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    Bitácora de mis últimas 24 horas: 160 kilómetros recorridos; una noche durmiendo bajo carpa; misma ropa, sin ducha; un nuevo compañero de viaje brasileño; un sándwich y dos plátanos en mi estómago; municiones disponibles: cuatro naranjas, media bolsa de cereal de maíz y una botella de agua; dinero restante: 7 pesos; ubicación: aún en Argentina; kilómetros por recorrer: 400. Ese era el panorama para mi primera jornada como hitchhiker, cuyo objetivo era avanzar a dedo desde la ciudad de Salta en Argentina hasta San Pedro de Atacama en Chile. Pero el destino y/o desfortunio me había traído apenas hasta el pueblo de Purmamarca, en la provincia de Jujuy, donde aquella mañana desperté entre el vaporoso sonar de mi alarma y el centello solar que tocaba a las paredes de mi tienda de campaña. Junto a mí, se levantaba mi nuevo travel-buddy, Max, a quien había conocido la noche anterior mientras hacía dedo hacia el mismo destino que el mío. Limpiamos nuestros ojos y salimos a despejar el sueño con la vista del pueblo engallado frente a nuestro improvisado y gratuito campamento. Era una mañana algo templada; pero el sol aparecía detrás de la quebrada. Y tácitamente el endeble radiar de sus rayos nos rebosaba con la esperanza de cumplir juntos nuestra meta, y cruzar la frontera chilena antes del anochecer. Empacamos todas nuestras cosas y desmontamos la carpa, bajo un rojizo amanecer que empezaba a encender los característicos colores cobrizos de las montañas que rodean a Purmamarca. Y antes de siquiera tomar un puño de cereales como desayuno, caminamos hasta la carretera para empezar a pedir un ride. Eran ya las 8 de la mañana, y mi experiencia del día anterior me decía que no había tiempo que perder Purmamarca es un pintoresco y árido pueblo andino muy frecuentado por turistas nacionales y algunos extranjeros. La cultura hitchhiker está bastante difundida entre los jóvenes viajeros argentinos, y pronto me di cuenta de ello. La carretera 52 en dirección al oeste estaba repleta de viajeros aventureros, que alzaban su pulgar esperando abordar un vehículo. Entonces supe que tendríamos que competir justamente contra quienes madrugaron más que nosotros Un cuarteto de 2 hombres y dos mujeres saltaban para llamar la atención de los conductores. Sabiamente se dividieron en dos equipos, dejando a una mujer en cada uno. En seguida, un trío de chicas se posaron frente a nosotros, presumiendo sus largas y desnudas piernas mientras sonreían a todo el que pasaba. Max y yo nos dimos cuenta de la desventaja en la que nos encontrábamos. Éramos dos hombres contra cinco bellas mujeres, que cabe confesar, siempre corren con más suerte que nosotros. Aunque yo no lo llamaría suerte, sino un poder seductor Los coches pasaban de largo al montón de viajeros que parecían hacer fila para ser recogidos. Un pulgar tras otro se alzaba, formando una danza de extremidades a la orilla, adornada por nuestro vistoso letrero que anunciaba el Paso de Jama. El sol se levantaba en su majestuosidad, atrayendo a los perros a nuestro regazo, buscando compañía y una sombra humana que los alimentara. Los minutos avanzaron y poco a poco se fueron llevando a las hitchhikers y sus afortunados acompañantes. El trío de argentinas se desesperó y se decidieron por ir a la estación de buses. Su destino no estaba muy lejos y no tendrían que pagar mucho. Max y yo nos quedamos solos, luego de casi una hora parados. Saqué mi bolsa de cereales y un par de naranjas para calmar nuestros estómagos, mismos que no quisimos alborotar con la impaciencia e irritación. Tres perros se acostaron junto a la pared para guarecerse del sol, mientras yo me colocaba detrás del letrero que anunciaba la salida de la comunidad de Purmamarca. Un nuevo y numeroso grupo de viajeros llegó para pedir aventón. Con amabilidad, nos pidieron pararse detrás de nosotros, a lo que accedimos por ética. Después de todo, la autopista es de todos. Pero su sentido común los empujó a caminar varios metros más atrás, alejándose lo suficiente para no ser vistos hasta que los coches nos pasaran. El calor y los canes vagabundos eran nuestra única compañía mientras el minutero