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  1. En medio de otra helada mañana me despedí de Matthias y de su afable morada y le deseé un agradable viaje de vuelta a México, donde pronto se mudaría con su novia. Por mi parte era hora de tomar el tercer bus de mi travesía, dirigiéndome cada vez más al este de Europa. Matthias y su roomie austriaco me habían acogido de la mejor manera en Viena y ahora me despedía de la capital de los Habsburgo para encaminarme a otra alucinante ciudad imperial: Budapest. Para ese entonces empezaba a cansarme de la nieve y del frío. No había podido ver el sol desde que estaba en Barcelona unos diez días atrás, y estaba al punto de quemar mis manos para hacerlas entrar en calor. No había más que resistir Y como ya era costumbre, y con lo difícil que era conseguir un bus con wi-fi en aquel entonces, antes de salir de casa escribí un mensaje a Richard, mi couchsurfer en Hungría, diciéndole que arribaría en unas tres horas. Prometió esperarme en la estación de buses para luego llevarme a su piso. Él tampoco tenía internet fuera de casa y todo dependía de nuestra conexión a un módem. El viaje fue cómodo y por la ventana no vi más que una extensa capa de blancura eterna, a lo que ya me había acostumbrado y a lo que pronto le perdí el encanto. Pero, dormido, no me di cuenta de que el bus iba con retraso, y que a la hora en que debía verme con Richard nosotros seguíamos en medio de la carretera, sin señales de llegar a la ciudad. Comencé a preocuparme y a buscar una solución. Pero a bordo de aquel bus nada podía hacer. Solo esperar a que llegásemos lo más pronto posible y buscarlo en la estación. El bus aparcó una hora más tarde en la calle fuera de la central. Incluso esperar por mi equipaje parecía un minuto eterno. Temía que Richard se hubiera ido ya. Corrí hasta la estación y volteé por todas partes, sin poder encontrarlo. Solo tenía unas cuatro fotos de él guardadas en mi móvil y me había dicho que llevaría una chaqueta y zapatos de color azul. Empecé a repasar en mi mente qué debía hacer. Había escuchado a hablar a unos españoles en el bus y quizá podía unírmeles para ir al hostal que ellos ya tenían reservado. Pero no podía gastar mucho. No en el medio de viaje por Europa. Pero de pronto un chico apareció sosteniendo un letrero con su mano derecha que decía “Alexis” en una caligrafía algo difícil de leer. ¡Era Richard! ¡Couchsurfing funcionaba! Y eso me hacía muy feliz. Corrí y le grité por la espalda para que se detuviese. Le pedí perdón repetidas veces, a lo que contestó: “Estuve a punto de irme, he esperado más de una hora. Pero no quería dejarte solo aquí”. Nada más podía replicar que un sincero “gracias”. Cogimos entonces un bus local hacia su apartamento en el este de la ciudad. Tenía la pinta de ser una zona bastante popular, quizá de los años del comunismo. Edificios de varios pisos amontonados uno junto al otro con colores neutros que no se preocupaban por su imagen urbana, sino por cumplir su objetivo como vivienda humana. Richard me había dicho que normalmente vivía con su novia. Pero entonces era invierno y había decidido mudarse con su padre por unos meses, ya que la calefacción suele ser muy cara y debía ahorrar algunos florines. Pensé entonces que sería lo más interesante que podía pasarme en mi viaje. Conocer a una familia húngara. Además, todo mundo podría esperar vivir mejor con sus padres que por sí solo. La comodidad del hogar. Pero al llegar me llevé una no muy grata sorpresa. Los pasillos del edificio parecían una cárcel, con varias rejas que encerraban los conjuntos de apartamentos. Y al abrir la puerta del suyo pude ver una caja de unos 30 metros cuadrados abarrotada de cosas que parecía denotar el cuarto de un gueto judío de los años 40. Un pequeño pasillo de unos cuatro metros de largo que funcionaba como “recepción” y cocina al mismo tiempo, con los sartenes, cacerolas y utensilios colgados de la pared, y la alacena que se colmaba por productos de abarrotes que saltaban hasta