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  1. Copenhague es considerada como un modelo de urbanismo y diseño, es un sitio donde pueden encontrarse miles de ciclistas además de una interesante vida cultural, parques,lagos y una gran preocupación por la naturaleza. Un dato importante para mencionar es que Dinamarca es líder en reciclado y reutilización de la basura. Además, está en vías de convertirse en la primer capital del mundo libre de carbono.Esto quiere decir: manejo de la basura y su reutilización, energía renovable, techos y terrazas verdes, energía eólica, infraestructura pública inteligente y movilidad. Cada vez hay más bicis y autos eléctricos. Siguiendo con los datos de color, puede decirse que Copenhague había sido elegida la ciudad más feliz del mundo. El nivel de vida de Copenhague es muy alto. La educación y la salud son gratuitas, la inflación ronda el 1,4%, hay cero corrupción, la falta de trabajo tampoco es un tema preocupante para esta ciudad. El bienestar del país no se exhibe en objetos de lujo, sino que se basa en el concepto de felicidad, en saber disfrutar de la vida a base de planes sencillos y relajados, en soledad o en buena companía. Esto se resume en una sola palabra "hygge", un término muy difícil de traducir al español, pero que se basa en el hecho de que la felicidad está en las pequeñas cosas. Hygge es la agradable sensación que se respira cuando los daneses se reúnen en grupos. ¿Qué ver y que hacer en Copenhague? Una de las visitas imperdibles es visitar Nyhavn, un canal construido en el siglo XVII para unir el puerto con la ciudad. Está bordeado por casas de estilo holandés con distintos colores, representa una de las postales más características de la ciudad. En esta zona existen varios restaurantes donde se pueden comer platos típicos. Visitar la pastelería más antigua forma parte de los "must do" de esta hermosa ciudad nórdica. Esta panadería lleva deleitando a sus clientes desde al año 1870. Los Jardines del Tivoli es el nombre que lleva el parque de atracciones más antiguo del mundo y es uno de los lugares más turístico del país. Es una mezcla de atracciones de feria, luces, magia. Uno de los momentos más lindos para visitar este parque es durante la época navideña. Es toda una celebración donde pueden observarse cientos de miles de luces lo que convierten a los jardines en un lugar mágico. Christianshavn forma parte del centro de la ciudad de Copenhague, pero está separado por un puerto interior. Se trata de una zona dominada por canales, con un aire muy similar a Ámsterdam. Uno de los planes turísticos imperdibles, es alquilar un bote y remar por sus canales, conviene llevar todo lo necesario para hacer un picnic y según la época del año puede ser necesario llevar una manta también. Library Bar es otro sitio que no se puede dejar de visitar. Allí se encuentran estanterías de maderas llenas de libros antiguos, muchos de ellos primeras ediciones. El bar ofrece música en vivo y un ambiente ideal para el relax. Una de las fotografías que no puede faltar es la de la sirenita de Copenhague, es una escultura de bronce colocada sobre unas rocas que se adentran en el mar. Consejos para planificar un viaje por la capital danesa La mejor manera para moverse en la ciudad es alquilar una bicicleta, se pueden alquilar fácilmente y cuestan 14 euros por un día completo. Hay varios puntos donde se retiran y se pueden devolver. Existe una tarjeta local que permite tomar cualquier medio de transporte además de permitir visitar más de 80 atracciones de la ciudad. Es ideal para quienes van a estar en la ciudad por más de una noche ya que permite ahorrar bastante y brinda la posibilidad de conocer varias atracciones como su gran variedad de museos. Existen free tour en español, son ideales para hacer el primer día de viaje y tener una primera aproximación sobre la ciudad. Son tours gratuitos en los que se debe dejar una colaboración a voluntad. Para llegar desde el aeropuerto al centro de Copenhague existen varias opciones: bus, metro y tren, una de las maneras más cómodas si tu hospedaje se encuentra en la zona del centro es tomar el tren. Copenague es una ciudad cara, pero existen varias maneras de abaratar costos, como por ejemplo comprando comida en supermercados, sin embargo también existen buffets para comer los cuales suelen ser más baratos que algunos restaurantes. Para quienes deseen tomar unas cervezas, es importante prestar atención al happy hour. Conviene evitar el invierno ya que la temperatura suele ser muy fría. Para visitar la ciudad se necesitan al menos tres noches, aunque lo ideal sería dedicarle al menos cinco noches, pero todo depende de la cantidad de tiempo disponible. La moneda oficial es la Corona Danesa. Otra cuestión imprescindible tanto para visitar esta ciudad como cualquier otra, es siempre contar con seguro de viaje por cualquier imprevisto que pueda existir. Uno de los platos típicos que no deberías dejar de probar es smorrebrod, se trata de una comida típica para el lunch que consiste en un pan de sándwich con muchos cereales al que se le suele poner carne y verduras. Se debe tener especial atención con los horarios ya que las cocinas de los restaurantes suelen cerrar a las 22:00-. Los danes suelen cenar entre las 18:00 y las 21:00. Vale la pena dar una vuelta por el mercado situado cerca de la Opera donde se encuentran muchos puestos de Street Food similar al Mercado de San Miguel de Madrid.