sonaba y sonaba. Ningún coche osaba parar en solidaridad con dos almas extranjeras Max reprodujo algo de música brasileña para alzar un poco los ánimos y esperanzas. Las charlas se tornaron de la vida en las favelas a sus gustos por las mujeres italianas, mientras un triángulo lingüístico se hacía presente en el diálogo. Su leve entendimiento de mi perfecto español se mezclaba con su responder en un inglés básico, y en un excelente portugués que tenuemente yo descifraba Desde el otro lado de la carretera alguien se acercaba. Era un hombre rubio, de unos 50 años, cargaba una pequeña mochila… no tenía pinta de ser argentino. Pronto se dirigió hacia nosotros y nos habló en inglés. No se presentó con su nombre, solo dijo que era de Alemania y que viajaba por Sudamérica Con su extraño acento, nos contó que recién había llegado desde Atacama a Purmamarca, y que había olvidado cambiar algunos billetes chilenos a pesos argentinos. Gracias a nuestro enorme letrero, supo que pedíamos un ride hacia Chile, y nos propuso intercambiar sus pesos con nuestras monedas. Le dijimos que, desafortunadamente, no teníamos ya mucho dinero argentino. Yo solo contaba con $7, mientras Max encontró en el fondo de su cartera un billete de $100. La tasa que él ofrecía era de 26,000 pesos chilenos, equivalentes a 38 dólares, o a 350 pesos argentinos. Con una fuerte determinación, puso todo su dinero en las manos de Max y tomó el billete de $100. “Fuck! You need it more than I do” fueron las palabras que salieron de su boca. Sin saber cómo reaccionar, Max y yo sonreímos mientras lo observábamos alejarse, sin saber si lo que acabábamos de hacer era o no lo correcto Nos quedamos solo con $7 argentinos y aceptamos dinero de un desconocido (que fácilmente podían ser billetes falsos). Esperanzados en encontrar una pisca de humanidad en aquél recóndito lugar, fuimos positivos y pensamos lo mejor ¡Ahora debíamos llegar a Chile a gastar los 19,000 pesos que habíamos obtenido gratis! Alentados por el reciente episodio nos pusimos de pie y, con toda nuestra fuerza, sonreímos y atrajimos a todos los coches que pudimos ¡Estábamos decididos a cruzar la frontera ese mismo día! Casi 3 horas después de haber llegado a la carretera, una pequeña camioneta se estacionó frente a nosotros y pitó. Rápidamente corrimos hacia ellos. Subimos y, vigorosamente, les dimos las gracias Se trataba de una pareja de Tucumán que disfrutaban de sus vacaciones manejando por el norte del país. No llegarían hasta la frontera, pero nos ofrecieron acercarnos hasta las Salinas Grandes, atractivo turístico de Jujuy a la que la mayoría de los carros se dirigía en aquella ruta. Entonces lo entendía. Quizá no debimos usar ese letrero anunciando que íbamos hasta el paso fronterizo de Jama. La gente podía no recogernos porque no se dirigían hasta allá; pero sí en esa dirección Aprendiendo de mis errores, entablé una plática con nuestros nuevos conductores, mientras el manubrio se meneaba para escalar las empinadas curvas de la Cuesta de Lipán. Tan solo unos kilómetros más adelante del pueblo, comenzamos a adentrarnos en la sinuosa Cuesta de Lipán, único paso que comunica el este de Jujuy con las Salinas y la frontera. El camino en zigzag asciende desde los 2,200 metros hasta los 4,170 sobre el nivel del mar, en tan solo unos minutos Así que una vez más, me vi inmerso en las alturas de los Andes. Desde la punta del monte, el coche descendió vertiginosamente, dejando al descubierto frente al parabrisas una extensa e interminable puna desértica. Y en el horizonte, se avistaba una mancha blanca a ambos lados de la ruta. Nuevamente, estaba en un desierto de sal. La autopista avanzaba recta hasta la mitad de la blanca estepa. Max y los dos tucumanos avistaron impresionados la hermosa postal, mientras yo me transportaba de vuelta al Salar de Uyuni, consciente de que difícilmente otro salar me cautivaría tanto como aquel al suroeste de Bolivia Un pequeño cuadro de concreto a la orilla de la ruta se ostentaba como parking. Alrededor nada, sino un restaurante y un taller mecánico, se alzaban a la vista. Dimos nuevamente las gracias a nuestros dos rescatistas. Y antes de pedir avanzar más por la pista, no perdimos