos que Guayaquil es una gran ciudad de arquitectura muy bella y llamativa, con cientos de atracciones para visitar. Será para la próxima Al llegar la noche, acampamos en un acostado de la ruta, en un predio que pertenecía a una gasolinera. Pedimos permiso y armamos nuestro humilde campamento. Cuando la noche cayó, la gasolinera cerró y nos quedamos sumidos en un silencio y una oscuridad compelta. Para ese entonces ya habíamos adquirido la costumbre de ver alguna película o serie en la computadora, porque ya estábamos acostumbrados que, cuando caía el sol no había mucho por hacer, más que resguardarnos en la carpa. A la mañana siguiente, temprano, Martin me despertó tan eufórico como siempre suele estar a las mañanas (algo que suele molestarme un poco), y desayunamos sentados al lado de nuestra casa/ carpa. Recuerdo que me llamó la atención ver algo grande…muy grande, recostado muy alto sobre las ramas de un árbol. Cuando advertimos que era una enorme iguana, muy tranquila tomando solcito, caímos en cuenta que estábamos en Ecuador. Entonces, después de dos largos días de viaje llegábamos finalmente a Montañita. No recuerdo exactamente quién o quienes nos recomendaron aquel lugar, pero me gustaría recordarlo Estéticamente hay lugares peores, claro está. Al arribar a Montañita nos encontramos con un pequeño pueblo de menos de 20 manzanas. Nace al costado de la ruta y sólo tiene 7 calles perpendiculares a la carretera y 3 paralelas, antes de terminar en playas sobre la costa. Lo primero que hicimos, como siempre, fue buscar un alojamiento. Y encontramos un camping con un gran terreno, parcelas para carpas delimitadas y techadas y una cocina compartida. Todo lo que necesitábamos. El día estaba completamente gris. Un manto blanco de nubes impedía que los rayos de sol llegaran a Montañita, pero aun así la temperatura era bastante agradable. Comenzamos a caminar por las calles adoquinadas cubiertas de arena del pueblo y al principio yo iba bastante entretenida con los grandes negocios de ropa, los locales de souvenirs y los puestos de artesanías. Pero entonces, empecé a notar que eso era todo el pueblo. Uno al lado del otro se amontonaban negocios, hospedajes de todo tipo, bares, boliches, y sobre esos negocios, más hoteles o bares. Ni siquiera sé dónde vivía la gente de ese lugar, porque nunca vi casas, hogares. Montañita es un lugar…ficticio, creado exclusivamente para el turista. Al parecer el bom de Montañita se debe a que sus playas presentan el escenario perfecto para competencias de surf, por lo que en los últimos años es el sitio predilecto por los amantes de este deporte. Además, con tanos negocios, Montañita tiene ofertas de trabajo constantemente, por lo que es elegido por los viajeros como el sitio perfecto para parar, juntar dinero trabajando de mesero, cocinero, promotora (…lo que sea) y seguir viaje con unos buenos dólares en los bolsillos. Con esto, empecé a barajar la posibilidad de sumarme a esa idea y buscarme algún trabajo temporal que pudiera ayudarme económicamente. Así fue como conocimos a nuestros compañeros del camping. La cantidad de personajes que albergaba aquel hospedaje era increíble. Ramiro y Sara, una pareja compatriotas nuestros, argentinos, que ya hacía varios días que paraban en Montañita buscando empleo; Noelia, una chilena que vivía recorriendo el mundo; Roberto, un chileno chef vecino de carpa, y varios colombianos y peruanos. Al día siguiente el clima estaba exactamente igual. Nublado y gris. Sin embargo, esa mañana nos esperaba una sorpresita inesperada. Aquel viernes era el inicio de un fin de semana largo para los ecuatorianos, y por lo menos el 45 % de la población parecía que había elegido Montañita para disfrutar de sus días de descanso. Cuando salí de la carpa, aquel día, de repente me vi rodeada de nuevas carpas, varios autos estacionados en el predio del camping y muchos grupos de jóvenes por todos lados, eufóricos por arrancar su fin de semana… jmm para una antisocial malhumorada como yo, aquello no pintaba un buen panorama. Como la anciana quejosa que soy, me fui maldiciendo a todos los que habían llegado con su barullo y su música bailable a todo volumen, y me crucé a comprar algo para el desayuno. Entonces, a