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  1. Mis últimas vacaciones las pasé en Caviahue, un pueblo ubicado en el norte de la provincia del Nuequén. Es un pequeña ciudad ubicada a orillas del Lago de igual nombre en la Cordillera de Los Andes. Tiene la particularidad de estar dentro de un Parque Provincial. Es algo que al principio me costó entender… Yo pensaba “¿Cómo es que existe una ciudad dentro de un Parque?” Es algo medio raro… Si bien es cierto que todas las áreas protegidas tienen zonas con distintos tipos de uso, no dejó de llamarme la atención. Lo mejor de todo esto es que hay una gran cantidad de paseos para hacer, muchos de ellos se pueden hacer caminando. Cuestión ideal para mí ya que adoro caminar. Uno de los puntos que me recomendaron conocer fue la Laguna Escondida. Para llegar hacia la Laguna, había que caminar asciendo una pequeña montaña o mejor dicho sierra. No tenía un calzado de trekking pero de todas formas me animé a hacer el paseo. Llegué al punto donde comenzaba el recorrido y no había absolutamente nadie. Cosa que no me sorprendió porque en el pueblo viven unas 500, 600 personas... En temporada alta algunas más que vienen a trabajar. Es muy común caminar y no cruzarse a nadie, cosa que en la ciudad donde vivo es algo imposible. Pero ya me había acostumbrado a la falta de gente. Empecé a subir siguiendo unas pequeñas marcas. En algunos puntos hay troncos de árboles con flechas y también hay algunas piedras con pintadas blancas. No voy a decir que es fácil seguir el recorrido porque a mi criterio tendría que estar un poco más señalizado, con flechas de colores más llamativos, con más cantidad de pintadas. Lo bueno es que si prestas atención al suelo, vez las marcas de zapatillas y con eso te guías un poco más. Así que fui subiendo caminando entre las magníficas araucarias. Era la tardecita, tipo 19:00 horas, horario que recomiendo para hacer este paseo porque durante el día el sol está demasiado fuerte. Por suerte allí oscurece bastante tarde, tipo 21:15 horas. Subí bastante rápido quería que me quedara tiempo para sacar fotos y que no me sorprendiera la noche. A medida que comenzaba a ascender podía ir viendo al pueblo desde lo alto y también los medios de elevación que se utilizan en el invierno. Otra de las cosas que se puede ver mejor en altura, es el Volcán Copahue. Se podía ver como el Volcán estaba fumando en ese momento. Después de unos esfuerzos, no muy grandes llegamos a la cima de la montaña o sierra. Desde allí se obtiene la mejor vista de todas… Se pueden ver los límites y forma del Lago Caviahue y toda la pequeña ciudad. Parecía una maqueta de juguete, realmente muy linda. Es que es un pueblo encantador, con gente sumamente amable y hospitalaria, con construcciones de madera y piedras y con un paisaje espectacular. El quid de la cuestión era la Laguna Escondida, nombre realmente muy buen puesto. Luego de terminar de ascender se llega a este punto que les comentaba anteriormente dónde se puede ver toda la ciudad y si giras la vista al otro lado ahí se puede ver la Laguna. Un espejo de agua bellísimo de una coloración azul intenso, enmarcada por araucarias y un cielo totalmente diáfano. Esa es otra de las cosas que me llamaron la atención… En estas tierras todos los días estaba soleado y era muy raro ver una nube. El cielo parecía una pintura de un cuadro. Después de sacar unas cuentas fotos me senté unos pocos minutos a tomar algo fresco y emprendí el regreso. No quería que me agarrara la noche, me daba miedo encontrarme algún animal. En el recorrido solamente me crucé a alguna que otra lagartija, pero debo admitir que los animales de la familia de los reptiles no son santo de mi devoción. De todas formas, el descenso es siempre más simple, uno ya sabe por donde volver y la bajada es siempre más fácil que la subida. Afortunadamente llegue bien e incluso con margen de tiempo antes de que cayera el sol. La verdad que la experiencia me encantó. Prometo comprarme calzado de trekking para hacer alguna otra escalada en algún momento, es una experiencia divertida ir viendo que roca pisar, por donde pasar, esquivar plantas e ir sacando fotos.