la oportunidad de adentrarnos en el salar y tomar unas fotos para inmortalizar el inesperado recuerdo. Después de la imponencia de Uyuni, las Salinas Grandes no me parecieron grandes en absoluto. Podía fácilmente ver el final unos kilómetros más adelante. Pero al menos pude revivir la exquisita sensación del crujir de los granos de cloruro sódico bajo mis suelas Y en medio del formidable mantel blanco, un corredor rectangular de agua cristalina reflejaba el cielo azul y la sierra andina al fondo, sobre el cual decenas de turistas jugaban con las refracciones mientras disparaban con sus lentes desde todos ángulos. Por supuesto, eso nos incluía a nosotros. Hipnotizado y cegado por la eterna luminancia, Max propuso seguir nuestro camino. Salimos del salar y nos paramos frente al estacionamiento del restaurante. Pronto, me di cuenta de lo difícil que sería ahora coger un ride hasta la frontera. Todavía teníamos 350 kilómetros por delante y todos los autos particulares se estacionaban en el salar, para luego regresar hacia Purmamarca. Un par de señoras se acercaron en su coche hacia nosotros, y nos propusieron dejarnos un poco más adelante, para llamar más la atención de los conductores. Ahí, nos dispusimos a ser recogidos por uno de los escasos vehículos que transitaban hacia el oeste, no sin antes rellenar nuestra botella de agua en el solitario taller que estaba frente a nosotros. Antes de iniciar mi aventura, había leído que la ruta 52 y el Paso de Jama eran una de las rutas más importantes para el comercio entre el Cono Sur y Chile. Por tanto, la había imaginado repleta de autos y trailers que transportaban pasajeros y mercancías de un lado a otro. No había mucho más a dónde dirigirse en esa carretera. Pero, al parecer, mis expectativas fueron erróneas Max y yo nos sorprendimos de lo surreal que la escena se había vuelto. Nos vimos varados pidiendo un aventón a la orilla de una solitaria carretera en mitad de un desierto de sal… y no había un coche a la vista; solo el lejano horizonte delimitado por la cordillera andina. Por fortuna, Max todavía tenía batería en su celular, y revisó nuestra ubicación en su GPS para buscar una posible solución. Al parecer, había un diminuto conjunto de casas con una desviación cerca del Lago de Guayatayoc, a unos 13 km más adelante. Creímos que tendríamos más posibilidad de conseguir un ride si nos parábamos en el cruce de las dos vías, donde quizá, habría más tráfico vehicular. Sin autos a la vista, decidimos caminar Acalorado y con 11 kilos en mi espalda, comenzamos a andar por la eterna Puna de Atacama. El paisaje cambió de un suelo blanco a un tapete de tierra adornado con pequeños pastos custodiados por una cadena de montañas a sus espaldas. Decenas de vicuñas pastaban a lo lejos, borradas por la óptica de un sol ardiente que nos impedía acercarnos más a ellas Inútilmente, alzábamos nuestros brazos cada extraña vez que un coche nos rebasaba. El tiempo pasaba y apenas habíamos contado 3 kilómetros en los letreros de la ruta Casi una hora de caminata después, una familia detuvo su camioneta. Una señora se bajó y nos abrió la parte trasera, invitándonos a subir en la batea, bajo una carpa roja que iluminó nuestros rostros con felicidad Pero poco disfrutamos sentados sobre los costales. En la siguiente bifurcación el chofer se paró y nos abrió la puerta. Descendimos justo en la intersección de un camino de ripio, donde algunas construcciones se veían a lo lejos. Eso era 3 Pozos, la población que habíamos visto en Google Maps. Al parecer, era mucho más pequeña de lo que creímos La camioneta se alejó y nuevamente nos vimos en mitad de la nada. El GPS nos indicó que 3 km más adelante la ruta 52 se encontraba con la ruta provincial 11. Creímos que otro camino de asfalto nos daría más posibilidad. Así que sin perder los ánimos, caminamos otra vez, cada vez más cerca de nuestro destino. La media hora transcurrió en completo silencio, sin palabra que saliese de nuestra boca ni un motor de automóvil que manejase junto a nosotros. Max y yo ya no sabíamos qué esperar El horizonte se empezaba a difuminar, cual espejismo, en un efecto de luminancia traslúcida. Tratábamos de racionar el agua, y no