los costados de un estuario que cruzaba la ruta de lado a lado y que terminaba en el mar, vi algo que cambió por completo de humor. Una por aquí, y dos más por allá… tres….no! toda una gran familia de iguanas descansaban sobre troncos y piedras, a la vera de aquel arroyo cubierto de una alfombra de musgo. Me acerqué tanto a ellos, que si estiraba mi mano podía tocarlos, aunque su mirada me advertía que fuera inteligente y no lo hiciera. Sin embargo, me permitieron hacerles toda una sesión fotográfica desde todos los ángulos que quise. Un macho enorme y corpulento, se mostraba un poco incómodo, estirando el pliegue debajo de su mandíbula amenazadoramente. El naranja de sus patas resaltaba con el verde del lomo, cubierto además por diminutas plantas acuáticas que se le acumulaban en su cresta, producto del último baño que se habría dado en el agua. Aquello cambió por completo mi día, y ya no me importó más el ruido, los adolescentes descarrilados o la música carnavalesca que escuché durante todo el día. Al caer la tarde, terminamos de comprender por qué Montañita es tan deseado y tan nombrado por la juventud ecuatoriana. Cuando el sol se ocultó, aquel pueblo ficticio de repente se convirtió en un pueblo de fiesta. Curiosos, nos acercamos a las calles céntricas y de repente encontramos un enorme festival montado en las calles. Un mar de gente, la mayoría jóvenes (sobre todo europeos y norteamericanos) se amontonaban en las puertas de bares y discos, desde donde se podía escuchar a todo volumen música del tipo reggaetón o cumbia. Sobre las calles y uno al lado del otro se apostaban puestos de tragos, donde podías pedir el trago que se te antojara. La gente bailaba en las calles, en los boliches, en las terrazas de los hospedajes y hasta la playa se había iluminado. Montañita es tierra de nadie, no sólo el alcohol es moneda corriente, aquella noche vimos correr mucha droga de todo tipo, y a medida que transcurrían las horas, el ambiente comenzaba a ponerse más pesado. Regresamos temprano a las carpas, pero la música estridente de cada boliche se mezclaba en el aire como una sola nota ruidosa y molesta y fue bastante complicado conciliar el sueño. Ni hablar de los rezagados que volvieron a las 5 de la mañana completamente ebrios y gritando al camping, despertando a todos. Si tu idea de viaje es irte con amigos al descontrol total, claramente te recomiendo Montañita. Sin embargo, entenderás que para mí, que deseaba conocer lugares y costumbres nuevas, aquello me parecía un espanto, un lugar armado sólo para extranjeros de fiesta. Con otro día nublado, Montañita se estaba tornando un lugar que ya nada tenía para ofrecernos. Por lo que aquel día, junto con nuestros amigos Ramiro y Sara decidimos visitar unas playas vecinas que nos habían recomendado. Caminamos costeando la ruta solo unos minutos y llegamos a una iglesia, construida sobre el borde de un acantilado y desde allí descendimos hasta el pueblo de Olón. Como si hubiéramos cruzado a otra dimensión paralela, Olón era exactamente lo opuesto a Montañita. Un pueblito (esto sí era un pueblo, con residencias) de desprolijas callecitas y plazas, con una de las playas más hermosas de todo ecuador. Una ancha planicie de arena blanca y una maraña de selva y vegetación. Los cuatro llegamos a la costa felices y emocionados en el momento en que el sol, que hacía varios días no veíamos, nos daba la bienvenida. Allí no había jóvenes ebrios, con música, ni mujeres “perreando”… toda la playa para nosotros y una paz inmensa. Eso era exactamente lo que quería. Caminamos largas horas sobre la playa y nos pegamos un chapuzón antes de volver a Montañita nuevamente. Al día siguiente nos despedimos de nuestros amigos y partimos hacia Puerto Lopez. <<< ANTERIOR *** SIGUIENTE >>>
  2. 3 puntos
