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AlexMexico

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Relatos publicado por AlexMexico

  1. AlexMexico
    He creado este nuevo blog exclusivamente dedicado a la ciudad más grande del mundo: la Ciudad de México, el Distrito Federal de mi país.
    Hace dos años tuve la fortuna de vivir seis meses en esta interminable ciudad, gracias a un intercambio estudiantil que tramité desde mi universidad. Fueron los seis meses más largos y maravillosos de mi vida hasta ahora, y más adelante les contaré el porqué.
    En esta ocasión hablaré un poco sobre la escuela que alojó mis estudios durante mi quinto semestre como estudiante de Ciencias de la Comunicación, la Universidad Nacional Autónoma de México.
    Es la Universidad pública más grande e importante de Latinoamérica y una de las 100 mejores del mundo. Fue fundada como la Real Universidad de México en 1551, para convertirse en Nacional Autónoma en el siglo pasado.
    Actualmente tiene varios campus alrededor de la capital mexicana, pero el principal sigue siendo la Ciudad Universitaria, conocida también como CU. Ésta última se ubica al sur de la Ciudad de México y cubre un área basta de 7 km cuadrados, y en 2007 fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
    Mi primer reto al mudarme de una ciudad de 800,000 habitantes a una capital con más de 27 millones de personas, fue encontrar un sitio ameno para vivir.
    Como había sido aceptado en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, debía buscar un apartamento cercano, que me permitiese no tener que madrugar mucho. En México muchas clases en la escuela empiezan a las 7 am, y las distancias en el D.F. son más que gigantescas.

    Hallé un sitio a 15 minutos caminando de mi facultad, lo cual en D.F. es un milagro. No me gustaba del todo, pero tenía todos los servicios, era limpio y no era muy caro. Los apartamentos en esta zona suelen subir de precio, ya que CU se encuentra en el Pedregal de San Ángel, una zona un poco exclusiva dentro de la delegación Coyoacán, que es bastante cotizada. Al final, me di cuenta que vivir en Coyoacán fue lo mejor que pude hacer en esta ciudad.
    Mis primeros pasos en la universidad fueron un verdadero caos. La circulación de transeúntes es continua y no se detiene nunca. Todo el campus cuenta con servicio de transporte gratuito, el cual funciona a la perfección. No obstante, los autobuses no se dan abasto, y todo el tiempo van llenos a tope. Así que la primera vez tuve que ir colgado de la puerta (lo cual es muy común en las grandes ciudades de mi país).
    Las calles de CU son todas curvas. Al principio me confundieron mucho, pues para mí todo simulaba un laberinto. En verdad que todo el campus parecía del tamaño de mi ciudad, y eso me asustaba mucho. Pero poco a poco uno se va acostumbrando.
    La UNAM es conocida por la fuerte identidad de sus estudiantes y maestros con su institución. Su imagotipo es la cara de un puma, y todos se llaman a sí mismos pumas, incluyendo a su equipo de fútbol, que juega en la primera liga nacional. Todos se sienten muy orgullosos de formar parte de ella, y al final entendí por qué.

    Pero no quiero parecer un nerd hablando del excelente nivel educativo y las miles de certificaciones de la escuela, sino de lo que puede atraer a cualquier visitante en la ciudad.
    Ciudad Universitaria se considera la quinta Universidad más atractiva al turismo cultural a nivel mundial, y tiene sus razones. Su campus central fue construida por los mejores arquitectos mexicanos del siglo XX.
    Una de sus maravillas es la Biblioteca Central. Su exterior fue diseñado por el artista Juan O'Gorman, y está hecho con piedra volcánica (bastante común en los suelos del sur del D.F.) y piedras de todo el país, lo que lo convierte en uno de los mosaicos más grandes del mundo. Los murales representan el pasado prehispánico, el pasado colonial, el mundo contemporáneo y la Universidad y el México Moderno. Una de sus características principales es la fuente de roca que tiene forma del rostro de Tláloc, dios azteca de la lluvia.

    Hoy en día miles de estudiantes de toda la ciudad hacen consultas en este inmenso acervo bibliográfico. Cabe mencionar que la facultad de Filosofía y Letras se encuentra a un lado; por ello, es común ver en su exterior a los neohippies y algunos artistas o intelectuales fumando marihuana y tabaco.
    Detrás de la Biblioteca Central se encuentra un gran campo de césped verde, donde los estudiantes se relajan con distintas actividades: yoga, fútbol, baile, juegos de apuestas, cigarrillos, lectura, música, artes visuales, improvisaciones actorales e, incluso, momentos íntimos entre parejas. Para mis amigos y para mí, fue el sitio perfecto para hacer nuestras tardes de picnic.

    Este campo es, también, el punto de reunión para los meetings sociales. La UNAM es el centro de movimientos sociales más importantes en el país, como el de 1968 y el reciente movimiento #YoSoy132, del cual yo formé parte y les invito a leer sobre él, pues no quiero politizar el asunto en este blog de viajeros

    Alrededor del campo se encuentran la mayoría de las facultades: medicina, ingeniería, arquitectura, derecho, filosofía, psicología, odontología, economía y el centro de idiomas. Como era de esperarse, la facultad de Ciencias Políticas y Sociales está alejada de todas. Tenemos un poco de fama de ser revoltosos y fiesteros. En fin, es el síndrome universitario.
    Al Oeste de la ciudad se encuentra el complejo olímpico, que alojó las olimpiadas de 1968. El estadio es bastante atractivo. Es el más grande de México y también luce murales de piedra.

    El sur es la zona más nueva de la ciudad. Allí, de entre el bosque, emerge la facultad donde yo estudié un semestre . Debo decir que también es común encontrarse con  neohippies (de sociología) hipsters (de comunicación) "comunistas" (de ciencias políticas) e intelectualoides (que incluye a todas las áreas). La verdad es que la diversidad cultural de la UNAM es mágica, pues te encuentras a todo tipo de personas, cada una con una identidad marcada de pies a cabeza. Todos suelen ser muy expresivos.
    Una de las cosas que me llamó mucho la atención, es la facilidad con la que se puede compra marihuana dentro del campus, pues al poseer una filosofía de "amor a la humanidad", a todo ser humano (e incluso animal) se le permite la entrada al campus. No por ello es peligroso, hay un respeto mutuo.
    En la punta extrema sur de CU se halla el novedoso Centro Cultural Universitario, un complejo rodeado por una maravillosa reserva ecológica. Cuenta con dos teatros, dos salas de cine, una sala de danza y una famosa sala de conciertos. También hay un camino de esculturas contemporáneas, en medio del frondoso bosque.

    Esta es una de mis zonas favoritas, pues desde ciertos puntos de altura se pueden apreciar las montañas que rodean al Distrito Federal. Además, el sur de la ciudad está vigilado por la majestuosidad del volcán Ajusco, que luce desde varios sitios del valle central de México.

    Y si hablamos de gastronomía, en cada facultad existen cafeterías que ofrecen comidas enteras por precios baratos. En la Facultad de Ciencias Políticas yo pagaba 27 pesos (aproximadamente 2 dólares) por un menú completo que dejaba mi panza a reventar. Además, alrededor y fuera del campus existen innumerables puestos de calle (¡cuidado! muchos no son nada higiénicos, y si no les gusta el picante, recuerden pedir sin chile).
    La Ciudad Universitaria es atravesada por la Avenida Insurgentes (el Brodway de México). Llegar a ella es muy fácil. Tiene varias formas de acceso: el metro, metrobus, trolebus, varias líneas de microbuses y combis.
    Si lo que disfrutan en la ciudad es un rato al aire libre, estar rodeados de naturaleza, tardes de deportes, obras de teatro, senderismo, espectáculos al aire libre, el olor a rocío regado en el pasto, un buen libro y un café, o simplemente el ambiente estudiantil, les recomiendo mucho visitar la Ciudad Universitaria. Es algo que no deben perderse
  2. AlexMexico
    Estando en la ciudad de Oaxaca no quisimos dejar pasar la oportunidad de nadar en las costas del pacífico mexicano, que prometen ser hermosas (el Caribe no lo es todo), y las Bahías de Huatulco eran el destino ideal. Había dos opciones para llegar: tomar el bus oficial que rodeaba la sierra oaxaqueña y hacía 11 horas de viaje, por 400 pesos el boleto sencillo; o tomar una combi que atravesaba la sierra durante la madrugada (12 am - 6 am) por 300 pesos el viaje redondo. Creo que no hace falta decir qué decisión tomamos.
    Al amanecer de aquel día, nuestra amiga Letzi fue a comprar los boletos temprano y nos trajo una sorpresa a casa: LOS BOLETOS A HUATULCO ESTABAN AGOTADOS. Pero no había apuros, había comprado el viaje a Puerto Escondido (otro destino paradisíaco en la costa) por el mismo precio, y de ahí podríamos ir a Huatulco en poco más de 1 hora.