  2. A principios de mayo la nieve en la mayoría de las ciudades de Europa se había esfumado. La primavera se había anunciado con esplendor aquel año y un delicioso clima corría por todo el continente. Incluso en los rincones de la húmeda y fría cordillera noruega el sol me había sonreído con ventura, y tras cuatro días en Estocolmo me sentía totalmente satisfecho del goce del que Escandinavia me había hecho acreedor. A mitad de la primavera, muchos se habrían decidido por disfrutar de ciudades floreadas, llenas de canales y arboledas donde Europa pudiera ofrecer sus mejores y coloridas postales. La tranquilidad que llega cuando el invierno culmina. Pero mi decisión fue un poco más brusca. Bastante brusca, me atrevería a decir. Aquella última noche en Estocolmo cogí un autobús hacia el norte, con rumbo al aeropuerto internacional de Arlanda. El abordaje fue el más tranquilo que jamás hubiera vivido. Solo 10 personas íbamos a bordo de aquel Airbus a319, y claro, no podía estar más feliz de tener el avión casi totalmente para mí. Pero mi vuelo no se dirigía al sur. No me encaminaba hacia la calidez de latitudes más meridionales. Mi destino no era ni siquiera las tierras continentales. Volaba con rumbo al noroeste, dos husos horarios hacia el occidente, a donde solo los vikingos se atrevieron a embarcarse hace más de un milenio desde las costas del Báltico. Aunque la oscuridad había inundado Estocolmo, al elevarse el avión a más de 8 mil metros un haz de luz entró por mi ventana. Era el sol de medianoche que se asomaba desde el Ártico. Y aunque iluminaba también las montañosas tierras nórdicas, una densa niebla lo cubría todo debajo de nosotros. Tres horas pasaron para atravesar el mar de Noruega y el mar del Norte, y ganándole la carrera al tiempo, el avión comenzó a descender poco a poco entre una espesa niebla. El gris del exterior era simplemente aterrador. Ni las franjas del litoral, ni la torre de control, incluso las luces de la pista de aterrizaje eran escasamente percibidas por los ojos humanos a bordo. El piloto llevó a cabo un descenso prácticamente a ciegas, guiado por la eficiente base aérea. Sus exitosas maniobras nos llevaron a salvo hasta el aeropuerto de Keflavík, ubicado en un cabo al suroeste de Islandia. A una latitud de 64º 08' N, era el sitio más septentrional en donde hubiera estado parado. Mi viaje de primavera sería, así, una fría aventura en aquella remota isla, a unos cuantos kilómetros por debajo del círculo polar ártico. Aunque durante mayo las horas de oscuridad en Islandia son escasas debido a su posición geográfica, a la medianoche, hora en que recogí mi maleta en la cinta transportadora del aeropuerto, la penumbra era total. Y aunado a la niebla que acompañaba a la noche, el exterior no era algo apetecible por disfrutar. Me dirigí rápidamente al estacionamiento, donde el último autobús de conexión con la ciudad saldría unos minutos después. Casi una hora más tarde, a 40 kilómetros al este, llegamos a Reikiavik, la capital de Islandia, que hasta hoy ostenta el título de la capital más septentrional del mundo. Por fortuna, el autobús condujo hasta el centro de la metrópoli, desde donde pude caminar cuesta arriba por sus empinadas calles hasta alcanzar la casa de Gisli, un estudiante que contacté por Couchsurfing y que me hospedaría por un par de días en su apartamento. Gentilmente, aguardó hasta casi las 2 de la mañana por mi arribo. Al parecer yo era su primer huésped, y no podía decepcionarme ante la calidez de los islandeses. Gisli vivía en el segundo piso de una típica casa islandesa, construida con una especie de material de lámina de colores vivos, y un tejado en picada que ayuda a que la nieve resbale y se derrita durante las nevadas del invierno. Alquilar un piso en Reikiavik, según me contaba, se había vuelto sumamente caro, sobre todo después de la crisis que Islandia enfrentó en 2008 y 2009. Pero sus padres le apoyaban lo suficiente para que pudiera finalizar sus estudios en la capital. Como la primera verdadera ciudad que se fundó en la isla por parte de los noruegos en tiempos medievales, Reikiavik se ha vuelto el centro industrial, financiero, político y cultural de Islandia. Con 200 mil habitantes, su área metropolitana alberga a dos tercios del país entero. Era más que raro hallarme en un país cuya población nativa es menor al número de turistas que alberga. La niebla del día anterior había dado paso a un clima frío