habíamos comido más allá de una naranja y cereales. Cuando alcanzamos la ruta 11, no mucho cambió. La carretera parecía ser igualmente poco transitada, a pesar de ser formalmente las 4:30 pm Nos quitamos nuestras mochilas y nos sentamos junto a ellas en la tierra, resguardándonos del despiadado sol bajo la pequeña sombra que proporcionaba un letrero de kilometraje. Con nuestras cabezas abajo, no nos dimos cuenta cuando un coche nos pasó de largo, suponiendo que al igual que los demás, seguiría su rumbo. Pero sin haber hecho ningún gesto de ayuda, la conductora se detuvo y nos llamó con su pitido ¿Era acaso posible? Corrimos sin pensarlo dos veces y subimos a la parte trasera. Dos chicas italianas que se presentaron como Angela y Alessandra nos dieron amablemente la bienvenida a su auto rentado con el que recorrían Argentina. Rápidamente volteé a ver a Max, y sin decir nada, ambos pensamos lo mismo: ¡Vaya destino! Horas antes habíamos tenido una larga charla sobre el porqué a Max le enamoraban tanto las mujeres italianas Y henos ahí, con dos hermosas romanas ante las cuales ambos caímos instantáneamente enamorados; más allá de su sexy acento, rasgos faciales o atractivas vestimentas, fueron las únicas con la solidaridad suficiente como para recogernos y llevarnos hasta Susques. Entre las Salinas Grandes y el Paso de Jama, Susques era la única verdadera población. No tengo una remota idea del porqué esas italianas querían llegar hasta Susques. Quizá solo por los hermosos paisajes que rodeaban a la carretera. Y 50 km más adelante, arribamos a la diminuta comunidad cuando eran ya casi las 6 de la tarde. Nos despedimos de Angela y Alessandra mientras tomaban fotos antes de manejar de regreso a Purmamarca. Max y yo caminamos hasta la entrada del pueblo para probar suerte antes del anochecer. Las verdes estepas habían desaparecido tras subir nuevamente las curvas andinas, que nos habían elevado hasta los 3600 metros entre mesetas y macizos áridos. Podía empezar a sentir cómo se resecaba mi piel, mis labios y mi boca Era imprescindible acabarse el escaso litro de agua para mantenernos sanos. Definitivamente, queríamos salir de ahí. De repente, avistamos un grupo de camiones de carga estacionados a la salida del pueblo. Hablamos con sus conductores para preguntarles si se dirigían al Paso de Jama. Nos dijeron que a esa hora ya nadie manejaría hasta allá. El paso fronterizo estaba a punto de cerrar, y a nadie le gustaba pasar una noche en Jama. Si la altura y el frío eran infernales en Susques, los 4200 metros en el Paso de Jama hacían volverse loco a cualquiera Así que nos recomendaron probar suerte a la siguiente mañana, ya que una multitud de transportistas salían a diario desde el pueblo hasta Chile, y con seguridad, alguno de ellos nos querría llevar. Algo decepcionados y con el sol descendiendo poco a poco Max y yo nos resignamos a tener que acampar otra noche junto a la ruta. Los comentarios de los choferes nos habían asustado un poco, y para empeorar más las cosas, la altura comenzaba a hacer doler mi cabeza Le propuse que buscásemos una tienda para comprar agua y aguantásemos un día más para llegar a Chile. Estábamos ya tan cerca, y no podíamos demorarnos más que eso. Nos adentramos en la población en busca de agua. Tenía toda la pinta de ser un pueblo fantasma. Un solitario niño nos miró con extrañez, y nos indicó dónde encontrar la única tienda de la comunidad. Decidido a cruzar la frontera al otro día, me atreví a gastar mis últimas 7 monedas argentinas, con las que compré cuatro plátanos, ya que el dueño, amablemente, llenó gratis mi botella con agua. Volví con Max junto al aparcamiento de los camiones. Era el mejor sitio para acampar si queríamos conseguir un ride al otro día temprano. Nos posamos junto a una pared de ladrillos que nos protegería de los vientos nocturnos y ahí alzamos la tienda. Cenamos una banana me tomé una pastilla para el soroche (mal de altura) antes de meterme en mi saco de dormir. Dejé mi ropa térmica junto a mí por si el crudo frío andino se hacía presente. Sin dinero y con solo fruta y agua en mi bolsa, no tenía más opción que llegar a Chile…
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