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  1. 1 punto
    Mi viaje con la tropa argentina por los lares del norte había culminado. La tarde del 5 de enero habíamos dejado el Dique Cabra Corral y habíamos llegado de vuelta a la ciudad de Salta cerca de las 10 de la noche. De regreso en el apartamento de Guti, tomé mi tiempo para cenar, darme una ducha y empacar mis cosas, viéndome acostado en la cama después de la medianoche. Al otro día me esperaba uno de mis más inusitados retos: debía llegar a la frontera chilena con 5 pesos argentinos en la bolsa ya que sacar dinero del cajero en Argentina representaba un tipo de cambio al dólar mayor, que no me favorecía en absoluto. Por supuesto, mi estrategia de viaje era hacer dedo. Había pedido aventones en dos ocasiones durante mi estadía en España, e incumbe confesar que fue bastante difícil (cabe mencionar que en España está penalizado recoger gente en la carretera). Pero esta situación era bastante diferente: no tenía dinero, no estaba en un país en el que era residente, y sobre todo, esta vez me encontraba solo Por eso, para mí esta sería mi primera experiencia real como hitchhiker (término angolsajón que designa al viajero que pide aventón con el dedo). Preparé mi cuerpo y mi mente para ello. Sabía que el tiempo que me podía tomar coger un ride era muy variable, y con mi tienda de campaña me enfrentaría a dormir junto a la pista si me agarraba la noche. Cogí todos los víveres posibles para el viaje, incluyendo fruta, cereales, galletas y una botella con agua. Una ventaja en Argentina es que el agua es potable, lo que disminuía un gasto para mí Utilizando la página hitchwiki.org (un wikipedia para viajeros hitchhikers que un buen amigo argentino me recomendó) planeé la mejor ruta para llegar hasta San Pedro de Atacama, la mejor opción para después tornar al norte y regresar a Perú. Con mi trayecto preparado, prendí mi alarma para que sonara antes de las 8 am, y así poder comenzar mi hazaña temprano por la mañana. Pero el cansancio del día anterior (y un poco de mi irresponsabilidad inoportuna ) me constriñó a seguir durmiendo después de golpear suavemente mi teléfono. Joaquín se despertó antes que yo, y al echar un vistazo al reloj (que marcaba las 10:30 am) supo que me había quedado dormido. No dudó en despertarme para que me apresurase a irme. Tenía 500 km que recorrer y debía hacerlo en 9 horas, antes de que me alcanzara la noche Vaya forma de empezar mi día—, pensé. No quise tomar una ducha, ni siquiera un café. No pensaba consumir más tiempo valioso. En vista de que Guti no había regresado aún de su travesía alpinista por el Nevado de Cachi, decidí dejarle un mensaje escrito en su pizarra de la sala. Su hospitalidad había salvado por completo mi viaje y me había hecho conocer a excelentes compañeros. En una muestra de amabilidad, Joaquín me obsequió $20 más Con ello podría comprar comida si me llegase a hacer falta. Me acompañó hasta la parada en la avenida principal donde tomé el bus que me llevaría a mi primer punto hitchhiker: La Caldera. Me despedí de él, y con ello, de todo un mar de recuerdos que inundarían mis memorias sobre Argentina para siempre. Ahora me enfrentaba a un destino incierto… completamente solo. Mi desesperación se frustró más y más mientras el bus avanzaba a paso lento por la ciudad. Tomó la salida norte hacia el distrito de Vaqueros, hogar de la peculiar tía Fedra. Por tanto, sabía que no debía perderme, pues conocía tales rumbos. Pasamos Vaqueros para adentrarnos en la boscosa carretera número 9, tal y como lo había planeado. El autobús iba lleno con una multitud de chicos de secundaria que, al parecer, iban de excursión. El bosque a ambas orillas de la ruta se hacía cada vez más frondoso. No sabía si pedir la bajada ahí, en mitad de la nada, o esperar a ver muestras de civilización. El bus dio vuelta hacia la izquierda, pasando un puente y adentrándose en calles de concreto entre amplias casas de un solo piso. Pregunté si regresaríamos a la ruta 9, a lo cual una señora me contestó que no. Los chicos secundarianos pidieron la parada, justo frente a una montaña que dominaba el pueblo. Estábamos ya en la última parte de la comunidad de La Caldera. Pedí al