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  1. Hola estoy pensando en conocer esta zona de Perú por lo que estoy empezando a recolectar información sobre donde parar, cuál es la mejor época para ir, que visitar, que combinaciones hacer y demás. Los consejos serán bienvenidos
  2. Del álbum Norte de Perú

    Mi viaje en moto por Latinoamérica Relato: Entre sacrificios humanos y playas, nos despedimos de Perú
  3. Del álbum Norte de Perú

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  16. Si son como yo y la Historia nunca fue su fuerte entenderán lo desconcertada que estaba cuando empecé a investigar un poco por las redes sobre las antiguas culturas que habían habitado las tierras peruanas. Mi conocimiento (muy pobre) se limitaba a la civilización Inca, pero de repente fui desasnada y empecé a conocer otras culturas anteriores e incluso contemporáneo a los Incas! Lo más nombrado en las redes fue la cultura Moche, tan interesante como macabra debido a sus curiosas costumbres de realizar sacrificios humanos La cultura Moche se estableció principalmente en el norte de Perú, en lo que hoy conocemos como el departamento de Trujillo. Aquella sería una de nuestras últimas paradas antes de dejar atrás el territorio peruano. En el trayecto desde Lima hasta Trujillo nos esperaban kilómetros y kilómetros de una desolada carretera que corría (por suerte para nuestro mínimo entretenimiento) paralela a la costa del Pacífico. Fuimos atravesando varios poblados pesqueros y hasta debimos pernoctar en una playa completamente solitaria que nos cruzamos al atardecer. Armar la carpa frente al mar puede sonar a plan romántico increíble, pero la verdad es que se tornó bastante complicado luchar contra el fuerte viento que corría mientras armábamos el campamento. Sin embargo, a pesar de que yo estaba convencida que íbamos a ser arrastrados por un ventarrón con carpa y todo en medio de la noche, logramos dormir y descansar bastante bien. Acampando en las playas del norte de Perú Al día siguiente emprendimos camino y unos kilómetros antes de ingresar al departamento de Trujillo, el paisaje fue cambiando paulatinamente. Ya nos veíamos tantos médanos con arena dorada volando por doquier al soplar los vientos. En su lugar se levantaban suave colinas verdes y algunos campos. Unos diez kilómetros antes de la capital de Trujillo, en la entrada al departamento se encuentra el Valle Moche, sitio donde se alzan las enigmáticas Huaca del Sol y de La Luna. Para serles honestas, no tenía idea con lo que me iba a encontrar en aquel sitio. Sólo llevaba conmigo las recomendaciones de varios para que visitáramos aquellas ruinas pero nada más, y creo que fue justamente eso lo que llevó a que quedara deslumbrada con aquellos restos arqueológicos. El Valle Moche es un sencillo pueblo sin mucha urbanización, rodeado de colinas y algunos campos verdes. Para llegar a las ruinas dimos varias vueltas porque el lugar parecía un pueblo fantasma, aunque lo que en realidad pasaba era que a esa hora de la tarde, con el sol radiante y fuerte en el cielo, muchos buscaban el reparo en sus casitas o quizás dormían siesta. Llegamos a un predio donde debíamos adquirir las entradas. Allí se encontraba el museo de la cultura Moche, exhibiendo todos los objetos encontrados en las ruinas que visitaríamos. Recuerdo que tenía un estacionamiento de por lo menos 75 plazas, enorme y estaba completamente vacío, me pregunto si realmente alguna vez se llenará porque en ese momento la visión de un lugar repleto y bullicioso me parecía imposible. Así que, entrada en mano, seguimos las instrucciones y algo dubitativos llegamos al sitio arqueológico. Junto con dos mujeres más, armamos un pequeño equipo que fue guiado por una mujer local a través de las ruinas. La guía nos explicó que en aquel vasto territorio de varias hectáreas que antiguamente habían pertenecido a la civilización Moche, existían dos templos enormes, La Huaca de Sol y La Huaca de La Luna. Los restos arqueológicos que visitaríamos serían de este último, ya que la Huaca del Sol aún estaba siendo investigada por los especialistas. Ambas construcciones estaban separadas por varios kilómetros, en donde estaba asentado el núcleo urbano de clase media alta. Ascendimos una alta colina a través de unas escaleras armadas y entramos al primer escenario, perteneciente a La Huaca de La Luna. Los Moche tenían una forma muy particular de organizarse. Durante el período del primer gobierno habían levantado enormes muros y habían construido el Templo de La Luna, que se considera el edificio de religión. Una vez terminado aquel mandato, los Moche