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AlexMexico

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Relatos publicado por AlexMexico

  1. AlexMexico
    Algo muy común que pasa con los no europeos es que nuestra idea del viaje perfecto por Europa es siempre a bordo de un tren. Maravillosos paisajes, flexibilidad de horarios y acceso a los pueblos más recónditos del continente. Y hay mucha razón en ello. De verdad la hay.
    Pero hay algo más de lo que los viajeros muchas veces no somos conscientes: los precios de los billetes de tren no son baratos.   Además, Europa parece ser pequeño para los que venimos de países como México o Estados Unidos. Pero vamos, las distancias entre país y país van desde los pocos hasta los miles de kilómetros. Y recorrerlas en tren a veces no se adapta a nuestro tiempo si no disponemos de mucho.
    Y algo más que los novatos ignoramos es lo bajo de los costos a los que se puede conseguir un vuelo internacional en el Viejo Mundo. Todo gracias a las aerolíneas lowcost   
    Si no saben de qué hablo, échenle un vistazo a los siguientes sitios web:
    www.ryanair.com, www.easyjet.com, www.wizzair.com
    La búsqueda de vuelos es una tarea ardua para muchos viajeros primerizos que puede tornarse bastante aburrida. Pero no para alguien como yo. Especialmente cuando descubrí que mi cumpleaños (el 6 de diciembre) es el día de la Constitución española, y por tanto un día feriado para todos los estudiantes del país
    Con el aeropuerto de Santiago a pocos kilómetros de casa, mi roomie Jacob y yo sabíamos que escaparnos a cualquier parte de Europa era la opción perfecta para celebrar el puente vacacional. Pero con las reducidas opciones de destinos desde Galicia y con un presupuesto tan ajustado, nuestra mente colapsó   
    Pero un sitio web nos ayudaría en nuestra búsqueda. Su nombre es drungli.com.
    Se trata de una aplicación donde eliges el aeropuerto de salida y la fecha en la que viajas, y con el botón Take me anywhere, drungli entonces buscará los destinos más baratos entre todas las aerolíneas que operan en dicho aeropuerto.
    Sería así como conseguimos un vuelo redondo desde Santiago de Compostela hasta Frankfurt por tan solo 32 euros (sí, 580 pesos mexicanos en aquel entonces).   
    Alemania, ¿por qué no? Era casi invierno. La nieve comenzaría a caer. Salchichas, cerveza, chocolates… por un precio meramente ridículo. No veía una mejor manera de celebrar mi cumpleaños 22, lo que me llevó a comprar ambos tickets sin titubeo alguno.   
    Y si hasta entonces Jacob y yo habíamos estado alojando viajeros en nuestro apartamento y habíamos conseguido referencias en Couchsurfing (véase www.couchsurfing.com para más información) era precisamente para poder buscar un host en un momento como este. Nunca había utilizado Couchsurfing como surfer (huésped). Pero siempre hay una primera vez.   
    Con la invitación de Alex (un inglés que nos alojaría en Frankfurt) y con el vuelo pagado, no había más que hacer maletas y partir al norte. Pero todo lo barato tiene su precio.
    Nuestro primer inconveniente fue tener que faltar a clase y Jacob a su trabajo. El vuelo disponible era del 3 al 8 de diciembre, y cambiarlo representaba un alto costo extra. Así que un frío martes por la mañana (el puente comenzaba el jueves) partimos en nuestro vuelo con Ryanair, la aerolínea más barata en toda Europa.

    La compañía trabaja muy bien a pesar de todo. Muchos le adhieren una mala fama por sus precios extremadamente absurdos. Pero Ryanair tiene sus reglas, y no ofrece lugar en la cabina de equipaje ni comidas a bordo a los pasajeros que no estén dispuestos a pagar algunos euros más por los servicios.
    Después de unas dos horas en el aire llegamos a Frankfurt. Y he ahí nuestro segundo inconveniente: Ryanair no opera en el aeropuerto de Frankfurt am Main (el aeropuerto oficial de la ciudad). Ryanair solo opera en el aeropuerto de Frankfurt-Hahn, una antigua base aérea bastante alejada de la ciudad. Y con bastante me refiero a unos 120 km al oeste.   Así que básicamente nuestro vuelo no llegaba a Frankfurt, sino a algún punto del occidente alemán, prácticamente en el medio de la nada.  
    Afortunadamente Jacob se había percatado de ello antes de nuestro arribo, y gestionó la mejor forma de optimizar nuestro viaje. El aeropuerto está bien conectado por bus con varias ciudades aledañas, incluyendo Luxemburgo, Colonia, Dusseldorf y Frankfurt.
    Para ser sinceros, no es que Frankfurt nos llamase tanto la atención. Fue solo que cogimos un vuelo demasiado barato.   Cinco días en la capital financiera de Alemania podía incluso ser mucho. Así que podríamos aprovechar el tiempo dirigiéndonos a una de sus ciudades cercanas.
    Y perdido en el mapa Jacob se topó con Heidelberg, un pequeño punto 90 km al sur de Frankfurt del que no sabíamos absolutamente nada.   
    Parecía ser una ciudad atractiva. Más modesta y pequeña que su hermana del norte. Sin grandes edificios y con un castillo. Y si queríamos sumergirnos en el espíritu alemán quizá valdría la pena ver sus dos caras. La moderna y la tradicional.   
    En menos de un día Jacob nos consiguió alojo con un chico que rentaba un dormitorio en una residencia universitaria. Y en vista de nuestro nuevo plan, aplazamos nuestra llegada a Frankfurt para el miércoles por la noche, y nos quedaba aguardar por el autobús a Heidelberg.
    Realmente no hay mucho que hacer en un aeropuerto como el de Frankfurt-Hahn. Nuestro bus partía cerca de las 5:30. Y para matar el tiempo (omitiendo nuestra saludable comida en McDonald’s) decidimos recorrer un poco los alrededores.
    Mi más grande sorpresa fue ver lo rápido que oscurecía en Alemania en el horario de invierno. Apenas darían las 5 y el sol se había esfumado por completo. En verdad parecía que había llegado la hora de dormir.
    Pero no para mí. Así que caminé al vecindario más cercano para calentar un poco mis piernas (la temperatura descendía a unos dos grados para entonces).

    Paseando por los alrededores del aeropuerto Frankfurt-Hahn
    La larga espera de casi tres horas acabó cuando un gran grupo de personas abordamos el bus. Y en unas dos horas estábamos en Heidelberg.
    Jacob había recibido las indicaciones de Julian, nuestro couch, para dar con su casa. Caminamos a la parte posterior de la estación de bus y continuamos al oeste, a lo largo de una carretera que parecía bastante desolada.   
    Ninguna casa aparecía por aquel rumbo. Solo edificios industriales, talleres automotrices y alguna que otra tienda. Pero era precisamente uno de esos edificios el que habían convertido, creativamente, en una residencia estudiantil.
    Como si fuesen antiguas oficinas, dos de las tres plantas del inmueble estaban habilitadas como dormitorios, baños comunales y cocinas para los estudiantes. Y Julian estaba allí, aguardando por nosotros. Nos dio la bienvenida a la peculiar fraternidad. Para ser mi primera experiencia como couchsurfer parecía que iba a ser bastante interesante.   
    Si bien la noche parecía ya bien entrada, eran apenas las 8 p.m. Habíamos dormido en el avión y en el bus, y realmente no sentíamos sueño. Así que Julian nos ofreció dos de sus múltiples bicicletas para recorrer a gusto la ciudad.
    La cantidad de bicicletas en el bici-parking era realmente abrumadora, y denotaba el modo sustentable en el que los alemanes han decidido vivir. Por supuesto, decidimos aceptar la oferta.   
    Era difícil manejar con mi cuerpo congelándose. Casi bajábamos de los cero grados y apenas y sentía mis dedos bajo el guante. Hundía mi boca y nariz dentro de mi bufanda para poder calentarme con mi propio aliento. De verdad no estaba acostumbrado a aquel tipo de clima invernal.   
    Aparcamos las bicicletas junto a una pequeña galería y nos dirigimos a las calles del centro histórico.

    La Navidad parecía haber llegado, pero a esa hora las calles lucían poco más que desiertas. La mayoría de las tiendas y restaurantes habían cerrado ya sus puertas, y no había mucho que hacer.

    Desde el centro pudimos advertir dos de los grandes íconos de la ciudad: su puente antiguo y el Palacio de Heidelberg. Aunque para ambos sería mejor aguardar hasta la mañana para visitarlos como se merece.

    Así que rendidos, nos metimos al primer bar que encontramos y pedimos la cerveza que la mayoría tomaba: Astra, de origen alemán por supuesto.

    Luego de brindar por nuestro improvisado viaje volvimos a la residencia y descansamos para el siguiente día.
    Heidelberg es una ciudad con apenas 140 000 habitantes, por lo que su mancha urbana no es muy extensa. Julian vivía a unos 3 km del centro histórico, y tomar un tranvía fue la forma más rápida de llegar.

    La zona vieja de la metrópoli está repleta de antiguas casonas de varios metros cuadrados de superficie, la mayoría de estilos barrocos con algunos de los distintivos alemanes más conocidos.

    La mañana era bastante fresca y la gente parecía destinar el día a sus labores más cotidianas. A pesar de la alta demanda de turistas que Heidelberg suele recibir, como una de las ciudades más viejas del país, el frío otoño parece no ser la temporada favorita. Lo cual era una ventaja para nosotros.  
    Antes de adentrarnos en el centro nos dirigimos directamente a la punta este de la ciudad, pasando por corredores orillados por hermosas construcciones. Grandes viviendas con fachada de madera, iglesias góticas de órdenes luteranas. Nada parecido a lo que podía ver en México ni en España.

    La razón de nuestra visita al extremo oriental de la urbe era visitar su principal joya, el Palacio de Heldelberg, la construcción, quizá, más antigua de todas.

    Jacob junto al Palacio de Heidelberg
    Se tiene pensado que esta fortaleza existe desde los tiempos en que los celtas dominaban esta zona de Europa Central. Mientras los pueblos germánicos expulsaban a los romanos, se apoderaron de las ruinas de sus construcciones.
    A pesar de su origen medieval, su fachada actual data del Renacimiento, cuando se hicieron las mayores modificaciones a su estructura.

    Si bien las diferentes guerras sostenidas a lo largo del tiempo y algunos desastres naturales redujeron su esplendor a solo ruinas, se tiene el registro de que el Palacio de Heidelberg fue uno de los más monumentales castillos del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico,   estado antecesor de la actual República Alemana.
    El alcázar se encuentra en una hermosa área boscosa en lo alto de un monte, a unos 80 metros de altura en relación con el resto de la ciudad, y caminar entre ella era como estar en un antiguo cuento del Medievo.   

    En su exterior, del lado oriente, unos extensos senderos y jardines conducen a la punta de la ladera del Königstuhl, la colina que domina la ciudad.

    Desde ahí tuvimos vistas increíbles de la cara lateral del palacio y del centro de Heidelberg.

    Lo que la neblina de aquella fría mañana nos dejaba admirar era simplemente magnífico. Era tal y como había imaginado a una antigua villa alemana renacentista. En un valle, a la orilla de un río, con su campanario sobresaliendo de los tejados en V y su puente de piedra que conectaba ambas partes.

    Era como viajar en el tiempo de vuelta al siglo XV.

    Bajamos de la colina para dar un paseo por el centro histórico de Heidelberg, esta vez con toda la actividad del mediodía y con la luz del sol (aunque fuese ocultada por el espesor de la niebla).
    Una mágica sorpresa que Alemania tenía preparada para mí eran los mercados navideños que tienen lugar cada diciembre.
    Si bien Alemania no es precisamente el origen del personaje de Santa Claus, Papá Noel, San Nicolás o como se le conozca en cada país, la mercadotecnia moderna ha dibujado su mítica figura en pequeños pueblos nevados de tejados de madera y arquitectura germánica. Y era imposible no sentirse en una de esas villas de ensueño caminando entre las calles de una Heidelberg decembrina.   

    Los mercados navideños consisten en stands comerciales y publicitarios posados en las plazas centrales de la ciudad. Por supuesto, cada uno decorado con la temática navideña de costumbre.

    Osos, renos, pingüinos y el infaltable Santa Claus adornaban las fachadas de cada kiosco donde se ofrecían todo tipo de productos y servicios que la época ameritaba.
    Una pista de patinaje sobre hielo, chocolate caliente, café, caramelos, figurillas de colección, esferas, bolsas de regalo, y hasta cerveza de barril.   

    La temperatura oscilaba los cero grados, pero la hospitalidad del pueblo alemán que gritaba y cantaba en aquel encantador mercado me hacía sentir más cálido que nunca.  
    Un paseo por la Karlsplatz y la calle Hauptstrasse fue para mí, prácticamente, vivir por un instante en un cuento de navidad.   

    La cantidad de productos alemanes a la venta era realmente vasta. Los apetitosos quesos, los barriles de cerveza, las butterschneeballen (bolas de nieve de mantequilla) y demás postres locales con nombres sumamente extensos y difíciles de pronunciar relucían en las vitrinas y aparadores de cada tienda. Pero un mercado de navidad es la ocasión perfecta para sacar provecho de los visitantes. Y, por supuesto, los precios suelen ser más altos.   

    Entre tantos productos y souvenirs disponibles sabía que debía comprar de forma estratégica. Gastar lo menos posible y disfrutar lo máximo.
    La elección para mi desayuno fue un gofre con crema batida y un chocolate caliente. Sencillo, barato, calórico y europeo.   

    Llegamos a la Marktplatz, la plaza central de Heidelberg, ubicada justo al lado de la antigua catedral.

    La Heiliggeistkirche, o Iglesia del Espíritu Santo, es una capilla de origen medieval y, como la mayoría de las iglesias postluteranas de Alemania, de estilo gótico. Después de calentar nuestra temperatura corporal un poco en su cálido interior, Jacob y yo seguimos nuestro recorrido hacia la segunda efigie de la ciudad.
    El puente antiguo, formalmente nombrado Puente de Carlos Teodoro en honor al príncipe que lo mandó a construir, es una de las postales más famosas de Heidelberg.

    En el lado sur de la rivera del río Neckar, que divide a la ciudad en dos, se alza una hermosa puerta custodiada por dos torres, misma que iconiza la totalidad del puente.
    Lo más maravilloso no fue caminar por su superficie de rocas, sino las estupendas vistas que desde allí se ofrecían.

    El imponente castillo sobre lo alto de todo el centro histórico, y a su vez dominado por la nubosidad del bosque a sus espaldas.

    Unas calles más al oriente la urbe parecía tocar su fin. Pero nuestra vista se dirigía siempre hacia el lado sur del río, donde se formaba un cuadro perfecto entre la torre del puente y el campanario de la catedral.   

    El puente de rojizas paredes llevaba a una zona un poco despoblada al pie de una gran colina arbolada, desde donde aprovechamos los mejores ángulos para fotografiar a la desconocida Heidelberg.

    Cuando el hambre volvió a nosotros, caminamos de regreso a la Marktplatz, en busca del mejor platillo alemán para nuestro estómago.
    Si pensaba en qué debía probar estando en Alemania, la primera respuesta para mí y para muchos era evidente: salchichas y cerveza.

    Pero la elección no era nada fácil. Por supuesto que la cerveza más barata a consumir era la de barril que ofrecían en todos los stands. Pero, ¿qué había de las salchichas?
    Con una oferta tan grande me dejé guiar por mi instinto. Y mi olfato me llevó hasta las salchichas bratwurst.
    Si bien el término bratwurst abarca una gama entera de embutidos alemanes, las bratwurst han devenido en un platillo célebre por lo fácil de su consumo. No hace falta estar sentado; no hace falta usar un plato. Sólo se necesita hambre y un buen estómago para digerir la carne de cerdo.   

    Las Rostbratwurst son, específicamente, las salchichas preparadas a la parrilla. Y es común comerlas en un pan (que me recordó al bolillo) acompañadas por papas fritas o chucrut. Yo en lo personal quise comerla al natural.
    A partir de entonces haría oficial mi adicción a las salchichas bratwurst, y no podría dejar de comerlas en toda mi estancia en Alemania, además de buscarlas hasta en los rincones más escondidos de España, México o cualquier país donde me encontrase.   

    Como postre no hubo nada mejor que un chocolate, también bastante típico alemán.   Es gracioso saber que ingredientes como el cacao y la vainilla provienen de las culturas mesoamericanas de México. Pero hay que aceptar que fueron los europeos, en especial los suizos, franceses y alemanes, quienes agregaron los ingredientes precisos para crear delicias como el chocolate con leche (vamos, los aztecas fumaban el cacao y lo preparaban con chile… no suena muy apetitoso, ¿o sí?)

    Antes de caer a la tentación y seguir comiendo salchichas y dulces,   dejamos el mercado para conocer la orilla del río y el resto del centro histórico.

    Nos topamos con viviendas flotantes, al estilo holandés, que se estacionaban justo al frente de las ostentosas y clásicas casonas junto al río Neckar.

    Las calles empedradas nos llevaron por barrios residenciales cada vez más bellos y detallados, que parecía que los balcones decorados y los tejados en V eran una obligación inmobiliaria.

    Nuestra andanza terminó de frente a un edificio administrativo de la Universidad de Heidelberg, nada más y nada menos que la universidad más antigua de toda Alemania.

    Esta es quizá la razón más poderosa por la que miles de jóvenes deciden mudarse a la ciudad para hacer sus carreras de licenciatura e ingeniería. Pero no cabe duda de todo lo mágico que Heidelberg puede albergar en cada uno de sus rincones.

    Historia, monumentos, arquitectura, naturaleza, paisajes, cerveza, salchichas y la Navidad.

    Heidelberg me había sorprendido en todas las medidas posibles. Para ser una ciudad que apenas y apareció en nuestro mapa y a la que dudamos en visitar o no, había valido completamente la pena.
    Ahora era tiempo de regresar por nuestras cosas a la residencia de Julian, de donde caminamos a la estación de bus para coger nuestro próximo destino: Frankfurt am Main.
    Pueden ver todas las fotos en los siguientes álbumes:
  2. AlexMexico
    El frío mes de enero había llegado y las vacaciones habían terminado para la mayoría en España. Para mí también. Aunque para ser sinceros yo seguía en Madrid, sin tener una idea muy clara de qué es lo que haría hasta volver a Santiago de Compostela para hacer mis últimos exámenes semestrales a mediados del mes.
    Mi familia había regresado a México después de pasar dos semanas conmigo durante las navidades. E incapaz de pagar más noches en el hotel y en vista de los ocho días libres que me quedaban por delante, decidí usar el arma que como viajero siempre tenía guardada: Couchsurfing.
    En mi ardua búsqueda por los múltiples perfiles de couchsurfers en Madrid fue Agustín, un argentino del norte, quien aceptó mi solicitud y decidió alojarme por algunos días. Él, al igual que yo, hacía un semestre de estudios en España.
    Así que inicié el año 2014 mudando mis maletas del hotel a la casa de un desconocido. Un couchsurfer más que me llevaría a lo inesperado.
    Agustín vivía en el barrio de La Latina, al oeste de la ciudad, en un piso bastante cómodo junto con un español y una alemana. Y como yo, pasaba sus primeros días de enero relajándose en casa, pues no volvería a clases dentro de un corto tiempo.
    Pese a su considerada oferta de alojo en su casa yo no quería sentirme un parásito,  viviendo una semana entera con él sin hacer nada de interés, pues ya había visitado la mayoría de las cosas en Madrid.
    Y como mi cuenta bancaria lucía casi vacía y debía guardar la mayoría para mi viaje final (que ya había planeado) creí que sería una buena idea aventurarme a hacer algo bastante nuevo para mí: viajar haciendo hitchhiking (pidiendo rides en la carretera).
    Deseaba explorar un poco más el sur de la península, y llegar de ser posible a las ciudades andaluzas de Córdoba y Sevilla, de las que todo mundo me había hablado maravillas.
    Cuando le dije esto a Agustín en él surgió un cierto interés. Tampoco tenía muchos planes y tampoco había conocido el sur. Y cuando supe que él era un hitchhiker experimentado en su natal país, no dudé en invitarlo a unirse a mi travesía.
    En los próximos días planeamos nuestro viaje juntos, tomando en cuenta dos cosas importantes que a ambos nos faltaban: una chaqueta invernal para él y una buena mochila para mí.
    Había conseguido una mochila de backpacker en México, pero era demasiado grande para unos cuantos días de viaje. Además resultó ser de mala calidad y se habían roto los tirantes. Fue entonces que decidí invertir en una buena maleta que resistiese las peripecias de un buen viajero.
    Por 40 euros una Boomerang de 40 litros en El Corte Inglés fue la mejor promoción. Y para Agustín una casaca que una amiga suya en Madrid le prestó lo protegería del invierno andaluz, que nos habían contado podía ser bastante crudo por las noches.
    Con todo listo partimos apenas pasado el Día de Reyes y apenas comenzado el año. Ahora Agustín y la carretera eran mis guías, a quienes había entregado mi confianza plena para que me llevasen hacia el sur gastando lo menos posible.
    Nuestra aventura comenzó en Getafe, al sur de la ciudad de Madrid, lugar que habíamos leído era el mejor para coger un ride.
    Pero la carretera era demasiado amplia, había un distribuidor vial, mucho tráfico y poca esperanza de que alguien parase.  Como viejo hitchhiker, Agustín supo que debíamos movernos, y caminamos hacia una calle contigua a la autopista, un poco escondida y donde nos posamos frente a una tienda de autoservicio.
    En pocos minutos un hombre paró, y nos dijo que ese no era lugar para conseguir un aventón. Nos dejó subir al auto y nos ofreció dejarnos en la próxima gasolinera, donde podríamos conseguir algo mucho más fácil.
    Avanzamos apenas unos pocos kilómetros sobre la carretera nacional A-42, que llevaba hacia Toledo y luego hacia Andalucía. El hombre nos dejó en la estación de gas y siguió su camino. Él iba apenas un pueblo más adelante y no tenía sentido que nos llevase hasta allí.
    Así que tomamos nuestras mochilas y todo nuestro entusiasmo para levantar el dedo a cada auto que pasaba.
    Creímos que sería mejor si la gente sabía a dónde queríamos ir. Así que cogimos un pedazo de cartón y escribimos con un marcador y en letras grandes “Córdoba”. Con suerte mucha gente regresaría de sus vacaciones con dicha dirección.
    En menos de media hora apareció una patrulla. En seguida el policía que la conducía se orilló frente a nosotros y nos llamó. No había de qué preocuparse, no iríamos a la cárcel. Pero nos dijo que “hacer dedo” estaba prohibido en España. Y no se multaba a quien pedía el aventón, sino a la persona que recoge. Así que nos invitaron a caminar hacia la gasolinera y pedir individualmente de coche en coche si nos podían llevar. Pero no junto a la carretera. No donde pudiésemos distraer a los conductores.
    Eso nos decepcionó bastante y bajó nuestros ánimos hasta el suelo. ¿Cómo se supone que haríamos dedo sin estar en la carretera?
    Si no queríamos ser arrestados no teníamos más opción que acatar las órdenes del oficial.
    Desanimados, volvimos a la estación de gas y nos paramos justo en la entrada/salida, donde todos los conductores podían vernos con nuestro letrero.
    Uno tras otro pasaban y a nadie parecía causar alguna sensación nuestra rara presencia. Ahora entendía lo que era ser ignorado. Era mi primera vez haciendo dedo y estaba descubriendo el verdadero significado de “paciencia”.
    Agustín parecía estar más tranquilo. Su experiencia en viajes le había enseñado varias duras lecciones. Pero aceptó que en Argentina había sido más fácil ser recogido. Eso me preocupaba aún más. 
    Decidimos probar suerte preguntando directamente a los conductores, como nos lo había sugerido el policía. Para ello debíamos poner nuestra mejor cara, una buena sonrisa y entonces abordar a la gente. Tarea dura. Y ante la cual también fracasamos.
    Teníamos algo de comida en la maleta, pero mi hambre era voraz. Y combatiendo a todos mis males que me detenían ante gastar dinero, me dirigí hambriento al Burger King de enfrente y compré una hamburguesa de un euro. No era lo mejor, pero era barata y llenó mi estómago por un momento.
    Habían pasado más de tres horas desde que estábamos en la estación. Y más de cinco horas desde que salimos de Madrid. Nunca creí que coger un ride fuera tan difícil.
    Agustín quiso intentar con uno de los camioneros que conducía un enorme tráiler. “Normalmente ellos viajan solos y no les cae mal algo de compañía”, dijo. Tenía lógica, y no teníamos nada que perder.
    El hombre era pequeño, de un metro sesenta quizá. Moreno, barrigón, una cachucha en la cabeza, una coca cola en la mano. Era la típica imagen de un trailero.
    Cuando nos acercamos él sabía lo que buscábamos. Y desde pronto nos advirtió que solo podía llevar a uno de nosotros. “Me detienen si descubren que llevo más de un pasajero. Lo siento chavales”.
    Por un momento pensé en ofrecerme a ir con él y dejar que Agustín probase suerte con algún otro camionero. Estaba desesperado y nadie parecía estar interesado en llevarnos. No teníamos tienda de campaña y no podíamos acampar allí, ni pretendíamos pagar un hotel en la carretera si se hacía de noche.
    Pero habíamos iniciado esto juntos y así debíamos llegar a nuestro destino. Dividirnos no era una buena opción.
    El camionero nos invitó a fumar un porro detrás de unos almacenes. Estaba actuando demasiado extraño, para mí. Pero no para Agus. Él sabía cómo eran los camioneros, y sabía que había que seguirles el juego para ser llevados. Así que fuimos con él, más ninguno de los dos tocó el porro de marihuana. ‼️
    De hecho, Agustín sabía el riesgo que corríamos si cargábamos con marihuana por la carretera haciendo dedo. Sobre todo en un país como España. Por ello, él dejó toda su mercancía en casa y yo, bueno, yo no soy precisamente fan de la marihuana.
    Finalmente el camionero se fue, y no aceptó llevarnos a ambos. Y más decepcionado que antes volví a la gasolinera y me senté frente a mi mochila con el letrero en mano, que ahora decía solo “Andalucía”.
    Ante mi cara larga, cansado y aún con hambre, un hombre de unos 35 años se me acercó y me dijo: “Os he visto desde que llegué a comer al restaurante. Pensé que ya habían cogido un aventón. Yo voy a Granada, si les sirve de algo”.
    Mi cara se iluminó. A alguien le importábamos. Alguien considerado y solidario quería ayudarnos. Era lo mejor que me había pasado en mucho tiempo. Todo ello pensé en pocos segundos antes de soltar de mi boca un: “¡claro, nos sirve de mucho! ¡aceptamos!”.
    Corrí a buscar a Agus, quien aún probaba suerte con quienes ponían gasolina en sus coches. Grité: “¡deja eso, que ya tenemos ride!”.
    Nos apresuramos y alcanzamos al chico en su auto, de quien lamentablemente no recuerdo su nombre. Solo sé que estaba casado con una chica inglesa y que él, en su no lejana juventud, también había viajado a dedo por España e Inglaterra. Ahora entendía el porqué se había solidarizado con nosotros.
    Ahora nos dirigíamos a Granada. Una vez más me dirigía a la perla de Andalucía, a la antigua capital nazarí en la que dos meses antes había vivido una de mis mejores fiestas junto a mi amiga Henar y Alex. ¡Pero qué importaba! Podíamos intentar ir a Córdoba después. Al menos teníamos transporte y un destino seguro.
    Desde un día antes habíamos enviado solicitudes de Couchsurfing a varios perfiles en Córdoba. Ahora, lo primero que hice al subirme al auto, fue enviar muchas otras solicitudes a los perfiles de Granada. Con suerte alguien nos acogería aquella fría noche.
    Pasamos unas tres horas en el viaje hablando con nuestro nuevo amigo y escuchando sus viejas aventuras en Jaén e Inglaterra.
    Cuando nos preguntó si teníamos ya un lugar dónde dormir yo esperaba fervientemente que él nos ofreciese un pequeño rincón en su casa.  Pero no podíamos pedirle más. Y ahora todo dependía de los couchsurfers.
    Llegamos a Granada cerca de las 7 pm. El chico nos dejó cerca del centro de la ciudad, junto a un centro comercial. Dimos las gracias y lo vimos partir. Ahora estábamos nuevamente solos. Y sin respuesta de ningún couch, nos dispusimos a caminar y buscar algún sitio para dormir. La noche era fría y dormir en un parque no era una buena alternativa.
    Yo ya había estado en Granada y conocía las calles del centro. Aunque la vez pasada me había alojado en el apartamento del primo de Henar. Y sin otra alternativa, decidí buscar un hostal en Hostelworld y dirigirme al lugar con el precio más bajo.
    Mientras tanto, nos topamos con un mochilero en la calle principal que parecía algo perdido. Su nombre era Keiran, un neozelandés de origen iraní que estaba en España para trabajar como voluntario en una granja de la Sierra Nevada.
    Le hablé en inglés y le dije que estábamos buscando un hostal. Él respondió que debía hacer lo mismo y decidimos buscar uno juntos.
    Caminamos hacia la parte norte de la catedral, donde un hostal ofrecía una noche por 8 euros. Era un precio imposible, pero era temporada baja y era Granada, la ciudad (casi) más barata de España.
    Aceptamos sin dudar y tomamos una cama en una habitación compartida por dos noches. Así podríamos disfrutar de la ciudad sin tantas prisas.
    Agotado, pero feliz de haber logrado mi primer viaje a dedo,  invité a los chicos a comer unas tapas en uno de los mejores bares en los que había estado en la ciudad, junto a la Gran Vía, donde por 2.5 euros recibimos una cañita (cerveza), un bagel, ensalada de pasta y papas fritas.
    Al día siguiente quise mostrarles un poco de lo que bueno que tiene Granada, y de lo que yo había podido disfrutar dos meses atrás.
    En el hostal conocimos a otros dos argentinos. Uno de ellos era Nacho, quien también había estudiado un semestre en Madrid y ahora estaba de vacaciones.
    Los cinco entonces decidimos dar un paseo por la ciudad, comenzando por la imponente catedral, donde están las reliquias de los Reyes católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.

    A sus pies me abordó una gitana, quien no dudó en tomarme de la mano y empezar a “leer mi futuro”, sin que yo se lo hubiese pedido.
    La mujer habló tan rápido que pocas fueron las palabras que entendí. Pero al final pude entender perfectamente su mensaje: “algunos euros para ayudarme”.
    No tenía casi dinero. Tenía que comer y sobrevivir unos días más antes de llegar a Santiago. Así que le dije sutilmente que no.
    Después de ello su semblante cambió. Su rostro lucía enojado y comenzó a hablar en un idioma extraño. Yo me alejé rápidamente, un poco atemorizado, para ser honesto. Ahora veía por qué la mayoría de la gente huía de ellos.
    En vista de que ninguno de los argentinos ni Keiran quería pagar la entrada a la Alhambra, la mejor atracción de Granada, decidí llevarlos al Albaicín para recorrer sus callejuelas de estilo árabe hasta llegar a las antiguas casas de los gitanos en el Sacromonte.
    En una de ellas pudimos entrar para admirar las pinturas de uno de los artistas que vivió allí hace varios años. Y aprovechamos su patio exterior para tomar un descanso y para que los argentinos me enseñasen el arte del mate.
    Como buenos argentinos, los tres cargaban su mate con hierba y un termo con agua caliente para beberlo cuando les diese la gana. Y el mejor momento era allí, sentados en círculo en el maravilloso barrio gitano de Granada.
    Después los llevé hasta el mirador del Sacromonte, donde tuvimos una vista espectacular de la Alhambra con la Sierra Nevada a sus espaldas.
    Es increíble cómo Granada, a tan solo unos kilómetros de la playa, es el único lugar en España del sur donde se puede hacer esquí en el invierno.

    Y para completar aún más la postal, un par de músicos tocaban y cantaban flamenco sentados frente al imponente palacio nazarí, a quienes no dudé en comprarles uno de sus CDs. 
    Sin duda, volver a Granada era algo que no me molestaba en lo más absoluto. Y fue el momento para aceptar que Granada es mi ciudad favorita en España. Una ciudad a la que podría volver a cada instante.
    Bajamos del Sacromonte y el grupo se separó. Algunos volvieron al hostal y Agustín y yo seguimos caminando por el Albaicín, conociendo sus hermosas casas por dentro y por fuera.
    Terminamos nuestro tour en el Callejón de los Tristes, al pie de la Alhambra, de donde volvimos al hostal a comer y descansar un poco para el próximo día, en que nos aventuraríamos nuevamente para coger un ride, esta vez más al oeste, hasta la ciudad de Sevilla.

  3. AlexMexico
    El fin de una larga estadía fuera de casa es siempre un momento triste. No importa dónde estemos, las despedidas nunca son fáciles para nadie. Y tampoco para mí.
    Para mediados de enero había pasado ya cinco meses en España, y prácticamente cuatro meses viviendo en Santiago de Compostela, una ciudad que me había dado mucha lluvia y nuevos amigos.
    Mi vuelo de vuelta a México estaba programado para el 12 de febrero, lo que quería decir que al terminar mis exámenes me quedaban todavía más de veinte días libres en Europa.
    Era invierno, un frío invierno, y mi presupuesto se había reducido a pocos pesos en mi cuenta bancaria. Por lo que en un principio mis planes no iban mucho más allá de quedarme en la ciudad o esperar mi partida en Madrid. Pero en el mes de diciembre recibí mi mejor regalo de Navidad.
    Mi universidad me envió un correo notificándome de un último depósito antes del día 20. Había hecho todo lo posible por dejar mi apartamento antes y no generar más gastos hasta antes de regresar. Pero ese último depósito salvó mis últimas vacaciones.
    Sin dudarlo mucho tiempo me dirigí a la mejor página web de viajes que había conocido en Europa, www.drungli.com (aunque debo decir que funcionaba mucho mejor hace tres años que el día de hoy).
    Su secreto era buscar el vuelo más barato con un origen y una fecha específica, sin importar el destino y la clase de aerolínea. Con un botón que decía “take me anywhere”, drungli me dirigió a todas las aerolíneas lowcost de Europa para armar mi próximo viaje de manera aleatoria.
    Y habiendo gastado menos de 250 euros visitaría nueve ciudades a lo largo del continente, desde la costa española hasta la fría Europa del este. Y mi primer destino era Barcelona.
    Al abordar el avión en el aeropuerto de Santiago intenté no pensar en lo que dejaba atrás y, más bien, pensar en lo que venía por delante.  No quería llegar a Barcelona empapado en lágrimas pensando en los inolvidables meses que viví como un estudiante en Galicia. “Todavía no termina”, me dije. Y miré los increíbles viajes que me esperaban.
    Como siempre, mi viaje fue planeado en su totalidad con transportes baratos y Couchsurfing, la mejor red de huéspedes de la que me he valido hasta ahora.
    Llegué cerca del mediodía al aeropuerto de Barcelona-El Prat, donde mi nuevo host, Eloi, me recogió en su coche.
    Aunque estábamos a mitad de enero, el día era bastante soleado y me hacía olvidar un poco al triste, gris y nublado cielo de Galicia. Eloi me recibió con una gran sonrisa y eso me hizo olvidar un poco la melancolía que recorría mi mente.
    No obstante, me sorprendí de la bondad que se podía encontrar en Couchsurfing cuando me enteré de que él había pedido el fin de semana libre para poder pasar conmigo algún tiempo, y que había rentado el coche en una comunidad de car sharing solo para poder recogerme en el aeropuerto.
    “No era necesaria tanta bondad”, le dije. “Eres mi primer couchsurfer y quiero ser el mejor anfitrión”, respondió.
    Sin nada más que decir que un sincero “gracias”, me llevó hasta su estudio-apartamento ubicado en el céntrico barrio de Gracia.
    Nacido y criado en Barcelona, Eloi conocía a la perfección la ciudad como para poder mostrarme lo mejor en aquel fin de semana. Y aprovechando el sol del mediodía salimos a recorrer un poco la ciudad, no sin antes parar a comer unos buenos pinchos españoles, que incluían tortilla de patatas, croquetas y un quiche bastante francés.
    La historia de Cataluña, y especialmente de Barcelona, me había llevado hasta allí con un sinfín de dudas.
    Había visto la reacción de los madrileños al perder las elecciones para los Juegos Olímpicos del 2020, mismos que Barcelona ya ha tenido en 1992 y que es una más de sus eternas rivalidades. Había leído mucho sobre la intención de Cataluña de separarse de España. Había escuchado ya a dos catalanes hablando catalán. En fin, Barcelona parecía ser una ciudad única que podría hacerme sentir fuera de España estando dentro de España… y no estaba tan equivocado.
    Nuestro tour comenzó en el emblemático Paseo de Gracia, una de las principales avenidas de la ciudad que cruza el distrito central de Ensanche. Es una especie de Campos Elíseos de Barcelona.
    No son solo las tiendas a sus costados lo que la hacen tan famosa, sino los numerosos y curiosos edificios que dotan de identidad a la ciudad.
    No se puede hablar de Barcelona sin mencionar a Antoni Gaudí, uno de los arquitectos más famosos en la historia. Y para quien no lo conozca, basta solo googlear su nombre y echar un vistazo a sus inigualables creaciones.
    Antoni Gaudí fue conocido por su incomparable manera de diseñar edificios, a veces recurriendo a la maquetación sin un plano previo, o improvisando ideas a la marcha ya en la etapa de construcción.
    Su imaginación lo llevó a límites extremos en su época (finales del siglo XIX y principios del XX), esquivando las formas geométricas y dejándose inspirar por la naturaleza, lo que finalizó en el nacimiento del modernismo catalán y en edificios de formas totalmente orgánicas.
    Uno de los mejores ejemplos es la Casa Batlló, número 43 del Paseo de Gracia, cuyo primer dueño fue precisamente la adinerada familia Batlló.

    Su fachada no era algo que pudiera comparar con ningún imaginario previo. Su alocado diseño era simplemente algo que no creía posible a principios del siglo pasado.
    Columnas parecidas a huesos humanos, balcones en forma de antifaz, ventanas de colores y paredes decoradas con restos de mosaicos y azulejos que formaban un conjunto vívido y primaveral, adornado en su parte superior por una cruz de cuatro brazos que denota el amor que Gaudí poseía por la religión católica.

    Para mí era algo así como una casa sacada de un cuento de hadas. Pero allí no acababa lo mejor.
    A lo largo de la avenida Eloi me mostró varias de las obras más importantes de la arquitectura modernista catalana, que incluían obras de maestros un poco menos conocidos a nivel mundial, como Lluis Domènech y su maravillosa Casa Lleó Morera.

    Otro gran arquitecto fue Josep Puig, creador de la Casa Amatller, un edificio con una fachada plana de forma triangular que mezcla el gótico, el flamenco y el increíble modernismo que da como resultado una casa de ensueño donde cualquiera quisiera vivir.

    Al final del paseo llegamos a una enorme plaza desde donde comenzaba otra famosa avenida llamada Las Ramblas, famosa por estar orillada por restaurantes, cafés, comerciantes de prensa, flores, aves, artistas callejeros y un sinfín de atracciones que la hacen lucir llena a todas horas de la tarde.

    En el extremo sur llegamos al Puerto Antiguo de Barcelona, repleto de pequeñas embarcaciones y yates privados y cuna de la ciudad fundada hace cientos de años.

    A su alrededor hay numerosas atracciones, como un centro comercial, un acuario, un lujoso hotel y el moderno World Trade Center, dotando a Barcelona de instalaciones de talla mundial.

    El puerto antiguo es un lugar perfecto para relajarse dentro de una zona metropolitana de más de cinco millones de habitantes.

    Volvimos a pie por la ciudad antigua serpenteando el llamado Barrio Gótico, el vecindario más antiguo de la urbe que forma el centro histórico actual.

    Eloi me mostró los edificios más emblemáticos de la antigua Barcelona, como el Palacio de Gobierno de Cataluña y la Catedral de la ciudad.

    Catedral de Barcelona
    Todos aquellos edificios se ubican sobre las antiguas ruinas de lo que fue un asentamiento romano que hoy testifica el cambio de la humanidad a través de los siglos.
    Volvimos a casa para descansar, mientras yo sentía un ligero ardor en la garganta. “Es el frío”, me dije. Algo normal que intenté ignorar y esperé que mejorara mientras dormía.
    El sábado por la mañana Eloi me dejaría a mi suerte. Él tenía cosas que hacer y decidimos vernos al final de la tarde.
    No muy lejos de Gracia caminé hacia el monumento más emblemático del arquitecto Antoni Gaudí y que se ha convertido en el ícono de Barcelona por excelencia: la Sagrada Familia.
    Con el título oficial de la Iglesia católica de Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, su belleza no solo radica en su fachada exterior, sino en la cantidad de enigmas que envuelven su construcción.
    Antoni Gaudí inició su construcción en el año 1882 y en sus planos hizo toda una síntesis de la arquitectura naturalista y de su estilo personal, siendo la obra cúspide del arquitecto.
    Pero Gaudí murió y solo fue testigo físico de la cripta y del ábside, dejando los planos listos para la continuación de su construcción. Pero descifrar los planos de un arquitecto como él no es una tarea fácil.
    El templo no ha sido terminado y se sigue construyendo con donaciones de origen privado, lo que quiere decir que su construcción ha durado más de 130 años.
    Es por ello que la expectativa de visitar la Sagrada Familia se rompió cuando la vi rodeada de grúas y cubierta por mallas de contención. Sin embargo, estudiar sus fachadas exteriores es todo un viaje a la extraña mente de Gaudí.

