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  1. Hola! Quisiera conocer el Norte de Argentina , que ciudades me recomiendan? Me interesa también conocer tradiciones y probar comidas regionales ?
  2. Ya hablé de cómo conseguir productos baratos en la mayoría de los casos. La siguiente pregunta es qué comer cuando estamos viajando. Sobre todo cuando se trata de un presupuesto bajo y debemos mantenernos sanos. Es bueno tener algunos conocimientos básicos de nutrición. Muchas veces para los viajeros (incluyéndome a mí, debo confesar) lo más fácil y rápido es comer fast food, como Mc Donald’s o los kebabs de Europa. Pero comer chatarra a diario puede deteriorarnos poco a poco, y en algún punto debemos comer comida de verdad. En estos días es más barato comer basura que comer bien. Así que esto es lo que he aprendido. Carbohidratos. Son la base de la alimentación mundial y nos darán la energía necesaria para aguantar todo. Desde largas caminatas hasta cargar nuestras mochilas por varias horas. Es la comida perfecta para estudiantes y deben ser los mejores amigos del viajero. Barata, rápida y nutritiva. Encontrarlos será muy fácil en todos lados. Arroz, maíz, trigo, pan, avena, papas, pasta… nada que en ningún país del mundo pueda escasear. Lo mejor será siempre tratar de conseguir un alojamiento donde podamos cocinar. Como lo dije anteriormente, Couchsurfing, Airbnb y hostales nos darán siempre el acceso a una cocina, cosa que en un caro hotel no conseguiremos. Y no hay que preocuparse, normalmente estas cocinas están equipadas, incluso con algunas hierbas, sal, pimienta y cosas con las que podremos condimentar. Vitaminas y minerales. Suena a comercial, pero son importantes. Dejar de comer frutas y verduras por un largo tiempo no producirá nada bueno después del desgaste que ocasionan los viajes prolongados. Tanto que nuestra piel puede empalidecerse (sí, eso me pasó a mí). Y coger en el mercado un plátano, una naranja, una manzana o una zahanoria (naturales, no enlatadas ni conservadas) no representa ningún desafío económico. Proteínas. Pueden ser lo más caro de conseguir, pues la mayoría las contienen la carne, el pollo, el pescado. Pero hay que recordar que son necesarias en una menor medida que las dos anteriores. Normalmente una medida del tamaño de nuestro puño nos dará las proteínas suficientes cada día. Es comprensible que comprar una charola entera de pollo en el supermercado cuando solo nos quedaremos una noche en esa ciudad no es una opción muy cómoda. Pero en el peor de los casos las latas de atún y los huevos son la mejor y más rápida fuente de proteína que podemos conseguir. Sinceramente no me obligo a comer proteínas a diario mientras viajo. Un buen plato con carne, pollo o pescado de vez en cuando me ayuda lo suficiente. Existen muchos viajeros vegetarianos. Lo que yo he visto que hacen para conseguir esas proteínas es comer lentejas y frijoles. Algunas vienen germinadas, otras crudas al natural. En lo personal intento evitarlas para no llenarme de gases. Pero para quien está acostumbrado son una excelente y barata opción. Grasas. ¿Son necesarias? Sí, pero nunca en exceso. Y estoy seguro que esas las conseguiremos en cualquier momento de nuestros viajes. He visto gente ganar y perder peso mientras viaja. Personalmente, casi siempre pierdo peso. Mi metabolismo es muy rápido, y viajar para mí significa caminar grandes distancias a diario, por lo que quemo muchas calorías y gasto energía. Para los que les pasa lo mismo que a mí, el azúcar es una buena alternativa. Es un polvo maligno, de eso hay que estar consciente. Pero si gozamos de un alto metabolismo, las barras de chocolate son una una excelente fuente de azúcar que no permitirá que nos sintamos desgastados. Es fácil sentirse tentado por la mala comida al viajar. Frituras, papas fritas, gaseosas. Cosas que nos llenarán y sí, nos darán energía. Pero a largo plazo nos harán mal. No estoy diciendo que cada día debemos cocinar una pechuga a la cordon blue o un filete de pescado al horno. Podemos acostumbrarnos a comidas más sencillas, como verduras hervidas con sal, filetes a la plancha, papas encebolladas o un simple tazón de arroz. Pero si quieren saber mi secreto, yo siempre cargo en mi mochila un bote con sal y ajo. No hay platillo que estas dos maravillas no puedan arreglar.