rellenaban cada rincón del templo y prácticamente lo enterraban, expandían los límites del templo unos metros más y volvían a construir nuevamente La Huaca de La Luna, sobre los restos enterrados. Esto le confiere a La Huaca de La Luna la famosa forma de “pirámide truncada” que tanto nos mencionaba la guía. En aquel Templo, los investigadores habían descubiertos tres pisos superpuestos, pertenecientes a tres períodos de gobernación distintos. En el paseo, se ingresa por el segundo piso de los restos arqueológicos. En varios sectores se puede apreciar excavaciones que muestran restos de muros y habitaciones enterrados, que pertenecen al período anterior. Es realmente llamativo ver cómo se han conservado las ornamentaciones talladas en los murales de estas construcciones, así como los colores utilizados que, según se ha estudiado, fueron extraídos de minerales. La imagen de una cabeza roja de grandes ojos y dientes afilados se repetía a lo largo de todos los muros. Aquel simpático hombrecito era Ai apaec, más conocido como el Dios Degollador. Éste era el Dios que veneraban los Moches, ya que era su protector en las batallas y proveedor de alimentos. Mmm... que dientitos! Como mencioné algunas líneas más arriba, La Huaca de La Luna era considerado el templo religioso y allí se llevaban a cabo los espeluznantes sacrificios humanos. Cabe mencionar que sólo yo estoy poniéndole este tinte aterrorizador, porque la verdad es que, al parecer, los Moches se sentían honrados de sacrificarse para su Dios (aunque yo insisto en que deberíamos preguntarle a alguno si realmente estaba tan feliz ) Primero se entablaba una lucha entre guerreros, el ganador era aquel que podía permanecer en pie, con su arma en mano y el que caía era considerado perdedor. Una vez que concluía la lucha, el abatido era despojado de sus ropas y su armamento y llevado por el mismo ganador hacia un sector del templo donde se cree que era “preparado” para el sacrificio, quizás suministrándole alguna sustancia alucinógena para minimizar la traumática situación. Luego era trasladado a un santuario donde era degollado. Sobre el altar que se intuye funcionaba para el sacrificio, existen unas canaletas donde al parecer corría la sangre del sacrificado. Todo esto se producía dentro del Templo y fuera de la vista de la población. Los únicos que podían presenciar esto, eran los sacerdotes. Altar de sacrificio Fuimos conducidos por la guía hasta un piso superior, que pertenecía al último templo construido en la Huaca. Allí se podía contemplar mejor la altura de los grandes muros adornados y el arduo trabajo de los constructores de estas magnificas decoraciones que tallaban un patrón continuo con ínfimas imperfecciones. Los Moches utilizaban muchas simbologías, de las cuales algunas se han podido deducir, como dibujos de guerreros, o figuras de animales. Sin embargo existen cientos más que siguen siendo un misterio, como el gran mural llamado Mural de Los Mitos, con decenas de figuras, y sin ningún significado aparente. El Mural... ...Y su esquema Hacia un costado en aquel tercer piso nacía una ancha rampa que bajaba hasta un enorme patio al aire libre que era concurrido por la gente del pueblo y al cual los sacerdotes se asomaban cuando debían comunicar sus predicciones. Desde aquella altura se tenía una vista panorámica que ayudaba a imaginarse aquella enigmática civilización. Desde las alturas se podían ver los trazados de lo que había sido la organización urbanística y más allá se levantaba la Huaca de Sol que continúa siendo investigada. Aunque aún no hay mucha información sobre ésta, se sabe que aquel era el templo de política, donde se llevaban a cabo tareas de administración y era utilizado como vivienda de la alta sociedad moche. Con una entrada de precio accesible, una guía completa y sin el hostigamiento de cientos de desesperados turistas, el recorrido de las ruinas arqueológicas de La Huaca del Sol y de La Luna es, sin lugar a duda lo que más recomiendo del norte de Perú. Después de tantos kilómetros recorridos, tantos nuevos amigos hechos en el camino, tantos desafíos (Como vender panes rocas en Cusco ), y después de tantas maravillas vistas en las tierras peruanas, saber que nos faltaban pocos kilómetros para dejarlas atrás me generaba una nostalgia horrible Pero aún nos faltaba un punto más por recorrer. No queríamos irnos de Perú sin haber disfrutado de al menos una de sus playas del Norte, de las que tanto habíamos escuchado hablar. Entonces, recorrimos unos 600 kilómetros por la Ruta Panamericana Norte atravesando grandes extensiones de campo verde y altos montes hasta arribar