esa tarde, aunque aquello era bastante normal. Después de todo me encontraba al sur de Islandia, a unos cuantos kilómetros del círculo polar. Pero con el tiempo limitado, no podía dejar que el clima me hiciera perder tiempo y salí a conocer la ciudad. A pesar de encontrarse a latitudes equiparables al norte de Alaska y el Yukón, Islandia posee un clima subpolar oceánico templado. Sus temperaturas de hecho no bajan tan drásticamente, y el invierno puede presentar apenas -10°, un clima más cálido que el que viví en el invierno de Berlín o Polonia. La isla es así bastante habitable no obstante su situación geográfica, y se lo debe nada menos que al Golfo de México. La corriente del Golfo arrastra masas de agua y aire cálidas desde el trópico que contrarrestan la frialdad del Ártico. Las costa de Islandia se mantienen libre del hielo todo el año, algo impensable en otros lugares a la misma latitud. Caminar por Reikiavik era para mí como andar por una ciudad en miniatura construida con legos. El ambiente tan tranquilo, el escaso tráfico y los pequeños edificios que le dan vista a la urbe apenas podían compararse con una modesta comarca en otros países. Sin duda era la capital más tranquila que jamás hubiese visitado. Me preguntaba repetidas veces con qué interés llegaron los primeros residentes a aquella remota parte del mundo. Es bien sabido que los vikingos eran asiduos y expertos navegantes, lo que los llevó a conquistar y saquear múltiples territorios en la Europa continental. Pero los vikingos escandinavos se aventuraron más allá, mucho antes de que Galileo demostrara que la Tierra es esférica y antes de que los españoles arribaran al continente americano. Los fuertes vientos del mar del Norte llevaron a Erik el Rojo, un explorador noruego, hasta las deshabitadas islas del ártico, a las que él mismo bautizó como Islandia y Groenlandia. El comerciante vikingo convenció fuertemente a varios noruegos de emigrar hacia la ‘Tierra verde’ para colonizar la isla. Así, el nombre de Ingólfur Arnarson pasó a la historia del país como el primer residente permanente de Islandia, y fundador de Reikiavik, ya que allí estableció su hacienda. Ingólfur es considerado el creador de Islandia como país, ya que tras su colonización se estableció el Alþing, un parlamento legislativo que es nada menos que el parlamento más antiguo del mundo entero todavía en existencia, y con ello se dio paso a la Mancomunidad islandesa, que luego formaría parte del Reino de Dinamarca-Noruega. Estatua de Ingólfur Arnarson. El parlamento se fundó primeramente en la región de Þingvellir (hoy un parque nacional que ningún parecido tiene con un centro político estatal), y fue hasta el siglo XIX cuando se trasladó a Reikiavik, lo que la convirtió en capital. Hasta el día de hoy, el parlamento se sitúa en el Alþingishúsið, el palacio parlamentario, que a mi parecer, es el más pequeño que jamás avisté. Con la cristianización de Escandinavia y los países nórdicos, no pasaría mucho tiempo para que Islandia abandonara también el paganismo y fuera evangelizada, lo que ocurrió alrededor del año 1000. El rey Cristián III de Dinamarca impuso el luteranismo luego de la Reforma de Lutero en Europa continental. Y aunque Reikiavik posee todavía una catedral católica, la catedral más importante para los islandeses es la Catedral luterana. Aunque no tiene absolutamente nada de monumental e impresionante comparada con el resto de las catedrales, aquel modesto templo posee más un valor simbólico que arquitectónico y religioso para todos los islandeses, pues allí se celebró el establecimiento del Reino de Islandia y se entonó el himno nacional por primera vez, lo que en el siglo XIX comenzaría con el movimiento independentista que hizo de Islandia un país soberano a mediados del siglo XX. Pero como toda ciudad cristianizada, Reikiavik tiene también un campanario del cual estar orgullosa. Y el título se lo da la Hallgrímskirkja, la iglesia y el edificio más alto de toda Islandia. La curiosa forma de su torre de 75 metros de altura se dice que fue inspirada por el movimiento de lava basáltica que caracteriza a la isla. Así, aquellos blancos pilares son visibles desde casi cualquier lugar de la ciudad y da una bienvenida a los turistas que encuentran en ella una mezcla de la cultura religiosa y los maravillosos paisajes naturales de este remoto país. Curiosamente, una figura pagana se yergue frente a la iglesia. La estatua de Erik el Rojo situada en lo alto de la colina celebra el descubrimiento de la isla, y frente a él desciende la totalidad del centro histórico de Reikiavik, por donde me dispuse a caminar aquella fría tarde. Aunque Islandia es un país mayoritariamente cristiano, poco a poco ha ido creciendo el número de ateos en la isla. Pero lo más sorprende son los movimientos neopaganos que poco a poco van cobrando fuerza. Estos ritos traen de vuelta las tradiciones y creencias de los pueblos vikingos que poblaron el lugar