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Encontrado 223 resultados

  1. AlexMexico

    Viajar y comer

    Encontrar el mejor lugar para comer sin gastar mucho dinero es algo difícil de lograr cuando viajamos. Y sinceramente la mejor comida siempre dependerá de nuestros gustos. Pero he aquí algunas de las cosas que he aprendido. Comer en la calle no es una experiencia gourmet, pero nos ahorra mucho dinero. La mejor manera de ahorrar es ir a los mercados. Así estemos en América Latina o Europa, los mercados nos ofrecen siempre productos locales y buenos ingredientes si queremos cocinar nosotros mismos. Aunque cabe decir que los mercados no funcionan de la misma manera en Europa que en América. Una cholita vendiendo truchas fritas en las calles de Copacabana, Bolivia. La mayoría de las ciudades y pueblos en Latinoamérica tienen un mercado central, o en cada vecindario un mercado local que abre todos los días desde muy temprano hasta casi llegada la noche. Los productos serán casi siempre más baratos que en un supermercado y de procedencia auténtica. Es decir, de las granjas más próximas. A diferencia de lo que muchos temen, las carnes, frutas, verduras y demás productos no son de mala calidad. Simplemente no tienen tantos químicos que el resto. Así que un plátano puede ponerse negro en dos días. Personalmente, eso me da más confianza que un plátano que nunca envejece. Mercado de Arequipa en Perú. En Europa, al contrario, no suele haber siempre un mercado principal. Las grandes centrales de abasto están regularmente alejadas de la ciudad, por lo que es difícil de llegar para un viajero. Pero es común encontrar mercados callejeros (que ojo, no se ponen todos los días ni están hasta la noche) en algunas avenidas o parques de la ciudad. Y allí podremos comprar también muchos productos locales. Cabe decir que los precios no siempre serán más bajos que en el supermercado. A veces es todo lo contrario, serán más caros. Esto es porque los granjeros en Europa están más consternados por una “buena calidad” del producto, por lo que usan más químicos para conservarlos u obtener sellos de calidad. Mercado Les Halles en Lyon, Francia. Por esto puedo decir que en Europa es más barato comprar en los supermercados. Cadenas como Lidl o Carrefour pueden encontrarse en muchos países, y su marca propia es siempre la de los precios más bajos. Si queremos probar los platillos locales en América Latina o Asia, por ejemplo, el mejor sabor lo encontraremos también en los mercados, o en algunos puestos callejeros, como las empanadas en Argentina, los tamales en Perú, las arepas en Colombia o los tacos en México. Una "tlayuda" en un mercado mexicano. Pero en Europa no suele ser así. No existen casi los vendedores ambulantes, salvo algunos como las crepas en Francia, los bratwrust en Alemania o las castañas durante el invierno. Y los mejores platillos los hallaremos siempre en restaurantes. Y tendremos que pagar normalmente un precio alto. Un costoso almuerzo en un restaurante de París. Un bratwrust caliente en las calles de Heidelberg es un buen y barato almuerzo en Alemania. ¿Qué recomiendo yo? Podemos siempre probar la comida local evitando costosos restaurantes. Quizá tendremos que aguantarnos las ganas de un steak a la fiorentina en Florencia o un pato a la naranja en Francia. Pero si elegimos la comida más sencilla será siempre más económico, como las tapas y pinchos en España, la repostería en una pâtisserie de Francia, las salchichas en un mercado alemán, fish and chips en Inglaterra y, claro, una pizza y un gelatto en Italia. Una pizza Margherita por sólo 4 euros en Nápoles. Un buen tip es hablar siempre con estudiantes locales. Los estudiantes en todo el mundo tienen siempre una constante: son más pobres y encuentran la mejor forma de ahorrar y comer bien. Un asado hecho por estudiantes argentinos en Salta. Así, nos dirán cuál es la taquería más rica y barata en México, la mejor peña para ir de fiesta en Argentina, las tapas más grandes y baratas en Granada, las papas fritas más pedidas en Bruselas. Un bocadillo de bacalao y una pinta de cerveza en Oporto, por sólo 2 euros. En Europa también hay lugares estilo cafeterías que ofrecen descuentos a estudiantes mostrando su credencial. Así que si tenemos cualquier tarjeta que nos acredite como uno ¡funcionará!
  2. Mi única noche en Venecia, luego de comer la cena con mi compañero de cuarto, tomé el vaporetto a la Plaza de San Marcos para encontrarme con su vida nocturna. Pero al parecer, era prácticamente nula, algo que nunca me imaginé de una ciudad como aquella. Así que un pronto retorno al hostal en la isla de Giudecca me bastó para conciliar el sueño a tempranas horas de la noche. Al amanecer debía tomar un tren hacia Bolonia, en la contigua región de Emilia-Romaña. Despertar no fue difícil, y había anotado el horario en que el vaporetto pararía en la estación más cercana para llevarme a la central de Santa Lucía. Así que tras un rápido check-out, salí a la templada mañana a esperar por el ferry. Giudecca está aislada del resto de Venecia, y la única forma de acceder a ella es por una embarcación. Ningún puente la conecta de forma peatonal. Y como dije antes, en Venecia no existen los coches. El vaporetto no tardó en llegar, pero pronto me di cuenta que aquel iba en la dirección contraria, una vía más larga hasta llegar a Santa Lucía. Pero atravesaba el Gran Canal, y ver sus orillas al amanecer sería un bonito último regalo de Venecia. Al final de cuentas, también me llevaría hasta la estación de trenes, pensé. Y sin pensarlo dos veces, subí y me senté en su descubierta proa. Justo ese día comenzaba el invierno. Eran ya vacaciones escolares y el tráfico era exiguo. Tenía el barco casi para mí solo. Los edificios todavía se veían oscuros, pero el sol empezaba a levantarse en el este. El cielo se pintaba poco a poco de un azul rosáceo, y yo no hacía nada más que admirar ambas orillas de la ciudad. La cautivante escena me hizo olvidarme de mi reloj. Pero mi intuición me decía que ya era algo tarde. El ferry estaba tardando mucho más de lo que pensé en llegar a Santa Lucía, y tenía miedo de perder mi tren. La romántica escena se esfumó cuando el barco empezó a parar en cada una de las estaciones en el camino, así no hubiera nadie que quisiese bajar o subir. Y un vistazo a mi celular bastó para aceptar lo inevitable: estaba a punto de perder mi tren. No tenía muchas opciones. Estaba en Venecia, no existen los coches. Sólo podía seguir montado en el vaporetto o bajar y correr hasta la estación. Y con mi mochila al hombro, no iba a ser muy buena idea. Con la menuda esperanza de que por alguna razón el tren se hubiese retrasado, bajé corriendo del ferry cuando aparcó frente a Santa Lucía. Pero como predije, el tren se había marchado. Me acerqué entonces al centro de atención a clientes. La señorita me dijo que no tenía otra opción, más que comprar un ticket nuevo. Y aunque hubiese llegado más temprano, no iba a poder abordar, porque cuando compré el boleto en internet elegí la opción “Venecia Mestre”, y no “Venecia Santa Lucía”. La estación de Mestre se encuentra en tierra firme, y para llegar a ella debía haber cogido otro tren, o en su