  3. Las escarchadas montañas, los vetustos coliseos, los refinados chocolates, los untuosos tagliatelles; los peripuestos antifaces, los milenarios canales, las clásicas basílicas y las vívidas ramblas peatonales. El norte de Italia había sido una exquisita selección para unas vacaciones de invierno. El éxodo del frío fue su primera causa. Pero no pude evitar culminar enamorado de aquella vieja comisura europea. Las literas en las hosterías parecían una verdadera holgura en las frías madrugadas, aunque no más de 12 euros me hubiese costado cada noche sobre ellas. Pero era tiempo de abandonarlas por algunos días, y tornar al sur. A dos días de la Nochebuena, un autobús aguardaba a mi arribo hasta Nápoles, capital de la Campania y principal metrópoli de la Italia austral. Por fortuna, Flixbus había extendido su servicio por casi toda Europa occidental, y el viaje desde Bolonia hasta Nápoles había sido más barato de lo esperado, tomando en cuenta que el 22 de diciembre se trata de una temporada muy alta. Pero pagar un pasaje barato antes de Nochebuena siempre tendrá sus desventajas. Y la mía fue, por supuesto, el tráfico que eso supuso. El autobús hizo una escala en Florencia, y hasta entonces todo iba muy bien. Pero entrar y salir de Roma por carretera supuso una verdadera tortura, tanto para el chofer como para los pasajeros. Con un trayecto de más de 500 kilómetros de largo, hacer una parada para almorzar era obligatorio. De hecho, los trayectos de Flixbus suelen ser muy prolongados, y es normal que pare en restaurantes a la orilla de la carretera. Así que el chofer puso las cartas sobre la mesa. —Tenemos dos opciones —dijo—. Ya vamos retrasados por el tráfico, así que podemos seguir de largo hasta llegar a Nápoles, o podemos parar a comer algo y llegar todavía más retrasados. La gente, incluyéndome a mí, decidió parar a comer. Ignorar los bramidos estomacales no era una posibilidad que pudiésemos seguir considerando hacinados en aquel vehículo. Así que luego de una horrible pizza, unas grasosas papas a la francesa, una soda enlatada y unas nueve horas sentado en el autobús, por fin entré a la villa napolitana, en donde el tráfico parecía ser todavía peor que en Roma. Las míticas historias de Nápoles y su destacada gastronomía en el mundo no fueron las únicas cosas que me llevaron hasta ella. Otra de las razones nacieron en el 2013, tres años antes de sumergir mi cuerpo y mente en ella. Sus nombres eran Gianpiero, Giuliana, Angela y Chiara. Dos estudiantes de Derecho, dos estudiantes de Farmacia. Todos habían hecho su Erasmus en Santiago de Compostela, donde tuve la fortuna de conocerlos aquel año. Reencontrarse con amigos siempre es una buena idea, no importa dónde suceda. Pero si sucede en Nápoles durante una Navidad, era un proyecto entonces bastante atractivo. La estación central de Nápoles en Garibaldi no era de lo más agradable que podía encontrarme aquella noche. Sobre todo con aquel bullicio infernal que anunciaba la proximidad de la Nochebuena. Pero un coche con Giuliana y Gianpiero en la avenida frontal me hicieron sonreír y olvidar el pesado viaje. Tras un corto saludo y abrazo de reencuentro (había un arsenal de coches pitando tras nosotros), Gianpiero condujo por el centro de la ciudad, y nos llevó hasta una zona un poco más tranquila, cerca de la Plaza Plebiscito, de la que hablaré en el siguiente relato. La línea costera de Nápoles se posa justo en el golfo homónimo, donde los griegos fundaron la primera antigua ciudad, que los historiadores creen, fue la primera colonia griega de Occidente. Y junto a aquella ensenada, un malecón de varios kilómetros de largo recorre el sur de la ciudad. Giuliana, Gianpiero y yo nos