    Antes de la medianoche de aquel día, estábamos listos en la estación de las combis. La verdad el coche no era tan incómodo como habíamos pensado. Letzi nos había advertido sobre las constantes curvas que atravesaríamos en el trayecto, y los riesgos de marearse con facilidad. Así que compramos una tableta de dramamine (pastillas contra el mareo) y nos la tomamos justo antes de partir.
    La van salió de Oaxaca a las 12 am, y pretendíamos dormir todo el viaje para llegar descansados a Puerto Escondido; pero sólo 1 hora después despertamos súbitamente. Nuestros cuerpos se golpeaban uno contra los otros, y nuestras cabezas caían y volvían a su lugar. Cuando Letzi habló sobre las curvas en la carretera nunca creí que serían tan cerradas y bruscas.
    Atravesábamos la sierra de Oaxaca, y el coche avanzaba justo sobre un acantilado. La combi no tenía cinturones de seguridad. Sentía mucho miedo, pues un volantaso en falso y caeríamos al precipicio, sin ningún tipo de seguro. Todos mis amigos iban despiertos también. Cuando el camino se tornaba recto y nos disponíamos a dormir, nuevamente empezaban las curvas. Fueron casi 4 horas de vueltas continuas, estábamos agotados y no pudimos dormir. Además de eso, una señora que iba al frente paró el coche para vomitar dos veces, y el conductor llevaba la radio a todo volumen, escuchando una conversación con una tal “Rosita”. Al final, odiábamos a Rosita.
    Cuando al fin arribamos a Puerto Escondido, estábamos de mal humor. Entre quejas y peleas, accedimos a pagarles a dos chicos que nos llevarían a Huatulco por poco dinero, en una combi para nosotros solos. Sólo queríamos llegar y dormir un poco en la arena.
    Tan sólo 10 minutos en el camino, una patrulla de policías federales pararon el coche. Sacaron a los conductores y hablaron con ellos por bastante tiempo. Creímos que traían droga o algo así. Al final, tuvieron que darles una mordida (soborno) de varios miles de pesos. Ambos chicos volvieron enojados al coche y nos dijeron que NO nos podrían llevar a Huatulco. Con todos dentro de la van enfurecidos y decepcionados, nos regresaron a Puerto Escondido y nos dejaron en la estación de buses. Sin pensarlo, compramos los siguientes pasajes a Huatulco en los autobuses oficiales. Más caros, pero no nos importó.
    Cuando el camión avanzaba, pude ver las playas de Puerto Escondido. Es un pueblo bastante bohemio, de pinta hippie, famoso por sus concursos internacionales de surf. Fue una lástima no habernos quedado al menos un día, pero prometí volver.
    Llegamos a Huatulco como a las 9 am, después de dormir como bebés en el bus.

    Nuestro humor había mejorado ya. Tomamos dos taxis hacia el embarcadero, desde donde sale un catamarán al día. El barco navega por siete de las nueve bahías, haciendo escala en dos, en las que se puede nadar y comer. Nuestro plan era tomar el viaje de ida y acampar en la última bahía. Al día siguiente regresaríamos al pueblo.
    Pagamos 200 pesos en el embarcadero y subimos al catamarán, junto con otro grupo de turistas. No me gustan mucho esos grupos organizados, pero era la única forma de llegar a las playas. Una vez a bordo y después de desayunar, sacamos nuestra botella de tequila, que en verdad necesitábamos. Había hielo y refrescos gratis en el barco, así que no fue un problema.

    Fue imposible no olvidar los malos momentos al tener semejante belleza frente a nosotros. El barco se alejó unos metros de la costa y pudimos ver a la distancia los acantilados que forman las bahías. El agua del mar chocaba en las cuevas escarpadas en sus paredes de piedra rojiza. La verde y exuberante vegetación se asomaba en lo alto de las playas y colinas. Tenía unas ganas de tirarme al mar y nadar hasta las playas, pero muchas de ellas están protegidas por ser zonas de conservación de flora y fauna, como el caso de la tortuga marina. No nos quedó más que sentarnos en la orilla de la barca y contemplar.
    Luego de recorrer tres bahías (la del Chahue, Santa Cruz y la del Órgano) hicimos una escala en la Bahía del Maguey. Una lancha más pequeña nos llevó hasta la costa, ya que el catamarán no puede tocar tierra. Una vez ahí, nos dieron como una hora para nadar, tomar una bebida o dar un paseo. Ya habíamos terminado la botella de tequila, y sólo necesitábamos eso: flotar en el agua cristalina y verdosa de una bahía donde las olas rompían en las formaciones rocosas que la protegían, dejando un estanque natural que apaciguó todas nuestras preocupaciones.

    Algunos de mis amigos compraron cervezas en los puestos locales. Algo bueno de Huatulco es que respeta mucho a sus zonas naturales protegidas, por tanto, no se ven grandes restaurantes o negocios modernos que contaminen el ambiente. Más bien, se observan vendedores ambulantes cargando hieleras portables con bebidas y comida traídas desde el pueblo más cercano. Todo alrededor era la naturaleza en su máximo esplendor.

    La temperatura del agua era perfecta. El día era soleado y bastante cálido como para darse un chapuzón. Luego de casi una hora maravillosa en la bahía, la lancha regresó por nosotros y nos llevó de vuelta al catamarán.
    Seguimos bordeando la costa, pasando la bahía de Cacaluta y la de Chachacual. El último destino fue la Bahía de San Agustín, que está al extremo oeste. Aquí nuevamente desembarcamos, para dar a los paseantes la oportunidad de nadar en el arrecife y comer en uno de sus restaurantes de mariscos más deliciosos. Para nosotros significó descender con todo nuestro equipaje. Hablamos con el capitán y le dijimos que nos queríamos quedar en la bahía y hacer noche en la casa de campaña. Nos dijo que no había problema, y que para salir de ahí al otro día podíamos hacerlo por tierra hacia el pueblo de La Crucecita, a donde habíamos llegado temprano.
    Buscamos entonces el sitio más adecuado para levantar la carpa. La bahía era una plancha de arena blanca y tersa que masajeaba los pies mientras caminábamos. No nos importaba mucho dónde acampar, pero unas nubes en el horizonte nos hicieron ver la posibilidad de lluvia aquella noche. Así que hablamos con el dueño de un puesto de mariscos en la playa. Nos dio permiso de acampar bajo un techo de palma, siempre y cuando consumiéramos en su restaurante. Aceptamos la propuesta.

    En la Bahía de San Agustín se asientan unos quince residentes, en su mayoría pescadores, que viven en casas de madera y techos de palma. Es un conjunto de construcciones muy pequeño, que apenas y contrasta con la magnitud de su amplia playa rodeada de acantilados.
    Por la tarde cumplimos nuestra promesa al hombre, comiendo en su restaurante ¡Vaya buena decisión! Los precios eran muy baratos y las porciones de comida enormes, sin mencionar lo delicioso del marisco recién pescado el mismo día por la mañana. Al verme atascado de un arroz caldoso con camarones, con mis pies masajeados por la arena y con la vista del Pacífico a mi frente, supe que ese viaje en combi había valido la pena…
    Después de reposar un rato la comida, nos dimos otro chapuzón en el mar. Hace pocos días habíamos ya cambiado al horario de invierno, y cuando nos dimos cuenta el barco zarpó de regreso al pueblo y el sol comenzaba a descender sobre el mar. Salimos del agua y los pescadores ya estaban guardando todas sus cosas: mesas, sillas, sombrillas y demás.
    Nos dimos cuenta que no teníamos casi provisiones, como agua y comida para toda la noche. Sólo había una tienda, y antes de que cerrara corrimos a comprar algunas cosas. Confiamos el dinero a mi amigo madrileño Jon, quien volvió con 10 latas de atún, galletas saladas y ¡15 litros de cerveza! (¿Qué estaba pensando?). Menos mal que había pedido prestada la hielera al señor y pudimos mantener frías las botellas hasta el otro día.
    Ya era de noche, y salvo algunas casitas de la playa, no había luz eléctrica. Decidimos prender una fogata, auxiliados por mi amiga Juliana, quien había sido boy scout. Pedimos un poco de leña al señor. Como no era suficiente, mi amigo Daniel y yo fuimos a buscar un poco más detrás de una choza. Tomamos unas cajas de madera y las llevamos al camping. En el camino, mi amiga Sonia venía con su cámara tomando fotos y me gritó: ¡Cuidado, un ALACRÁN! Empecé a correr huyendo del dichoso animal, cuando ella me replicó: ¡No tonto, está en la caja! Pronto, solté la madera en la arena y apareció ese pequeño animal, iluminado por el foco que colgaba fuera de la tienda, y que estuvo a punto de subir por mi brazo. Un señor escuchó los gritos y fue a ver qué pasaba. Tomó al bicho y le cortó el aguijón con un cuchillo. Nos dijo: “no te hace nada, sin aguijón ya no pica”. Yo sentí la muerte viéndome a los ojos, pues tuve miedo de su veneno, en ocasiones mortal. Pero ya sin peligro, mi amigo Daniel tomó al bicho, que rápido subió por su espalda. Después del susto, no dudamos en cerrar casi herméticamente la casa de campaña, para evitar cualquier tipo de animal dentro.