    Los detalles ornamentales del llamado Pórtico de la Fe posee un gran número de esculturas que representan la vida de la Virgen María. Y verlas de pies a cabeza significa perderse por un instante en un mundo imaginario que solo Gaudí pudo concebir.

    Las formas orgánicas inspiradas en la naturaleza son también evidentes en todo el edificio, dejando el legado de Gaudí para la posteridad de la ciudad.
    Más al sur llegué a la Plaza Monumental de Toros de Barcelona, que hoy sirve para realizar eventos musicales y deportivos. Pero es otro testimonio de una tradición española que sobrevive ya en pocos lugares del país, debido al cambio de mentalidad de las nuevas generaciones y a las leyes de protección animal.

    Un detalle interesante que noté al caminar por las calles de la ciudad fue la cantidad de banderas catalanas que vi colgadas en los balcones de los apartamentos. Por supuesto, entendí su significado como símbolo de la lucha separatista de los catalanes en España.

    Cataluña tiene una historia lejana y cercana con el resto del país, habiendo sido un principado adjunto al Reino de Aragón que poseía su propia lengua y una cierta independencia cultural y económica diferente a la castellana, corona misma que logró incorporar a Cataluña dentro del Reino Español.
    El idioma catalán ha sufrido a lo largo de los siglos. Ha estado a punto de perderse en muchas ocasiones, siendo la más reciente la dictadura de Franco, donde fue estrictamente prohibido.

    Hoy Cataluña lucha por regresarse a sí misma lo que intentó serle arrebatado; pero muchos quieren más que eso. Quieren que Cataluña sea un país soberano reconocido por España y por el mundo.

    Caminé hacia el sur por la calle Carrer de la Marina que me llevó justo hasta la costa donde se estableció la Villa Olímpica en 1992.

    Aunque era pleno invierno y la temperatura no era precisamente la más cálida, las playas de Barcelona me dieron esa brisa mediterránea que necesitaba para continuar los siguientes días en el resto de la fría Europa.

    Habiendo vivido toda mi vida en la costa este de México la playa será algo que siempre me hará falta, esté donde esté.

    El litoral barcelonés cuenta con nueve playas de alto nivel con todo el equipamiento necesario para dar a los turistas y locales la mejor de sus estadías.
    El arte en Barcelona es algo común de encontrar en cada rincón de la metrópoli, y la playa no puede quedarse detrás.

    Tras relajarme unos instantes frente al mar volví a girar al norte rumbo al Parque de la Ciudadela, que aloja al parlamento catalán, algunos museos y al célebre Arco del Triunfo de Barcelona, que recuerda al mundo la importancia de la ciudad que alojó dos veces una Exposición Universal en 1888 y en 1929.

    Al caer el ocaso me reuní con Eloi y sus amigos en un bar local para probar algunas cervezas.

    Eloi resultó ser un VJ profesional. Sí, VJ. Un Video Jockey. Se encargaba de todos los efectos de video para algunos de los mejores clubes nocturnos de la ciudad.
    Y como buen sábado en la noche no quiso dejarme ir sin conocer la famosa vida nocturna de Barcelona. Así que volvimos a casa para cambiarnos de ropa y fuimos junto con una de sus amigas a uno de los clubes donde él trabajaba.
    Para ese entonces mi garganta estaba casi cerrada. Había comprado algunas pastillas para chupar. Pero el ardor era cada vez más intenso. Y tristemente decidí no beber nada frío para evitar empeorarla.
    Le entrada de la discoteca estaba repleta, como de costumbre. Pero Eloi conocía a todos, y como los más privilegiados tuvimos una entrada gratis y exclusiva antes que los demás. Era entonces que me daba cuenta de la suerte que Couchsurfing me podía brindar.
    La discoteca era enorme, con varias salas de música electrónica. Algunas más lounge, algunas más chill out. Y la más grande, por supuesto, con la mejor música tecno house del momento.
    Me sentía decepcionado por estar en una de las mejores discotecas de Barcelona con entrada gratis sintiéndome no del todo bien por mi garganta. Pero decidí ignorarlo.
    Eloi y su amiga me ofrecieron algunos tragos sin mucho hielo, a lo que accedí para integrarme un poco al ambiente. Estaba en una noche de sábado en Barcelona con dos chicos muy agradables y debía tratar de disfrutarlo.
    La noche de fiesta terminó para nosotros muy cerca de las 6 a.m., cuando volvimos los tres al apartamento para dormir, ya derrotados.
    A la siguiente mañana la lucha por despertar fue bastante ardua. Eloi tenía dolor de cabeza y yo no soportaba el dolor en mi garganta.
    Pero comimos algo para reponernos y salimos un poco para aprovechar el día antes de que el sol se ocultase. Era mi último día en la ciudad y no podía irme sin conocer otra de las joyas de Gaudí: el Parque Güell.
    En 1900 el empresario Eusebi Güell encargó al ya famoso Gaudí una villa alejada del ruido de la ciudad para familias adineradas, rodeadas por la belleza natural de la zona.
    El resultado fue este parque surrealista que hoy está abierto como un sitio público para los barceloneses y turistas.

    Es otra de las muestras del amor de Gaudí por la arquitectura orgánica y naturalista que comenzó a practicar a principios del siglo XX.

    La entrada al parque está marcada por un par de pabellones que parecen dos pequeñas casas de jengibre donde vive algún personaje de un cuento de hadas, coronadas por techos de mosaicos y una colorida cruz católica en lo alto.

    Tras ella subimos por una escalera donde se hallan dos fuentes y una escultura que se ha convertido en el símbolo del parque. El llamado Dragón de la Escalinata, o Dragón de Gaudí. Aunque más bien simula ser una salamandra.

    Todas esas pequeñas y particulares esculturas denotan el perfeccionismo de la técnica trencadís, que él mismo creó, donde juntaba pequeños restos de mosaicos de distintos colores para tapizar una figura.
    En lo alto de la escalinata llegamos a lo que parecía ser una imitación de un antiguo templo griego, con columnas estriadas que parecen ser de mármol, aunque no lo son.

    Dichas columnas sirven para sostener la explanada principal del parque, donde ya se acumulaban algunos charcos de agua que avisaban una lluviosa noche en Barcelona.

    La explanada está completamente delimitada por un banco ondulante decorado de la misma manera que el pequeño dragón y que simula la forma de las olas en la costa, que podía verse a lo lejos hacia el sur.

    Con Eloi y su amiga comiendo un bocadillo
    La situación geográfica del parque es la mejor manera de alejarse del bullicio y de tener una vista panorámica de la capital catalana.

    Tras una agradable caminata por sus pórticos y de un buen bocadillo español volvimos al coche para manejar al sur.

    Eloi quiso terminar mi visita con el antiguo Castillo de Montjuic, una fortaleza en ubicada en una de las colinas de la ciudad.

    Por desgracias la noche ya había caído, y el acceso estaba ya cerrado. Era el precio por haber tenido una gran noche de fiesta y de haberse levantado tarde… pero todo había valido la pena.
    Regresamos a casa y despedimos a su amiga, quien partió esa misma noche a un pueblo cerca de la ciudad. Al siguiente día sería yo quien se despediría de Eloi, dándole las gracias por haber sido un grandioso host y por haberme regalado tres increíbles días en Barcelona. Sin duda, había cumplido su objetivo de ser un excelente anfitrión.
    Tomé el metro hacia el aeropuerto para coger mi vuelo al próximo destino que drungli había elegido para mí: Ámsterdam.
  4. AlexMexico
    Aquellos tres increíbles días en Barcelona serían los últimos que pasaría en España por algún tiempo. Si bien el frío había logrado ya que cogiera una infección en la garganta y mi tos no paraba, nada me prevenía del frío al que luego encararía.   
    El lunes al mediodía tomé mi vuelo desde el aeropuerto de Barcelona-El Prat hacia la emblemática ciudad de Ámsterdam. La capital neerlandesa sería la única ciudad de aquel país que podría visitar. Y aunque mi presupuesto ya estaba más que reducido, aprovecharía al máximo mis dos días en la ciudad.
    Por suerte, mi viaje fue un tanto más confortable que los últimos que había hecho. Esta vez elegí la aerolínea Vueling, cuya reputación es mejor que la famosa Ryanair. Y al llegar al aeropuerto Schiphol de Ámsterdam todo mejoró.
    Las instalaciones de aquel aeropuerto de lujo me dejaron boquiabierto. Y bien me lo había ya dicho mi hermano. No por nada ha sido catalogado como uno de los mejores aeropuertos del mundo.
    Pero mi intención no era quedarme entre aviones y un suntuoso mobiliario. Mi nuevo host me esperaba en casa y la ciudad aguardaba por mí.
    Me dirigí al tren que conecta a Schipol con la zona metropolitana de Ámsterdam. Un precio bastante caro; pero al abordar entendí el porqué.
    Los trenes neerlandeses son de primer nivel. Y aunque por nada del mundo estaba dispuesto a pagar la primera clase, definitivamente me sentía en ella.
    Con wi-fi gratuito a bordo pude fácilmente localizar la dirección de mi anfitrión. El reto fue después llegar a ella sin ayuda de internet. Era tiempo de hacer las cosas a la forma antigua.
    En la estación de trenes de Ámsterdam tomé un tranvía que me llevó por el centro histórico de la ciudad. Ya desde antes de subir me había percatado de lo complicado que podía ser andar por la ciudad con un plano simétrico de sus calles, pero no cuadrado, sino semicircular.
    Unos minutos después de caminar llegué por fin al apartamento de Neil, un escocés nativo de Glasgow que me hospedaría por las siguientes dos noches.
    Vivía en uno de los antiguos edificios del centro histórico de Ámsterdam. Una de las tan famosas y alargadas construcciones por las que subir las rechinantes escaleras de madera era todo un reto, ubicadas en un estrecho pasillo con varios centímetros de altitud por cada escalón.
    Su apartamento era oscuro y se componía de dos piezas y un pasillo. El salón principal con una pequeña cocina y una mesa de madera que servía de comedor. La otra pieza con una cama y un closet en la esquina. Ventanas grandes y sin cortinas, desde las que todos los vecinos podían ver el interior. El baño era viejo y poseía una calefacción de gas. Todo el resto del inmueble estaba completamente vacío.
    Mi “cama” se compondría de dos cojines tirados en el frío suelo de madera.   Pero era todo lo que había. Neil era la única persona que había aceptado mi solicitud, y no podía externar ninguna queja. Así funciona Couchsurfing.
    Neil se quedaría en casa por la tarde, mientras yo decidí salir a dar un paseo por la ciudad.
    Es verdad que la mayoría de los turistas jóvenes se sienten atraídos por Ámsterdam y viajan hasta ella por su ambiente liberal, con la prostitución y la venta de drogas legalizadas. Pero ese no era mi caso (no principalmente). Ámsterdam ha sido una pequeña pero importante y bella ciudad en Europa a lo largo de los siglos y yo estaba allí para descubrir todos sus rincones.
    Y una de las cosas más cautivadoras de la ciudad es sin duda su plano urbano, trazado desde hace tres siglos.

    En aquel entonces se construyó una serie de canales de forma semicircular que atravesaban todo el centro histórico de la ciudad.
    Los Países Bajos (o Nederland en su idioma oficial) obtienen su nombre precisamente por ser tierras bajas. La cuarta parte de su territorio se encuentra al nivel del mar o por debajo del mismo.  
    Esto quiere decir que los Países Bajos, incluida Ámsterdam, han estado siempre bajo la amenaza de inundaciones, sobre todo durante el último siglo con el calentamiento global.   
    Los canales que hoy dibujan las distintas parcelas que conforman la capital son solo parte del increíble plan de ingeniería con el que Holanda batalla el cambio climático. Y el resultado ha sido simplemente mágico.

    No por nada Ámsterdam es llamada la Venecia del norte.

    Pero a diferencia de Venecia, en Ámsterdam no había un tráfico enorme de góndolas. Quizá también por el crudo frío que había al exterior, que no hacía del todo agradable un viaje en barca.   
    Pero desde que caminé por la calle Kinkerstraat, donde vivía Neil, hasta toparme con los canales del centro, mi precaución como peatón no fue precisamente ante los coches.
    Al cruzar la primera avenida casi fui atropellado. Y no por un automovilista. Sino por un ciclista.   

    Más del 50% de los vehículos en la ciudad son bicicletas. Hay más de 7 millones. En Ámsterdam, al igual que en el resto del país, el medio de transporte más usual es la bicicleta. Y podía entender por qué.
    Desde el primer momento pude notar la escasez de coches aparcados en el centro. A su vez, existía una ausencia de parkings. Y los que había parecían extremadamente caros.

    Las calles del centro de Ámsterdam están hechas para peatones y ciclistas. Eso me quedó bastante claro cuando los numerosos ciclistas me hicieron ver con sus pitidos que no debía caminar por la ciclopista, sino por la acera. Vaya falta de cultura vial que me hacía.
    Una vez entendido, seguí con mi marcha por la ciudad.
    Como bien había dicho, mi presupuesto para este viaje era ya de pocos euros. Mis vuelos y hospedaje estaban ya resueltos. Pero no podía darme tantos lujos. Y al toparme con una tienda de delicioso queso edam sabía que era uno de esos lujos al que debía resistirme.   

    Seguí los caminos acuáticos sin preocuparme del destino final. Era complicado tener un sentido de la orientación en una ciudad formada por decenas de pequeñas islas.

    En cada encantador puente me detenía para tomar una foto con el bello reflejo de sus edificios sobre el agua, sobre la que flotaban multitudes de botes.

    Y no todos eran botes destinados a paseos turísticos. En Ámsterdam existen casas flotantes.

    Esta forma de alojamiento nació durante la Segunda Guerra Mundial derivado de la escasez de vivienda. Hoy es un método un poco más barato que el alquiler o compra de un apartamento, aunque estas embarcaciones también pagan un impuesto por estacionarse, un mantenimiento periódico y un seguro. Eso sí, en caso de un cambio climático y del aumento del nivel del agua una casa flotante no sufrirá ningún daño.
    Además del queso, los ríos y las bicicletas, otra de las cosas por las que Ámsterdam es mundialmente conocida es por la fabricación de diamantes.

    Desde hace cientos de años los amantes de estas piedras preciosas vienen a la ciudad para pulir diamantes a sus más altas exigencias. Por supuesto, comprar un diamante tampoco era algo que cupiera dentro de mi presupuesto de viaje.
    Después de cruzar varios canales llegué hasta la que se puede llamar la isla central de Ámsterdam, donde se encuentran las principales construcciones del antiguo centro histórico alrededor de la Plaza Dam, la plaza central de la ciudad.
    Entre los edificios más conocidos está el Palacio Real de Ámsterdam, que cabe mencionar, es una de las cuatro residencias de la Familia Real del Reino de los Países Bajos en todo el país. Así que no, usualmente los reyes y príncipes no están viviendo allí.

    Justo al lado se yergue una enorme e imponente iglesia gótica llamada Nieuwe Kerk, o iglesia nueva.

    Los Países Bajos son bien conocidos por haber sido uno de los primeros países que toleraba la variedad de creencias religiosas, evitando así los conflictos entre católicos y protestantes.
    Estación central de Ámsterdam
    Caminé hasta la punta norte de la isla para alcanzar la Estación Central de la ciudad y comprar algo de comer. Lamentablemente en un viaje barato no se puede comer en grandes restaurantes. Y un sándwich en un fast food es a veces la opción más cómoda. Sobre todo en Europa occidental.

    Basílica de San Nicolás
    Allí mismo visité la Basílica de San Nicolás, otro pequeño símbolo de la ciudad. Y decidí volver a pie detrás de ella para recorrer otro símbolo icónico holandés. El Barrio Rojo de Ámsterdam.
    Además de evitar las guerras religiosas que han desolado desde siempre a Europa y el mundo, la tolerancia de diversidad de pensamientos en los Países Bajos ha dado pie a la apertura de mentes en cara al sexo.
    Así, para los neerlandeses las discusiones sobre la orientación sexual, la inseminación artificial, la prostitución o el aborto son cosas del pasado.

    El Barrio Rojo (o Red Light District en inglés) es precisamente una muestra de la libertad de expresión sexual que vive la ciudad desde hace décadas.
    En Ámsterdam la prostitución es completamente legal. Las prostitutas tienen los mismos derechos que el resto de los trabajadores en Países Bajos. Seguridad social, vacaciones y, por supuesto, pagan impuestos.
    El Barrio Rojo recibe su nombre por la cantidad de anuncios y letreros que se alumbran en tonos rojos, induciendo al sexo.

    Las prostitutas (vaya si eran bellas) se exhibían de forma muy natural en vitrinas y escaparates como productos a la venta, llamando a todo hombre (y hasta mujer) que caminaban frente a ellas. Tomarles fotos estaba prohibido.
    ¿El precio por sus servicios? Había que averiguarlo. Algo que todos los turistas jóvenes no dudaban en hacer. Pero no duraban mucho en salir de la tienda. Seguramente no podían darse el lujo de pagar por sexo con una chica tan bella (y encima pagar el impuesto incluido).  
    El resto del Barrio Rojo está igualmente tapizado por banderas de arco iris que anuncian un ambiente gay friendly, sea en cafés, restaurantes, cines, saunas, discotecas o clubes de sexo. En Ámsterdam hay diversión sexual para todas edades y gustos (claro, teniendo la mayoría de edad, que asciende a los 21 años).

    Volví a casa de Neil para reposar un poco. Había comenzado a llover y necesitaba refugiarme del frío.
    Neil parecía bastante desolado. Todo el tiempo fumaba marihuana en casa y escuchaba música soul. No quería salir. Eso me desconcertaba un poco.
    Poco después me contó que se había mudado a Ámsterdam desde Glasgow para cambiar su vida. Había pasado tragos muy amargos en casa, con una esposa que estaba ahora en el hospital psiquiátrico y que no quería volver a verlo. Y tenía solo 30 años.   
    Sumado a su fuerte acento escocés difícil de comprender, yo no tenía una idea de qué podía decirle. Yo estaba en Ámsterdam de vacaciones y lo que menos quería era pensar en la depresión de alguien más. Pero sabía que tan solo el hecho de hacerle compañía le haría bien. Yo era su primer couchsurfer, después de todo.   
    Pero entonces dimensioné también lo inmensamente abiertos que debemos ser al usar una red como Couchsurfing. Un día antes estaba con Eloi, quien me había llevado de fiesta gratis por Barcelona. Hoy estaba escuchando a Neil contar su triste historia mientras fumaba marihuana frente a mí.   
    Pero no dejé que las cosas salieran mal y cociné un buen estofado de pollo para amenizar un poco la noche.   
    Al siguiente día salí por la mañana hacia otro de los destinos más conocidos y visitados de la ciudad: la casa de Ana Frank.
    Pocos años antes había leído El diario de Ana Frank, uno de los testimonios más sinceros sobre la persecución de los judíos y otras minorías durante el Tercer Reich de Hitler.
    Como todo el que ya haya leído el libro sabrá, Ámsterdam fue la ciudad donde Ana Frank creció junto con su familia judía (aunque todos nacieron en Alemania). Cuando los alemanes invadieron los Países Bajos, su padre Otto logró trasladar a toda la familia al anexo secreto (como Ana Frank lo llamaría) que se alzaba en la parte trasera del edificio donde trabajaba con sus empleados.
    Los 25 meses que pasaron allí escondidos de la Gestapo junto con otra familia judía y un dentista, Ana escribió sus vivencias como una adolescente que soñaba con que acabara la guerra y poder cumplir su sueño de ser una famosa escritora cuando creciera.
    Por supuesto, nada de eso fue posible. En agosto de 1944 Ana y su familia fueron delatados por algún vecino y descubiertos por la policía alemana, quienes los deportaron a los campos de concentración donde todos, excepto Otto, murieron.
    Miep Gies, una de las personas que ayudaron a ambas familias en el anexo, encontró el diario de Ana y varias hojas sueltas donde expresó todos sus sentimientos durante su estadía. Cuando Otto volvió de la guerra, Miep le entregó el diario de su hija, mismo con el que hizo realidad el sueño de Ana.
    Hoy es uno de los libros más vendidos en la historia, siendo una lectura habitual y obligatoria en muchos países, como en Estados Unidos.
    Y para todos los que hemos leído el libro es también obligatorio visitar la Casa-Museo Ana Frank al ir a Ámsterdam.

    Hoy toda la esquina de la calle Prinsengracht con la calle Westermarkt, al lado de la iglesia de Westerkerk, se ha convertido en un moderno museo que en su primer piso aloja exposiciones interactivas y multimedia sobre la vida de Ana Frank y la ocupación nazi en los Países Bajos.

    Iglesia de Westerkek, que puede ser vista desde la casa de Ana Frank
    Al final del museo se hallan las escaleras que llevan hasta una réplica del librero que solía ocultar la entrada al anexo secreto. Y tras el librero las escaleras de madera que llevan al pequeño escondite donde vivieron hacinadas aquellas ocho personas.
    Los cuartos eran de verdad pequeños. En el baño apenas y se podía sentar. La zona más confortable parecía ser el ático, donde Ana escribió muchas de sus notas y donde se veía con Peter, de quien se cree estaba enamorada.
    Dentro del museo está prohibido tomar fotografías. Pero sin duda vale la pena poder ver con nuestros ojos algo que solo existía en nuestra imaginación, con las detalladas descripciones que Ana hizo del anexo.
    La casa, como la mayoría del centro de Ámsterdam, tiene una típica arquitectura alargada con una fachada plana y con un gancho en lo alto.

    La curiosa forma de los hogares en la ciudad se debe a los altos impuestos que debían pagar las viviendas por el ancho de su terreno ocupado. Lo que quiere decir que entre más angosta fuera la casa menos impuestos pagaría. Ahora la típica postal de Ámsterdam cobraba sentido.

    Para alegrar un poco más mi día y no pensar solo en la guerra y el holocausto en Holanda, salí de la casa y caminé a las afueras del centro histórico, rumbo a una zona de museos que se encuentra detrás del Rijksmuseum, o Museo Nacional de Ámsterdam.

    Aunque mi presupuesto tampoco alcanzaba para entrar a todos los museos, pude disfrutar de una tarde fría, pero sin lluvia, en el Museumsquartier (cerca está también el museo de Van Gogh), donde los locales se divertían en una enorme pista de hielo.
    Cuando volví a casa, para mi sorpresa, Neil estaba de humor para salir a dar una vuelta por la ciudad. Quería mostrarme un buen lugar donde podría probar un buen postre holandés. Como buen invitado acepté a su propuesta.
    Nos dirigimos hacia el Barrio Rojo nuevamente y entramos a una de las coffee shops, restaurantes donde está permitida la venta de cannabis y hachís.

    El ambiente dentro del café era tal y como me lo esperaba. La música reggae de Bob Marley sonaba en el fondo. La empleada en la barra usaba rastas y una pañoleta en el cabello. Las luces eran fluorescentes.

    Me sorprendió ver el menú y pasar mi mirada por la enorme cantidad de tipos de marihuana que tenían a la venta. Pero ahora la droga en Países Bajos estaba desmitificada para mí.
    La gente cree que todo mundo vende y consume droga en el país. Pero no es así. La venta y consumo están legalizados, pero controlados por el estado. Así, los coffee shops no pueden tener más de medio kilo de marihuana en el local, y los clientes no pueden consumir más de 5 gramos diarios.

    Yo no soy el mayor conocedor de drogas en el mundo. Y, sinceramente, son muy pocas las veces que he fumado marihuana. Así que Neil y la empleada me ayudaron a elegir el producto más suave para mí. Un muffin de chocolate con cannabis. 
    La marihuana se vende de distintas formas. Por gramo, por joint (porro) o en pastelillos. Y claro, un dulce muffin haría para mí la experiencia más agradable.   
    Decidí comerlo con tranquilidad, mientras Neil fumaba su porro sentado en la barra. No sentí nada especial. Nada fuera de lo normal. El chocolate era rico y la consistencia perfecta.
    Neil me propuso ir a casa y descansar. Asentí con la cabeza y salimos del coffee shop.
    Justo a mitad del camino cruzamos un puente por uno de los muchos canales de la ciudad. Y allí, todo comenzó a moverse.   
    Las calles, los puentes, los reflejos en el agua, los ciclistas, las casas alargadas, las luces rojas, las vitrinas, las barcas, incluso la llovizna.
    Mis ojos y mi mente comenzaron a divagar por cada pequeño detalle que se cruzaba frente a mí. Era oficial. Estaba drogado en Ámsterdam.
    El cliché más célebre de la ciudad estaba recorriendo mi cuerpo. Neil me llevó a casa, donde vimos una rutina de comedia de un buen actor escocés en su ordenador. No hace falta decir que para ese entonces todo me daba risa.  
    La sensación de aquel muffin fue algo distinto a lo que había probado. Pero era una experiencia y nada más.
    Al siguiente día tomaría un vuelo de vuelta a Alemania, donde un crudo invierno y otro tipo de experiencias me esperaban.
    Pueden ver todas las fotos en el álbum dela derecha
  5. AlexMexico
    Los rumores sobre lo extremadamente costoso que podía resultar Suiza como país comenzaban a traslucirse como una verdad.
    Había apenas pasado un par de días en Berna, su capital. Y si los precios de la comida y un tarro de cerveza me parecían caros, no quería ni mirar los precios del transporte.
    Por suerte, Couchsurfing funcionaba bastante bien, como en el resto de los países de Europa. Y eso me ahorraba, como de costumbre, el pago de hospedaje. Pero debía moverme hacia Zúrich, la capital financiera de Suiza y considerada por varios años la ciudad con mejor calidad de vida del mundo. Y la tercera más cara también.
    Tan solo por detrás de Singapur y Hong Kong, en los últimos años Zúrich se ha colocado en el puesto más alto de toda Europa en cuanto a costo de vida se refiere. Y eso me asustaba un poco.
    No había recibido todavía mi primer salario en Francia, donde estaba trabajando. Y aquel viaje, del que me restaban unos 12 días aún, lo estaba pagando con mis mezquinos ahorros.
    Y todo se había hecho posible gracias a Flixbus, la compañía de autobuses más barata de Europa occidental. Pero había un problema: Flixbus no realiza viajes dentro de Suiza.
    Las pocas empresas de transporte que conectan Berna y Zúrich alzaban sus precios a más de 20 francos (20 euros) por poco más de una hora de viaje. Y ni hablar del precio del tren, unos 25 francos.
    Pero la suerte me sonrió. Blablacar sí parecía funcionar en Suiza, y un viaje a Zúrich por tan solo 7 euros fue publicado por una chica alemana apenas unos días antes de mi partida. Sin duda, mi mejor opción.
    El cándido deseo de recuperar a su exnovio había llevado a Sarah hasta Berna, y ahora manejaba de vuelta a Alemania. Mientras a mí, era la aventura la que me guiaba.
    En poco más de una hora aparcamos en el centro de Zúrich. Sarah fumó un cigarrillo y se fue, dejándome en una enorme avenida rodeado por inmensos edificios de hormigón y cristal.
    Dos días antes la compañía francesa había cancelado mi línea telefónica por no haber renovado mi plan (sin ninguna especie de aviso o recordatorio previo). Lo que quería decir que me hallaba en medio de Europa sin señal celular.
    Pero había ya acordado verme en la estación central con Markus, mi couchsurfer alemán que me alojaría en su apartamento.
    Esperar a alguien desconocido en una bulliciosa estación de tren sin línea telefónica disponible no es muy agradable. Y menos en un país que habla un idioma que tú no. Si pasan dos minutos y esa persona no llega los nervios comienzan a allanar el cuerpo. Eso es seguro.
    “Pero así se hacía antes”, me dije. No había que desesperar. Después de todo, los alemanes son bien conocidos por su puntualidad y compromiso.
    “Pero ¿qué tal si no me conoce cuando me vea?”, me pregunté. No tenía caso seguir haciendo suposiciones estúpidas, así que pedí un teléfono a una chica y lo llamé.
    “Estoy bajo el reloj”, le dije. Y entonces apareció. Di las gracias a aquella desconocida suiza y caminé con mi mochila al hombro a saludar a Markus.
    “Te mandé un WhatsApp”, me dijo. Yo solo reí. Caminamos a las vías del tren y cogimos el interurbano hacia el oeste de la ciudad, donde Markus vivía.
    Me invitó una ligera cena con pan de centeno, queso para untar y té. Su roomie se había ausentado por varios días y prefería aprovechar ese espacio libre para darme la oportunidad de visitar Zúrich sin hacer un gasto excesivo. Él más que nadie sabía lo caro que era la renta de un cuarto de hostal.
    Y como una buena idea para salir de la rutina, tomó su siguiente día libre para mostrarme lo mejor de la ciudad.
    Un paseo por Zúrich comienza por la estación central, ubicada a orillas del río Limmat, que cruza la ciudad entera.

    Así, desde el momento de abandonar el tren cualquiera tiene la dicha de admirar un pequeño pedazo del maravilloso centro histórico.

    Muchas de las edificaciones del casco viejo de Zúrich datan de la Edad Media, época en que la ciudad se unió a la Confederación Suiza.

    Esta confederación de cantones única en el mundo ha hecho de Suiza un país muy particular. Con 4 idiomas oficiales, es gracioso saber que el idioma “suizo” no existe. Y fue común encontrarme en la calle con gente hablando alemán, francés e italiano. Y ya que Zúrich forma parte del “lado alemán” de Suiza,  no es de extrañarse que alemanes como Markus vivan expatriados de su país (que por cierto les queda a unos 50 km de la frontera más cercana).
    La antigua belleza de la metrópoli se ha combinado con su modernización, que ha hecho de Zúrich uno de los centros financieros más importantes del planeta. No por nada es sede de organizaciones y empresas mundialmente reconocidas, como la FIFA y el Credit Suisse.

    Por fortuna, el sol se asomaba con fuerza y aplacaba el frío de nuestra andanza matutina, e iluminaba los tejados y el follaje de la verde y limpia ciudad.
    Markus me llevó entonces a una de las principales atracciones. La catedral de Fraumünster.

    Nació como un convento fundado en el año 853, del que hoy queda solo la iglesia. El monasterio tuvo mucha fuerza en la ciudad, llegando a elegir el alcalde por sí mismo.
    Pero su fama a los turistas no radica en su milenaria historia, sino en los vitrales que posee en su interior.
    Fueron hechos por el conocido Marc Chagall, pintor francés de origen bielorruso que ha plasmado pasajes bíblicos y de su herencia judía en vitrales por todo el mundo.
    A sus más de 70 años, aceptó el reto de decorar las paredes de la catedral de Zúrich y hoy lucen como muestra de lo sorprendente que puede hacer un artista a pesar de su edad.
    Del otro lado del río se erige otro monumental templo cristiano. La iglesia Grossmünster, que sobresale de todo el centro histórico gracias a sus dos torres campanario.

    Se dice que fue fundada por Carlomagno, aunque sigue siendo una leyenda. Lo que es cierto, es que la iglesia jugó un papel crucial en la Reforma Suiza, ya que fue en Grossmünster donde inició el cisma de la iglesia católica y la conversión de Suiza como un país mayormente protestante.

    Y al mirar atrás desde el puente del río Limmat la famosa iglesia de San Pedro se asomó junto a Fraumünster, presumiéndose como los íconos de Zúrich por excelencia.

    Mi paseo con Markus nos llevó hasta la desembocadura del río en el lago de Zúrich, donde algunos veleros navegaban rodeados por un frondoso bosque otoñal.

    Cuando llegó el mediodía serpenteamos por la calle Münstergrasse, en el lado este del río, cuna del controversial movimiento artístico dadá. Entre los bares y famosas cafeterías, buscamos algo apetitoso y no extremadamente caro para comer. Y la mejor opción fue una salchicha bratwurst.

    Hace tres años las bratwurst se habían convertido oficialmente en mi platillo alemán favorito. Ricas, rápidas, fáciles de comer y baratas. Aunque en Zúrich no podían serlo tanto. Ocho euros por una salchicha que en Alemania me había costado cuando mucho cuatro monedas. Literalmente la mitad.

    Sin poderme quejar, Markus me llevó a uno de los campus de la Universidad de Zúrich, donde trabajaba como investigador.

    Las facilidades en el estilo de vida suizo y un jugoso sueldo lo habían atraído desde Alemania, un país que muchos considerarían un sueño para vivir. Pero no todo es siempre bello.
    Confesó haberme invitado a su casa y haberse unido a Couchsurfing por la necesidad de encontrar más amigos y gente nueva con quien salir. Los suizos no son las personas más abiertas, ni con quien es más fácil forjar una amistad a largo plazo.
    Su día a día como trabajador de una de las mejores universidades del mundo no era suficiente para encontrar la felicidad y estabilidad que él deseaba. Su novia vivía todavía en Alemania y era imperativo viajar de vez en cuando para verse. Sin mencionar que no tiene familia en Suiza.
    Desde el balcón de la rectoría observé el paisaje urbano que se extendía a mis pies y pensé en cuántos extranjeros se paseaban por esas calles, habiendo llegado en busca de un sueño europeo. Pero cuántos de ellos serían de verdad felices en la ciudad con “mejor calidad de vida del mundo”. Es una incógnita difícil de resolver.

    Bajamos de vuelta al centro y tomamos un tranvía a la estación central. Allí cogimos un tren a la parte oeste, saliendo casi completamente de la ciudad. Markus quería mostrarme un último rincón que merecía la pena visitar.
    El tren subió una colina que nos dejó en la estación Üetliberg, uno de los puntos más altos de Zúrich.

    La colina es ampliamente visitada por una multitud de locales y turistas, muchos de los cuales buscan actividades al aire libre en la bella naturaleza que los bosques de los alrededores ofrecen.

    La mejor parte es la explanada del mirador, custodiada por una torre de telecomunicaciones que posee, sin lugar a dudas, la mejor vista de toda la metrópoli.

    Desde el centro histórico y sus iglesias hasta una parte del lago, la panorámica fue simplemente espectacular.

    A pesar del extraño día soleado que teníamos, las nubes no dejaban al desnudo las siluetas de los Alpes suizos que en un día despejado pueden verse al fondo del lago.

    Los Alpes son la principal atracción por la que la gente visita Suiza. Pero mi recortado presupuesto no me dejaría subir aquellos emblemáticos montes en el país más caro de Europa.
    Pero la cordillera más grande del continente se extiende más allá de Suiza. Esa noche recogí mi mochila en el apartamento y me despedí de Markus para dirigirme a la estación central, donde otro Flixbus me llevaría mucho más cerca de aquellas maravillosas montañas nevadas.
  6. AlexMexico
    Marsella me había llevado hasta sus azules costas esmeralda para disfrutar el puente vacacional del 11 de noviembre, que conmemora el Armisticio de Compiègne, acuerdo que puso final a la Primera Guerra Mundial.
    El fin de semana largo no sólo me había llamado a mí a la costa sur francesa. Mi amiga Tamar estaba allí con su novia Mor.
    Tamar, al igual que yo, trabajaba como asistente de idioma en la ciudad de Lyon. Sólo que ella enseñaba hebreo. Sí, hebreo, en una escuela de niños judíos, cosa que me es, todavía al día de hoy, difícil de imaginar.
    Las dos israelíes vivían juntas en Valence, una ciudad 100 km al sur de Lyon, ya que Mor estudiaba cine de animación en aquella ciudad. Y estando 100 km más cerca que yo de Marsella, decidieron pasar el fin de semana allí.
    Otros dos amigos suyos, Melody y Bogdan, también visitaban la ciudad. Así que decidimos vernos con ellos para pasar un día juntos.
    En vista de que ya habíamos visitado por nuestra cuenta los principales puntos turísticos de Marsella, decidimos destinar aquel día a un plan mucho más tranquilo. Mucho más natural.
    Marsella es la única ciudad en Francia que cuenta con un parque nacional periurbano, uno de los pocos de Europa. Es decir, dentro de su área urbana, Marsella posee su propio parque natural.
    Es algo de lo que pocos turistas saben, lo cual me incluía a mí. Pero mi compañero de piso en Lyon, Olivier, me lo dijo: no puedes ir a Marsella y no visitar les Calanques.
    Desde mi primer día hospedándome con Jean-Alain, caminando por los barrios africanos y el Vieux Port de Marsella, me di cuenta de que la ciudad está situada entre varios macizos rocosos. Y observarla desde lo alto de la basílica de Notre-Dame de la Garde me dijo que Marsella ha crecido en una especie de anfiteatro natural.
    La segunda metrópoli más poblada de Francia se ha expandido tanto que ha llegado a tomar como parte de su superficie territorios naturales no urbanizables, y que dependen directamente del departamento Bocas del Ródano, del cual Marsella es capital.
    Y es al sur de la ciudad en donde uno de esos territorios naturales fue declarado parque nacional en el 2012. Se trata de les Calanques.
    La imagen de una costa mediterránea escarpada por blancos acantilados y arbustos bajos ya había venido a mí desde que visité Ibiza en el 2013. Y al parecer esa imagen efectivamente se repite en muchos otros lugares del mar Mediterráneo.
    Las calas de Ibiza son uno de sus muchas bellezas que atraen a miles de turistas cada año. Marsella también cuenta con muchas de esas calas, que en francés llaman calanques.
    Tamar y Mor me encontraron fuera de la estación de metro de la avenida del Prado, cerca del estadio Orange Vélodrome, no muy lejos de casa de Jean-Alain.
    Esperamos algunos minutos por Melody y Bogdan para partir todos juntos. Tomamos un bus en el paradero del Prado y nos dirigimos al sur.
    Poco a poco nos adentramos en los suburbios de la ciudad. A cada metro que avanzábamos, la mancha urbana iba desapareciendo. Los edificios se iban haciendo menos frecuentes, y el tamaño de las casas y sus jardines se hacía más y más extenso.
    Justo cuando vimos que el bus daba vuelta en una rotonda, preguntamos si era allí donde debíamos bajar para caminar hacia les Calanques. El chofer afirmó, y en medio del Chemin de Sormiou, comenzamos la caminata.
    El asfalto tardó más de un kilómetro en convertirse en tierra y piedras. Mucha gente adinerada vivía en aquella verde y tranquila zona de la ciudad.
    Hacer senderismo era lo que menos había planeado al visitar Marsella. Mis cómodos botines todoterreno se habían quedado en Lyon. Y mis pantalones no eran los mejores para largas caminatas. Pero en ese momento mis zapatos o mis pantalones era lo que menos me preocupaba.
    Desde que bajé del autobús un gélido viento penetró mis huesos y heló mi cabeza por completo. El día estaba soleado, como la mayoría de los días en Marsella y la Costa Azul francesa. Pero nunca me imaginé pasar tanto frío bajo el sol.
    Olivier había vivido en Marsella algunos años atrás. Cuando le dije que la visitaría por un fin de semana me dijo que era una excelente elección. Pero que debía prepararme con un grande y caliente abrigo que me protegiera del frío viento.
    Ignoré varias veces su comentario. Yo había revisado el clima para Marsella y todo parecía normal. Era más cálido que Lyon, así que el frío no iba a preocuparme. Pero cuando llegué a les Calanques, supe de lo que hablaba.
    Por suerte, Tamar y Mor iban bien preparadas. Tanto que todavía les sobraba un abrigo rompevientos en su mochila. No dudé en aceptarlo cuando me lo ofrecieron para ponérmelo bajo mi otra chamarra, que para ese entonces había descubierto que era demasiado delgada.
    El camino de asfalto empezó a penetrar a les Calanques, y el paisaje urbano pronto cambió a una plancha de montículos blancos tapizados por las yerbas y arbustos.

    Algunos coches nos rebasaban y empezaban a subir las colinas, tras las cuales no podíamos ver lo que se ocultaba.
    Incluso me fue necesario aceptar los guantes que Mor me ofreció. Nunca creí que el viento del que Olivier me había hablado fuera tan verdad. Mucho menos en un día tan soleado de otoño.

    Pero el mistral es una corriente de vientos que se gesta en los Alpes para luego bajar al Mediterráneo. No cabe duda entonces del porqué de su helada temperatura.
    Cuando alcanzamos poco a poco la cima de las colinas graníticas tuvimos una vista de la ciudad que se escondía tras los montes Marseilleveyre, como se les conoce comúnmente.

    Esta zona de Marsella se caracteriza por poseer escasa tierra. La mayoría del terreno es de roca, lo cual hace difícil a las plantas poder crecer.