    Hay un pequeño secretito mío que no recuerdo haberles mencionado pero que comenzó a pesar bastante en todo este trayecto costero que ya habíamos iniciado desde Máncora, Perú. Si dividiera el viaje de acuerdo a su clima y paisaje, podría decir que la primera parte, hacia el Sur de Argentina fue completamente de nieve y frío atroz. Sin embargo, ahora comenzábamos a viajar por ciudades costeras: mar, sol y arena. Claro que, si bien me gusta más la montaña, no tengo ningún problema con disfrutar de unos días de playa. El tema está en el agua. Le tengo mucho miedo. Mucho. Como la disyuntiva del huevo o la gallina, no sé si le tengo miedo al mar por no saber nadar o si no sé nadar porque le tengo miedo al agua. El tema es que mientras Ayelen toque fondo con sus piecitos, está todo bien…pero cuando eso no sucede, se precipita la catástrofe Aun así, cuando llegamos a Puerto López, en la provincia de Manabí, después de haber recorrido sólo unos 50 kilómetros aproximadamente desde Montañita por la Ruta del Spondylus (llamada así por este simpático animalito marino en peligro de extinción de las costas ecuatorianas), lo primero que hicimos fue buscar una agencia que nos ofreciera un tour para ver las ballenas. Aquí les traigo otro secretito que descubrí en el viaje, que, en realidad me lo hizo notar Martin, no importa el pánico que me genere las alturas, las profundidades o los climas extremos… si hay un animal de por medio soy capaz de hacer lo que sea. Eso es lo que llaman pasión. Por lo que no me importaba cómo, pero si podía ver de cerca a estos grandes animales por primera vez en mi vida, lo iba a hacer a toda costa. Puerto López es un pueblito sencillo y tranquilo. A lo largo de la playa presenta una ancha costanera donde se acumulan puestitos de comidas rápidas y comidas marítimas. En una plaza central, frente a una iglesia, se encuentra la estatua de una ballena saltando que representa el atractivo principal de la ciudad. La ballena Jorobada viaja desde la Antártida y llegan a las costas ecuatorianas para la reproducción y cría. Con su último trabajo en la programación de unas aplicaciones para celular, Martin compró dos tickets para realizar al día siguiente el tour para observar las ballenas (amo a este hombre ). El tour incluía una parada para hacer snorkel y observar la vida marina y eso me alarmó de entrada . Sumado a la ansiedad que me generó el hecho de que pronto vería a estos animales tan grandiosos por primera vez en mis 27 años, claramente aquella noche no pude pegar un ojo, en el patio de un Hostel que funcionaba como camping donde armamos la carpa. A la mañana siguiente, aunque el día estaba nublado y gris, partimos hacia el puerto y nos embarcamos en una lancha junto con otras treinta personas, en dirección mar adentro, en busca de las ballenas. Todos nos colocamos unos divinos chalecos fluorescentes que no parecían poder conservar mucho mi vida cuando miraba hacia la profundidad del mar, a medida que avanzábamos. Contando la excursión en lancha en Paracas, Perú, este sería mi segundo viaje en una embarcación y a pesar del miedo al agua, la sensación del viento salobre en la cara, la espuma del mar alborotándose con el paso de la lancha y el fresco del mar, me llenaban de una exaltación extraña. Nos adentramos durante algunos minutos en el mar, pasando por grandes estructuras rocosas de irregulares formas, cubiertas de vegetación y hogar de aves marinas que nos veían pasar, acostumbradas seguro a la visita continua de los humanos. Llegamos entonces al sitio donde el guía anunció por unos parlantes que sería el lugar propicio para observar a la ballena jorobada. La lancha contaba con una terraza superior, donde se encontraba la cabina de manejo, y cuando el guía pronunció la frase: “quien se anime a subir, puede hacerlo”, yo me abalancé sin pensarlo y pasando por encima de todos hacia la escalerita que se encontraba a un costado. Con el barco meciéndose de un lado para otro por el oleaje, y el mar abajo mío, me sentía como en la película Misión Imposible subiendo por las escaleritas…pero todo sea por ver mejor a las ballenas! Me acomodé en el frente de la embarcación, a un costado del centro de manejo donde se encontraba el capitán, aferrándome a las barandas mientras el barco se mecía bruscamente. Un par más se animaron a seguirme hacia la cubierta y la lancha siguió el recorrido, lentamente, a la búsqueda de alguna cola que se asomara por encima de las olas. No pasó mucho hasta que una figura gris plateada se asomó a sólo pocos metros de la embarcación. Una Ballena Jorobada hembra se paseaba tranquilamente, seguida de cerca por su pequeña cría. Ni