    Aquella noche la pasamos contando nuestros secretos, jugando y escuchando música, alrededor de la fogata en medio de una bahía paradisiaca sin casi nadie alrededor. Sólo nosotros, la luna, el sonido del mar y los litros de cerveza. Fue una noche espectacular.
    Al otro día, el sol nos despertó temprano. La hielera aún tenía cerveza, pero yo no quería saber ya nada de ella. Antes de comer, quisimos conocer el arrecife de coral. Rentamos un equipo de snorkel con un señor, por un precio barato y por tiempo ilimitado, y nos dirigimos al mar.
    Sólo unos metros dentro de la bahía, se veían las corales en el fondo repletos de peces coloridos y simpáticos. Yo no soy muy buen nadador, pero con el chaleco y las aletas, nada de eso fue difícil. Una vez bien adentrados, mis amigos Daniel y Jon se quitaron el chaleco para sumergirse a bucear por ratos con los peces. Yo los envidié mucho y decidí hacer lo mismo. Al descubrir que no me podía sumergir, les pedí ayuda y me llevaron tomados de sus manos. Aunque fuera sólo unos segundos debajo por no aguantar más la respiración, fue mágico verme rodeado de esos pequeños seres marinos.
    Hicimos snorkel por unas horas y luego volvimos a la costa por el lado opuesto de la bahía, donde para nuestra sorpresa, el arrecife casi se asomaba por la superficie del agua; eso significó acabar con las piernas raspadas y moreteadas. Pero valió todo la pena.
    Salimos del mar con el estómago vacío, así que nuevamente comimos en el restaurante del señor que nos prestó su palapa, degustando por última vez esos platillos de primera. Cuando terminamos el almuerzo, nos dimos cuenta de que el catamarán en el que habíamos llegado estaba en la bahía nuevamente. Nos topamos con el capitán y le preguntamos si nos podía regresar al pueblo; después de todo, habíamos pagado el viaje redondo y sólo habíamos ocupado la ida. El hombre accedió por una propina a cambio. Así que desmontamos el camping rápidamente y embarcamos el yate.

    En el viaje de vuelta sólo nos sentamos en la orilla de la barca para contemplar el atardecer sobre el océano. Fue algo realmente hermoso.
    Ya de noche, recorrimos un poco el pueblo de La Crucecita y compramos algunos recuerdos. Luego de tomar nuestra pastilla para el mareo, subimos a la combi que nos llevaría de regreso a Oaxaca. Aunque fue igualmente un viaje agotador, esta vez pudimos dormir un poco más, sin la radio prendida ni la mujer vomitando.

    En el último día en Oaxaca nos reencontramos con nuestro amigo Guillermo, quien llegó del D.F. un poco más tarde. Rentamos unas bicicletas para recorrer un poco la ciudad, antes de tomar nuestro bus de vuelta a la Ciudad de México.
    Pueden ver el álbum completo en la siguiente liga:
    Y pueden ver la segunda parte del capítulo 5 de Un Mundo en La Mochila, donde verán nuestra aventura grabada en video:
     
  3. AlexMexico
    Varado en la austera terminal de autobuses de La Paz, ya no había sitios disponibles para la ciudad de Sucre ni Potosí esa noche. Sin deseos de quedarme un día más en la capital, busqué el precio más barato para Uyuni, una pequeña población al sur del país. Era un 19 de diciembre y la temporada alta ya había dado inicio, por lo que los costos subieron desde los asientos normales hasta los buses cama. 120 bolivianos (17 USD) fue el precio más económico que pude conseguir, por un asiento semi-cama en un bus turístico.
     
    Gastaría 12 horas de mi vida a bordo de dicho bus con destino a una diminuta villa en mitad del alto desierto. Pero aquel insignificante sitio escondía una de las maravillas más recientemente explotadas y ahora frecuentada por miles de backpackers: el Gran Salar de Uyuni..
     
    Luego de algunas horas sentado, con el gritar de las mujeres que informaban los destinos próximos a salir (cuya atmósfera era ya parte de las terminales peruanas y bolivianas), anunciaron la salida de mi bus, tras el cual hicieron fila varias decenas de turistas extranjeros, la mayoría mochileros en busca de aventuras.
     
    Al acercarme a dejar mi equipaje pude advertir el notable deterioro del vehículo al que estaba a punto de subir. El óxido se avistaba en la parte baja de sus paredes, difuminado por un color negruzco producto del humo del escape. El interior parecía decente, salvo el rechinar de los asientos y el herrumbroso posa-pies. Rogué porque esa noche nada malo ocurriera
     
    Una vez a bordo conocí a Alexis, una simpática chica australiana con quien me reí de la casualidad de que ambos compartiéramos el mismo nombre Pocos minutos después de entablar una plática con ella, la pareja detrás de mí en seguida notó mi acento mexicano (aunque me dijeron que dudaban si era colombiano). Ixe y Leonel, ambos compatriotas míos, terminaban de realizar un intercambio estudiantil en la Universidad de Santiago de Chile, y hacían juntos su último viaje por Sudamérica antes de volver a México a pasar las fiestas decembrinas.
     
    El camión comenzó a avanzar mientras el sol se ponía tras la cordillera occidental. Si bien el frío se hacía presente afuera mientras la noche caía, 50 personas compartiendo el mismo vehículo sin ventanas que se pudieran abrir no era una muy buena idea. A pesar de la ligera vestimenta que elegí para aquella noche (bermudas y una camisa sin mangas), el resto de los pasajeros y yo comenzamos a quejarnos del calor Todo indicaba que el autobús tenía aire acondicionado, pero que no lo prenderían. Es algo frecuente que noté en Bolivia y Perú, lo que hace probablemente que los precios del transporte sean tan baratos.
     
    Tras apenas una hora de que el tacaño chofer hubiera arrancado, el autobús se detuvo en mitad de la autopista, a la que recién acabábamos de entrar. La gente comenzó a desesperarse y bajamos a averiguar qué pasaba. Pero tan pronto como cruzábamos la puerta éramos golpeados por una masa de frialdad. Así que subí por mi suéter y salí a fumar un cigarrillo con mis vecinos.
     
    El clutch del vehículo se había roto El chofer y su copiloto se disponían a repararlo, pero al parecer, debían esperar una nueva pieza traída desde la ciudad. Afortunadamente, no estábamos todavía muy lejos de ella.
     
    La espera se prolongó hasta dos horas, en las que nuestros intentos por dormir eran socavados por el calor y por el ruido de los siempre parlantes bolivianos que iban a bordo Una vez en marcha, la mayoría nos olvidamos de la temperatura ambiente y uno por uno cerramos los ojos.
     
    Nuestro sueño fue interrumpido cerca de las 4 de la madrugada, cuando el bus comenzó a vibrar de manera muy brusca. No se trataba de un tramo de grava o arena. Era la carretera oficial que llevaba hasta Uyuni. Los vidrios golpeaban contra la pared. Nuestros cuerpos saltaban de los asientos. El equipaje en cabina se caía del techo y las botellas de agua se paseaban por los suelos Lo más sorprendente para mí, era lo acostumbrados que parecían estar los bolivianos, que nunca dejaron de roncar a pesar de los rudos meneos.
     
    La pesadilla terminó cerca de las 6 de la mañana, cuando el sol apenas salía en el horizonte y el autobús aparcó en una de las calles del pueblo. Todos descendimos por nuestro equipaje, para ser rápidamente interceptados por los trabajadores de agencias turísticas que nos ofrecían tours al salar. Todos con las mismas promesas, todos con los mismos precios. Ixe, Leonel y yo decidimos apartarnos de la turba y comenzar a buscar un lugar dónde hospedarnos.
     
    Preguntamos en cada hostal con el que nos topábamos, pero nadie nos atendía por la temprana hora (o ya no había sitios disponibles). Por suerte, hallamos uno por 50 bolivianos (7 USD) la noche, perfectamente ubicado justo en la plaza de armas de la ciudad
     
    Ixe y Leonel dejaron sus cosas para ir a comprar sus tickets al salar, por lo que regresaron sólo a darse una ducha y tomar un rápido desayuno. Como yo sabía que los argentinos, Nico y Rocío, llegarían al siguiente día por la mañana, decidí esperarlos y hacer el tour con ellos, por lo que tuve la totalidad del día para reponer el cansancio y disfrutar de la minúscula localidad.
     


    Plaza de armas de Uyuni
     
    Recorrí las calles del centro y los pasillos del mercado, donde comí un caldo de gallina que me repuso del malestar que el viaje me había dejado. Sus desérticas y polvorientas calles, sin sombras que protejan a uno de los severos rayos del sol, me dejaron en claro que a Uyuni no debe dedicársele más de un día.
     
    Aproveché e investigué un poco sobre los precios de los tours, y me decidí a comprar los tickets para tres personas para la siguiente mañana; no quería que los argentinos y yo buscáramos con prisas al mejor postor cuando los turistas llegaran.
     
    Pasé el resto de la tarde descansando en la cama y escribiendo en mi diario de viaje. Por la noche, Ixe y Leonel regresaron maravillados por lo asombroso que según ellos había sido el salar. Les pedí que no me contasen nada y fuimos juntos a cenar.
     
    Muy temprano, antes del amanecer, Ixe y Leonel se despidieron de mí y desalojaron el cuarto, pues debían tomar su autobús a Chile. Dormí unas horas más, hasta que la chica de recepción gritó mi nombre. Nico y Rocío estaban abajo, esperando por mí. Los saludé con gusto y los acompañé a que buscaran algo para desayunar, mientras yo me alistaba para nuestra travesía en el desierto.
     
    Nos dirigimos a la oficina de la agencia para dejar nuestro equipaje. Cerca de las 9 am partimos hacia nuestro destino en una camioneta 4x4, en compañía de dos chilenos, dos colombianas y el chofer. Nuestra primera parada fue a pocos kilómetros al este de la ciudad, en el nacionalmente famoso cementerio de trenes.
     
    Uyuni es conocida por haber sido la primera ciudad que conectó a Bolivia con Chile, y lo hizo a través de su estación de ferrocarril. El tren entró en vigor a finales del siglo XIX, y es precisamente de esa fecha que datan las locomotoras y los vagones que se apilan uno tras otro en el medio de esta llanura sin fin.
     