  2. Mis días y noches en Marruecos habían sido hasta ahora bastante satisfactorias, a pesar de la lluvia, el frío y la cantidad de azúcar en el té de la que nadie me había advertido. Fes y Marrakech, dos de las cuatro ciudades imperiales del reino, demostraron con creces lo que las había hecho grandes, y lo que las había puesto en el mapa aun tras la invasión de Francia y España durante el protectorado. No me cabía duda de por qué ambas figuraban como los destinos más turísticos de todo Marruecos, donde incluso en invierno enormes filas de mochileros llegan día tras día a las puertas de sus aeropuertos. Mi última noche en Marrakech no fue la excepción. Con el cuarto comunitario para mí solo, el riad Dar Radya me regaló un muy placentero sueño, mismo que necesitaba conciliar bien para seguir con mi aventura el siguiente día. Muy temprano, a las 7 de la mañana, desperté para comer mi último gran desayuno en el riad. Los huevos con pimienta, las crepas marroquíes con mantequilla y el té de menta en aquel hostal hicieron despertar mi cuerpo y mi paladar cada día que pasé bajo su ornamentado techo. Y aquella mañana lo hice junto a Bom, una chica coreana que también había madrugado. El encargado nos invitó a ambos a coger nuestras mochilas y nos condujo al exterior. Bom sería mi compañera de viaje en una nueva travesía que estaba a punto de emprender. La tarde anterior había preguntado al anfitrión sobre los tours que tenía disponibles para viajar hacia el este del país, una zona remota a la cual es algo complicado viajar con las compañías de autobuses. Me ofreció el paseo más famoso y atractivo, aquel que la mayoría de los turistas toman para disfrutar de Marruecos. Así, pasaría tres días a bordo de una van conociendo las montañas, los pueblos y los cañones del sureste de Marruecos, para terminar nada más y nada menos que en la entrada al desierto del Sahara. En una calle cerca de la medina se estacionaba una van blanca, que tenía una pinta de ser bastante vieja, pero en buen estado después de todo. El encargado del hostal nos invitó a subir, tras lo que nos deseó un excelente viaje. No tardó en llegar Alena, una joven rusa ojiazul cuyo inglés era ya bastante difícil de entender. A todos se sumaron Rafa y Silvia, una pareja de madrileños que parecían estar celebrando su retiro del mundo laboral. Nuestro chofer subió y nos dio los buenos días. Se presentó con un extraño nombre en un acento poco entendible, tratando de cambiar del inglés al español en empatía con los pasajeros. Sin más que esperar, emprendimos el viaje, que comenzó con un atasco de tráfico a las afueras de Marrakech. El día había comenzado fresco, como era normal en las mañanas de Marrakech. Pero parecía que podía despejar en el transcurso de la mañana. Tomamos la salida de la carretera al sureste de la ciudad, rodeada de paisajes llanos tras los que poco a poco la ciudad se fue fundiendo. La música árabe que el conductor había colocado de hecho nos arrulló a todos. Madrugar no era algo de lo que nos sentíamos muy felices, pero era la única forma de aprovechar el día entero. Luego de algunos minutos la camioneta comenzó a zarandear, llevándonos de un lado al otro en nuestros asientos y haciéndonos despertar de un breve pero conciliador sueño. Al abrir nuestros ojos el paisaje frente a nosotros se había transformado por completo, y una cadena montañosa de enorme magnitud se había hecho presente en el suelo bajo el que conducíamos. Habíamos entrado a los Montes Atlas, la cordillera que atraviesa Marruecos de este a oeste hasta encontrarse con la costa del Atlántico. La mayoría de los turistas viajan a Marruecos en busca de palacios árabes y de un paseo por las dunas del desierto más grande del planeta. Pero pocos se imaginan que entre aquellas dos maravillas, algo tan imponente como los Atlas se atraviesa en su camino. Los picos nevados en el horizonte nos hacían difícil de creer que de verdad nos encontrábamos en el norte de África, a pocos kilómetros de la ciudad roja y sus antiguas residencias reales. El chofer hizo una parada para permitirnos bajar y fotografiar la panorámica que se extendía bajo nosotros. Habíamos ya alcanzado cierta altura, y al poner un pie fuera el frío del que tanto había huido en Europa volvió a mi cuerpo como mil puñaladas en mi piel. Pero enfrentarse al helado viento merecía la pena, con tan magnífica postal que ni siquiera en Europa había podido tener aún. Las agencias de turismo de Marrakech ofrecen todas ese mismo trayecto. Era normal entonces que el 90% de los coches frente y tras nosotros fueran camionetas, cada una con un grupo de turistas deseosos de admirar los Atlas y sus blancas cimas. Todos juntos nos introdujimos al paso Tzi Ntichka, la carretera que atraviesa las montañas y que lleva al lado desértico de Marruecos. Las curvas se fueron haciendo cada vez más pronunciadas, y cuando menos nos dimos cuenta, estábamos manejando sobre la nieve. De hecho, nuestro guía nos contó que existen dos estaciones de esquí