siquiera pude mover un solo músculo de mi cuerpo para intentar enfocar al animal con mi cámara al menos…. Sólo contuve la respiración con un grito ahogado y la felicidad entera me recorrió el cuerpo. Nuevamente me atrapaba esa sensación extraña de verme en un lugar donde jamás pensé que estaría, viviendo esa experiencia increíble de estar tan cerca del animal más grande del planeta tierra. La embarcación se acercó cautelosamente hacia los animales, mientras yo me había olvidado por completo de sostenerme e iba dando tumbos por toda la cubierta, tratando de tomar la mejor captura de la ballena. Madre y cría se alejaron lentamente, asomando sus lomos para resoplar con fuerza y expulsar un gran chorro de agua. Si prestábamos atención, podíamos ver la joroba que le da el nombre al animal con sus verrugas, y su piel como plástico brillando con cada salida. Habremos seguido a la madre por unos 30 minutos, donde traté de tomar las mejores fotos, aunque los nervios, la emoción que brotaba por mis ojos y el movimiento de la lancha no me ayudaron mucho. Después admito que me sentí un poco mal porque realmente creo que acosamos a esa pobre madre, hasta que logró librarse de nosotros y seguir su camino en compañía de su pequeño. El guía nos pidió que bajáramos nuevamente para continuar con la excursión. Mi felicidad era incontenible y me radiaba por todos los poros de mi ser, tal es así que me había olvidado por completo la parte del snorkel. De hecho estaba tan contenta, que la misma adrenalina minimizó aquel miedo al agua. La lancha se acercó a un islote rocoso, donde flotaba una enorme boya. Según el guía, podríamos ver muchos peces en ese sector, y nos repartió a todos un equipo de snorkel. Aquello se veía bastante profundo, y no voy a negarles que me entró un poco de miedo, por lo que primero lo mandé a Martin. Por unas escaleras, las personas comenzaron a bajar al mar. Todos parecían muy felices de estar en el agua, y lo estaban disfrutando… así que me dije: ”no puede ser tan malo”. Martin me esperaba en el agua, dándome ánimos para bajar, así que confiada me ajusté el salvavidas, me acomodé el snorkel y me tiré desde el tercer escalón de la escalera, directo al agua. En el mismo momento que mis piecitos descubrieron que bajo de ellos no había nada, la desesperación me invadió por completo. Quienes padezcan algún tipo de pánico, supongo que me entenderán. Cual gato cuando lo meten al agua, me aferré con uñas y dientes al pobre de Martin, mientras las palpitaciones me subían a mil, y mi agitación me impedía respirar con normalidad…digamos que casi lo ahogo a él también, pobre. Hasta que el mismo Martin me hizo calmar, haciéndome notar que no me hundirá porque tenía el chaleco. Aún así, la sensación era bastante fea. Estar ahí flotando, sin poder mantenerme en equilibrio, porque el oleaje me hacía mecer hacía un lado y otro, me parecía espantoso. Martin se hundió bajo el agua y se fue cerca de la boya, dejándome aferrada al ancla de la lancha, a la que estaba agarrada como si de eso dependiera mi vida entera. A unos metros volvió a surgir y me llamó entusiasmado, alegando que tenía que ver lo que había bajo el agua. Claramente no quería saber nada con soltarme de lo que me mantenía segura, pero la insistencia de Martin (y el deseo de dejar de hacer el ridículo delante de las personas) me llevó a soltarme y sumergir mi cara en el agua. Y entonces, todo cambió. Un mundo nuevo se abrió ante mí. Si bien podía ver el fondo muuuy lejos, en lo profundo (más de lo que deseaba), la cantidad de peces de todas las formas y colores que me rodearon en ese instante fue increíble. Un cardumen de pequeños peces se movía al unísono, mientras otros amarillos y negros más grandes nadaban alrededor de la boya. Unos azules se me acercaban tanto que podía hasta contarles las escamas. Me olvidé por completo de la boya, del ancla y de todo y me sentí como La Sirenita. Después de tantas emociones, aquel día dormí como un pequeño bebé. Hasta compartí mi bolsa de dormir con un simpático vecino del camping, que, como si fuera su propia casa, se metió en la carpa en medio de la noche y se acurrucó a mis pies. Nuestro siguiente objetivo se encontraba a unos 350 kilómetros de Puerto