hace siglos. Y su influencia no se nota solamente en la religión, sino en el estilo de vida mismo de los jóvenes islandeses. La publicidad por las calles muestra a modelos con rasgos vikingos, y los mismos espectáculos musicales y teatrales intentan rescatar las sagas vikingas bajo las cuales se ha construido la historia del estado islandés. La moda entre los jóvenes son las barbas largas, abrigos voluminosos de piel y beber cerveza en enormes tarros de madera. Los vikingos, sin duda, siguen vivos en las tierras nórdicas. Por supuesto, todo se adecua a su tiempo. La vida “vikinga” de la juventud se ha transformado a los estándares del siglo XXI y la modernidad de Islandia como un país del primer mundo. Reikiavik se muestra hoy como un centro artístico posmoderno bastante fuerte. Entre otras muchas ciudades europeas, es una ciudad de murales. Los frescos en las paredes del centro metropolitano son la cara moderna de Islandia hacia el mundo exterior. Sus colores y formas sitúan a Reikiavik como una urbe a la vanguardia. No se puede ignorar la excentricidad que artistas nativos como Björk han puesto de moda en el mundo entero. Otra de las excentricidades características de esta tierra nórdica que llama mucho la atención de los turistas es su extraño idioma. El islandés es la lengua que menos ha cambiado desde que evolucionó del nórdico antiguo, familia a la que pertenecen también el noruego, el sueco y el danés. Aunque la lengua viva que más se le parece hoy es el feroés, hablado en las islas danesas de Feroe. Las palabras islandesas se fueron acoplando al alfabeto latino, aunque conserva todavía algunas rúnicas de las lenguas germánicas, como la Þ, siendo el único idioma del mundo que usa este caracter (que vamos, ni siquiera sé cómo pronunciar). Leer los vocablos islandeses es una situación de terror. Ejemplo de ello fue la relevante explosión que tuvo el volcán Eyjafjallajökull en 2010 y que dejó a buena parte de Europa sin tráfico aéreo, debido a la nube de cenizas que provocó la intensa erupción. En fin, no hace falta imaginarse el sufrimiento de los conductores televisivos de toda Europa al intentar pronunciar Eyjafjallajökull para dar a conocer la noticia a los televidentes. Las calles del barrio Miðborg constituyen el centro histórico y gubernamental de Reikiavik. Orillado por coloridos edificios, representa el núcleo turístico de la ciudad. Sus estrechas vías, muchas de ellas peatonales, me llevaron cuesta abajo hasta el estanque de Tjörnin, un pequeño lago alrededor del cual se desenvuelve el casco principal de la capital. El Stjórnarraðið se encuentra muy cerca al lago, y se trata de la sede del poder Ejecutivo, donde se encuentra el Consejo de Ministros. A diferencia de sus países nórdicos hermanos, Islandia abandonó la monarquía y se decidió por ser una república. Y claro, su palacio de gobierno no es nada de ostentoso comparado con los palacios reales de Escandinavia. El Ayuntamiento es otro de los edificios importantes, donde aproveché para refugiarme un rato del frío y pedir alguna información en la oficina de turismo. Reikiavik era solo mi primera parada en Islandia y necesitaba algo de orientación sobre su geografía. Bajando las colinas hacia el norte de la península donde se enclava el centro, alcancé el puerto marítimo de Reikiavik, principal actividad industrial del país. Desde los embarcaderos pude apreciar el Harpa, el centro de conciertos y conferencias que se ha convertido en el núcleo cultural de la isla, y que le da otro gran toque de modernidad al país. Los barcos y cruceros son algo típico de observar en el fiordo que se abre al norte de la capital, donde los paisajes montañosos se empezaron a asomar cuando las nubes se esfumaron y el sol al fin me sonrió algunas horas. Más al este, caminando por su malecón, la ensenada de Reikiavik me dio mi primer acercamiento a la accidentada geografía que me esperaba en Islandia. Volar hasta aquella remota isla no había sido sin duda para visitar su capital solamente, sino para dejarme sorprender por las maravillas naturales que solo un sitio como aquel podía darme. Si bien Islandia es considerada parte de Europa por su similitud cultural e histórica, la isla se posa justamente en medio de las placas tectónicas Euroasiática y Norteamericana, lo que geológicamente la coloca en ambos continentes. Con una falla que parte al país justo por la mitad, no es de sorprender que la actividad volcánica, sísmica y geotérmica sea lo que caracteriza a Islandia, y lo que la ha puesto en el mapa como uno de los destinos turísticos predilectos de los mochileros. Y justo con dos mochileros es que me había quedado de ver aquella noche para intercambiar nuestros planes y tomar alguna copa. Pero antes de ello volví a casa de Gisli para cenar con él. Preparar la cena para mi anfitrión siempre ha sido un placer. Es la mejor forma para agradecer su hospitalidad. Pero comprar los ingredientes para una simple cena en Islandia fue un pequeño roce a un paro cardiaco. Los precios en la isla están simplemente por las nubes. Y no solamente por la proveniencia de sus productos importados (la mayoría lo son), sino por la inflación que la crisis del 2008 dejó en su canasta básica. 