     
    Los vehículos 4x4 del resto de las agencias turísticas estaban estacionados junto a las vías, y muchos de los viajeros ya se nos habían adelantado, y empezaban a fotografiar el solitario y bizarro panteón.
     
    Mientras Nico, quien estudió cinematografía en la Escuela de Artes, se alejaba con su Super 8 y su cámara réflex para filmar los mejores encuadres del lugar, Rocío y yo nos dispusimos a recorrerlo y tomar algunas fotos.
     


    Puna desértica típica de los alrededores de Uyuni
     
    Para ese momento, la altura del altiplano ya no aparentaba afectarme tanto. A unos 3700 metros, la orografía parecía haber cambiado de lo que habíamos presenciado más al norte. Nos hallábamos en medio de una extensa planicie gris con algunas manchas de verde vegetación, al final de la cual se alzaban algunos montes poco empinados, que parecían difuminarse por el deslumbro del sol.
     
    El cielo era azul y estaba bastante despejado. Según los locales, pocas veces llovía en la ciudad y sus alrededores. Si bien nos sentíamos felices después de las lloviznas que nos atacaron en la capital, fue imprescindible protegernos del sol con mucha crema bloqueadora (lo cual recomiendo ampliamente).
     
    Luego de algunas fotos, volvimos al coche con el silencioso y poco informativo chofer. Desde ahora debo aclarar que todos los datos que proporciono aquí fueron investigados por mi propia cuenta, ya que pocos guías bien preparados pueden encontrarse en Uyuni
     
    Volvimos al pueblo para salir por su otro extremo, conduciendo hacia el oeste por una llana carretera, en la que el volar del polvo nos obligó a cerrar las ventanas. Rebaños de ovejas y llamas se avistaban en ambas orillas, que desparecieron al llegar a la población de Colchani.
     


     
    Se trata de una menuda villa dedicada exclusivamente al procesamiento de la sal que se extrae del desierto, con la que se elaboran todo tipo de artesanía: vasos, muñecas, magnetos… Hay también un museo de la sal, donde se exponen grandes figuras del compuesto químico.
     
    El pueblo se ubica exactamente en la entrada al salar, por lo que desde entonces se puede empezar a sentir el crujir de los granos de sal al caminar, y si se pasa el dedo por cualquier cosa (una pared, una puerta, un pilar), se puede coger un poco de sal. Basta con saborearlo un poco con la lengua
     
    Después de comprar algunos souvenirs que aún se posan en mi frigorífico, seguimos el tour para, al fin, ingresar de lleno al Salar de Uyuni.
     


     
    Se trata ni más ni menos que del desierto de sal más grande del mundo. Tiene más de 10,000 km cuadrados, 10 mil millones de toneladas de sal y 140 millones de toneladas de litio, convirtiéndolo en la mayor reserva de este mineral a nivel mundial, con más del 80% del litio de todo el planeta
     
    Todos estos datos son más que sorprendentes. Pero ni a través de las fotos, ni de las palabras, podría expresar la magia que este paraíso natural posee en cada uno de sus blanquecinos granos.
     


     
    Las primeras imágenes que se pueden percibir en esta extensa (inmensa, interminable) llanura blanca, son unos montículos de sal que se amontonan alrededor de pequeños charcos de agua. Esto sirve para que el agua se evapore más rápidamente y la sal pueda ser transportada para su explotación. Y no hay de qué preocuparse, pues por más que este rico mineral sea explotado por el ser humano, sigue renovándose día con día. Especialmente por el respeto que el gobierno boliviano le tiene a “la madre tierra”, lo que hace que el comercio de la sal sea controlado y no contamine a su medio ambiente.
     
    El sonar de mis botines al pisar la sal hacía parecer todavía más inalcanzable el horizonte, cada vez que caminaba para fotografiar los espejismos que el agua y el sol provocaban en las lejanas montañas, que apenas y podía ver por el cegador reflejo del color blanco en mis ojos. Una imagen más que cautivadora.
     


     
    El recorrido continuó con los expertos conductores, que sin líneas marcadas sobre el desierto ni objeto alguno que los guiara, sabían qué dirección tomar para llegar a la siguiente escala: el Hotel de Sal.
     
    Esta edificación hecha íntegramente de sal funciona ahora como un restaurante y centro turístico dentro del circular desierto. La mayoría de los tours paran para descansar, fotografiar y, algunos, para comer.
     
    El hospedaje era entonces dominado por un ostentoso monumento que anunciaba la meta del rally internacional de automóviles: el mundialmente famoso Dakar. En el próximo mes de enero, centenares de coches, motocicletas, cuatrimotos y camiones darían la vuelta desde este punto para retornar hacia Chile y seguir su carrera hasta el final.
     


     
    En esta área del salar se comenzaban a dibujar hexágonos que sobresalían del suelo, y que se extendían como una alfombra en forma de panal por toda la blanca superficie. Para una persona fanática de la armonía y el orden (como yo) esta continuidad de perfectas formas fue más que un deleite para mis casi cegados ojos
     


     
    Seguimos adelante, hasta que el conductor se detuvo, justo en mitad de la nada. A 360 grados alrededor nuestro no había más que una plancha blanca y rugosa de sal, custodiada por un cielo azul, que se interrumpía sólo por nuestra presencia y las sublimes y bajas siluetas de las montañas al fondo.
     


     
    Y fue ahí donde armamos nuestro picnic. Afortunadamente, todos los tours en Uyuni incluyen el almuerzo (que por el precio de 100 bolivianos, 14 USD, es toda una ganga). Milanesas de res, arroz, verduras al vapor, coca cola, una fruta como postre, y opciones para los vegetarianos, hicieron de nuestra tarde una encantadora postal del recuerdo
     


     
    Con el estómago lleno, proseguimos con la travesía, cuya próxima escala fue la Isla Incahuasi. Es un islote en el desierto que se caracteriza por que en él crecen cactus de copiosos metros de altura. Desde la punta de la isla, se puede apreciar la plenitud del exorbitante salar.
     


     
    Existen varias ofertas de tours en Uyuni, de las cuales el recorrido de un día es sólo la más sencilla de ellas. Hay tours de dos y hasta tres días por el suroeste boliviano, que incluyen visitas a maravillas como las lagunas de colores, los géiseres, el desierto de Siloli, las reservas de flamencos y culmina en el desierto de Atacama, en el lado chileno.
     
    Como nuestro presupuesto era bastante apretado, nuestro tour estaba por terminar y emprendimos el viaje de regreso Pero antes, el conductor nos tenía una última sorpresa. Nos llevó a deleitarnos con los reflejos del salar.
     


     
    Cuando llueve, el agua se estanca en la superficie de sal y forma uno de los espejos naturales más increíbles del planeta. Lamentablemente, la temporada de lluvias todavía no comenzaba, ya que normalmente da inicio a finales de diciembre y principios de enero, haciendo del invierno la mejor temporada para visitarlo.
    No obstante, tuvimos la oportunidad de ser cautivados por las tenues refracciones que el agua atrapada hacía destellar en su liquidez.
     


     
    Por un precio más alto, algunas empresas permiten que los viajeros aprecien el atardecer, lo cual debe ser, sin duda, una de las postales más bellas de la que nuestros ojos puedan ser testigos.
     


     
    Para esa mágica ocasión, agradecí haber comprado mis botines antes de salir de México, ya que su resistencia a la densa sal y al agua me mantuvieron seco en todo momento, convirtiéndolas en mi mejor inversión. No así ocurrió con mis demás compañeros, cuyos pies se vieron empapados y envueltos en sodio.
     


     
    Regresamos a la ciudad, donde luego de cenar en un incómodo restaurante, compramos nuestros tickets a la ciudad de Villazón, desde donde cruzaríamos la frontera hacia el contiguo país del tango…
     
    Pueden mirar el resto de las fotos aquí:
     