a la localidad de Máncora. Máncora es un pequeño pueblo que se levanta a los costados de la Ruta, a pocos kilómetros del límite con Ecuador, y en los últimos años su fama ha crecido por ser la playa elegida por cientos de surfers peruanos y extranjeros. Siendo una típica localidad de playa esperaba un insoportable movimiento y barullo turístico, pero la verdad es que era un pueblo súper calmo y tranquilo. De anchas calles completamente de arena que conducían a unas preciosas playas, fuimos paseando por Máncora hasta que nos topamos con un camping donde decidimos parar unos días. Los siguientes dos o tres días los dedicamos a dormir hasta tarde, pasear por las playas y comer la mayor cantidad de helados de Lúcuma Dolcetto que pudiéramos, para irnos con la mejor impresión de Perú. Sobre las calles paralelas a la Ruta, Máncora estaba atestada de ferias de productos artesanales, locales de ropa de surf, tiendas de accesorios y, sinceramente, lo quería todo, aunque mis bolsillos se negaban. Una vez que nos metíamos al pueblo por angostas vereditas de concreto que pronto desaparecían bajo la arena, ya no se veía tanto movimiento y reinaba una tranquilidad agradable. Boludeando en Máncora Por las tardes, cuando el calor aminoraba un poco, solíamos caminar por las playas, mientras el sol comenzaba a bajar y los surfistas se divertían con las últimas olas del día. Máncora funciona además como un centro pesquero, por lo que también se podía ver desde la playa la enorme flota de barcos pesqueros que se bamboleaban sobre el oleaje mientras eran custodiados por grandes fragatas que planeaban en el cielo. La vida en Máncora era tan diferente a lo que estoy acostumbrada. Claro que todos tenemos responsabilidades y preocupaciones de toda índole, pero en Máncora se respiraba otro aire, allí no existían horarios, ni embotellamientos ni gente apresurada y estresada corriendo de un lado hacia otro, realmente fue fantástico pasar nuestros últimos días allí. Hasta él parece relajado! Al tercer día, con una tristeza que no recordaba haber sentido antes, desarmamos campamento y volvimos a la ruta. Después de casi un mes recorriendo Perú era momento de decirle Adiós (o quizás un “Hasta Pronto!”) y seguir con la aventura. Ecuador nos estaba esperando y quién sabe las cosas que viviríamos allí. El perro peruano que nos despedía! Y ésta fue nuestra última parada en Perú, no dejen de entrar a ver las fotos.... o el perro de allí arriba les aparecerá a la noche para atormentarlos ¬¬ <<< ANTERIOR *** SIGUIENTE >>>
  17. Sólo un día después de arribados a Copacabana, la mágica costa del lago Titicaca nos dio nuestro primer y muy nublado amanecer en el Estado Plurinacional Boliviano, a cuyo altiplano andino no parecía importarle la próxima llegada del verano, pues sus temperaturas matutinas no hesitaron en congelarnos de pies a cabeza Asier y yo desalojamos el hostal a tempranas horas de la mañana, después de que él y muchos otros madrugaran para tomar una ducha. Al parecer, todos nos disponíamos al mismo propósito: visitar la Isla del Sol. Al ser Copacabana una ciudad de 1.5 km cuadrados y escasos 3,000 habitantes, la mayoría de los viajeros le dedica un solo día, aunque muchos otros se quedan por placer a su tranquilidad. Desde el modesto puerto en la bahía, parten tours todos los días a la famosa isla, destino obligado para todo visitante. El matrimonio boliviano que habíamos conocido la tarde anterior nos había recomendado hacer el tour al siguiente día, y sin dudarlo mucho, seguimos su consejo. Con pocos víveres a la mano, nos dirigimos a la ensenada sin muchas preocupaciones, pues habíamos sabido que la isla estaba poblada, y que fácilmente podríamos encontrar comida y suministros ahí. No obstante, mi angustia era provocada por la ausencia de un novicio producto básico: labial hidratante. Había extraviado el mío en algún lugar de Aguascalientes, en cuya elevada humedad no fue necesario utilizar. Pero luego de algunos días en las gélidas y secas alturas andinas, mis labios empezaban a quebrarse, al grado de agrietarse hasta sangrar Es una sensación terrible que tendría que aguardar una prorrogativa, pues todas las farmacias estaban cerradas, aislándome a la esperanza de su venta en la isla. Así, mientras mi boca parecía estar mudando abruptamente de piel, Asier y yo buscamos el precio más barato en el embarcadero para llegar hasta la isla. La mayoría de los capitanes nos cobraban 25 bolivianos por el viaje sencillo (3.5 USD) y 40 bolivianos por la ida y vuelta el mismo día. En vista de que todos los barcos retornaban a más tardar a la 1 pm, decidimos hacer una noche en