4 euros por una lata de atún, 3 euros por un chocolate y la inexistencia de la venta de alcohol en supermercados (ya que la ley controla su venta libre para prevenir las adicciones) hizo de mi noche algo un poco difícil. Así que un simple platón de pasta tendría que ser suficiente para ambos. Tras aquella experiencia no sabía qué esperar de la vida nocturna de Reikiavik y de sus precios. Al reunirme con Alessandro y Catherine, dos couchsurfers que habían arribado a la ciudad aquel mismo día, visitar un bar local me dio algo de escalofríos. En efecto, el precio promedio de una pinta de cerveza es de nada menos que diez euros. Diez euros por un vaso mediano de cerveza. Finalmente creo que el alcohol sería lo que menos buscaría beber en Islandia. Pero la noche se pasó divertida. Entre risas y música de origen neopagano, los bares de Reikiavik nos dejaron en claro a los turistas que la moda vikinga tiene un enorme peso. Un juego de ruleta le trajo bastante suerte a uno de los jóvenes locales que bastante borracho estaba ya. Y ocho cervezas gratis por una ronda de aquel inocente juego nos dio el privilegio de recibir un tarro de cerveza gratis a Alessandro, Catherine y a mí. Era obvio que aquel chico islandés no podría solo con ocho tarros de cerveza. Mientras volvíamos caminando cuesta arriba a nuestro hospedaje, ambos me contaron los planes que tenían para recorrer la isla y sus paisajes naturales. Habían rentado una van y la recogerían al siguiente día. Conducirían y dormirían en aquel vehículo perfectamente equipado para la vida en las carreteras árticas. Pero por las fechas en que pensaban hacerlo, no me sería posible unirmeles. Aquello significaba que mi travesía por Islandia la haría solo, al fracasar en mi búsqueda por un acompañante para mi aventura. Y con poco dinero para rentar un coche, la decisión estaba tomada. Haría mi trayecto pidiendo aventones en la carretera. Un viaje más con solo mi mochila y el hitchhiking de mi dedo pulgar. Con una tienda de campaña, un saco de dormir nuevo, ropa térmica, un rompevientos y botas para la nieve, la siguiente mañana sería el inicio de una inusitada hazaña, que me mostraría que con Islandia no se juega tan fácil. Pero la satisfacción de un viaje por una isla del ártico nadie me la quitaría jamás.
  3. Una semana en Marruecos pasó flotando sobre mi calendario. Cuando menos lo esperaba, me encontraba trabajando en la terraza del hostal en Fez, donde pasé mi última noche en el país que me había mostrado una cara muy distinta de los viajes de mochila a los que me había enfrentado hasta entonces. Aquella misma tarde, un taxi compartido me llevó hasta el aeropuerto internacional de Fez, donde por fortuna Ryanair había abierto rutas desde hacía ya varios años, abriendo las puertas de África a los mochileros de Europa. La aerolínea de más bajo costo me llevó de vuelta al viejo continente en un cansado e incómodo vuelo, donde una niña no paró de llorar, y donde los abarrotados asientos rechinaban en cada pequeña turbulencia que atravesábamos. Mi vasta experiencia comprando vuelos en Europa parecía no haberme enseñado las lecciones suficientes hasta esa noche de invierno, cuando me di cuenta de que el aeropuerto Charleroi no era el aeródromo principal de Bruselas, sino una pequeña pista de aterrizaje a una hora de distancia de la ciudad. Así, el dinero ahorrado en la adquisición de aquel vuelo barato se fue a la basura con los 17 euros que debí pagar para llegar a la capital belga, donde tenía ya reservadas dos noches en el hostal Van Gogh, en el centro de la metrópoli. Pisar de nueva cuenta el suelo europeo no fue tan gratificante como pensaba. Mis deseos de volver al frío y húmedo invierno que se vivía eran escasos. Pero la animada vida de una ciudad como Bruselas me invitó a pensar lo contrario, y sentirme agradecido de volver a lo que ya sentía como mi segunda casa. Aunque a más de 700 kilómetros de Lyon, donde entonces estaba viviendo, Bruselas me cobijó como si fuera un miembro local. Con el limpio francés de sus habitantes, la hospitalidad con la que me recibieron en un albergue juvenil, el calor de un café espresso con galletas y las deliciosas papas fritas que aguardaban por mí al siguiente amanecer. Si bien mi primera mañana no pude evitar extrañar los desayunos marroquíes, con su mantequilla casera, sus crepas, sus huevos con pimienta y su té de menta, el desayuno en el hostal Van Gogh me dejó más que satisfecho, y listo para empezar mi primera jornada en Bélgica, la primera vez que pisaba aquel diminuto pero importante país de Europa occidental. La mañana era nublada, nada raro para mi primer día. Había ya sido advertido de que Bélgica es la bañera de