sobre las montañas, que entonces estaban abiertas para el deleite de los amantes del invierno. Un cielo tupido y nublado se posaba sobre nosotros; pero su trato fue el mejor al no soltar su furia sobre el grupo de turistas que ni con la lluvia se detendría de admirar la belleza de aquel valle. Nos detuvimos en un mirador al lado de la carretera, el más alto de toda la cordillera, tras el cual la autopista comienza a descender. El viento había cesado un poco y nos regaló así el mejor comienzo de nuestra jornada juntos por el sureste marroquí, donde los Atlas eran apenas una muestra de su esplendor. Cuando el coche comenzó el descenso el paisaje no tardó en cambiar. El suelo se teñía de un rojo cobrizo, pero las nubes no dejaban de aparecer. Pronto comenzó a llover. Menos mal que fue tras dejar las montañas atrás, pensamos todos. Pero nuestra siguiente escala no demoró en aparecer. Y la lluvia parecía no detener a los guías, que debían cumplir con un itinerario si querían recibir su pago. Sin paraguas ni el equipo adecuado para la lluvia, fuimos casi obligados a bajar del automóvil. Los madrileños no parecían estar muy contentos. Pero era eso o quedarnos en el coche y perdernos de un atractivo más del tour. Yo por mi parte me cubrí con mi capucha, y traté de ignorar la fría agua que caía sobre nosotros. El clima no es algo que podamos cambiar y no iba a permitir que arruinara mi viaje. En la entrada de un pueblillo nuestro chofer nos presentó con un guía local. Un hombre proveniente de una tribu bereber que era capaz de hablar árabe, inglés, francés y español. Cubierto con su chilaba, la lluvia parecía no afectarle en lo absoluto. Protege la cabeza del frío en invierno y del sol en el verano —me hizo saber—. Al final del viaje todos aprenderíamos del buen uso que se puede hacer de una chilaba en aquellas remotas tierras. Nos llevó hacia la parte trasera de un montón de casitas de arcilla, tras las cuales tuvimos una primera vista del ksar de Ait Ben Haddou. “Ksar” es una palabra utilizada en el Magreb, el norte y noroeste de África, para designar antiguas ciudades fortificadas construidas en oasis a lo largo del desierto. Es lo equivalente a un castillo en el mundo árabe. El Magreb estuvo habitada mucho antes de las invasiones árabes y musulmanas por los bereberes, tribus nómadas que vagaban por el desierto. Durante la Edad Media, muchas de estas tribus fueron convertidas al Islam, aunque adoptaron una visión muy particular de ella, diferente a la de los pueblos árabes. Fue en esta época cuando construyeron los ksar a lo largo de la franja norte de África. Ait Ben Haddou es uno de los mejores ejemplos de ello. Aunque la zona parece bastante seca, incluso con la lluvia que no cesaba para entonces, Ait Ben Haddou se encuentra junto al paso de un río, que proveía a la población de cultivos y palmerales, mismos que custodiaban desde lo alto de la fortaleza. Tras cruzar un puente, el grupo y yo nos adentramos en la ciudadela, cuyas calles laberínticas no distan mucho de las ciudades medievales europeas. Aunque claro está, la construcción de las mismas y su arquitectura poseen un estilo abismalmente distinto a la Europa del medievo. La totalidad de las casas del ksar están construidas con adobe, bajo las cuales todavía viven algunas familias, que se dedican sobre todo a la venta de artículos turísticos. Esas familias tienen la obligación, por ley, de respetar la arquitectura y trazado de la ciudad, que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, como una de las mejores muestras de fortalezas bereberes en toda África. El lodo que caía de las propias paredes hacía muy fácil resbalar por aquella ciudadela. Yo, a diferencia de mi grupo, fui muy bien equipado con mis botines de senderismo, resistentes a todo terreno. No era muy agradable ver cómo los tenis se estropeaban con la abrupta combinación del agua con la arcilla. El ksar está tan bien conservado que ha sido elegido por múltiples estudios cinematográficos como escenario de películas que retratan los paisajes de África y Medio Oriente. Es el caso de La Momia, Alejandro Magno, El Gladiador, Babel e, incluso, algunos capítulos de Juego de Tronos. La lista de películas que han pasado por sus muros son exhibidos en una de las tiendas turísticas en el camino principal. El recorrido culminó en la cima del cerro sobre el que está construido la ciudad, donde se posa el antiguo granero que sustentaba a toda una población que bien supo defenderse por varios siglos en este remoto pero hermoso paisaje. El guía nos bajó hasta la entrada del pueblo, donde