defecto, un autobús. Me vi entonces obligado a pagar 32 euros por mi trayecto. Pero no podía enojarme. Son gajes del oficio. Además, estaba en Venecia, nadie puede enfadarse con una ciudad así. Compré algo para desayunar a bordo y me senté a leer junto a la ventana del vagón. Al menos mis 32 euros valieron la pena, con tan cómodo y rápido viaje. Antes del mediodía llegué a la estación de Bolonia. Había reservado una noche en el Dopa Hostel, a unas 10 cuadras de la central, y muy cerca del centro histórico. A mi llegada, no era todavía momento de hacer mi check-in, pero pude, como siempre, dejar mi mochila en la bodega. Y en la sala del hostal, Paul y Laura, un mexicano y una colombiana, hacían su check-out. Debían tomar su tren a Florencia esa misma noche, así que pasarían esa última tarde en la ciudad. Y como no me venía nada mal algo de compañía, acepté recorrer con ellos el centro histórico. Mi amiga Antonia, una italiana con quien trabajaba en el colegio de Lyon en Francia, era quien me había ayudado a armar mi itinerario de viaje en Italia. Y habiendo estudiado cuatro años en la Universidad de Bolonia, recomendarme su antigua ciudad de residencia no era algo de extrañarse. Descrita por ella como una ciudad estudiantil, y una de las mejores capitales gastronómicas de Italia, simplemente no pude dejarla pasar. Me adentré así con Paul y Laura al centro histórico de Bolonia, uno de los cascos antiguos medievales mejor conservados y más grandes de Europa. El centro histórico está rodeado de parques y jardines numerosos, como el Parco della Montagnola, justo al lado del hostal donde nos alojábamos. Nuestra primera parada sería la Fuente de Neptuno, uno de los íconos de Bolonia. Pero al llegar a la Piazza del Nettuno, nos topamos con su sorpresiva ausencia. La fuente estaba en restauración y nada, más que las mallas a su alrededor, podían verse. La fuente fue construida en el siglo XVI para simbolizar el gobierno del nuevo papa, Pío IV. Bolonia perteneció por varios años a los Estados Pontificios, que hoy se reducen solamente a la Ciudad del Vaticano. Pero su fama va más allá de su monumental belleza. Según nos contaron, su creador quería esculpir a Neptuno con unos grandes genitales, pero la iglesia católica lo prohibió. Así que el artista, Juan de Bolonia, se las ideó para que, desde cierto ángulo, su meñique pareciera su pene. Y después de unos años, el papado mandó a poner unos pantalones de bronce a la estatua. Aún así, la fuente sigue siendo un ícono erótico hasta hoy, donde las ninfas en sus esquinas arrojan agua por los pezones. Fue lamentable no poder apreciar aquella curiosa escultura. Pero junto a ella, el Palazzo Re Enzo nos dejó en claro el fuerte carácter medieval que Bolonia sigue poseyendo, un edificio que ha permanecido en pie desde el año 1245. El palacio es en realidad solo una ampliación del contiguo Palazzo del Podestà, sede del gobierno local, cuyo campanario central avisaba a los pobladores de acontecimientos importantes. El ayuntamiento forma parte de los flancos de la Plaza Mayor de Bolonia, el núcleo de la ciudad, donde Paul, Laura y yo nos sentamos por unos momentos a admirar su imponencia. El sur del cuadrante, la basílica de San Petronio hace honor al santo protector de la ciudad, junto al que se encuentran también San Francisco y Santo Domingo. Aunque ninguno de nosotros sumamente católicos, no quisimos perder la oportunidad de verla por dentro. Aunque la misa que se llevaba a cabo nos imposibilitó tomar fotos de su interior. Nos introrudjimos bajo el Palacio del Banco, por un pasaje orillado por antiguos y coloridos edificios que datan también de la lejana Edad Media, pero que hoy alojan comercios locales de ropa y comida. Antonia me había contado que a su amada ciudad se le apodaba “Bologna la grassa”, ya que por su famosa gastronomía para los boloñeses era imposible dejar de comer. Y que no podía irme de allí sin haber probado algunos de sus mejores platillos. Así que cuando pasamos junto a la boutique-restaurante Tamburini, una de las más visitadas en el casco antiguo, no dudé en pedir a Laura y Paul unos minutos para echar un vistazo. Antonia me había recomendado su mortadella. Pero al parecer, Tamburini era realmente lo mejor de la ciudad, y el número en la lista de espera era muy lejano, y con sólo una tarde en Bolonia, decidí continuar la caminata y deleitar a mi paladar al finalizar el día. La misma calle nos llevó hasta el Palazzo della Mercanzia. A pesar de haber visto infinidad de edificios góticos en Europa, Bolonia parecía poder convertirse en mi ciudad gótica favorita, aunque sus colores ocre pudieran parecer algo aburridos para muchos. Y a tan sólo unos metros, Paul nos llevó hasta las dos torres, el mayor símbolo arquitectónico boloñés. Bolonia fue la verdadera ciudad de las torres en la Edad Media. La gente habla que en aquella época, llegar a Bolonia era casi como llegar a Nueva York, por la cantidad de enormes torres que se erguían dentro de sus murallas. Los historiadores creen que los torrejones fueron construidos por las familias locales como símbolo de poder y protección en una era donde los conflictos entre el Sacro Imperio Romano Germánico y el Pontificado eran cada vez más graduales. Hoy, dos de las torres que permanecen en pie son las más famosas para el turismo y los locales: la torre Garisenda y la torre Asinelli. Sus nombres provienen de las familias que, se cree, las mandaron a construir. La más alta de ellas, la Asinelli, rebasa casi los 100 metros, y su apertura al público permite conocer la verdadera Bolonia del medievo. Aquel rascacielos medieval era el primer monumento de vigilancia al que me introducía en mi vida. Su interior simplemente me cautivó, y me transportó a Gondor, y a las dos torres donde se libraron las batallas de la segunda saga de El Señor de los Anillos. Al llegar a su punta, la ciudad entera de Bolonia quedó a nuestros pies, como si esperase a ser vigilada por nosotros tres. Mirar a los cuatro puntos cardinales era inevitable, esperando a que una banda de orcos o ents apareciera para declararnos la batalla. Aunque para ser sincero, me di cuenta que yo hubiera sido el menos indicado para cuidar de una ciudad desde las alturas. El vértigo, a ni siquiera 100 metros de altitud, me estaba asesinando. Tanto que pedí a Paul tomar las fotos por mí. Aunque la cima de la torre está protegida con barrotes de metal, mirar abajo me daba escalofríos. La forma más eficaz para alguien como yo era caminar sin dejar de tocar las vetustas paredes de piedra. Aún con el miedo recorriendo mis venas, los antiguos tejados de Bolonia me hicieron ver que aquella breve escala no había sido en vano, y respondía a la teoría de Antonia del porqué era una de las ciudades preferidas para los universitarios en Italia. De hecho, la Universidad de Bolonia es considerada la universidad más antigua del mundo occidental, fundada en 1088, y se posa junto a las grandes casas de estudio de Europa, con universidades tan reconocidas como la de Oxford, París y Salamanca. Uno de cada diez habitantes de Bolonia es estudiante de su universidad. La misma ha visto pasar alumnos tan renombrados, como Dante Alighieri y Nicolás Copérnico. Bolonia