Europa, donde la lluvia parece no cesar a lo largo de todo el año. El distrito del pequeño Manhattan a unos pasos del hostal me dejó entrever la moderna cara de Bruselas, lo que en realidad cumplía el estereotipo que se esbozaba en mi mente sobre aquella zona metropolitana. La capital de un país, la capital de un reino, pero sobre todo, la capital de Europa, donde los miembros de la Unión Europea decidieron establecer su sede, debido a la política neutral de Bélgica. No obstante, aquel pequeño país ha sido la disputa de varias naciones del viejo mundo durante siglos. No por nada se ganó el apodo de “el campo de batalla de Europa”. Pero como una de las naciones más jóvenes del occidente europeo, parece haber sido el lugar perfecto para desarrollar a Zentropa (el centro de Europa). Al lado del pequeño Manhattan, un barrio lleno de edificios de hormigón y rascacielos, da comienzo el centro histórico de la ciudad, que aunque algo pequeño comparado con otras capitales, sigue luciendo con orgullo su encanto que le ha valido el reconocimiento de la UNESCO. Los edificios del gobierno local y construcciones como el Teatro Real de la Moneda muestran que Bruselas es digno de admiración en comparación con sus ciudades hermanas. La arquitectura neoclásica y hasta haussmaniana de sus calles centrales me dejaron ver una Bruselas que no esperaba. Pero perdido algunos pasos bien adentro, una imagen flamenca de Bruselas me llevó a lo que mi mente esperaba. Aquel es el perfecto contraste de una dura realidad que ha enfrentado Bélgica desde su fundación. La división de un país en dos: Flandes y Valonia. Históricamente, Bélgica formó parte del Reino de los Países Bajos desde su nacimiento. Sus provincias solían ser llamadas “los Países Bajos del Sur”. Su situación geográfica la llevó a adoptar una gran influencia de las naciones circundantes, como Alemania, pero sobre todo, de Francia. Aunque los Países Bajos pertenecieron al rey Carlos V de España por mucho tiempo, el reino batalló para separarse de ellos, hasta que lo logró, convirtiéndose en los actuales estados de Países Bajos y Bélgica. Pero Bélgica heredó un enorme desafío: una comunidad bilingüe y dos tipos de identidades nacionales: la francófona y la flamenca. Flandes, la región norte del país, es una rica e industrializada zona proveniente de la cultura neerlandesa, donde se habla el flamenco, un dialecto del neerlandés. Valonia, en cambio, conforma el sur del país, una región católica de habla francesa que ha combatido contra su rival desde el nacimiento del nuevo reino. Bruselas es el punto intermedio entre ambas regiones, y es la ciudad bilingüe por excelencia, donde la batalla entre el flamenco y el francés va más allá del idioma. Como bien me dijo un amigo, todos en Bruselas hablan francés. Pero si de verdad quieres ser exitoso en esta ciudad, es imperativo hablar el flamenco. Si bien algunos imponentes edificios denotan una fuerte influencia de la vecina Francia, algunas de las mayores joyas de Bruselas nacieron completamente de Flandes. Prueba de ello es la Grand Place, el Patrimonio de la Humanidad que pone a Bruselas en el mapa del mundo. El palacio gótico del Ayuntamiento domina la explanada que marca el centro nuclear de la ciudad, con su enorme torre puntiaguda que recuerda al nacer del medievo tardío. Pero sus alargados edificios con altos ventanales y fachadas en detalles dorados son la viva herencia del esplendor de Flandes. Y no cabe duda que aquella mansión negra que hoy alberga al Museo de Historia de Bruselas es un ícono que pocas veces se encontraría en otra ciudad de Europa. La Grand Place es el lugar donde una vez al año se tienden las coloridas alfombras de flores que presumen a Bélgica ante el mundo entero. Y es el lugar donde los grupos de turistas se aglomeran en su paseo por la capital europea. Para huir un poco de aquellos tumultos que se empezaban a formar, decidí caminar un poco hacia el norte, hacia un viejo edificio que los miembros del hostal me habían recomendado. No tenía nada de especial, Una fachada cualquiera y un frío interior residencial. Pero subir a su estacionamiento era gratis, desde el cual se tenía una hermosa vista de la ciudad. Claro que con la lluvia y una niebla que había empezado a caer, la panorámica no era tan bella como me habían contado. Y con el mal humor que suele generarme el exceso de agua, fue momento de bajar y hacer algo de tiempo en un café. Bruselas era como estar de vuelta en Francia. La gente andando por sus calles, hablando con el mismo acento al que ya me había acostumbrado, bebiendo un espresso, comiendo patatas fritas en un cono, escuchando rap franco-árabe, entre bonitos edificios que contrastan con los grafitis de las tribus juveniles modernas. Incluso su catedral, la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula, tiene un cierto parecido con la catedral de Notre Dame de París desde cierto ángulo. Pero había varias cosas que separaban por mucho