le dimos las gracias y una propina por su excelente traducción. Haber conocido Ait Ben Haddou había sido una experiencia maravillosa, pero haber estado en contacto con un verdadero bereber era sin duda mucho más excitante. El chofer nos encontró junto a su camioneta. Pero antes de volver a su interior, era ya hora del almuerzo. La lluvia había cesado y estábamos ansiosos por sentarnos en un buen y cómodo lugar donde también nos pudiésemos secar. Nos llevó a un restaurante local con el que, por supuesto, su agencia tenía un convenio. Bom, Alena, los madrileños y yo nos sentamos alrededor de una de las típicas mesas marroquíes y ordenamos nuestros platillos. La mayoría ordenó tajín, el platillo nacional de Marruecos. Yo, un poco cansado del tajín (luego de tres días de haberlo almorzado), preferí inclinarme por el omelette bereber. El plato en el que me lo dieron cubierto me hacía pensar que se trataba, en efecto, de una nueva especie de tajín. Pero al alzar la tapa resultó ser una tortilla de huevo con especias y verduras. Nada del otro mundo. Antes de volver al coche, donde sabía que pasaríamos al menos un par de horas sentados, pedí al chofer usar rápido el baño del restaurante. Lo que me encontré en su interior fue algo bastante insólito. Un hoyo en el suelo sobre una plataforma de porcelana que me hizo pensar que se trataba de una especie de mingitorio público. Pero un rollo de papel a su costado, un cesto de basura y un par de plataformas que parecían estar hechas para colocar los pies, descifraron su misión como letrina del restaurante. Los rumores sobre ello no habían aparecido hasta entonces. Algo curioso, sin duda. Pero difícil de utilizar para un occidental como yo. Aunque al evitar el contacto físico con la superficie parecía no ser del todo antihigiénica, además de respetar la postura natural del cuerpo humano. Marruecos seguía manifestando sus sorpresas, y nuevamente a bordo del carro, las joyas del desierto empezaron a aparecer tras las ventanas. Pocos kilómetros adelante llegamos a Ouarzazate, la ciudad capital de la provincia homónima, que habíamos recorrido ya por varias horas. El chofer se detuvo justo frente a la Alcazaba de Taourit, antigua fortaleza que protegía la población. La escala fue rápida, pero significativa. La ciudad es conocida como la puerta del desierto, ya que desde allí el paisaje circundante se torna todavía más árido. Pero la razón por la que muchos de los tours paran en Ouarzazate es por ser considerada la meca del cine en Marruecos. Los Atlas Estudios han dado cobijo a diversos estudios cinematográficos internacionales, en los que se han rodado filmes como Ásterix y Cleopatra, La Guerra de las Galaxias, El Gladiador y La última tentación de Cristo. La ciudad cuenta con un museo del cine, al que muchos turistas deciden entrar por un precio extra. Nosotros, sin muchas ganas de recorrer un museo a pie, decidimos seguir de largo hasta nuestro destino final de aquel día. Nos adentramos entonces al Valle del Draa, el río más largo de Marruecos que forma por su cauce un enorme valle rodeado de montañas bajas. Aún con la presencia del agua, el paisaje se hacía cada vez más árido. Para ese entonces el cielo se había despejado a medias y los rayos del sol calentaban la superficie. Antes del ocaso arribamos al pueblo de Zagoria, junto al Valle del Draa, donde dormiríamos aquella noche. El pueblo lucía ya un poco de verde vegetación en sus alrededores que daba algo de vida a aquel paisaje tan rojizo. El chofer dejó a la pareja madrileña en un hotel junto a la carretera principal y Alena, Bom y yo fuimos llevados a otro hotel de la zona, donde también durmió el conductor. Nunca esperé que el tour nos diera una habitación privada en un hotel tan lujoso. Una cama king-size para cada quien, con baño privado, un balcón con vista al valle, una piscina en la terraza y un restaurante decorado con coloridos tapetes bereberes, en el que tuvimos una cena totalmente pagada. El menú fue el de siempre, una sopa harira y un plato de tajín. Menos mal que por la tarde había decidido almorzar algo diferente. Bom y yo nos quedamos charlando con el resto de los viajeros que habían tenido la fortuna de hospedarse en nuestro mismo hotel, hasta que el sueño nos venció y nos llevó a la cama. Al otro día nos esperaba otra larga y cansada jornada por los valles, que nos llevaría a la verdadera entrada al desierto.