    Es por ello que a lo largo de nuestro camino los pequeños arbustos eran más comunes que los grandes árboles. Así que prácticamente no había lugar donde esconderse del poderoso viento.

    Cuando llegamos a la punta de uno de los macizos calcáreos, frente a nosotros apareció el imponente mar Mediterráneo.

    Me había quedado en claro que no era un mar cualquiera. En Valencia, Barcelona e Ibiza el Mediterráneo me había maravillado con su increíble color azul, sus tranquilas aguas y, sobre todo, con su importante e histórico pasado.
    Estar frente al Mediterráneo siempre me llenaba de una calma inexplicable. Y Marsella no sería por nada la excepción.

    Luego de algunos serenos minutos y de un sándwich sobre las rocas, dimos la vuelta para volver al camino de asfalto.

    Sólo se puede acceder a un par de las playas del parque natural en coche, por una vía de asfalto y tierra. Es a una de ellas donde nos dirigíamos: la Calanque de Sormiou.
    Normalmente el descenso es mucho más fácil que el ascenso. Pero bajar un macizo rocoso con el único par de delgados tenis que había llevado a Marsella representaba algunas complicaciones. Debía ser cuidadoso con el terreno escarpado.

    El camino en zigzag nos llevó cuesta abajo hasta la parte trasera de un par de edificaciones, que parecían ser un restaurante y una pequeña posada. Nada muy lujoso ni extravagante.

    Y detrás de todo, por fin pisamos la húmeda arena de la ensenada.

    Allí abajo, por el fin mistral desapareció, y pude despojarme entonces de los guantes y mis dos abrigos, que bastante estorbo me hacían ya.

    Aunque sinceramente, el clima seguía siendo fresco. Y no fue nada normal para mí pararme sobre una playa con pantalón, tenis y un suéter. Mucho menos con el sol que quemaba nuestra piel.

    Melody y Bogdan no tardaron en irse. Tenían una reservación en un restaurante bastante famoso de Marsella y no querían perder la oportunidad de comer allí. Mor, Tamar y yo nos quedamos otro rato.
    La ensenada de Sormiou es quizá la de más fácil acceso desde la ciudad. Pero por ser otoño, el número de turistas era escaso, a pesar de haber sido un puente vacacional.

    En verano, las calanques se colman de bañistas que se sumergen en sus aguas, las navegan en kayak, en yates privados o simplemente toman el sol sobre sus playas. Para nosotros la situación fue bastante diferente.
    Nos bastó con sentarnos frente a sus tranquilas aguas y disfrutar de la vista.

    Pasamos allí una media hora más, caminando sobre la arena y sintiendo la suave brisa del Mediterráneo. Cogimos de vuelta nuestras cosas y empezamos a subir. Si queríamos llegar a buena hora a almorzar en la ciudad,debíamos emprender nuestro camino de vuelta.
    Pero en todas partes se puede encontrar un buen samaritano. Y una pareja se detuvo en su coche, al vernos subir con tanto esfuerzo la colina.
    Nos ofrecieron llevarnos hasta la ciudad, a donde pudiésemos coger un autobús. Y con el hambre que se había despertado en nuestros estómagos, aceptamos el trato.
    Mor y yo hablábamos francés con fluidez. Pero no era el caso de Tamar. Ella hacía su programa como asistente de idioma sin hablar casi una palabra de francés. Pero con Mor y yo al lado, no tenía nada que temer.
    Dimos las gracias a la pareja francesa y descendimos en la misma parada de bus a donde habíamos arribado unas horas antes. Y tras una siesta reconfortante a bordo, llegamos de vuelta a la ciudad.
    Comimos una rebanada de pizza antes de tomar el metro. Todavía había un importante punto que no habíamos visitado.
    Al oeste de la Rue de la République, que conecta el antiguo puerto de Marsella con el nuevo y moderno puerto, se encuentra uno de los barrios más viejos de la ciudad: Le Panier.

    Es la zona geográfica donde se establecieron los primeros griegos cuando fundaron la ciudad, hacia el año 600 a.C. Y hoy representa uno de los sitios más bellos e históricos de la urbe.

    Le Panier es conocido por ser un barrio popular de Marsella. Y no es de sorprenderse, ya que fue el primer sitio de implantación de los inmigrantes que a la ciudad arribaban, sobre todo en el siglo pasado.
    Así, en el vecindario todavía vive una cantidad importante de corsos y magrebians (provenientes del norte de África).

    En años anteriores, sobre todo terminada la Segunda Guerra Mundial, Le Panier se convirtió en un sitio común para el tráfico de mercancías y el bandalismo. Marsella posee todavía la fama de ser una ciudad peligrosa donde la mafia tiene cierto poder.

    Pero recorrer las calles de Le Panier para Mor, Tamar y para mí fue una experiencia totalmente placentera.

    El barrio es hoy un circuito célebre para los turistas. Gracias a proyectos de recuperación del lugar, Le Panier ha pasado a ser uno de los núcleos culturales de Marsella.

    El arte no sólo está presente en las coloridas paredes de sus edificios o en los elaborados grafitis que las adornan, sino en el interior de cada casa y local.

    Muchos de los estudios a las orillas de sus calles se han convertido en ateliers de pintura, cerámica, o cualquier otra expresión artística, donde los artesanos locales ofrecen sus productos a los transeúntes.

    Ropa, juguetes, cuadros, flores, artículos de material reciclado, fotografías, instrumentos musicales.

    Y por supuesto, no puede faltar la comida. Las cafeterías son parte del alma de Le Panier, y el chocolate es parte importante de ella.

    No dudamos entonces en sumergirnos en una de las chocolaterías para adentrarnos en su delicioso arte.

    La elección era imposible, entre tantas pequeñas (o grandes) tentaciones a nuestro alrededor. Pero nos inclinamos por una bola de chocolate blanco, envuelta en chocolate negro y espolvoreada con coco rayado. Un manjar que endulzó nuestro paladar y el resto de nuestra tarde en Marsella.

    Le Panier se forma por varias calles que bajan hasta el viejo y el nuevo puerto de la ciudad. Y es allí hasta donde nos llevaron sus rúas, justo  para quedar nuevamente frente a la basílica de Notre Dame de la Garde, en lo alto del otro extremo.

    Entramos en un restaurante para comer una hamburguesa con papas y apaciguar el hambre que colmaba nuestros estómagos.
    Y antes de que el sol se ocultara, nos dirigimos al malecón del nuevo puerto para admirar más de cerca la Catedral de la Mayor, que se pintaba poco a poco con los colores del atardecer.

    Caminamos hacia el fuerte de Saint-Jean y visitamos un poco el interior del MuCEUM, el Museo de las civilizaciones de Europa y el Mediterráneo, que por desgracia estaba ya cerrando sus puertas al público.

    Frente al más posmoderno de los edificios de la metrópoli cayó la noche sobre nosotros y sobre Marsella, una ciudad que superó todas nuestras expectativas. Aunque no sería la última parada de la hermosa costa mediterránea francesa. Y algunos meses después, volvería a sus orillas para otras soleadas tardes frente a sus azules aguas.
  7. AlexMexico
    El tiempo había pasado más rápido de lo esperado desde mi llegada a Francia. Mis vacaciones decembrinas en la península itálica estaban justo a la mitad, y algo me decía que aquel 24 de diciembre no iba a ser como el resto de mis Nochebuenas.
    La ciudad de Nápoles y el sur de Italia son famosos por sus soleada costa y sus mediterráneos paisajes, que las diferencian del resto de las metrópolis europeas. Cualquiera hubiera deseado una Navidad en la nieve con luces y mercados callejeros. Yo, por otro lado, elegí una alternativa mucho más rústica.
    Mi amigo Gianpiero se encontraba en la ciudad de vacaciones y me hospedaba en casa de su familia en la comunidad de Pozzuoli, un costero y pintoresco suburbio de Nápoles.
    Luego de un tradicional espresso cortado italiano para desayunar, Gianpiero me llevó por las calles que lo vieron crecer desde pequeño.

    La historia de Pozzuoli se remonta casi paralelamente a la historia de Nápoles. Ambos puertos importantes del Mediterráneo fundados por los griegos y conquistados por los cartagineses, hasta pasar a convertirse en colonias romanas.

    Estos últimos son los que dejaron más vestigios en esta zona del Golfo de Nápoles, y hoy, entre las casas de los vecinos actuales de Gianpiero y su familia, el Serapeo del antiguo Foro Romano se luce como si fuera un parque más en un barrio periférico.

    Las ruinas romanas son algo a lo que ya me venía acostumbrando en todas las ciudades italianas y muchas otras urbes europeas. Pero Pozzuoli tenía su propio encanto. Tiendas de conveniencia, vendedores ambulantes, niños en la calle, gritos que resonaban hasta la última de las rosáceas terrazas.

    Una costa azul turquesa, el sonar de las campanas del mediodía, una pintura descascarada en cada vetusta pared y un olor inolvidable como el de cualquier puerto marítimo.
    Esta oculta zona de Italia me hacía sentir sin duda mucho más cercano a la cultura latina. Y con un sol como el de aquella mañana de Nochebuena, todo reducto de nostalgia se esfumó por sus coloridos callejones.

    Y entonces Gianpiero me llevó hasta la principal atracción de Pozzuoli. El conglomerado de Rione Terra, el primer núcleo urbano habitado de la ciudad.

    Rione Terra es una zona posada en lo alto de un pequeño cerro junto a la costa del golfo de Pozzuoli, donde se establecieron los primeros habitantes por allá del siglo II a.C.

    Sus calles vieron la evolución paulatina de la arquitectura, religiosidad, costumbres y tradiciones napolitanas hasta el año 1970, cuando se decidió reubicar a todas las personas que allí vivían. La causa, un peligro de colapso por los movimientos volcánicos del suelo, que ponían en riesgo a todas sus construcciones por lo mal conservadas que se encontraban.

    Y llegó el año de 1980, cuando un terremoto causó severos daños y derrumbes en Rione Terra, donde afortunadamente nadie pereció gracias a las medidas de seguridad tomadas con anterioridad.

    Pero el gobierno no permitió que los eventos geológicos dejaran en el pasado al más importante de los barrios de Pozzuoli, y hoy se presume totalmente restaurado y abierto al público, como una nueva villa que conserva todavía su espíritu antiguo.

    Un cálido mediodía nos sonreía en el Mediterráneo y la madre de Gianpiero me invitó a comer un bocadillo en casa antes de seguir mi visita. Dos bolas de mozzarella de bufala campana, el queso mozzarella con denominación de origen napolitano.
    Cuando pienso en mozzarella no puedo evitar pensar en pizza. Una bolsa de plástico con ralladura de un queso blanco que se esparce sobre una gruesa masa con salsa de tomate.
    Pero el mozzarella napolitano no es así. Y dos simples bolas hervidas en una olla de agua caliente acompañadas de pan y jamón me demostraron el verdadero e inolvidable sabor del que me atrevo a decir, es el tercer mejor queso que jamás he probado (los dos primeros lugares debo reservarlos al comté y al camembert franceses, por supuesto).

    La familia Massaro comenzaba a llegar a casa para festejar aquella Nochebuena. Un padre, una madre y una hermana mayor formaban aquella típica familia italiana. Y el tío Angello no tardó en arribar por nosotros.
    Aprovechando su coche, Gianpiero me ofreció el mejor de los regalos que alguien me había ofrecido en una Nochebuena por mucho tiempo. Visitar las ruinas de la antigua y mítica ciudad de Pompeya, a sólo unos kilómetros al sur de Pozzuoli.
    Sin dudarlo, acepté la invitación, y el tío Angello nos condujo hasta el sur del golfo napolitano, en la otra punta de la zona metropolitana.
    Hay quizá varias cosas que vienen a la mente cuando uno piensa en Nápoles. Pizza, la mafia Camorra y el Vesubio.
    La historia entera de Nápoles no puede separarse de ninguno de estos tres elementos conocidos a nivel mundial. Y así como Nápoles ha sabido salir adelante a pesar de la mafia en sus calles, también ha sabido lidiar con el monte Vesubio, el volcán más peligroso del mundo.

    Existe una lista con los 16 volcanes de la década, que enumera los volcanes que representan más peligro en el mundo actual, por su constante actividad y por su cercanía a zonas pobladas. Así pues, Nápoles es la zona volcánica más densamente poblada del mundo, con más de tres millones de habitantes a su alrededor.
    La tranquilidad y felicidad con la que viven los napolitanos me dejó estupefacto. El Vesubio puede verse casi desde cualquier punto de la ciudad, y es un constante recordatorio del poder de la Tierra bajo nosotros.
    Su última erupción fue en 1944, y destruyó gran parte de la ciudad de San Sebastiano. Pero no cabe duda que su erupción más famosa fue la que tuvo lugar en el año 79 d.C., que sepultó por completo a la ciudad romana de Pompeya.
    Cuando nos adentramos en el municipio de Pompeya todo a mi alrededor me hablaba de una moderna y civilizada ciudad. Unas 25,000 personas habitan sus calles hoy en día, y la vida transcurre con normalidad.
    Pero la zona arqueológica es el vivo vestigio de lo que fue una prominente colonia romana por varias décadas, hasta que el incontrolable poder geológico la hizo pagar el precio de su extraña localización.
    Si bien Rione Terra en Pozzuoli es el mejor ejemplo de lo que una buena prevención puede resultar, Pompeya es la otra cara de la moneda. Una cara que, espero, ninguno de mis amigos napolitanos deba pagar en sus vidas.
    La entrada a la zona arqueológica por la Puerta Marítima estaba casi vacía. No muchos planean una visita a las ruinas romanas en Nochebuena, pensé. Y eso para mí no era más que una ventaja, que me avisaba lo tranquila que sería aquel paseo vespertino.

    Entrada a Pompeya por la Puerta Marítima.
    En aquel entonces, la vista desde aquella entrada a la ciudad daba directo al mar Mediterráneo. Pompeya fue también un puerto de cruce importante en aquella zona del Imperio Romano.
    Por muchos años se creyó que Pompeya y Herculano (ciudad también enterrada por la erupción) habían desaparecido por completo. Pero en el siglo XVIII las excavaciones arqueológicas en la zona descubrieron los restos de ambas metrópolis.
    Pompeya fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, debido al vívido testimonio que ofrece hoy sobre el trazado y la vida cotidiana de las antiguas ciudades romanas.
    El nivel de conservación de muchos edificios de Pompeya es simplemente envidiable. Algo simplemente increíble a mis ojos y al de cualquiera que se adentre en sus aposentos. Pensar que aquellas construcciones vivieron bajo las cenizas petrificadas por varios siglos y hoy es posible caminar sobre ellas como en cualquier otra urbe del mundo.
    Los primeros restos que aparecieron frente a nosotros fueron las termas suburbanas. Los baños públicos son una constante en las ciudades romanas, y Pompeya no se queda atrás. Pero estas termas eran más bien de una compañía privada, de una dimensión menor a los baños públicos del centro de la ciudad.

    Entrada a las termas suburbanas.
    Los arqueólogos creen que existía un espacio exclusivo para las mujeres. Sus paredes y suelos conservan, incluso, pinturas que decoraban los cuartos.

    Aunque muchos creen que la vida de Pompeya fue inmortalizada por la erupción del Vesubio, los expertos han demostrado que no es así. Antes del año 79, diferentes movimientos telúricos hablaban ya de lo que se avecinaba en un futuro cercano. Y en el 62 d.C. un terremoto destruyó varios edificios de la ciudad,
    Se cree que muchos pobladores abandonaron la ciudad. Algunos dejaron sus tesoros escondidos para cuando las cosas se calmaran poder volver por ellos.
    Así, las termas son algunos de los edificios que en el momento de la erupción se encontraban todavía en restauración para enmendar los daños del terremoto.

    Del mismo modo, el templo de Venus se encontraba en obras en el momento del siniestro. Muchos otros templos religiosos denotan la religiosidad de la que gozaba la ciudad, con monumentos construidos en honor al dios Júpiter, Apolo y una Basílica, el edificio religioso más importante de la antigua Pompeya.

    Restos del templo de Júpiter.
    La zona más alucinante es, como siempre, el foro, el corazón cívico y comercial de todas las ciudades romanas.

    Se encontraba rodeado de algunos templos y de columnas, algunas de ellas todavía en pie.

    Poseía en su centro estatuas del emperador, de la familia real y de algunos otros personajes importantes de la época.

    Las figuras que se encuentran en la zona arqueológica de hoy no son todas precisamente del siglo I d.C. Algunas son sólo recreaciones creadas por artistas para hacer ver al foro como normalmente se decoraba en el pasado.

    Durante las excavaciones se encontraron algunos objetos que los comerciantes exponían en el foro, y que dejaban ver la típica vida del centro de la ciudad.

    Incluso se encontró una queja escrita hecha por algún ciudadano en una de las tablillas públicas, donde suplicaba no hacer tanto ruido en las calles mientras las personas dormían.
    Desde el foro se asomaba el imponente monte Vesubio en el fondo, presumiendo su fuerza natural sobre toda Pompeya y el golfo napolitano, y recordándonos siempre el diminuto espacio que ocupamos los humanos en este mundo.

    Los maravillosos paisajes del foro eran igual de bellos que las calles empedradas de Pompeya, ladeadas por los restos de las casas donde antiguamente vivían sus ciudadanos.

    En una pequeña colina con vista al mar se erguía otro foro, llamado el foro triangular, que era un segundo núcleo cívico de la urbe.

    Junto a él, los edificios de espectáculos se encuentran todavía en decentes condiciones para su visita. Es el caso del teatro grande y el teatro pequeño, donde se llevaban a cabo eventos musicales, de teatro y poesía, al estilo del antiguo mundo griego helenístico.

    El cuartel de los gladiadores deja descubrir también la fuerte tradición romana de aquel famoso espectáculo romano. En Pompeya esta práctica fue prohibida durante 10 años por el emperador Nerón, debido a disturbios ocurridos en su anfiteatro.

    La zona arqueológica era más grande de lo que había imaginado. Aunque la mayoría de los edificios más emblemáticos se encuentran en la zona cercana a la puerta marítima. Más al fondo, son casi solo los barrios residenciales que exponen un poco del estilo de vida en los suburbios.
    Es en esta área donde se resguardan algunos de los cuerpos petrificados que se conservaron tras la erupción.
    Durante las excavaciones, muchos de estos restos tenían huecos en su interior. Los arqueólogos decidieron rellenarlos con yeso para reproducir las posiciones exactas de los lamentables y horribles últimos momentos de vida de aquellas infortunadas personas.

    Algunos cuerpos se hallaron cubriendo sus caras con pañuelos. Otros abrazando sus pertenencias más valuadas. Algunos otros junto a una botella de veneno, confirmando un suicidio. Y los perros guardianes aún amarrados en las puertas de las casas muestran el terror de vivir una erupción volcánica en carne propia.
    Con la tranquilidad de una Nochebuena en Pompeya, Gianpiero, Angello y yo nos sentamos a tomar un café en el restaurante del centro de visitantes, sin mirar la hora que marcaba entonces el reloj.
    Al salir, las puertas laterales del complejo estaban cerradas. No había más gente caminando por las calles. El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y verdaderamente teníamos miedo de que nos hubiesen dejado encerrados en Pompeya en plena víspera de Navidad.

    Gianpiero corrió y gritó en cada rincón, pidiendo a alguien ayuda para poder encontrar la salida. Hasta que una mujer salió del baño y nos llevó con sus llaves hasta la puerta principal, que se encontraba entonces ya cerrada.
    Sin más que agradecer por una tarde de paseo en la histórica ciudad romana, Angello nos condujo de vuelta a Nápoles, y me dejaron en la estación Garibaldi para tomar el metro.
    Aquel día la casa de Gianpiero estaba llena, y lo mejor para mí era quedarme en un hostal. Sin embargo, la calidez de los napolitanos no me permitiría pasar la Nochebuena a solas. Así que unas horas más tarde pasaron nuevamente por mí para llevarme a casa de la abuela, donde una deliciosa cena se servía ya en la mesa principal.

    Scarole.
    Un plato de scarole con típicas verduras de Campania. Un plato de spaghetti con almejas y tomate, cuya pasta por supuesto era artesanal, y no industrial.

    Spaghetti alle vongole.
    Dos platos de orata y bacalao, pescados típicos para la temporada navideña. Y para terminar, una barra de postres que me dejó con el estómago más que satisfecho. Higos con nuez y pistache, un zeppole (rosquilla azucarada), una torta cassata y el famoso struffoli.

    ¿Hay algo mejor que la comida de una abuela? Sólo quizá la comida de una abuela napolitana en Navidad.
    Sin importar que mi italiano fuera nulo, con el espíritu navideño y la traducción de Gianpiero, aquella Nochebuena fue sin duda una experiencia inolvidable (y exquisita, como todo en Nápoles).
    Al otro día, me tocaría recorrer la ciudad a solas. Así que al salir del hostal, subí hasta la colina del castillo, desde donde se tienen las mejores vistas de Nápoles.

    A pesar del contraste de su zona histórica con el nuevo y moderno barrio financiero, las panorámicas desde el castillo confirman la teoría de que Nápoles es la ciudad de las cúpulas. Una de las ciudades con más iglesias católicas en el mundo.

    Bajé una escalinata que me llevó hasta el quartieri espagnoli, el barrio español. Una zona que muchos no se atreverían a recorrer. ¿La razón? La alta presencia de la Camorra.

    Así como el Vesubio es parte de la vida napolitana, la mafia (conocida como Camorra) es desafortunadamente una realidad que sigue viva en la ciudad.
    Aquello no quiere decir que día a día haya tiros en las calles, gente muerta o secuestrada. Pero la Camorra está allí, a veces invisible a los ojos del ciudadano común. Una de las causas de la degradación de Nápoles y por lo que muchos italianos del norte temen visitar el sur.

    A pesar de que la Camorra carezca de un nivel jerárquico y bien organizado, como la Cosa nostra siciliana, el cobro de piso, el tráfico de droga y su indudable infiltración en la política y comercio de la ciudad hace difícil que Nápoles sobresalga al igual que muchas otras ciudades italianas.

    Para un mexicano como yo, la presencia de traficantes invisibles en las calles y barrios poco atractivos al turismo no eran razón para odiar aquella bella ciudad. Muchos menos en Navidad.

    La Vía Toledo me llevó hasta la Plaza Plebiscito, una de las más grandes de Nápoles. Desde allí es posible ver el castillo en lo alto y algunos edificios públicos emblemáticos.

    La plaza tiene su propio atractivo en dos estatuas de caballos posadas de manera paralela. Es una costumbre napolitana intentar caminar entre los dos caballos con los ojos vendados desde el principio de la plaza. Cuenta la leyenda que nadie lo ha logrado. Yo hice el reto y tampoco lo logré.
    El paseo marítimo lucía casi vacío, algo normal para ser Navidad. Pero me dejó contemplar imágenes inolvidables del golfo napolitano y el Vesubio como su guardián.

    El Volcán de Fuego en Guatemala, el Eyjafjallajökull en Islandia o el Kilauea en Hawai pueden parecer aterradores. Pero el Vesubio es para muchos geólogos uno de los peores monstruos terráqueos, que puede despertar en cualquier inoportuno momento de la vida de los napolitanos.
    Lo que para mí pareció una increíble postal navideña, para muchos científicos es un indudable riesgo.

    Una ciudad que ha sabido sobrellevar su vida a los pies de una viva caldera, es sin duda también una ciudad que debe ser visitada al menos una vez en la vida. Por su gastronomía, por sus paisajes, por su historia y, sobre todo, por su gente.

    Gianpiero, su familia y los napolitanos me dieron una de mis mejores vacaciones navideñas en mi vida. Al otro día por la mañana sería tiempo de partir, y volver al norte de Italia para adentrarme en el Renacimiento.
  8. AlexMexico
    La mejor manera de lidiar con el frío en Europa tenía una sola respuesta para mí: viajar.
    Las temperaturas no dejaban de descender recién comenzado el 2017, y si bien el invierno no es mi temporada favorita para viajar, no me quedaba más remedio para escapar un poco de mi rutina en Lyon.
    Así pasé un fin de semana en Toulouse, la ciudad rosa de Francia, que me regaló tardes soleadas en bicicleta por sus calles adoquinadas y fachadas de rojizos ladrillos, junto con mi amigo Benjamín, a quien había conocido en México.
    Pero antes de volver a Lyon, era imperativo hacer una escala a 100 kilómetros al este de Toulouse, en un pequeño pueblo de Occitania que creí que difícilmente me enamoraría más de lo que Toulouse había ya hecho.
    Aquel lunes, cuando todos los franceses volvían a su rutina normal de trabajo, yo había logrado pasar mi clase para el siguiente viernes. Con un día libre más, cogí el primer tren matutino hacia Carcassonne, y di las gracias a Benjamín por haberme hospedado por dos confortables noches.
    La estación central de Carcassonne era bastante pequeña, lo que me daba a entender la minúscula magnitud del pueblo, del que poco había leído en el pasado.
    Antes de salir y enfrentarme a la fría mañana exterior, tomé mi ya rutinario croissant con un café y un jugo de naranja, lo que se había vuelto mi típico desayuno francés.
    A solo unos pasos de la estación, el Canal du Midi volvió a aparecer frente a mí.

    Aunque poco sorprendente para los ojos de un hombre contemporáneo, el Canal du Midi fue la obra de ingeniería más revolucionaria del siglo XVII, ya que logró conectar por vía fluvial al océano Atlántico con el mar Mediterráneo.
    Las embarcaciones fueron el principal transporte en el mundo hasta la llegada del ferrocarril en el siglo XVIII, y aunque el Canal du Midi no se compara con la magnificencia del Canal de Suez o el Canal de Panamá, fue el precursor de estos, y por ello es hoy una atracción turística declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Aunque el Canal du Midi y sus esclusas me regalaban el reflejo de un hermoso cielo azul, no era aquello lo que me dejaría atónito aquella mañana, y con certeza no era lo que me había llevado hasta los rincones de ese pueblo del sur francés.
    Atravesé el centro de la ciudad baja, lleno de tiendas y comercios que apenas comenzaban a abrir sus puertas al público. En un sitio como aquel, un lunes por la mañana no tenía en absoluto la misma oscilante actividad que en el resto de las ciudades modernas.
    Al sur del centro de Carcassonne, un puente me atravesó al otro lado del río Aude, cuyo territorio conserva aún las casas medievales en la que solían vivir los habitantes de la ciudad.

    Hoy la mayoría son comercios dedicados al turismo. Restaurantes, posadas, tiendas de artesanías y souvenirs. Aunque poco se oye hablar de ella fuera de Francia, Carcassonne representa uno de los centros turísticos más visitados del país galo.
    La vista encima de la ciudad vieja me hizo ver el porqué. En lo alto de la colina adyacente, una enorme ciudadela con torres de castillo se posa todavía como si el tiempo se hubiera detenido, congelado diez siglos atrás.

    La ciudad histórica fortificada de Carcassonne es la ciudad medieval mejor conservada de Europa, y con mérito le ha hecho merecer el título de monumento histórico por el Estado francés y el de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
    Para llegar a la ciudadela debí rodearla por algún tramo, a lo largo de una de las calles de la ciudad baja, hasta llegar a un jardín que antiguamente funcionaba como el cementerio de la villa, ubicado fuera de sus muros.

    La cara oriental de la ciudadela me dio la bienvenida con la Puerta de Narbona, la que fuera su principal entrada, donde una placa de la UNESCO informa a los visitantes que están a punto de ingresar a uno de los recintos arquitectónicos de mayor importancia de la Europa actual.

    Hasta aquel entonces, la lista de castillos que había ya visitado en Europa había crecido bastante. El castillo de Peñafiel, el alcázar de Segovia y el castillo de Neuschwanstein en Baviera me habían dejado boquiabierto.
    No era una tarea difícil, pensando que un chico mexicano no tiene la oportunidad de visitar verdaderos castillos en América, a excepción del castillo de Chapultepec en la Ciudad de México.
    Pero Carcassonne parecía ser algo diferente. Algo sencillamente monumental. No se trataba de un castillo. Se trataba de una ciudadela, de una ciudad medieval entera que me adentraría en carne propia a la antigua vida de los burgos.

    Para ello había que entender varias cosas primeramente. Carcassonne no había sido fundada durante el medievo. Es una ciudad que se remontaba a tribus celtas que habitaron la zona antes de que los romanos la tomaran como parte de la Galia, la provincia romana que abarcaba lo que hoy es Francia (donde vivían los galos, algo así como Asterix y Obelix).
    Fueron los romanos quienes comenzaron la fortificación de la ciudad, ante el peligro de las invasiones bárbaras. Los bárbaros eran aquellos pueblos del norte y centro de Europa, ante los que el Imperio Romano de Occidente sucumbio finalmente en el siglo V.

    Así fue como los visigodos tomaron Carcassonne y la incluyeron dentro de su reino, que abarcaba gran parte de la península ibérica y la mitad de la Francia actual.
    Los visigodos continuaron con la fortificación de la ciudad, haciéndola un mecanismo de defensa de la frontera norte de su reino. Aunque ello no impidió que la ciudad fuera invadida por los musulmanes cuando estos incursionaron en la península ibérica en el año 711.
    No obstante, el gusto le duró a los árabes hasta el año 752, cuando Carcassonne fue tomada por el ejército de los francos. Es desde entonces que Carcassonne quedó ligada de por vida a Francia.
    La Edad Media que todos tenemos en la mente, aquella con reyes, caballeros, castillos y calabozos, se sucedió más bien en la Baja Edad Media, entre los siglos XI y XV. Fue el auge del feudalismo en Europa.
    Si bien el feudalismo fue el modelo económico que suplantó al esclavismo de la Edad Antigua en toda Europa, tuvo su mayor apogeo en la Europa Occidental, entre los ríos Rin y Loira, específicamente en el Sacro Imperio Romano Germánico y el reino de los francos.
    Carcassonne fue así una pieza clave en la Francia medieval, ya que se encontraba en la frontera sur que separaba a toda la Europa cristiana del mundo islámico, que para entonces se extendía por casi toda España.
    El Imperio de Carlomagno (del que surgieron el Reino de Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico) había heredado los títulos de nobleza con los que el poder de los estados se descentralizaría y daría pie a la época feudal. Marqueses, duques, condes, vizcondes, todos subordinados al rey, pero quienes tomarían el poder de sus propias tierras y darían comienzo a la Edad Media que todos conocemos.
    Carcassonne fue así elevada a la categoría de Condado, por lo que necesitaba un castillo condal.

    En la zona oeste de la ciudadela, tras caminar unas cuantas calles curvilíneas, me encontré con la entrada al castillo condal. Un castillo dentro de otro castillo.

    Dentro de la misma ciudadela, el castillo se construyó con una fosa a su alrededor, para proteger doblemente al conde y a la familia condal de posibles agresores.

    Un puente comunica con el patio principal, que se rodea de edificios que datan entre los siglos XII y XVIII.

    El castillo condal era por supuesto la residencia del conde, que ostentaba el título con mayor peso en la ciudad.
    Aunque el rey era la mayor condecoración en la Francia medieval (que sólo podía ser otorgada por herencia familiar o por el Papa, es decir, por Dios), el poder del rey estaba limitado. El rey elegía a sus nobles y les otorgaba un pedazo de tierra (el feudo), ante el cual los nobles tenían el poder absoluto.
    El noble a su vez elegía a sus vasallos (caballeros, hidalgos), que podían vivir dentro de las murallas de la ciudadela (el burgo) a cambio de prestar protección y servicio militar al señor feudal. Los miembros más ricos del pueblo, como los banqueros y algunos comerciantes, vivían también dentro del burgo. Ellos conformarían más tarde la clase burguesa.
    Así mismo, el pueblo llano pertenecía al feudo del noble, pero vivía fuera de los muros de la ciudadela. Campesinos, artesanos, ganaderos. Eran hombres libres ante la ley, pero no podían cambiar de feudo ni de estrato social. Aunque toda situación de desprivilegio se compensaba con la gloria del cielo cristiano.
    Era así como funcionaba la típica sociedad medieval feudal. Una sociedad basada en la agricultura, el autoconsumo, la vida rural y las guerras entre los caballeros de cada feudo.
    Podemos entonces imaginar que Carcassonne era solo un condado más del Reino de Francia. Un condado que parece haberse congelado en el tiempo. Pero así como aquel, cientos de condados, marquesados, ducados y señoríos se extendían por toda Europa durante los años que muchos apodan ahora el oscurantismo.
    Desde el castillo condal las escaleras de unas de sus nueve torres me llevaron hasta lo alto de las murallas.

    Muchas de aquellas torres habían sido ya construidas por los visigodos como mecanismos de defensa. Y cabe mencionar, que la ciudadela entera fue restaurada en el siglo XIX, después de décadas en el olvido por parte del gobierno francés.

    Así pude yo disfrutar de una caminata en el pasado. Un paseo solitario que parecía haberme llevado a uno de los más grandiosos sueños de mi infancia.

    Desde la muralla se tenía una vista de 360 grados de Carcassonne, lo que incluía el interior y el exterior de la ciudadela.

    En el sur de la misma, pude avistar por primera vez la Basílica de Saint-Nazaire, el principal templo católico de la ciudad y un elemento imprescindible en toda urbe medieval de Europa, que para entonces ya se había convertido en su totalidad en cristiana.

    Fue posible ver también las fachadas de teja de las pequeñas casas que se yerguen todavía en la ciudadela, donde vivía la baja nobleza y los burgueses en su época. Y es que es así, si hubiéramos vivido en la Edad Media, debíamos haber tenido mucha suerte para vivir dentro de uno de estos burgos, pues solo si se nacía en una familia noble o burguesa era posible una morada junto al señor feudal. Las mayores posibilidades apuntaban a nacer en una familia del pueblo pobre, que vivía fuera de la ciudad.

    Y aunque las vistas de la ciudad baja actual de Carcassonne (aquella fuera de la ciudadela) son hoy en día un deleite arquitectónico y paisajístico, siglos atrás sus calles se atestaban de ratas, enfermedades, suciedad e inmundicia.

    Las murallas de Carcassonne son en muchos aspectos un hito arquitectónico todavía vigente en el mundo. A decir verdad, es una ciudad doblemente amurallada, así que penetrar a su interior no era una tarea fácil para ningún ejército de caballeros.
    La primera muralla fue construida durante la época galorromana, de la que datan las torres con forma de herradura, un elemento típico de la que se conservan aún 17 en todo el perímetro.
    El resto de las torres y el segundo muro fueron construidos en la Edad Media, incorporando la forma cilíndrica icónica del medievo con techos en forma de cono.

    La postal de la Torre del Homenaje del castillo condal con la ciudad baja a sus pies fue simplemente magnífica, sumado a la perfecta elección de haber visitado la ciudadela un lunes de enero, en el que casi ningún turista se aparecía por aquellos rumbos.

    Carcassonne parecía también haber sido emplazada en uno de los más bellos puntos geográficos del sur francés, rodeada de verdes y fértiles llanuras y colinas bajas que delineaban un perfecto y nublado horizonte.

    Las líneas naturales de la muralla me llevaron a la punta sur de la ciudadela, hasta el Teatro Jean Deschamps, con forma de anfiteatro romano.

    Si bien durante los siglos de la Edad Media la cultura de la Edad Antigua quedó en el olvido, los reinos medievales europeos heredaron algunos elementos grecolatinos que permanecerían en la cultura occidental hasta la actualidad, como el Derecho romano, el cristianismo y las tragicomedias teatrales.
    Y como viva muestra de lo importante que era el cristianismo para los feudos medievales, la Basílica de Saint-Nazaire apareció justo frente al teatro, que se sigue ocupando hoy para espectáculos al aire libre.

    La basílica es un templo románico que más tarde incorporó algunos elementos góticos, tanto en su fachada como en su interior.

    Aunque gracias a su bella basílica, Carcassonne pareciera ser otra típica ciudad cristiana que obedecía las órdenes del papa en Roma durante el medievo, fue cuna de uno de los sucesos más drásticos en la historia del catolicismo.
    En el siglo XII un nuevo movimiento religioso llegó al oeste de Europa, estableciendo sus bases en el sur de Francia: el catarismo.
    Ni el papa, ni el rey de Francia, imaginaron que el catarismo se fuese a extender con tanta velocidad por aquella zona. Así que para frenar su expansión, el papa organizó, con el consentimiento del rey, la Cruzada albigense, con el objetivo de expulsar a los cátaros.
    Carcassonne no volvió a ser la misma, ya que su vizconde, así como muchos de sus subordinados, fueron acusados de herejía, y derrotados por la cruzada militar. La ciudad pasó a quedar en manos del rey de Francia.
    La persecución de los cátaros dio origen a la fundación de la Santa Inquisición, institución que nació primeramente en Francia y luego contó con el apoyo directo del papa.
    Aunque todos hemos escuchado un sinfín de historias sobre la Inquisición católica, la mayoría de ellas están mezcladas con mitos y realidades, como el número de muertes que provocó y el tipo de torturas que utilizó. Lo cierto es que la Inquisición dejó una clara huella en la iglesia católica, y Carcassonne fue parte del comienzo de aquella oscura época del cristianismo.
    Tras visitar la basílica volví en dirección al centro de la ciudadela, permitiéndome perderme en sus calles zigzagueantes que me dieron una idea de primera mano de cómo era la vida dentro de un verdadero burgo francés.

    Fachadas y calles de piedra, pozos de agua, letreros que dejaban saber el nombre de quién moraba dentro de cada una de sus casas.

    Sin el alumbrado público, algunos coches y mesas de sus restaurantes, Carcassonne podría pasar fácilmente por una recreación ficticia de película. No es de extrañarse que haya sido elegida como escenario para la filmación de varios largometrajes franceses que se suceden en épocas medievales.

    Fue en uno de aquellos acogedores y cálidos restaurantes donde me refugié algunos minutos del frío exterior y comí una cazuela de pato confitado, el platillo típico de Occitania, difícil de encontrar en otros lugares de Europa.

    Las callejuelas tortuosas y vacías de la ciudadela de Carcassonne fueron sin duda un exquisito viaje al pasado que me llevó a un sitio que sólo había experimentado antes en mi imaginación, quizá también en algún videojuego.

    Después de ella, difícilmente otra antigua ciudad europea me transportaría tan vivazmente a la misma época. Carcassonne había llenado cada uno de los muchos clichés que existen sobre las villas medievales, y me dejó en claro que saber poco es a veces lo mejor antes de viajar a un nuevo destino.
  9. AlexMexico
    La eterna búsqueda del clima perfecto de la que muchos viajeros somos víctimas había ya comenzado a patearme el trasero después de mis primeros dos días en el norte de África.
    Era fácil creer que pasar una semana en Marruecos a mediados de febrero sería el antónimo ideal al crudo frío europeo que me hacía desear quedarme en cama todo el día, aunque el reloj marcara las horas de un ilusorio sol que se asomaba solo a veces entre los cielos helados.
    Pero mi chaqueta, que se había ya convertido en mi mejor amiga, debió acompañarme cada uno de mis días al sur del Mediterráneo. Tal parecía que los marroquíes gozaban también de un frío y lluvioso invierno.
    Bajo esa etérea y fastidiosa lluvia tomé un autobús nocturno en la terminal rodoviaria de Fez, no sin antes contender una vez con los marroquíes, que insistían en ayudarme con mi mochila en busca de un par de monedas, que al no recibir les hacía explotar en cólera entre un arsenal de insultos en árabe que mis oídos afortunadamente no podían descifrar.
    El elevado volumen de la música bereber que el chofer dejó escuchar desde los altoparlantes durante las primeras horas del trayecto trajo a mi mente aquellas melodías evangélicas que apaciguaron el peor de mis viajes una noche de diciembre en la frontera norte de Guatemala. Pero a diferencia de aquel repugnante autobús, esta vez el conductor se dignó a brindarnos un arrullador silencio, que me dejó dormir hasta nuestro arribo a Marrakech.
    La puntualidad de sus servicios me había impresionado bastante, para ser sincero. Aunque a decir verdad, la antelación de nuestra llegada a las 5:30 de la mañana no era lo más conveniente para un viajero como yo.
    Me vi entonces obligado a tomar un taxi hasta la medina, el centro antiguo de Marrakech y la zona donde se aglomera la mayoría del turismo. Aunque claro que a esas horas de la madrugada, el vacío en sus calles era más que aterrador.
    Al igual que en el centro de Fez, la medina de Marrakech es una zona completamente peatonal. Por tanto el taxista me dejó en la entrada principal a los souks, los mercados callejeros, que para ese entonces estaban todavía cerrados.
    Esta vez creí haberme anticipado bien ante la falta de un plan de internet en mi móvil, y tenía descargado el mapa que me llevaría hasta la puerta de mi hostal. Pero las calles de las medinas árabes son siempre un laberinto que solamente los locales saben atravesar.
    No pasó mucho tiempo para que un hombre se acercara ofreciéndome ayuda. Pero mis anteriores experiencias con los marroquíes me dejaban en claro que aquel sujeto solo me ayudaría a cambio de algunos dirhams, por lo que me negué ante su oferta.
    Soy policía de seguridad —me dijo—. Dime el nombre de tu riad y te llevo a él. Su chaleco fluorescente parecía ser real, y lo dejé guiarme hasta la entrada del hostal.
    Cuando creí haber conocido a un honesto funcionario que me habría ofrecido al fin ayuda verdadera, su mano extendida frente a la puerta me indicó que todo había sido un engaño. El chaleco no era más que un señuelo para camuflar su identidad, y al igual que la mayoría del resto, esperaba dinero a cambio.
    El encargado del hostal abrió la puerta y me dio la bienvenida. El señor pregunta si le darás alguna moneda —me hizo saber—. Me dijo que era un policía, no tengo por qué darle algo a cambio. —repliqué. Aunque parezca rudo, es así como muchas cosas funcionan en Marruecos.
    Tras el manifiesto enfado en la cara de aquel hombre, cerramos la puerta y me refugié por fin del frío que bañaba el exterior. Y ya que sabía que podría hacer mi check-in hasta pasado el mediodía, pedí al encargado poder dejar mis cosas y descansar un poco en la sala común del hostal, a lo cual contestó mostrándome el camino al cuarto compartido, donde cordialmente me permitió tomar mi cama y hacer el check-in después de descansar algunas horas. La hospitalidad de muchos marroquíes parecía ser, después de todo, algo de admirarse.
    El Dar Radya fue otro claro ejemplo de lo placentera que puede ser una estadía en un típico riad marroquí. Su patio central con mesas de té y una fuente en la que se bañaban las aves; los cuartos con ventanas dobles de madera y tapetes de mosaicos; el baño en colores rojizos y un lavabo de azulejos en motivos geométricos.