era, después de todo, mucho más que sólo su salsa boloñesa. Bajamos los escalones, al seguro y menos vertiginoso nivel del suelo, para seguir con nuestra caminata vespertina. Mientras Paul y Laura se inclinaron por un gelatto, yo me decidí por un chocolate caliente en su mezquino, pero cálido mercado de Navidad. Diría que es lo más bello de viajar en diciembre en Europa. Los Christmas markets nunca decepcionarán a nadie. Subir y bajar las escaleras de aquella torre nos había agotado más de lo esperado, sobre todo con ropa tan pesada para cubrirnos del frío invierno, que recién había comenzado. Así que un par de callejuelas más fueron suficientes antes de volver al hostal a reposar un poco. Paul y Laura se detuvieron a comer en un 100 montaditos, una famosa franquicia española de bocadillos, vino y cerveza, de la que casi me había ya hartado cuando viví en Galicia. Yo no había viajado hasta Bolonia para comer tapas baratas, me dije. Así que invité a otro de los chicos que conocí en el hostal, Diego, a visitar L’Osteria dell’orsa, uno de los restaurantes que Antonia me había recomendado. Diego venía de Sevilla, y su deseo por probar tapas españolas era tan exiguo como el mío. Aunque nuestro apetito por la comida boloñesa era gigantesco para esa hora de la noche. Ir antes de las 8 fue una excelente idea, ya que la hora de la cena apenas empezaba, y L’Osteria estaba medianamente vacía. Pedimos una mesa para dos, y la mesera nos llevó al sótano, a una mesa donde fácilmente cabían diez personas. La tradición de L’Osteria es siempre compartir la mesa con desconocidos. Todo por el placer del buen comer. Unos pocos minutos después, el restaurante estaba a poco de su máxima capacidad. Casi ninguno tenía pinta de ser estudiante, pero aquello era normal. Era casi Navidad, y para entonces la mayoría de los universitarios se habían marchado a casa con sus familias. Mi sopa de tortellini relleno de manzo (carne de res) y capone con abundante queso parmesano fue una buena decisión, además de una solución barata al hambre. Y los tagliatelles con ragù (la famosa salsa boloñesa de tomate con carne molida) de Diego nos dejaron en claro que Antonia tenía razón. Bologna la grassa era una de las mejores capitales gastronómicas de Italia. Sin poder quedarme más tiempo, agradecí esa breve escala en aquel rincón del norte italiano. Pasé la noche bebiendo vino con los chicos del hostal, para al otro día tomar mi autobús hacia las faldas del Vesubio, donde Nápoles y mi amigo Gianpiero me darían una acogedora y deliciosa Navidad.
  3. Habían pasado ya casi tres meses desde mi llegada a Lyon, y todavía no podía creer la cantidad de vacaciones que el Ministerio de Educación le otorga a los profesores franceses. Y como asistente de español en un colegio, yo gozaba satisfactoriamente de los mismos prolongados lapsos de azueto. Mis primeras vacaciones habían terminado, habiendo recorrido el centro de Europa, al norte de la cordillera alpina. Suiza, Austria y el sur de Alemania me habían regalado un otoño maravilloso. Pero ahora le tocaba el turno a las vacaciones de invierno. Mi experiencia en enero del 2014 viajando por Europa me dejó en claro que el frío extremo no es algo para lo que yo esté hecho. Así que para Navidades, debía elegir sabiamente mi destino para evitar pasar por lo mismo otra vez. Las ciudades de Europa central y Europa del este fueron las elegidas en 2014. Así que para huir del frío, debía ir ahora al sur. A la costa mediterránea. Hasta entonces, Roma era la única ciudad italiana que había tenido la fortuna de visitar. Y en vista de lo que ya conocía del resto de Europa, era casi un pecado no haber visitado el resto del país. La travesía sería por tierra, haciendo escalas desde ambas costas de Italia hasta ciudades como Verona y Boloña. Y el punto más austral sería Nápoles, donde pasaría la Navidad con mi amigo Gianpiero, estando de vuelta en Lyon para la fiesta de fin de año. Y viviendo no muy lejos de la frontera italiana, separada de Francia por los Alpes, compré mi billete para cruzar a Turín, justo al otro día de concluidas mis clases. Por supuesto, yo no era el único en el bus. La temporada navideña había dado comienzo, y muchas personas volvían a casa para compartir la época con su familia. Mi amigo Amadeo era uno de ellos. En la ciudad de Lyon habíamos muchos asistentes de español trabajando ese año. Muchos otros de inglés, uno que otro de alemán, pero sólo dos de idioma italiano. Antonia, quien trabajaba en el mismo colegio que yo, y Amadeo, a quien había conocido en la reunión de asistentes dos meses atrás. El autobús hizo escala en una pequeña estación de gasolina en la frontera, con los Alpes justo al lado de nosotros en la carretera. Todos aprovechamos para ir al baño y tomar un café. Y fue allí donde me topé con Amadeo y su novio, quienes viajaban también a Turín para pasar algunos días con sus amigos. Amadeo era oriundo de Roma, pero le conté que ya había tenido la suerte de visitarla. No dudó en darme todos los tips sobre el resto de las ciudades, mismos que ya había escuchado de la boca de Antonia. Desde entonces los italianos se convertirían en unas de mis personas favoritas en Europa, siempre atentos con los turistas. Y al apenas haber atravesado la frontera norte, me faltaba mucho por ver. Llegué a Turín antes del mediodía. El autobús nos dejó en la estación Porta Nuova, principal central de trenes de la ciudad. Me despedí de Amadeo y de su novio, con la esperanza de verlos nuevamente para tomar un café. Cogí un tranvía hacia la Piazza Vittorio Veneto, la plaza más grande de la ciudad que es atravesada por la Vía Po, una de las avenidas principales en Turín. Piazza Vittorio Veneto. Viajar en Navidad no es nada fácil. Es de saberse que conseguir alojamiento es complicado. Los hostales aumentan sus tarifas y bajan su disponibilidad, mientras que los anfitriones en Couchsurfing comienzan a escasear, ya que muchos parten de casa o reciben a su familia. No obstante, Italia fue una excelente opción. Los precios de todos los hostales donde me quedé no superaron los 12 euros por noche, incluso en Nochebuena. Y al menos en Turín, había conseguido un host que me hospedara con Couchsurfing: Luca. Había quedado de verme con él justo en medio de la Piazza Vittorio. Era un día frío y soleado, pero era rico estar afuera. Al menos más rico que mis últimos helados días en Lyon. En menos de 10 minutos, Luca apareció por una calle al norte de la plaza. Cuando me dijo que vivía en el centro de la ciudad, nunca creí lo cerca que eso sería. Ni siquiera caminamos una cuadra en dirección norte cuando entramos al edificio donde se encontraba su apartamento, en una de las históricas y viejas construcciones del casco antiguo. Por las escaleras, alcanzamos el último piso del inmueble, donde el techo se encogía con la forma de los tejados que dejaban caer la nieve del invierno. Eran los cuartos que antiguamente se destinaban a la servidumbre de las casas, personas que limpiaban, servían y cuidaban los hogares de los burgueses y aristócratas. Esos apartamentos son hoy opciones más baratas para vivir en pleno centro, algo parecido a lo que pasa en París. Vista desde el apartamento de Luca. Un diminuto