El invierno europeo tiene un enorme cliché en el resto del mundo. Ciudades medievales y renacentistas cubiertas en nieve y adornadas con luces de muchos colores que festejan la Navidad. Mercados callejeros con puestos de madera y tejados donde es fácil comprar un chocolate caliente y donde turbas de personas se aglutinan día con día para pasear.
Esa imagen es cierta en muchas ocasiones. Pero lo es solo durante diciembre, antes de que llegue la fiesta de año nuevo. Cuando enero comienza, el invierno se vuelve una grisácea y depresiva postal.
La gente no está más de vacaciones. Va de su casa al trabajo, del trabajo a su casa. Y cuando vuelven no tienen más ganas de salir a la calle. El frío cala los huesos, el sol se oculta a tempranas horas de la tarde. Netflix y un buen café (o en su defecto, una bebida con alcohol) son la principal solución al crudo invierno.
No era la primera vez que me enfrentaba a aquel brusco cambio de estación. La costa este mexicana es una de las áreas más calientes y húmedas que he experimentado. Y mudar de un clima tropical a pasar semanas trabajando a grados bajos cero era un duro reto a mi estabilidad emocional.
Para apaciguar aquella abúlica sensación, no quise esperar mucho más para volver a coger mi mochila y viajar fuera de Lyon, donde entonces estaba viviendo. Hacía apenas unos días que había vuelto de Italia, pero cuando me di cuenta, eran pocos los fines de semana que me quedaban libres para conocer un poco más de Francia, antes de volver a México.
Dos años atrás, Benjamín había llegado a mi casa en Veracruz para disfrutar del carnaval, en una escala durante su largo viaje por Latinoamérica. Ahora conmigo en su natal Francia, quiso devolverme el favor de haberlo hospedado. Y aunque no se encontraba más en Bretaña, haberse mudado a Toulouse era una excelente oportunidad para hacerme conocer la joya del sur galo.
Sin perder mucho tiempo, tomé un autobús nocturno un viernes por la noche. Y a eso de las 6 de la mañana, arribé muriendo de frío a la estación central de Toulouse, donde Benjamín me recogió en su coche.
Me condujo hasta su apartamento. Un cálido y acogedor ático que había empezado a rentar no hace mucho tiempo, mientras trabajaba como auxiliar en una casa que cuidaba de los ancianos.
Por lo que me contaba, Toulouse parecía ser una ciudad que atraía a varios jóvenes y no tan jóvenes, quienes llegaban en busca de trabajo y prominentes salarios. Después de todo, muchos definen a Toulouse como una tecnópolis, que ha crecido alrededor de su antigua historia gracias a la aeronáutica y el mercado de las telecomunicaciones.
Pero Benjamín estaba dispuesto a mostrarme la cara más cautivante y vetusta de la ciudad. Para ello, luego del desayuno, cogimos dos bicicletas que aparcaba en el jardín para recorrer Toulouse de la mejor manera.
El barrio de Benjamín era un área residencial al lado del río Garona, que divide la ciudad de este a oeste. En el medio, la isla de Empalot alberga algunas nuevas atracciones, como el estadio de fútbol, un casino y un parque de exposiciones.
Pasando de largo, el río comienza a unir ambos lados de su rivera con numerosos puentes, algunos de ellos construidos hace ya varios siglos.
El Pont Neuf (o puente nuevo) es el más famoso de ellos. Sus paredes de ladrillos rojizos que enmarcan los arcos que lo sostienen en pie constituyen la más antigua entrada a la ciudad.
Al fondo, la silueta del capitolio da una excelente bienvenida y una buena previsualización de lo que es Toulouse en el imaginario de muchas personas: la ciudad rosa de Francia.
Cuando Benjamín y yo cruzamos el puente el sol brillaba con fuerza sobre nosotros, regalándonos el mejor día para andar en bicicleta, que durante el invierno no es nada fácil con el frío viento que penetra tras los abrigos.
El Pont Neuf nos llevó directamente al corazón del centro histórico de Toulouse, que se desarrolló sobre todo durante la Edad Media.
Las casas a orillas de las rúas peatonales empedradas traían a mi mente los cascos antiguos de las ciudades italianas, como Verona o Génova, por sus ventanales alargados con marcos de madera pintados de blanco.