a Bélgica de su hermana del sur. Y poco a poco empezaría a descubrirlas. Cuando la lluvia paró un poco, avancé hasta el parque Mont des Arts, una verde explanada de jardines ingleses ante cuyos pies se extiende el centro de Bruselas. Orillado por los bellos edificios flamencos, que ya desde entonces comenzaban a enamorarme, es el lugar donde algunos artistas callejeros intentan ganar algunos euros entreteniendo a los turistas. Pero ante todo, es el lugar desde el que se aprecia mejor la antigua cara de Bruselas, que a pesar de la lluvia me dejó un exquisito sabor de boca. Al otro lado del parque, la iglesia de Santiago da comienzo a otro de los importantes barrios de la ciudad. Detrás de él, el Palacio Real de Bruselas apareció como otro imponente castillo europeo que sigue siendo la residencia del monarca, el rey Felipe de Bélgica. Hay veces que los turistas olvidan que Bélgica sigue siendo una monarquía. Pues bien, el Palacio Real le recuerda a todos que una familia real sigue al frente del país como jefes de Estado. Pero se trata de una monarquía parlamentaria, como la mayoría de las modernas monarquías europeas. Y su cámara de representantes parlamentarios está justo al frente del palacio, dejando en claro la identidad democrática del país. La avenida que nace de los jardines reales me llevó hacia la otra cara de Bruselas. El moderno y más conocido rostro de la metrópoli: su barrio europeo. Los edificios que acogen a las distintas instituciones de la Unión Europea hacen de Bruselas la verdadera Zentropa. Una especie de Ginebra en la cara occidental del continente. La concentración de la administración europea ha impulsado también la economía local hacia las nubes, haciéndola una de las ciudades más prominentes. Sin embargo, la política internacional le ha valido a Bruselas enemigos inconformes con el sistema, lo que la ha llevado a estar en el foco rojo del terrorismo durante los últimos años, sobre todo después del atentado del 2016. El parque Leopoldo se encuentra en el medio del quartier européen, y es uno de los varios pulmones que permiten a Bruselas respirar. Tras él, un moderno edificio de cristal alberga la sede del parlamento europeo. En realidad, Bruselas es una de las tres capitales de la Unión Europea, ya que las sesiones plenarias de llevan a cabo también en Luxemburgo y Estrasburgo, esta última siendo la sede oficial del parlamento. Mi caminata por la cara más internacional de Bruselas fue linda. Pero para mí había llegado la hora de probar algo más local. No había mejor forma de empezar que acudiendo a un supermercado. Si el viento me había arrastrado hasta Bélgica debía probar su chocolate y su cerveza. Existen múltiples confiterías a lo largo de la ciudad, pero un chocolate de marca local podía saciar ese apetito. Y una barra de Côte d’or rellena de coco fue sin duda una excelente elección. En cuanto a la cerveza, mi tarde estaba apenas por empezar. Las cervecerías locales me ofrecían una cantidad gigantesca de opciones, ante las cuales no sabía cómo reaccionar. Así que dejé que mi intuición me guiara y cogí una botella de Westmalle tripel, que disfruté de vuelta en el hostal al no saber si beber alcohol en la calle era algo permitido en aquella ciudad (luego sabría que lo es). Después de un almuerzo precedido por un buen aperitivo con cerveza, salí a dar una última ronda por las atracciones que la ciudad aún tenía para mí. La primera escala me llevó de vuelta a cruzar el centro histórico, dejando al desnudo los frescos que ponen en alto a la historieta belga, un país donde los cómics son tan importantes como en Estados Unidos o Japón. Las bandes dessinées franco-belgas se han ganado el amor del público alrededor de todo el mundo, con títulos como Ásterix el galo, Los Pitufos y el simpático Tintin, a quien descubrí bajando la escalera de incendios al costado de una vieja construcción. Muy cerca de allí, un niño de bronce que sostiene su miembro para dejar salir el orín sobre el asfalto se llevaba la admiración de multitudes de turistas. El Manneken Piss se ha convertido en una de las principales atracciones de Bruselas, y también forma parte de la lista de las figuras más decepcionantes en el turismo mundial, junto con La Sirenita de Copenhague. La estatua no es nada maravilloso. Un pequeño de 65 centímetros de alto de cuyo pene sale agua creando una fuente que da la idea de estar chorreada de orines. Pero la fama del niño se debe más bien a la cantidad de leyendas que lo rodean, o al mismo simbolismo del que se le ha dotado durante los años. Hoy el Manneken Piss representa al espíritu liberal de los belgas, lo que le ha ganado ser el objeto más fotografiado de todo Bruselas. A unos pasos, cerca de la Grand Place, otra leyenda rodea a un Jesucristo recostado sobre un retablo de bronce. Aquel que toque su brazo se dotará de buena suerte, y tendrá la fortuna de volver a Bruselas. Junto al Manneken Piss y a la Grand Place, otro monumento ha