la isla para disfrutar mejor de su belleza. Sin agotar mucho nuestras fuerzas en preguntar (el precio no parecía variar), cogimos uno de los catamaranes que, al igual que el resto, pronto se atestó de turistas. Asier y yo elegimos los asientos exteriores en la terraza, pretendiendo deleitarnos un poco con el paisaje. Cerca de las 9 am nuestra barca zarpó, y poco a poco fuimos dejando atrás el humilde poblado, que lentamente desapareció entre las sombras de las ennegrecidas nubes. La nave daba saltos agigantados provocados por el fuerte oleaje del lago. Todo lo que había a nuestro alrededor era un cuerpo acuífero gigantesco, la costa en el horizonte, más algunos islotes pequeños de piedra que gentilmente aparecían junto a nosotros. Y además de las imparables ráfagas de viento que golpeaban nuestros rostros, la pequeña barca era custodiada por un tupido cielo oscuro que parecía despejarse a lo lejos. Sin embargo, apenas y se dibujaban las franjas azules al final de nuestra vista, una leve pero fría lluvia comenzó a caer. La gente en la azotea no parecía tener intenciones de moverse. Asier me dijo que él estaba acostumbrado a ese tipo de clima, muy parecido al de su natal Pamplona. Pero pocos minutos después el chubasco se intensificó, haciendo que los primeros pasajeros descendieran por las escaleras. El capitán subió y nos dijo a todos que bajáramos, orden que pronto acaté, al contrario de Asier, quien prefirió quedarse arriba y mojarse junto con otros dos brasileños. El primer piso estaba ya bastante lleno. Por supuesto, no había más asientos disponibles, y en el pasillo no se dejaba ver ningún espacio libre. Me haciné junto a la muchedumbre, apenas rozando el límite entre la parte techada y la abierta. Cuando quise buscar mi poncho impermeable, me di cuenta de que mi mochila y la de Asier habían caído al suelo y estaban a punto de ser alcanzadas por un charco de agua, así que las acomodé junto al resto del equipaje a bordo, bajo un delgado hule que las protegería de la humedad. Al parecer, el poncho era otra de las cosas (bastante necesarias) que había extraviado en Machu Picchu. Debía ser más cuidadoso al empacar mi maleta a partir de ahora Pasé varios minutos incómodos en la parte baja, donde por lo menos, el calor humano alivianó el frío que se sentía aquella mañana. Cuando la lluvia se detuvo volví a la parte alta, donde parecía que a Asier no le había afectado en nada. Unos chinos, los brasileños y yo disfrutamos del resto del viaje con el romper del viento en nuestros cuerpos, hasta que por fin divisamos la parte sur de la isla, que pasamos de largo hasta llegar al embarcadero norte. Un pequeño conjunto de casas y un modesto muelle nos dieron la bienvenida, donde descendimos mientras el sol se abría paso entre las nubes. Zona sur de la isla del Sol La Isla del Sol es bastante conocida por ser uno de los vértices sagrados de la civilización Inca. Su nombre original es Isla Titikaka, de donde por supuesto, bautizaron al homónimo lago, cuyo significado es “puma de piedra”. Se le llama isla del Sol porque en su época de apogeo se erigía un templo, donde se refugiaba a jóvenes vírgenes dedicadas al dios Inti (o dios del Sol). Minúsculas comunidades indígenas de origen quechua y aymara aún habitan esta isla, y fueron ellos precisamente quienes con celeridad se acercaron a ofrecernos alojamientos a precios económicos. Algunas personas habían pagado un tour con un guía para recorrer la isla de norte a sur, y rápidamente comenzaron su caminata cuesta arriba, ya que el territorio es bastante accidentado. Asier y yo optamos por una estancia mucho menos apresurada, y buscamos un sitio para montar nuestro campamento y tomarnos el tiempo para conocer la isla. Caminamos un poco hacia el lado noroeste, mientras cruzábamos entre las humildes viviendas de los locales. Si bien habíamos escuchado que existía un camping oficial, no lo encontramos por ningún lado. Así que al divisar una pequeña playa en la ensenada norte, preguntamos si podíamos quedarnos ahí. Unos niños nos dieron el visto bueno, diciéndonos que era el sitio preferido de los backpackers. Había comprado mi tienda de campaña apenas unos días antes de salir de México, y era la primera vez que la armaría. Decidí hacerlo por mi cuenta para tomar la costumbre, lo que me llevó unos diez minutos. Una vez montado mi hotel, un chico que se alojaba en el hostal frente a la playa se acercó a advertirnos sobre las tormentas nocturnas. Nos dijo que el verano era temporada de lluvias, y que la noche anterior había caído un chubasco que obligó a unos campers a moverse rápidamente y refugiarse en el