     
  4. AlexMexico
    Repasando los almanaques escolares de todo el mundo, España es uno de los países que más ha adquirido la fama de ser adicto a los días feriados. El ocio y las festividades semejan rebosar el calendario de niños y jóvenes ávidos por cada asueto permisible en todo el año
    Una de las vacaciones cortas más famosas es el día de todos los santos, celebrado en la mayoría de los países católicos el primer día de noviembre (en México el día de los muertos).
    Si bien es una tradición originalmente cristiana, para la mayoría de los jóvenes españoles significa dos días de fiesta, siendo la ocasión perfecta para disfrazarse con el mejor (o más ridículo) atuendo que encuentren en su ropero.
    La multitud de fiestas que se llevarían a cabo en las menudas discotecas y pubs de Santiago de Compostela ya habían repartido sus entradas y las invitaciones a mi cuenta de Facebook no paraban de llegar. Pero eran dos días libres que no pensaba pasar en la misma ciudad de siempre. No teniendo toda España frente a mí
    Y antes de que surgiese cualquier plan, mi vieja amiga Henar me contactó desde Madrid proponiéndome lo mejor que había oído hasta entonces. Un road trip a Granada, la perla de Andalucía 
    Después de México (donde nos conocimos) Henar había hecho otro intercambio estudiantil en la paradisiaca isla de Puerto Rico. Allí conoció a Alex, una pequeña y simpática chica francesa, quien ahora realizaba otro intercambio en Madrid (vaya si el mundo no me parecía pequeño ahora).
    Con los tres reunidos en el mismo país, no había mejor pretexto que hacer un viaje juntos. Y el día de todos los santos era la mejor ocasión.
    Aunque para ser honesto algo empezaba a preocuparme mucho. Mi cuenta de débito. Mi último capricho (sí, mi viaje a Ibiza) me había costado casi lo que presupuestaba para un mes entero de vida en España. Y eso no quería decir otra cosa que debía cuidar más de mi dinero
    En mi búsqueda por lo más barato, abrí todo mi abanico de opciones. Cooperar para los gastos de gasolina de Madrid a Granada era buena idea. Pero debía llegar a Madrid desde la lejana Galicia.
    Esta vez Ryanair (la aerolínea más barata de Europa) no ofreció vuelos muy baratos para viajar a la capital durante todos los santos. Así que me aventuré a descubrir Blablacar.
    Para quien no ha oído hablar de ello, se trata de una app y sitio web destinado al covoiturage (compartir coche). Los usuarios llenan un perfil vinculado a Facebook y los conductores registran sus viajes con fecha y destino, especificando el número de asientos libres en su auto y el precio a cooperar por pasajero (Blablacar aconseja los costos individuales basado en la distancia y el promedio de gasolina gastada).
    Así, un viaje de Santiago a Madrid en un asiento trasero me costó €24; 16 euros menos que un ticket de tren. Y para ser sincero el viaje no me generó queja alguna. Aunque el coche iba lleno, la utilización de la aplicación era mucho más fácil de lo que había pensado. A pesar de no tener referencias y no tener que pagar por adelantado, la sola idea de compartir auto me hizo ).
    Una vez en Madrid volví a reunirme con Henar y su familia para otra cena en su amena casa de Carabanchel. Al día siguiente recogeríamos a Alex y empezaríamos la travesía a la histórica comunidad de Andalucía.
    Granada se encuentra en un estratégico punto al sur de la península, a unos 400 km de Madrid. Serían necesarias unas 4 horas para llegar. Pero olvidamos un pequeño detalle: era puente vacacional, y la carretera estaba por demás repleta
    El tráfico estaba completamente atascado y no había forma de esquivarlo. A vuelta de rueda avanzábamos metro por metro, aguardando un pequeño milagro que nos permitiese agilizar nuestro arribo
    Habíamos reservado una habitación en un hostal. Pero un primo de Henar, oriundo de Granada, nos había ofrecido alojo en su apartamento. Nuestro objetivo era llegar a instalarnos y conocer de la ciudad en una de sus mejores formas: saliendo de fiesta.
    La noche ya había caído por completo, y el móvil no dejaba de sonar. Sergio, el primo de Henar, desesperaba y nos apuraba para poder aprovechar la noche. Pero no había mucho que pudiéramos hacer
    Después de más de 6 horas en aquella autopista (que nunca olvidaré a pesar de la oscuridad en la que nos conocimos) entramos agobiados a la ciudad. Tras cancelar la reserva nos condujimos directamente al piso de Sergio, ubicado convenientemente en una zona céntrica.
    El piso era bastante cómodo, y lo teníamos prácticamente a nuestra disposición. Y si bien ya era medianoche y mirar a la cama era bastante tentador, habíamos prometido salir de fiesta No habíamos cogido ningún disfraz para el día de los muertos. Pero ¿qué más daba? Estábamos en Granada, la capital europea para los Erasmus, ícono de las tapas y de la inagotable fiesta española
    Y para comenzar, Sergio nos dio a probar algo especial. La bebida de hierbas prohibida, convertida en toda una leyenda en Europa y el mundo, de la que solo había oído hablar en películas y series: el Diablo Verde, la absenta.
    Esta antigua bebida francesa que cobró fama durante la belle époque ha sido tan controversial desde su nacimiento que hasta hoy sigue estando prohibida su producción y/o venta en muchos países… pero España no es uno de ellos
    Para ese entonces yo no conocía absolutamente nada sobre el ajenjo, y sin pensarlo más decidí calmar mi estrés post-viaje con un fuerte y rápido shot.
    Casi sentí penetrar el alcohol en mi sangre al instante en que lo ingerí Según la botella, aquel compuesto poseía un nivel etílico mayor al 80%. Ahora veía por qué su venta es tan controlada, y por qué lo pintan como fuente de la locura y la alucinación nocturna
    Con aquel sabor a anís y mi cuerpo dando vueltas, salimos con Sergio hacia casa de uno de sus amigos, para después acudir a uno de los clubes más grandes y famosos de Granada, donde múltiples salas con estilos de música diferentes nos acogieron durante una larga y alocada noche.
    La discoteca era inmensa, y caminar entre la multitud podía significar perder a mis amigas, sobre todo con tal cantidad de alcohol aún recorriendo mis venas. Un sudor frío comenzó a marearme y Alex y Henar me llevaron a la terraza; y mientras el sol comenzaba a salir y ellas fumaban un cigarrillo, yo yacía en el suelo temblando como un menesteroso
    Nadie me había advertido lo intensamente fría que Granada podía llegar a ser. Nadie me dijo que debía coger un abrigo mucho más grande. Nadie me dijo que beber absenta haría que mi presión bajara casi hasta llegar a cero   Y así fue como una combinación diabólicamente perfecta me dio una noche inolvidable en la perla andaluza  Una noche que acabó con un exquisito kebab (comenzaba a creer que aquel sándwich turco irónicamente se convertiría en mi comida favorita en toda Europa… son simplemente irresistibles).
    Granada nos había mostrado su cara más salvaje. Ahora era tiempo de conocer un lado un tanto menos destructivo
    Al siguiente día, con una leve resaca y tras dormir hasta después del mediodía, nos reunimos con Carmen, otra amiga de Henar, justo frente a la plaza de toros.

    Plaza de toros de Granada
    Afortunadamente las tardes en Granada eran mucho más cálidas, y bajo un pronto ocaso caminamos hacia uno de los barrios más célebres de la ciudad. El Albaicín.

    Calles de Granada
    Este alto vecindario, visiblemente separado de la ciudad, se cree que existió desde antes de la llegada de los musulmanes a la península. Sin embargo, fueron estos en su mayoría quienes dotaron al barrio de su identidad, que ha sobrevivido durante varios siglos.

    Entrada al barrio del Albaicín
    El Albaicín solía ser un arrabal durante la época de los moros, y tuvo su esplendor durante el reino nazarí. La esencia mozárabe puede ser percibida en cada rincón de aquella laberíntica comunidad.

    Sus estrechas y curvas callejuelas están repletas de tiendas y restaurantes al puro estilo de los países islámicos, luciendo lo mejor de sí. Desde calzado y vestimentas para la danza del vientre hasta las famosas shishas.
    Es en Granada y es en el Albaicín donde todos podemos recordar las raíces de la cultura, la identidad y la lengua hispánica que poseemos más de 500 millones de personas en el mundo, indudablemente influido por los árabes que dejaron un legado de casi siete siglos de presencia en la península ibérica  

    El Albaicín es considerado hoy un distrito de Granada, y posee de hecho varios barrios en su interior. Uno de los más célebres es el Sacromonte.
    En las laderas de un cerro antiguamente llamado Valparaíso, al este de Granada, una serie de cuevas talladas en sus paredes dieron lugar a las primeras viviendas del Sacromonte. Se cree que fueron cavadas por esclavos negros (según una leyenda) o por las primeras oleadas de gitanos que arribaron a España en el siglo XV, tras la expulsión de los musulmanes y judíos del reino.
    La mezcla entre el legado islámico, la presencia española y los gitanos recién llegados dieron lugar a este mágico lugar, hoy serpenteado por casas blancas con tejados y huertos que se ofrecen como restaurantes o bares, mientras la mayoría sigue manteniendo su identidad gitana.
    Se cree, de hecho, que el famoso flamenco nació en el Sacromonte. Si bien existen infinidad de hipótesis sobre el origen del flamenco, es imposible negar que su esencia posee numerosas influencias gitanas.
    Tanto la totalidad del Albaicín como el flamenco han sido ya declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, marcando así la importancia y la propia identidad de Andalucía, que poco a poco ponía en manifestación su visible diferencia con el resto de España
    Pero para mí, lo mejor del Sacromonte fue sin duda su idónea localización, en lo alto de las serranías al oriente granadino. Un mirador perfecto para admirar lo mejor de la ciudad, y el lugar más visitado por los turistas en toda España: la Alhambra.

    También parte de la lista de patrimonios de la UNESCO, la Alhambra ha cavado con creces su reputación y su posicionamiento como uno de los sitios más atractivos a visitar, no solo en España, sino en el mundo entero, habiendo sido una de las finalistas en el concurso de las siete nuevas maravillas del mundo, título que probablemente merecía ganar.
    La monumental Alhambra denota el álgido punto de gloria en el que vivieron los reinos musulmanes en España, en particular el Reino Nazarí, autor indisputable del complejo arquitectónico.

    Henar, Alex, Carmen y yo frente a la Alhambra
    El califato musulmán establecido en el sur de la península fue el último reducto que permaneció en España hasta su expulsión por los reyes católicos. Pero dejarían una extraordinaria herencia que tocaría la perfección artística de aquella ciudadela

    La ciudad fortificada de la Alhambra, como bien ya dije, es el lugar más asediado por los turistas en todo el país. Ello quería decir que las entradas para su visita son bastante controladas, y hace falta comprarlas con anticipación.
    Así que bajamos del Sacromonte hasta el llamado Paseo de los Tristes para encontrar una tienda que, con suerte, nos vendería entradas.