    Cada detalle de aquel riad parecía estar planeado a la perfección para hacer sentir a sus huéspedes en un histórico Marruecos. Y sumado a la amabilidad de su personal la experiencia no podía ser mejor.
    Un té de menta es siempre una buena forma de empezar el día. Y ya que el cielo me sonreía mucho más que la noche anterior, salí nuevamente a caminar por las laberínticas calles de aquella metrópoli magrebí.

    Marrakech es una ciudad más nueva que su hermana Fez, en el norte, de donde yo había llegado esa mañana. Mientras Fez fue fundada por una dinastía árabe, Marrakech, situada más bien al sur del actual país, nació gracias a una dinastía bereber, llamados los almorávides.
    La imagen contemporánea de Marruecos y el Magreb (el noroeste africano) suele resumirse en un solo concepto: países árabes.

    Pero es necesario hacer algunas diferencias. Los árabes son un pueblo (actualmente aceptados como una etnia) que originalmente provienen de la península arábiga, y que poblaron el Medio Oriente y el norte de África durante la propagación del Islam en los siglos VII y VIII.
    Y aunque puede decirse que casi todos los árabes hablan la lengua árabe, no puede decirse que todos los árabes practican el Islam. Así también, no puede decirse que todos los pobladores de los países árabes pertenecen a la etnia árabe ni hablan tal idioma.
    Antes de que los árabes se expandieran llevando consigo el Islam, el norte de África estaba ya habitado por tribus nómadas, conocidas como bereberes, hablantes de lenguas bereberes.

    Venta de tapetes bereberes típicos.
    Su presencia a lo largo del Sahara se remonta a siglos antes del nacimiento de Cristo, aunque las duras condiciones del desierto más grande del mundo los obligaron a moverse constantemente de un lado a otro.
    No obstante, fueron capaces de establecer verdaderas ciudades en algunas de las regiones mejor adecuadas para su supervivencia. Marrakech es uno de los mejores ejemplos, nacida como una urbe bereber e invadida siglos más tardes por los sultanes árabes que hasta hoy gobiernan Marruecos.
    Se puede decir entonces que los dos principales pueblos que habitan hoy el Reino de Marruecos son los árabes y los bereberes, siendo el árabe y el bereber las dos lenguas oficiales del país, y cuyos ciudadanos son libres de profesar la religión que deseen. Aunque claro, el islam es el dogma predominante.

    Mujeres usando su hiyab típico árabe, y detrás un hombre usando su jellaba típica bereber.
    La medina es el lugar donde se establecieron los primeros pobladores de la ciudad durante la Baja Edad Media. Los souks de Marrakech son los más grandes del país, y es la mejor forma de sumergir a los turistas como yo en estos típicos y laberínticos mercados callejeros del mundo árabe.

    Otro elemento bastante característico de estas ciudades son los hammam, los baños árabes o turcos que se heredaron de la cultura romana tras su desaparición.

    Los otomanos y las culturas islámicas prosiguieron estos rituales de limpieza en baños públicos, que hasta el día de hoy están divididos para hombres y mujeres. Es la versión árabe de las saunas, que le valen a Marruecos una buena parte del turismo que reciben.
    No tardé mucho tiempo para darme cuenta de algo. Casi la totalidad de los edificios y paredes en la medina eran de color rojizo. La causa, es que están construidas con arena roja, característica de la zona donde se emplaza la ciudad.

    Es por ello que Marrakech se ha ganado el título de “la ciudad roja”. De hecho, cualquiera que viaje por Marruecos se dará cuenta que cada ciudad tiene un color predominante en sus construcciones, ya que por órdenes de los gobiernos locales toda nueva edificación debe respetar el material y el color tradicional para conservar su matiz único.

    La medina está amurallada todavía en su mayor parte, y como es de esperarse, su extensión es bastante grande.
    Pero toda caminata por la medina culmina de forma perfecta en la plaza de Yamma el Fna, el corazón de Marrakech donde desemboca la densa red de callejuelas.

    La plaza de forma irregular está rodeada por tiendas, restaurantes y cafés que ofrecen la mejor vista de la ciudad con sus terrazas. Pero lo mejor de Yamma el Fna se encuentra sin duda al nivel del suelo.

    Conforme va avanzando el día, comienza a llenarse de comerciantes y artistas de todo tipo. Mujeres que pintan con henna, vendedores de jugos de naranja o de pociones afrodisíacas; malabaristas, músicos, encantadores de serpientes, contorsionistas; vendedores de fruta, pescados, tapetes persas, joyería, juegos de té, lámparas mágicas.

    La lista va creciendo conforme el sol va avanzando hacia el oeste. Pero como bien me habían dicho, lo mejor de Yamma el Fna llega tras el ocaso. Por ello decidí seguir mi camino y dejar que me sorprendiera al caer la noche.
    Al oeste de la plaza una larga calzada peatonal ofrecía paseos turísticos en carruajes, que se estacionaban junto a uno de los parques públicos que dan comienzo a las modernas avenidas, donde el tránsito de coches empezaba a aparecer en la ciudad.

    Al fondo, la torre de la mezquita Kutubía dominaba el paisaje, haciendo notar su presencia como el ícono más representativo de Marrakech.

    Como dije antes, la ciudad fue fundada por los almorávides, en una localización estratégica para las caravanas que cruzaban el Sahara hacia la África negra.
    Pero de la época almorávide no queda nada en Marrakech, ya que años después de su llegada fueron invadidos por los almohades, otra dinastía bereber proveniente de las montañas del este.
    Los almohades dieron a Marrakech su primera gran época de esplendor, y en el siglo XII su primer califa, Abd Al-Mumim, mandó a construir la mezquita Kutubía, que se cuenta que en su época era de las mayores en el mundo islámico.

    Sus muros están construidos, al igual que el resto de la ciudad, con la arena rojiza que rodea a la urbe, presumiendo sus arcos de herradura por los que es un deleite atravesar para todo occidental como yo.

    Su alminar (como se le conoce a las torres de las mezquitas) es la construcción más alta de Marrakech, y aunque ha perdido ya buena parte de su ornamentación original, continúa imperando con su poder sobre la metrópoli roja.

    Marrakech es quizá la ciudad más turística y visitada en todo el país. No fue extraño entonces que mi amiga Daniela, que entonces salía con un chico marroquí, se encontrara aquel día en la misma ciudad que yo, a más de 9000 kilómetros de nuestro hogar en México.
    Encontrarme con ella mientras tomaba un café frente a aquella imponente mezquita fue sin duda una experiencia extraordinaria. Pero mejor aún en compañía de un local como Zakaria, su novio marroquí que nos ofreció a ambos mostrarnos lo mejor de la ciudad.
    Al oeste de la mezquita, Zakaria nos llevó a La Mamounia, un verdadero palacio-hotel que permite visitas gratuitas a los turistas.

    El terreno fue heredado al príncipe Al Mamoun en el siglo XVIII como regalo de bodas por parte de su padre. Pero fue hasta 1923 cuando se decidió inaugurar un lujoso hotel en lo que alguna vez fue un oasis protegido dentro de las murallas de Marrakech.

    Entrada al hotel La Mamounia.
    Numerosas celebridades son las que se han hospedado en sus opulentas habitaciones. Desde políticos tan renombrados como Winston Churchill y el general Charles De Gaulle, hasta artistas como Charles Chaplin, Edith Piaf, Yves Saint-Laurent y Elton John.
    La máxima expresión de la arquitectura árabe y andaluza parecía encontrarse al interior de aquel suntuoso hotel.

    Esculturas de arabescos, techos con madera tallada en la mejor calidad, fuentes de mosaicos mudéjar y lámparas de cristal que iluminaban el interior del edificio simplemente a la perfección.

    La presencia del agua en sus fuentes y estanques no podía pasarse por alto como en cualquier otra construcción del mundo árabe. Pero sin duda en una forma muy diferente a como lo hacían los riads que mi bolsillo podía pagar.

    Detrás del hotel, ocho hectáreas de jardines se extendían con un acervo de especies vegetales que contrastaba idealmente con el naranja de sus muros. Palmeras, cactus, olivos, naranjos y bugambilias, donde los pájaros se posaban para hacer al ambiente inclusive más sublime.

    Con su cava de vino, spa, chefs de renombre, suites imperiales y códigos de etiqueta, La Mamounia nos dejó en claro que Marruecos no tiene nada que envidiarle a los países occidentales en cuanto a turismo de lujos se trata.

    Pasadas las horas la lluvia comenzó a caer otra vez sobre nosotros, así que decidimos que era tiempo de comer.
    Zakaria nos llevó a un buen restaurante por un almuerzo típico marroquí: sopa harira y tajín. Ambos platos me parecían dignos de todo paladar, pero después de cierto tiempo no sabía si me llegarían a aburrir.

    Y para para la digestión, un buen vaso de té nos reconfortó a ambos lados de la mesa, antes de volver al coche y seguir nuestro tour por la ciudad roja.

    Zakaria tomó una carretera, que parecía estarnos llevando fuera de la ciudad. En realidad, nos dirigíamos a la Palmerai, la zona norte de Marrakech, donde un oasis de palmeras parece ser el lugar que ha atraído a millonarios a construir sus nuevas residencias.

    Camellos en el Palmerai.
    Aunque a decir verdad, no todos son precisamente millonarios. Aunque Marrakech es una de las ciudades más caras de Marruecos y ha incrementado sus precios inmobiliarios durante las últimas décadas, comprar un riad en su interior sigue siendo mucho más barato que un apartamento en Europa o Estados Unidos. Es por ello que se ha convertido en la ciudad que atrae a más extranjeros en todo el país.
    Al volver al centro antiguo de la ciudad, cometimos el grave error de atravesar la muralla de la medina en el coche. Si bien, gran parte de ella es peatonal, algunas calles están habilitadas para el tránsito automovilístico. Pero la circulación en su interior es simplemente nefasto.
    Esquivando a los peatones y serpenteando en tal laberinto de rúas, tardamos casi media hora en salir para hallar un estacionamiento.
    Para entonces, la noche había caído, y Yamma El Fna se había animado como toda una fiesta citadina que amenazaba con parar hasta pasada la medianoche.

    En el medio de la plaza nos encontramos con un amigo de Zakaria. Daniela y yo, deseosos de comprar souvenirs, supimos que debíamos aprovechar la oportunidad de estar con dos marroquíes, quienes podrían negociar por nosotros los precios de los productos.
    Cualquiera diría que los latinoamericanos están acostumbrados a regatear. Pero los comerciantes marroquíes han pulido ese arte mucho más que nuestros ancestros.
    Así, Zakaria y su amigo consiguieron una lámpara para Daniela y un tarbush para mí, ese típico sombrero rojo que usaba el mono de Aladino en su cabeza.

    Para disfrutar de una vista panorámica de Yamma El Fna, subimos a la terraza de uno de sus múltiples cafés, donde un café con leche y un té de menta fueron una excelente forma de culminar nuestra jornada.

    Al otro día Daniela y Zakaria ya habían armado su plan. Así que me tocó visitar el resto de Marrakech por mi cuenta. Esta vez, decidí conocer los verdaderos palacios de los que había gozado la metrópoli en su época de esplendor.
    Marrakech fue la capital imperial durante los siglos XVI y XVII, cuando la tribu árabe de los saadíes invadió la ciudad y la convirtió en una de las más prominentes y pobladas del mundo árabe, atrayendo a grandes artistas y pensadores.
    Una de las construcciones más emblemáticas de esta era es el palacio El Badi, mandado a construir por el sultán Ahmed al-Mansur.

    Lo que puede visitarse hoy de aquel palacio son solo sus ruinas y su bien conservado jardín central. Pero según algunos cronistas, se trataba de una verdadera maravilla del mundo islámico.

    Contaba con 360 habitaciones, cuyas paredes y techos estaban recubiertos con oro traído desde la mítica ciudad de Tombuctú, que el propio sultán había ya conquistado.

    No hace falta decir que los patios estaban adornados con estanques y fuentes tras los que se sembraron filas de naranjos, que me trajeron a la mente los palacios nazaríes de Andalucía en España.

    De hecho, los planos de El Badi se basaron en los de la Alhambra, la joya de la arquitectura musulmana en la península ibérica, que por suerte se conserva mucho mejor que aquel en Marrakech en el que posaba mis pies.

    La gloria del palacio no duró mucho más de cien años, tras los cuales una nueva dinastía árabe (la que gobierna hasta ahora Marruecos) subió al trono, y llevó todos sus tesoros hasta Mequinez, la que sería la nueva capital del reino.
    Pero para mi fortuna también es posible admirar un palacio mucho más reciente. En el antiguo barrio judío se encuentra el Palacio de la Bahía, el mejor conservado de Marrakech.

    Entrada al palacio de la Bahía.
    Si bien en el siglo XIX Marrakech ya no era la capital, un visir de la corte real (asesor del sultán) mandó a edificar este inmenso palacio para su uso personal.

    Su intención era hacer el palacio más grande jamás construido, y aunque nunca gozó de ese título, logró captar a la perfección la esencia de la arquitectura islámica y marroquí en un solo lugar.

    Aunque el hotel La Mamounia me había mostrado ya buena parte de lo que es un palacio marroquí, La Bahía se trataba de uno de verdad, en donde un miembro de la realeza había pasado parte de su vida.
    A pesar de haber quedado en desuso como residencia cuando el visir falleció, se yergue todavía en excelentes condiciones. El brillo de los mosaicos, la textura del cedro tallado y el matiz de los colores en cada uno de sus muros siguen pareciendo sumamente nuevos.

    El harén es simplemente exquisito, con un patio interior en el medio del cual se posa una fuente, y alrededor del que vivían las concubinas del visir, quien además de ello tenía cuatro esposas.

    Satisfecho con haberme por fin sumergido en una verdadera monarquía árabe, almorcé en las calles cercanas a la medina, para después continuar hacia la zona nueva de Marrakech.
    Esta área es llamada la ville nouvelle, que como en todas las ciudades marroquíes, fue construida por los franceses durante los años del protectorado en el siglo pasado.

    Aquí se encuentran las grandes avenidas, hoteles, centros comerciales, tiendas, los edificios del gobierno local y, sobre todo, las modernas casas y apartamentos donde moran los actuales habitantes de la ciudad.

    Es en esta zona donde se encuentra uno de los principales y más nuevos atractivos de Marrakech: el jardín Majorelle.

    Durante los años del protectorado de Francia y España en Marruecos, el pintor francés Jacques Majorelle estableció su pequeño taller en la ville nouvelle.
    Alrededor del mismo, decidió mandar a plantar uno de los más bellos y cuidados jardines botánicos de la ciudad, que además de poseer una amplia gama de plantas y arbustos, se decora con vivos colores en sus muros, macetas y ornamentos que dejan en claro que aquel sitio perteneció a un pintor.

    Pero el color más predominante es el azul, que el mismo artista creó y que hasta hoy lleva su nombre: color azul Majorelle.

    En los años sesenta la propiedad pasó a manos del famoso modista francés Yves Saint-Laurent, quien amplió el acervo botánico y convirtió el antiguo taller en una sala de exposición de arte islámico

    Enamorado de los jardines y palacios marroquíes, decidí que era momento de volver a mi riad y cenar en Yamma El Fna un buen plato de pescado con calamares y berenjenas, que saciaron mi apetito para la hora de dormir.
    Los siguientes días me esperaba otra cara de Marruecos. Una cuyos paisajes se colmaban menos por la realeza, y mucho más por la naturaleza de un país entre el océano, las montañas y el desierto.
  10. AlexMexico
    Mis días y noches en Marruecos habían sido hasta ahora bastante satisfactorias, a pesar de la lluvia, el frío y la cantidad de azúcar en el té de la que nadie me había advertido.
    Fes y Marrakech, dos de las cuatro ciudades imperiales del reino, demostraron con creces lo que las había hecho grandes, y lo que las había puesto en el mapa aun tras la invasión de Francia y España durante el protectorado.
    No me cabía duda de por qué ambas figuraban como los destinos más turísticos de todo Marruecos, donde incluso en invierno enormes filas de mochileros llegan día tras día a las puertas de sus aeropuertos.
    Mi última noche en Marrakech no fue la excepción. Con el cuarto comunitario para mí solo, el riad Dar Radya me regaló un muy placentero sueño, mismo que necesitaba conciliar bien para seguir con mi aventura el siguiente día.
    Muy temprano, a las 7 de la mañana, desperté para comer mi último gran desayuno en el riad. Los huevos con pimienta, las crepas marroquíes con mantequilla y el té de menta en aquel hostal hicieron despertar mi cuerpo y mi paladar cada día que pasé bajo su ornamentado techo. Y aquella mañana lo hice junto a Bom, una chica coreana que también había madrugado.
    El encargado nos invitó a ambos a coger nuestras mochilas y nos condujo al exterior. Bom sería mi compañera de viaje en una nueva travesía que estaba a punto de emprender.
    La tarde anterior había preguntado al anfitrión sobre los tours que tenía disponibles para viajar hacia el este del país, una zona remota a la cual es algo complicado viajar con las compañías de autobuses.
    Me ofreció el paseo más famoso y atractivo, aquel que la mayoría de los turistas toman para disfrutar de Marruecos.
    Así, pasaría tres días a bordo de una van conociendo las montañas, los pueblos y los cañones del sureste de Marruecos, para terminar nada más y nada menos que en la entrada al desierto del Sahara.
    En una calle cerca de la medina se estacionaba una van blanca, que tenía una pinta de ser bastante vieja, pero en buen estado después de todo. El encargado del hostal nos invitó a subir, tras lo que nos deseó un excelente viaje.
    No tardó en llegar Alena, una joven rusa ojiazul cuyo inglés era ya bastante difícil de entender. A todos se sumaron Rafa y Silvia, una pareja de madrileños que parecían estar celebrando su retiro del mundo laboral.
    Nuestro chofer subió y nos dio los buenos días. Se presentó con un extraño nombre en un acento poco entendible, tratando de cambiar del inglés al español en empatía con los pasajeros.
    Sin más que esperar, emprendimos el viaje, que comenzó con un atasco de tráfico a las afueras de Marrakech.
    El día había comenzado fresco, como era normal en las mañanas de Marrakech. Pero parecía que podía despejar en el transcurso de la mañana.
    Tomamos la salida de la carretera al sureste de la ciudad, rodeada de paisajes llanos tras los que poco a poco la ciudad se fue fundiendo.
    La música árabe que el conductor había colocado de hecho nos arrulló a todos. Madrugar no era algo de lo que nos sentíamos muy felices, pero era la única forma de aprovechar el día entero.
    Luego de algunos minutos la camioneta comenzó a zarandear, llevándonos de un lado al otro en nuestros asientos y haciéndonos despertar de un breve pero conciliador sueño.
    Al abrir nuestros ojos el paisaje frente a nosotros se había transformado por completo, y una cadena montañosa de enorme magnitud se había hecho presente en el suelo bajo el que conducíamos.

    Habíamos entrado a los Montes Atlas, la cordillera que atraviesa Marruecos de este a oeste hasta encontrarse con la costa del Atlántico.
    La mayoría de los turistas viajan a Marruecos en busca de palacios árabes y de un paseo por las dunas del desierto más grande del planeta. Pero pocos se imaginan que entre aquellas dos maravillas, algo tan imponente como los Atlas se atraviesa en su camino.

    Los picos nevados en el horizonte nos hacían difícil de creer que de verdad nos encontrábamos en el norte de África, a pocos kilómetros de la ciudad roja y sus antiguas residencias reales.

    El chofer hizo una parada para permitirnos bajar y fotografiar la panorámica que se extendía bajo nosotros. Habíamos ya alcanzado cierta altura, y al poner un pie fuera el frío del que tanto había huido en Europa volvió a mi cuerpo como mil puñaladas en mi piel.

    Pero enfrentarse al helado viento merecía la pena, con tan magnífica postal que ni siquiera en Europa había podido tener aún.

    Las agencias de turismo de Marrakech ofrecen todas ese mismo trayecto. Era normal entonces que el 90% de los coches frente y tras nosotros fueran camionetas, cada una con un grupo de turistas deseosos de admirar los Atlas y sus blancas cimas.

    Todos juntos nos introdujimos al paso Tzi Ntichka, la carretera que atraviesa las montañas y que lleva al lado desértico de Marruecos.

    Las curvas se fueron haciendo cada vez más pronunciadas, y cuando menos nos dimos cuenta, estábamos manejando sobre la nieve.

    De hecho, nuestro guía nos contó que existen dos estaciones de esquí sobre las montañas, que entonces estaban abiertas para el deleite de los amantes del invierno.
    Un cielo tupido y nublado se posaba sobre nosotros; pero su trato fue el mejor al no soltar su furia sobre el grupo de turistas que ni con la lluvia se detendría de admirar la belleza de aquel valle.

    Nos detuvimos en un mirador al lado de la carretera, el más alto de toda la cordillera, tras el cual la autopista comienza a descender.
    El viento había cesado un poco y nos regaló así el mejor comienzo de nuestra jornada juntos por el sureste marroquí, donde los Atlas eran apenas una muestra de su esplendor.

    Cuando el coche comenzó el descenso el paisaje no tardó en cambiar. El suelo se teñía de un rojo cobrizo, pero las nubes no dejaban de aparecer.
    Pronto comenzó a llover. Menos mal que fue tras dejar las montañas atrás, pensamos todos. Pero nuestra siguiente escala no demoró en aparecer. Y la lluvia parecía no detener a los guías, que debían cumplir con un itinerario si querían recibir su pago.
    Sin paraguas ni el equipo adecuado para la lluvia, fuimos casi obligados a bajar del automóvil. Los madrileños no parecían estar muy contentos. Pero era eso o quedarnos en el coche y perdernos de un atractivo más del tour.
    Yo por mi parte me cubrí con mi capucha, y traté de ignorar la fría agua que caía sobre nosotros. El clima no es algo que podamos cambiar y no iba a permitir que arruinara mi viaje.
    En la entrada de un pueblillo nuestro chofer nos presentó con un guía local. Un hombre proveniente de una tribu bereber que era capaz de hablar árabe, inglés, francés y español.
    Cubierto con su chilaba, la lluvia parecía no afectarle en lo absoluto. Protege la cabeza del frío en invierno y del sol en el verano —me hizo saber—. Al final del viaje todos aprenderíamos del buen uso que se puede hacer de una chilaba en aquellas remotas tierras.

    Nos llevó hacia la parte trasera de un montón de casitas de arcilla, tras las cuales tuvimos una primera vista del ksar de Ait Ben Haddou.

    “Ksar” es una palabra utilizada en el Magreb, el norte y noroeste de África, para designar antiguas ciudades fortificadas construidas en oasis a lo largo del desierto. Es lo equivalente a un castillo en el mundo árabe.

    El Magreb estuvo habitada mucho antes de las invasiones árabes y musulmanas por los bereberes, tribus nómadas que vagaban por el desierto.
    Durante la Edad Media, muchas de estas tribus fueron convertidas al Islam, aunque adoptaron una visión muy particular de ella, diferente a la de los pueblos árabes.
    Fue en esta época cuando construyeron los ksar a lo largo de la franja norte de África. Ait Ben Haddou es uno de los mejores ejemplos de ello.

    Aunque la zona parece bastante seca, incluso con la lluvia que no cesaba para entonces, Ait Ben Haddou se encuentra junto al paso de un río, que proveía a la población de cultivos y palmerales, mismos que custodiaban desde lo alto de la fortaleza.

    Tras cruzar un puente, el grupo y yo nos adentramos en la ciudadela, cuyas calles laberínticas no distan mucho de las ciudades medievales europeas.

    Aunque claro está, la construcción de las mismas y su arquitectura poseen un estilo abismalmente distinto a la Europa del medievo.
    La totalidad de las casas del ksar están construidas con adobe, bajo las cuales todavía viven algunas familias, que se dedican sobre todo a la venta de artículos turísticos.

    Esas familias tienen la obligación, por ley, de respetar la arquitectura y trazado de la ciudad, que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, como una de las mejores muestras de fortalezas bereberes en toda África.

    El lodo que caía de las propias paredes hacía muy fácil resbalar por aquella ciudadela. Yo, a diferencia de mi grupo, fui muy bien equipado con mis botines de senderismo, resistentes a todo terreno. No era muy agradable ver cómo los tenis se estropeaban con la abrupta combinación del agua con la arcilla.

    El ksar está tan bien conservado que ha sido elegido por múltiples estudios cinematográficos como escenario de películas que retratan los paisajes de África y Medio Oriente. Es el caso de La Momia, Alejandro Magno, El Gladiador, Babel e, incluso, algunos capítulos de Juego de Tronos.
    La lista de películas que han pasado por sus muros son exhibidos en una de las tiendas turísticas en el camino principal.

    El recorrido culminó en la cima del cerro sobre el que está construido la ciudad, donde se posa el antiguo granero que sustentaba a toda una población que bien supo defenderse por varios siglos en este remoto pero hermoso paisaje.

    El guía nos bajó hasta la entrada del pueblo, donde le dimos las gracias y una propina por su excelente traducción. Haber conocido Ait Ben Haddou había sido una experiencia maravillosa, pero haber estado en contacto con un verdadero bereber era sin duda mucho más excitante.

    El chofer nos encontró junto a su camioneta. Pero antes de volver a su interior, era ya hora del almuerzo. La lluvia había cesado y estábamos ansiosos por sentarnos en un buen y cómodo lugar donde también nos pudiésemos secar.
    Nos llevó a un restaurante local con el que, por supuesto, su agencia tenía un convenio. Bom, Alena, los madrileños y yo nos sentamos alrededor de una de las típicas mesas marroquíes y ordenamos nuestros platillos.
    La mayoría ordenó tajín, el platillo nacional de Marruecos. Yo, un poco cansado del tajín (luego de tres días de haberlo almorzado), preferí inclinarme por el omelette bereber.

    El plato en el que me lo dieron cubierto me hacía pensar que se trataba, en efecto, de una nueva especie de tajín. Pero al alzar la tapa resultó ser una tortilla de huevo con especias y verduras. Nada del otro mundo.

    Antes de volver al coche, donde sabía que pasaríamos al menos un par de horas sentados, pedí al chofer usar rápido el baño del restaurante.
    Lo que me encontré en su interior fue algo bastante insólito. Un hoyo en el suelo sobre una plataforma de porcelana que me hizo pensar que se trataba de una especie de mingitorio público.
    Pero un rollo de papel a su costado, un cesto de basura y un par de plataformas que parecían estar hechas para colocar los pies, descifraron su misión como letrina del restaurante.

    Los rumores sobre ello no habían aparecido hasta entonces. Algo curioso, sin duda. Pero difícil de utilizar para un occidental como yo. Aunque al evitar el contacto físico con la superficie parecía no ser del todo antihigiénica, además de respetar la postura natural del cuerpo humano.
    Marruecos seguía manifestando sus sorpresas, y nuevamente a bordo del carro, las joyas del desierto empezaron a aparecer tras las ventanas.

    Pocos kilómetros adelante llegamos a Ouarzazate, la ciudad capital de la provincia homónima, que habíamos recorrido ya por varias horas.
    El chofer se detuvo justo frente a la Alcazaba de Taourit, antigua fortaleza que protegía la población.

    La escala fue rápida, pero significativa. La ciudad es conocida como la puerta del desierto, ya que desde allí el paisaje circundante se torna todavía más árido.
    Pero la razón por la que muchos de los tours paran en Ouarzazate es por ser considerada la meca del cine en Marruecos.
    Los Atlas Estudios han dado cobijo a diversos estudios cinematográficos internacionales, en los que se han rodado filmes como Ásterix y Cleopatra, La Guerra de las Galaxias, El Gladiador y La última tentación de Cristo.
    La ciudad cuenta con un museo del cine, al que muchos turistas deciden entrar por un precio extra. Nosotros, sin muchas ganas de recorrer un museo a pie, decidimos seguir de largo hasta nuestro destino final de aquel día.

    Nos adentramos entonces al Valle del Draa, el río más largo de Marruecos que forma por su cauce un enorme valle rodeado de montañas bajas.

    Aún con la presencia del agua, el paisaje se hacía cada vez más árido. Para ese entonces el cielo se había despejado a medias y los rayos del sol calentaban la superficie.

    Antes del ocaso arribamos al pueblo de Zagoria, junto al Valle del Draa, donde dormiríamos aquella noche.
    El pueblo lucía ya un poco de verde vegetación en sus alrededores que daba algo de vida a aquel paisaje tan rojizo.

    El chofer dejó a la pareja madrileña en un hotel junto a la carretera principal y Alena, Bom y yo fuimos llevados a otro hotel de la zona, donde también durmió el conductor.
    Nunca esperé que el tour nos diera una habitación privada en un hotel tan lujoso. Una cama king-size para cada quien, con baño privado, un balcón con vista al valle, una piscina en la terraza y un restaurante decorado con coloridos tapetes bereberes, en el que tuvimos una cena totalmente pagada.

    El menú fue el de siempre, una sopa harira y un plato de tajín. Menos mal que por la tarde había decidido almorzar algo diferente.
    Bom y yo nos quedamos charlando con el resto de los viajeros que habían tenido la fortuna de hospedarse en nuestro mismo hotel, hasta que el sueño nos venció y nos llevó a la cama.
    Al otro día nos esperaba otra larga y cansada jornada por los valles, que nos llevaría a la verdadera entrada al desierto.
  11. AlexMexico
    Una semana en Marruecos pasó flotando sobre mi calendario. Cuando menos lo esperaba, me encontraba trabajando en la terraza del hostal en Fez, donde pasé mi última noche en el país que me había mostrado una cara muy distinta de los viajes de mochila a los que me había enfrentado hasta entonces.
    Aquella misma tarde, un taxi compartido me llevó hasta el aeropuerto internacional de Fez, donde por fortuna Ryanair había abierto rutas desde hacía ya varios años, abriendo las puertas de África a los mochileros de Europa.
    La aerolínea de más bajo costo me llevó de vuelta al viejo continente en un cansado e incómodo vuelo, donde una niña no paró de llorar, y donde los abarrotados asientos rechinaban en cada pequeña turbulencia que atravesábamos.
    Mi vasta experiencia comprando vuelos en Europa parecía no haberme enseñado las lecciones suficientes hasta esa noche de invierno, cuando me di cuenta de que el aeropuerto Charleroi no era el aeródromo principal de Bruselas, sino una pequeña pista de aterrizaje a una hora de distancia de la ciudad.
    Así, el dinero ahorrado en la adquisición de aquel vuelo barato se fue a la basura con los 17 euros que debí pagar para llegar a la capital belga, donde tenía ya reservadas dos noches en el hostal Van Gogh, en el centro de la metrópoli.
    Pisar de nueva cuenta el suelo europeo no fue tan gratificante como pensaba. Mis deseos de volver al frío y húmedo invierno que se vivía eran escasos. Pero la animada vida de una ciudad como Bruselas me invitó a pensar lo contrario, y sentirme agradecido de volver a lo que ya sentía como mi segunda casa.
    Aunque a más de 700 kilómetros de Lyon, donde entonces estaba viviendo, Bruselas me cobijó como si fuera un miembro local. Con el limpio francés de sus habitantes, la hospitalidad con la que me recibieron en un albergue juvenil, el calor de un café espresso con galletas y las deliciosas papas fritas que aguardaban por mí al siguiente amanecer.
    Si bien mi primera mañana no pude evitar extrañar los desayunos marroquíes, con su mantequilla casera, sus crepas, sus huevos con pimienta y su té de menta, el desayuno en el hostal Van Gogh me dejó más que satisfecho, y listo para empezar mi primera jornada en Bélgica, la primera vez que pisaba aquel diminuto pero importante país de Europa occidental.
    La mañana era nublada, nada raro para mi primer día. Había ya sido advertido de que Bélgica es la bañera de Europa, donde la lluvia parece no cesar a lo largo de todo el año.
    El distrito del pequeño Manhattan a unos pasos del hostal me dejó entrever la moderna cara de Bruselas, lo que en realidad cumplía el estereotipo que se esbozaba en mi mente sobre aquella zona metropolitana.

    La capital de un país, la capital de un reino, pero sobre todo, la capital de Europa, donde los miembros de la Unión Europea decidieron establecer su sede, debido a la política neutral de Bélgica.
    No obstante, aquel pequeño país ha sido la disputa de varias naciones del viejo mundo durante siglos. No por nada se ganó el apodo de “el campo de batalla de Europa”.
    Pero como una de las naciones más jóvenes del occidente europeo, parece haber sido el lugar perfecto para desarrollar a Zentropa (el centro de Europa).
    Al lado del pequeño Manhattan, un barrio lleno de edificios de hormigón y rascacielos, da comienzo el centro histórico de la ciudad, que aunque algo pequeño comparado con otras capitales, sigue luciendo con orgullo su encanto que le ha valido el reconocimiento de la UNESCO.

    Los edificios del gobierno local y construcciones como el Teatro Real de la Moneda muestran que Bruselas es digno de admiración en comparación con sus ciudades hermanas.

    La arquitectura neoclásica y hasta haussmaniana de sus calles centrales me dejaron ver una Bruselas que no esperaba.

    Pero perdido algunos pasos bien adentro, una imagen flamenca de Bruselas me llevó a lo que mi mente esperaba.

    Aquel es el perfecto contraste de una dura realidad que ha enfrentado Bélgica desde su fundación. La división de un país en dos: Flandes y Valonia.
    Históricamente, Bélgica formó parte del Reino de los Países Bajos desde su nacimiento. Sus provincias solían ser llamadas “los Países Bajos del Sur”.
    Su situación geográfica la llevó a adoptar una gran influencia de las naciones circundantes, como Alemania, pero sobre todo, de Francia.
    Aunque los Países Bajos pertenecieron al rey Carlos V de España por mucho tiempo, el reino batalló para separarse de ellos, hasta que lo logró, convirtiéndose en los actuales estados de Países Bajos y Bélgica.
    Pero Bélgica heredó un enorme desafío: una comunidad bilingüe y dos tipos de identidades nacionales: la francófona y la flamenca.
    Flandes, la región norte del país, es una rica e industrializada zona proveniente de la cultura neerlandesa, donde se habla el flamenco, un dialecto del neerlandés.
    Valonia, en cambio, conforma el sur del país, una región católica de habla francesa que ha combatido contra su rival desde el nacimiento del nuevo reino.
    Bruselas es el punto intermedio entre ambas regiones, y es la ciudad bilingüe por excelencia, donde la batalla entre el flamenco y el francés va más allá del idioma. Como bien me dijo un amigo, todos en Bruselas hablan francés. Pero si de verdad quieres ser exitoso en esta ciudad, es imperativo hablar el flamenco.
    Si bien algunos imponentes edificios denotan una fuerte influencia de la vecina Francia, algunas de las mayores joyas de Bruselas nacieron completamente de Flandes.

    Prueba de ello es la Grand Place, el Patrimonio de la Humanidad que pone a Bruselas en el mapa del mundo.

    El palacio gótico del Ayuntamiento domina la explanada que marca el centro nuclear de la ciudad, con su enorme torre puntiaguda que recuerda al nacer del medievo tardío.

    Pero sus alargados edificios con altos ventanales y fachadas en detalles dorados son la viva herencia del esplendor de Flandes.

    Y no cabe duda que aquella mansión negra que hoy alberga al Museo de Historia de Bruselas es un ícono que pocas veces se encontraría en otra ciudad de Europa.

    La Grand Place es el lugar donde una vez al año se tienden las coloridas alfombras de flores que presumen a Bélgica ante el mundo entero. Y es el lugar donde los grupos de turistas se aglomeran en su paseo por la capital europea.

    Para huir un poco de aquellos tumultos que se empezaban a formar, decidí caminar un poco hacia el norte, hacia un viejo edificio que los miembros del hostal me habían recomendado.
    No tenía nada de especial, Una fachada cualquiera y un frío interior residencial. Pero subir a su estacionamiento era gratis, desde el cual se tenía una hermosa vista de la ciudad.

    Claro que con la lluvia y una niebla que había empezado a caer, la panorámica no era tan bella como me habían contado. Y con el mal humor que suele generarme el exceso de agua, fue momento de bajar y hacer algo de tiempo en un café.

    Bruselas era como estar de vuelta en Francia. La gente andando por sus calles, hablando con el mismo acento al que ya me había acostumbrado, bebiendo un espresso, comiendo patatas fritas en un cono, escuchando rap franco-árabe, entre bonitos edificios que contrastan con los grafitis de las tribus juveniles modernas.

    Incluso su catedral, la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula, tiene un cierto parecido con la catedral de Notre Dame de París desde cierto ángulo.

    Pero había varias cosas que separaban por mucho a Bélgica de su hermana del sur. Y poco a poco empezaría a descubrirlas.
    Cuando la lluvia paró un poco, avancé hasta el parque Mont des Arts, una verde explanada de jardines ingleses ante cuyos pies se extiende el centro de Bruselas.

    Orillado por los bellos edificios flamencos, que ya desde entonces comenzaban a enamorarme, es el lugar donde algunos artistas callejeros intentan ganar algunos euros entreteniendo a los turistas.

    Pero ante todo, es el lugar desde el que se aprecia mejor la antigua cara de Bruselas, que a pesar de la lluvia me dejó un exquisito sabor de boca.

    Al otro lado del parque, la iglesia de Santiago da comienzo a otro de los importantes barrios de la ciudad.

    Detrás de él, el Palacio Real de Bruselas apareció como otro imponente castillo europeo que sigue siendo la residencia del monarca, el rey Felipe de Bélgica.

    Hay veces que los turistas olvidan que Bélgica sigue siendo una monarquía. Pues bien, el Palacio Real le recuerda a todos que una familia real sigue al frente del país como jefes de Estado.

    Pero se trata de una monarquía parlamentaria, como la mayoría de las modernas monarquías europeas. Y su cámara de representantes parlamentarios está justo al frente del palacio, dejando en claro la identidad democrática del país.

    La avenida que nace de los jardines reales me llevó hacia la otra cara de Bruselas. El moderno y más conocido rostro de la metrópoli: su barrio europeo.
    Los edificios que acogen a las distintas instituciones de la Unión Europea hacen de Bruselas la verdadera Zentropa. Una especie de Ginebra en la cara occidental del continente.

    La concentración de la administración europea ha impulsado también la economía local hacia las nubes, haciéndola una de las ciudades más prominentes.
    Sin embargo, la política internacional le ha valido a Bruselas enemigos inconformes con el sistema, lo que la ha llevado a estar en el foco rojo del terrorismo durante los últimos años, sobre todo después del atentado del 2016.
    El parque Leopoldo se encuentra en el medio del quartier européen, y es uno de los varios pulmones que permiten a Bruselas respirar.

    Tras él, un moderno edificio de cristal alberga la sede del parlamento europeo.

    En realidad, Bruselas es una de las tres capitales de la Unión Europea, ya que las sesiones plenarias de llevan a cabo también en Luxemburgo y Estrasburgo, esta última siendo la sede oficial del parlamento.

    Mi caminata por la cara más internacional de Bruselas fue linda. Pero para mí había llegado la hora de probar algo más local.
    No había mejor forma de empezar que acudiendo a un supermercado. Si el viento me había arrastrado hasta Bélgica debía probar su chocolate y su cerveza.
    Existen múltiples confiterías a lo largo de la ciudad, pero un chocolate de marca local podía saciar ese apetito. Y una barra de Côte d’or rellena de coco fue sin duda una excelente elección.