hostal. Quisimos correr el riesgo, pues nada teníamos que perder. En el caso de no resistir a la lluvia, podríamos movernos rápidamente al hostal más cercano. Cuando terminamos de armar el campamento estábamos todos sudados. El sol había salido ya y el cielo se había teñido de un azul claro. El calor se había hecho presente en su forma más abrupta, calcinándonos la piel y empapando nuestra ropa. Tan pronto como coloqué bloqueador solar en mis brazos y mi cara, Asier salió de su tienda con el bañador puesto y se metió al lago. Si bien ya sabía que el agua del Titicaca es muy fría, quise arriesgarme a hacer lo mismo, así que corrí por mi bañador y me metí de un solo golpe. Después de todo, ¿cuándo volvería a pisar esas tierras? Fue un momento bastante #YOLO, diría yo Mis piernas se congelaron apenas las introduje en el agua, y casi ni pude sumergirme hasta la cabeza Pasaron pocos minutos para que el calor se me quitara y mi piel se convirtiera en la de un pollo, con mis vellos erizados y mis poros abiertos. Salimos del agua no mucho después y nos recostamos sobre la arena, tomando el sol mientras platicábamos y comíamos un poco de fruta. Cuando los turistas dejaron de verse pasar, nos cambiamos y guardamos nuestras cosas para empezar nuestra caminata y conocer un poco más de la isla. Su geografía misma es bastante escabrosa, con cuantiosas penínsulas y cerros empinados. Por tanto, recorrerla es una labor que, sumado a la altura de 4000 msnm, se torna un poco agotadora. Bordeamos uno de los cerros para toparnos con una zona de cultivos en escalinata que todavía es utilizada por los habitantes. Se pueden ver borregos y sus pastores andando por sus laderas. La punta más septentrional de la isla parecía más deshabitada. A su vez, nos daba magníficas postales con los azules del cielo y el agua fusionados en uno solo. Más adelante nos topamos con un conjunto de ruinas arqueológicas, donde sobresalía la Roca Sagrada o Roca de los Orígenes, que según la leyenda fue el sitio desde el cual salieron Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar la ciudad del Cuzco, y se convirtieron entonces en sus primeros gobernantes. Es una especie de mesita rodeada de sillas circulares, donde sinceramente se le antoja a uno sentarse a tomar una coca cola Por supuesto, hay que respetar su importancia histórica. Cuesta abajo, se encontraban un grupo de arqueólogos estudiando la Chinkana, una especie de laberinto de piedra que desciende hasta un pequeño muelle construido en la ensenada. Como sabíamos lo duro que debía ser el regreso en ascenso, no quisimos bajar. Doblamos hacia la parte sur de la isla, siguiendo un sendero marcado que para entonces parecía bastante solitario. El camino serpenteaba por las laderas de los montes, donde de pronto, en medio de la nada, aparecieron dos señores sentados. Nos pidieron una “cuota de tránsito” para visitar la parte sur, cosa que Asier y yo sospechamos que era un fraude ¿De qué tipo de “cuota” o “impuesto” estábamos hablando? Con dos personas sin ninguna identificación y con solo una libreta en su mano. Les dijimos que regresaríamos a nuestro camping y seguimos andando sin pagar y sin voltear atrás. Hay que tener mucho cuidado con estos estafadores. Al llegar el sendero a la cumbre de las montañas, paramos por un momento. La vista era simplemente increíble. Tuvimos panorámicas de todos los ángulos de la isla, de la costa boliviana del lago, parte de su costa peruana y al fondo la imponente cordillera andina con sus picos nevados velando al lago. Parados ahí ya debíamos estar superando los 4000 metros de altura. A pesar del abrasador calor de los rayos solares que ya no encontraban ningún tipo de obstáculo, las heladas corrientes de viento azotaban aún con más fuerza en esta parte del atolón. A falta de un mapa, echamos un vistazo al recorrido faltante hasta la punta meridional de la isla. Parecía bastante largo, seguro más de 2 horas. No quisimos que la noche nos tomara por sorpresa mientras volvíamos a la playa; además, nuestras carpas no tenían candado ni seguridad. Así que luego de unas fotos, decidimos bajar la montaña directo hasta la ensenada donde se alojaba nuestro campamento. Resbalando y saltando por la empinada pendiente, volvimos a la playa en menos de media hora. Ya teníamos vecinos, una pareja chilena que practicaba arte callejero. Mientras leía un poco, me quedé dormido en la arena. Cuando desperté, Asier y yo nos decidimos a saludar a los vecinos. Mi primer contacto con chilenos no fue bastante fácil: su complicado acento era más indescifrable de lo que pensé Con todas las dificultades de comunicación entre un