    Paseo de los Tristes
    Hallamos una pequeña máquina expendedora de tickets donde se podía pagar con simples billetes. De forma bien afortunada pudimos coger los tres boletos por el precio normal de acceso (14 euros en aquel entonces  ).
    Sería al otro día que visitaríamos aquel prodigio árabe, y dedicamos el resto de la noche a recorrer el centro de la ciudad.
    Nos dirigimos a la zona de la catedral, en la que reposan los restos de los reyes católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, quienes culminaron la guerra contra los moros precisamente en esta ciudad, razón por la que se les enterró allí.

    Fuera de sus muros, una infinidad de comerciantes ofrecían todo tipo de producto a la venta. El más cautivador de ellos, a mi gusto, fue mi nombre escrito en grafías árabes

    En el ala norte nos topamos con un grupo de músicos de la Universidad de Granada, quienes interpretaban melodías clásicas para el deleite de los transeúntes. La universidad recibe la mayor cantidad de estudiantes de intercambio del programa Erasmus en toda Europa. Y ahora me daba cuenta de qué la convertía en una villa tan demandada, y era justamente allí donde yo quería realizar mi intercambio. No todo se puede en esta vida

    El ambiente relajado y meramente regocijante de los andaluces hace toda la diferencia. Siempre habrá una sonrisa en cada uno de ellos. Gritos, abrazos, apretones de manos, baile, canto o el zapateado flamenco. Por alguna u otra cosa ellos siempre harán de nuestro día algo más feliz

    Algo bueno de Granada es que no da la sensación de estar en otro lugar del mundo, en otro estado, en otro país. Penetrar en sus antiguos barrios es como viajar directamente hasta los desiertos arábigos. Prueba de ello fue nuestra merienda en un restaurante árabe en uno de los callejones del Albaicín.

    Desde los arcos de punta y los tapetes hasta les pequeñas mesas y las shishas en ellas. Música, inciensos, colores y texturas. Cada parte de mí se había ya transportado más allá de España (quizá cruzando la frontera hasta el vecino marroquí).

    Y es que nunca creí que sería en España donde degustaría por primera vez el cuscús, el houmous y el té árabe Una cautivadora experiencia que valdrá la pena recordar.

    Y si bien la fiesta, los barrios gitanos, los intercambistas, la célebre Alhambra y la cultura árabe forman buena parte de la plural identidad granadina, no se puede dejar de lado su cultura española. Por supuesto, hablo de las tapas
    En más de dos meses en España había pasado por todo tipo de bar de tapas. Desde los chorizos y las cañitas de la capital hasta los quesos y vinos gallegos. Pero Granada superó todas mis expectativas
    Por tan solo dos euros por una cañita (pequeño vaso con cerveza de barril) o un tinto de verano (vino con soda de limón) un bar tapero nos ofreció un plato entero con ensalada de pasta, papas fritas y un bagel relleno

    Tapas en Granada
    No cabía duda que era el mejor precio que había encontrado hasta ahora en toda España. Incluso para mí parecía barato, con una moneda tan devaluada
    Granada había podido cautivarme en todos sus aspectos. Pero lo mejor siempre aguarda para el final. Y al día siguiente subiría hasta la fortaleza musulmana que me regalaría un viaje más al pasado hispano.
  5. AlexMexico
    Diciembre había recibido a las ciudades españolas con mucha lluvia, para infortunio de muchos, incluido yo. Aunque mi Navidad se había adelantado por varios días en Alemania, con sus hermosos mercados navideños, vasos de vino caliente, salchichas bratwrust y deliciosos chocolates, comenzando mis vacaciones escolares partiría a Madrid para encontrarme con mi familia, quienes habían viajado desde México para visitarme.
    Luego de un largo tramo desde Galicia en Blablacar (dejo el enlace para quienes no conozcan la famosa comunidad de covoiturage) mis ansias por estar en Madrid no eran tantas en esta ocasión. No porque no me gustara la ciudad; pero después de un verano en ella, un lluvioso invierno no es muy apetecible. ?
    Pero mi familia merecía verla, y devine entonces un su guía turístico por algunos días en todo Madrid y el centro de España.
    Fue aquella Navidad cuando me reencontré con Henar y su familia, a quienes no veía desde el Día de Todos los Santos. También con Alex, con quien habíamos viajado a Granada dos meses atrás.
    Tan loables y hospitalarios como era ya costumbre, abrieron las puertas de su casa (y de su sala de visitas) para compartir con nosotros su Navidad y su enorme banquete de platillos españoles, donde había desde las típicas gambas preparadas por la madre de Henar, calamares, croquetas, mejillones y cordero hasta deliciosas tartas y helado de limón con champagne (tan necesario para la digestión). ?
    Pero entre los difusos planes familiares durante su corta estadía, había uno que parecía ser mucho más prometedor. Y así, un día después de la Navidad nos embarcaríamos en un vuelo de bajo costo hacia la Ciudad de las Luces, para pasar cuatro días en París.
    Cabe decir que planear una Navidad viajando suele ser una parte sumamente difícil, debido a los altos costos de transporte y hospedaje, sin importar dónde se esté. Por lo cual tendríamos que viajar un 26 de diciembre por la noche y regresar a Madrid un 31 de diciembre muy temprano por la mañana. No había muchas más opciones que se acomodaran a nuestros bolsillos.

    Aeropuerto de Barajas, Madrid
    De tal suerte que tomamos nuestro primer vuelo con la aerolínea lowcost Easyjet, y llegamos al aeropuerto Charles de Gaule al norte de París alrededor de las 23 horas. Aunque, para ser exactos, el aeropuerto no está en París, sino en uno de los puntos satélite de Île de France, el departamento francés donde se encuentra París. Por lo que es necesario transportarse en tren a la ciudad.

    Comprando los caros tickets de tren a París
    Gracias a mi profesora de francés en España, conocía ya un poco la mala fama de los trenes de la Réseau Express Régional o RER (tren que conecta la región de Île de France con París). Pero a pesar de sus recomendaciones de no tomarlo, era nuestra única alternativa. Era eso o pagar un costoso taxi a mitad de la noche.
    Fue así como nos recibió París, con un tren repleto de grafitis, olor a orines, colillas de cigarros en el suelo y sujetos fumando marihuana a nuestro alrededor. Tren por el que había que pagar nada menos que 9 euros.
    Tranquilizando un poco a mi madre y a mi familia con mis escasas nociones de francés que llevaba aprendiendo por cuatro meses, nos movimos por el metro como cualquier local, salvo por el montón de maletas en nuestras espaldas y nuestra reconocible pinta de extranjeros.
    Para nuestra suerte, el metro dejaba de funcionar a la 1 a.m., y nos quedamos a una estación de nuestro hotel. Así que debimos caminar por el misterioso y oscuro barrio de Saint Denis, un banlieu al norte de la zona metropolitana parisina que parecía haber sido fundada por inmigrantes. Pero dije a todos que debíamos poner a un lado nuestros estereotipos racistas, e ignorar el miedo y la intimidante mirada de los negros y árabes que fumaban en las calles vestidos al puro estilo thug francés.

    Barrio de Saint-Denis
    Menos mal que nuestro hotel parecía un paraíso entre la basura de Saint Denis (literal, basura). Pero estábamos en París (o muy cerca) en temporada navideña. Un hotel a 22 euros por noche era imposible de encontrar, y Saint Denis era nuestra opción más barata. ?
    Pero después de una bienvenida algo extraña para un sitio tan conocido, nos decidimos a disfrutar de la ciudad al más puro estilo del turista en París. Y he aquí los seis must más clichés de París:
    La torre Eiffel.

    Nuestra visita a la Ciudad de las Luces no podía pasar por alto una parada en el monumento más visitado y fotografiado de todo el mundo: la célebre Torre Eiffel.
    Monumento construido para la exposición universal de 1889 por el arquitecto Gustave Eiffel, resistió con fuerza las duras críticas y disgusto que sentían por él los parisinos, hasta convertirse en la construcción más icónica de la belle époque, de la ciudad y de toda Francia, desafiando todas las corrientes arquitectónicas conocidas hasta entonces.
    La imagen de la Torre Eiffel vista desde la ventana de cualquier construcción de París es un falso cliché construido por el cine estadounidense, que con ello lograba ubicar a los espectadores rápidamente en la ciudad sin hacer ninguna otra referencia.
    Pero a pesar de no verla desde cualquier punto, llegar a ella no es nada complicado. Basta con seguir la orilla del río Sena hacia el oeste, que atraviesa todo París, o llegar hasta la estación de metro Trocadero, uno de los mejores dos miradores.

    Torre Eiffel vista desde El Trocadero
    Estar al pie de la Torre Eiffel puede ser maravilloso o simplemente abrumador. No solo por el sentimiento que toparse con el monumento más famoso del mundo, sino también por la cantidad de gente que está allí.
    Hacer una fila para subir a su punta es una espera interminable, cosa que decidimos no hacer para no perder valioso tiempo en París. Y si tomamos en cuenta la alta temporada en la que nos encontrábamos no hace falta decir la longitud de aquella fila.
    El otro mirador es el Campo de Marte, en la parte sur de la torre. Se trata de unos vastos jardines donde miles de turistas se aglutinan para hacer un picnic, tomar fotografías con alguna pose estúpida y a donde los inmigrantes se acercan para vender souvenirs de baja calidad.