López, aproximadamente. Traducido a horas eso significaba unos 4 o 5 horas hasta llegar a Mompiche, un pueblo costero de cálidas aguas que nos recomendaron muchos durante nuestra estadía en Puerto López. Pero sólo a unos diez kilómetros desde donde estábamos, iniciaba El Parque Nacional Machalilla, una de las principales atracciones turísticas de Ecuador, con playas que han clasificado como las mejores del mundo. Así que montamos la moto y salimos hacia Los Frailes, la playa principal del Parque. A pocos kilómetros entonces, un camino se abría desde la Ruta del Spondylus y se internaba en la vegetación. A los tumbos llegamos a un gran predio que funcionaba como estacionamiento, y que era la entrada a la playa. El día estaba completamente nublado (no estábamos teniendo mucha suerte con el clima en Ecuador), pero aun así el calor era bastante pesado, ideal para que nos sacáramos las pesadas ropa de moto y corriéramos al agua. Que fue lo que hicimos, literalmente. Ese chapuzón renovador en Playa Los Frailes fue la salvación. Las anchas playas de Los Frailes estaban casi desiertas y poca gente se bañaba, supongo que porque el día no ameritaba mucho. Sin embargo, el paisaje era inolvidable. Agua cristalina, cálida playa de arena blanca y el inicio abrupto de verde vegetación cubriendo los médanos en las alturas. Sólo estuvimos algunos minutos allí y luego de una ducha en las geniales instalaciones del lugar, para quitarnos la arena y la sal, continuamos viaje más frescos. Los paisajes de Ecuador son únicos. La Ruta del Spundylus de a ratos costea el mar, que se continua infinito hasta el horizonte, y en otros tramos se interna más hacia el continente, atravesando campos de extraña vegetación y llamativos colores. Con el atraso de la visita fugaz a las Playas Los Frailes, el día se nos acabó antes de lo planeado, por lo que debimos pasar la noche en un pequeño pueblito que, de casualidad, nos cruzamos por el camino. Recuerdo esto perfectamente porque fue una de esas ocasiones con suerte que disfrutamos escasa pero agradablemente a lo largo del viaje: Después de buscar y preguntar precios (que se nos hacían escandalosamente elevados), nos decidimos por un sencillo hotel que se ubicaba justo al final de una calle, exactamente frente al mar. Sólo estábamos nosotros hospedados porque claramente, no estábamos viajando en temporada alta, por lo que la mujer que atendía el lugar dejó que nos instaláramos en una de sus mejores habitaciones, al precio de una común. La habitación tenía un balcón que daba al mar. Un sueño. Aquella tarde estaría gris y casi melancólica, en aquel desierto pueblo, pero la vista hacia la costa rocosa, era impagable. Dormir con el rugir del mar y la brisa fresca fue nuestro regalo merecido después de tantas noches en carpa. A la mañana siguiente nos dimos el gusto de desayunar en el balcón, mientras contemplábamos los cientos y cientos de pelicanos pasar, con ágil vuelo, rozando la superficie del mar, de un lado a otro. Sí, esa mañana estábamos de buen humor, así que continuamos camino satisfechos y completamente preparados para que Ecuador nos siguiera sorprendiendo. Más fotos de este maravilloso país, aquí! <<< ANTERIOR *** SIGUIENTE >>>
  3. 1 punto
    Faltaban 3 días para la Nochebuena. Nico y Rocío estaban ansiosos por volver a pisar sus tierras. Yo me sentía dichoso por tener con quién pasar la navidad Pero mi felicidad era más alentada por la inesperada aventura a la que mi viaje poco calculado me había arrastrado. Después de todo un día recorriendo el Salar de Uyuni, regresamos a la ciudad a comprar nuestros boletos de bus para la ciudad fronteriza de Villazón, desde donde cruzaríamos a la singular Argentina. Antes de que el camión partiera, cenamos en un restaurante que, al final, nos resultó bastante incómodo, por la mala atención que recibimos por parte de los dueños. Para resumirlo, la dueña se colocó en la puerta a darnos empujones, para obstruirnos el paso y no dejarnos salir luego de habernos quejado por una coca cola abierta y otra que no tenía gas. Es un poco de lo que se puede encontrar siendo turista en Bolivia. Después de todo, hay que ser comprensible. La mayoría de los establecimientos son atendidos por personas