mexicano, un español y dos chilenos, practicamos juntos malabares, cariocas y diábolo, aunque sinceramente no soy muy bueno. Cuando menos lo esperaba, la noche cayó tras nosotros. Las tenues luces de los focos de las casas a unos metros nos alumbraron pobremente. De pronto, a lo lejos, un relámpago iluminó el cielo, dejando ver las nubes que se avecinaban. La temperatura había descendido considerablemente de unos 25 a casi 10 grados Corrí hacia mi carpa para ponerme una chaqueta y calcetines. Una vez adentro, oí los gritos de los chilenos, mientras sentí como el agua empezó a caer sobre el techo de mi tienda. Una fuerte tormenta se precipitó abruptamente sobre toda la isla. Lluvia, relámpagos, truenos, viento. Tenía mucho miedo de que mi carpa no fuera a resistir las ráfagas que sin piedad la levantaban de la arena. Coloqué mi maleta en una esquina, mis zapatos en otra, todo para intentar hacer un poco de peso dentro de mi pequeña casa. Debo decir que sentí un poco de ansiedad. Estaba solo ahí dentro, en un lugar que no conocía, en la oscuridad, bajo un techo improvisado con una incesante tormenta fuera Pero traté de calmarme y ser positivo. Al menos, ni el agua ni el viento se filtraban en mi improvisada vivienda. Así que me puse mi ropa térmica para combatir el frío; me metí en mi sleeping bag, me coloqué mi antifaz y mis tapones de oído y traté de conciliar el sueño, mismo que el sonar de la lluvia arrulló. A la mañana siguiente me sentí contento de que todo estuviera seco. Había pasado un poco de frío, pero nada de qué preocuparme. Empaqué mis cosas y salí a ver cómo les había ido a mis vecinos. Asier y los dos chilenos habían tenido suerte con sus carpas, aunque los últimos dos se mojaron un poco, pues tuvieron que meter algunas cosas cuando la tormenta ya había comenzado. Después de invitarnos unos sándwiches de palta (aguacate) que habían preparado, nos ayudaron a desmontar nuestras carpas y nos acompañaron al muelle, donde tomaríamos la barca de retorno a Copacabana cerca de las 8:30 de la mañana. Mientras esperábamos en la costa, con en el frío viento golpeándonos (y mis labios se partían más y más), un fuerte granizo empezó a caer sobre nosotros ¡Vaya suerte!, pensé yo Nos refugiamos bajo un techo, y vi cómo los niños locales jugaban contentos bajo esas bolas de hielo. Quizá lo más sorprendente para mí, fue que ninguna de sus madres se apareciera a regañarlos (vamos, mi madre se volvería loca si me viera jugar bajo el hielo). Cuando el granizo paró, Asier y yo nos despedimos de los chilenos, quienes se quedarían en la isla por una semana más. Embarcamos el primer catamarán que partió aquella mañana. Esta vez, por supuesto, me senté en la parte baja. Y aunque el frío y la lluvia esta vez ya no me harían sufrir, el avance en contra de la corriente sumado al fuerte olor del combustible, logró que me mareara mucho pero resistí las ganas de vomitar dentro de la barca, para no fastidiar a los demás. Luego de unas tambaleantes dos horas a bordo, estábamos de vuelta en Copacabana, donde rápidamente buscamos los tickets de bus con dirección a La Paz. Antes de abordar busqué una farmacia y compré por fin mi labial hidratante que sin pensar coloqué sobre mi rugosa y lastimada boca. Dijimos adiós a este pequeño pero encantador pueblo para dirigirnos a la locura de otra ciudad capital. Pueden mirar el resto de las fotos en éste álbum:
  18. Una de las cosas que fui aprendiendo mientras viajábamos interminables horas sobre la moto, fue entablar profundas conversaciones conmigo misma. Al principio eran ansiosas ideas y miedos que se amontonaban, de manera desordenada y sin sentido, expectante a todo lo que sería aquel viaje. Pero con el transcurso del tiempo, en mi mente ya se iban formando conversaciones claras, tal y como las tendría con una amiga. Ahora que lo pienso, viajar tanto tiempo sobre la moto, sin pronunciar ni una palabra y sin poder comunicarme con Martin (más que a los gritos o con señas), fue algo así como una gran terapia personal. Porque al fin y al cabo, terminé convirtiéndome en mi amiga, mi confidente. Dentro de mi cerebro iba entablando larguísimas conversaciones sobre diversos temas: la última gran experiencia que había vivido durante el viaje, recordando algunos roces personales con personas antes de salir, o bien imaginando cómo sería el reencuentro con mi mamá. Digo que fue una terapia porque tener todo ese tiempo para poder analizar y ordenar ciertas ideas me sirvió mucho para llegar a conclusiones que luego aplicaría en mi vida. A veces me sumergía tan profundo en mis pensamientos que no prestaba atención al paisaje que