  3. Hacía ya mucho tiempo que no disfrutaba de la grata experiencia de tener un cuarto de hotel para mí solo. Aunque solo fue por una noche, un baño caliente en mi ducha privada y una cálida y reconfortante cama me dejaron listo para el resto de mi viaje. A 355 kilómetros al sur de Marrakech, aquella mañana desperté con una increíble vista desde mi balcón, desde el que se apreciaba el valle del Dadès, uno de los principales ríos de Marruecos. Bajé muy temprano a desayunar con Bom y Aleena, las dos chicas con las que el día anterior había comenzado un tour por el sur de Marruecos, que hasta entonces nos había deleitado con montañas nevadas, un castillo bereber, una ciudad sede de los mejores estudios de cine de África y, por supuesto, con el famoso tajín como el platillo principal de cada día. A nuestra mesa se unieron un par de chicos georgianos (sí, de un país llamado Georgia que se encuentra en el Cáucaso). Mi primera sorpresa fue encontrar por primera vez en mi vida a ciudadanos georgianos viajando como mochileros. Es muy bueno de vez en cuando toparse con gente diferente, y aquel desayuno era el mejor ejemplo con dos georgianos, una rusa y una coreana junto a mí. Pero mi mayor sorpresa fue enterarme de que Bom había cambiado de cuarto con aquellos chicos. La razón, era que el chofer de nuestro tour se había pasado toda la noche haciéndole bromas pesadas, diciéndole que si no se acababa la cena dormiría con ella en su cama. La incomodidad de Bom era evidente. Decía ni siquiera estar segura de haber entendido el inglés de aquel viejo hombre cuando externó sus “chistes”, tras los cuales siempre reía y acababa recalcando que todo era un juego. Aleena y yo le hicimos saber que no la dejaríamos sola con él, y que si algo llegase a pasar durante el resto del tour veríamos por ella en cualquier momento. Fue normal entonces que los tres volviésemos un poco perturbados al interior de la camioneta, donde el chofer ya nos esperaba para seguir nuestro camino. Antes de dejar el hotel, un miembro del personal se acercó a la camioneta, preguntando si alguno de nosotros había cambiado de habitación, ante lo que todos nos quedamos en un incómodo silencio. La señorita solo deseaba saber el paradero de una toalla, ante lo que Bom respondió diciendo que ella había cambiado con los georgianos y había dejado la toalla en la otra habitación. Nada más pasó después. Pero el silencio del chofer (algo bastante raro en una persona tan parlante) dejó entrever lo engorroso del momento. Hicimos una rápida escala en otro hotel del valle, donde recogimos a Rafa y Silvia, la pareja madrileña que también formaba parte de los pasajeros del tour. Su cara de fastidio delató la mala noche que habían pasado, lo que sumó todavía más incomodidad a la atmósfera que se vivía en el vehículo. Ambos habían pagado dinero extra a su agencia de viajes en España para que los colocara siempre en buenos alojamientos a lo largo del tour. Vaya sorpresa que se llevaron al descubrir que su hotel estaba todavía en obras negras en buena parte del complejo. Su habitación no tenía calefacción ni agua caliente y las paredes olían a una tremenda humedad a causa de la pintura fresca. No tardaron en hacerle saber a su agente la inconformidad que los colmaba en aquel momento. Y aunque nuestro chofer no tenía la culpa de mucho, no dudaron en poner su queja también con él, lo que no parecía tan conveniente después de lo vivido con Bom. El descontento duró algunos minutos, necesarios para externar nuestras quejas. Pero sabíamos que aquel viaje a Marruecos era una experiencia única en nuestras vidas, y debíamos aprovecharla al máximo si queríamos guardar un bonito recuerdo de ella. Así, poco a poco fuimos dibujando una sonrisa en nuestros rostros, mientras dejábamos que los paisajes al otro lado de la ventana nos siguieran asombrando más y más. A orillas de la carretera varias colinas de poca altura iban pasando ante nuestros ojos. El panorama pasaba a tonos cada vez más rojizos, donde hasta las casitas parecían estar hechas con la arcilla del suelo. Aquella autopista es uno de los trechos más famosos para los turistas que se pasean por Marruecos, incluidos los cientos de personas que lo hacen a bordo de una casa rodante. Marruecos está dotado con estacionamientos y campamentos para casas rodantes a lo ancho y largo de su territorio. Nunca creí que aquel país estuviera tan preparado para aquel tipo de viajeros; en ese campo nada tiene que envidiarle a lugares como Estados Unidos, Noruega o Argentina. Muchos de aquellos excursionistas pasaron la noche en un parking a orillas de la carretera, muy cerca de donde nuestro chofer se detuvo y nos dio unos minutos para fotografiar las Gargantas del Dadès. Todos los paisajes que habíamos cruzado