sentamos un rato en el malecón, esperando a nuestras otras amigas para ir a cenar juntos. Y para calmar el apetito, Gianpiero me invitó una graffa, una especie de dona azucarada que resulta ser muy famosa en Nápoles. Angela y Chiara aparecieron al poco tiempo, mientras Gianpiero intentaba ver tras una vitrina el partido del SSC Nápoles, al que todos los amantes del fútbol apoyan en la ciudad. El restaurante elegido fue el 50 Kalò, según me contaron, una de las mejores pizzerias. Y vaya que lo parecía, pues la lista de espera nos dejó más de media hora esperando por una mesa. Pero debo confesar que la espera valió la pena. Una frittatina di pasta como entrada y una cerveza para celebrar la noche. En seguida me hicieron saber que en Nápoles la pizza no se acompaña con vino, sino con cerveza. Honestamente, prefiero acompañarla con solamente agua. Y las pizzas llegaron. No fue una pizza para todos. Fue una pizza para cada quien. Una enorme y suculenta pizza margherita. La pizza es un plato con marca patentada por Nápoles. Así que no se trata de un plato italiano, sino más bien napolitano. Es por ello que mis cuatro amigos me insistían tanto en que las pizzas fuera de Nápoles no eran verdaderas pizzas. Cuando en cualquier parte del mundo se ordena una pizza napolitana (incluyendo un restaurante en Roma donde comí unos años atrás) suelen llevar a la mesa una pizza con anchoas. Eso en Nápoles raramente va a existir, aunque es posible encontrarla con salchicha, pepperoni, salami y algunos otros ingredientes. Pero la pizza tradicional y por excelencia es la pizza margherita, que no es nada más que la masa horneada de pizza con salsa de tomate, aceite de oliva, queso mozzarella y hojas de albahaca. Suena simple, y lo es. Pero esa marca patentada tiene su secreto. Nunca, nunca en mi vida, había probado una masa tan suave y ligera como la de aquella margherita que mi paladar tanto disfrutó. Y el queso mozzarella… ¿dónde encontrar un mozzarella igual a aquel? Según Gianpiero en ningún otro lado del mundo, porque el secreto del queso en Nápoles son las búfalas campanas. La mayoría de los quesos mozzarella del mundo se elaboran con leche de vaca. El de Nápoles y la región de Campania se hace con la leche de la hembra del búfalo de agua, aquel que se usa en los sembradíos de arroz. Algunos otros países lo elaboran también, pero el mozzarella de Campania es una marca registrada con denominación de origen controlada. Eso explicaba por qué mi paladar parecía retorcerse de placer. Y la ligereza de la masa es la respuesta del porqué los napolitanos, e italianos en general, no comparten las pizzas, sino que ordenan una para cada quien. Al terminar de comerla, nadie acaba con el mal del puerco. Y nunca un mesero me dio una pizza cortada. Pero al lado de mi plato, un tenedor y un cuchillo son los únicos aditamentos que me ayudaron a comerla. Una cultura culinaria sin duda que rompió mis clichés sobre la comida italiana. Ah, y aquel exquisito plato me costó solo 6 euros. Me sería muy difícil permitirme abandonar Nápoles al pasar la Navidad. Terminamos la cena y me despedí de las chicas, a las que quizá volvería a ver en otros tres años. La Nochebuena se acercaba y eran épocas de familia. No obstante, Gianpiero aceptó alojarme por algunas noches en su casa, antes de que su familia llegase de vacaciones. Así que culminamos la velada en un bar del centro histórico bebiendo con algunos de sus amigos. Corrado, Luigi, Fabricio y Lorenzo, con quienes tras un par de cervezas pude comunicarme en italiano (o eso quise creer). Al siguiente día despertamos sin mucha prisa para desayunar en la terraza de Gianpiero. Él y su familia viven en una de las típicas y coloridas casas de Pozzuoli, una villa al oeste del golfo que forma parte de la zona metropolitana de Nápoles, y donde la vida parece ser mucho más tranquila. Gianpiero se encontraba todavía estudiando su máster en Madrid, y para entonces su español había mejorado a pasos agigantados. Así que aquellos días en Nápoles para él