estudio de una pieza es todo lo que Luca necesitaba para vivir. Un piloto de helicóptero soltero que, por cierto, hablaba español y francés a la perfección, además de italiano e inglés. Dejé mi mochila y arreglé mis cosas en la habitación, que al ser tan pequeña, era muy acogedora en un día frío como aquel. Salimos entonces a dar un paseo, el primero en aquella vetusta e histórica ciudad. Turín es la capital de la región de Piamonte, que significa “al pie de las montañas”. Y el nombre lo dice todo, es una zona localizada justo en las faldas de los Alpes italianos del oeste. El río Po divide a la ciudad por su parte este, que Luca y yo cruzamos por el puente Vittorio Emanuele I, uno de los antiguos monarcas del Reino de Cerdeña, al que Turín y Piamonte pertenecieron largo tiempo. En la zona este del afluente, tras la iglesia de la Gran Madre de Dios, comenzaba un pequeño camino circular que ascendía a lo alto de una colina, a donde debíamos subir. Vista desde la iglesia de la Gran Madre de Dios. El Monte dei Cappuccini se alza justo al lado del río, y es uno de los principales y más bellos miradores de Turín. Alcanzarlo no nos llevó mucho más de 15 minutos, hasta llegar a la iglesia católica Santa María del Monte dei Cappuccini, que se yergue en su cima. El día, como dije, era frío, pero el sol brillaba como casi nunca lo había visto brillar en un diciembre europeo. Lo cual lo hacía la ocasión perfecta para fotografiar la ciudad, que se expandía a nuestros pies. El centro histórico es lo que quedaba ante nuestra vista, destacando la punta del edificio más emblemático de Turín, la Mole Antonelliana. Y al fondo, se lograba ver con esmero la cadena alpina que custodiaba la metrópoli con sus picos nevados. En ese valle, Torino (nombre de la urbe en italiano) se ha desarrollado desde tiempos tan lejanos como el pueblo de los celtas. Como muchas ciudades europeas e italianas, ha pasado por las manos de distintas civilizaciones, lo que incluye a los romanos, bizantinos, longobardos y francos. Pero fue la casa real de Saboya la que puso a Turín en el mapa, cuando trasladó a dicha ciudad la capital de su Ducado. Y más tarde, en el siglo XIX, Turín adquirió fama cuando fue la propulsora de la unidad italiana, y se convirtió en la capital del nuevo Reino de Italia, título que finalmente le arrebató Roma. Pero aunque Turín perdió la capitalidad del nuevo país, siguió ganando terreno e importancia al resto de las ciudades italianas y europeas. Así, hoy es una de las metrópolis más industrializadas y modernas, sede de producción de marcas de coches tan mundialmente reconocidas, como Alfa Romeo, FIAT y Maserati, además de albergar dos equipos de fútbol, el Torino Football Club y el Juventus F.C., que cada año se disputan la copa de la UEFA Champions League. Luca me hizo saber todo aquello, y me hizo darme cuenta de que no estaba parado en una ciudad cualquiera. Y haber visitado Turín, sabiendo tan poco de ella, resultó como siempre en un regodeo impecable. Bajamos del mirador y caminamos por la Vía Po. Nos detuvimos en un modesto restaurante a sus orillas para almorzar algo rápido. Y la cocina siciliana fue la elegida para darme la bienvenida a Italia. Vía Po enel centro de Turín. Mi viaje anterior a Roma había sido una maravilla, pero demasiado turístico para mi gusto. Su aeropuerto internacional; una estadía de tres noches en un hostal; el Vaticano, el Coliseo y sus principales atracciones; paseos con una mexicana que conocí en el albergue; espagueti al pesto y pizza con anchoas en un restaurante con precios exorbitantes. Ahora me había propuesto conocer Italia mucho mejor. Y cuando un local te lleva a un pequeño y rústico restaurante, puede esperarse que la comida sea un verdadero deleite. Y vaya que lo fue. El menú comenzó con un delicioso arancino, una croqueta de arroz al azafrán rellena de carne molida, chícharos y queso mozzarella. Luego llegaron los acompañamientos. Un plato de caponata, un guiso siciliano bastante parecido al ratatouille francés, ya que se compone principalmente de berenjenas agridulces y salsa de tomate, sólo que a esta se le agrega apio, aceitunas y alcaparras. El almuerzo se remató con una rebanada de sfincione, mejor conocida como pizza siciliana, cuya principal diferencia con sus hermanas en Italia es su forma cuadrada y su masa mucho más espesa. Aún así, para mí fue todo un manjar. Tomamos una cerveza siciliana y pagamos la cuenta, que al compararla con los precios al otro lado de la frontera (en Francia) me pareció sumamente barato. Volvimos entonces a la Vía Po para visitar el principal atractivo de Turín: la Mole Antonelliana. Es el edificio más icónico de Turín. Incluso aparece en las monedas de dos céntimos de euro que se producen en Italia. Pero su fama se debe más que nada a su larga historia. La Mole fue construida por Alessandro Antonelli en el siglo XIX, quien originalmente la diseñó para ser una sinagoga judía. Pero su relación con los judíos no era precisamente la mejor. Así que la ciudad de Turín decidió dedicar la Mole al rey Víctor Manuel II, y extendieron la altura de su domo a 167 metros. A pesar de los terremotos y tormentas que azotaron y destruyeron algunos detalles del edificio, hoy la Mole sigue en pie, y alberga al Museo Nacional del Cine, al cual no quise entrar. Lyon posee dos museos del cine, y honestamente quería reducir mis gastos. Fuera de la Mole pasamos frente a una chocolatería Baratti & Milano, una de las mejores marcas paimonteses de chocolate. Turín tiene una larga historia de amor con el chocolate. Desde el remoto siglo XVI, una vez que los españoles habían ya importado el cacao a Europa desde México, la región de Piamonte fue cuna de la innovación en la chocolatería. Marcas piamonteses tan reconocidas como Ferrero, se encargaron de derribar el mito de que los chocolates eran sólo para ocasiones especiales. Así, llevaron hasta nuestras casas manjares casi gourmet, como los Ferrero Rocher y la Nutella, a precios asequibles. Pero tuve que resistirme a los lujos, y compré sólo un par de chocolates rellenos de licor. Luego de ello hicimos una fugaz escala en una cafetería local. Luca y yo nos paramos tras la barra y pedimos dos cafés, un espresso cortado que casi siempre se sirve con una diminuta galleta dulce. La cultura del café en Italia es diferente a muchas otras. Algunas cafeterías ni siquiera tienen mesas y sillas en su interior. Porque los italianos toman su espresso, y luego de cinco minutos, pagan en caja y se van. Y es casi así como lo hicimos nosotros, para dirigirnos directamente a la Piazza Castello, justo en el corazón de la ciudad. La plaza se adornaba ya con el pino y una pista de patinaje para recibir a la Navidad. Artistas callejeros entretenían a la multitud en el centro de la explanada, y un mercado navideño ofrecía algunos artículos de regalo y chocolate caliente a los transeúntes. La Piazza Castello es el lugar donde confluyen las principales avenidas de la ciudad. Y justo en su centro se posa todavía el Palacio Madama, una de las múltiples residencias de la Casa Real de Saboya que han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Palacio Madama. Pero sólo unos metros más adelante, se encuentra el Palacio