formaban parte del valle homónimo. Pero unos kilómetros río arriba el relieve se apilaba en una especie de garganta, con formaciones geológicas que parecían venir de otro planeta. La mañana apenas comenzaba y los pocos rayos del sol que podíamos alcanzar los aprovechábamos al máximo para calentarnos de pies a cabeza. Había huido del frío en Europa para pasar algunos días más cálidos en Marruecos. Pero al parecer su invierno no era nada de lo que había imaginado. Pasamos una hora más en la carretera, que casi todos tomamos para dormir un poco más. Tras 70 kilómetros al este llegamos a un pueblo llamado Tinerhir, ubicado en medio de otro valle, esta vez atravesado por el río Todra. La ubicación de la población hacía bastante lógica, pues aquella parte del valle estaba inundada por un oasis de verde vegetación, lo que permitía a los lugareños cultivar su superficie para su propio autoconsumo. El chofer descendió por las colinas hasta lo más bajo del valle, donde un guía nos esperaba para mostrarnos el pueblo. Nos llevó en una caminata por el medio del oasis, donde los canales artificiales de agua ayudan a los campesinos a regar sus plantaciones de sorgo, flores y otros vegetales que sustentan la alimentación de buena parte de la población. El verde vivaz de sus suelos contrastaba mágicamente con el paisaje de Tinerhir al fondo, cuya mayoría de edificaciones están hechas principalmente de arcilla. Nos adentramos así en las curvilíneas calles del pueblo, que no distan mucho de las típicas postales marroquíes. Las mezquitas y los gatos parecían ser parte esencial de la vida en en Tinerhir, como bien había podido ya notar en muchas otras ciudades de Marruecos. El guía nos explicó que varias casas en la zona habían quedado completamente abandonadas, debido a la migración de muchos habitantes a las grandes ciudades. Eso convertía a Tinerhir en un pueblo casi fantasma. Pero para conocer lo que queda de la vida en aquel lugar, nos llevó hasta la tradicional casa de una familia local, donde tocó la puerta y nos invitó a quitarnos los zapatos para poder entrar. Aleena decidió quedarse en el pórtico y esperar por nosotros. Los demás en cambio nos sentimos felices y bienvenidos con un té de menta que nos ofrecieron como cortesía. El matrimonio que allí vivía se dedicaba a la confección de tapetes y mantas marroquíes, hechos con estambre de lana de camello original. Los vivos colores de las mantas son extraídos de elementos naturales encontrados en el mismo valle. Así, el rojo se obtiene de la henna, el verde de la menta, el amarillo del azafrán y el azul del índigo. La atención de la familia y del guía parecían estupendas, hasta que lo inevitable llegó. El hombre comenzó a pasarnos uno por uno los tapetes, preguntándonos cuál nos gustaba para decirnos el precio “especial” por el que nos los podía ofrecer. No gracias —es todo lo que salía de nuestras bocas—. Ni siquiera podríamos llevar algo tan grande en el avión. Como era de esperarse, la insistencia de ambos no se detuvo, y nos siguieron pasando más y más tapetes, que seguíamos dejando en el suelo a manera de rechazo. Cuando el hombre se dio por vencido, se paró y nos llevó hasta la salida. Cerró la puerta tras nosotros y supimos que se había enfadado por no haber logrado ninguna venta. Ahora entendíamos la razón por la que Aleena se había quedado fuera. Había anticipado bien lo que sucedería, y no era su intención atravesar una batalla más con un feroz vendedor marroquí, que tanta mala fama tienen. El guía nos llevó de vuelta al coche, en el que manejamos unos pocos kilómetros río arriba y aparcamos en la entrada de las Gargantas de Todra, el desfiladero más alto de todo el valle. Aunque el sol golpeaba fuerte sobre nuestras cabezas, al introducirnos al callejón del desfiladero un frío viento empezó a azotarnos con suavidad, lo que nos forzó a volver al coche y coger nuestros abrigos. A diferencia de las Gargantas del Dadès, esta garganta se trataba de un verdadero cañón, tallado por el ensanchamiento del río Todra hace ya varios miles de años. Lo más curioso de aquel complejo paisaje lo encontramos al fondo del pasadizo. Entre un montón de rocas en el suelo, el agua brotaba como la fuga de una tubería. Ese era el nacimiento del río Todra. Parecía increíble como un curso de agua tan largo como el Todra, que bañaba los cultivos de toda una ciudad, diera comienzo en una filtración tan diminuta, en el medio de un paisaje tan árido como aquel. El chofer nos pidió volver para llevarnos al restaurante donde tomaríamos el almuerzo, en una terraza justo al lado