    Torre Eiffel desde el Campo de Marte
     
    Así que la mejor opción, en lo que a mí concierne, es disfrutar de la vista desde cualquier punto donde podamos estar tranquilos, no importa cuál sea este.
    Fue bajo la Torre Eiffel donde nos encontramos con mis amigos Erwan y Louise, dos franceses a quienes habíamos conocido en México seis meses antes y quienes nos darían un tour por los puntos más famosos de la ciudad, después de comer una de las mejores crepas de pollo y queso en un puesto callejero junto a la torre.
    Y fue allí, en “el punto más romántico” de la ciudad y, quizá, de todo el mundo (para muchos), donde una paloma decidió defecar sobre mi cabeza. Pero era una señal de buena suerte, dijeron algunos. Sin duda es una buena anécdota para contar en el futuro.
    La Catedral de Notre Dame de Paris.

    El río Sena es la arteria de agua que da vida a la ciudad de París. Atravesado por hermosos puentes, ladeado por jardines y mercados callejeros, lugar del suicidio del policía Javert (villano en Los Miserables). Es a sus orillas donde se encuentran las construcciones más célebres y admiradas.
    Un paseo por el río sobre uno de los botes turísticos fue la mejor opción para mis padres. Poco agotadora y una forma rápida de pasear.

    Pero el frío invierno había comenzado, y sentarse fuera para admirar mejor la ciudad no era una buena alternativa con el viento que soplaba del río.

    Vistas desde el Río Sena
    Y en medio del río Sena se encuentra el sitio donde se cree que dio comienzo la historia de París. L’île de la Cité, o “Isla de la Ciudad”, es un pequeño trozo de tierra que divide al río en dos, y sobre cuya superficie se encuentran las construcciones más viejas que dieron lugar a la fundación de París, durante la era de los galos.
    Y su construcción más simbólica es la longeva Catedral de Nuestra Señora de París (Notre Dame de Paris, en francés).

    Comenzada su construcción en 1163, representa uno de los primeros edificios y templos europeos de estilo gótico (la primera iglesia, de hecho, es la Catedral de Saint-Denis).
    No solo funge como otra de las atestadas atracciones de París, sino que cuenta la historia de un país que adoptó al catolicismo y cuya arquitectura quiso presentar los nuevos valores y monumentalidad de la Baja Edad Media, convirtiendo a París y a muchos núcleos europeos hacia una población urbanizada.

    La silueta de la catedral es conocida por sus dos torres de campanario y por las gárgolas situadas en lo alto. Pero su fama va mucho más allá de ello.
    La catedral es el lugar donde Napoleón Bonaparte se coronó a sí mismo Emperador de Francia en 1804. Es donde se beatificó a Juana de Arco. Es el ficticio hogar de Quasimodo, protagonista de la célebre obra de Victor Hugo, Notre Dame de Paris.

    Eso y muchas cosas más hicieron que fuese imposible no descender del bote para echar un vistazo más de cerca al templo.
    La buena noticia para los turistas es que la entrada es gratuita, habiendo que pagar solamente si se desea subir al campanario. La mala es, como siempre, que las filas son largas y la espera prolongada.

    Cerca de allí se podía mirar uno de los puentes repletos de candados en los que las personas “sellan” su amor en la “ciudad del amor”. Pero algunos meses después el gobierno de la ciudad retiraría muchos de esos candados, cuyo peso no era soportado ya por el puente.
     
    Museo de Louvre.
    Pensar en París es también pensar en una de las capitales culturales con mayor influencia en todo el mundo. Una ciudad capital de negocios, moda, cocina y arte.
    No es de extrañarse entonces que en su interior albergue muchos de los museos más concurridos del mundo. El más famoso de ellos, el Museo de Louvre.

    La sede del museo es el antiguo palacio real de Francia, ubicado en el margen norte del río Sena, justo en el centro de París. A partir de 1789, cuando cae la monarquía tras la revolución francesa (quienes habían ya trasladado la residencia de los reyes a Versalles), el palacio pasó a albergar el museo, que se convirtió en uno de los primeros museos públicos del mundo, donde no se discriminaba a nadie para poder entrar.

    Desde entonces ha devenido en uno de los museos más visitados del planeta, debido a lo atractivo y plural de sus colecciones, que centran la atención en el arte y la arqueología anteriores a las corrientes vanguardistas del siglo XIX.
    La multitud de reyes y familias nobles que pasaron sus vidas en los confines del palacio creó una magnífica colección de arte clásico que, tras la abolición de la monarquía, pasaron a ser bienes públicos.

    Muchas de las otras obras fueron donadas o compradas de colecciones privadas, y gracias a la financiación por parte del gobierno francés de excavaciones y campañas arqueológicas ha recaudado, así mismo, piezas y obras de todas las culturas del mundo.

    Las numerosas e inmensas salas del museo, que dan como resultado varios y agotadores kilómetros de recorrido, albergan colecciones inmensamente variadas.

    Desde las esculturas neoclásicas de mármol blanco representado a la mitología griega hasta las antiguas esculturas mesopotámicas y egipcias.

    Entre las esculturas más famosas se deben mencionar la Venus del Milo y el código de Hammurabi, uno de los primeros códigos civiles de la humanidad.

    También me sorprendió encontrar cosas tan remotas como una auténtica esfinge griega.

    En la pintura son numerosos los artistas que se exhiben en el Louvre, de renombres tan sonados que es imposible no conocerlos: Rubens, Delacroix, Leonardo Da Vinci, Tiziano, Alberto Durero, Diego Velázquez, Francisco de Goya…
    Hay pinturas que ningún visitante se quiere perder, pues debido a su fama sería casi un pecado no poder admirar la obra original. Entre ellas está La coronación de Napoleón de Jacques-Louis David, y La libertad guiando al pueblo de Delacroix.

    Pero, sin duda, la más célebre y enigmática de ellas, que ha generado múltiples leyendas, libros, películas y sagas, es La Gioconda, mejor conocida como La Mona Lisa.
    La bella técnica al óleo utilizada por Da Vinci para su creación no es, quizá, lo que convierte a esta pintura en la más visitada del mundo, sino la variedad de mitos que la rodean, la cantidad de reproducciones, la incógnita sobre la modelo en la que se inspiró el autor, la sonrisa de la mujer e, incluso, el robo que sufrió en 1911, lo que originó que hoy se resguarde tras un vidrio a prueba de balas que la cotiza como una de las obras más deseadas en toda la historia.

    Hay quienes dicen que el cuadro exhibido en el Louvre no es el original, sino solo una copia para los turistas. Sea como sea, son miles las personas que se aglutinan a diario tras sus paredes transparentes para poder tomar una fea fotografía o una tonta selfie frente a ella.
    Admirar a La Gioconda no es, sinceramente, uno de los momentos más memorables de mi vida.
    La entrada al Louvre para el público en general es de 14 euros, bastante bien invertidos diría yo. Es un museo imprescindible visitar al menos una vez en nuestra vida, aunque cabe advertir que hay que ir preparados para una larga y agotadora caminata.
     
    Los Campos Elíseos y el Arco del Triunfo.

    Justo frente al antiguo palacio del Louvre se posan los jardines de las Tullerías, antiguos jardines reales en los que hoy caminan cientos de turistas rumbo a la famosa Plaza de la Concordia, para fotografiar el obelisco y tener una vista amplia de la explanada.

    Pero la mayoría se dirige a la plaza por otra buena razón. Es el lugar donde da comienzo una de las avenidas más hermosas y conocidas del mundo: los Campos Elíseos.

    Campos Elíseos en otoño
    Originalmente planificada como una ampliación de los jardines de las Tullerías con la plantación alineada de árboles, la avenida sigue una línea recta desde la entrada del Louvre.

    Sus casi dos kilómetros de largo nos llevaron por un amplio bulevar decorado con motivos navideños, bajo los cuales se aglutinaban comerciantes que juntos formaban el mercado de Noël parisino.

    Mercado navideño
    Si bien la avenida es también famosa por las múltiples marcas de ropa reconocidas a nivel internacional, las boutiques más exclusivas no se encuentran allí, sino en las calles que interceptan los Campos Elíseos, donde pude encontrar zapatos de más de mil euros y tiendas donde tan solo el traje del portero parecía estar valuado en más de diez mil euros.

    Tan solo al abrirse la puerta podíamos sentir el aroma a exclusivos perfumes que debían costar una fortuna. No eran tiendas a las que sinceramente nos atrevíamos a entrar. ?
     
    Mi amiga Louise y su hermana nos llevaron por toda la avenida hasta su punto culminante, la Plaza Charles de Gaulle, una estrella urbana de donde nacen varias avenidas y en cuyo centro se levanta el majestuoso Arco del Triunfo de París.

    Construido en 1806 por orden de Napoleón Bonaparte, representa la victoria en la batalla de Austerlitz. En sus paredes se inscriben los nombres de los revolucionarios y de los generales franceses.

    Bajo sus 50 metros de altura ondea una llama eternamente encendida en conmemoración del soldado desconocido que luchó y murió en la Primera Guerra Mundial.

    Es posible subir para tener una vista completa de los Campos Elíseos y de todo el centro de París. Por supuesto, la fila es igual de larga, cosa que no quisimos hacer.
     
    Barrio de Monmartre y la Basílica de Sacre Coeur.