Real de Turín, la principal de las antiguas residencias de los reyes. Su exterior, como muchos de los palacios saboyanos, es completamente barroco, sin muchos detalles ostentosos. No obstante, su interior deja entrevisto la lujosa vida aristocrática que la familia solía llevar. Sin sumergirme tanto en otro palacio europeo más, entramos hasta las escaleras del vestíbulo principal, desde donde tuvimos una vista de la Piazza Castello entera. Luego de ello bajamos, y Luca me llevó hacia su parte posterior. En aquel rincón, todavía se conservan los vestigios de la antigua colonia romana de Augusta Taurinorum, dedicada al primer emperador romano, cuya estatua se levanta en el medio de las ruinas. La ciudad conservó la forma del “cuadrilátero romano”, cuyas vías se trazaron como un tablero de ajedrez. Y las ruinas del antiguo foro todavía dan una idea de cómo lucía en el primer siglo de nuestra era. La estructura más emblemática del sitio arqueológico es la Puerta Palatina, una de las antiguas entradas a la ciudad que atravesaban la muralla. Turín, al igual que Roma, era un contraste de la Edad Antigua con el Renacimiento y la Edad Moderna. Difícilmente me iría decepcionado de aquella bella ciudad al terminar mi estadía. Aquella tarde volvimos al apartamento. Luca se vería con una amiga suya, mientras yo me había quedado de ver con Plínio, un brasileño al que había hospedado en Lyon unos días atrás, y quien vivía temporalmente en Turín junto con sus padres. La noche había caído. En vista de que ya había visitado la mayoría del centro histórico, Plínio decidió llevarme a la Vía Garibaldi, otra famosa avenida en la ciudad. Pero a esa hora, casi todos los negocios habían cerrado. Cuando regresábamos algo decepcionados a la Piazza Castello, encontramos en un callejón un pequeño bar con sus luces todavía prendidas, y el cocinero todavía dentro. Abrí la puerta para huir del frío y pregunté al dueño si podíamos tomar algo. Con una animada y fuerte voz, el italiano me ofreció un enorme plato de polenta por 5 euros. —Ya voy a cerrar. Pero come, come. Todavía queda mucha polenta en la cocina —me dijo—. ¿Quieres queso? Come queso, ten. El hombre no dejaba de gritar y pasarme platos. Plínio y yo reímos y seguimos comiendo polenta, una comida de harina de maíz muy popular en aquel país. Para no atorarnos con el pesado guiso, nos ofreció vasos de vino por un euro. Comenzaba a creer que no quería cerrar el bar. Polenta servida con salsa de tomate y queso parmesano. No tardaron en llegar poco a poco otras personas, que al igual que nosotros, buscaban un buen lugar donde resguardarse del frío. —Ya voy a cerrar, pero pasen —el dueño seguía diciendo—. Tomen vino, un euro. Tomen este plato de galletas. Y por toda la noche, siguió regalándonos cosas. Cuatro italianos, un pakistaní y una pareja de suizos recién casados se nos unieron en la noche. Y Luca no tardó en llegar y acoplarse a la fiesta. Y aunque su horario terminaba a las 9, nos quedamos en su restaurante hasta la medianoche, tomando vino, comiendo queso y bailando música italiana. Una situación que, pensé, rara vez hubiera ocurrido en Francia. No cabía duda de lo cálido que los italianos podían llegar a ser. Incluso en aquel frío invierno justo al pie de los Alpes. Al siguiente día fue momento de comprar algunos souvenirs para mi familia en la tienda oficial del Juventus. La liga de fútbol estaba en receso y ningún partido se efectuaría en la ciudad en esas fechas. Pero en el centro de la ciudad es fácil conseguir artículos oficiales del famoso club italiano. Luca me llevó a almorzar a una exquisita trattoria piamontesa. Las trattorias son locales de comida en Italia, donde no se sirve comida bajo un menú, sino que se paga por cubierto. El ambiente es bastante relajado y, cabe decir, los precios suelen ser muy bajos. Por menos de 10 euros, Luca y yo recibimos en nuestra mesa una charola con queso tomino bañado en salsa verde y salsa infernale. Queso toma di lanzo, gorgonzola y castelrosso, bañados con un poco de miel. Un par de polpetes (albóndigas), un cavolo (repollo relleno con carne) y vitel toné (carne de ternera bañada en salsa de atún). Todo acompañado con pan y un vaso de vino. Una vez satisfecho, me dirigí al museo más atractivo de toda la ciudad, que por supuesto no podía dejar pasar: el Museo Egipcio de Turín. Cuando elegí esta ciudad como mi primera escala, nunca imaginé que la cultura del Antiguo Egipto sería lo más atrayente que encontraría. Pero por muchos siglos, los reyes de Saboya y Cerdeña se volvieron fanáticos de la historia de aquella civilización. Y crearon una de las colecciones más hermosas de Egipto en el mundo, que ahora se luce en este increíble museo. Se trata nada más y nada menos que de la mayor colección de antigüedades de Egipto fuera de Egipto, y del segundo museo más importante sobre esta civilización después del Museo Egipcio de El Cairo. La mayores adquisiciones a la colección (que solía ser una colección real) se hicieron durante el siglo XIX por Bernardino Drovetti, quien era cónsul francés en Egipto en aquel entonces. La cantidad de dinero que se gastó en expediciones, excavaciones, compra y transporte de las piezas es simplemente enorme. Y por sólo 13 euros me fue posible ver la colección entera, con una audioguía en más de 15 idiomas. El museo se divide por orden cronológico, que estudia el Imperio Antiguo, el Imperio Medio y el Imperio Nuevo, y muestra sobre todo objetos de la vida cotidiana, papiros y elementos de la rica cultura funeraria de los egipcios. El museo cuenta con el reconocido Papiro Real de Turín, un papiro de 170 cm de largo que contiene los nombres de todos los faraones que reinaron el Antiguo Egipto, incluidos los dioses que gobernaron antes de la era faraónica. Las estatuas representan a una multitud de personajes de la realeza y antiguos faraones de las dinastías que gobernaron Egipto. Entre las más famosas se encuentran la estatua de Ramsés II, la princesa Redit y del faraón Horemheb. Hay objetos tan preciados y conocidos, como los obeliscos con jeroglíficos y figuras de animales míticos, como los halcones y los perros. Y por supuesto, no faltan las esfinges de piedra, transportadas como originalmente se encontraron en las excavaciones. Pero sin duda lo más cautivante es la colección de sarcófagos originales que se exhiben en todo el museo. Estas tumbas dejan en claro el milenario ritual funerario que los egipcios llevaban a cabo. Algunas momias e instrumentos de embalsamación también se exhiben en las salas. Entre los más famosos se encuentra el sarcófago original de Duaenra, hijo de Keops. Al salir del museo el sol se había ocultado, y Luca me acompañó a la Piazza San Carlo, donde un grupo de gospel nos deleitó con sus villancicos. Terminamos la noche en un bar de la ciudad, donde un grupo de Couchsurfing había organizado un aperitivo. Vino, cervezas y un buffet de bocadillos me despidieron de Turín, en una mezcla de cinco idiomas que seguía mejorando cada día. Volví con Luca a su apartamento para tratar de descansar un poco. Al otro día debía partir temprano hacia el este del país, un poco más lejos de las montañas, pero más cerca cada vez de Nápoles y de una hermosa Navidad.