el suelo. Una parrilla llena de grasa y cochambre y una pequeña barra de madera donde apenas y se podía cortar una cebolla sin siquiera rozar el resto de los alimentos. Un cuarto de unos 7 metros cuadrados con papeles y un escritorio funcionaba como la oficina del anciano padre, a quien saludé con la mejor sonrisa. Pero él solo hablaba húngaro y ruso, así que nos limitamos a saludarnos con las manos y un buen gesto de cortesía. El cuarto más grande, que sería mi “dormitorio” por dos días, no era más que dos armarios de madera cuyas puertas era imposible cerrar por la cantidad de ropa que salía de ellas. Y en el suelo restante se tendía un colchón matrimonial. Sin cama, sin cabecera. Solo el viejo colchón con montones de ropa sucia encima. “Aquí dormirás hoy”, me dijo Richard. “No te preocupes, yo puedo dormir en el suelo, el colchón es para ti”. No pude evitar mover mis ojos por toda la habitación buscando un pedazo de suelo donde él pudiese acostarse. Quizá bajo ese montón de ropa haya un espacio libre, me dije. Pero lo peor no lo había visto aún. Tenía que orinar. Pedí a Richard si podía usar su baño, que estaba a la entrada del pasillo a la izquierda. Y al abrir la puerta vi por primera vez el baño del infierno. Una bañera amarillenta (que parecía haber sido blanca en el pasado) llena de manchas de mugre, moho y un tapón con pelos. Un lavabo roto por el que goteaba agua cada dos segundos. Y un antiguo retrete con la cadena sobre la cabeza que parecía nunca haber sido lavado. No pude hacer más que sentir asco al verlo. Aguanté mis ganas de orinar y salí sin tocar un solo elemento de aquel espeluznante cuarto. Sin un lugar donde sentarme en aquel apartamento, me quedé parado repasando en mi mente si de verdad quería quedarme allí. Richard se acercó y me ofreció un sándwich y un vaso de jugo. “Es un sándwich de queso húngaro” me dijo. “Tienes que probarlo”. Mi persona no me dejó comportarme de forma grosera y acepté con gratitud la comida, servida en un plato no muy bien lavado. Richard era un chico completamente gentil y no quería herir sus sentimientos. Así que lo había decidido. Me quedaría en su casa dos noches y dormiría tapado con mi saco de dormir, no son sus sábanas. Y definitivamente no me ducharía en dos días. Y buscaría un McDonald’s. No pensaba utilizar aquel retrete infernal. Anonadado entre aquellos cuatro muros esperé a que Richard se cambiara y entonces salimos a la ciudad. Tomamos de nuevo un bus para llegar hasta el centro, precisamente hasta la estación de tren. Allí me dijo que me dejaría solo. Él trabajaba como mesero en eventos nocturnos y aquella noche tenía una fiesta que atender. Así que pedí un mapa en la oficina de turismo y empecé a caminar por el helado suelo de Budapest. La capital húngara es una ciudad que ha vivido miles de proezas. Situada en el medio del continente europeo, siempre ha sido de interés para muchas culturas e imperios adyacentes. Y su situación geográfica es quizá uno de sus mayores atractivos. Y sobre todo al ser cruzada por el río más famoso de Europa, el Danubio. Esta enorme corriente de agua que marcó por siglos la frontera norte del Imperio Romano permitió a ciudades como Budapest y Viena navegar por el continente y comerciar con los reinos circundantes. Pero hoy, quizá, el símbolo más conocido del río es el magnífico Parlemento, o Országház, en húngaro. Hungría puede presumir de tener el tercer edificio del Parlamento más grande del mundo. Y para mí, el más bonito que he visto en mi vida. Nunca la casa de la legislatura había sido tan exquisitamente elaborada como en la Budapest del siglo XIX, y hoy se alza como la construcción más fotografiada y célebre del país. Y para verlo desde el mejor ángulo fue mejor caminar hacia el lado oeste del río, en la antigua Buda. Cabe mencionar que la ciudad actual fue creada en el siglo XIX de la fusión de dos antiguas fronteras búlgaras: Buda al occidente y Pest al oriente del Danubio. Una vez en el oeste caminé por sus antiguas iglesias, algunas datan