del río Todra. Esta vez quiero algo diferente —me dije —. Algo que no sea tajín. Llevaba comiendo aquel plato todos los días desde mi llegada a Marruecos. Así que opté por la galia, sugerencia que el mesero mismo me dio. Pero al llegar el plato a la mesa supe que me esperaba más de lo mismo. La galia no era nada más que tajín con huevo. Nada feo, debo decir. Pero comer todos los días lo mismo a cualquiera le puede aburrir. Apenas con la digestión en curso nos vimos forzados a volver al auto. Teníamos dos horas y media de carretera por delante y si queríamos disfrutar de nuestra última tarde en el tour debíamos apresurarnos para llegar a tiempo. El silencio y el sueño se adueñaron del viaje, que nos llevaba hasta la punta este de Marruecos, casi en la frontera con Argelia. A diferencia de las ciudades imperiales, en esta zona del país el cielo estaba casi siempre despejado, libre de lluvias torrenciales, pero aún con algo de frío invernal. Mientras más avanzábamos el paisaje se hacía más y más árido. Hasta que el suelo rocoso y las montañas rojizas se transformaron en una capa de arena que lo cubría todo. Habíamos llegado a Merzouga, la entrada al desierto del Sahara en esta parte de Marruecos. Una vez rebasados los Montes Atlas y los valles de los ríos en el centro del país, Marruecos se convierte en una sábana interminable de arena desértica. Merzouga es un pequeño poblado localizado en el límite entre los valles y el desierto de dunas, lo que lo convertía en el mejor punto culminante para nuestro tour. Dejamos a la pareja de españoles en un hotel, a donde los recogeríamos la siguiente mañana. Al resto, el chofer nos llevó a otra especie de hostal, que era el campamento base para muchas de las agencias turísticas. La razón de ello es que el hostal está ubicado justo al lado del comienzo de las dunas, el lugar perfecto para un establo de camellos. Dejamos nuestras mochilas en un cuarto y el chofer nos presentó con Amar, quien sería nuestro guía y compañero a partir de entonces. Amar era dueño de su propia agencia de turismo en Merzouga, y también poseía un grupo de camellos. Era así como nos llevaría a dar un paseo por las dunas, en medio de las cuales pasaríamos una noche durmiendo bajo las estrellas del Sahara. Alguna vez en mi vida me había montado ya en un caballo. Pero hacerlo sobre las jorobas de un camello sería algo totalmente nuevo. Por supuesto, una silla y una barra de metal hacen la tarea más fácil para acomodarse encima de su lomo. Pero al ponerse en pie y comenzar su andar por la arena, sus tambaleantes movimientos nos dejaron a todos con el trasero adolorido. La caravana comenzó por allí de las 5 de la tarde, cuando el sol todavía estaba en su apogeo, deslumbrando el paisaje frente a nosotros con las dunas iluminadas y un cielo potentemente azul. Amar tomó la delantera, y comenzó a caminar subiendo y bajando las dunas, como si aquello no significara un arduo trabajo físico para él. Yo había subido un par de dunas en mi vida, y vaya que es una labor agotadora. Con una cuerda tiraba de los tres camellos que nos llevaban a bordo. Aleena al frente, Bom en medio y yo detrás de todos, dejando ante mi vista una improvisada pero verdadera caravana del Sahara. Aunque un vistazo atrás bastaba para advertir que la civilización de Merzouga estaba a solo unos pasos, era lindo engañarnos mirando solo hacia delante, con nada más que el desierto más grande del mundo frente a nosotros. A unos kilómetros al este se encontraba la línea fronteriza con Argelia, tras la cual el Sahara se extiende hasta la costa del mar Rojo, abarcando un territorio casi igual de inmenso que los Estados Unidos de América. Era difícil creer que estábamos solo en el preludio de lo que parecía ser un infinito lienzo de arena. Y donde las dunas parecían no terminar, nuestro campamento apareció escondido entre ellas, casi una hora después de haber salido de Merzouga sobre los camellos. Amar guió a nuestros peludos amigos hasta la orilla de nuestro campamento, que se componía por unas diez tiendas cubiertas en gruesas mantas de lana de camello. Incluso contaba con un baño improvisado cubierto de las mismas telas. Son las típicas casas de los pueblos nómadas bereberes. Amar mismo nos contó que nació en una familia nómada del desierto. Su identificación oficial de Marruecos tiene una fecha y un lugar de nacimiento aleatorios; la verdad sobre su llegada al mundo sigue siendo una incógnita incluso para él mismo. Aprovechando el sol que todavía se ponía sobre el cielo, Amar nos invitó a sentarnos sobre una mesita redonda que había