  4. AlexMexico

    Francia gourmet

    Dicen que cuando nos empiezan a gustar las aceitunas o el vino es porque nos estamos haciendo viejos. El azúcar tiene un cierto grado analgésico cuando somos niños, y entonces rechazamos los sabores amargos. Viajar a otro país y probar su gastronomía a veces es una tarea bastante difícil, tanto como probar aceitunas cuando somos niños. Porque muchos de los platillos poseen un gusto adquirido, que rara vez nos causará placer la primera vez, sino después de repetidas veces hasta encontrar su sabor oculto. Francia no es la excepción. La mayoría de los turistas viaja a Francia deseoso de probar un trozo de cada queso que le sea posible y asistir a una cata de vino en un bar au vin. Pero el camembert, el queso azul o muchos otros olorosos lácteos en una table au fromage causan, al contrario, una sensación de asco. Es normal. Si bien Latinoamérica o el sudeste asiático son destinos donde lo ideal es vivir una experiencia gastronómica en la calle, Francia es el sitio ideal para vivir una verdadera experiencia gourmet. Después de todo, es allí donde nació la alta cocina. Aunque es preciso derribar un mito: los franceses no comen a diario de forma gourmet. Es obvio que los precios de los restaurantes y los ingredientes necesarios para la haute cuisine son elevados, ya que se prefiere la calidad a la cantidad. Pero la gastonomía francesa tiene de todo un poco. Y algo que aprecié mucho durante los ocho meses que viví allí es el amor que los franceses le tienen a los productos locales. Así, también se puede vivir una excelente experiencia gastronómica aún cuando tengamos un bajo presupuesto, y bastará con pasearnos por los mercados callejeros o por las panaderías de cada esquina. En fin, este es mi pequeño intento por resumir y compartir cómo vivir una experiencia gourmet en Francia. Le petit déjeuner. El desayuno francés no se aleja mucho del tipo de desayuno ligero que predomina en los países europeos no angloparlantes. Esto quiere decir que no incluyen comidas saladas ni proteínas durante la mañana. Esto fue difícil al principio para un mexicano como yo, acostumbrado a grandes cantidades de calorías, e incluso, tiempos dentro del desayuno (la fruta, el plato fuerte, el café…). Pero hay una ventaja. Los franceses desayunan entre 7 y 9 de la mañana. Pero el almuerzo va desde las 11:30 a.m. hasta la 1:30 p.m. Así que si el desayuno nos parece ligero, podremos saciar nuestra hambre tan sólo dos o tres horas después. Algo bueno del desayuno es que no hay que buscar ser muy refinados. Un verdadero desayuno francés se compone de cosas simples, como las tartines y un vaso de café o jugo de frutas. Las tartines son piezas de su famosa baguette cortadas por la mitad, a las que se les unta confiture (mermelada casera). Suena simple, pero para mí era algo casi gourmet. Si alguien sabe en qué parte del mundo las baguettes tienen la misma consistencia crujiente y el mismo sabor que en Francia, por favor que me lo diga. Ir a comprar una baguette en Francia es toda una vivencia. Muy temprano por la mañana, pueden verse filas colosales fuera de algunas boulangeries. Si eso pasa, quiere decir que es la mejor panadería del barrio. Conseguir la mejor baguette es sin duda algo muy francés. No por nada quieren convertir a la baguette francesa en Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (imitando a los italianos con su pizza margarita de Nápoles). El café o el té de la mañana se puede acompañar con piezas hojaldradas de pan dulce llamadas viennoiseries, el más francés de ellas es por supuesto el croissant. Un croissant cuesta alrededor de un euro. Puede parecernos caro a muchos. Pero créanlo, no probarán un croissant tan delicioso en ninguna otra parte del planeta. Otra buena opción es el pain au chocolat, para los amantes del chocolate. Una formule (menú completo) de desayuno en un restaurante, café u hotel en Francia incluirá normalmente una bebida caliente, un jugo de fruta, un par de tartines con mantequilla y confiture y una viennoiserie. Eso nos costará alrededor de 4 o 5 euros. Desayuno en las calles de Avignon. Pero no es necesario ir a un lujoso restaurante. Los franceses comen su desayuno en casa. Y si no tienen tiempo porque deben ir a trabajar, paran en una panadería en cualquier estación del metro y compran un café con una pieza de pan, que literalmente toman de pie mientras esperan el bus. Es lo que yo hacía en mi camino a la escuela todos los días. Le déjeuner et le dîner. Bien, los desayunos en Francia son pequeños (por eso es petit-déjeuner). Pero esas calorías necesarias las conseguiremos durante el almuerzo y la cena. Pero no solo hay que conocer la variedad de platillos. Hay que entender el lozano e histórico ritual que representa la comida en Francia. Los franceses no sólo inventaron la alta cocina. Inventaron la restaurantería entera. Los primeros restaurantes con menús impresos, con platillos permanentes y un precio fijo. Los meseros, los pinches, los sommeliers. La repartición de tareas dentro de las cocinas. Los tiempos de la comida. Crear todo aquello llevó décadas de refinamiento. Y numerosos chefs franceses han quedado grabados en la mente de miles de cocineros del mundo, gracias a sus aportes a la cocina internacional. Por ello es imperativo entender los tiempos en que se divide un almuerzo (o una cena) en Francia, que suele variar de otros países. L’apéritif. En casi todos los restaurantes el mesero nos preguntará si deseamos un apéritif antes de ordenar. Es la forma de darnos la bienvenida. El aperitivo es algo parecido a las tapas en España. Comúnmente es una bebida alcohólica ligera, como una copa de vino dulce, una cerveza o algún coctel. Y se acompaña por un pequeño platillo de comida fría, normalmente aceitunas, ajos marinados, encurtidos, canapés, etc. Pero cuidado. Si fuera del restaurante vemos el precio de un menú (por ejemplo, de 20 euros), en ese precio no va incluido el aperitivo. Tendremos que pagar unos euros más por ello. Después de todo, se trata de alcohol. Es común escuchar a los franceses decir “te invito a un apéro”, “iré a un apéro”. El apéro es una especie de reunión en casa entre amigos o familia, donde se toman bebidas alcohólicas y se “pica” algo para comer. También puede ser algo así como un “precopeo”, aquello que hacemos