    En cuanto a la cerveza, mi tarde estaba apenas por empezar. Las cervecerías locales me ofrecían una cantidad gigantesca de opciones, ante las cuales no sabía cómo reaccionar. Así que dejé que mi intuición me guiara y cogí una botella de Westmalle tripel, que disfruté de vuelta en el hostal al no saber si beber alcohol en la calle era algo permitido en aquella ciudad (luego sabría que lo es).

    Después de un almuerzo precedido por un buen aperitivo con cerveza, salí a dar una última ronda por las atracciones que la ciudad aún tenía para mí.
    La primera escala me llevó de vuelta a cruzar el centro histórico, dejando al desnudo los frescos que ponen en alto a la historieta belga, un país donde los cómics son tan importantes como en Estados Unidos o Japón.
    Las bandes dessinées franco-belgas se han ganado el amor del público alrededor de todo el mundo, con títulos como Ásterix el galo, Los Pitufos y el simpático Tintin, a quien descubrí bajando la escalera de incendios al costado de una vieja construcción.

    Muy cerca de allí, un niño de bronce que sostiene su miembro para dejar salir el orín sobre el asfalto se llevaba la admiración de multitudes de turistas.
    El Manneken Piss se ha convertido en una de las principales atracciones de Bruselas, y también forma parte de la lista de las figuras más decepcionantes en el turismo mundial, junto con La Sirenita de Copenhague.

    La estatua no es nada maravilloso. Un pequeño de 65 centímetros de alto de cuyo pene sale agua creando una fuente que da la idea de estar chorreada de orines.
    Pero la fama del niño se debe más bien a la cantidad de leyendas que lo rodean, o al mismo simbolismo del que se le ha dotado durante los años. Hoy el Manneken Piss representa al espíritu liberal de los belgas, lo que le ha ganado ser el objeto más fotografiado de todo Bruselas.

    A unos pasos, cerca de la Grand Place, otra leyenda rodea a un Jesucristo recostado sobre un retablo de bronce. Aquel que toque su brazo se dotará de buena suerte, y tendrá la fortuna de volver a Bruselas.

    Junto al Manneken Piss y a la Grand Place, otro monumento ha hecho de Bruselas un símbolo mundial, y aunque bastante lejos del centro histórico, no podía irme sin tomar al menos una fotografía.
    Se trata del Atomium, la imagen más moderna de Bruselas. Una estructura de más de 100 metros de altura que representa a un cristal de acero.

    Lo que se construyó para permanecer seis meses durante la Exposición de Bruselas de 1958 se ha mantenido en pie como una verdadera atracción hasta nuestros días, y se ha convertido en la Torre Eiffel de la capital belga.
    De vuelta en mi hostal, la noche apenas empezaba a caer, y yo arreglaba otro de mis tantos reencuentros en Europa.
    Dos años atrás, Víctor había llegado a mi ciudad natal en México para conocer el mejor carnaval del país. Y un mes más tarde, viajamos juntos a la zona arqueológica de El Tajín, donde compartimos una tienda de campaña para disfrutar dos noches de un festival de electrónica en medio de la antigua capital totonaca.
    Ahora yo estaba en Bruselas, la ciudad que lo vio nacer. Y en muestra de su agradecimiento, se ofreció a mostrarme la vida nocturna de la capital.
    Tomé así el tram hacia la estación Churchill, al sur de la ciudad, a unos pasos de donde él vivía con sus padres y su hermano gemelo.
    Una voz en los altoparlantes del tranvía me hicieron saber que dos estaciones estaban cerradas de manera indefinida. Pero a pesar de las sirenas de la policía que se oían en la calle, no me levanté de mi asiento y seguí de largo hasta mi destino.
    Víctor me recogió fuera de la estación y me llevó a su casa, a donde su cuñada arribaba al mismo tiempo que nosotros.
    —Hay una alerta de ataque terrorista —nos hizo saber rápidamente—. Encontraron a un hombre que se pasó tres semáforos en rojo y que en su coche llevaba tres bombonas de gas. Está identificado por la policía como un radical. No sé ustedes, pero yo no pienso salir de casa esta noche.— finalizó con seguridad.
    Víctor volteó a verme, sintiéndose culpable de que aquella noche, mi fin de semana en Bruselas, una alerta como aquella se lanzara al público, en una ciudad que normalmente suele ser pacífica.
    — No te preocupes —me dijo—. No dejaré que te quedes en casa hoy, seguro que no pasará nada.
    Con la confianza en él y en mí, accedí a salir. No podía perderme la noche de Bruselas por un solo hombre que manejaba con gas en su automóvil.
    Me llevó entonces a cenar, tras lo cual nos vimos con su mejor amigo, Antoine, en el bar Celtica, un pub local donde se ofertaba la cerveza Brugs a un euro.

    Aquella cerveza rubia era casi igual de buena que la Westmalle que había probado en la tarde. Pero pagar tan solo un euro por ella la hacía todavía mejor.
    Con los éxitos de Stromae sonando al fondo, Antoine y Víctor se acercaron a mí con un tarro de cerveza de barril. —Haremos un cul sec —me dijeron—. Será tu bienvenida a Bruselas.

    El cul sec (literalmente “culo seco”) significa beber el vaso entero de alcohol de un solo trago. Todo bien cuando se trata de un shot de tequila, pero pasar medio litro de cerveza de barril por mi garganta no fue una tarea con la que pude lidiar.
    Con el cerebro congelado tras un fallido intento de cul sec, ambos me sacaron del bar para llevarme al Café Delirium, la mejor cervecería de Bruselas.

    El elefante rosado de Delirium ha cobrado fama internacional, sobre todo por ostentar el récord Guiness como el bar con la carta de cerveza más grande del mundo.
    Cuando el barista me dio el menú, el peso me llevó a dejar caer los brazos sobre la barra. Aquello no era una carta, era una verdadera guía de cervezas provenientes de todos los rincones del mundo.
    ¿Cómo podría elegir una cerveza? ¿Una sola marca entre más de dos mil opciones?
    —Dame una cerveza local —le dije al oído—. La que quieras y que sepas que está buena.
    Una Tripel Karmeliet fue la elegida por el empleado, tras la que siguieron un par de pintas más que me dejaron casi en las nubes.

    Si Francia es la capital del vino, Bélgica lo es con la cerveza. Y beber cerveza en Bruselas no se compara con hacerlo en ninguna otra parte del planeta.

    Lo que un par de cervezas suele hacer conmigo en México no tiene comparación con lo que lograron en el Delirium. Es por ello importante conocer el porcentaje de alcohol presente en cada botella. La cerveza mexicana al lado de la belga parece ser solo agua fermentada.
    Así fue como me vi obligado a rechazar la siguiente invitación de Víctor, quien quería llevarme a un tercer bar a beber absenta, la bebida prohibida de Europa que tiene más de 80% de alcohol.
    —Si haces eso conmigo acabaré con un coma etílico en un hospital —. Así que lo mejor para ambos fue dar por terminada la noche y evitar peores consecuencias.
    Agradecido con Víctor por aquella introducción a la vida nocturna de Bruselas, volví a mi hostal para descansar y tratar de dejar salir el alcohol de mi cuerpo. Al otro día debía tomar un tren con dirección norte, para adentrarme en los aposentos de la Bélgica flamenca.
  12. AlexMexico
    Luego de algunos meses en Europa es común que muchas ciudades dejen de sorprender a uno como lo hicieron la primera vez. Si bien la monotonía no es muy característica de las metrópolis europeas, el cambio entre una y otra puede no parecer tan radical después de todo.
    Sin embargo, mi arribo a Bélgica tuvo una ventaja. Fue justo después de visitar Marruecos, dos países abismalmente distintos. Aunque una cosa tenían en común: un lluvioso invierno.
    “El meadero de Europa” no me había perdonado mucho hasta entonces. Pero según mis amigos, fuera invierno o verano, la lluvia no cesaba en lugares como Bélgica.
    Pero había varias cosas que me incitaban a quedarme. La calidez de su gente, su delicioso chocolate, su exquisita cerveza y la comodidad de los hostales juveniles en el que había reservado mis noches por venir.
    Otra buena ventaja fue la facilidad que me ofreció la red ferroviaria belga para desplazarme por el país. Por tener menos de 26 años, podía coger un tren a cualquier estación por solo 6 euros. Sin duda, el país donde más barato pude moverme en tren.
    Con su excelente servicio de transporte y sus cortas distancias, no me costó mucho salir temprano de mi hostal en Bruselas rumbo a su estación central, luego de otro excelente desayuno, mucho más voluptuoso que en el resto del continente.
    Se sentía increíble por fin tener la libertad de coger el tren que yo quisiera a la hora que yo quisiera, sin la presión que ejerce el tiempo cuando no podemos permitirnos perder nuestro viaje.
    Fue así como tomé un tren con dirección al oeste, a 60 kilómetros de la capital belga. Y solo 40 minutos más tarde llegué a la central de Gante, una pequeña y bella ciudad en la zona flamenca del país.
    Bélgica fue elegida como la sede de la Unión Europea y de muchas otras organizaciones internacionales, gracias a la neutralidad con la que se ha comportado durante las últimas décadas.
    No obstante, es un país bastante dividido, donde la rivalidad entre francófonos y neerlandeses puede notarse en cada rincón del reino.
    Aunque Valonia, la región sur de Bélgica de habla francesa, tiene varios atractivos que me interesaba visitar, no quería perderme un chapuzón en Flandes, la histórica región norte que nació en gran parte por su hermano del norte, los Países Bajos. Después de todo, 9 meses viviendo en Francia me dejaban ganas de visitar lugares con otro idioma y otro estilo.
    Bruselas fue el vivo ejemplo de un país bilingüe y binacional. Pero Gante, en el corazón de Flandes, me permitiría ver otro lado de la moneda.
    Si algo me gusta de tomar trenes en Europa, es que siempre la terminal está justo al lado del centro histórico de la ciudad. Así, no fue necesario tomar ningún transporte para llegar a mi hostal, y con mi mochila al hombro caminé algunos minutos adentrándome en su casco viejo.
    Aunque la historia de Flandes está estrictamente ligada al Reino de los Países Bajos y su tradición protestante, la arquitectura y trazo de sus calles no me recordaban mucho a Ámsterdam, el mejor ejemplo de una ciudad neerlandesa.

    Pero definitivamente, la nomenclatura de sus vías me traía a la mente a Holanda. Kortrijksepoortstraat, Lange Violettestraat, Burggravenlaan y un sinfín de nombres más, hicieron que mi paseo en Google Maps y el centro de Gante fuera una caminata más en la capital neerlandesa.
    En una de aquellas rúas empedradas, un aparador llamó mi atención. Una pila de mapas colgados, globos terráqueos, brújulas, relojes, libros, diccionarios y diarios me invitaron a entrar a una tienda de viajes.

    Gante es el lugar donde menos esperé hallar aquel negocio. La tienda de NatGeo en Madrid me había emocionado. Pero aquel pequeño comercio local le daba a los viajes un aire todavía más emotivo y genuino.
    Seguí caminando por la misma calle hasta cruzar uno de los canales que dividen a Gante, lo cual deja a su centro histórico literalmente en una isla. Y una vez allí, llegué hasta la puerta del hostal Backstay, justo frente a la Universidad de Gante.
    Gante se distingue en todo el país por ser una ciudad estudiantil. Y aunque su universidad no es la más antigua de Bélgica, es una de las de mayor prestigio, al menos en su parte flamenca.
    El hostal es así más allá de un alojamiento. En su planta baja, el café-bar ofrece a sus clientes un excelente deal. Por 5 euros la hora, los jóvenes pueden trabajar y usar las instalaciones, además de poder beber café ilimitado y algunos bocadillos. El plan perfecto para cualquier estudiante que por allí se pase.
    En ese mismo café me senté a esperar. Mi check-in no llegaría hasta dentro de unas horas. Y con la lluvia que había empezado a caer afuera dudaba mucho en salir de paseo.
    Pero solo había reservado una noche en Gante, y aunque la ciudad es pequeña, no podía esperar tanto tiempo a que la lluvia parase.

    Viajar con un paraguas no era mucho de mi agrado, y con el viento que a veces azota algunas ciudades europeas, lo mejor era siempre coger mi abrigo y mis botas todoterreno. Aún así, caminar con la cabeza abajo no es mi parte favorita de visitar una ciudad.

    No poder sacar la cámara bajo las gotas de agua es también una enorme patada en el trasero. Pero ante monumentos como la iglesia de San Nicolás, ni el agua podía detenerme a sacar una foto.

    La iglesia es uno de los monumentos de mayor antigüedad en Gante. Su construcción se remonta a la Baja Edad Media, en el lejano siglo XIII, cuando suplió a un viejo templo que se erguía en su lugar.

    Los alrededores de la iglesia fueron ocupados por muchas décadas por los comerciantes locales, que convirtieron a la plaza en un famoso punto central de la ciudad. Y hoy, la torre y su destacado estilo gótico dominan el horizonte medieval de Gante desde donde se le pueda observar.

    Flandes es casi una provincia de los Países Bajos, y al igual que estos, su superficie se encuentra por debajo del nivel del mar. Es por ello que las ciudades flamencas, como Gante, poseen una multitud de canales que drenan el agua que entra por el mar y algunos ríos. El río Lys es el encargado de cortar a Gante en varias pequeñas islas, casi al estilo de Ámsterdam.

    Cuando me disponía a continuar mi paseo fotográfico, la lluvia enfureció, avisándome que era tiempo de volver a un refugio.
    No tenía el tiempo suficiente de volver al hostal. Para entonces mi ropa entera estaría empapada. Así que un restaurante de pizza fue la mejor opción para calentarme y saciar mi apetito del almuerzo. Vaya si ahora creía que Bélgica era el verdadero meadero de Europa.

    Tras la satisfacción que la comida italiana siempre es capaz de dar, me vi forzado a volver corriendo al hostal. La lluvia parecía no estar jugando conmigo, y lo que menos quería era pescar un resfriado.
    No fue sino hasta las 3 de la tarde que el sol se asomó con algunos escasos rayos por encima de las nubes. Y fue mi única oportunidad de conocer Gante de forma tranquila.

    Volví caminando en dirección hacia el centro de la isla, justo donde había fotografiado a la iglesia de San Nicolás. Ya que a sus espaldas, otra inmensa torre llamó la atención a mis ojos, que por fin podían elevarse hacia el cielo sin miedo a que las gotas entraran tras mis pestañas.

    El campanario de Gante (llamado Belfort en neerlandés) a diferencia de la torre de San Nicolás, no se usó nunca para fines religiosos. Sirvió más bien como torre de vigilancia y almacén de la tesorería del municipio.

    Múltiples campanas han pasado por su cúspide, cuya función principal a lo largo de los siglos fue la de anunciar la hora o dar avisos a los habitantes de la ciudad. Pero la campana más famosa es la llamada campana Roland.
    Roland se ha convertido en todo un símbolo heroico para los belgas. Incluso es el principal personaje del himno de Gante, que pide a sus habitantes que luchen por su tierra.
    Flandes fue dominada varios años por el imperio español, y fue Carlos V quien ordenó la destrucción de Roland, para tratar de socavar así el espíritu independentista. No obstante, los flamencos salieron adelante, y hasta hoy Gante y Roland forman parte del orgullo nacional.

    No es de extrañarse así que el campanario de Gante se haya ganado el título de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Aunque de hecho, forma parte de un patrimonio multinacional, los campanarios municipales de Bélgica y Francia, que condecoran la independencia cívica de Flandes y la zona norte de Francia, e incluye los campanarios estilo “beffroi” que prestaron un servicio público en cada ciudad.

    Justo enfrente del belfort, una tercera torre me llamó a sus pies, concluyendo el conjunto de las tres torres medievales que dominan el horizonte de Gante.
    En esta ocasión era la catedral de San Bavón, la sede de la diócesis católica de Gante y principal construcción religiosa de la urbe.
    Aunque parte de su fachada estaba en restauración, la gran altura de su campanario tentando a los truenos con los que el cielo amenazaba, me llamaron a su interior sin pensarlo un minuto.

    La catedral alberga algunas obras de artistas de renombre, como Rubens, Otto van Veen y los hermanos Hubert y Jan van Eyck.
    En ella se coronó al emperador Carlos V, marcando un hito en la historia del Sacro Imperio Romano Germánico y el Imperio Español, que pusieron su dominio en Flandes con éxito durante varios años.

    Los detalles interiores y exteriores de la iglesia mezclan un estilo barroco, gótico y románico, que dan al triple conjunto medieval de Gante una exquisita visión.

    Poco a poco me alejé de las plazas centrales del casco viejo, permitiéndome perderme en las calles empedradas que se rodeaban por simétricos edificios de vivos colores.

    Peor ninguno de sus colores me cautivó tanto como el momento en que llegué al callejón del grafiti.

    En una ciudad con tal número de estudiantes universitarios, era imposible evitar que un callejón de poco atractivo se convirtiera en toda una obra de arte.

    Los artistas callejeros se dieron a la tarea de embellecer esta pequeña rúa que une a dos de las calles peatonales del centro de Gante, lo cual por supuesto resalta entre sus bellos edificios de una historia imperial.

    El sol comenzó a penetrar poco a poco aquel callejón, iluminando sus vivos colores todavía más. Y antes de que la lluvia comenzara de nuevo, tomé un par de fotos y seguí mi camino.

    La calle Hoogpoort me llevó hasta el Muelle de las Hierbas, en la rivera del río Lys que corta el plano central de Gante en una pequeña isla.

    Desde el diminuto puente se aprecia una pequeña Ámsterdam de edificios simétricamente compuestos, sobre cuyo reflejo en el agua se estacionaban algunas barcas con fines de transporte.

    Gante forma hoy parte del Reino de Bélgica. Pero sus tierras bajas, canales y arquitectura estirada de ladrillos no hacen más que pensar en los Países Bajos.

    Son ciudades como esta lo que pone a Flandes más cerca de Holanda que de su verdadera nacionalidad. Sea como sea, Gante me mostraba una cara de Bélgica que era la que estaba más entusiasmado por conocer.

    Al cruzar el puente llegué a una pequeña plaza empedrada, donde el antiguo mercado de pescado de la ciudad resguarda hoy la oficina de turismo.

    No había mucho que preguntar en ella, ya que justo enfrente se erguía otra de las grandes joyas de la ciudad, el Castillo de los Condes de Gante.

    Como en muchos condados de la región, los Condes de Gante no quisieron quedarse atrás, y decidieron mostrar a sus ciudadanos y a los enemigos el poder con el que gobernaban el Gante medieval.

    El castillo de uno de los sistemas de defensa mejor conservados de Bélgica, cuya muralla está casi intacta, lo que le cuesta miles de visitas de turistas cada año.

    Es posible visitar su interior. Con su torre del homenaje, la residencia condal y una gran colección de instrumentos de tortura, el castillo es otro gran ejemplo de las grandes fortalezas medievales en Europa.

    Con un puñado de negras nubes en el cielo, decidí volver al hostal, no sin antes pasar por una calórica cena y una buena cerveza en una de las tantas boutiques del centro.

    Bélgica comenzaba a gustarme cada vez más, pero sin duda su cerveza me tenía con la cabeza en otro mundo.
  13. AlexMexico
    Un tour perfecto iniciado en Bruselas en dirección al norte de Bélgica incluía las más increíbles ciudades de Flandes, la histórica región neerlandesa del país en la que me estaba adentrando en un intento por conocerla.
    Había pasado de recorrer la parte francófona del reino para sumergirme un poco más en las urbes flamencas, de las que tanto había leído y visto fotos de ensueño. Gante había sido la primera, y a pesar de la lluvia que no cesó en un día entero, dejó a mis ojos y a mi cámara más que pasmados.
    Los albergues juveniles en Bélgica son la mejor opción de alojamiento. El precio no cambiaba mucho de una ciudad a otra. Por unos 20 euros conseguí una cama al estilo tetris y un voluptuoso desayuno que pocas veces había visto en los hostales europeos.
    Era difícil dejar ir la mañana cuando se amanece en un sitio tan cálido. Pero a 50 kilómetros de Gante otra histórica ciudad flamenca aguardaba con sus calles empedradas por mí. Así que caminé a la estación central y cogí el siguiente tren a Brujas, a donde llegué 30 minutos más tarde pagando solamente 6 euros de pasaje.
    El hostal Lybeer no era muy diferente a los albergues de Bruselas y Gante. Un edificio antiguo, instalaciones modernas y cómodas, pero con decoraciones tradicionales de la Bélgica flamenca. Y lo mejor de todo, un afable recepcionista que me dio la bienvenida en español.
    Mi intento de seguir hablando francés en Bélgica se vio totalmente frustrado. El chico, en efecto, conocía el idioma. — No hables francés en Brujas —no tardó en decir—. En esta ciudad nació el movimiento en contra de los franceses, así que no es muy bien visto hacerlo, aunque hayan pasado ya varios siglos.
    El neerlandés es el idioma oficial, aunque el inglés y el español funcionaban a la perfección para él. Además, después de muchos años de haber vivido en Bolivia, era obvio que el chico extrañaba la lengua castellana.
    La mañana parecía bastante tranquila, tanto dentro como fuera del albergue. La llovizna no dejaba muchas ganas de pasearse por las rúas centrales, y nada mejor para acompañar el clima que una taza de café caliente con galletas.
    Mientras me senté en la sala común a leer y tomar un bocadillo, esperando a que la lluvia cesase, el encargado del hostal me invitó a participar aquella noche en la beer night que celebrarían en el hostal. Una cata de las más famosas cervezas belgas para sumergirse de forma tradicional en el arte de la bebida más consumida en Bélgica (después del agua, claro está).
    Para ese entonces, nadie se había asomado por los pasillos del hostal, y sin huéspedes que me acompañasen en una noche de birras, decidí confirmar mi asistencia un poco más tarde.
    Alrededor del mediodía la lluvia por fin paró, y fue momento de salir a recorrer Brujas, la ciudad flamenca más famosa en el mundo.

    Durante los últimos años, Brujas (Brugge o Bruges) ha adquirido una gran afluencia turística debido a su divulgación como el destino más pintoresco de Bélgica. Al igual que ciudades como Ámsterdam o Estocolmo, ha pasado a ser apodada “la Venecia del norte”, debido a la gran cantidad de canales presentes en la ciudad.

    Muchos de los rincones de Brujas me trajeron fácilmente a la cabeza las postales de Ámsterdam. Pero Brujas, como toda Flandes, tiene su esencia arquitectónica propia, que la distingue de los Países Bajos, reino al que perteneció durante varios siglos.

    Una de las piezas arquitectónicas únicas en Flandes, que la diferencian de los Países Bajos, son los beguinajes flamencos, a los que pronto llegué en el sur del casco viejo.

    Los beguinajes son complejos arquitectónicos que a nadie asombrarían. Un conjunto de casas con un patio central, en medio del cual se yergue una capilla de ladrillo que no parece más espectacular que cualquier otro templo cristiano.

    Lo interesante de los beguinajes, y lo que los llevó a estar inscritos en la lista de Patrimonios de la Humanidad por la UNESCO, es la historia que resguardan.
    Los beguinajes fueron comunidades autónomas de mujeres cristianas (llamadas beguinas) que surgieron en el norte de Europa en el siglo XII. Su labor no era solamente orar por Cristo, sino ayudar a los pobres, desamparados, enfermos, ayudar a la comunidad.
    Su autonomía fue tanta que eran capaces de vivir valiéndose por sí mismas, sin la ayuda de la Iglesia ni de los hombres. Es más, con el paso de los siglos, cuando el movimiento se expandió por toda Europa, rechazaron muchos de los dogmas eclesiásticos, al grado de darse la libertad de partir del beguinaje cuando quisieran para poder casarse y seguir con sus vidas.
    Esto les costó la persecución de la iglesia católica, quienes quemaron a varias de las beguinas en la hoguera, acusándolas de herejía. El movimiento así acabó refugiándose en la zona de Flandes, donde permanecen hasta hoy las últimas comunidades beguinas aún en funcionamiento.
    Hoy han perdido su sentido religioso, aunque siguen apoyando a las mujeres desamparadas, madres solteras, viudas, y hasta la actualidad, la presencia de hombres en sus aposentos no está permitida. Puede decirse así que las beguinas fueron precursoras de los movimientos feministas desde la lejana Edad Media.
    La mañana seguía refrescando, y aunque el cielo se tapizaba todavía con nubes, parecía que la lluvia ya no me amenazaba mi día.

    Los canales al sur del centro histórico me llevaron hasta el Minnewaterpark, un parque famoso por ser considerado el más romántico de la ciudad. Aunque sin personas en sus bancas ni hojas en sus árboles, a mi vista no parecía el mayor atractivo de Brujas.

    Así que seguí un poco más al norte, donde da comienzo el verdadero casco viejo. Y a su entrada me recibió el Red lights district.
    Como la mayoría de las ciudades neerlandesas, las ciudades flamencas también gozan de una apertura sexual envidiable por los países cristianos. Y aunque el distrito de las luces rojas de Brujas no tiene aparadores con prostitutas ni clubes sexuales como sucede en Ámsterdam, las vitrinas dejan entrever aquella libertad que atrae a tantos turistas.

    Pero los penes de chocolate no son las únicas esculturas que figuran por las calles del centro. Es bien sabido que el chocolate belga es de los mejores del mundo, y vaya que puede encontrarse en múltiples formas.

    Las confiterías daban paso del Red light district a las calles empedradas del centro, donde los comercios empezaban a abrir sus puertas a los turistas que a diario llegan a Brujas.
    Fuera a pie bajo la llovizna o en un paseo a caballo, una tarde en la ciudad flamenca más famosa es algo de lo que muchos no quieren perderse.

    La imagen de Les Schtroumpfs, mejor conocidos como Los Pitufos, seguía recordándome la importancia que tienen para los belgas sus tiras cómicas, de las que se sienten muy orgullosos. Fueran murales de TinTin en Bruselas o peluches de estos enigmáticos seres azules tras las vitrinas de Brujas, no puede negarse que Bélgica ha sabido competir contra Estados Unidos y Japón en el mercado de los cómics.

    La cerveza es sin duda otra de las buenas tradiciones belgas que ningún turista quiere pasar por alto (al menos aquellos que sí beben alcohol). Y en medio del casco antiguo la Brouwerij De Halve Maan es la mejor opción para sumergirse en el mundo de esta bebida.
    Es la cervecería con más antigüedad en Brujas. Nacida en 1856 y habiendo pasado por ya seis generaciones de la misma familia, la fábrica de la Media Luna es donde se elabora la Brugse Zot, la cerveza local con una alta fermentación de malta.

    Todos los días se ofrecen visitas guiadas, ya que se trata de un verdadero museo de la cerveza. Pero con la beer night que me esperaba en el hostal, preferí reservar mi sobriedad hasta llegada la noche.
    Los puentes y malecones de Brujas en los que pronto me vi inmerso la convirtieron sin lugar a dudas en una verdadera Venecia del norte, o al menos la Venecia de Bélgica.

    La increíblemente baja altura de terreno flamenco logró conectar a Brujas de forma natural con el mar, ya que de seguirse sus canales uno puede toparse con un pequeño puerto enclavado en la costa norte.
    Y aunque el mar no es el principal atractivo de Brujas, sus canales y sus puentes medievales vaya que lo son.

    Los edificios de ladrillo forman también parte esencial del paisaje de Flandes. El Site Oud Sint-Jan es un claro ejemplo de ello. Un antiguo hospital que hoy funciona como museo y centro de congresos.

    Desde su patio central el campanario de la iglesia de Nuestra Señora de Brujas se asomaba en toda su majestuosidad. Al igual que el resto de las ciudades flamencas, Brujas es una ciudad de las torres.

    La siguiente en aparecer en escena fue el campanario de la Catedral de San Salvador, el edificio religioso más antiguo de Brujas, datado de la Edad Media. Hogar de una obra de Miguel Ángel y de tumbas medievales, es quizá el edificio más visitado de la urbe.

    La belleza que me rodeaba había hecho algo imperceptible a mis ojos hasta entonces. En Brujas no hay palomas. Todas las ciudades europeas (de hecho, todas las del mundo) tienen un común denominador: palomas surcando sus cielos, defecando sobre la acera, sobre los coches, sobre la gente. Pero no en Brujas, una ciudad limpia y libre de heces en sus calles.
    La leyenda cuenta que hay dos halcones en lo alto del campanario de la catedral, mismos que con su furia espantan a las palomas del perímetro del casco antiguo. Verdad o mentira, nunca había pensado que los mejores guardianes de una ciudad podrían ser un par de aves.
    A pesar de la bellísima fachada gótica de la catedral construida a través de casi cuatro siglos, lo que más me maravillaba hasta entonces de Brujas era un simple paseo por sus calles.

    Cuando el cielo se despejó y el sol apareció, el malecón se empezó a colmar de visitantes ansiosos por un paseo en barca. Navegar por los canales de Brujas es casi tan emocionante como hacerlo en una góndola veneciana.

    Y aunque el invierno todavía se hacía presente en las copas deshojadas de los árboles, los pequeños brotes verdes en algunas ramas anunciaban con regocijo la cercanía de la primavera.

    El curso del agua y las pasarelas que lo orillaban me llevaron hasta la plaza central, rodeada por edificios públicos y el Ayuntamiento, un hermoso edificio casi renacentista.

    Tras las viejas fachadas de la plaza sobresalía en su magnitud el campanario de Brujas, la torre más alta de toda la ciudad, que domina su horizonte desde casi cualquier punto geográfico del centro. Pero antes de dirigirme al corazón urbano, decidí tomar el rumbo contrario, donde el centro histórico se vacía de turistas en su zona noreste.

    El barrio se convirtió poco a poco en un vecindario residencial y tranquilo. Muchas de las casas a mi costado parecían desvanecerse con el parecido a las del resto. Pero escondían un secreto poco perceptible. Ventanas falsas.

    En alguna época, el Reino de los Países Bajos cobraba impuestos por cada ventana que tuviera una casa, así como por la anchura de su superficie. Eso llevó a muchas personas a construir casas largas y ajustadas, y además, a pintar ventanas falsas en sus fachadas. Así, seguían luciendo igual de bonitas, pero el gobierno no podía cobrarles un tributo por ello.
    Al final de las calles residenciales me topé con el río que rodea al casco viejo de Brujas. Y a sus orillas, los campos verdes me regalaron el mejor obsequio de mi viaje a Bélgica, los molinos de viento.

    Muchos se esmeran en viajar hasta las carreteras de Holanda para encontrarse con estas pintorescas maravillas históricas. Pero pocos saben que Bélgica fue parte del mismo reino, y por tanto, los molinos de viento son una magnífica herencia de su vecino del norte.

    Me sorprendió darme cuenta que los turistas no llegan a esta parte de la ciudad. No muchos quieren alejarse del centro histórico. Pero llegar hasta aquellos rincones valió mucho la pena.

    Caminé de vuelta al corazón de la ciudad, hasta toparme con la plaza del Mercado, el núcleo central de Brujas.

    Aunque la explanada ya no alberga mercados callejeros como lo hacía en los tiempos antiguos, sigue siendo un punto de encuentro de turistas y locales, y sobre todo, sigue estando rodeada de maravillosos edificios que ponen en alto a toda Flandes.
    El palacio provincial es el vivo ejemplo. Un ayuntamiento que sirvió de inspiración para otros palacios gubernamentales de Bélgica, como el propio ayuntamiento de Bruselas.

    Pero la joya de esta plaza es el Belfort, el campanario de Brujas, la torre más alta de la ciudad que para entonces dominaba un potente y azul cielo.

    Aunque el centro histórico de Brujas en su totalidad está nombrado como Patrimonio de la Humanidad, el Belfort forma parte de un patrimonio en específico, los campanarios de Flandes y el norte de Francia.
    Los campanarios enlistan un importante conjunto de torres que sirvieron como vigilancia y lugares de anuncios públicos en las ciudades medievales de esta zona de Europa. No solo su arquitectura es imponente, sino el importante servicio que prestaron a la comunidad local.

    Tomé la vía Steenstraat hasta volver al hostal, no sin antes tomar un almuerzo en un buen restaurante de pasta. Cuando me dedicaba a trabajar un poco en el albergue, los huéspedes y el recepcionista se aparecieron en la sala, invitando a todos a unirse a la beer night.
    Con casi todos los invitados de aquella noche inscritos, provenientes de Holanda, Argentina, Uruguay, Chile, Suiza y Australia, no pude negarme a una cata de cerveza. Después de todo, nunca se sabe si algún día volvería a Bélgica. Y por solo 12 euros me gané el derecho de probar un tercio de vaso de cinco cervezas diferentes, para al final elegir una botella de la que más me hubiera gustado.
    Cai fue el encargado de la clase, un puertorriqueño criado en Nueva York cuyo amor por la cerveza lo había llevado hasta Brujas para convertirse literalmente en un docente de la bebida fermentada.
    La primera lección fue aprender a beber una cerveza en Bélgica. A diferencia de muchos países, en Bélgica cada cerveza tiene su propio vaso, con su propia forma y su propia etiqueta. Así que nunca veremos a nadie bebiendo directamente de la botella (a menos que tomen una cerveza barata y comercial).

    La segunda lección fue saber el significado de la figura de cada vaso. El fondo de vidrio sirve para carbonatar la cerveza, con mucha espuma. Los novatos creemos que una cerveza no debe llevar espuma. Un experto belga siempre nos dirá lo contrario. Además de todo, nunca se bebe la cerveza entera, y siempre se deja una minúscula cantidad en el fondo del vaso, ya que la mayoría no está filtrada.

    La tercera lección fue aprender a pedir una cerveza en un bar belga. La señal universal en este país es alzar el meñique al mesero. Eso quiere decir algo así como “otra ronda por favor”.
    ¿Y qué hay sobre un brindis en Bélgica? Un simple “cheers” o “santé” puede bastar. Pero si queremos sentirnos flamencos la frase correcta es “up ye mulle!”, que quiere decir algo como “¡en tu cara!”.

    La cátedra consistió en probar cinco de las cervezas más conocidas en Bélgica:
    La Duvel, quizá de las más famosas que pude probar. Es una cerveza rubia con un sabor afrutado, perfecta para comenzar nuestra cata.
    La Or Val, una de las más antiguas de Bélgica. Una cerveza ámbar con un bajo porcentaje de alcohol, de 6.2% para ser exactos.
    La Westmalle Trappist, una cerveza tres veces fermentada, lo que la hace aún más fuerte. Su 9.5% de alcohol sin duda nos hizo a todos entrar en tono, que pasó de una noche de aprendizaje a una verdadera fiesta.
    La Chimey Blue, cerveza oscura hecha en frutas con un 9% de alcohol. Es la única de las cervezas que también se sirve en draft.
    La Hoegaarden, considerada la cerveza belga blanca, doblemente fermentada, con un sabor dulce de cítricos y hierbas que la hizo la mejor para cerrar nuestra clase.
    Luego de cinco buenos tragos y de una hoja de mi libreta llena de importantes notas de aprendizaje, Cai nos dio a elegir una botella de la cerveza que más nos hubiera gustado. La mayoría se inclinó por la Westmalle, quizá en búsqueda de un estado etílico avanzado. Yo por mi parte me incliné por la Chimey Blue, que se convirtió inmediatamente en mi favorita.

    La clase entera acabó en un bar local a pocos pasos del hostal, donde la música y más cerveza terminaron por enloquecernos. Como he dicho antes, en algunos países podremos necesitar cinco cervezas para sentirnos alegres. Pero cuando se trata de cervezas belgas, alemanas o checas, uno o dos vasos son más que suficientes.
    El beso de una argentina con un chileno, la pelea entre un belga y un suizo y un par de estudiantes locales que me invitaron a probar más y más cervezas hicieron de aquella una noche interesante.
    Y la resaca nos levantaría a todos con un tremendo dolor de cabeza, con el que tuvimos que empacar para desalojar el hostal a buena hora.
    Los australianos, Andrew y Mark, al igual que yo seguirían su camino hacia el norte. Y con un olor a alcohol todavía expidiendo de nuestros cuerpos, nos dirigimos a la central de trenes para nuestra próxima aventura.
  14. AlexMexico
    Cuando fui elegido por el Ministerio de Educación francés para trabajar en Lyon algunos meses una de las cosas que más me alegró escuchar fue la privilegiada ubicación en la que se encuentra posada la ciudad.
    La confluencia de los ríos Ródano y Saône que esculpen dos colinas que dominan la metrópoli dan a Lyon el toque perfecto entre urbanización y naturaleza, lo que sin duda me regocijó de haber sido enviado allí en lugar de a ciudades como París.
    De hecho, desde la cima de la Croix Rousse y Fourvière, las dos colinas lionesas, se podía avistar a lo lejos la figura de los Alpes que custodian la frontera francesa. Algunos dicen que con mucha imaginación y esfuerzo, el Mont Blanc se aparecía en los días más despejados.
    A pesar de las recomendaciones de muchos, dejé pasar el invierno sin visitar una estación de esquí. Abril había llegado y mucha de la nieve se había derretido, aunque en los Alpes siempre existen picos cubiertos de nieve durante todo el año.
    Mi firme decisión de pasar por alto el esquí tuvo una sola razón: su alto precio. Por ello aproveché el invierno para visitar otros países que ansiaba conocer. No obstante, sabía que no dejaría pasar los Alpes franceses antes de partir de Francia. Y por ello decidí visitar Annecy.
    Las villas alpinas como Annecy son famosos destinos turísticos de fin de semana. Fue por eso que mi amiga Lianne y yo preferimos hacerlo un miércoles, día libre para ambos en la escuela donde trabajábamos.
    130 kilómetros son los que separan a Lyon de Annecy, ubicadas en la misma región de Auvernia-Ródano-Alpes, aunque Annecy pertenece a otro departamento, el de la Alta Saboya.
    La Casa de Saboya fue una casa real europea que gobernó un estado independiente por varios siglos, territorio que actualmente forma parte de Francia. La mayor atracción de la Haute Savoie es nada menos que el Mont Blanc, la montaña más alta de toda Europa. Pero poco interesados en el alpinismo, Lianne y yo nos conformamos con admirar los Alpes desde tierras bajas.
    El tren hasta Annecy no tardó mucho en arribar. Y sin llegado el mediodía, nos dimos cuenta de que habíamos elegido un excelente día para la visita, que gozaba de un radiante sol y un liviano fresco que golpeaba desde el este.

    La estación central de Annecy está convenientemente ubicada justo al lado del casco antiguo, en el que pronto nos sumergimos en una tranquila mañana despejada de turistas.

    Las casitas de colores, los preciosos puentes de madera, los balcones llenos de flores y el reflejo de los mismos en los canales de agua cristalina pronto nos dejaron en claro el origen del apodo de Annecy: la Venecia de Saboya.

    Para ese entonces había perdido la cuenta de cuántas ciudades había ya visitado cuyo apodo fuera “la Venecia de algo”. Brujas, Ámsterdam, Colmar. Pero incluso después de haber estado en la propia Venecia, la belleza de pueblos como Annecy no se comparaba con ninguna del resto.

    No tardamos mucho en atravesar el centro histórico de la ciudad, que como capital de la Alta Saboya parecía bastante pequeña.
    Sus caminos nos llevaron hasta un malecón, que recorre un tramo de la orilla del lago de Annecy, el paisaje que todos buscan al viajar a este rincón de Francia.

    Es bien sabido por muchos el cuidado que Suiza tiene por preservar sus paisajes naturales. Pues bien, ese mismo extremo cuidado lo han copiado sus hermanos fronterizos para conservar lugares como el lago de Annecy.
    El claro azul de su superficie es testigo de la pureza de sus aguas, que caen directamente desde los picos nevados de los Alpes a sus orillas.

    El malecón ofrece a sus visitantes una gama de actividades acuáticas para disfrutar mejor del lago, como paseos en bote de remo, botes de motor, veleros e, incluso, practicar esquí acuático en los días cálidos.

    Ya que el sol todavía no alcanzaba su punto más cenital debido a la temprana hora, no nos era posible divisar la nieve de las montañas, que se perdía difuminada con el azul del cielo. Así que volvimos al centro para dar una caminata.

    A orillas del canal la iglesia de Saint François de Sales es una de los principales templos católicos que dominan el centro de la ciudad, aunque nada imponente comparado con otras parroquias de su estilo.

    Los cafés y restaurantes al lado del canal se habían comenzado a llenar de turistas y locales que buscaban un buen sitio para la hora del almuerzo.

    La razón por la que Lianne y yo teníamos libre los miércoles en Francia era la misma razón por la que muchos franceses podían darse la libertad de almorzar juntos aquel día.
    El gobierno francés decidió hace algunos años que las clases de educación básica finalizaran máximo a las 12 los días miércoles en todo el país, a diferencia del resto de la semana, en que muchos estudiantes se quedan en la escuela hasta las 5 o 6 de la tarde.
    Es la manera del gobierno de fomentar el tiempo en familia, brindándole a muchos trabajadores el beneficio de trabajar menos horas el miércoles para pasar más tiempo de calidad con sus hijos.
    Annecy es también sede de una famosa tienda de helados artesanales, que se han ganado la fama de ser de las mejores heladerías de Francia.
    Ofrece más de 70 sabores de helados en presentaciones que van desde una bola hasta nueve. ¿Nueve bolas de helado en una villa de los Alpes? Ni siquiera en un día tan soleado podía tentarme una oferta así.