indígenas, que rara vez han cursado estudios de turismo o han recibido capacitaciones de servicio al cliente. Luego de la bizarra experiencia, subimos al bus. Esta vez, parecíamos ser los únicos turistas a bordo. Pronto, nos vimos rodeados de bolivianos que, a pesar de caída la noche, no dejaban de hablar ni apagaban la música en su celular Como si no hubiera sido suficiente, y como si Nico no hubiera estado de peor humor (llevaba dos días durmiendo en buses, sin haber tomado una ducha y acaba de discutir con la restaurantera) la carretera sur parecía ser peor que en la que habíamos viajado al venir. El vehículo no dejó de vibrar en todo el camino, golpeando nuestros traseros con un constantemente saltar. Para acabarla de completar, el chofer se detenía en cada garita que una persona le hacía la parada. Sin importarle que el transporte fuera al tope de lleno, continuó subiendo gente hasta que el pasillo se atestó de cholitas escoltadas por sus cuantiosos retoños. Las anchas caderas de estas mujeres me acorralaron por ambos lados Ni decir de pararse al baño, caso que se presentaba como todo un desafío. Un niño sentado en una cubeta detrás de su madre, meneaba su cabeza a causa del sueño, y terminó por posarse accidentalmente en mi hombro. Era la situación perfecta para una fotografía nocturna, pero levantarme por mi cámara (que estaba en el portaequipaje) era otra complicada hazaña que no me dispuse a realizar. El llanto de una pequeña que colgaba por la espalda de su madre envuelta en un rebozo, nos acompañó aquella noche que se tornaba eterna. Y la dificultad de mantenerme en el mismo sitio por un minuto fue la misma dificultad con la que no pude dormir Arribamos a Villazón cerca de las 3:30 am. Mostrando un poco de compasión, el chofer nos dejó quedarnos a dormir un poco más en vista de que la oficina de migración abría sus puertas a las 7. Apenas cuando salía el sol, los argentinos y yo cogimos nuestras maletas y caminamos rumbo a la línea fronteriza. Me habían sobrado bastantes billetes bolivianos, y fue cuando sobrevino la disputa sobre el cambio de divisas: Nico y Rocío me explicaron con detenimiento cómo funciona el cambio de moneda en su país. El lío se puede resumir con la existencia de dos cifras: la oficial y la no oficial. La oficial (que se puede encontrar en cualquier casa de cambio o banco en Argentina) colocaba al dólar a la venta en unos 8 pesos argentinos. Mientras en el no oficial (que se encuentra en el mercado negro) se pueden recibir desde 10 hasta 14 pesos por cada dólar. Por tanto, no era conveniente entrar a argentina con bolivianos. El destino parecía jugarme chueco, ya que ninguna casa de cambio tenía dólares. Pero al calcular Rocío las cifras de cambio directas del boliviano al peso se dio cuenta de la ganga que podía negociar. Al final, recibí 2 pesos argentinos por cada boliviano, quedando así el dólar a mi favor, con 14 pesos por cada uno (exactamente al precio que se encontraba el peso mexicano en aquel momento). Desde entonces, por cada peso argentino que gastara estaría gastando uno mexicano. Con unos 1000 pesos en efectivo, me disponía a gastar lo menos posible durante mi estadía, ya que de otra forma tendría que retirar del cajero, lo cual me daría casi la mitad del precio que había recibido. Sin duda, a veces las buenas matemáticas son las mejores amigas del viajero Una vez cargado con plata, llegamos al paso fronterizo. Un pequeño puente que cruzaba un río daba el acceso a la ciudad argentina de La Quiaca, a donde centenas de bolivianos se disponían a pasar. Lado boliviano del paso fronterizo Villazón - La Quiaca El sol ya había salido y comenzó a calentar, lo que nos hizo despojarnos de nuestros abrigos. Poco después de las 7 am los oficiales dieron pauta a la apertura del paso. Llenamos las formas de salida y teníamos todo listo, pero la fila no parecía avanzar, a diferencia de los grupos de personas que corrían con carritos de supermercado por la parte superior de la oficina, que tenían toda la pinta de ilegales Luego de casi una hora caminando a pocos centímetros por minuto, pasamos a la ventanilla de la oficina boliviana, donde un simple sello fue todo por lo que habíamos aguardado. Nos indicaron entonces la