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  1. Tardes cálidas y ocasos fríos me aclimataban al cambio de altitud y bioma, desde que repentinamente pasé de la desértica y costera ciudad de Lima al poblado andino de Huaraz, emplazada en el medio de las sub-cadenas montañosas más altas del Perú y de toda la zona intertropical. Si bien, varias semanas atrás me venía acostumbrando a las gigantescas altitudes del altiplano peruano-boliviano y de la puna de Atacama (que me llevó hasta los 4840 metros sobre el nivel del mar, en una de las rutas pavimentadas más altas del mundo ), en muchas de aquellas ocasiones mi cabeza las soportaba desde la cabina de un tráiler o parado en la carretera tratando de conseguir un aventón. Mi estadía en Huaraz iba mucho más allá de visitar solo la ciudad. Mis intenciones se remontaban, mejor dicho, a conocer y fotografiar los paisajes montañosos de sus alrededores, y descubrir por qué le apodaban la Suiza peruana Pero para caminar y escalar los senderos, aún los de menor dificultad, había primero que adaptar el cuerpo al clima. Después de todo, cualquiera que viviera por debajo de los 3000 metros podía tener un ataque de soroche (mal de altura) sin importar a veces la condición física o edad. De hecho, uno se sorprende al observar a los ancianos locales de los Andes subir y bajar las montañas como si caminasen por la playa Así, con mi experiencia pasada escalando a Machu Picchu y la isla del Sol en el lago Titicaca, seguí las indicaciones de la oficina de turismo de Áncash (provincia peruana) y decidí hacer dos rutas de trekking sencillas antes de lanzarme directamente al interior de la Cordillera Blanca, la más alta de la zona intertropical en el planeta. En mi primer día no hice más que subir al cerro más alto de la ciudad para tener vistas de la urbe y de algunos picos de la Cordillera Blanca, desde la carretera noreste hacia El Pinar. Ahora era tiempo de ascender al lado oeste, a la menospreciada Cordillera Negra. En esta zona de los Andes, la cordillera se divide en dos cadenas menores, fraccionadas por el cauce de un río que forma a su vez un valle, el Callejón de Huaylas, donde se encuentra Huaraz. Al este, la Cordillera Blanca, llamada así por la presencia de hermosos picos nevados, es la más solicitada por los turistas, atraídos por los deportes de aventuras y paisajes que parecen sacados del Himalaya Al oeste, se alza en su plenitud la Cordillera Negra, cuya ausencia de nieve y glaciares la posicionan a la sombra de su hermana mayor Pero hay algo de lo que muchos viajeros se olvidan: las mejores vistas de la Cordillera Blanca no se obtienen desde dentro de ella, sino desde fuera Y es allí donde la Cordillera Negra jugaba para mí su papel más importante De esa forma, al despertar en mi segundo día en Huaraz, me preparé para subir por mi cuenta a uno de los mejores miradores del Perú A unas pocas cuadras del hostal tomé un colectivo que viajaba hacia las poblaciones del sur. Al salir de la ciudad, tomamos la ruta que corre paralela al río Santa, el principal afluente del Callejón de Huaylas. Seguimos la ruta nacional 3 en dirección sur, por unos 20 kilómetros. Hasta que el conductor, siguiendo mis instrucciones, paró en el puente de Santa Cruz para que yo pudiera descender. Río Santa No era más que un pequeño puente que pasaba por encima del río, y donde daba comienzo el camino al pequeño poblado de Santa Cruz, apostado en las laderas de una de las colinas de la Cordillera Negra. Era poco antes de mediodía, y el sol era para entonces bastante fuerte. Enseguida, me di cuenta de mi primer error: nuevamente había olvidado mi bloqueador solar Me di de golpes en la frente, castigándome por parecer un viajero inexperto, que se aventura a un trekking por la montaña en pleno verano sin un bote de crema solar ¡Vaya lío! Pero pagaría el precio días después, de eso estaba seguro Como medida preventiva, me quité el suéter (que cargaba por la mañana fría y los vientos que me azotarían en aquella altura) y lo amarré en mi cabeza, de tal suerte que cubriera la mayor parte de mi cara y mi cuello, dejando mis brazos al descubierto, que muy acostumbrados estaban al sol Al pasar el puente había dos opciones: tomar la carretera de ripio por la que subían los autos, con pocas pendientes y distancias más largas; o andar por el escorado camino peatonal de tierra que subía directamente hasta la población. Con tal de exponerme lo menos posible al sol me decidí por el sendero con más árboles y sombra: el peatonal. Sin más remedio que parecer un loco, avancé con paso firme por las empinadas escaleras que empezaban a subir por la ladera, por las que bajaban algunos lugareños que, creí, estarían acostumbrados a los turistas; más sus rostros no denotaban sino curiosidad e intriga A manera de zigzag me paseaba por la colina, buscando guarecerme bajo cualquier diminuta sombra. Aun así, el calor y la altura empezaron a agitarme y hacerme sudar. No muchos metros más arriba, el menudo conjunto de casas que conforman la población de Santa Cruz apareció frente a mí. Pequeñas moradas de ladrillo sin repello con patios repletos de hierba seca, animales y algunos niños jugando. Y en el medio de la casi única calle que corría entre ellas, la imprescindible parroquia comunal. Me adentré poco a poco en la minúscula aldea, mientras todos parecían permanecer en sus casas. Así que dejé que mi instinto me guiara para saber que ruta tomar, en aras de marchar con dirección al mirador. Tras pasar la villa, seguí un largo sendero que cruzaba los cultivos de los campesinos, principal actividad de la región. Pero al parecer, ninguna persona trabajaba a esas arduas horas de la tarde La vereda descendía en una curva hacia una zona arbolada, que era atravesada por