colocado en el medio del campamento. Era la hora de tomar el té, lo equivalente en el mundo árabe a beber una cerveza o un café con los amigos. Mi bufanda pasó a ser un excelente turbante que cubrió mi cabello de los rayos solares, tal como los verdaderos bereberes protegen su cabeza. Aunque cuando el sol poco a poco comenzaba a alejarse, el turbante sirvió más bien para abrigarme del fresco del desierto, que durante la noche llega a ser bastante crudo. Al desviar nuestra mirada hacia arriba vimos a un grupo de personas que subían la duna. La puesta de sol estaba por comenzar, y estando en el desierto del Sahara era algo que ninguno de nosotros se podía permitir perder. Con todo nuestro esfuerzo comenzamos el ascenso, que sobre la arena resbaladiza fue bastante duro para quienes no estábamos acostumbrados. Por supuesto que para Amar fue solo pan comido. La escalada fue más fácil sin nuestros zapatos puestos. Además, sentir la arena del Sahara bajo los pies era simplemente una oportunidad única. No se podía determinar si había una verdadera cima. La forma irregular y a la vez perfecta de las dunas nos invitaban a todos a caminar por todo lo alto, dejando nuestras huellas hundidas al pasar. Desde allí pudimos ver otros campamentos que se erguían alrededor, colmados de turistas que como nosotros, ansiaban vivir la experiencia de dormir en medio del desierto. Las dunas de Merzouga son también uno de los sitios preferidos para los amantes de los boogies y los coches 4x4, que pueden ser fácilmente rentados en la ciudad. Las vistas desde lo alto eran maravillosas. Y aunque del lado oeste (por donde se ponía el sol) se asomaban las siluetas de Merzouga, el lado este no ofrecía más que la infinidad del desierto, a donde todos preferimos mirar. Una frontera, un desierto, el comienzo de un continente entero estaba frente a nosotros. Y la idea de saber dónde estábamos no nos dejaba de regocijar. Antes de que el sol se ocultara por completo, bajamos de vuelta al campamento, donde Amar preparó una de las tiendas para la hora de la cena. El menú no fue una sorpresa. Un enorme plato de tajín acompañado de pan árabe y té de menta. Aunque Aleena, Bom y yo estábamos ya cansados del tajín, debo aceptar que comerlo en un campamento bereber en el desierto hizo de aquel el mejor tajín de mi viaje. Fuera de la carpa, la noche había caído sobre el campamento, y una profunda oscuridad lo inundó todo. Amar prendió una fogata en medio de las tiendas y nos invitó a recostarnos a su lado, ayudado con el calor de un montón de mantas que apiló sobre la arena. Los cuatro nos quedamos callados por un instante, no haciendo nada más que mirar al firmamento, donde las estrellas comenzaron a brillar una por una conforme avanzaba el reloj. Nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad, y fue posible ver cada vez más figuras en el espacio. Por un momento mi mente se transportó a otra dimensión, una color azul marino rodeada por figuras diminutas y brillantes. No me había dado cuenta, pero lo que estaba viendo frente a mí era la Vía Láctea. Una figura nebulosa que nunca había podido presenciar, no con la contaminación lumínica de las ciudades modernas. Capturar aquellos cuerpos celestes con nuestra cámara era un desafío casi imposible. Pero nos conformamos con disfrutar de su sola presencia. El frío nos heló a todos de pies a cabeza, y decidimos volver a nuestras tiendas para acobijarnos bien. Las mantas de lana de camello eran una maravilla, y no había duda de por qué los bereberes habían domesticado aquel animal como su mejor amigo. La siguiente mañana Amar nos despertó al amanecer para recoger nuestras cosas y montarnos nuevamente sobre los camellos. La mañana era mucho más fría que la noche que habíamos pasado en nuestras tiendas. Pero los rayos que apenas nos iluminaban desde el este poco a poco nos hicieron entrar en calor. Con los ojos entreabiertos y nuestras sombras reflejadas en las dunas, llegamos a Merzouga luego de una hora de caminata. Desayunamos algo en el hostal donde Amar nos dejó con sus camellos, a quien agradecimos fielmente con una buena propina que se tenía bien merecida. Nuestro chofer nos recogió a los tres y al par de españoles, que contrariamente al día anterior lucían ahora muy contentos con la noche que pasaron en su campamento en las dunas. Aleena y yo nos bajamos en la comunidad de Er-Rachidia, donde nos despedimos del grupo y tomamos un autobús hacia la ciudad de Fez, donde pasaría una noche más antes de tomar mi vuelo de vuelta a Europa.
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