dirección para hacer la otra fila, tras la que por fin ingresaríamos al lado argentino. A pesar de nuestras nacionalidades (pues su rigidez con los bolivianos era más que notoria), fuimos víctimas de la burocracia, y encima de los dos oficiales al mando, nuestra espera se prolongó hasta por dos horas más Al final, uno de los agentes nos apartó de la agobiante hilera, se llevó nuestros pasaportes y, en un solo minuto, teníamos el sello de entrada con nosotros. Sin hallarle sentido a otro enfado más (sobre todo Nico y Rocío por la ironía de ser connacionales) cruzamos felices y al fin pisamos la Argentina. Ambos casi besaron su suelo, al que habían añorado desde hace varios meses. Tomamos un taxi hacia la estación de buses, donde compramos nuestros tickets al destino que Rocío nos había recomendado para pasar la navidad: el pueblo andino de Tilcara. En nuestro tiempo libre antes de partir, acudimos a una cafetería y desayunamos un café con facturas y medias lunas (pan dulce y croissants, conocidos como cuernitos en México). Empecé a empaparme un poco del argot argentino, al que ya me venía acostumbrando al compartir mis días junto a esa simpática pareja. Al calor del mediodía tomamos el bus hacia Tilcara, sobre cuya superficie intenté reconciliar mi sueño que fue armonizado poco a poco por los primeros hermosos paisajes con los que Argentina me daba la bienvenida. En medio de un paraje lo menos parecido a como lo había imaginado, el autobús se detuvo para que los tres pudiéramos descender. Y fue entonces cuando los testimonios sobre el insoportable calor veraniego del norte argentino se convirtieron en un mito poco creíble para mí. Paisaje árido de Tilcara Una fuerte ráfaga de frío viento se abalanzó sobre nosotros apenas pusimos un pie sobre la arenosa superficie Me puse mi campera para apaciguar el clima, que al mismo tiempo provocaba una leve comezón en mi piel, pues los rayos del sol a las 3 de la tarde seguían abrasando a pesar de la baja temperatura. Cruzamos la carretera y caminamos por una larga avenida de tierra, que se orillaba por modestas casas adornadas por la vegetación seca. Alrededor de la minúscula población se erigían áridas montañas. Tras la ruta tomada se abría un paso natural hacia el Altiplano andino. Estábamos ahora en la Quebrada de Humahuaca, un particular accidente orográfico de la provincia de Jujuy que me alojaría durante los siguientes seis días. El primer paso fue buscar un alojamiento, que Nico y Rocío tenían bien merecido después de dos noches a bordo de incómodos buses. Dejamos las maletas en una esquina y nos turnamos para caminar en busca de un hostal. Se acercaba la navidad y debíamos hallar un precio que no rebasara nuestros presupuestos. Y como si la pronta llegada del natalicio de Jesús hubiera retenido a todos en casa, las calles lucían desiertas y los hostales poco concurridos. Algunas veces, ningún empleado aparecía para atender la recepción. Me daba la impresión de ser un pueblo fantasma. La lúgubre soledad desapareció a lo largo de una pequeña calle empinada, donde Nico y yo encontramos las mejores opciones: hostales económicos con áreas de camping, algunas cafeterías con música en vivo y las famosas peñas para pasar las noches de fiesta. Volvimos por nuestro equipaje y pagamos una noche en un cuarto compartido en un cálido y colorido hostal familiar De camino hacia el hospedaje, nos topamos con una serie de cabañitas cuyas simpáticas fachadas con troncos en el techo (al estilo de Los Picapiedra) nos llamaron mucho la atención. La oficina de información estaba justo frente a ellas. Si bien intuimos que el precio sería algo elevado, no quisimos quedarnos con la curiosidad y preguntamos a la encargada, quien no dudó en mostrarnos el interior. Piso de madera, calefacción, una pequeña cocina, una cama matrimonial, una individual, un enorme baño con bañera y secador, un cómodo patio trasero con mesas, sillas y un asador. Era la manera perfecta de pasar la navidad El titubeo se encaminó al saber el precio: 900 pesos por noche Al darle las gracias, la señora se percató de nuestras caras de imposibilidad, y pronto bajó el precio a 800. Le dijimos que lo hablaríamos y tomaríamos una decisión. Regresamos al hostal