de la lejana Edad Media. Y desde las orillas bajas del afluente pude divisar el Castillo de Buda, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Se trata de la antigua residencia de los reyes húngaros, un palacio repetidas veces reformado que se alza en la cima de la colina Kelenföld. Ha sido ocupado por los húngaros, los otomanos, los Habsburgo, los nazis y los soviéticos. Pero hoy, tras muchas restauraciones, es sede de varios museos y de la Biblioteca Nacional. La mejor vista del complejo arquitectónico la tuve al atravesar el Puente de las Cadenas, uno de los puentes más famosos en Europa. Aunque parezca difícil de creer, fue hasta hace apenas dos siglos que se iniciaron los planos para construir el primer puente que uniera ambas orillas del Danubio. Antes se atravesaba en pequeñas embarcaciones o a caballo durante el invierno, cuando la superficie estaba congelada. Richard me explicó que se construyó gracias a las donaciones de un conde, quien esperó una eterna semana para encontrar un navegante que circundara los bloques de hielo. La imagen actual del puente difiere de la original, por supuesto, tras el asedio nazi durante la Segunda Guerra Mundial, quienes lo dinamitaron junto con otros monumentos húngaros. De vuelta en la zona de Pest, al este del río, caminé hacia la Basílica de San Esteban, una de las iglesias cristianas más famosas de la ciudad. Y no solo por su bella fachada neoclásica que mira en dirección al Danubio, sino por alojar las reliquias del primer rey húngaro y fundador del país, Esteban I de Hungría, o I István, en húngaro. Al caer la noche me dirigí al distrito Erzsébetváros para ver la segunda sinagoga más grande del mundo. La llaman la Gran Sinagoga de la Calle Dohány, o simplemente Gran Sinagoga de Budapest. Su fachada me dejó un poco intrigado, trayéndome a la mente un palacio árabe o algo parecido. Antes de volver a casa supe que debía cenar e ir al baño en algún restaurante local, evitando a toda costa cualquier movimiento innecesario en el apartamento de Richard. No obstante tenía que volver para dormir. Y al siguiente día Richard me mostraría algunos otros secretos de su ciudad natal. Esta vez tomamos el metro, que según me contó, es el segundo metro más antiguo del mundo, solo después del de Londres. Después leería que, de hecho, la línea 1 ha sido declarada también Patrimonio de la Humanidad. El vetusto tren nos llevó hasta la Plaza de los Héroes, una de las plazas principales en la ciudad. En el centro se alza una columna sobre la que se posa la estatua del arcángel Gabriel, que gobierna toda la explanada erigida como conmemoración del primer milenio de Hungría, fundada según los historiadores en el siglo IX. A ambos costados del arcángel lucen las estatuas de los líderes de las siete tribus magiares que fundaron el país, según cuentan las leyendas, incluido San Esteban, primer rey de Hungría. Y a los extremos de la plaza se engalanan también dos hermosos edificios que resguardan el Museo y el Palacio de Bellas Artes. Todo ello hace de este conjunto también parte del patrimonio de Budapest. Una ciudad que hasta entonces me sorprendía más y más. Y para terminar mejorar aún más nuestro tour Richard me llevó a un sitio un poco menos conocido de la capital. El Castillo de Vajdahunyad. Al verlo por primera vez me pregunté por qué la gente lo apreciaba menos que el resto de los increíbles monumentos que se esparcen por la ciudad. La respuesta está en que no es un castillo original, sino una réplica de uno ya existente en Transilvania, hoy Rumania, zona que perteneció por algún tiempo al reino húngaro. Durante una exposición del Imperio Austrohúngaro en la ciudad a finales del siglo XIX el castillo se construyó inicialmente con cartón. Pero hoy alumbra su alrededor con sus paredes de ladrillo y torres que encontré escarchadas por la nieve. Y sinceramente poco me importaba que fuese una vil copia. Podía así darme una idea de cómo era Transilvania. Para terminar nuestro recorrido Richard me llevó hasta la