también significaban unas vacaciones de las que quería sólo disfrutar. Luego de trabajar un poco, caminamos hacia la estación de la cumana, una línea de metro que conecta a Pozzuoli con el centro de Nápoles. Nos bajamos en la estación de Montesanto, una zona bastante pobre que me dio una rara primera impresión de la ciudad. El antiguo trazado de la urbe y sus vetustos edificios siguen haciendo para el gobierno una tarea complicada el reducir el tráfico de vehículos. La cumana y el metro son sólo un intento para ello. Pero es común toparse con gente manejando motocicletas a toda velocidad por la zona centro. —Ten cuidado con ellos —me hizo saber Gianpiero. Pronto nos adentramos en las callejuelas peatonales del casco antiguo de Nápoles, que poco me recordaba al centro histórico del resto de Italia. Las rúas se atestaban de gente que compraba en los mercados callejeros, así como en los locales y restaurantes del rededor. A cada paso que daba no podía evitar sentir el olor y el vistoso atractivo de la comida napolitana que aparecía en cada esquina. Y ante la duda de qué probar, Gianpiero me sugirió una tradicional sfogliatella, una masa dulce rellena de ricota, fruta y canela. Gianpiero me condujo a la Vía S. Gregorio Armeno, una de las más asediadas por los transeúntes, sobre todo en aquella época. Nápoles es famosa en Italia por la venta de figuras en miniatura, que en su mayoría se concentran en esta conocida calle de artesanos y comerciantes. Desde el Papa Francisco hasta los políticos más célebres del año se encuentran en muñecos y bustos tallados y pintados a mano. La fiebre del fútbol y su rivalidad contra el Inter de Milán no podía faltar, y las figurillas del equipo entero del SSC Nápoles se encontraban allí. Incluido un busto de Maradona, quien jugó varios años para dicho club. Uno de los personajes folclóricos más queridos por los napolitanos es el Polichinela, a quien mis ojos parecían recordar de algún lugar. Se trata de un personaje cómico de las pantomimas italianas, que se hizo famoso en siglos pasados cuando los teatrillos callejeros se sucedían con regularidad en la ciudad. Polichinela siempre vestía de blanco y usaba un gorro puntiagudo, y aunque poco se le vea por las calles, es fácil encontrarlo en figuras artesanales. Pero ninguna otra figura es más famosa en Nápoles durante diciembre que sus halagados pesebres. El catolicismo es algo presente en cada rincón de Italia, y Nápoles no es la excepción. Gobernada por los borbones por varios siglos como parte del Reino de Aragón, y posteriormente del Reino de las dos Sicilias, no ser católico en Nápoles era casi un delito. Y no es de extrañarse que una tradición como la de hacer enormes pesebres artesanales haya sobrevivido por tantos años. El pesebre, nacimiento o belén napolitano, no sólo muestra a la Sagrada Familia en el día en que Jesús llegó al mundo. Muestra también con miniaturas la representación de la vida cotidiana en la ciudad en la época borbónica. Nobles, burgueses, comerciantes, campesinos, animales, comida, y todo lo que se pudiera encontrar entonces. Aunque las tradiciones extranjeras tampoco se han quedado atrás, y un entusiasta Papá Noel se abalanzó por la calle al sonar de las trompetas. Pero Gianpiero no dejaría que las leyendas y los mitos sobre su ciudad me llenaran la cabeza de más ideas erróneas, como las que sobreviven en el pensar colectivo. Así que me llevó al Convento de San Lorenzo Maggiore, para admirar algunas de las cosas más emblemáticas y escondidas que Nápoles resguarda. Una guía turística nos llevó por los interiores del convento, que data del lejano siglo XIII, cuando Nápoles y Sicilia estaban unidas por un mismo rey. Las paredes, pinturas y estructuras se han podido conservar gracias a la restauración continua del edificio. Pero el convento no es lo que Gianpiero quería en verdad que yo presenciase. Bajo él, un viejo y vasto mundo se ocultaba tras las sombras católicas. Son los cimientos del mercado de la antigua ciudad grecorromana, que datan