un pequeño arroyo. Tras caminar varios metros me topé con un par de adolescentes que charlaban bajo una sombra, quizá, vigilando las plantaciones. Les pregunté si era el camino correcto hacia el mirador, y entonces descubrí mi segundo error del día: había caminado en dirección contraria En el momento en que la empleada de la oficina de turismo me recomendó recorrer aquel camino, pensé que se trataba de un trekking bastante turístico. Pero la falta de personas y señalamientos me daban a entender que no era muy común que los turistas ascendieran (al menos, no caminando) hasta el mirador en la cima de la sierra En fin, no tenía muchas más opciones Debí regresar con todo mi orgullo al pueblo de Santa Cruz para tratar de hallar el camino. Una vez de vuelta, un par de niñas que jugaban con su perro en el patio trasero de su hogar me preguntaron qué es lo que buscaba allí. Desesperado, les platiqué que deseaba subir hasta el mirador, a lo que ambas me indicaron el sendero a seguir. Y depositando mi confianza en ese par de chiquillas continué mi andar por las verdes faldas de la montaña. En realidad, desde que llegara a Santa Cruz podía volver a tomar la carretera de ripio. En algunas zonas, se podían acortar las distancias con escalones y callejones. Por supuesto, la ruta carecía de árboles y sombra. Pero al final, me resigné por completo ante el astro rey y decidí aprovechar la caminata para broncearme, en vista de mi falta de bloqueador Cual caminata por la playa, continué a lo largo del curvilíneo sendero, deleitándome con las vistas del valle a cada vez más altura, mientras daba pequeños sorbos de agua a mi botella para apaciguar las gotas de sudor. El viento que azotaba las pendientes se enfriaba poco a poco, pero nada que no pudiera disfrutar con un sol tan dichoso como el de aquella jornada de verano Mi solitaria alma se encontraba de vez en cuando con corderos, reses y aves domésticas pastando por los lares, y algunos campesinos se empezaron a asomarse por mi camino. La ausencia de automóviles por la autopista se vio interrumpida por la imagen de un pequeño incidente. Una camioneta había hundido una de sus llantas en un enorme agujero en la carretera Tres hombres trataban de sacarla con una palanca. Me ofrecí a ayudarles sin ningún compromiso, pero preferían esperar a uno de sus vecinos que los auxiliaría con un camión más grande para remolcar. Al cuestionar mi rara presencia, supusieron que me dirigía al mirador, y me indicaron el último tramo del ascenso: una escalinata de piedra, donde un letrero marcaba la proximidad del sitio Un pequeño y delgado riachuelo bajaba a una etérea velocidad al lado de las escaleras, el cual anunciaba el grandioso cuerpo de agua que aguardaba a ser visitado en el ápice de la sierra, a unos 3 km de distancia de donde comencé la caminata. Así, más de dos horas después (normalmente la marcha es de 1 hora y media) llegué a la cima de la pequeña montaña. Una casucha de piedra y madera era la única construcción a la vista en aquel majestuoso paraje andino. Un par de niños se acercaron para venderme un paquete de galletas, a lo que acepté para compensar la energía que había gastado Tras la modesta choza, un nuevo letrero daba la bienvenida al turista al mirador y a la radiante laguna de Wilcacocha. A primera vista, la laguna no parecía lo más hermoso Su agua era oscura y sus reflejos muy tenues. Su superficie estaba cubierta por un manto de hojas y musgo, por el que se paseaban algunas aves. Pero hacía falta caminar pocos metros hacia el este y subir unos pequeños montículos para descubrir la verdadera belleza del mirador La cadena de imponentes picos nevados en la colindante Cordillera Blanca se abría paso a la vista entre la nubosidad de la húmeda zona, difuminando sus cumbres escarchadas con el cúmulo de nubes que se posaba sobre ellas. Al pie de los macizos de oscuras paredes se extendía una plancha de verdes colinas cuadriculadas, que indicaban la presencia de vida humana en sus aposentos. Aquella sucesión de cerros poseedores de un vil apodo conformaban la relegada Cordillera Negra, misma que me hacía testigo de las mejores vistas de las que hasta entonces había podido gozar en toda la extensión del Perú Al voltear a la derecha, me di cuenta de que la casa de aquellos niños no era la única situada a su suerte en la cúspide de la sierra, pues otro pequeño conjunto de chozas se presumía augusto ante aquel montuoso paisaje. No podía imaginarme el estilo de vida que aquellas personas llevaban, siendo habitantes de una desolada montaña a casi 4000 metros de altura No hacía sino pensar en Heidi y su abuelo en los Alpes lo que sin duda confirmó la razón del por qué Huaraz y su zona aledaña era apodada la Suiza peruana. Me senté un momento en lo más alto del montículo para comer mis galletas y admirar el paisaje. Desde allí, podía hacerme una idea de la accidentada geografía de la que era acreedora Perú, al quedar al descubierto parte del valle de Huaylas y las dos cordilleras centrales del país. Callejón de Huaylas y sus dos cordilleras Frente a mí se alzaban los picos más altos de Perú, siendo el mayor de ellos el monte Huascarán, de 6768 metros de altitud. Comencé a prepararme mentalmente, pues al siguiente día una de las agencias turísticas en Huaraz me llevaría, junto con un grupo de aventureros, a escalar a una de las lagunas más hermosas dentro de la imponente Cordillera Blanca, justo al lado del Huascarán El frío viento, mi piel quemada y la altitud de las que sufría en Wilcacocha no serían nada comparado ante lo que me enfrentaría después Con la mejor de las postales del recuerdo descendí la montaña para volver a Huaraz, y descansar un poco para mi siguiente aventura
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