íbamos atravesando, lo cual no era tan malo en algunos momentos, como, por ejemplo, cuando hicimos los 650 km hasta llegar a Nasca. Aquel paisaje era diferente, sí…. Pero divertido, mmmno. El departamento de Ica cubre casi toda el área del Desierto costero del Perú. Arena y médanos, arena y médanos, arena y médano durante horas! El viento que corría por la ruta arrastraba granitos de arena que golpeteaban en el casco a medida que avanzábamos. Pocos vehículos sobre la carretera, un sol fuerte en un cielo despejado y un paisaje desértico mirase para donde mirase fueron nuestra compañía sobre esos eternos kilómetros. Incluso llegue a dormitarme, entrando en esa especie de trance en la que uno siente que su cuerpo simplemente decide dejar de responder meintras la mente lucha continuamente para mantener los ojos abiertos. Un par de violentos golpes contra el casco de Martin cuando el sueño me vencía, fueron suficiente para despabilarme. En el último tramo antes de ingresar a la ciudad de Nasca, la ruta discurre por entre unas hoscas colinas de tierra y piedras, completamente desnudas y si ningún rastro de vegetación. Y entonces llegamos finalmente. La entrada de Nasca es algo desprolija, con mucho movimiento y confusa. A los costados de una ancha avenida se levantaban casillas, comercios e industrias, que, junto con el desierto de arena que nacía justo por detrás de ellas, le daban un aire como de ciudad apocalíptica Seguimos una estrictas indicaciones que nos brindaron desde el centro de información turística y, tras alejarnos varios kilómetros por la carretera Panamericana, llegamos al km. 462, donde se abría un camino de tierra que se internaba en la vegetación desértica. Fuimos atravesando campos de espinas hasta que finalmente llegamos al recomendado Ecolodge Wasipunko. Este centro turístico está ubicado en el medio del desierto, y abarca varias hectáreas de pura vegetación y enormes árboles. Para mi alegría, allí todo se volvía un poquito más verde y lleno de vida. Olivia es una mujer refinada y de una calma interior enorme, y nos recibió como si nos hubiera estado esperando. Nos ofreció una de sus cabañas, todas muy pintorescas y con cómodas camas que llegaron a tentarnos, pero decidimos quedarnos con nuestra tienda. Mientras nos guiaba por los diversos sectores del EcoLodge, un área de descanso y lectura o un gran restaurante donde tomaríamos el desayuno (incluido en el precio) a la mañana siguiente, un enorme y espléndido pavo real nos seguía con sus ornamentales plumas desplegadas. Armamos campamento en un área rodeada de árboles, mientras la luz del sol que ya comenzaba a ocultarse se colaba por entra las ramas y las hojas. Olivia nos había informado que esa noche tendría invitados especiales, un contingente de europeos que llegarían simplemente para degustar la especialidad del Ecolodge: La Pachamanca. La Pachamanca es un típico plato de Perú. Consiste en la cocción de diversas carnes y vegetales típicos andinos, como la papa, el camote, el choclo y la yuca, con el calor de piedras precalentadas, acomodadas en un hoyo cavado directamente en la tierra. De ahí su nombre quechua: Pacha= tierra, manka= olla. Algo así como olla de tierra. Mientras Olivia nos describía el plato, no podíamos evitar que se nos hiciera agua la boca, después de haber pasado tantas semanas a base de arroz y fideos. Y creo que fue muy evidente en nuestros rostros, porque esa misma noche, Olivia se escabulló de sus invitados y nos sorprendió con una enorme olla de arcilla con Pachamanca. “Para que prueben un poco...” nos dijo mientras nos guiñaba un ojo. La combinación de sabores, el dejo a ahumado, y todo acompañado con una salsa de quesos y huancaína fue un increíble festín para nuestros paladares… nunca me voy a olvidar de esa noche La verdad era que no estábamos muy convencidos de hacer el famoso vuelo por sobre los conocidos geoglifos de Nasca, pero una vez más, estando en aquel lugar, nos parecía una picardía dejar pasar aquella experiencia. Por eso, al día siguiente fuimos hasta el pequeño aeropuerto de Nasca. La sala principal, atiborrada de locales de ventas de pasajes y de vendedores hambrientos nos mareó bastante, pero finalmente conseguimos nuestros pasajes por U$D80 cada uno, más U$D25 por impuestos. Luego de esperar una hora aproximadamente, y después de ver unas cinco veces el mismo documental de bajo presupuesto de las supuestas poblaciones andinas que se repetía una y otra vez en las pantallas de la sala de espera, nos llamaron para que nos acerquemos a la pista. Viajaríamos en una pequeña avioneta junto con otra pareja de europeos que estaban de