antes de salir de fiesta. Hacer un apéro en casa es fácil. Basta con comprar una botella de vino, algunas cervezas y bocadillos ligeros. En los mercados y supermercados franceses hay infinidad de variedades de aceitunas y ajos. Mis preferidos para las noches de vino junto al río Ródano en Lyon. L’entrée. Como en la mayoría de los restaurantes a nivel mundial, los franceses también comienzan por la entrada, aunque suele ser una entrada más ligera que en otras cocinas del mundo. Normalmente se compone por una ensalada, una tarta salada, verduras crudas (crudités), patés, charcutería o sopas (más comunes en las cenas). ¿Mis recomendaciones personales? La soupe à l’oignon es una de mis favoritas. Fue el primer platillo que comí al llegar a Lyon, región de donde proviene la sopa de cebolla. Aunque a pesar de su fama, los franceses no la consumen tanto. Ni es tan común encontrarla en los restaurantes. De hecho, me dijeron que es una sopa común para comer después de una borrachera. Honestamente, en mi país no comemos sopa después de la juerga. En Lyon es también muy común comer embutidos al principio, como las saucissons. Aunque no me declaro un fan de la charcuterie. Y si hablamos de paté, los paté en croûte (envueltos en masa o pan) suelen ser los más comunes. Pero si queremos algo verdaderamente gourmet, hay que probar el foie gras, hecho a partir del hígado graso del pato o ganso. Aunque no es una buena opción para los defensores animales, ya que para llegar a su elaboración es necesario hacer que el ave se enferme del hígado para luego matarla. Paté en croûte a la venta en el mercado Les Halles de Lyon. Los franceses pueden hacer una ensalada de lo que sea. Pero mis favoritas son las ensaladas de la dieta mediterránea. Bocadillos mediterráneos en Mónaco. La Costa Azul de Francia, por su cercanía y herencia de Italia, poseen una enorme variedad de vegetales frescos. Y la más célebre (y deliciosa) es la salade niçoise. Aunque esta ensalada proveniente de Niza me atrevería a decir que cuenta como entrada y plato fuerte, ya que se sirve bastante completa. Tomate, pimiento, cebolla, aceitunas negras, huevo cocido y alcachofas tiernas suelen ser los componentes típicos. Todo regado con aceite de oliva o alguna salsa vinagreta. Otra buena opción es comenzar con un ratatouille. Sé que es inevitable pensar en la película de Pixar con aquella adorable rata. Pero el ratatouille es mucho más que eso. Es otro platillo típico de Provenza, en la costa mediterránea, compuesto por tomate, ajo, pimiento morrón, berenjena, calabacita y cebolla cocinadas en aceite de oliva, . Su mezcla de hortalizas espolvoreadas por hierbas provenzales la hacen un guiso ideal para una entrada ligera. Ratatouille servido con un huevo duro en salsa verde. Sobre las tartas, nada mejor que una quiche, sobre todo la más famosa de ellas, la quiche lorraine. Quiche recién horneada. Aunque para ser sincero, estas tartas saladas nunca las vi como entradas en los restaurantes. Suele ser más común encontrarlas en las panaderías como un bocadillo. Perfectas para ese apetito entre la comida y la cena. Le plat principal. Como en todo lugar, luego de la entrada viene el plato fuerte, donde se sirve la proteína principal acompañado de una guarnición de cereales, arroz, pasta o legumbres. Pollo en salsa de almendras en un restaurante de París. Los cortes de carnes, escalopes de pollo en salsas, filetes de pescado o ternera son comunes para el plato fuerte. Pero podemos ir más allá de eso. Tiras de pollo agridulce sobre puré de papa y legumbres. El suroeste de Francia me dio el mejor regalo culinario: la carne de pato. En las regiones de Toulouse el pato, la oca y el ganso son tan apreciados como en Marsella lo son los mariscos y el pescado. Y una infinidad de variedades de preparación de su carne son un obsequio exquisito difícil de encontrar en otras partes del mundo. El confit de canard es uno de los más típicos. Es la pierna del pato salada y escalfada en su propia grasa, para luego cocinarla y servirla con una guarnición de papas o coles. Con el mismo confit se prepara la cassoulet, que para mí fue todo un manjar. Es un guiso de alubias blancas con trozos de embutidos, como salchichas de Toulouse y tocino. Y se remata con una exquisita pierna del pato dentro de la cazuela de barro donde se sirve. Algo que a la vista parece poco gourmet, pero una delicia para paladares avícolas. Los platillos de carne cocinada con sidra o vino no pueden pasar desapercibidos, como el matelote de Normandía, el pôchouse de Borgoña o el escabeche de Picardía. Pero el marinado en vino o los patos no sobrepasan el límite de lo excéntrico. Para ello hay platos reservados para los más exigentes. Les escargots de Bourgogne cumplen su objetivo para muchos. Son caracoles terrestres (sí, esos que pueden hallarse en los jardines) servidos en su concha y cocinados con mantequilla, ajo y perejil. Y aunque las ancas de rana son un platillo típico en otros países, Francia es el mayor consumidor en Europa. Fritas, a la provenzal, a la mediterránea o al curry, las cuisses de grenouille para mí fue como comer alitas de pollo. En cuanto a la región de Lyon, las quenelles son quizá el platillo más común para una tarde gourmet. Son albóndigas en forma de salchicha preparadas con sémola de trigo, leche, huevo, mantequilla o agua a las que se agrega alguna carne o pescado, y se sirven bañadas con una salsa. Un plato sumamente pesado, que en lo particular no lo metería en mi lista de favoritos. Quenelles recién horneadas. Y si nos topamos con el frío invierno francés y queremos llenarnos de calor y calorías, una raclette puede ser una buena idea. Es básicamente queso fundido con papas y algún embutido. Grasa, grasa y más grasa. Le fromage. El cliché nos dice que los franceses comen queso todo el tiempo. Eso es mitad verdad mitad mito. Francia tiene más de 365 tipos de queso, y no he conocido a un francés que no los coma. Pero no lo hacen a todas horas del dia. Ellos han agregado un tiempo especial a la comida para degustarlo: le fromage. Entre el plato fuerte y el postre, una tabla con pequeños trozos de una variedad de quesos es un manjar de dioses. Y acompañado de pan y un buen vino, es la manera perfecta de cerrar un repas. Casi todos los platillos se pueden gratinar. Pero los quesos