chofer bajarme en su recorrido de vuelta, y me dejó en la plaza central, lo más cerca que pudo de la carretera. Caminé de vuelta hasta la autopista, disfrutando a la vez del paisaje húmedo y verde que La Caldera me ofrecía. Ahora entendía qué tipo de actividades son las que los adolescentes buscaban en aquel refundido sitio: renta de cabañas, campings, senderismo y deporte de aventuras se ofertaban a lo largo del pueblo. Cuando me encontraba cruzando el puente, avisté en la ruta a una pareja de hippies haciendo dedo (mismos que no estaban ahí cuando entré a bordo del bus). De pronto, un auto se detuvo para recogerlos. Qué rápido consiguieron un aventón—, dije. Pero otra idea colmó mi mente: había espacio para uno más Corrí con todo y mi equipaje en la espalda para no dejar pasar la oportunidad. Agitado, me acerqué a ellos y les pregunté: chicos, ¿van hacia el norte? Sí, vamos hacia Jujuy, contestaron. Un poco sonrojado pregunté si había lugar para uno más en el auto, a lo que contestaron con un rotundo no, porque llevaban demasiado equipaje Un poco decepcionado, los vi partir solitarios por la ruta, y me dispuse a conseguir mi propio ride. Si ellos consiguieron uno en menos de 10 minutos, ¿qué tan difícil podría ser? Tumbé mi mochila en la tierra y me coloqué bajo los árboles para protegerme del sol. Mi dedo pulgar aguardaba ansioso levantar mi antebrazo en una señal patrón que algún conductor debía forzosamente acatar… pero ningún coche se avistaba tras la curva Pronto, un amigo inesperado se unió a mi osada proeza. Un perrito que huía del calor se acostó junto a mi equipaje. Si bien me sentí cautivado, sabía que podía ser contraproducente. Si un conductor veía al perro junto a mí, creería que viajaba conmigo, y reduciría mis posibilidades de subirme al auto. En efecto, no muchos se sienten cómodos con un animal peludo a bordo. Me dispuse a hacer una maniobra estratégica, y escondí al menudo canino detrás de mi mochila. De esa forma, no me sentiría tan vil por echar a un perrito de mi lado y no me arriesgaría a prolongar más mi ya retrasado viaje. El minutero avanzaba y un exiguo número de coches habían apenas pasado por la carretera en dirección al norte. Era ya difícil mantener la sonrisa en mi rostro con tal de mostrarme ameno ante los automovilistas Mi cuerpo se veía andar de aquí para allá, buscando que su sangre circulara por las piernas, ya cansadas de yacer paradas en el mismo sitio. E hincadas o sentadas, buscaban un alivio a la inminente desesperación Cuando mi reloj marcaba más de las 3 pm, y cuando había perdido muchas de mis esperanzas luego de casi 2 horas de aguardo, un nissan sentra se detuvo unos metros delante de mí. Corrí a alcanzarlos con mi mochila al hombro. Sube—, exclamaron. Y justo después de cerrar la puerta, la chica me preguntó: ¿Y el perro?... Solté una sonrisa que ocultaba un pequeño dolor por dejar al tierno animalito abandonado en la soledad de la autopista. No viene conmigo—, respondí. Lo sentía mucho, pero no podía permitirme viajar con una mascota. Ante todo, hallarme a bordo del vehículo de una pareja que estaba dispuesta a transportar a un desconocido con su perro me hizo saber lo excelente personas que eran ambos Florencia y Martín eran de Buenos Aires, y viajaban en su auto simplemente para conocer su país desde el centro hasta el norte. Habían financiado su travesía vendiendo algunas cosas que ya no necesitaban, lo que me demostró que la voluntad siempre lo puede más Mientras exponíamos unos a otros un poco de nuestras vidas, avanzábamos por la ruta 9, que nos revelaba hermosos y verdes paisajes en ambos de sus extremos. Pero lo que a simple vista desde el Google Maps parecía una corta distancia se convirtió en un trayecto sinuoso, que obligó a Martín a manejar a una lenta velocidad. Las curvas ascendían por las yungas salteñas, dejando al desnudo profundos acantilados cubiertos de un frondoso follaje. La carretera se hacía cada vez más angosta para abrirse paso entre la maleza, y sabíamos muy bien el peligro que eso representaba, sobre todo conduciendo del lado del precipicio. Sin duda, me di cuenta de que esa no era la misma ruta por la que había llegado a Salta desde Humahuaca, hace casi dos