colina Kelenföld para tener una mejor vista del impresionante Danubio y del este de la ciudad, que para entonces parecía toda blanca cubierta por una espesa neblina. Al caer la noche las luces del Parlamento se encendieron, dejando al descubierto un bello y amarillento resplandor de la gloria de un imperio desaparecido, pero que dejó lo mejor de sus vestigios en esta mágica ciudad. Recorrimos entonces un poco la ciudadela, que alberga el complejo del Castillo de Buda, al que no podía pagar por entrar. Pero bastaba al menos con caminar entre sus columnas iluminadas en la densa oscuridad del invierno. Dentro de las murallas se encuentra también la bella Iglesia de San Matías, una de las más antiguas de Budapest. Una de las cosas curiosas en aquella ciudad es que fue gobernada por los otomanos durante casi 140 años. Y en ellos, las iglesias católicas, como la de San Matías, fungieron como mezquitas. Pudo pasar todo lo contrario a lo que había visto en Córdoba: una mezquita donde se celebraban misas católicas. Pero la invasión otomana dejó un gran vestigio en Hungría y en Budapest que la convierten también en un símbolo mundial: los baños termales. La tradición de las termas turcas llegó al país y fue muy bien recibido. Hoy Budapest es llamada la Ciudad de los Balnearios, por la cantidad de aguas termales que posee, siendo los baños más famosos los de Széchenyi, los más grandes de Europa. Pero además de no tener mucho tiempo, sabía que no podría pagar un buen baño medicinal. Así que lo dejaría para la próxima ocasión. Cuando el frío nos impedía mantenernos fuera Richard me invitó a un pub cercano que frecuentaba usualmente. A pesar de la incómoda habitación en la que me había invitado a dormir no dudé en agradecerle la amabilidad de mostrarme su ciudad y recibirme con los brazos abiertos (ignorando la suciedad de su hogar). Así que lo menos que podía hacer era invitarle una cerveza. Antes de volver a casa pasamos por el Palacio de la Ópera, sede de una de los mejores espectáculos de música del mundo, aunque quizá no mejor que en Viena. De todas formas, es de saberse que el edificio fue erigido durante el reinado de los Habsburgo en Hungría, amantes eternos de la buena ópera. Regresamos a casa no muy tarde para que pudiese descansar. Otro bus matutino me esperaba, esta vez rumbo al norte, adentrándome cada vez más al crudo invierno de Europa del este.
  2. Mientras más me aproximaba al levante de Europa, casi culminado el mes de enero, más desdeñaba la temperatura de los cero grados centígrados, que ahora lucían casi como un anhelado verano para mí. Praga había sido mi primera parada en la Europa Central y no me había dado nada de qué arrepentirme. Pero cada vez me movía más al este del continente y, francamente, se acentuaba mi cobardía por encarar al invierno oriental. Mi última mañana en la capital de la República Checa tomé el bus que me llevaría 300 kilómetros al sur, justo al lado del legendario río Danubio, el más largo de la Unión Europea que por siglos marcó la frontera norte del Imperio Romano. Me adentré entonces en los actuales territorios de Austria, el sexto país en mi lista. Viena estaba justo en el paso hacia mi último destino del este, y era obligado hacer una escala en la centenaria ciudad imperial. En ella vivía entonces Matthías, un austriaco (originario de Graz) estudiante de Relaciones Internacionales que había hecho su intercambio en la Universidad Autónoma de México, y a quien había conocido hace poco más de un año atrás. Para mi suerte, cursaba el último año de su carrera en la capital austriaca antes de volar a México para reencontrarse con su novia. Y antes de desalojar su apartamento me ofreció gentilmente hospedarme en él durante mi estancia. El único problema era que él debía trabajar hasta las 6 p.m. aquel día. Viajar en enero, durante los exámenes finales, no era una buena idea del todo si quería hacer Couchsurfing. Así que desde mi arribo al mediodía debía cargar mi mochila hasta que cayera la noche sobre la ciudad. Desde