    La primavera se hacía presente no solo en los floreados balcones del casco antiguo, sino en los árboles que con el viento dejaban caer sus pétalos rosados sobre las calles de piedra.

    Esas mismas rúas nos guiaron hasta la cima de una de las colinas a orillas del canal, donde se asomaba la torre del castillo de Annecy.

    Como toda buena urbe europea, Annecy cuenta con su propio castillo fortaleza, que fue residencia de los condes de Ginebra y de los duques de Genevois-Nemours en tiempos en que Saboya era un condado y ducado independiente.

    Las casitas a su alrededor traen a la mente sin duda a las viviendas de los Alpes Suizos. Su cercanía con el país helvético no solo se nota en sus moradas, sino en sus tradicionales platos como el fondue y la raclette.

    Y hablando de comida, el hambre se nos hizo presente pasado el mediodía, así que volvimos al centro por un par de bocadillos y un café para despistar el cansancio.

    En una de las cafeterías de la célebre calle Santa Clara, almorzamos bajo sus centenarias arcadas de piedra.

    Seguimos nuevamente de largo el canal por su floreado malecón, que para entonces se había llenado ya de vida por el ánimo de sus transeúntes.

    De regreso en la orilla del lago el sol había ya iluminado los picos de los Alpes, que hasta entonces nos dejaban ver el poder con el que custodiaban la ciudad.

    Las embarcaciones habían comenzado a zarpar para pasear a los más deseosos por la superficie de la cristalina laguna, sobre la que incluso se veía a un par de aventureros sobrevolando a bordo de un parapente.

    Sobre el famoso parque de los Jardines de Europa nos sentamos a comer un helado, mientras contemplaba por última vez la siempre extraordinaria cordillera alpina.

    Nos despedimos de la ciudad, no sin antes decirnos que no sería la última vez que contempláramos los Alpes, así como no sería la última vez que Lianne y yo viajaríamos juntos, ya que un fin de semana después nos reuniríamos para otra fugaz visita a un pueblo francés.
  15. AlexMexico
    Muchos dicen que la parte más dura de un viaje es siempre volver a casa. Pero mi experiencia me ha demostrado que la parte más difícil son las despedidas.
    Dejar atrás una ciudad que me dio cobijo y trabajo por varios meses no fue algo fácil de enfrentar. Si bien es cierto que luego de decenas de experiencias en Couchsurfing y más de una veintena de países visitados, despedirse de un sitio sin saber si volveré a él es algo a lo que todavía no logro acostumbrarme.
    Pero decirle adiós a Lyon, al colegio Jean Perrin o al río Ródano y sus tardes de vino, no se comparó con la amargura de decirle adiós a mis amigos. Un puñado de personas de varios rincones del mundo que seguirían procurando en Lyon una forma de vida permanente.
    Yo por mi lado, debía partir. Con un mes y medio por delante antes de coger mi vuelo a México, mi siguiente viaje estaba planeado, dejando como siempre una pizca a la aventura y a la incógnita que da a cada travesía el enigmático entusiasmo que merece.
    Mi tren me llevó hasta la Gare de Lyon de París, donde permanecí un par de días con mi buena amiga Danya, quien vivía entonces con su novio Julien en los suburbios de La Défense.
    Tras depositar mi valija en sus aposentos, una mañana de abril me despedí de ella y de Julien, prometiendo volver en poco más de un mes, luego de mi andar por el norte europeo.
    Desde los hangares del Charles de Gaulle mi vuelo partió hasta un aeropuerto en la isla Amager, ubicada justo en el estrecho que conecta al mar del Norte con el mar Báltico.
    Es el aeropuerto principal que sirve a Copenhague y a la ciudad sueca de Malmö. Aquel día, yo tomé un tren hacia la isla de Selandia, donde Copenhague sería mi primer destino por visitar en los rincones de Escandinavia.
    Había varias razones por las que los países escandinavos habían sido mi elección final. La primavera había llegado, y con ella la esperanza de toparme con un clima mucho más cálido que me permitiera recorrer los países nórdicos con calma y regocijo. También, era de mi conocimiento lo excesivamente caros que pueden ser aquellos rincones de Europa para alguien como yo. Y con los euros que había logrado ahorrar en Francia, sabía que era el momento ideal de disfrutar del norte sin padecer hambre ni penurias.
    Y aunque al dejar el avión y coger mi tren en el aeropuerto el cielo me mostró un frío y nublado clima, mi promesa ilusoria seguiría depositando mi confianza en ver salir el sol sobre la península danesa.
    Un grupo de niños no dejó de mirarme en todo el recorrido dentro del vagón. Sus murmullos en un idioma totalmente ininteligible a mis oídos no me daban pista alguna sobre su conversación.
    Un turista dirigiéndose a Copenhague no podía ser una gran sorpresa para ellos. Pero el pasmo vino a mí cuando una anciana señora se me acercó al salir del tren en la estación central.
    Disculpe, mis niños dicen que es usted un famoso jugador de fútbol. ¿Es verdad? —preguntó esperanzada hablando un extraño inglés—. ¡It’s Alexis Sánchez! —gritó uno de los pequeños—.
    La reacción inmediata de todos a mi alrededor fue voltear estupefactos a observar la escena. ¿Qué haría Alexis Sánchez viajando en un tren a Copenhague, solo y con una vieja mochila al hombro? —me pregunté—. Sin guardias de seguridad, sin ropa deportiva, sin la prensa asediando y sin el Club Arsenal FC a su lado (con el cual jugaba en aquel entonces).
    Por unos segundos me quedé inmóvil, sin palabra que emanara de mi boca, mirando fijamente y con ternura al grupo de niños, a los que no quería romperles el corazón, romper el sueño de conocer a uno de sus héroes en la central de trenes de su mismísima ciudad natal.
    Me llamo Alexis —contesté, mirando a los ojos al pequeño del que emanó el grito—. Pero no me apellido Sánchez, ni soy jugador de fútbol. Estoy seguro de que un día lo conocerás.
    Al ver a los niños partir tomados de las manos, por un minuto pensé que quizá debí darles mi autógrafo y hacer de aquel uno de los mejores días de su vida. Pero vamos, que aquello había ido demasiado lejos. Decir que me parezco a Alexis Sánchez luego de saber que me llamo Alexis no era algo sorprendente. Pero aquella escena en plena central de trenes, fue sin duda una historia de viaje que hizo de mi día algo memorable.
    Al salir de la estación cambié mis euros por coronas y compré un hot dog en un pølsevogn, un típico carrito de salchichas. Aunque el hot dog no es un invento nacido en Dinamarca, el estilo danés incluye pepinillos sobre la salchicha y una salsa Remoulade, un aderezo que luce como la mostaza, pero que tiene un sabor inigualable.

    El tranvía me llevó hasta el barrio residencial donde vivía Rasmus, el couchsurfer que había aceptado hospedarme por algunas noches en Copenhague.
    La puerta de su edificio estaba abierta, y la de su apartamento también. Al tocar, nadie contestó mi llamado. Al fondo, los ruidos de la televisión se escuchaban en uno de los cuartos. Me quité las botas y caminé hasta él, donde Rasmus y su novia jugaban FIFA con toda su concentración en el televisor.
    Me senté entonces en el mueble y los observé jugar, esperanzado de recibir al menos una simple bienvenida.
    Traté de ignorar mi extrañeza por el incómodo momento, hasta que Rasmus se paró y se dirigió a la cocina. Cogió una botella de vodka y tomó un trago directo de la boca. Era la 1 de la tarde.
    Me duele la muela —me dijo al darse cuenta que lo miraba fijamente y con rareza—. Esto aliviará el dolor, no me gustan las pastillas.
    Rasmus parecía sin duda un chico inusitado. Pero, ¿qué era Couchsurfing sin la peculiaridad de sus miembros?
    De pronto, Rasmus no pudo quitarme la mirada de encima. ¿Alguna vez te han dicho que te pareces a Alexis Sánchez? —me preguntó. Y no pude hacer nada más que soltar una carcajada al aire—.
    Sí, acaban de preguntarme si era él justo al llegar a la estación de tren —le conté. Y su reacción fue similar a la mía frente a aquellos pequeños. Al menos, mi supuesto parecido con Alexis Sánchez había por fin roto el hielo luego de tan engorroso primer encuentro.
    Sin pensarlo mucho tiempo, Rasmus me ofreció prestarme una de sus bicicletas. Así, los tres disfrutaríamos de la tarde dando un paseo por la ciudad al mejor estilo danés: sobre dos ruedas.
    Después de Ámsterdam, Copenhague es la ciudad europea donde la población usa más la bicicleta para transportarse, casi más que los propios automóviles o el tren metro. Según las últimas estadísticas, más del 50% de los habitantes de la urbe utilizan la bicicleta para ir al trabajo o a la escuela. Es a veces más probable ser atropellado por un ciclista que por un automovilista.

    Nuestra primera parada fue La Sirenita, la estatua inspirada en el cuento del danés Christian Hans Andersen que años más tarde fue llevada a las salas de teatro y de cine, habiéndose convertido no solo en un ícono de los cuentos infantiles, sino en el mayor símbolo de Copenhague y Dinamarca.
    Aunque Christian Hans Andersen nació realmente en Odense (a 160 kilómetros de Copenhague), la estatua se colocó a orillas de la bahía del puerto de la ciudad capital, dando la bienvenida a los buques que entran junto al paseo de la costa Langelinie.

    La estatua fue construida hace más de 100 años por Edvard Eriksen, y es ahora el monumento más fotografiado de toda Dinamarca.
    Así, fue necesario hacer fila para poder conseguir una foto decente de la misma. La Sirenita está catalogada como una de las atracciones turísticas más decepcionantes del mundo, junto con la estatua del Manneken Pis en Bruselas (esa famosa fuente con un niño que orina). Es el ejemplo perfecto de la expectativa contra la realidad.

    Seguimos por la orilla del Langelinie atravesando su parque, que mostraba las primeras señales del arribo de la primavera a la ciudad.

    Rasmus nos llevó hasta posarnos frente a la gran fuente de Gefion, una monumental escultura emplazada frente a la iglesia de San Albán.
    La escultura es una representación de la leyenda del nacimiento de Selandia, la isla donde se encuentra Copenhague.

    Según las sagas de la mitología nórdica, el rey sueco Gylfi prometió a la diosa Gefion un territorio que ella pudiese arar por las noches. Gefion convirtió entonces a sus cuatro hijos en bueyes y comenzó a arar la superficie. La fuerza de su trabajo fue tanta que el territorio fue despojado de Suecia y arrojado al mar entre Escania y Fionia, creando así la isla de Selandia y dejando en Suecia un hueco que se conoce hoy como el lago Vänern.

    La fuente muestra así a Gefion y sus cuatro bueyes arando la tierra y llegando hasta Selandia, un ejemplo de lo importante que la mitología y las sagas nórdicas siguen siendo para muchos habitantes de los países escandinavos, aún cuando la mayoría son ateos y cristianos.
    Como sus hermanos Suecia y Noruega, Dinamarca sigue siendo hoy una monarquía parlamentaria, desde que se abolió la monarquía absoluta.
    Y como toda monarquía europea, Dinamarca tiene su propio palacio real, residencia de la familia real, encabezada hoy por la Reina Margarita II.
    El Palacio de Amalienborg es muy diferente al resto de las residencias reales de las que había sido testigo en Europa. De hecho, para mí parecían más bien cuatro palacios diferentes, ya que se tratan de cuatro edificios de estilo rococó que flanquean una plaza central.

    Los cuatro palacios tienen funciones distintas, y solo uno es el lugar de residencia de Margarita II. De hecho, la reina estaba allí, ya que Rasmus me hizo saber que cuando la bandera danesa está izada indica la presencia de la soberana en sus aposentos.

    La monarquía danesa es una de las más antiguas del mundo, ya que ha gobernado Dinamarca continuamente desde el año 958. Aunque Dinamarca es el más pequeño de los estados nórdicos, su fuerza ha sido tal que fue capaz de unir a todos los países nórdicos en la Unión de Kalmar, la cual solo Napoleón fue capaz de disolver.
    Los daneses aprecian y respetan mucho a la familia real, aunque no ejerza ningún poder de decisión en los asuntos públicos de la nación. Tal y como otras realezas europeas, representan más bien a la ayuda humanitaria, la investigación científica, el medio ambiente, el arte y hasta íconos de la moda.
    A unos pasos del palacio, una enorme cúpula verde llamó mi atención. Rasmus me llevó justo frente a ella, corona de un famoso edificio cristiano.

    La iglesia de Federico, mejor conocida como Marmorkirken (iglesia de Mármol), es un templo luterano que posee nada menos que la cúpula más grande de Escandinavia.

    Como el resto de los países nórdicos, Dinamarca fue influenciada por la Reforma protestante de Martín Lutero, convirtiendo a una buena parte de su población y su propia monarquía en cristianos protestantes, dejando atrás a Roma y a la iglesia católica.
    La construcción de Marmorkirken fue incluso interrumpida por su alto costo, ya que la cúpula fue inspirada en la mismísima basílica de San Pedro en El Vaticano, decorada con doce columnas con frescos de cada uno de los apóstoles.

    La iglesia de Federico es un gran y bello ejemplo del poder que los luteranos cobraron en Dinamarca y su ciudad capital, y hoy es casi la iglesia más visitada del país.
    Pero Rasmus estaba por mostrarme apenas el punto más visitado de todo Copenhague y la península danesa entera. El Nyhavn, traducido al español literalmente como “puerto nuevo”.

    Copenhague nació en el siglo X como un puerto de pescadores vikingo, y desde su nacimiento hasta hoy, la parte esencial de la ciudad ha sido su puerto, que domina desde tiempos medievales la entrada al mar Báltico.
    Nyhavn fue mandado a construir en el siglo XVII por el rey Cristian V para que los barcos llevasen las cargas de los pescadores. Su malecón pronto se volvió famoso por sus bares, los marineros y la prostitución.

    Con el paso de la revolución industrial, los buques de enormes dimensiones ya no podían entrar en el pequeño embarcadero, por lo que pasó al abandono. Aunque hoy, perfectamente restaurado, es el paseo más turístico de todo Copenhague.

    Y quizá su fama se deba sobre todo a los petit hôtels que se posan en ambas orillas del canal. Los petit hôtels eran típicas residencias de la burguesía de los siglos XVIII y XIX, donde alojaban a sus familias durante su tiempo de estadía en la ciudad, antes de volver a sus enormes casas rurales.

    Hoy, el primer piso de la mayoría de estos edificios los ocupan restaurantes, tiendas y bares que ofrecen sus servicios a los turistas los 365 días del año. Nyhavn es quizá el lugar más colorido y animado de todo Copenhague.

    Rasmus me llevó de vuelta por la orilla del puerto, donde antiguos barcos de madera denotan la importancia que el puerto ha tenido para la ciudad desde tiempos memorables.

    El propio Rasmus es un marino mercante. Se encontraba entonces en sus dos meses de descanso, que solía pasarlos en su ciudad natal con su novia, antes de volver a hacerse a la mar.
    La happy hour en un bar local (con cerveza nacional por solo 2 euros la botella) fue sin duda el mejor sitio para escuchar las vivencias de un marinero danés. La filosofía de vida de Rasmus me dejó ver su lado más humano. Detrás de ese tosco hombre escandinavo que diez meses al año vivía sobre el agua, se encontraba un joven cuyas aventuras alrededor del globo le habían hecho ver realidades tan distintas que terminaron por llegar a su lado más sensible.

    Su próxima aventura, según me contó, sería en Groenlandia, territorio perteneciente al Reino de Dinamarca, donde enseñaría en una escuela local.
    Antes de que el frío hiciera más difícil la vuelta a casa, cogimos las bicicletas y regresamos a su apartamento, por una cena caliente y una partida de FIFA, donde claro, Rasmus me obligó a jugar con el Arsenal FC y Alexis Sánchez como delantero.
    A la siguiente tarde decidí verme con mi amiga Isabel, quien había también trabajado en Lyon, y a quien no le vendría mal un poco de compañía en un día lluvioso en Copenhague.
    La cita fue en la plaza central del Palacio Amalienborg, donde a mitad del cambio de guardia nos encontramos con Isabel.

    Según nos contó Rasmus, los chicos de la guardia real no son más que adolescentes de unos 18 o 19 años quienes cumplen con un servicio a la nación. Posiblemente ni tengan los huevos de hacerte daño si te acercas —nos hizo saber—. Pero tienen el permiso de atacarte si te aproximas demasiado al palacio o a la reina.
    Ya que solo dos bicicletas viajaban con nosotros, subí a Isabel al asiento trasero para hacerla disfrutar de un paseo sobre ruedas.
    Condujimos de nuevo hacia Nyhavn, donde la llovizna parecía haber ahuyentado a muchos de los turistas que suelen atestar el canal.

    Rasmus nos llevó al estudio donde se ha hecho sus tatuajes. ubicado justo en el malecón de Nyhavn.

    Tattoo-Ole presume ser el estudio de tatuajes registrado más antiguo del mundo. Verdad o mentira, su fama es indudable en toda Dinamarca, y los diseños del tatuador son verdaderas obras de arte.

    Subimos de nuevo a las bicicletas y esta vez atravesamos el canal Havnebussen, que separa la isla de Selandia y la de Amager, al sur.
    El barrio de Christianhavn y su zona residencial fue otra manera de enamorarnos de Copenhague y sus vivos colores.

    Las casitas de ladrillo y tejados en V no era algo extraño en una ciudad europea. Pero cuando tales colores aparecen frente a uno en un día lluvioso como aquel, cualquiera se detiene por un par de fotos.

    La llovizna combinada con la velocidad sobre las bicicletas parecían amenazar el humor de Isabel y hasta el mío. Pero llegar a lugares como aquellos nos sacaban una sonrisa de forma inmediata.

    Aunque Rasmus nos había llevado hasta Christianhavn por otra razón. La incógnita y peculiar ciudad libre de Christiania.
    Se trata de un barrio parcialmente autogobernado que desde 1971 se declaró independiente del gobierno danés. A la entrada del barrio, un letrero avisa a los visitantes “está usted saliendo de la Unión Europea”, ya que los residentes consideran la zona fuera de la misma.
    La situación de Christiania se considera legal, ya que a pesar de los conflictos, el gobierno ha aceptado que dentro de ella no se paguen impuestos, que las viviendas no sean propiedades particulares individuales, sino de la propia comunidad e, incluso, está permitida la venta de drogas blandas, lo que la hace por supuesto un destino común para los locales y turistas.
    En Christiania vive gente, hay bares, restaurantes, tiendas de ropa y parques. Es una ciudad dentro de otra. Las bebidas y productos cuestan casi la mitad que fuera de ella, ya que no abonan impuestos. Su nacimiento en los 70s le da ese toque hippie que nunca esperé encontrar en Copenhague.
    Las fotografías están prohibidas por cuestiones de seguridad, y para resguardar la zona como residencial, y no como un zoológico de ciudadanos radicales.
    Ramus me contó que si alguien grita “¡policía!” como parte de una broma, el mito dice que se te castigará metiendo una botella de refresco en tu culo, como represalia por ahuyentar a los vendedores de droga con falsas advertencias.
    Christiana fue sin duda una experiencia poco esperada en Dinamarca. Uno jamás pensaría que en un país con un índice de desarrollo tan alto, un puñado de ciudadanos se puedan rebelar contra el gobierno.
    Volvimos a casa para cenar y beber algunas cervezas. Me despedí de Isabel antes de ir a la cama, esperando volver a verla en un futuro cercano.
    Mi siguiente mañana me orilló a dejar el apartamento y decir adiós a Rasmus, dándole las gracias por tan agradable experiencia. Pero el adiós a Copenhague todavía no llegaba del todo.
    Cogí un tren hacia la localidad de Lyngby, a pocos kilómetros de la ciudad. La razón de mi partida hacia tal desconocida área de la isla fue reencontrarme con Mads, a quien había hospedado cuatro años atrás, y quien ahora estudiaba en aquella remota zona de Selandia.
    Las residencias de Lyngby dejaban ver una tranquila y poco transitada área urbana que existía allí por una importante razón, la Universidad Técnica de Dinamarca.

    Mads vivía en una de las residencias estudiantiles mientras se esforzaba por terminar su maestría en Ingeniería de Energías Renovables. Y Lyngby parecía el lugar perfecto para dicha tarea.

    Los verdes paisajes que rodean la zona me permitieron respirar el aire tan puro que tanta falta me hacía luego de varios días en la ciudad.

    La vegetación acuática regada por las aguas de su lago hacían creer que se trataba de un manglar. Dinamarca se distingue por sus tierras bajas que, al igual que Holanda o Bélgica, la hace gozar de cuerpos de agua como aquel.

    Mads me hizo aprovechar la tarde junto a la tranquilidad del lago. El sol por fin había salido y había dejado un cielo despejado, que por suerte me acompañaría los siguientes días de mi viaje.

    Por la noche volvimos a la residencia, donde una dorm party nos esperaba.
    Había ya escuchado hablar de la fama que tienen los daneses con el beber alcohol. Pero una fiesta de dormitorios en una residencia universitaria era mucho más de lo que había esperado de una noche de copas.
    La fiesta de dormitorios consiste en lo siguiente. A cierta hora, todos los habitantes del pasillo de  la residencia se reúnen en la sala común para cenar. Luego de ello, hay un sorteo para elegir a uno de ellos. El elegido, es el primero en invitar al resto a su dormitorio, donde ha preparado un tema para un drinking game.
    Luego del primer juego de bebidas, el sorteo vuelve y elige al segundo anfitrión, luego el tercero, el cuarto, y así hasta llegar al dormitorio diez. En resumen, los invitados a una dorm party deben aguantar juegos con bebidas alcohólicas en diez habitaciones diferentes. Por supuesto, no todos aguantan el ritmo, y llegar al cuarto número diez significa una enorme resistencia a la embriaguez de los daneses.

    El muro de Trump fue el tema para el dormitorio de Mads, donde él representaba al gringo republicano y conservador, y yo, claro, al mexicano de clase obrera que cruza el muro de forma ilegal.

    El beer pong, la música y el tequila me dejaron casi inconsciente al final de la noche. Pero la fuerte resaca no me impediría seguir con mi trayecto por las tierras escandinavas.
  16. AlexMexico
    El temor de dormir con una interminable tormenta del Ártico no solo me venció a mí, sino al resto del grupo de turistas que decidieron pasar la noche en el comedor común del camping de Vík, la comunidad más septentrional de Islandia.
    La decisión de no alojarse dentro de las casas de campaña fue casi unánime. Los vientos de casi 100 kilómetros por hora acompañados por una helada lluvia y arena empujada desde el norte hacían que las estacas se desprendieran poco a poco de la tierra donde las habíamos enterrado bajo piedras.
    Aún así, un reducido grupo de campistas tuvo la fortaleza de dormir en su tienda, lo que incluía a Enni y Lauri, los finlandeses con los que había viajado el día anterior desde Selfoss, al oeste de la isla.
    Sus insomnes rostros mostraban el mismo desvelo que el ruido del viento y la lluvia me habían hecho pasar. Incluso dentro de la seguridad del comedor, el miedo por una ventana rota y el crujir del piso de madera no me dejó conciliar el sueño.
    Ya que las áreas comunes del camping se encontraban en mantenimiento, el comedor no tenía calefacción. Aquella noche durmiendo en mi saco de dormir sobre el suelo fue una de las más frías en mi viaje.
    Por lo menos teníamos algo de agua caliente, pero con los baños y regaderas a medio construir, bastaba con solo lavarse la cara para acicalar las lagañas de aquella dura noche.
    Mientras hacíamos el desayuno, viré hacia Lauri y tomé el coraje para hacer la difícil pregunta que vagaba en mi cabeza desde que desperté: “¿cómo está mi tienda de campaña?”.
    La tempestad al otro lado de las ventanas se veía todavía terrible. Sin duda, pasar la noche en Vík no había sido la mejor decisión para ninguno.
    No se ve nada bien —contestó sin divagar un segundo, y con un rostro de escasa esperanza—. Deberías ir a echarle un vistazo.
    Con la cabeza abajo, asentí ante la proposición, lo que haría después del desayuno. Si una mala noticia me esperaba afuera tenía que tomarla con el estómago lleno.
    Un plato de avena con frutas y una ronda de salchichas con pan después, empaqué mis cosas y salimos del comedor. Al abrir la cajuela de la camioneta para dejar mi mochila me encontré con una escena más espeluznante de lo que esperaba. Mi casa de campaña no estaba.
    ¡Se fue! —grité mientras miraba a un vacío espacio en el ventoso campo verde—. ¡Ya no está!
    Al acercarme a donde un día antes había instalado mi hotel temporal me percaté de los agujeros que las estacas habían dejado como rastro. Algunas piedras se habían movido de su lugar, y no habían resistido ante el soplar del viento.
    Al voltearme hacia Lauri y Enni no pude hacer nada, más que soltar una carcajada. Una risa que indudablemente denotó mi respeto hacia la naturaleza. No se le puede enfrentar, no se le puede dar la cara. No podía más que aceptar que Islandia y su clima ártico ganaron la batalla. Ahora me tocaba buscar dónde dormir mis siguientes dos noches en la isla.
    Todo dentro del coche olía otra vez a humedad. La lluvia, que todavía caía con fuerza sobre nosotros, hacía imposible que nuestro equipaje se secara. Con la calefacción al cien por ciento, nos vimos esperanzados de un poco de sequedad. 
    Con una bolsa de frituras y galletas en las manos, Lauri nos condujo hacia el este de la isla. Si habíamos sobrevivido a una tormenta en Vík (aunque mi carpa no lo hizo), era justo que aquel día pudiéramos ver con nuestros ojos lo que habíamos llegado buscando en Islandia: un glaciar y su laguna llena de icebergs flotantes.
    Las risas no paraban en el viaje. ¿Cómo era posible que mi carpa hubiera volado? ¿Cómo el viento había desprendido las estacas enterradas bajo piedras en la tierra del camping? ¿Dónde dormiría ahora? Eran preguntas que solo podíamos tomar con el mejor humor.
    Apenas unos kilómetros avanzados desde Vík, Lauri detuvo el coche en un pequeño parking que hallamos junto a la carretera. Habíamos llegado a Eldhraun, y debíamos bajar del auto para apreciar mejor su belleza.
    Eldhraun es una palabra islandesa que significa “desierto de lava”. Y es precisamente sobre lo que estábamos parados.

    En junio de 1783 el volcán Laki entró en erupción. La lava que escurrió desde sus fisuras cubrió un área de más de 500 kilómetros cuadrados, y se estancó permanentemente en una llanura ubicada al sur del país.
    Durante años, aquella lava petrificada se fue cubriendo de abundantes capas de musgo, que hoy forman uno de los paisajes más bellos y alucinantes de Islandia.

    Nunca creí poder tener la oportunidad de caminar sobre lava. Por supuesto, no pensaba hacerlo sobre lava ardiente. Pero la sensación del paseo fue simplemente única.

    Seguimos nuestro camino por la carretera 1, hasta tomar una desviación hacia el norte, donde aparcamos el coche nuevamente, esta vez junto a una casa de huéspedes ubicada casi en medio de la nada.
    Aunque habíamos dejado atrás el pueblo de Vík y su insoportable viento, la lluvia no había cesado desde entonces. 
    Gota a gota, nuestros abrigos seguían empapándose poco a poco. Y eso nos ponía en una muy incómoda situación, pues buscábamos que nuestro equipaje dentro de la camioneta se secara.
    Aun con la lluvia, caminamos casi dos kilómetros por un sendero de piedras que pronto nos llevó hasta el río Fjaðrá, que nace en los glaciares tierra adentro.

    El río es célebre por ser el causante de otra de las grandes formaciones geológicas de Islandia, el cañón Fjaðrárgljúfur.
    Unas escaleras nos llevaron hasta lo alto de las paredes, en un mirador que fue construido para que los turistas puedan apreciar la magnificencia del lugar.

    En mayo de 2019 el cañón fue cerrado al turismo por las excesivas visitas, luego de haber aparecido en un videoclip de Justin Bieber. Por suerte, Lauri, Enni y yo llegamos un par de años antes de lo sucedido, y tuvimos la fortuna de contemplar el Fjaðrárgljúfur a nuestros pies.

    La erosión y el curso de los ríos glaciares tallaron las paredes de hasta 100 metros de altura durante varios milenios, dejando su forma actual en la pasada Era de Hielo, unos dos millones de años atrás.

    Desde el lado oeste del cañón el río forma una cascada que parece más una obra de arte creada por el pincel de un amaestrado pintor.

    Las perfectas líneas onduladas de Fjaðrárgljúfur son la viva muestra de la belleza que la Tierra puede llegar a crear en el largo transcurso de su vida.

    Volvimos a la camioneta para intentar secarnos un poco, y para seguir nuestro camino al este de la isla.
    La carretera 1 seguía sorprendiéndonos con sus paisajes. Y esta vez no solo con los naturales, sino con los construidos por los habitantes de las pequeñas comunidades islandesas.

    Adaptándose a su entorno, muchos granjeros construyen sus graneros y establos escarpando las rocas de las montañas a su alrededor. El resultado eran pequeñas casas parecidas casi a una villa de hobbits.

    Aunque en realidad, muchas de ellas son solo granjas equinas, cuyos verdes campos sirven como el alimento perfecto para los caballos.
    Con una altura que lo equipara casi con un pony, y con un largo y lacio pelaje, el caballo islandés es una de las razas equinas más hermosas que existen en el mundo; por tanto, no es una sorpresa que su precio pueda alzarse hasta las nubes.

    Fueron introducidos durante la Edad Media por los escandinavos, y tras siglos de selección natural adquirieron su aspecto actual.
    El día de hoy, el gobierno islandés tiene estrictamente prohibido la entrada de otras especies de caballos a la isla. Así mismo, los ejemplares que son exportados no pueden volver nunca más a Islandia.

    Con un enorme número de estos hermosos animales, Islandia es un país estrechamente ligado con la cultura equina, y son comunes las muestras equinas, el deporte hípico e, incluso, el consumo de su carne.
    Varada al lado de una de aquellas granjas nos topamos con una hitchhiker, que alzaba su dedo en búsqueda de un aventón. Lauri decidió detenerse y ofrecerle llevarla con nosotros hacia el este.
    La aventura chica era proveniente de Ucrania. Mientras comenzábamos a conocerla y escuchar sus historias de viaje, nos adentrábamos en el parque nacional Vatnajökull, el más grande toda Europa, pues abarca 12 mil kilómetros cuadrados.
    La ucraniana no dudó en pronto sugerirnos visitar una de las grandes recomendaciones que había escuchado sobre el parque. La cascada de Svartifoss.
    Para ese momento, los tres creíamos haber tenido suficiente de cascadas. Habíamos visto ya al menos cuatro de ellas en toda la isla. Pero Svartifoss prometía ser distinta a las demás.
    Con el tiempo que aún teníamos por delante Lauri decidió que sería buena idea deternos. Después de todo, no perdíamos nada con hacer otra pequeña escala en la ruta 1.
    El sendero que comenzaba luego del estacionamiento dejaba ya entrever la magnitud del parque Vatnajökull, que era mi principal objetivo desde que aterricé en la isla.

    Las montañas nevadas se asomaban detrás de los frondosos bosques. Pero a pesar de la tentación de seguir de largo, debíamos darle una oportunidad a Svartifoss.
    Las primeras caídas de agua no parecían mucho más impresionante que las cataratas de las que ya habíamos sido testigos.

    Pero una vez frente a ella conseguí entender lo que convertía a Svartifoss en uno de los saltos de agua más visitados de la isla.

    Más allá del río que cae, las paredes que rodean la cascada son columnas hexagonales de lava basáltica negra.

    Estos perfectos pilares suelen formarse por un lento proceso de enfriamiento de la lava, que se cristaliza paulatinamente tomando su peculiar forma.
    Aunque no fue ni la primera ni la última pared de prismas basálticos que pude atestiguar, Svartifoss valió la pena. Y dejó en claro que Islandia lo tiene todo.
    Nuevamente empapados por la lluvia, volvimos a la camioneta, que para entonces se había ya convertido en un tendedero de ropa. Y el olor a humedad era simplemente insoportable.
    Unos kilómetros más adelante las montañas nevadas por fin nos mostraron lo que tanto habíamos anhelado alcanzar en nuestro viaje por la isla. El glaciar Vatnajökull.

    Lo que pudimos ver desde el coche fue solo una de las pequeñas entradas al río de hielo, que de hecho es el segundo glaciar más extenso de Europa.
    Con más de 8 mil kilómetros cuadrados de superficie, cubre el 8 por ciento del territorio islandés. Y con aproximadamente 3 mil kilómetros cúbicos, es el glaciar más grande del continente en volumen.

    Claro que es posible visitar el glaciar de cerca. Es más, hay excursiones para tomar caminatas dentro de él, literalmente caminar entre y debajo del hielo.
    Pero por la temporada en que estábamos, las excursiones estaban detenidas por el momento. Un paso en falso en el glaciar puede significar la muerte. Y ni hablar de lo que sucedería si un bloque de hielo decide desprenderse mientras un grupo de turistas se pasea bajo él.
    Pero existen otras formas de apreciar un glaciar. Y es por ello que habíamos manejado hasta allí.
    Paramos entonces en Fjallsárlón, una pequeña laguna frente al glaciar donde los trozos que se desprenden de él forman icebergs flotantes.
    Pararme frente a un glaciar era uno de los mayores sueños de mi vida. Pero a decir verdad, el clima que no nos sonreía mucho aquel día hizo de la experiencia algo un poco decepcionante.

    Con la neblina que cubría el horizonte y la lluvia que no había dejado de caer sobre nuestras cabezas, el glaciar apenas podía verse a lo lejos.

    Pero la esperanza es lo que muere a lo último, y todavía nos quedaba otra alternativa para apreciar Vatnajökull como se debía.
    Seguimos entonces hasta Jökulsárlón, la más grande las lagunas donde Vatnajökull toca su fin al encontrarse con el agua del mar.

    Aunque la niebla nunca se disipó, al igual que las nubes y el agua, Jökulsárlón fue una experiencia inolvidable.
    El penetrante azul de los icebergs que flotaban sobre el estanque era hipnotizante. Y el movimiento de las olas rompiendo sobre sus bases era algo imposible de no apreciar.

    Las colonias de aves migrantes que venían del Ártico usan los icebergs como modo de reposo. Era algo que, sin duda, nunca podría tener la oportunidad de ver en mi país natal.

    Si bien los glaciares son cuerpos de hielo en constante movimiento y el desprendimiento de icebergs es un proceso natural, su derretimiento se ha vuelto mucho más acelerado durante los últimos años.
    Es un gran indicador de lo que el calentamiento global está provocando en los polos. Y la veloz licuefacción de estos ríos de hielo provocará en un futuro un incremento en el nivel del mar en todo el planeta.
    Avistar un glaciar con mis propios ojos y ser testigo de lo cómo desaparece día con día es algo que hizo todavía más rica mi experiencia. El sueño que tanto anhelé cumplir pronto puede ser precisamente solo un sueño, y no una realidad.

    Frente a los témpanos de hielo flotantes una conocida voz llamó mi nombre. Era Loïc, mi amigo francés que había volado hasta Islandia con el mismo objetivo que yo. Ser testigo de su belleza natural y alcanzar el glaciar.
    La tormenta nos había sorprendido a ambos, pero encontrarnos frente a aquel glaciar, a más de 2 mil kilómetros de Francia (donde nos habíamos conocido), nos llenó de orgullo y regocijo. Nuestro sueño se había cumplido.

    Aquella misma noche Loïc regresaba hacia Reikiavik, donde tomaría su vuelo. Yo por mi parte, regresé con Lauri y Enni hasta Selfoss, tras un largo viaje en carretera.
    Tras una noche más en el camping que se había vuelto casi como mi hogar, me dirigí al siguiente día a Reikiavik, donde pasé mi última tarde visitando sus tiendas, antes de tomar un bus al aeropuerto, donde pasaría mi última noche durmiendo en el helado suelo, aguardando mi vuelo la próxima mañana.
    Nueve días en Islandia me habían dado varias lecciones. No encarar a la naturaleza, no fiarse nunca del clima, prepararse siempre para el frío del Ártico y, claro, comprar una buena tienda de campaña.
    Pero la amabilidad de sus habitantes, la facilidad de conseguir aventones, el respeto por su naturaleza y, sobre todo, sus magníficos paisajes, hicieron de Islandia una de las aventuras más memorables de mi vida.
  17. AlexMexico
    A veces uno no se da cuenta que las cosas más maravillosas pueden estar a sólo unos pasos de ti.
    Cuando viví seis meses en la ciudad de México, hice amigos intercambistas de varias partes del mundo. Sin embargo, la que se convirtió en mi "familia" por esos seis meses estaba formada por tres chicas mexicanas, cuatro españoles y una colombiana. Juntos, quisimos aprovechar nuestras becas y hacer algunos viajes dentro del país. Claro está, yo y las otras mexicanas fuimos los anfitriones de los demás.
    En uno de los casos, decidí traerlos a mi ciudad natal, Veracruz, que tiene una gran importancia histórica, al ser la primera ciudad fundada por los españoles en toda América Continental. Al tratarse de una ciudad pequeña, quise mostrarle un poco de sus alrededores, que tiene paisajes naturales espectaculares: la montaña más alta de México, selvas repletas de monos y chamanes (brujos) y la cascada más alta del país. No obstante, nos dirigimos a Jalcomulco, un pueblo a la orilla de un furioso río y rodeado por montañas y una selva exuberante.
    El camino desde Veracruz no es nada complicado. Tomamos la autopista que va a Xalapa y después nos desviamos por la carretera libre. No toma más de una hora y media llegar hasta allí.
    Jalcomulco es muy famoso en el estado gracias a su reciente promoción como zona de ecoturismo. La verdad es que había oído hablar mucho de este sitio, pero nunca me había tomado el tiempo de visitarlo, aún viviendo tan cerca. Investigué un poco sobre las diferentes empresas de ecoturismo del pueblo y decidí arriesgarme a comprar por adelantado (online) nuestros boletos para practicar deportes extremos con la compañía que parecía menos fidedigna, pero que tenía los precios más baratos.
    Afortunadamente todo salió bien, y al llegar al lugar nos recibió un señor muy amable, que con sólo verme, dijo: "¿Tú eres Alexis, verdad? Te estaba esperando a ti y a tus amigos". Así, nos subió a todos en una camioneta y nos llevó a nuestra primera actividad: Rafting, descenso en río.
    Tuvimos suerte de que el río siguiera en niveles estables, ya que había estado lloviendo y creímos que el agua sería demasiado turbulenta y peligrosa para navegar en ella.

    Con un casco, un remo y un chaleco salvavidas, cada uno de nosotros subió a bordo de dos botes inflables. Hicimos dos equipos, para ver quién se caía menos veces de la lancha.
    Los primeros metros fueron bastante lentos, pero poco a poco el río se llenaba de rápidos. Grandes rocas por donde el agua resbalaba a gran velocidad. Tenía miedo al principio, pues no creí que una embarcación tan pequeña fuera a resistir golpes tan fuertes. Además, pensé que si caía al agua me lastimaría mucho con las rocas filosas y que podía morir. Pero son sólo las primeras impresiones.
    Caer al agua no era tan malo, a pesar de que su temperatura era un poco fría. Fue cuestión simplemente de seguir las órdenes de nuestro guía y de mantener siempre los pies firmes entre las sillas de la balsa.
    Cada rápido tiene niveles de dificultad. El guía nos explicó que estos rápidos no superaban el nivel 3 (hay desde el nivel 1 hasta el 5).
    El recorrido duró 2 horas, en las que pudimos apreciar paisajes magníficos: cañones tallados por el curso del agua, pequeños acantilados, formaciones boscosas a ambos lados del río, y hasta hicimos una pequeña escala para tirarnos clavados desde un pilar de piedra.

    Al final, llegamos de vuelta al pueblo de Jalcomulco, y desembarcamos debajo de un puente. Después de secarnos y cambiarnos de ropa, continuamos con la siguiente actividad: rapel.
    El guía nos condujo a una pared vertical de roca a menos de un kilómetro del pueblo. Con todo nuestro equipo bien sujeto fue muy fácil descender. Es bastante divertido mirar abajo cuando te encuentras en la cima de la montaña. Y cuando desciendes, sientes como si volaras por un instante. Te sientes muy libre.

    Nuestra última actividad fue la tirolesa, una cuerda atada a dos árboles a ambos lados del río con un gancho colgante, de donde se sostiene un arnés para así deslizarse de un lado a otro. Sinceramente esperaba una tirolesa a más altura, pues estaba a pocos metros sobre el río. Aún así, las condiciones de Jalcomulco no se prestan mucho para encontrar un sitio tan alto.