vacaciones. Cuando vi la avioneta y lo frágil que parecía, comencé a arrepentirme un poquito de hacer ese vuelo. Una vez arriba, con los heatset bien colocados (pesaban un poco y podían ser algo incomodos), el piloto y el copiloto se presentaron e informaron entonces el inicio del vuelo. El avión carreteó varios kilómetros por la pista hasta que con un leve sacudón elevó sus ruedas y antes de que pudiera notarlo ya estábamos en el aire. Tomé la cámara de fotos, entusiasmada, porque era la primera vez que viajaba en avioneta, y apoyé mi frente contra la ventanilla. De repente empecé a sentir un ligero revoltijo en mi estómago y mis brazos comenzaron a pesarme. Mientras la avioneta tomaba altura y las casitas se hacían cada vez más y más pequeñas, tenía la sensación de que mi cabeza se inflaba como un globo. Con movimientos leves, porque todo me mareaba, y dando por hecho que la altura me había afectado la presión, le alcancé la cámara a Martin y le encomendé la tarea de fotografiar los geoglifos :zsick: Mientras sobrevolábamos Las Pampas de Jumana, el desierto de Nasca, podía ver la enorme extensión de esa zona tan árida extendiéndose hacia el horizonte como un manto de tierra clara y un poco de vegetación esparcidas. Por los heatsets, de repente escuchamos la voz del copiloto que nos señalaba el primero de todos los geoglifos que veríamos. Les aseguro que al principio no es fácil ver las figuras, pero una vez que se visualizan son realmente sorprendentes. Lo primero que divisamos, entonces, fue un conjunto de líneas rectas y un trapezoide. Claro que son figuras sencillas, pero cuando se toma conciencia que son líneas de aproximadamente 15 km. perfectamente rectas, es imposible no quedar boquiabierto y la cabeza comienza a llenarse de preguntas. Luego, el copiloto nos señaló una segunda figura, mucho más asombrosa por su forma más humanoide. El Astronauta, u “hombre lechuza” se encuentra trazado en la pendiente de una colina y, en mi opinión, es un tanto tenebrosa con sus grandes ojos. Más bien parece un dibujo hecho por un niño de cinco años, pero de unas dimensiones de 40 mts. Es la única figura que se encuentra sobre una colina, el resto las veríamos todas en la llanura. La avioneta se inclinaba hacia un costado y daba toda una vuelta por sobre el dibujo, y luego repetía el recorrido, pero inclinada hacia el otro costado, de manera que los cuatro pasajeros pudiéramos observar bien. Con cada inclinación, yo sentía que el cuerpo me pesaba cada vez más y me hundía en el asiento. Pero no quería descomponerme allí arriba, por lo que intenté distraerme con el siguiente geoglifo. Uno de los más impresionantes para mí, con sus suaves curvas, sus correctas proporciones, y su enorme cola en espiral, El Mono de unos 135 m. Mientras la avioneta se posicionaba de un lado y del otro, y el desayuno se revolvía amenazadoramente dentro de mí, pensaba lo que debió haber sentido la primera persona que por simple casualidad descubrió estas increíbles imágenes. Porque desde la tierra es imposible percibirlas. Estos geoglifos pertenecen a la cultura Nasca, y datan del período prehispánico, hace 1500 años, pero fueron descubiertas recién en 1939, sobrevolando la zona. Luego siguieron El Colibrí, con una distancia de 66 metros entre los extremos de sus alas, y el impresionante Pájaro Gigante, una figura que muestra un gran pájaro con un largo cuello en zigzag, de 300 mts. de largo y 54mts. de ancho. Por último, sobrevolamos las figuras de Las Manos, y El Árbol. Están casi pegadas a la carretera Panamericana, lo que constata que nadie se había percatado de estas figuras en el momento que se construyó la ruta. El motivo de que toda una cultura se movilizara y trabajara minuciosamente en estas enormes figuras que son sólo observable desde los cielos es aún hoy un gran enigma. Con una rápida búsqueda por internet se pueden encontrar diversas hipótesis que hablan de cuestiones astrológicas, lo relacionan con deidades o hasta con seres de otros planetas. Pero la verdad es que “Las líneas de Nasca” siguen siendo uno de los grandes misterios arqueológicos y poder ser testigo de semejante huella dejada por la humanidad fue una gran experiencia. Cuando la avioneta aterrizó sobre la pista, mi malestar había disminuido, aunque aún me sentía bastante mareada. Tambaleando, bajé y pise suelo firme bastante aliviada. La experiencia fue genial y muy recomendada, pero la próxima procuraré ir con el estómago vacío Interesante, no?? Mirá el resto de las fotosss! <<<ANTERIOR *** SIGUIENTE>>>
  19. Ayelen

    Nasca desde los cielos

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