Pero los laberintos de callejones pronto me mostraron las vitales tonalidades que diferencian a Toulouse de otras urbes europeas.
Las fachadas de ladrillos rojizos que se intercalan entre casa y casa dan a la ciudad ese matiz por el que se ganó el título de “la ville rose”.
Toulouse vive y crece alrededor de su principal núcleo urbano, la plaza del Capitolio, donde se encuentra el edificio homónimo, sede del Ayuntamiento desde tiempos medievales.
Aunque el lugar ha albergado la capitalidad de la ciudad y de la región de Occitania, el edificio ha sido remodelado innumerables veces. Pero siempre conservando el otoñal matiz toulousano.
La explanada es hogar para decenas de comerciantes que todos los días ofrecen sus mejores productos a los turistas, aunque muchos locales suelen usarlo como lugar de recreo, sobre todo aquel fin de semana en el que el sol nos sonreía.
Seguimos al norte por la rue du Taur, tras cuyas bellas fachadas de tiendas y restaurantes se asomaba un campanario que me llamaba a gritos hasta sus pies.
La “calle del toro” lleva aquel nombre gracias a San Saturnino, obispo de Toulouse, cuyo martirio, según cuenta una leyenda, fue ser arrastrado por un toro.
Y la basílica de la ciudad hace honor al mismo santo, también conocido como San Sernín.
La Basílica de San Sernín no solo es una joya arquitectónica de Toulouse (que también colabora al vivaz color de la ciudad con sus fachadas de ladrillos), sino que es también la iglesia románica más grande de Occitania y la segunda de toda Francia.
El templo católico es también parte de los bienes inscritos del Camino de Santiago, al ser uno de los puntos de cruce de aquella peregrinación que ha trascendido fronteras más allá de la religión.
En un lejano 2013, una beca estudiantil me había llevado a vivir algunos meses en Santiago de Compostela, en el norte de España.
La capital gallega dice albergar en su catedral los restos del apóstol Santiago, y eso le ha concedido ser el punto culminante de una de las peregrinaciones católicas más famosas.
El Camino de Santiago no se trata de hecho de un solo sendero trazado, sino de un gran número de trayectos que pueden comenzar desde el sur de Francia, el norte de Portugal, o cualquier punto de España.
Pero los caminos que inician en Francia han sido reconocidos como los oficiales y de más antiguo uso tradicional. Y allí, en medio de Toulouse, una basílica me llevó de vuelta al sudado rostro de aquellos peregrinos que día con día veía descansar con vehemencia en la plaza central de Santiago de Compostela cuando yo caminaba rumbo a mis clases en la universidad, y cuando ellos daban por finalizada una excursión de varios días de caminata.
Al otro lado del río, las zonas residenciales fuera del casco antiguo mostraban mismo una Toulouse bella y tradicional, tras cuyas rosas moradas el día a día continuaba de forma normal para sus habitantes.
Antes de que el anochecer nos alcanzara, Benjamín me llevó a una tienda que vendía sólo productos hechos en Occitania, muchos de ellos producidos a las afueras de Toulouse.
Para el almuerzo (que para entonces se acercaba a ser nuestra cena) compramos un frasco de cassoulet, uno de los más típicos platillos occitanos.
Es común conocer el amor que los franceses tienen por la carne de pato. Pero sería falso decir que todos los franceses gustan de comer pato.
Sería, sin embargo, mucho más acertado decir que la mayoría de los occitanos adoran la carne de pato. Y la cassoulet es el plato ideal para probarla por primera vez.
Se trata de una sopa de alubias blancas (algo como los frijoles bayos en México) cocinada con trozos de carne de cerdo, como chorizo, tocino y salchichas de Toulouse. Pero lo esencial dentro del plato es una presa de pato confitado, salada en su propia grasa.
Aunque no se alejó mucho de los frijoles charros mexicanos, la carne de pato le dio un toque diferente.
Al siguiente día volvimos a coger las bicicletas, aunque esta vez el cielo se tupió con nubes que no pararon de amenazar nuestra tarde. No obstante, la lluvia no se dejó caer por mucho, y Toulouse siguió permitiéndome conocer su gallardía.
Esta vez Benjamín me condujo al sur del centro histórico, una vez cruzado el Pont Neuf.