la estación de bus tomé el metro hacia el centro histórico, exactamente a la parada Stephansplatz. La estación lleva ese nombre por encontrarse justo al lado de la Plaza de San Esteban, y más específicamente, de la Catedral de San Esteban. Su torre de campanario de 136 metros de altura es uno de los símbolos de Viena y el elemento gótico más representativo de todo el país. Desde que salí del cálido subterráneo para ver el imponente templo me di cuenta de que la ropa térmica, mis dos jersey y mi chaqueta no serían suficientes para aguantar toda una tarde al aire libre en Viena. Aunque la nieve en las aceras estaba casi por completo derretida, la sensación térmica bajaba hasta unos 9 grados bajo cero. Y, al igual que me ocurrió en Berlín, eso convertía en un reto tomar una buena fotografía, lo que implicaba sacar mis manos de los bolsillos y exponerlas al gélido ambiente. Y sabía que con mi pesada mochila sobre mi espalda, aquella sería una larga y fatigante jornada. Desde la Plaza de San Esteban también era visible la Iglesia de San Patricio, un templo barroco que hoy ha sido transferido al Opus Dei. Justo cuando comencé a caminar hacia el sur para alcanzar la avenida principal del centro, una fuerte nevada comenzó a caer. No era una nevada de ensueño, sino todo lo contrario. El viento bufaba con lozanía y sin piedad, atizando mi rostro con sus helados copos que se hacían cada vez más gruesos. Mi afelpado gorro y mi cubreorejas devinieron en un nada absoluto que se vieron incapaces de proteger mi cara de aquel blanco infierno. Y me dispuse pronto a resguardarme en el café más cercano, donde aproveché para comer algo caliente. Entonces lo decidí: ¡no volvería a viajar en invierno! Al menos no a Europa Central. Cuando la ventisca abdicó pude por fin salir en paz. Di la última bocanada de un abrasador aire antes de dejar la holgura de la cafetería y me enfrenté de nuevo a la cana atmósfera que inundaba Viena. Caminé hacia el sur hasta alcanzar la RingStraße, la avenida de circunvalación que rodea el centro de la ciudad. Hasta 1857 estaba ocupada por la muralla que rodeaba la capital austriaca. Hoy es un amplio bulevar que posee en ambas orillas monumentos increíbles que han sido declarados por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, lo que lo convierte en uno de los atractivos más visitados por los turistas. Uno de los más célebres es, por supuesto, el Teatro de la Ópera Estatal de Viena. Viena es bien conocida por ser la capital musical de Europa y, para muchos, del mundo. No por nada la imagen de Mozart, nacido en Austria, aparece en casi la mitad de los souvenirs que se venden en las tiendas. El edificio posee, de entrada, una historia bastante controversial. Por más bello que parezca, su construcción a mediados del siglo XIX causó una decepción en los vieneses, quienes esperaban mucho más de la nueva casa de la música nacional. Eso ocasionó nada menos que el suicidio del primer arquitecto y la muerte por infarto del segundo, quienes nunca vieron terminada su obra neorenacentista de la que hoy goza la metrópoli. Al verme frente al inmenso y emblemático edificio y tocar mi billetera supe de inmediato que Viena sería otra ciudad a la que debería volver. Un concierto en la Ópera y la entrada a sus innumerables museos sumaba una cuantiosa suma. Y era algo que, lamentablemente, no podía darme el lujo de pagar. No si quería comer y asegurarme de no dormir en la calle Y la Ópera no fue el último lugar al que desearía haber podido entrar. Unos metros al oeste, siguiendo la RingStraße, me topé con el inmenso Palacio Imperial de Hofburg, residencia antigua y actual del poder ejecutivo de la nación austriaca. Sus numerosas salas y estancias albergaron a las familias imperiales de Austria durante más de seis siglos, que vieron pasar por su territorio a un ducado, un archiducado y un imperio que tuvo su fin al final de la Primera Guerra Mundial, cuando el país abandonó la monarquía para convertirse en una república. Con el mapa de la