semanas. Nuestro vértigo se acentuó de manera estrepitosa cuando detrás de una curva apareció una escena espeluznante: un coche había caído por el acantilado El vehículo se encontraba atrapado entre las ramas de los enormes árboles que, por fortuna, amortiguaron su caída y evitaron un mortal accidente. La carretera estaba cerrada por el carril norte, donde se podían apreciar las marcas de las llantas que recién habían derrapado sin control. Por fortuna, y según vimos, no hubo muertos ni heridos de gravedad Con toda la precaución posible, Martín optimizó su concentración al 100%, y seguimos adelante hacia nuestro destino: la ciudad de San Salvador Jujuy. A unos 120 km al norte de la ciudad de Salta, San Salvador de Jujuy es la capital de la provincia de Jujuy, el departamento más septentrional de toda Argentina. A pesar de haber pasado varios días en el norte y centro de Jujuy con Nico y Rocío, no habíamos querido detenernos en la ciudad capital, que según sabían, poco ofrecía a los visitantes. Y al parecer, algo similar pensaban Florencia y Martín Me dijeron que querían parar en la ciudad solo para no dejar de ver su centro histórico. Pero que si no había mucho más que hacer, no pasarían la noche ahí; en cambio, buscarían resguardo en Purmamarca, pueblo más al norte que me dejaba mucho mejor ubicado para seguir mi camino rumbo a Chile. Así que hicimos un trato: en lugar de dejarme en la carretera, los acompañaría al casco viejo de Jujuy e iríamos a la oficina de turismo. Allí decidirían si quedarse (y yo tomaría un bus a la autopista para pedir otro ride) o si seguían su camino y me dejaban en Purmamarca. Luego de aparcar el auto frente a la Plaza de Armas, no vacilamos mucho para hallar el centro de atención. Seguido de un rápido vistazo al folleto informativo, decidieron que, en efecto, dormirían esa noche en Purmamarca Y feliz por el oportuno fallo, me dispuse a conocer el centro histórico de la ciudad. Como es costumbre en las ciudades de la España Colonial, en los alrededores de la Plaza Belgrano (plaza central) se encuentran los edificios de gobierno y la catedral. El Palacio de Gobierno me pareció una construcción exquisita. Una mezcla de estilo colonial neoclásico con elementos de Italia, cuya influencia en toda Argentina es bastante notoria. Entramos para conocer sus impecables interiores, con la silla presidencial de la provincia y las banderas de todos los departamentos del país. Desde su sala principal, tuvimos una vista muy bella del zócalo de la ciudad. Salimos del palacio y seguimos por la catedral de estilo barroco mixto, donde no me pude dar el lujo de pagar $5 para la entrada Caminamos por su calle principal, General Belgrano, llena de comercios y establecimientos de comida. Resistiéndome a cualquier tipo de tentación que involucrase el intercambio de monedas acepté un poco de la coca cola que me ofrecieron Flor y Martín para subir mis niveles de azúcar y aguantar el hambre hasta la noche, apaciguada menormente por un proteínico plátano que cargaba en mi bolsa y que no dudé en comer. Unas cuantas vueltas por el centro fueron suficientes para los tres turistas, que antes de que se hiciera más tarde, volvimos al coche para emprender el camino a Purmamarca. Al dejar atrás la capital, súbitamente el paisaje circundante cambió. Las verdes y húmedas yungas que resbalaban por las colinas orientales de la cordillera andina de pronto me llevaron de vuelta a las áridas quebradas que antecedían al altiplano. Los colores desérticos, del marrón al rojo, cautivaron los ojos de Flor y Martín. La Quebrada de Humahuaca me dio la bienvenida de regreso una media hora después de conducir por la ruta 9. Tomamos la desviación hacia la ruta 52. Ahora me sentía bastante seguro y mucho más cerca de mi destino. La ruta 52 era el camino comercial más transitado que comunica al Cono Sur de Sudamérica con Chile. Había leído que muchos de los solitarios traileros de Brasil, Paraguay y Argentina tomaban esta autopista para llegar hasta Chile, y el primer destino después de la frontera era precisamente San Pedro de Atacama. No había mejor conductor que me recogiese que un trailero comerciante. El plan era simplemente perfecto Tan sólo 3 km de iniciada la 