La zona parecía mucho más residencial y mucho menos turística que el resto del casco viejo.
Y tomando en cuenta que era domingo, las calles parecían vacías y poco asediadas por los visitantes, quienes se reservan en su mayoría para acudir en verano, cuando Toulouse se colma de festivales y exposiciones al aire libre.
Es en esta área donde otra iglesia se yergue y presume su campanario sobre la ciudad.
Más pequeña, pero no menos importante que su hermana la basílica, la Catedral de Saint-Étienne de Toulouse es otro de los más antiguos templos católicos construidos en la ciudad.
Fue construida y remodelada en diferentes etapas de la historia, y terminó por adoptar elementos románicos, góticos y barrocos en su cara exterior, que finalmente contribuye y hace honor al sobrenombre de la ciudad, gracias a su material de ladrillos.
Pero si me había quedado alguna duda de por qué Toulouse era la ciudad rosa, las calles aledañas a la catedral me dieron la respuesta.
Las portadas de muchos de los edificios fueron hechas completamente de arcilla, combinando figuras geométricas con ventanales exquisitos.
Aunque un par de construcciones poseían el estilo haussmaniano típico de ciudades como París o Lyon, las “casas rosadas” de Toulouse rompen con la monotonía de otras metrópolis europeas.
Simplemente hacen imposible luchar contra el deseo de querer vivir bajo uno de sus techos, lo que por cierto, según me dijo Benjamín, actualmente es muy costoso.
Mis piernas luchaban contra el frío que me golpeaba al pedalear la bicicleta a lo largo de Toulouse, pero cada una de sus calles hacían que el esfuerzo valiera la pena.
La costa del río Garona me dejaba también siempre satisfecho tras un duro tramo de ejercicio, con un limpio y frío paisaje en su otra orilla que me hacía apreciar cada vez más el invierno.
El Hotel Dieu y La Grave son otros de los dos edificios que destacan en el paisaje de Toulouse, enmarcando la rivera del Garona con una bella cúpula verdosa que da la bienvenida a la parte moderna de la ciudad.
Al terminar la tarde Benjamín me llevó un poco más al norte, fuera del centro antiguo, para visitar otro de los atractivos turísticos.
Toulouse se encuentra en un punto central del istmo entre el mar Mediterráneo y el Golfo de Vizcaya. Eso hizo a muchos dirigentes políticos, desde épocas antiguas, pensar en una obra industrial abismal que pudiera unir ambos mares por vía marítima, la vía más usada para el comercio y la guerra antes de la aparición del ferrocarril.
Pero fue Luis XIV quien hizo realidad el sueño de muchos, al lograr culminar en el siglo XVII la que fue considerada la mayor obra de ingeniería del siglo.
El Canal de Midi logró conectar el río Garona con el mar Mediterráneo, uniendo por fin al Atlántico con el mar sin tener que atravesar el temeroso estrecho de Gibraltar.
Si bien el canal de Panamá o el canal de Suez son obras mucho más grandes y reconocidas, fue el Canal de Midi el precursor de todos, y es por ello que está inscrito como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Su profundidad media es de apenas 2 metros, y representó duras penurias para su realización. Aunque la orografía fue el principal obstáculo, el agua fue uno de los dolores de cabeza más duros para sus ingenieros, quienes no conseguían cómo llenar el canal y mantenerlo con agua durante la época de sequía.
El Canal del Mediodía no solo es una obra maestra de la ingeniería, sino también un atractivo paseo turístico para muchos que adoran hoy disfrutar de su incomparable belleza.
Un paseo en barca, en bicicleta o a pie por sus 240 km de longitud son travesías comunes para turistas franceses y extranjeros.
Hay quienes incluso viven sobre él en una barca que aún conserva el antiguo estilo en que lo navegaban los más adinerados del reino francés.
Nosotros lo ocupamos para reunirnos con un amigo de Benjamín y charlar con él a sus orillas, antes de volver a casa y refugiarnos de la fría noche.
La ciudad rosa de Francia había sido una excelente y cálida opción para escapar del gélido invierno por un fin de semana. Y al otro día, libre de trabajo gracias a una de mis profesoras, aprovecharía para mirar otra y más antigua cara de Occitania.
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