    Fue una jornada bastante cansada, pero divertida. Uno se puede asustar un poco cuando llegas a una agencia de turismo y te hacen firmar un papel donde declares que "estás consciente de que en este tipo de deportes puedes lesionarte, fracturarte o hasta morir, y que la empresa no se hace responsable por ello". Pero realmente este tipo de deportes no son de extremo cuidado. Pueden llegar a ser bastante divertidos.
    Me da gusto haber podido visitar Jalcomulco en tan agradable compañía y los invito a todos a darse una vuelta, si algún día están en Veracruz.
  18. AlexMexico
    A sólo 19 km de Xalapa, la capital de Veracruz de la que ya hablé anteriormente, emerge de entre las montañas y la selva una cascada de 24 metros de altura, que los habitantes han bautizado como la cascada de Texolo (que en náhuatl significa mono sobre piedra).
    En las faldas del volcán Cofre de Perote, esta caída de agua nace del río La Antigua que desemboca justo en las playas donde Hernán Cortés pisó tierras americanas por primera vez, para posteriormente conquistar el imperio Azteca y fundar el virreinato español en México.
    La mejor temporada para visitar la zona es durante el invierno, pues las lluvias son menos frecuentes. El verano puede ser muy lluvioso debido a las tormentas que se forman cuando las corrientes de aire chocan con la cadena montañosa.
    Mi viaje a este rincón de Veracruz lo hice hace 2 años y medio, durante mis vacaciones de invierno. Mi hermano, mi prima y yo decidimos tomar el coche y dirigirnos a la aventura por al menos un día, para alejarnos del bullicio de la ciudad.
    Para llegar a las cascadas sólo se debe tomar la carretera que va a Xalapa y coger la desviación a Xico (un pueblo mágico que colinda con la capital) y a sólo 3 kilómetros más se arriba al destino.

    Antes de todo decidimos comer en un sitio cercano llamado La Joya, un pueblo en las faldas de la montaña, muy frío por cierto. Es famosos por sus carnes de res y quesos asados. Lo mejor para mí son los frijoles refritos y poder sacar un poco de "humo" de la boca por las bajas temperaturas, algo que es imposible en mi ciudad, donde la temperatura mínima en invierno son los 18° centígrados

    Una vez en Texolo, hay un estacionamiento para aparcar el coche. Después de una pequeña caminata de aproximadamente 10 minutos, pasamos por el interior de las instalaciones turísticas (restaurantes y tiendas) para después salir al mirador.
    La panorámica a esa altura es simplemente espectacular. Debido a la constante humedad, es común ver un poco de neblina atravesar las laderas y cubrir parcialmente la vista. Pero la cascada es fácil de observar.

    Me encanta la sensación de estar parado y al voltear a todos lados verme rodeado de la naturaleza en todo su esplendor, sumado al delicado sonido del agua golpeando el pequeño estanque que se forma al tocar el suelo.
    Para alcanzar el otro lado debimos hacer una caminata de al menos media hora. Cruzar un puente de acero y evitar resbalarse con el limo de las piedras. En el trayecto, uno se puede topar con un frondoso y verde bosque, lleno de flores y árboles muy altos. Esta locación se utilizó, incluso, para filmar algunas películas, como En busca de la esmeralda perdida, de Michael Douglas.

    Al llegar al otro extremo, un señor nos ofreció bajar por una de las paredes de la montaña para ver el río desde abajo. No nos parecía muy seguro, pero aceptamos. Las escaleras eran bastante rústicas, de madera cortada; se notaba que las había hecho él mismo. El limo en sus orillas nos podían hacer una mala jugada en cualquier momento, así que decidimos ir siempre juntos, por si alguien resbalaba.
    Después de casi 10 minutos cuesta abajo, nos dimos cuenta que el descenso había valido la pena. Desde allí abajo pudimos captar una postal magnífica de Texolo. Ambas paredes del cañón se abren por el estrecho cauce del río que fluye, y la parte más baja de la cascada quedó justo frente a nosotros.

    Nos quedamos un momento admirando la belleza del lugar. Siempre es la ocasión perfecta para reflexionar cualquier especie de situación. También desde allí, pudimos ver ambos miradores, a 24 metros sobre nosotros. Cuando la niebla empezó a espesar, decidimos apresurarnos a la vuelta.
    La subida fue menos pesada de lo que pensé; quizá al correr y tratar de ganarle el paso a la niebla me hizo pensar menos en lo cansado que estaba (o lo preocupado por caer a las rocas).

    Una vez en la cima, no podíamos ver nada, y la cascada había desaparecido a nuestras espaldas. Afortunadamente llegamos al mirador sanos y salvos, y retornamos a nuestro auto para manejar regreso a casa.
  19. AlexMexico
    México es uno de los países con más población católica en todo el mundo; y como es de esperarse, festeja todos y cada uno de las festividades cristianas que marcan los evangelios.
    No obstante, el país cuenta con su propia figura protectora, que es adorada por la mayoría de los feligreses a lo largo del territorio.
    Cuenta la historia que en 1531 la figura de una virgen con rasgos morenos (más indígenas que judíos o europeos) se le apareció a Juan Diego Cuauhtlatoatzin, un indio de la etnia chichimeca proveniente del reino de Texcoco (antes de que fuera conquistado por los españoles). En su lengua Cuauhtlatoatzin significa "águila que habla".

    La virgen, a la que más tarde se le conoció como Nuestra Señora de Guadalupe, le pidió a Juan Diego erigir una capilla en el cerro del Tepeyac, donde tuvo lugar la aparición. Cuando Diego le pidió al obispo capitalino de aquel entonces, Juan de Zumárraga, que se construyera la iglesia, éste lo rechazó por falta de pruebas objetivas.
    La virgen se le apareció por tercera y última vez a Juan Diego, el 12 de diciembre del mismo año. Le invitó a volver al obispo y mostrarle su huipil (vestimenta de manta que usaban los indígenas, parecida al poncho). Al llegar con él, extendió su huipil e inexplicablemente la imagen de la virgen se dibujó en él. Desde ese entonces se convirtió en la imagen espiritual del pueblo mexicano.

    Juan Diego (que pasó a ser San Diego siglos después) erigió una pequeña capilla en lo alto del cerro en el que vivió el resto de su vida. Posteriormente se le llamó Capilla de Indios, ya que fue utilizada por la población indígena para rendir culto a la virgen. Actualmente en el recinto se puede visitar la nueva versión de la Capilla de Indios, construida sobre los cimientos de la antigua.

    En lo alto del cerro del Tepeyac se encuentra la Capilla del Cerrito, que fue construida en 1666 justo en el lugar de la supuesta aparición de la virgen. La capilla se rodea de plantaciones y flores espectaculares, y desde lo alto de la colina se puede ver todo el norte de la Ciudad de México.

    Se puede acceder a ella tras una caminata a lo largo de unos escalones. Claro está, para los seguidores de la virgen ninguno es un obstáculo suficiente para matar su fe, y desde niños hasta ancianos suben a la punta para adorar y dar gracias a la virgen.

    La primera iglesia que se ostentó como catedral o basílica se construyó en 1695 y abrió sus puertas en 1709. En principio la arquitectura fue al estilo barroco; pero los daños en su interior la obligaron a ser remodelada en distintas ocasiones, pasando a lucir un estilo neoclásico.
    Actualmente a la basílica antigua se le puede ver inclinada en las faldas del cerro del Tepeyac. Esto sucede por los constantes movimientos telúricos que azotan a todo el valle de México. El D.F. se erige sobre un subsuelo húmedo e inestable, por lo que los terremotos de cada año van modificando la superficie del terreno (los capitalinos ya están acostumbrados a que la tierra se les mueva a cada rato).

    Es muy gracioso entrar en esta Iglesia y sentir un ligero mareo. Para comprobar sus grados de inclinación, mis amigos y yo pusimos una pelota en el suelo y observamos como se desplazaba hacia la parte delantera izquierda de la construcción.
    La principal construcción en el recinto y la más atractiva y visitada es la Nueva Basílica de Guadalupe, que se yergue junto a su antigua hermana. Se construyó en un principio por la incapacidad del antiguo templo para albergar a tal cantidad de peregrinos que llegaban. Así, desde 1974 pasó a albergar la imagen sagrada de la virgen, la cual se observa desde todos los espacios de su arquitectura circular.

    Cabe mencionar que el cuadro de la virgen es una réplica del original (que se grabó en la vestimenta de San Diego). Desconozco el material en el que fue hecho, pero todo se hizo por seguridad, pues nunca falta los que se quieren robar la imagen o causarle algún daño.

    El nuevo templo está bastante bien equipado para los neocatólicos. Bajo la imagen de la Virgen han puesto una cinta eléctrica para que los visitantes pasen a verla de cerca y tomarle fotos. Además, el interior es bastante moderno y bien conservado.
    La Nueva Basílica es ahora un ícono de la Ciudad de México, y una de las principales razones de los turistas que visitan la ciudad. Se encuentra al norte de la ciudad y se accede fácilmente por metro o microbús.
    Es el segundo recinto católico más visitado en el mundo, después de la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. Así que es común encontrar una multitud de gente cada vez que uno la visita; pero de verdad, vale mucho la pena ir.
    Y ni hablar del 12 de diciembre. Ese día es fiesta nacional en mi país, pues es el cumpleaños de la virgen. En todas las comunidades se le celebra con rezos, cantos, mariachis y comidas típicas, como tamales y atole (una bebida a base de masa de maíz).
    Cada 12 de diciembre cerca de 9 millones de personas visitan la catedral para adorar a la Virgen de Guadalupe. Hay quienes, cuya fe es tan grande, que recorren el sendero que da a la Basílica hincados sobre sus rodillas y llegan a ella con las piernas ensangrentadas.
    Nunca he asistido en esas fechas, y no sabría si recomendárselos. Si les molestan las aglutinaciones de gente, no es un buen momento para ir. Pero si quieren conocer el verdadero fervor religioso del mexicano, es una visita obligada, siempre que coincida la fecha.
    Debería advertirles también sobre la gran cantidad de vendedores alrededor del recinto. Hay que ser pacientes, pues cada 10 minutos un niño indígena o una señora se acercará a nosotros pidiéndonos que les compremos algo, que según ellos, es sagrado. Agua bendita, imágenes en estampa, collares de oro, y una larga lista de utensilios y decoraciones para la casa.
    Hagan caso omiso de esto, pues dudo mucho que todo sea sagrado (yo no soy católico ni creyente, pero me gusta conocer un poco la cultura religiosa de la gente).
    Al final, sea cual sea nuestra inclinación espiritual, y creamos en lo que creamos, siempre es maravilloso descubrir las costumbres de las personas alrededor del mundo, y al ser Guadalupe la virgen más venerada en Latinoamérica, la visita a su Basílica es una parada obligada al visitar el D.F.
  20. AlexMexico
    La ciudad de México ofrece de todo un poco a sus visitantes. Desde grandes y lujosos paisajes formados por una fila de rascacielos post-modernos hasta barrios de la aristocracia de finales del siglo XIX a principios del siglo XX.
    Cuando un extranjero piensa visitar México, lo primero que le puede venir a la mente son pirámides y arquitectura prehispánica. Pero va mucho más allá de sólo eso.
    Aunque sigo diciendo que la capital no es lo más hermoso de mi país, no puedo negar que promete ser cautivadora. La ciudad de México y sus alrededores es la viva muestra de la mezcla cultural en Mesoamérica. Y uno de los rincones que lo deja a la vista es su centro histórico.
    No muchas personas se informan sobre el estilo de vida en la ciudad antes de visitarla. Por eso les informo que esta capital se encuentra a 2240 metros sobre el nivel del mar (en promedio). De esta forma, es muy probable que sus labios se resequen, se cansen al caminar y el sol queme su piel. Así que recomiendo labial hidratante, bloqueador solar, y siempre salir con un sueter y un paraguas, pues el clima es bastante impredecible y nunca se sabe cuándo lloverá.
    Como ya he mencionado en otros relatos, la ciudad está construida sobre la antigua Tenochtitlán, capital del imperio azteca, que a su vez, estaba construida sobre un islote del antiguo lago Texcoco (ahora casi seco). Por ello, el subsuelo es muy inestable, y los frecuentes terremotos han ocasionado que el paisaje luzca con ondas por las calles. Así que no se asusten si ven un edificio chueco o si se marean al caminar (o incluso, si un temblor los toma por sorpresa...créanme, es bastante normal).
    Después de estas advertencias y aclaraciones, continuaré con el relato.
    Los edificios del centro histórico de México poseen diferentes estilos, marcados por la época en que fueron construidos. Para conocerlo puedo recomendar la siguiente ruta:
    Desde la estación de metro Hidalgo, se puede caminar por toda la Alameda Central hasta llegar al Palacio de Bellas Artes. Éste último se ha convertido en un símbolo de la ciudad, al menos dentro del país. Se considera la máxima casa de expresión de arte en todo México.

    Se pueden encontrar exposiciones de pintura, baile, teatro, fotografía, etc. Si tienen la oportunidad de ver alguno de estos performance se los recomiendo ampliamente, pues la mayoría de ellos suelen ser magníficos. Sino, pueden entrar (por un precio no tan elevado) para disfrutar de la exposición permanente, que consta de murales elaborados por los principales pintores del México del siglo XX, como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros (todos ellos mis favoritos ).
    Este edificio fue construido por el presidente Porfirio Díaz (que gobernó por 30 años, anterior a la revolución mexicana, época donde SÍ se utilizaba sombreros, bigote y trajes de indio con ponchos). Este dictador hizo crecer a México gracias a sus excelentes relaciones internacionales. Sus viajes a Francia lo hicieron traer el estilo Art Nouveau y Art Déco a México, y se ve reflejado en muchas construcciones.
    Otro ejemplo de ello es el edificio de correos, de principios del siglo XX. Debo confesar que es mi edificio favorito en interiores. Cuando entro, me siento en la Europa imperial o dentro del Titanic (según lo pinta James Cameron), bajando las escaleras chapadas en oro y subiendo en el elevador con rejas doradas. Este edificio está justo detrás del Palacio de Bellas Artes.

    Siguiendo la ruta, el camino obligado es recorrer el paseo de Madero, una calle peatonal que une la Alameda Central con el Zócalo de la ciudad. El principio de este sendero lo marca la simbólica Torre Latinoamericana, el antiguo edificio más alto de México, así que no hay manera de perderse. Por cierto, si suben a la punta pueden tener una vista panorámica de la ciudad desde el mirador, pagando un precio aproximado de 60 pesos (según recuerdo).

    A lo largo de esta calle uno se encuentra con todo tipo de comercios. Souvenirs, helados gigantes, tiendas de ropa, vendedores ambulantes, comediantes callejeros y hasta estatuas humanas.
    No se sientan extraños si no saben identificar de qué estilo es cada construcción, pues pueden datar de la época colonial cristiana, el barroco, la post-guerra independentista o el porfiriato y sus aires franceses.

    El final del corredor se ve interrumpido por la plaza del Zócalo, una inmensa placa de concreto donde todos los días hay una manifestación nueva o una feria comercial, así que rara vez la apreciarán en su máximo esplendor.
    En el centro del zócalo se iza la bandera nacional. La plaza se ve rodeada, al norte por la Catedral Metropolitana, al este por el Palacio Nacional, y al sur el Palacio de Gobierno. Quisiera decirles que es un sitio mágico y fabuloso, pero pocos lo ven así.
    Es muy probable que lo encuentren lleno de vendedores ambulantes, manifestantes, policías arrestando gente y un embotellamiento de automóviles a su alrededor. Aún así, no dejen de visitar la catedral en su interior.

    Al costado derecho de la catedral se halla la excavación arqueológica de las ruinas de Tenochtitlán, pues el zócalo se alza justo encima de los cimientos de las pirámides de mayor esplendor del imperio azteca. No es un sitio muy bueno para visitar, pues sólo se observan rocas y herramientas. Pero es bueno saber dónde se está parado.
    Si visitan la ciudad en una época festiva, el zócalo se puede ver atestado de gente celebrando la ocasión. Es el caso de la noche del 15 de septiembre, fiesta de la independencia de nuestro país, donde el presidente da El Grito desde su balcón y todos agitan su bandera en señal de patriotismo.

    Alrededor de la plaza central se pueden observar muchos comercios y tiendas, algunas de ellas famosas, como el café Tacuba o el Sanbors de los Azulejos. Si se quieren adentrar en el verdadero México, pueden visitar los mercados de la Lagunilla y Tepito, aunque no se les recomiendo a menos que vayan con un local, pues suelen ser barrios muy peligrosos, donde abunda la droga y mercancía ilegal.
    Yendo hacia el norte por el Eje Central (calle que cruza al costado de Bellas Artes y la Torre Latino) se llega al complejo de Tlatelolco. Se puede ir caminando (cerca de 25 minutos) o bien, tomar un trolebús que cuesta 2 pesos
    Tlatelolco es el nombre de la segunda ciudad más importante para los aztecas, después de Tenochtitlán. Hoy en día es una zona habitacional. Lo bueno de esto, es que aquí SÍ se pueden visitar las ruinas originales.

    La entrada al laberinto de piedra (así le llamo porque así parece) es completamente gratis. Puede perder un poco el encanto al verse rodeado de condominios de los años 50's y del museo de Tlatelolco, un edificio moderno construido por la UNAM.
    Al extremo este de las ruinas se yergue el antiguo convento de Santiago, fundado por los españoles. Esta fusión de arquitectura, épocas y razas es la razón de que la plaza central se llame "Plaza de las Tres Culturas".

    Este sitio fue la sede de un suceso bastante trágico para la historia mexicana. El 2 de octubre de 1968, el gobierno federal en turno mandó al ejército a matar a toda una congregación de manifestantes (en su mayoría estudiantes) que formaban parte de un movimiento social pacífico que buscaba un cambio en el abuso de poder. Los hechos ocurrieron 10 días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos en la ciudad.
    El gobierno escondió el crimen por décadas, y salió a la luz hasta los años 90's, pero nunca se tomó justicia. Por ello, actualmente se puede encontrar un monumento a los caídos, que, hasta el día de hoy, se utiliza como símbolo de lucha contra la represión y corrupción.

    Muy pronto les platicaré sobre otras zonas de la ciudad, que como la segunda más grande del mundo, siempre hará lo imposible por no dejar que sus viajeros se aburran en esta selva de asfalto.

  21. AlexMexico
    En esta ocasión les platicaré un poco sobre mi visita a Xochimilco, una región al sur de la ciudad de México, de la que por cierto @RELAXY ya habló en uno de sus relatos, que les invito a leer también.
    Quisiera aclarar que la fiesta es algo que también gusto de conocer, además de todas las cosas que una ciudad puede ofrecer. No me crean un borracho sin más cuando lean esto, pues el consumo de bebidas etílicas está presente en este capítulo
    Durante las primeras semanas en que llegué a vivir al D.F. fui invitado a una fiesta de intercambio de la UNAM, en donde conocí a infinidad de gente, como podrán imaginar, la mayoría de ellos extranjeros.
    Fue durante esta fiesta cuando conocí a quienes se convertirían en mi segunda familia en esos largos seis meses que pasé viviendo solo en la capital. Con ellos emprendería los primeros y mejores viajes de toda mi vida hasta hoy.
    Pero vayamos al grano. Esta fiesta terminó en una casa comunitaria, donde los 12 huéspedes (los mejores anfitriones que he tenido en un evento de tal magnitud) finalizaron la reunión anunciando la próxima visita para todos los intercambistas en la ciudad.
    La cita se hizo en los famosos canales de Xochimilco para pasar un buen rato navegando en las tradicionales trajineras de la zona.
    En principio asistimos muy entusiasmados, pues dos días después era el cumpleaños de nuestro nuevo amigo español Daniel, así que teníamos la intención de celebrar sus 21 años como nunca. Además, siendo sus primeros días, quisimos darle una calurosa bienvenida a México.
    Algunas personas llegamos más temprano de lo que se había acordado, pues quisimos dar una vuelta por la región antes de abordar las trajineras. La verdad es que Xochimilco es una zona bastante distinta del resto de la ciudad.
    Como se quiere conservar el patrimonio intacto, no se puede ver el mismo nivel de urbanización que en las otras delegaciones. Escasean los supermercados, unidades de transporte y edificios grandes. Pero abundan las casas modestas y tiendas pequeñas.
    Cerca de las 2 de la tarde, aprovechamos a comer unas quesadillas fuera del embarcadero. Pasa algo muy gracioso con este platillo en el D.F. La palabra quesadilla viene de queso, y se refiere a una tortilla de maíz doblada por la mitad, con queso en su interior y lo que se le quiera añadir: champiñones, carne, flor de calabaza, etc. Pero en D.F. la gente entiende quesadilla como una tortilla de maíz doblada a la mitad con cualquier cosa en su interior, no necesariamente queso.

    Así, pedí una quesadilla de champiñones y lo que recibí fue una tortilla con champiñones dentro. No había queso. Pregunté a la mesera ¿dónde estaba el queso? Y me dijo: "Oh, entonces ¿quieres una quesadilla de champiñones con queso? Bueno, así me lo hubieras dicho antes". Así que si alguna vez visitan D.F. cuidado con eso, que puede ser bastante confuso (y tonto, la verdad).
    Después de comer, fuimos juntos a comprar las bebidas para subir a la balsa, pues dentro del embarcadero todo es mucho más caro. Lo bueno es que uno puede llevar su bebida, comida, vasos y demás.
    Nos sorprendimos cuando a las 20 personas que íbamos en bola se nos unieron otros 60 intercambistas más. Entonces se veía venir lo que esa fiesta se convertiría.

    Las trajineras son embarcaciones de madera adornadas con pinturas coloridas, y todas llevan un nombre en el frente del techo. El cupo máximo son 20 personas, pues se acomodan alrededor de la mesa.

    Cuando al fin todos logramos abordar una lancha, las 4 salieron juntas a navegar por los canales. Quisimos que todas permanecieran unidas durante el trayecto, pero los conductores no querían correr el riesgo de un choque. No quiero contarles lo detestable que hubiera sido caer al agua (parecía bastante sucia y olorosa, de un color verdoso que daba poca confianza).
    Aún así, una balsa iba remando al lado o al frente de la otra a la misma velocidad, por lo que las 4 pudieron avanzar de forma muy similar.
    Cuál sorpresa se llevarían las personas que llegaron a las 3 de la tarde, cuando se dieron cuenta de que las bebidas alcohólicas y la comida no se incluían en el precio, y no se tomaron el tiempo de comprarlo antes.
    Como era de esperarse, todos se acercaban a nuestra balsa con su vaso de plástico pidiendo un poco de alcohol para beber. Para ese entonces, nosotros ya habíamos abierto las botellas de tequila y las cervezas indio (de la marca más consumida en México... y no! no nos gusta mucho la Corona).

    En un principio no queríamos darles de nuestra bebida, pues sabíamos que no alcanzaría para 80 personas . Pero todos éramos intercambistas y no podíamos ser malos con los chicos extranjeros que querían pasarla bien en sus primeros días en México. Así que accedimos, con algunas condiciones, que incluían un baile de salsa o reggaeton sobre la popa de nuestra trajinera
    Es muy gracioso ver cómo los europeos, gringos o canadienses intentan mover las caderas al bailar, y poco tiempo después nos piden ayuda a los latinos para aprender los pasos de baile. Yo siempre les digo lo mismo: "No existen reglas, sólo siente la música". Al menos, es lo que yo hago.
    El recorrido en las trajineras dura aproximadamente 3 horas, por un precio de 900 pesos (70 USD aprox.). Los paisajes no son tan magníficos como uno imaginaría. Como dije antes, el agua es bastante verdosa y sucia. A lo largo de la riviera se observan casas antiguas (algunas datan de la época colonial), árboles caídos y personas en su día a día. Aunque ese día a día incluye atender a los turistas que pasean en las lanchas, como venderles comida, bebidas, rentar bocinas para música y hasta mariachis).

    Nosotros optamos por una bocina con un cable auxiliar para reproducir música bastante mexicana y darles a todos una pequeña muestra de cómo se festeja en México
    Después de unos cuantos vasos, todos estábamos ebrios, y muchos saltaban de las trajineras a las tiendas ambulantes o en tierra para comprar más cerveza o tequila (los precios son bastante altos, pero a algunos borrachos no les importa mucho lo que se gasta cuando se están divirtiendo).
    Por cierto, muchos me preguntaban la forma "correcta" o "mexicana" de beber el tequila. No creo que haya una forma correcta. En México solemos beberlo en shots, chupando un limón con sal antes y después del trago. O bien, para hacerlo mas suave, se prepara en paloma, que es tequila con refresco de toronja, un poco de limón con sal en las orilas y hielo para refrescar.
    Al final, perdimos un poco el miedo de que la balsa se hundiera, y cuando una se acercaba a la otra, la gente saltaba para hacer amistad en las demás trajineras. Nuestra barca era, quizá, la más solicitada, pues era el centro de abastecimiento. Varias veces rebasamos el número de tripulantes permitidos, y la barca se inclinaba, haciendo agua de uno de sus lados. Afortunadamente, la madera es bastante resistente y nuestro remador nos presionaba para desalojar un poco de gente. Fue una tarde bastante divertida para todos.

    Xochimilco puede ser también un sitio familiar. Es común ver a grupos de familiares sentados en una trajinera celebrando un cumpleaños con un pastel o comiendo tamales de barbacoa.
    Si ustedes quieren visitarlo, pueden hacerlo aunque no se encuentren en un grupo tan numeroso como el mío. Eso sí, el precio seguirá siendo el mismo y se tendrá que dividir entre el número de tripulantes (entre más sean, más barato será).Tampoco es necesario que se embriaguen hasta llenar sus zapatos de lodo verde como yo . Pueden beber y comer sentados y tranquilos mientras escuchan los mariachis y observan la pintoresca riviera.
    Pero deben estar dispuestos a ver pasar junto a ustedes barcas llenas de jóvenes perdiendo un poco de cordura mientras dan un paseo por los canales que Xochimilco dibuja en sí mismo. Debo decir que es una de las cosas que lo hacen tan famoso.

  22. AlexMexico
    Dos semanas después de nuestro viaje relámpago a Guanajuato, se avecinaba el día de muertos, famosa festividad nacional en México que mis amigos no se querían perder. Nuestra amiga Letzi nos recomendó pasar las fiestas en su natal ciudad Oaxaca, a unos 400 km al sureste de la ciudad de México, bien conocida por ser una de las zonas que conserva más población indígena en el país.
    Si bien el día de muertos se celebra diferente en cada sitio (conservando siempre algunos patrones) nos vimos muy interesados en saber cómo se celebraba en una cultura verdaderamente indígena (al ser una tradición proveniente de los pueblos prehispánicos, nuestros ancestros).
    Decididos, buscamos como siempre el autobús más barato. En este caso, uno que no salió de la terminal de autobuses, sino de una calle cerca de la estación de metro Balbuena. Algunos de mis compañeros se quejaron de la incomodidad; para mí, el aire acondicionado toda la madrugada y asientos reclinables fueron suficientes para disfrutar un viaje que costó la mitad del precio que en las líneas “oficiales”.
    Como casi todos los viajes baratos, llegamos muy temprano a la ciudad, cuando aún no salía el sol. El padre de nuestra amiga nos hizo el favor de recogernos en su camioneta y nos llevó hasta su casa, donde amablemente nos alojó a todos; aunque un poco apretados y en el suelo, fue mejor que acampar sobre piedras bajo el sol ardiente
    Con una guía de nuestro lado (mi amiga Letzi) no hubo problema para armar nuestro itinerario de viaje, pues teníamos bastantes días libres por tratarse de un “puente vacacional”. Así, nuestra primera visita la dedicamos a la zona arqueológica de Mitla, a unos 40 km de la ciudad.
    Mitla fue un asentamiento muy importante en la antigua Mesoamérica, primero liderada por los zapotecos y luego por los mixtecos, las dos principales civilizaciones prehispánicas en la zona sur de México. Ambos pueblos tuvieron constantes peleas, así que es común encontrar vestigios de ambas culturas en las ciudades oaxaqueñas.

    Una de las cosas que más me llamaron la atención fue que ninguna de las construcciones de Mitla está restaurada por los arqueólogos De hecho, ha podido soportar los constantes terremotos que han azotado la zona durante años. El recinto tiene la típica forma de plaza pública, con un palacio principal en un extremo y gradas alrededor del cuadrante principal, formando un cuadrado donde, se dice, se realizaban las ceremonias religiosas.
    Después de unas horas en la “ciudad de los muertos”, nos dirigimos de vuelta a Oaxaca, no sin antes hacer una parada obligada en Santa María del Tule. Esta pequeña población tiene su atractivo nada más y nada menos que en un árbol de ahuehuete, que resulta ser el árbol con el diámetro de tronco más grande del mundo. Posee una circunferencia de 42 metros y una altura de 40 metros. Su diámetro es de 14.05 metros. Se calcula que harían falta 30 personas tomadas de las manos para darle la vuelta a su tronco Sin duda, uno de los árboles más impresionantes que he visto en mi vida.

    De regreso en Oaxaca, el hambre comenzó a rugir en nuestros estómagos, y no dudamos en conocer el mercado central. Casi siempre la mejor comida en las ciudades mexicanas se encuentra en los mercadillos, lejos de los restaurantes caros y de las atracciones turísticas.
    Cabe mencionar que Oaxaca tiene una de las variedades gastronómicas más amplias y exquisitas de todo México, influenciada por la conservación de las tradiciones indígenas de las etnias que aún habitan la ciudad y sus alrededores. Esta riqueza culinaria incluye platillos como el mole, el queso Oaxaca, las memelas, los chapulines, las tlayudas, y bebidas como el mezcal, el atole, el champurrado y el pulque. Todos ellos les recomiendo probar (aunque si abusan del mezcal y el pulque acabarán muy borrachos  ).

    Mis amigos y yo decidimos probar las tlayudas. Son tortillas de maíz de gran tamaño (muy grande, en verdad) con frijoles negros, lechuga, cebolla y un tipo de guisado, sea carne de res enchilada, chorizo, bistec, cecina, entre otros. Claro está, con una es más que suficiente para quedar satisfecho.
    Comer insectos también es algo común en esta zona del país. Algunos de mis amigos se aventuraron a probar los gusanos. Yo la verdad es que, al ver sus caras, me quedo con los chapulines (saltamontes)
    Al atardecer, visitamos el centro histórico de Oaxaca, declarado Patrimonio de la Humanidad. Uno de sus principales atractivos es el templo y ex convento de Santo Domingo, con sus retablos de oro de estilo barroco. La verdad es que todo el centro vale la pena, sobre todo por el ambiente de la gente.
    Aunque es bonito hallarse entre comunidades indígenas auténticas y mirar sus vestimentas, probar su comida y comprar sus artesanías (sobre todo de barro negro tallado a mano), la magia se va un poco al darse cuenta de la pobreza extrema en que muchos de los pueblos viven. Estos grupos étnicos solían vivir sus vidas a su antiguo modo, pero verse inmersos en el mundo capitalista contemporáneo los obligó a emigrar a las ciudades a buscar trabajos mal pagados y vender sus creaciones a precios muy bajos. Además, los métodos anticonceptivos no son algo común para ellos, por lo que se ve gran cantidad de niños por cada mujer, la mayoría de ellos sin estudios y trabajando en la calle desde pequeños. Son cosas para las que se debe ir preparado mentalmente.
    Al caer la noche, nos sorprendió un desfile de comparsas que cruzaba el centro hasta la catedral. El grupo musical iba seguido por personas disfrazadas en alusión al día de muertos. Uno de los personajes más famosos a nivel nacional y del que muchos se disfrazan durante estas fechas es “La Catrina”. Es prácticamente un esqueleto de mujer vestida con sombreros de ala y ropa muy elegante. Tiene sus orígenes en el siglo pasado, cuando un caricaturista criticó a los mexicanos que renegaban sus raíces y se querían sentir europeos, vistiendo a un esqueleto vacío de forma exuberante. Hoy en día, es parte del folclore mexicano y se ocupa como una especie de representación de la muerte.

    En fin, nos unimos a la comparsa, pudiendo bailar con las catrinas que desfilaban junto con otros seres extraños del más allá Después de esto, visitamos el panteón de la ciudad. Sí, visitamos el panteón de noche, y si se preguntan por qué, pues para celebrar el día de muertos.
    En México, tenemos la creencia de que los muertos viven en un mundo alterno al nuestro. Es decir, que su cuerpo no está con nosotros pero su alma vive en alguna parte de este mundo. Así, el 1 y 2 de noviembre celebramos el día de muertos, en el que ellos bajan al mundo de los vivos para convivir una vez más con nosotros. La madrugada del día 1 bajan las almas de los niños y el día 2 los adultos. Aunque cada rincón del país tiene creencias diferentes, se lleva a cabo la misma tradición para traer a los muertos, con el famoso “Altar”.

    El altar es una construcción simbólica, formada normalmente por siete niveles o escalones, que representan los niveles que atraviesa el alma para llegar al descanso eterno. Sobre ellos, se colocan ofrendas a los antepasados, que incluye alimentos y bebidas que eran de su gusto. También se colocan calaveras de dulce, típicas en esas fechas, y flores de cempasúchil (que con su color naranja simboliza al día de muertos junto con el morado), todo rodeado de velas. Sobre el altar se erige un arco que representa la entrada al inframundo; comúnmente se adorna con papel picado de color morado y naranja. En medio del altar se coloca la foto del o los difuntos a los que se rinde honor. En el suelo, se forma un camino de flores que guíen al muerto hacia el altar, que también se acompaña con incienso y velas. Hoy en día, por supuesto, también se usan símbolos cristianos, como la cruz y la foto de Jesucristo. Un día después de la fiesta, la comida se debe desechar, pues se cree que el muerto extrajo su alma y ya no es comestible. Cada familia pone su altar en su casa, aunque se suelen alzar también en lugares públicos como ofrenda a celebridades.
    En Oaxaca, la gente va al panteón para convivir con sus muertos. Ponen altares, llevan comida y hasta mariachis. Es como estar por un día con esa persona a la que tanto quisiste en vida. Aunque se escuche aterrador, es una fiesta bastante alegre, pues la muerte no es algo malo para los mexicanos, sino algo normal
    Al siguiente día subimos la colina para visitar el templo prehispánico más grande del sur mexicano: Monte Albán. Esta ciudad, más antigua que Mitla, mantuvo relaciones comerciales con Teotihuacán y fue ocupada de igual forma por los zapotecos y mixtecos, siendo estos últimos lo que vivieron la etapa de su declive.

    Monte Albán se yergue sobre un monte desde donde se avista la ciudad de Oaxaca a lo lejos. Su ubicación fue estratégica para su florecimiento. A diferencia de otros recintos, no tiene una pirámide principal. Subimos a varios de los templos para divisar su magnitud y el valle que la rodea. Encontramos también un pequeño estadio donde se jugaba el juego de pelota.
    El sol pega bastante fuerte en lo alto de la colina, por lo que nuestros sombreros y bloqueador solar fueron de gran ayuda, aún cuando en Oaxaca las temperaturas son un poco más bajas. Al ser una zona semi-seca encontramos refugio bajo algunos árboles de poca sombra, donde reposamos un rato luego de largas caminatas.
    Agotados, pero no rendidos, nos dirigimos a un pueblo cercano llamado Nazareno, donde habían invitado al padre de nuestra amiga Letzi a una fiesta. Como los más colados y sin invitación, mis siete amigos y yo entramos a la fiesta del pueblo mientras todos nos miraban extraño (toda la gente de ahí ya se conoce). Aún así, y sin haber cooperado para la banda de música y la comida, nos trataron muy bien y hasta nos invitaron a comer con ellos. El menú incluyó un manjar de dioses: tacos de chapulines  Sé que creerán que soy raro, pero me encanta comer estos insectos.

    Con el estómago lleno y después de un poco de baile, fuimos a la plaza central del pueblo para mirar a la comparsa tocar. Poco después, decenas de personas disfrazadas llegaron a bailar en free style para celebrar a su estilo el segundo día de muertos. Entonces, nos vimos danzando con monos beisbolistas, extraterrestres, diablos, vampiros, y seres cada vez más extraños para celebrar juntos a nuestros muertos.

    De regreso a Oaxaca volvimos a casa de Letzi y empacamos nuestros trajes de baño, y nos dirigimos a la estación de combis (vans) para empezar nuestro viaje al siguiente destino: las paradisiacas bahías de Huatulco. Nos esperaba uno de los peores y mejores viajes de nuestras vidas, y sabrán por qué en el siguiente relato.
    Les dejo el link de la primera parte de las fotos del álbum de Oaxaca:
    Y por supuesto la primera parte del capítulo 5 de Un Mundo en la Mochila, donde podrán ver nuestras aventuras grabadas en video
  23. AlexMexico
    Ahora que he finalizado de contar mis viajes por mi país y la estrepitosa Guatemala, por fin he regresado a México después de dos meses por el sur del continente americano. Con un repertorio de carpetas llenas de fotos en mi ordenador, un diario de viaje al full y un diccionario personal de expresiones de la lengua española, quizá sea el momento de un break.
     
    Así que antes de comenzar a relatar mis recorridos por tierras andinas y mis seis meses de estadía en el viejo continente, platicaré un poco sobre algunas de las típicas dudas que inquietan a muchos de los que me ven partir de repente, sin saber qué se esconde detrás de cada foto posteada en facebook, o de cada vaso de shot que forma parte de mi colección de souvenirs.
     

     
    ¿A DÓNDE VOY?
     
    Una de las preguntas que muchos de mis conocidos me hacen es ¿cómo decides a dónde viajar, habiendo tantos destinos en el mundo?
     
    Si bien es cierto que la primera vez fuera del país es todo un enigma repleto de sombras e incertidumbre, es bueno dejarse llevar por las circunstancias. Quizá un viejo amigo te invite a un tour de 7 días por el Caribe para navidades; quizá toque visitar a la familia en Ontario, o simplemente cruzar la frontera para comprar ropa nueva en McAllen.
     
    Sea cual sea la situación, lo importante es dar el primer paso: decir que sí. En mi caso, yo cumplía con los requisitos para realizar una estancia de movilidad estudiantil en el extranjero después de mi semestre en la capital. Con más de 20 países como opción, aposté por España, pues había hecho amigos españoles en México.
     
    Pero es un caso muy particular. Lo más importante es tomar la decisión de salir y dejarse llevar un poco por ese impulso interno de lo desconocido, y por supuesto, aprovechar cualquier oportunidad que se presente
     
    Es verdad que existen destinos must go, que se han incubado en nuestra mente desde años atrás, y que no queremos morir sin algún día visitarlos. Es el caso de París, Nueva York, la Muralla China o Machu Picchu. Pero nunca hay que olvidar que cada rincón del mundo tiene un encanto diferente, que a veces puede cautivarnos más que la misma Torre Eiffel. Así que no debemos menospreciar esa escapada de un fin de semana a un pueblo cuyo nombre nadie conoce, a la cascada a la que no llega la ruta de asfalto o al sitio que no aparece en el mapa.
     
    Y como una de esas decisiones poco meditadas, desde el verano pasado comencé a ahorrar con la única intención de hacer un viaje al sur durante el invierno (el verano austral) para celebrar de una forma distinta mi graduación de la universidad, que según mis cuentas se cumpliría a principios de diciembre. Y decidí ir al sur porque sería verano; después de viajar durante el invierno europeo necesitaba climas cálidos.
     
    No tenía muchos planes, pero en mi mente se bosquejaba la idea de visitar Brasil. Incluso, se los comenté a varios amigos, y muchos deseaban sumarse a mi aventura… al final, todo boceto se desdibujó por sí solo. Los vuelos que había cotizado a Río de Janeiro subieron de precio súbitamente. Probablemente esperé a que el tiempo hiciera lo suyo en las aerolíneas de menor costo
     
    Pero si bien, esperar la confirmación de mis amigos o una repentina oferta online no fue la mejor idea, las cosas suelen suceder por algo. Y es que el bajo presupuesto que junté para finales de año no me permitiría permanecer más de un mes en la inmensidad del país carioca. Así que después de una exhaustiva cotización en la red, el destino elegido fue Lima, Perú, con un vuelo redondo en un plazo de dos meses por el que pagué 600 dólares. Después de eso, ya nadie, sino el propio destino, podría decidir el futuro de mi aventura.
     
    Lo principal, es no dejarse asustar cuando los planes se van abajo; es más, es recomendable no planear las cosas tan profundamente. Decir: voy a viajar en ese mes que tengo libre puede ser más que suficiente. Y así, no importará en qué parte del mundo estés, mientras estés fuera de casa durante ese mes, entonces tu plan se cumplirá
     

     
    ¿CÓMO ENCUENTRO EL VUELO MÁS BARATO?
     