ciudad en mis torpes manos envueltas con unos débiles guantes que poco me ayudaban, llegué a la parte sur del palacio desde los jardines imperiales, que para entonces no eran otra cosa que una enorme manta de nieve. Exquisitas estatuas de mármol se posaban por toda la extensión de los huertos, que fusionaban su blanco con el de la escarcha a su alrededor. Pero el monumental palacio parecía no mostrarme su mejor ángulo. No con la docena de edificios que, de hecho, componen el complejo, entre los que se encuentran el Museo de Etnología, la Biblioteca Nacional de Austria y la Escuela Española de Equitación, todos ellos destinos que pueden ser visitados por separado por precios individuales que no me vi dispuesto a costear. Por el contrario, preferí caminar hacia la Maria-Theresien-Platz para fotografiar los exquisitos edificios que la flanquean. La plaza pública está justo al lado de la RingStraße y está dedicada a la emperatriz María Teresa, cuya estatua se posa en el medio. Los dos formidables edificios gemelos (de hecho, casi gemelos) en sus extremos norte y sur fueron mandados a construir a finales del siglo XIX por el emperador Francisco José I para dar cabida a las colecciones privadas de la realeza de una forma digna de la misma. Hoy, al ser bienes públicos, albergan al Museo de Historia Natural y al Museo de Historia del Arte. Y si creía ya haber visto suficientes museos en el centro de la capital austríaca, solo bastaba voltear al oeste de la plaza y admirar el Museumsquartier. Es el octavo complejo cultural más grande del mundo, y fue edificado en el 2001 para albergar a otros tantos museos, centros de convenciones, estudios y espacios de exhibición que hacen de Viena otra capital cultural del mundo. Pero no había terminado. Del lado este de la Maria-Theresien-Platz otra plaza más grande, también flanqueada por museos, se extendía bajo la nieve. La famosa Heldenplatz, o Plaza de los Héroes por las estatuas de los heroicos jefes miliatres del Imperio, es justo donde hace ochenta años Hitler anunciaba la anexión de Austria al Tercer Reich. Pero la plaza no es solo célebre a causa del discurso nazi que opacó la historia del país, sino por la magnitud de las construcciones que se posan a su alrededor. Allí estaba el resto del Palacio de Hofburg, la cara que me había estado ocultando ante su enorme extensión. Y por si fuera poco, y nada sorprendente ya, su interior resguardaba otro puñado de museos y salones imperiales que tampoco podía atreverme a pagar. ¡Vaya decepción! Estaba en Viena, capital de la música y los museos, parado frente a uno de los palacios más lujosos y emblemáticos de la monarquía europea, sin dinero para entrar. Pero no todo era tan malo. Estar allí era mejor que no estarlo. Aun con la nieve. Aun con el frío. Aun con mi mochila al hombro sin un lugar donde alojarme hasta que llegase la noche. Para calmar un poco mis ansias y mi depresión financiera caminé un poco más al norte de la RingStraße, donde se asomaba otra torre icónica de la ciudad entre un nublado cielo. Se trataba del Ayuntamiento de Viena, un maravilloso edificio neogótico frente al cual se había instalado una pertinente pista de patinaje para el recreo de los residentes y turistas. En la otra esquina, los patinadores podían deleitarse con la fachada del Burgtheater, el Teatro Nacional de Viena. Allí, mirando a los pequeños caerse sobre el rígido hielo, tomé un poco confortable descanso bajo el frío para coger el wi-fi gratuito que la ciudad me ofrecía y enviar un mensaje a Matthias, avisando de mi situación actual. Sabiendo que en poco tiempo podría reunirme con él, sin tener que esperar necesariamente la oscura noche, di mi última caminata hacia el norte de la RingStraße, hasta alcanzar la iglesia Votivkirche, donde pude tomar el metro hacia el sur de la ciudad. Me reuní finalmente con Matthias en su increíble apartamento, muy distinto al que rentaba en la ciudad de México cuando lo conocí. Su bienvenida no pudo haber sido más reparadora. En aquella fría