52, arribamos a Purmamarca, pueblo que ya había tenido la suerte de visitar con Nico y Rocío antes de Navidad. Flor y Martín me dejaron en la entrada del pueblo, y se despidieron de mí para ir a buscar donde pasar la noche. Mientras tanto, corrí hasta la autopista para tratar de coger un aventón. Eran ya las 6 pm y había 400 km que me separaban de mi objetivo Quería al menos llegar a la frontera y acampar allí, para cruzar al otro día temprano. Todavía pasaban algunos coches hacia el oeste, y no había muchas opciones. En esa dirección, después de Purmamarca, casi no había poblados, y mucho menos un hostal donde hacer noche. La gente que transitaba eran, quizá, locales que se dirigían a sus casas en las rancherías o traileros que harían noche antes del paso fronterizo, que para esa hora, seguro ya estaba cerrado. Mientras la mayoría de los viajeros se paseaban por el lugar buscando un camping o un hostal, a lo lejos avisté a un chico que alzaba su dedo en petición de un aventón. En su gran letrero se leía Paso de Jama. Sí, sabía que, precisamente, en esa dirección no había muchos otros lugares a donde ir, sino al cruce fronterizo. Me acerqué a él y me presenté. El chico era Maximiliano, y entre su escaso español y mis pocos conocimientos de portugués, se presentó como Max. Un joven carioca que se había alejado de las favelas do alemão por unas semanas, y había viajado a dedo desde su natal Río de Janeiro hasta las tierras norteñas de Argentina para conocer las maravillas de sus países vecinos. Las historias de sus osadas y largas travesías por rides, llegando a recorrer más de 500 km en un solo día, me dieron mucha más seguridad y me alentaron para, con su consentimiento, unirme a él en la búsqueda de un alma solidaria que nos transportase hasta Atacama. Locales en la carretera 52 Ningún coche se detenía y poco tiempo pasó para que la carretera se vaciara, y para que el sol comenzara a descender en el horizonte. Un conjunto e intimidante grupo de nubes se avecinaban desde el norte. Supimos que era tiempo de abortar la misión y buscar un buen lugar donde dormir Me sorprendió saber que Max viajaba sin una carpa, y que con el poco dinero que tenía no podía pagar muchos hostales. Según me contó, había dormido en repetidas ocasiones en estaciones de bus o bajo pequeños techos. Y precisamente eso fue lo que me propuso Contradiciendo en absoluto su proposición, le dije que yo había estado ya en Purmamarca y sus zonas aledañas. A pesar del caluroso verano, el frío durante la noche era fuerte y penetrante, y no pensaba echarme a dormir sobre el frío y duro concreto No con una casa de campaña en mi espalda. Así que lo invité a que acampásemos juntos, y buscamos un terreno donde montar la carpa. Caminamos hacia el lado posterior del pequeño pueblo. Recordaba un lugar al final del sendero del Cerro de los 7 colores. Y ahí, sobre un rojizo montículo de arena y protegidos del viento, armamos nuestro dormitorio temporal. Dejé a Max por un momento para ir a comprar agua embotellada, ya que el agua pública de Purmamarca no era apta para beber. Si debía gastar mis últimos $20 que adquirí gracias a Joaquín, lo haría en algo completamente esencial. Sabía que pasaría al menos otro día viajando a dedo y, al menos, tenía que estar bien hidratado M despedí de $13 entre el agua y algo de fruta que adquirí en una tienda de abarrotes. $7 era la modesta cantidad que hasta entonces colmaba mi bolsillo Pero cuando volví a la carpa, Max me quiso agradecer por darle alojo en mi cómoda habitación móvil Sacó de su mochila un baguette, jamón, queso, galletas y un jugo. Entonces, me sentí agradecido por hacerle caso al destino, que al unirme con él se aseguró de que aquella noche no pasara hambre Cenamos alegres bajo nuestro techo, mientras el cielo se oscurecía, y daba paso al resonar de los truenos y relámpagos que iluminaban por segundos las translúcidas paredes de la tienda. Cual orugas nos enrollamos dentro de nuestros sacos de dormir y nos tapamos hasta la cabeza para conciliar el sueño. Programamos nuestra alarma para que sonara justo al alba, para comenzar una nueva jornada, en aras de alcanzar juntos la línea chilena…
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