franceses merecen ser saboreados por sí solos. Y por ello no hay que dudar en pedir al mesero si ofrecen quesos tras el plato fuerte. Si no, acudir a un bar au vin es la mejor opción. No profundizaré tanto. Para saber más sobre los quesos, tengo un artículo especial dedicado a ellos. Le dessert. Hasta que alguien me demuestre lo contrario, no hay mejor lugar para los postres que Francia. El almuerzo o la cena no están completos sin un modesto postre en nuestra mesa. Hay ocasiones en que no irá más allá de una fruta o un yogur, como solía ocurrir en la barra del comedor de la escuela donde trabajaba. Pero si tenemos la oportunidad de comer una rebanada de la infinita pâtiserie francesa, nuestras papilas no descansarán hasta hacernos volver a Francia. Tarta de manzana. Las tartas de fruta son sin duda mis favoritas. La tarte aux pommes o la tarte au citron son dos delicias de repostería. Sencillas, dulces y con una pasta hojaldrada que da un perfecto toque crujiente. Tartas de limón. La tradición no se pierde nunca con una crème brûlée o con un mousse de chocolate. Nunca fallarán en brindarnos ese nivel de azúcar necesario. Pralines de Lyon. El postre lionés por excelencia es la praline, un dulce de almendra caramelizada con azúcar y colorante rojo. Algo así como almendras garapiñadas. Se pueden comer solas o en algún tipo de repostería. Aunque yo no recomendaría la tarte aux pralines (demasiado empalagosa para mi gusto), sino mejor una brioche aux pralines, más ligera y menos densa. Tarta de praline de venta en Lyon. Después del postre viene el café, que cabe mencionar, en Francia es casi siempre un espresso. Pero incluso los franceses han inventado un platillo perfecto para evitar llamar tantas veces al mesero, es el café gourmand. Si elegir entre tantos exquisitos postres es una odisea que nos hará sentir culpables, no sólo por perdernos la oportunidad de probar todos, sino por la cantidad de calorías que un postre regular nos aporta, el café gourmand es el toque perfecto para terminar un repas. El diminuto platillo se compone de un espresso y una selección de cuatro o cinco pequeños postres, medidos a la perfección para evitar culpas, cuyos nombres rara vez aparecerán en la carta. Esto es lo equivalente a pedirle al chef que nos sorprenda. Y por unos cuatro euros, tendremos en nuestra mesa esos cuatro o cinco desserts que acabarán con nuestro apetito de algo dulce y nos harán, sin duda, querer regresar a Francia. Suele ser común encontrar en el café gourmand la crème brûlée, el mousse de chocolate o una magdalena. Pero como dije, uno nunca sabe. Aunque seguro nunca nos decepcionará. Los tipos de restaurantes. Como turistas, al momento de tener hambre lo más común es preguntar por un restaurante. Finalmente no hay que saber hablar otro idioma para preguntar por él. Pero es importante saber diferenciar los tipos de establecimiento donde podremos comer o beber, ya que para los franceses esas diferencias están bastante bien marcadas. Un restaurante es eso, el mismo concepto que adquiere en todo el mundo. Tienen una carta con un menú establecido y precios fijos por platillo, y cada uno con un costo individual. Los hay de baratos a caros (en Francia en pocos restaurantes nos gastaremos menos de 12 euros). Si lo que buscamos es un menú del día por un precio fijo (digamos, unos 14 euros), lo que necesitamos es un bistrot. Aquí, los platillos del día se dictan verbalmente o se escriben en una pizarra fuera del establecimiento. Así sabremos exactamente cuánto gastaremos antes de entrar, y tendremos una idea de qué comeremos una vez dentro. Aunque siempre hay que preguntar si todavía queda comida de ese platillo que tanto se nos antoja. Recordemos, los almuerzos terminan máximo a las 2 p.m. No podemos darnos el lujo de esperar un menú después de esa hora. Y hay diferentes menús. La demi-formule normalmente incluye una entrada y el plato fuerte (el agua siempre es gratis). La formule completa incluirá también el postre. Pero nunca, casi nunca, un menú nos incluirá vino, el aperitivo o el queso. Así que antes de ordenarlo todo es mejor preguntar. Las brasseries solían ser fábricas de cerveza que contaban con una taberna para beber alcohol, acompañado de algún platillo. En una brasserie no podemos esperar platillos super gourmet. Pero si queremos buena cerveza, este es el lugar. Los cafés suelen estar abiertos desde la mañana hasta la noche. Pero su especialidad no es la comida, sino las bebidas y los postres. Quizá encontremos un par de ensaladas o sandwiches, pero no viviremos una experiencia gourmet de carnes, pastas o guisos. Los bares suelen ser para un público nocturno. Por supuesto, su especialidad son las bebidas alcohólicas. Y su comida, aunque puede ser muy buena, será un poco menos gourmet y mucho más internacionalizada, como papas fritas y hamburguesas. La experiencia más gourmet la podremos vivir en los bouchons. Aunque sólo los encontraremos en la región de Lyon, es en estos restaurantes donde nació buena parte de la haute cuisine, gracias a chefs tan reconocidos, como Paul Bocuse. No podemos esperarnos un precio bajo, pero si estamos dispuestos a gastar para satisfacer nuestro paladar, un bouchon es el lugar perfecto. Mural de Paul Bocuse, frente al mercado Les Halles de Lyon. ¿Y qué hay de los vinos? Como dije, el vino es una buena idea para el apéritif y el queso, y quizá un poco con el postre. Pero en general, los franceses toman agua. Agua del grifo, servida en una garrafa de vidrio. Nada especial, nada fuera de este mundo. Pero tal calidad de buenos platillos no puede arruinarse con una lata de coca cola o un agua saborizada. Aunque cinco tiempos de comida y unas copas de vino suenen a mucho, puedo afirmar que en Francia nunca padecí del mal du porc (el mal del puerco). Sí, los franceses comen mucho, pero en cantidades sumamente bien medidas. Y los chefs franceses han perfeccionado esa técnica durante siglos. Así que no hay que tener miedo a las calorías. Lo único que hay que cuidar en Francia es nuestra cartera. Vivir una experiencia gourmet no suele ser muy barato, sobre todo para los latinoamericanos. Pero como dije, una vez que lo probemos, nuestras papilas no descansarán hasta hacernos regresar a Francia, el hogar de la alta cocina.
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