hecho de Bruselas un símbolo mundial, y aunque bastante lejos del centro histórico, no podía irme sin tomar al menos una fotografía. Se trata del Atomium, la imagen más moderna de Bruselas. Una estructura de más de 100 metros de altura que representa a un cristal de acero. Lo que se construyó para permanecer seis meses durante la Exposición de Bruselas de 1958 se ha mantenido en pie como una verdadera atracción hasta nuestros días, y se ha convertido en la Torre Eiffel de la capital belga. De vuelta en mi hostal, la noche apenas empezaba a caer, y yo arreglaba otro de mis tantos reencuentros en Europa. Dos años atrás, Víctor había llegado a mi ciudad natal en México para conocer el mejor carnaval del país. Y un mes más tarde, viajamos juntos a la zona arqueológica de El Tajín, donde compartimos una tienda de campaña para disfrutar dos noches de un festival de electrónica en medio de la antigua capital totonaca. Ahora yo estaba en Bruselas, la ciudad que lo vio nacer. Y en muestra de su agradecimiento, se ofreció a mostrarme la vida nocturna de la capital. Tomé así el tram hacia la estación Churchill, al sur de la ciudad, a unos pasos de donde él vivía con sus padres y su hermano gemelo. Una voz en los altoparlantes del tranvía me hicieron saber que dos estaciones estaban cerradas de manera indefinida. Pero a pesar de las sirenas de la policía que se oían en la calle, no me levanté de mi asiento y seguí de largo hasta mi destino. Víctor me recogió fuera de la estación y me llevó a su casa, a donde su cuñada arribaba al mismo tiempo que nosotros. —Hay una alerta de ataque terrorista —nos hizo saber rápidamente—. Encontraron a un hombre que se pasó tres semáforos en rojo y que en su coche llevaba tres bombonas de gas. Está identificado por la policía como un radical. No sé ustedes, pero yo no pienso salir de casa esta noche.— finalizó con seguridad. Víctor volteó a verme, sintiéndose culpable de que aquella noche, mi fin de semana en Bruselas, una alerta como aquella se lanzara al público, en una ciudad que normalmente suele ser pacífica. — No te preocupes —me dijo—. No dejaré que te quedes en casa hoy, seguro que no pasará nada. Con la confianza en él y en mí, accedí a salir. No podía perderme la noche de Bruselas por un solo hombre que manejaba con gas en su automóvil. Me llevó entonces a cenar, tras lo cual nos vimos con su mejor amigo, Antoine, en el bar Celtica, un pub local donde se ofertaba la cerveza Brugs a un euro. Aquella cerveza rubia era casi igual de buena que la Westmalle que había probado en la tarde. Pero pagar tan solo un euro por ella la hacía todavía mejor. Con los éxitos de Stromae sonando al fondo, Antoine y Víctor se acercaron a mí con un tarro de cerveza de barril. —Haremos un cul sec —me dijeron—. Será tu bienvenida a Bruselas. El cul sec (literalmente “culo seco”) significa beber el vaso entero de alcohol de un solo trago. Todo bien cuando se trata de un shot de tequila, pero pasar medio litro de cerveza de barril por mi garganta no fue una tarea con la que pude lidiar. Con el cerebro congelado tras un fallido intento de cul sec, ambos me sacaron del bar para llevarme al Café Delirium, la mejor cervecería de Bruselas. El elefante rosado de Delirium ha cobrado fama internacional, sobre todo por ostentar el récord Guiness como el bar con la carta de cerveza más grande del mundo. Cuando el barista me dio el menú, el peso me llevó a dejar caer los brazos sobre la barra. Aquello no era una carta, era una verdadera guía de cervezas provenientes de todos los rincones del mundo. ¿Cómo podría elegir una cerveza? ¿Una sola marca entre más de dos mil opciones? —Dame una cerveza local —le dije al oído—. La que quieras y que sepas que está buena. Una Tripel Karmeliet fue la elegida por el empleado, tras la que siguieron un par de pintas más que me dejaron casi en las nubes. Si Francia es la capital del vino, Bélgica lo es con la cerveza. Y beber cerveza en Bruselas no se compara con hacerlo en ninguna otra parte del planeta. Lo que un par de cervezas suele hacer conmigo en México no tiene comparación con lo que lograron en el Delirium. Es por ello importante conocer el porcentaje de alcohol presente en cada botella. La cerveza mexicana al lado de la belga parece ser solo agua fermentada. Así fue como me vi obligado a rechazar la siguiente invitación de Víctor, quien quería llevarme a un tercer bar a beber absenta, la bebida prohibida de Europa que tiene más de 80% de alcohol. —Si haces eso conmigo acabaré con un coma etílico en un hospital —. Así que lo mejor para ambos fue dar por terminada la noche y evitar peores consecuencias. Agradecido con Víctor por aquella introducción a la vida nocturna de Bruselas, volví a mi hostal para descansar y tratar de dejar salir el alcohol de mi cuerpo. Al otro día debía tomar un tren con dirección norte, para adentrarme en los aposentos de la Bélgica flamenca.
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