para tomar una ducha caliente y para por fin sentir que estaba en Argentina. Por supuesto, estoy hablando del mate Esta legendaria bebida que es parte orgullosa de su reconocida identidad nacional (sin dejar atrás sus cortes de carne, pizzas, pasta, sus vinos, empanadas, el tango y el futbol). En la universidad había elaborado una campaña publicitaria para un restaurante Uruguayo de la Ciudad de México llamado “Mateamargo”; un año atrás había tenido la oportunidad de viajar con argentinos por el sur de España, donde probé el mate por primera vez. Y seis meses antes había hospedado a una pareja de Buenos Aires, que compartía con gusto su vital bebida. Sin embargo, nada de esto se comparaba con la experiencia de tomar mi primer mate en Argentina Aunque debo confesar que el amargo sabor de la hierba y la hirviente temperatura del agua no eran mucho de mi agrado, poco a poco le fui agarrando el gusto durante mi estadía. Después de todo, era un excelente digestivo si no abusaba mucho de él. Y por si no me había quedado claro el inigualable poder del mate, cuyo ritual es un perfecto objeto de estudio social que va mucho más allá de sus propiedades herbáceas y de la satisfacción sensorial, rápidamente hicimos amistad con dos chicas capitalinas que se hospedaban en el mismo lugar. Tras repetidos sorbos de la bombilla, y tras una larga deliberación, los tres estuvimos dispuestos a gastar 500 pesos por pasar dos noches en una de las cabañas; después de todo, merecíamos una navidad cómoda y sin preocupaciones Con la mejor actitud, negociamos con la señora para que nos bajara el precio por dos noches en 1500 pesos (originalmente 1600). Con mucha amabilidad aceptó la oferta, y quedamos de vernos al mediodía para coger las llaves y dejar nuestras cosas. Por la noche decidimos conocer la vida nocturna que Jujuy nos tenía preparada. Si bien el plan inicial era buscar algo para cenar, al final terminamos de joda en la peña que se encontraba frente a nuestro hostal. Una peña es una especie de restaurant – bar argentino donde se vende comida típica nacional, variedad de vinos y bebidas y se caracteriza por la música folclórica que se toca en el escenario. Algunas contratan a grupos en vivo para entretener al público; otros simplemente dejan que sus mismos clientes sean quienes se suban e improvisen poemas, actos, música, cantos y cualquier estilo de expresión artística. No hubo una mejor forma de introducirme en el estilo de vida del norte argentino que haber visitado esta adorable peña. Todas las empanadas que había probado antes en mi vida no se compararon al exquisito sabor de las que comimos allí Carne molida, pollo y la exótica carne de llama me dieron la sazón perfecta para aquella fría y oscura noche. Mi, hasta ahora, escaso gusto por el vino tinto se transformó tras las dos botellas que sabiamente Nico y Rocio habían seleccionado entre la gama de marcas disponibles. No hace falta decir lo rápido que los efectos etílicos se hicieron presentes en alguien sin experiencia como yo La alegría estimulada por una ligera ebriedad tocó su punto máximo con las melodías que la familia de músicos en el escenario tocaba con el charango, la quena y el sicu, instrumentos andinos hasta ahora desconocidos para mí. La tradicional vestimenta de origen indígena que portaban los artistas parecía bastante pesada, pero abrigadora para aquel día. El micrófono no parecía distorsionar el grave sonar de las flautas, que al ritmo de las cuerdas y la voz armónica interpretaban variedades de chacarera, zamba, y el mundialmente famoso carnavalito, que me llevó de vuelta a mis clases de música en la escuela secundaria, donde ignoraba su procedencia andina. Cuando menos lo esperé, me vi dando vueltas por toda la peña jalado por la mano de una mujer quien a saltos y vueltas me hizo bailar una chacarera. Nuestros prolongados parpadeos dieron indicio a nuestra evidente necesidad de dormir. Pagamos la cuenta y volvimos al hostal pasada ya la media noche. Argentina me había dado una calurosa e inolvidable bienvenida que logró superar todas mis expectativas Y al ritmo de la música híbrida de Jujuy arrullé mi sueño en la fría litera de madera.
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