    Lamentablemente no existe una fórmula mágica para coger el precio más barato en las aerolíneas, pero he aquí algunos tips que el tiempo me ha enseñado:
     
    Si siempre buscamos precios desde la misma computadora (con la misma dirección IP) las páginas de las aerolíneas lo sabrán, y siempre nos mostrarán los precios más altos. Lo mejor es checar los precios desde distintos ordenadores de vez en cuando, para compararlos entre sí.
     
    También, los sitios web guardarán los datos del historial de revisiones cada vez que entremos a checar los precios. Lo mejor es abrir una ventana de incógnito en nuestro navegador; de esta forma, la computadora no recordará nada de nuestra última visita a la página y nos tratarán como un nuevo cliente.
     
    Se dice que las aerolíneas muestran los precios más altos a los clientes que residen regularmente en la ciudad de origen o destino del vuelo. Así, si nosotros vivimos en México y revisamos el itinerario México DF. – Bogotá, nos mostrarán el precio más alto. Pero si vivimos y revisamos el precio de esta misma ruta desde la ciudad de Buenos Aires, el precio podría ser más bajo. Los hackers y expertos en computación conocen formas de engañar a tu navegador y hacerle creer que estás en otra parte del mundo. Parece que cambian temporalmente la dirección IP del ordenador. Valdría la pena pedir ayuda a alguno de ellos, pues ésta sería una forma perfecta para cotizar vuelos online.
     
    Lo mejor es comprar el vuelo con al menos dos meses de antelación. Aproximadamente dos semanas antes los precios pueden comenzar a subir mucho. Aunque hay veces en que, si el vuelo no se llena, las aerolíneas rematan los asientos a precios muy bajos. Pero no recomiendo esperar mucho, es más probable que suban a que bajen.
     
    Por último, los buscadores como Despegar y Skyscanner tienen la opción de crear una cuenta y poner una alerta de vuelo; de esta forma, la página te avisa con un correo electrónico cuando surja un precio barato al destino que elegiste, sea cual sea la aerolínea.
     

     
    ¿CÓMO AHORRO, CUÁNTO DINERO NECESITO?
     
    Hay quienes piensan que viajar es muy caro. Pero se imaginan a sí mismos en una piscina de un hotel con vista al mar sosteniendo una margarita. Por otro lado, hay quienes creen que un mochilero viaja sin dinero, viviendo todo el tiempo de la caridad humana y de lo que la naturaleza le brinda. Ambos están equivocados.
     
    Hay dos formas de empezar: primero decidir el destino, investigar sobre el coste de vida del lugar y con base en el tiempo de estadía estimar un presupuesto para el viaje. Y la otra es simplemente ahorrar hasta que ya no queramos (o podamos) más, y con base en ese dinero elegir nuestro destino y el tiempo de viaje. Nunca se gastará lo mismo en Perú que en Noruega, por ejemplo.
     
    Para ahorrar no hay mejor fórmula que eliminar los lujos innecesarios. Y es aquí cuando uno debe puntualizar qué es necesario y qué no lo es. No es necesario ir al cine, a la discoteca o a un restaurante costoso cada fin de semana. Cambiar estos planes por una simple comida en casa con los amigos y una cerveza en la playa puede ahorrar más de lo que uno cree. Pero claro, no podemos dejar de gastar en comida, la renta de la casa o los impuestos
     
    Otra forma, muy usual en los viajeros actuales, es comenzar a vender las cosas que ya no se necesitan. Esa lavadora antigua, esa licuadora que ya nadie usa o ese teléfono móvil que reemplazaste pueden generar un ingreso extra.
     
    No existe un presupuesto fijo. He conocido personas que viajaban con 100 dólares al mes (hacían autostop, dormían en carpa y comían frutas y verduras), así como he conocido quienes lo hacían con más de 1000. En lo personal, he logrado viajar con poco menos de 500 dólares al mes. Todo depende del estilo del viaje.
     
    A pesar de lo mucho que se puede ahorrar hoy en día, siempre se necesitará al menos un poco de dinero en el bolsillo; así que no crean los cuentos hippies de que el mochilero no carga un centavo Siempre será necesario un pasaporte, pagar impuestos en el país destino, usar transporte público y, al menos, el derecho a un baño.
     
    HOSPEDAJE
     
    Debemos definir nuestras prioridades. Si nuestra prioridad es la comodidad, y se buscan unas vacaciones relajadas sin mucho esfuerzo, entonces seguramente nos convendrá alojarnos en un hotel. Pero si nuestra prioridad es conocer lo que más podamos y ahorrar para hacer más con menos, entonces un techo con cama y baño es más que suficiente.
     
    En toda ciudad del mundo hay una oferta variada de alojamientos. Lo único que nos debe preocupar es si el destino que visitamos es muy concurrido o no, y si es necesario entonces reservar con antelación. No es lo mismo llegar al pueblo olvidado de dios, donde ningún turista llega y siempre habrá una habitación disponible, que llegar a Cancún durante las vacaciones de verano y encontrar todo lleno.
     
    Para reservar cualquier tipo de hospedaje (hotel, hostal, apartamento, camping…) existen muchas páginas web muy funcionales; las más conocidas son Hostelworld y Booking, pero cualquier buscador es bueno.
     
    Existen formas mucho más económicas, pero que representan un esfuerzo mayor. Una de ellas es, por supuesto, hacer carpa.
     
    Hay que tomar en cuenta que no en cualquier sitio se permite acampar. Hay países donde es más fácil que en otros. Argentina, por ejemplo, es muy amigable con los campings. Pero habrá sitios donde represente un peligro, como las carreteras de Centroamérica. En algunos simplemente habrá un policía que te corra, como en playas públicas de las ciudades. En cambio en los pueblos pequeños será difícil hallar problemas. Sea como sea, cargar una tienda de campaña siempre nos ahorrará algunos dólares en las situaciones adecuadas, donde el clima y la gente lo permitan. Además, no existe nada más mágico que dormir bajo las estrellas
     

     
    Una nueva forma de alojarse que ha sido posible gracias a las nuevas tecnologías es Couchsurfing. Se trata de una red social de huéspedes alrededor del mundo. La red no es lucrativa, por lo que los hosters regularmente no esperan nada a cambio, sólo una sonrisa, una buena plática y, quizá, una cena de su lugar de origen.
     
    Personalmente me he vuelto adicto pues representa mucho más que un simple hotel gratis. Es la manera perfecta de conocer gente de todo el mundo, practicar idiomas y verse rodeado de la verdadera cultura local, al estar alejado de cualquier tipo de venta turística. Un restaurante en un hotel de Madrid no se compara con la comida que cocina una persona común y corriente en una casa de clase media.
     
    Por supuesto, todo tiene sus sacrificios (aunque yo le veo más pros que contras). Al estar alojado con una persona prácticamente desconocida, no se pueden esperar lujos (aunque en algunas situaciones, los hay). No se sabe con exactitud cómo es la casa, cómo es el barrio donde se ubica, cómo es la cama o el sofá donde dormirás. Además, uno se debe adecuar a los horarios de escuela/trabajo de los hosters. No es un hotel donde se puede entrar y salir a toda hora, y donde se puede hacer lo que quiera. Siempre se estará en una casa ajena, y por ello merece nuestro respeto. Pero todo tiene su encanto; pasar al modo de vida de un local le hace a uno sentirse realmente en ese lugar.
     
    COMIDA
     
    Si nuestro objetivo es ahorrar, no se puede esperar un desayuno continental todos los días. Lo más recomendable es mantenerse alejado de los restaurantes turísticos, que pueden cobrar más de 10 dólares por un menú En algunas ciudades (sobre todo en Latinoamérica y Asia) se pueden encontrar mercados locales y comida de calle, donde un menú puede rondar los 3 dólares.
     
    A mucha gente le asustan este tipo de platillos, pues los ven poco higiénicos y no saludables. Pero cabe echar un pequeño vistazo a las medidas de sanidad del sitio. No todos los puestos del mercado están sucios, aunque lo parezcan. Además, para mí, la comida casera de mercados siempre es más rica que la de los restaurantes.
    Cuando se tenga acceso a una cocina en un hostal o en casa de alguien, vale la pena cocinar. Comprar algunos vegetales o carne en el mercado siempre será más barato que una comida hecha.
     
    Hay que hacer sacrificios, y algunos días nuestro desayuno puede componerse sólo de una banana y un vaso de agua, y comeremos verduras crudas para el almuerzo. Pero lo importante es estar bien alimentado e hidratado. Es mejor tener una zanahoria cruda en el estómago que una bolsa de frituras y una gaseosa. No es nada bueno enfermarse durante un viaje, así que nuestra prioridad siempre debe ser la salud. La pasta y el arroz son imprescindibles para el viajero.
     

     
    ¿EN QUÉ VIAJO?
     
    Hay países donde la industria del transporte está muy monopolizada, y hay pocas compañías de bus o tren que ofrecen precios muy altos, como México o España. No obstante, el bus siempre suele ser la opción más barata.
     
    En algunos países las aerolíneas lowcost ofrecen vuelos a precios muy baratos, incluso más que los transportes terrestres. Es el caso de Europa, donde Ryanair, EasyJet y Vueling ofrecen vuelos desde 15 euros el viaje sencillo. Así que nunca hay que quitar la vista de las páginas web de las aerolíneas; las ofertas salen de repente y más vale estar ahí para aprovecharlas
     
    Hacer autostop es, por ende, la opción más barata. Pero hay que ser muy perseverantes con ello. Así mismo, se debe tomar en cuenta la confianza que las personas puedan tener en los desconocidos, depende del lugar donde se esté parado. Así, Argentina es muy amigable con el hitchhiker, pero en España es casi imposible.
     
    Si se decide por esta forma de viaje, desde mi experiencia recomiendo lo siguiente:
    Lucir presentable. Se tienen muchas más probabilidades de que alguien nos recoja si estamos bañaditos y con ropa limpia a si nuestra facha se asemeja más a la de un indigente (con todo respeto).
    Sonreír. Pasar horas bajo el sol en la carretera puede ser desesperante, y eso nos pone de mal humor. No obstante, no debemos olvidar que el conductor no sabe eso, y si queremos que nos recoja más nos vale sonreír y hacer parecer que todo es bonito en nuestra mente.
    Hacer alguna gracia. Es válido pararse junto a la ruta y alzar el dedo. Pero si además de eso tenemos puesta una nariz de payaso, hacemos malabares, mostramos un letrero con un mensaje chistoso o simplemente bailamos, contagiaremos al conductor con una sonrisa y será más probable que pare por nosotros.
    Estar acompañado de una mujer. Seamos sinceros, las mujeres tienen un poder seductor


     
    ¿QUÉ MÁS NECESITO?
     
    Sin duda lo primero es tener un pasaporte vigente. Debemos informarnos si en el país de origen necesitamos una visa o algún tipo de permiso para entrar (no es nada bonito que te nieguen la entrada o salida de un país).
     
    Es de saberse que la tecnología hace la vida más fácil a todo mochilero. Por más que exista la creencia de que viajar con poco dinero y un equipaje reducido es sinónimo de pobreza extrema, un buen smartphone, una tablet y una tarjeta de débito/crédito internacional siempre serán los mejores amigos del viajero.
     
    Sobre lo último, vale la pena poner un co-titular a nuestra cuenta bancaria que viva en nuestra ciudad de origen, ya que muchas veces en el extranjero no podemos hacer movimientos. También es mejor llevar dos tarjetas de débito y cargar sólo una a la vez, en caso de extraviar la otra. Sino pregúntenselo a mi amigo Dane, a quien le robaron su tarjeta en Lima y se quedó sin dinero Tuvo que pedir a sus padres que le enviaran dinero en efectivo por Western Union, cuya comisión es más grande que la de un cajero automático.
     
    Lo demás son cosas básicas: una buena navaja multiusos, un poncho impermeable para la lluvia, zapatos tipo Caterpillar (los salvarán de todo tipo de terreno), pantalones cortos, jeans, sueters y una buena chaqueta. Son de ayuda unos tapones para oídos, un antifaz para dormir, un cuchillo, la medicina necesaria, primeros auxilios, bloqueador solar, un saco de dormir y una buena carpa.
     
    También hay que informarse bien sobre el tipo de conectores eléctricos en el país que visitamos y llevar el adaptador correspondiente.
     
    Pero lo que más se necesita para viajar es, sin duda, las ganas de vencer el miedo a lo desconocido. La gente me imagina feliz y sonriente todo el tiempo. No vieron mi cara mientras buscaba un taxi por la noche en el aeropuerto, mientras buscaba un rincón donde dormir en la estación de bus, mientras intentaba entender el idioma húngaro en la estación de tren y mientras rascaba mis últimos centavos para comprar un agua. No me vieron cuando me enfermé del estómago, cuando me dolía la cabeza por la altura, cuando acampé bajo una tormenta ni cuando me perdí en el desierto
    Más todo terror pasa a segundo plano cuando las anécdotas y los recuerdos nos provocan una risa que inmediatamente sustituye al miedo. Es entonces cuando lo que una vez nos hizo dudar, nos reconforta más que nunca, y cuando agradecemos haber salido por fin de nuestra zona de confort
  24. AlexMexico
    El sábado por la mañana me levanté y todos en el apartamento me felicitaron por mis 23 años Era ya mi tercer cumpleaños que pasaba fuera de casa; y para ser sincero, me agradaba la idea de estar en otro país para ese entonces.
     
    En vista de que Karen y Fabio tuvieron que trabajar, prometieron verme por la noche para celebrar todos juntos. Gentilmente, Luzmila, una de las roomies de Karen, se apiadó de mí y me propuso acompañarme a conocer el centro histórico de Lima.
     
    Había hablado muy poco con ella, pero resultó ser una chica encantadora. Pequeña, muy delgada, usaba lentes de armazón, pelo lacio oscuro y una voz que remembraba a los peluches parlantes; de sólo verla daban ganas de apretarle los cachetes y abrazarla como a una muñequita de felpa Pero más allá de su tierno físico, es una chica muy curiosa e inteligente, que se convirtió en mi mejor guía turístico de la capital peruana.
     
    Tomamos el metropolitano (una especie de metrobús) para llegar al centro de la ciudad. Nuestra primera parada fue la Plaza Cívica de Lima. Debo confesar que desde el momento en que salí de la estación subterránea central me sentí de vuelta en los años 60’s (aunque lógicamente nunca los viví).
     


     
    Los edificios modernos que rodean a la plaza me recordaron a las antiguas construcciones de la Universidad Nacional en México, a su vez contrastados por los edificios antiguos que ahora cumplen funciones del gobierno. Es el caso del Palacio de Justicia, que ostenta un estilo clásico, con sus columnas griegas y su tipografía grecolatina.
     


     
    También me llamó la atención el Parque de la Exposición, al sur de la plaza, que luce una serie de edificios clásicos europeos rodeados de frondosos jardines. Pero Luzmila me aconsejó que no entráramos, porque ahora estaba bastante descuidado y, quizá, me llevaría una gran decepción.
     
    Para comenzar el tour en ese caluroso día de la primavera austral, quisimos refrescarnos un poco. Así que a Luzmila le pareció buena idea que probara el chupete de aguaje. No es más que una paleta de hielo de aguaje, una fruta proveniente de la selva peruana. Quisiera poder describir el sabor, pero no es nada parecido a lo que haya probado antes. Valdría la pena degustar la fruta por sí sola, ya que ese chupete fue más que delicioso
     
    Continuamos nuestro recorrido a pie. Esta vez, por supuesto, no olvidé colocarme bloqueador solar en toda mi piel; no pensaba sufrir un minuto más por ese falso domo grisáceo tras el cual parecía ocultarse el sol
     
    Luzmila me condujo al barrio de Quilca. Es un sector de apenas unas cuantas cuadras de ancho, con calles estrechas que dejan ver ancianos edificios todavía habitados. La mayoría de ellos ocupan sus primeras plantas como establecimientos lucrativos de difusión cultural. Hay mercadillos, bazares, tiendas de antigüedades, librerías, cafeterías y todo tipo de comercio donde se pueden encontrar infinidad de curiosidades.
     
    Ejemplo de ello es el bazar donde descubrí los discos, revistas y fotografías de los personajes del Chavo del 8, el Chapulín Colorado y el resto de las series del inolvidable Roberto Gómez Bolaños. Hacía poco que Chespirito había muerto en mi país natal, y parecía que al resto de Latinoamérica le dolía más que al propio México En cualquier televisor se transmitían capítulos del Chavo, y en los programas de comedia no tardaron en parodiarlo como forma de homenaje. En fin, parece que Chespirito tocó los corazones de varias partes del mundo con su inmortal chipote chillón
     


     
    Unas calles al oeste nos topamos con la Iglesia la Recoleta, la única capilla de estilo gótico en Lima. Si bien estoy acostumbrado a las construcciones católicas, el goticismo no es algo con lo que me pueda deleitar todos los días.
     
    Volvimos hacia la Plaza de San Martín, donde se yergue una estatua en memoria del libertador sudamericano y Padre de la Patria del Perú. Lo interesante en esta escultura es la dama que se posa debajo del caballo de José de San Martín, quien tiene una llama en su cabeza (literalmente). Algunos edificios del rededor de la plazuela lucen al estilo art nouveau francés, y por algunos instantes uno puede sentir que se ha transportado al otro lado del océano Atlántico.
     


     
    Luego de unas fotografías seguimos nuestro camino por el Jirón de la Unión, una de las calles principales del centro del distrito, que después de unas cuadras se convierte en un andador peatonal, orillado por grandes comercios, como restaurantes, casinos y boutiques. Es una calle bastante concurrida, donde involuntariamente uno se ve inmerso en la contienda de empujones colectivos con los demás transeúntes.
     
    No tardé mucho en ratificar el juicio que Fabio había manifestado sobre los conductores peruanos: “Ten cuidado, conducen como viven: un poco acelerados”. Ser un peatón en las calles de Lima es casi equiparable a practicar un deporte extremo. Las luces del semáforo no avalan seguridad alguna al que intenta cruzar la calle, y las líneas peatonales suelen ser un simple adorno. El clacson parece no cumplir más su función original; más bien parece la nariz por la que los taxistas respiran en cada esquina en la que divisan a una persona de pie (así no esté haciendo ninguna seña de parada). Los oficiales de tránsito se asemejan más a una estatua viviente que se posa en medio de la avenida con su celular en mano, y que responde con un cortante “ajá” cuando de quejarse de la vialidad se trata.
     
    La palpitante vida de esta selva urbana me abrió el apetito a mitad de la tarde. Una mujer con coloridas vestimentas apareció frente a mí, rodeada de personas que comían a sus faldas. No dudé en comprarle un tamal, típico alimento latinoamericano hecho a base de maíz. Aunque el sabor y textura es bastante parecido al de México, su color amarillo, su relleno de aceituna y su guarnición de cebolla morada con perejil y limón le dieron el toque extranjero que necesitaba.
     


     
    Llegamos a la Plaza Mayor, donde está el Palacio de Gobierno del Perú y la Catedral de la Ciudad. Ahí nos vimos con Paul, un amigo de Luzmila. Juntos visitamos el Convento de San Francisco. No es nada muy alejado de cualquier otro convento de misioneros católicos en América. Pero su atractivo está en las catacumbas, una serie de tumbas en el sótano de la Basílica donde, además de sacerdotes y monjes franciscanos, se enterraron los cuerpos de indios de la zona (lo cual no fue nada común en los tiempos de la colonia). Un montón de huesos y lúgubres pasillos por los que ahora se pasean los turistas.
     


     
    Para finalizar la jornada, y como algo que no sorprende a nadie que viva en este mundo globalizado, visitamos el barrio chino de Lima. Al principio no fue nada nuevo para mí. Pero un par de charlas con Luz y Paul me sirvieron para darme cuenta de la enorme influencia que los inmigrantes chinos trajeron a este país. Y para ello bastó ir a comer a un chifa (forma en que se denomina en Perú a un restaurante chino-peruano).
     
    Luzmi y Paul me llevaron a un chifa para probar la gastronomía peruana, que para mí parecía más comida china. Al final entendí que es sólo una fusión de la comida local con ingredientes, texturas y estilos del país oriental.
     


     
    El arroz chaufa es el platillo más famoso. Cocido con jengibre y salteado en una sartén honda con trozos de huevo, se puede servir con pollo, carne o variedad de ingredientes, y su precio va desde los 7 hasta los 15 soles. Es una buena y sabrosa forma de llenar el estómago. También probamos el lomo saltado, la chicha morada (bebida de maíz negro fermentado) y por supuesto, la Inca Kola, la gaseosa más consumida en todo Perú (sí, incluso más que la misma Coca Cola). Sé que muchos peruanos están muy orgullosos de su producto local, pero mi humilde opinión es que la Inca Kola sabe a goma de mascar. Luego de unos cuantos vasos, su dulzura empalagó mi paladar, cual chicle saborizado.
     


     
    Los chifas son sabrosas opciones a lo largo de todo el Perú, pero no por ello las más baratas. Recomiendo también comprar en fondas de comida corrida, mercados y con vendedores ambulantes. Nada que un buen estómago mexicano no pueda resistir.
     
    Por la noche volvimos a casa, donde Fabio y Karen me esperaban para celebrar. Nos citamos con Dane y su couch Maya, para ir juntos a la playa y tomar unas cervezas. En vista del alto precio que Dane y yo nos vimos obligados a pagar la noche anterior por un pisco sour, decidimos hacer algo más barato para mi cumpleaños. Pasamos la noche sentados junto al mar, con botellas de cervezas y conversaciones bilingües (Dane no hablaba español y Fabio no hablaba inglés). Es quizá una de las cosas más bonitas de viajar: disfrutar las eventualidades que nunca planeaste.
     


    Con mis nuevos amigos celebrando mi cumpleaños 23
     
    Al próximo día me sorprendí al pararme al baño por la mañana y ver a Fabio con su maleta en la espalda. Se preparaba para dejar Lima. Su permiso en Perú vencía en pocos días y debía salir si no quería pagar varios dólares de multa. Fue un momento bastante triste y nos tomó a todos por sorpresa, incluso a mí, que llevaba apenas 3 días en el apartamento. Sin más, me despedí de él, esperando volverlo a ver en Ecuador, su próximo destino. Son las cosas a las que uno se debe acostumbrar cuando viaja. Decir adiós, es el pan de cada día.
     
    Como parte de mis viajes, el intercambio cultural y culinario es una pieza muy valiosa. Así que un día decidí ir al mercado de Barranco y comprar los ingredientes necesarios para cocinar chilaquiles para mis amables anfitriones.
     
    Se trata de trozos de tortilla de maíz fritos (mejor conocidos como nachos, o totopos en México) bañados en salsa de tomate verde o rojo, y revueltas con pollo despicado. Se sirve con queso blanco y cebolla encima. Por supuesto, la salsa lleva chile, o como lo llaman en Sudamérica, ají.
     
    Intenté cocinar la salsa no tan picante, para el mejor deleite de mis amigos. Pero al parecer mis papilas gustativas han perdido parte de su sensibilidad al picor. Y con sólo dos ajíes lima que encontré en el mercado, Karen y sus roomies comenzaron a sudar, diciéndome “esto está muy rico”, mientras la tez de sus caras se teñía de rojo.
     
    Una noche Paul y Luzmila me llevaron al centro comercial Larco Mar para probar el ceviche peruano, quizá el platillo más famoso del Perú. Su sabor no era muy distinto al que probé en México, pero la forma de comerlo cambiaba drásticamente. El ceviche se sirve con granos de maíz y un trozo de camote al lado, y se acompaña por canchitas (granos de choclo tostados con sal), a diferencia de México, donde se acompaña de galletas saladas. Sin embargo, pude deleitarme bastante con el manjar, que acompañado por una cerveza cusqueña, fue la mejor combinación para la noche.
     


     
    Otro de mis platillos preferidos fue la papa a la huancaína, que saboreé en una feria de Barranco. Se trata de papa blanca cocida y servida en rebanadas sobre una hoja de lechuga y bañada en una salsa huancaína (de la provincia de Huancayo). Nunca intenté hacer la salsa, pero básicamente consiste en queso, leche, aceite y ají amarillo, lo que le da ese color anaranjado.
     


     
    La gastronomía peruana es inmensamente variada y deliciosa, aunque no pude probar todas sus maravillas. Pero lo que nunca me atreví a probar fue la leche de tigre, que es prácticamente el jugo de limón en el que se coce el ceviche (y servido como una bebida); el cuy, un roedor oriundo de los andes que se sirve asado y entero (se pueden ver sus dientes y sus ojos, tal y como estaba cuando lo mataron); ni el anticucho, que es el corazón de la res servido en una vara.
     
    No obstante, recomiendo al visitante en Perú degustar, aparte de los mencionados arriba, platillos como la causa, el pollo a la brasa, el wantan frito con tamarindo, la alpaca, el chupe de camarón, el ají de gallina, el rocoto relleno y los picarones.
     
    Mi penúltimo día en la capital lo pasé con Wesley y Lionel, un gringo y un limeño que conocí por Couchsurfing. Con Lionel como guía, recorrimos la costa desde Barranco hasta el distrito de Chorrillos, al sur de la ciudad.
     


     
    La costa de Chorrillos es un lugar de pescadores, donde se amotinan las gaviotas y pelícanos a pelear por el pescado que sobra del mercado. El olor es insoportable, pero común para los trabajadores. No obstante, desde aquí tuvimos vistas increíbles de todo el circuito de playas.
     
    Seguimos adelante y subimos la colina que domina el sur de Lima, donde se posa una cruz gigante y una estatua de Cristo, que simula al del cerro del Corcovado en Río de Janeiro. Desde lo alto se tiene una panorámica de toda la metrópoli, desde la provincia del Callao hasta la carretera Panamericana hacia Lurín.
     


     
    El paisaje de acantilados escarpados de roca desértica es increíble, y es usual a lo largo de toda la costa del Pacífico en Sudamérica, desde el norte de Perú hasta el centro de Chile. A pesar del abrasador sol veraniego, los vientos que azotan en lo alto suelen ser fríos, en principio gracias a la corriente marina de Humboldt, que viaja desde las aguas antárticas.
     


     
    Detrás del cerro pudimos observar otra de las caras de Lima. No muy lejos de las grandes y lujosas casas de la frontera entre Chorrillos y Barranco, se hacinaban unas cuantas humildes viviendas en las laderas rocosas del monte.
     


     
    Al sentir nuestra piel quemada por el sol, descendimos nuevamente al mar y regresamos a Barranco, donde me despedí de mis dos nuevos amigos, quienes tomaron su colectivo de vuelta a casa.
     
    Luego de una estadía de unos 5 días en la capital y de hesitar sobre mi siguiente destino, decidí comprar mi boleto de bus hacia Cuzco, la capital imperial de los Incas, y principal destino turístico desde donde podría visitar el ícono sudamericano: Machu Picchu.
     
    Karen y Luzmila me dieron muchas recomendaciones sobre cómo cuidarme en el Perú, cuál era la compañía de buses con menos accidentes o asaltos, qué hacer si me daba el soroche (o mal de altura)… Así que partí de Lima con un vacío emocional, que a la vez me daba una extraña sensación de alegría, al no saber cuál sería mi ruta a seguir y sin nadie que me acompañara en mi solitaria travesía.
     
    Pueden ver el resto de las fotos de Lima “la gris” en el siguiente álbum, y manténganse al pendiente de la próxima entrada de este viaje por el valle de los Incas.
     
     
  25. AlexMexico
    Faltaban 3 días para la Nochebuena. Nico y Rocío estaban ansiosos por volver a pisar sus tierras. Yo me sentía dichoso por tener con quién pasar la navidad Pero mi felicidad era más alentada por la inesperada aventura a la que mi viaje poco calculado me había arrastrado. Después de todo un día recorriendo el Salar de Uyuni, regresamos a la ciudad a comprar nuestros boletos de bus para la ciudad fronteriza de Villazón, desde donde cruzaríamos a la singular Argentina.
     
    Antes de que el camión partiera, cenamos en un restaurante que, al final, nos resultó bastante incómodo, por la mala atención que recibimos por parte de los dueños. Para resumirlo, la dueña se colocó en la puerta a darnos empujones, para obstruirnos el paso y no dejarnos salir luego de habernos quejado por una coca cola abierta y otra que no tenía gas. Es un poco de lo que se puede encontrar siendo turista en Bolivia. Después de todo, hay que ser comprensible. La mayoría de los establecimientos son atendidos por personas indígenas, que rara vez han cursado estudios de turismo o han recibido capacitaciones de servicio al cliente.
     
    Luego de la bizarra experiencia, subimos al bus. Esta vez, parecíamos ser los únicos turistas a bordo. Pronto, nos vimos rodeados de bolivianos que, a pesar de caída la noche, no dejaban de hablar ni apagaban la música en su celular
     
    Como si no hubiera sido suficiente, y como si Nico no hubiera estado de peor humor (llevaba dos días durmiendo en buses, sin haber tomado una ducha y acaba de discutir con la restaurantera) la carretera sur parecía ser peor que en la que habíamos viajado al venir. El vehículo no dejó de vibrar en todo el camino, golpeando nuestros traseros con un constantemente saltar.
     
    Para acabarla de completar, el chofer se detenía en cada garita que una persona le hacía la parada. Sin importarle que el transporte fuera al tope de lleno, continuó subiendo gente hasta que el pasillo se atestó de cholitas escoltadas por sus cuantiosos retoños.
     
    Las anchas caderas de estas mujeres me acorralaron por ambos lados Ni decir de pararse al baño, caso que se presentaba como todo un desafío. Un niño sentado en una cubeta detrás de su madre, meneaba su cabeza a causa del sueño, y terminó por posarse accidentalmente en mi hombro. Era la situación perfecta para una fotografía nocturna, pero levantarme por mi cámara (que estaba en el portaequipaje) era otra complicada hazaña que no me dispuse a realizar.
     
    El llanto de una pequeña que colgaba por la espalda de su madre envuelta en un rebozo, nos acompañó aquella noche que se tornaba eterna. Y la dificultad de mantenerme en el mismo sitio por un minuto fue la misma dificultad con la que no pude dormir
     
    Arribamos a Villazón cerca de las 3:30 am. Mostrando un poco de compasión, el chofer nos dejó quedarnos a dormir un poco más en vista de que la oficina de migración abría sus puertas a las 7.
     
    Apenas cuando salía el sol, los argentinos y yo cogimos nuestras maletas y caminamos rumbo a la línea fronteriza. Me habían sobrado bastantes billetes bolivianos, y fue cuando sobrevino la disputa sobre el cambio de divisas:
     
    Nico y Rocío me explicaron con detenimiento cómo funciona el cambio de moneda en su país. El lío se puede resumir con la existencia de dos cifras: la oficial y la no oficial. La oficial (que se puede encontrar en cualquier casa de cambio o banco en Argentina) colocaba al dólar a la venta en unos 8 pesos argentinos. Mientras en el no oficial (que se encuentra en el mercado negro) se pueden recibir desde 10 hasta 14 pesos por cada dólar.
     
    Por tanto, no era conveniente entrar a argentina con bolivianos. El destino parecía jugarme chueco, ya que ninguna casa de cambio tenía dólares. Pero al calcular Rocío las cifras de cambio directas del boliviano al peso se dio cuenta de la ganga que podía negociar.
     
    Al final, recibí 2 pesos argentinos por cada boliviano, quedando así el dólar a mi favor, con 14 pesos por cada uno (exactamente al precio que se encontraba el peso mexicano en aquel momento). Desde entonces, por cada peso argentino que gastara estaría gastando uno mexicano. Con unos 1000 pesos en efectivo, me disponía a gastar lo menos posible durante mi estadía, ya que de otra forma tendría que retirar del cajero, lo cual me daría casi la mitad del precio que había recibido. Sin duda, a veces las buenas matemáticas son las mejores amigas del viajero
     
    Una vez cargado con plata, llegamos al paso fronterizo. Un pequeño puente que cruzaba un río daba el acceso a la ciudad argentina de La Quiaca, a donde centenas de bolivianos se disponían a pasar.
     


    Lado boliviano del paso fronterizo Villazón - La Quiaca
     
    El sol ya había salido y comenzó a calentar, lo que nos hizo despojarnos de nuestros abrigos. Poco después de las 7 am los oficiales dieron pauta a la apertura del paso.
     
    Llenamos las formas de salida y teníamos todo listo, pero la fila no parecía avanzar, a diferencia de los grupos de personas que corrían con carritos de supermercado por la parte superior de la oficina, que tenían toda la pinta de ilegales Luego de casi una hora caminando a pocos centímetros por minuto, pasamos a la ventanilla de la oficina boliviana, donde un simple sello fue todo por lo que habíamos aguardado. Nos indicaron entonces la dirección para hacer la otra fila, tras la que por fin ingresaríamos al lado argentino.
     
    A pesar de nuestras nacionalidades (pues su rigidez con los bolivianos era más que notoria), fuimos víctimas de la burocracia, y encima de los dos oficiales al mando, nuestra espera se prolongó hasta por dos horas más Al final, uno de los agentes nos apartó de la agobiante hilera, se llevó nuestros pasaportes y, en un solo minuto, teníamos el sello de entrada con nosotros. Sin hallarle sentido a otro enfado más (sobre todo Nico y Rocío por la ironía de ser connacionales) cruzamos felices y al fin pisamos la Argentina.
     
    Ambos casi besaron su suelo, al que habían añorado desde hace varios meses. Tomamos un taxi hacia la estación de buses, donde compramos nuestros tickets al destino que Rocío nos había recomendado para pasar la navidad: el pueblo andino de Tilcara.
     
    En nuestro tiempo libre antes de partir, acudimos a una cafetería y desayunamos un café con facturas y medias lunas (pan dulce y croissants, conocidos como cuernitos en México). Empecé a empaparme un poco del argot argentino, al que ya me venía acostumbrando al compartir mis días junto a esa simpática pareja.
     
    Al calor del mediodía tomamos el bus hacia Tilcara, sobre cuya superficie intenté reconciliar mi sueño que fue armonizado poco a poco por los primeros hermosos paisajes con los que Argentina me daba la bienvenida.
     
    En medio de un paraje lo menos parecido a como lo había imaginado, el autobús se detuvo para que los tres pudiéramos descender. Y fue entonces cuando los testimonios sobre el insoportable calor veraniego del norte argentino se convirtieron en un mito poco creíble para mí.
     


    Paisaje árido de Tilcara
     
    Una fuerte ráfaga de frío viento se abalanzó sobre nosotros apenas pusimos un pie sobre la arenosa superficie Me puse mi campera para apaciguar el clima, que al mismo tiempo provocaba una leve comezón en mi piel, pues los rayos del sol a las 3 de la tarde seguían abrasando a pesar de la baja temperatura.
     


     
    Cruzamos la carretera y caminamos por una larga avenida de tierra, que se orillaba por modestas casas adornadas por la vegetación seca. Alrededor de la minúscula población se erigían áridas montañas. Tras la ruta tomada se abría un paso natural hacia el Altiplano andino. Estábamos ahora en la Quebrada de Humahuaca, un particular accidente orográfico de la provincia de Jujuy que me alojaría durante los siguientes seis días.
     
    El primer paso fue buscar un alojamiento, que Nico y Rocío tenían bien merecido después de dos noches a bordo de incómodos buses. Dejamos las maletas en una esquina y nos turnamos para caminar en busca de un hostal. Se acercaba la navidad y debíamos hallar un precio que no rebasara nuestros presupuestos. Y como si la pronta llegada del natalicio de Jesús hubiera retenido a todos en casa, las calles lucían desiertas y los hostales poco concurridos. Algunas veces, ningún empleado aparecía para atender la recepción. Me daba la impresión de ser un pueblo fantasma.
     
    La lúgubre soledad desapareció a lo largo de una pequeña calle empinada, donde Nico y yo encontramos las mejores opciones: hostales económicos con áreas de camping, algunas cafeterías con música en vivo y las famosas peñas para pasar las noches de fiesta. Volvimos por nuestro equipaje y pagamos una noche en un cuarto compartido en un cálido y colorido hostal familiar
     


     
    De camino hacia el hospedaje, nos topamos con una serie de cabañitas cuyas simpáticas fachadas con troncos en el techo (al estilo de Los Picapiedra) nos llamaron mucho la atención. La oficina de información estaba justo frente a ellas. Si bien intuimos que el precio sería algo elevado, no quisimos quedarnos con la curiosidad y preguntamos a la encargada, quien no dudó en mostrarnos el interior.
     
    Piso de madera, calefacción, una pequeña cocina, una cama matrimonial, una individual, un enorme baño con bañera y secador, un cómodo patio trasero con mesas, sillas y un asador. Era la manera perfecta de pasar la navidad
     
    El titubeo se encaminó al saber el precio: 900 pesos por noche Al darle las gracias, la señora se percató de nuestras caras de imposibilidad, y pronto bajó el precio a 800. Le dijimos que lo hablaríamos y tomaríamos una decisión.
     
    Regresamos al hostal para tomar una ducha caliente y para por fin sentir que estaba en Argentina. Por supuesto, estoy hablando del mate Esta legendaria bebida que es parte orgullosa de su reconocida identidad nacional (sin dejar atrás sus cortes de carne, pizzas, pasta, sus vinos, empanadas, el tango y el futbol).
     
    En la universidad había elaborado una campaña publicitaria para un restaurante Uruguayo de la Ciudad de México llamado “Mateamargo”; un año atrás había tenido la oportunidad de viajar con argentinos por el sur de España, donde probé el mate por primera vez. Y seis meses antes había hospedado a una pareja de Buenos Aires, que compartía con gusto su vital bebida. Sin embargo, nada de esto se comparaba con la experiencia de tomar mi primer mate en Argentina
     


     
    Aunque debo confesar que el amargo sabor de la hierba y la hirviente temperatura del agua no eran mucho de mi agrado, poco a poco le fui agarrando el gusto durante mi estadía. Después de todo, era un excelente digestivo si no abusaba mucho de él.
     
    Y por si no me había quedado claro el inigualable poder del mate, cuyo ritual es un perfecto objeto de estudio social que va mucho más allá de sus propiedades herbáceas y de la satisfacción sensorial, rápidamente hicimos amistad con dos chicas capitalinas que se hospedaban en el mismo lugar.
     
    Tras repetidos sorbos de la bombilla, y tras una larga deliberación, los tres estuvimos dispuestos a gastar 500 pesos por pasar dos noches en una de las cabañas; después de todo, merecíamos una navidad cómoda y sin preocupaciones
     
    Con la mejor actitud, negociamos con la señora para que nos bajara el precio por dos noches en 1500 pesos (originalmente 1600). Con mucha amabilidad aceptó la oferta, y quedamos de vernos al mediodía para coger las llaves y dejar nuestras cosas.
     
    Por la noche decidimos conocer la vida nocturna que Jujuy nos tenía preparada. Si bien el plan inicial era buscar algo para cenar, al final terminamos de joda en la peña que se encontraba frente a nuestro hostal.
     
    Una peña es una especie de restaurant – bar argentino donde se vende comida típica nacional, variedad de vinos y bebidas y se caracteriza por la música folclórica que se toca en el escenario. Algunas contratan a grupos en vivo para entretener al público; otros simplemente dejan que sus mismos clientes sean quienes se suban e improvisen poemas, actos, música, cantos y cualquier estilo de expresión artística.
     
    No hubo una mejor forma de introducirme en el estilo de vida del norte argentino que haber visitado esta adorable peña.
     


     
    Todas las empanadas que había probado antes en mi vida no se compararon al exquisito sabor de las que comimos allí Carne molida, pollo y la exótica carne de llama me dieron la sazón perfecta para aquella fría y oscura noche. Mi, hasta ahora, escaso gusto por el vino tinto se transformó tras las dos botellas que sabiamente Nico y Rocio habían seleccionado entre la gama de marcas disponibles. No hace falta decir lo rápido que los efectos etílicos se hicieron presentes en alguien sin experiencia como yo
     
    La alegría estimulada por una ligera ebriedad tocó su punto máximo con las melodías que la familia de músicos en el escenario tocaba con el charango, la quena y el sicu, instrumentos andinos hasta ahora desconocidos para mí.
     
    La tradicional vestimenta de origen indígena que portaban los artistas parecía bastante pesada, pero abrigadora para aquel día. El micrófono no parecía distorsionar el grave sonar de las flautas, que al ritmo de las cuerdas y la voz armónica interpretaban variedades de chacarera, zamba, y el mundialmente famoso carnavalito, que me llevó de vuelta a mis clases de música en la escuela secundaria, donde ignoraba su procedencia andina.
     
    Cuando menos lo esperé, me vi dando vueltas por toda la peña jalado por la mano de una mujer quien a saltos y vueltas me hizo bailar una chacarera.
     
    Nuestros prolongados parpadeos dieron indicio a nuestra evidente necesidad de dormir. Pagamos la cuenta y volvimos al hostal pasada ya la media noche. Argentina me había dado una calurosa e inolvidable bienvenida que logró superar todas mis expectativas Y al ritmo de la música híbrida de Jujuy arrullé mi sueño en la fría litera de madera.
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