del siglo IV a.C. Desde la época romana, muchas calles poseían sus galerías paralelas bajo tierra, lo que hoy se conoce como Nápoles subterránea. Los pasadizos han sobrevivido hasta el día de hoy. Fueron utilizados por los cristianos para esconderse de su persecución por los romanos, y sirvieron de resguardo durante los bombardeos de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Hoy tienen fines más bien turísticos y arqueológicos, que permiten conocer más sobre el modo de vida de la Nápoles antigua. Desde lo alto del convento otra cara de la metrópoli se asomaba por las ventanas. Un decadente y pálido conjunto de edificios bajo sus tejados marcan las calles del casco viejo, algo de lo que no muchos italianos se sienten orgullosos. Pero los napolitanos sí. La decadencia urbana que se puede palparse en Nápoles es un símbolo de batallas y contradicciones en el país entero. En el norte, Nápoles es vista como una ciudad sucia, vieja y fea, donde la violencia y la basura imperan en el día a día. Pero los napolitanos parecen felices y orgullosos de su ciudad y de sus tradiciones. El ímpetu con el que Gianpiero me mostró algunos de sus atractivos dejaba en claro lo ferviente que se sienten él y muchos más de lo que en Nápoles ha nacido. Una nueva y vivaz cultura. La catedral y su fachada gótica del siglo XIX son alguna de las cosas más nuevas que el centro de Nápoles resalta con devoción, pero no lo único que sus habitantes presumen con misticismo al resto de una rica y poderosa Italia. Milán, Turín, Venecia o Roma, los napolitanos no sienten envidia de la fama mundial que aquellas bellas y renacentistas ciudades han creado en el mundo. Para eso ellos tienen al Vesubio, a Maradona y claro, a la pizza. Gianpiero no me dejaría salir del centro de Nápoles sin acudir a la Pizzeria da Michele, la pizzeria más famosa de toda la ciudad. Poco tenía en común con el lujoso restaurante al que habíamos asistido la noche anterior. La Pizzeria da Michele no era más que una fonda de comida en el interior de un antiguo local. Pero la fila tras sus puertas era casi el doble de larga. Los comensales aguardaban pacientes en las atestadas banquetas por obtener una silla donde degustar su sabor. Unos cuarenta minutos pasaron para que pudiésemos entrar, a un lugar que pocos lujos y poco atractivo visual poseía. Pero el temple de sus clientes, el ahínco de sus trabajadores y el olor de su pizza dejaban en claro su celebridad. Y cuando de celebridad me refiero a una de verdad. Su fama llegó hasta Hollywood, con la película de “Comer, rezar, amar”. ¿Alguien recuerda a Julia Roberts teniendo un orgasmo culinario con una pizza margherita en Nápoles? Esa escena fue grabada nada menos que en la Pizzeria da Michele. Tras otra exquisita experiencia gastronómica que me costó solamente 5 euros, salimos del centro con rumbo a la Plaza Plebiscito, donde cruzamos la Galería Umberto I, una galería muy parecida a las que se encuentran en Milán. Gianpiero se tomaba muy en serio su tarea de hacerme ver que Nápoles no le pedía nada a ninguna otra ciudad italiana. Las calles a su alrededor se adornaban ya con las luces navideñas, bajo las cuales nos topamos a Paolo, otro amigo a quien conocimos en Santiago, y que vivía en Nápoles con su novia. Tomamos un café y nos pusimos al día. Sin duda un reencuentro en aquella ciudad significaba algo para recordar. Volvimos a casa para cenar con los padres de Gianpiero. Un mozzarella, una rebanada de pastel, berenjenas guisadas, y postres napolitanos como el strufolli y los hijos rellenos de nueces y pistaches. Ahora entendía que la actuación de Julia Roberts no era quizás una actuación, sino la verdadera expresión de cualquiera que visita Nápoles y se deja seducir por sus sabores. Yo me estaba dejando seducir también por sus rincones, que aunque no fueran del gusto de todos los italianos, Gianpiero y la belleza oculta de la ciudad y su Navidad no dejarían irme de allí con un mal sabor de boca.
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