noche entrar a un cálido departamento adornado con papel picado de colores y botellas de salsas picantes mexicanas me reconfortó después de la dura caminata, y me llevó por un instante de vuelta a mi país, al que Matthias parecía amar y extrañar. Sin embargo, esa noche no cocinaría algo mexicano. Y decidió, por el contrario, hacerme degustar un básico platillo austriaco: una salchicha vienesa con mostaza y raíces. Era muy parecida a las bratwurst alemanas, pero esas raíces le dieron sin duda un toque distinto. Aunque para ser sincero, eran demasiado picantes para mí. Un picor muy distinto al de los pimientos mexicanos a los que estoy acostumbrado. Pero a Matthias parecía no molestarle en lo absoluto. Tras un poco de crema muscular en mis hombros y encogido en mi saco de dormir, quien se había convertido en mi segundo mejor amigo durante el viaje (el primero eran mis botas), concilié el sueño sobre el sofá del salón, recobrando mis energías para la siguiente mañana. Matthias vivía en el suroeste de la ciudad, en un barrio residencial un poco alejado del centro. Pero para mi conveniencia, justo al lado se encontraba uno de los atractivos más famosos de la ciudad y, quizá, el más visitado: el Palacio de Schönbrunn. Es conocido como “el Versalles vienés”, y con justa razón. Como muchas de las monarquías europeas que construían castillos residenciales y de recreo a las afueras de las grandes ciudades, los austriacos no podían quedarse atrás. Pero esta maravilloso mansión no solo fue declarado Patrimonio de la Humanidad como un símbolo de Austria, sino también como el mayor ícono de una de las familias más influyentes en la historia desde la Edad Media hasta la Contemporánea: la dinastía de los Habsburgo. Es casi imposible que algún país europeo (incluso, muchos no europeos) no haya pasado por las manos de algún rey o emperador de esta familia real. Vaya, incluso México tuvo un emperador Habsburgo. Las tierras gobernadas por estos poderosos hombres abarcaron prácticamente todo el planeta, desde las provincias más cercanas a Viena (convertida en su capital imperial por excelencia) hasta los confines de la América colonial y las islas asiáticas, durante el mandato de Carlos V. Austria no formó parte solamente del Imperio Austrohúngaro, constituido apenas hace dos siglos, sino que por cientos de años fue un archiducado del Sacro Imperio Romano Germánico, muchos de cuyos gobernantes reinaron desde Viena y, específicamente, desde el Palacio de Schönbrunn. Pero este castillo es también conocido como el “palacio de verano”, ya que el Hofburg, en el centro de la ciudad, era ocupado por la familia real en el invierno. Dos palacios de excéntricas magnitudes. Enormes jardines como patio de recreo, que entonces me recibieron repletos de nieve, por supuesto. Fuentes con esculturas de historias míticas de la Antigüedad. Glorietas descomunales marcando nodos en los hermosamente simétricos caminos del bosque trasero. Y una vista impresionante desde su colina superior. No cabe duda de que los Habsburgo supieron llevar una buena vida. Y supieron también cómo dejar el mejor legado a su futuro país republicano, con galerías, colecciones, salas, teatros, científicos y artistas inigualables en el mundo. Mi visita en la capital austriaca finalizaría con una cara totalmente opuesta a la entonces vista, cuando me vi con Matthias para visitar la zona norte de la ciudad. El distrito financiero ubicado justo en la orilla del río Danubio es también un sitio de recreo para los locales, según me contó Matthias. Un lugar que, en verano, luce lleno de jóvenes y familias que toman el sol en las pequeñas islas del río y hacen parrilladas para aprovechar al máximo el calor centroeuropeo. Para mí fue, por supuesto, una experiencia diferente, con el río casi congelado frente a mis ojos. Al siguiente día por la mañana partiría en un bus por toda la rivera del Danubio, que me llevaría a otra de las grandes capitales imperiales europeas.
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