    París es una ciudad cuya mayor parte de terreno es plano. A excepción de una pequeña colina al norte, que alberga al homónimo barrio de Montmartre.
    Si bien los asentamientos humanos existen en esta colina desde antes de la Edad Media, su fama devino a partir del siglo XIX, cuando formaba una comuna a las afueras de París, a la que luego fue anexada.
    Sin embargo, su ubicación la libraba de impuestos, y ello influenció mucho en la evolución del barrio como un sitio de consumo popular, siendo sede de restaurantes, cafés y cabarets tan famosos como Le Chat Noir y Moulin Rouge, que sobreviven hasta nuestros días, y donde una entrada sencilla cuesta nada menos que 100 euros. Un poco imposible de pagar para nosotros. ?

    Monmartre es la cuna del impresionismo y de artistas vanguardistas que desde finales del siglo XIX se instalaron en el vecindario, cautivados por su aire bohemio.
    Personajes tan célebres como Pablo Picasso, Amadeo Modigliani y Vincent Van Gogh vivieron y crearon muchas de sus obras allí.
    Hoy Monmartre se ostenta como una zona comercial, hogar de miles de restaurantes y cafés turísticos que se rodean por su antiguo ambiente bohemio.

    La Place tu Tertre es un vivo ejemplo de lo que solía ser el barrio, hoy llena de pintores que ofrecen retratos a los turistas por algunos euros.

    En lo alto de la colina se yergue otro de los infinitos íconos parisinos, la Basílica del Sagrado Corazón, o Basilique de Sacre Coeur en francés.

    Subir a pie por Montmartre es una tarea ardua para algunos, incluyendo a mi madre y mi tía, quienes no están acostumbradas a las alturas y a largas caminatas. Pero todo vale la pena cuando se alcanza la cima con tal majestuoso templo.

    Fue construida en el siglo XIX en memoria de los caídos durante la guerra franco-prusiana, y hoy es otro de los monumentos más visitados de la ciudad.
    Pero su bella y blanca arquitectura no es lo mejor de la basílica, sino las increíbles vistas que se tienen desde lo alto.

    Para los más débiles o perezosos es posible tomar un funicular para subir a la basílica, aunque sinceramente recomiendo una buena caminata por Montmartre y parar en uno de sus cafés. Es algo simplemente imprescindible, y uno de los clichés parisinos que más disfruté.
     
    El palacio de Versalles.
    Hace tres siglos un rey francés llamado Luis XIV decidió trasladar la residencia real al suroeste de París, en un sitio llamado Versalles.

    Estatua de Luis XIV
    Es él quien comenzó la construcción de uno de los palacios reales más grandes, impresionantes y visitados hoy en toda Europa, el Palacio de Versalles.
    Aunque sería romántico viajar de París a Versalles en un carruaje como los antiguos reyes, nosotros tomamos nuevamente el peculiar tren RER con rumbo a Versalles. Era casi nuestro último día en París y el dinero se agotaba poco a poco. Y el RER no es el tren más barato del mundo.
    Así que seguimos, indebidamente, el consejo de mi amigo Erwan. No pagar la entrada del tren.
    Compramos solo un ticket de 9 euros para seis personas, asegurándonos de que no hubiera ningún policía cerca. Y cuando no había nadie alrededor, metimos el boleto en la máquina y la puerta se abrió. Mi tía se quedó parada para que las puertas no cerraran, y fue entonces cuando los otros cinco corrimos tras de ella.
    Poco podíamos creer lo que acabábamos de hacer, cosa que ni siquiera en México habíamos hecho. Pero era París, y era extremadamente caro.
    Así llegamos a Versalles, una pequeña y fría villa al suroeste de Île de France.
    No había casi ningún visitante aquel día por la mañana. Solo un frío y helado viento que acompañaba a las aves que sobrevolaban el pueblo.

    Versalles
    Pero habíamos tomado una mala decisión: era lunes. Y el castillo no abre sus puertas los lunes. Fue ahí donde volví a aprender la lección del novato: siempre revisar los horarios.
    De todas formas el palacio está siempre allí, y como un bien público abre las puertas de sus patios exteriores todos los días del año, a donde los escasos turistas nos acercamos a conocer.

    El gigantesco Palacio de Versalles es la viva imagen del poder de la monarquía francesa en su época de mayor esplendor, durante el reinado de Luis XIV en el siglo XVII.

    Fue causa de envidia de muchos de los reinos europeos, que no quisieron quedarse atrás y reconstruyeron muchas de sus residencias reales.
    Los distintos departamentos fueron edificados en distintas épocas, en las que Luis XIV decidió rehacer lo iniciado por su padre, Luis XIII, quien había instalado en Versalles un pequeño lugar de caza junto a un terreno pantanoso.

    Las fachadas fueron inspiradas en la arquitectura italiana, pero instauraron elementos que nacieron simplemente del espíritu monárquico francés.
    Su decoración en oro por todas las orillas del palacio realza la gloria que vivieron los reyes hasta antes de la Revolución francesa, donde se derrocó al poder absoluto y Versalles quedó, entonces, vacío.

    Una de las cosas más maravillosas se encuentra en el ala posterior del castillo, donde emergen los majestuosos jardines del palacio.

    Inspirado por los invernaderos y laberintos de los jardines ingleses, Luis XIV mandó a plantar los mejores y más bellos árboles justo detrás de la que sería su residencia a partir de 1682, formando una perfecta simetría entre una selva de piedra y una selva verde.

     
    Los jardines rodean a las múltiples y elegantes fuentes con esculturas que recuerdan a la antigua mitología griega, elogiando la cultura clásica Europa.

    A pesar de que ya había llegado el invierno y los jardines no lucían su mejor barra cromática, un paseo por sus largas avenidas fue una de las cosas más encantadoras que hice en París.

    Si bien Luis XIV fue el creador del palacio y sus terrenos actuales, otro par de reyes adhirieron su último toque a Versalles antes de que fuera tomado en 1789: los jóvenes Luis XVI y María Antonieta.
    Como últimos reyes del antiguo régimen de Francia, decidieron no dejar pasar el tiempo y dejar su huella en la residencia, sobre todo la joven austriaca María Antonieta, a quien se criticó por los enormes gastos realizados con el erario público para su propio beneficio.

    Uno de ellos es una pequeña zona en el centro de los jardines que hoy se conoce como los Aposentos de María Antonieta. Se trata de una pequeña casa y una granja alejadas del bullicio de la realeza en el palacio, donde la reina decidía descansar y disfrutar de su pronta maternidad.

    Aposento de María Antonieta
    El palacio representa mucho más que solo a la antigua realeza. En su interior se vivieron importantes acontecimientos que marcaron para siempre la historia de la actual Francia.
    Fue allí donde Luis XVI y María Antonieta vivieron sus últimos días antes de ser llevados por la fuerza a París, donde fueron encarcelados y la muchedumbre aclamó por degollarlos a ambos en el centro de la Plaza de la Concordia, explotando así la primera revolución europea y formándose uno de los primeros Estados occidentales modernos, que daría lugar a una serie de revueltas y nuevas corrientes de pensamiento en el mundo entero.

    Versalles es un sitio que debe ser visitado, por más cliché que una foto en la Galería de los Espejos o en uno de los laberintos del jardín pueda ser.
    Para los más perezosos, también se puede recorrer sus jardines sobre un pequeño tren. Pero recuerden siempre: los lunes está cerrado.
    Nuestro tour por París terminaría el último día de aquel frío año, cuya noche tuvimos que dormir en el interior del aeropuerto Charles de Gaulle para coger nuestro mañanero vuelo hacia Madrid, donde celebraríamos el fin de año en La Puerta del Sol.
    Siempre hay un precio que pagar por un viaje barato. Pero el dolor de espalda por dormir en el suelo es pasajero. Los recuerdos de cuatro días en París perdurarán por siempre.

  6. AlexMexico
    Un viaje por Europa con aerolíneas lowcost comenzaba a cansarme un poco. Es verdad que había ahorrado casi la mitad de mi dinero comprando mis tickets de avión de forma anticipada, y no un ticket de tren Eurail, como muchos de los viajeros que vienen al viejo mundo hacen.
    Había gastado aproximadamente 220 euros en diez trayectos entre once ciudades de Europa del este y oeste por las que viajaría 22 días. Un ticket de 21 días con Eurail costaba, para los no europeos, 440 euros, lo que permitía coger un tren diario por todo el Espacio Schengen, de cualquier ciudad a cualquier destino y a cualquier hora.
    Pero, ciertamente, viajar con avión tiene sus desventajas. Ello implica mucho tiempo de anticipación para llegar al aeropuerto, que en la mayoría de los casos se encuentra a las afueras de la ciudad. Hay que tomar en cuenta el transporte ciudad-aeropuerto, que no suele ser muy barato.
    Además, con aerolíneas como Ryanair, hacía falta sellar el boleto de abordaje y mostrar el pasaporte en ventanilla antes de pasar al control de seguridad (solo para los no europeos), y para ello también había que hacer una fila.
    Después venía el control de seguridad, que siempre es y será un dilema. Computadora, celular, cinturón, gorros, chaquetas y hasta zapatos fuera para pasar por el lector casi desnudo. Luego toca volver a vestirse y correr hacia la sala de espera.
    Los tiempos de abordaje y despegue se hacen cada vez más eternos. Al final, se ahorra mucho tiempo y dinero para distancias largas en el continente, comparadas con un tren. Pero siempre habrá que pagar un precio.
    Y así viajé nuevamente con la aerolínea Easyjet, que me llevó desde el lujoso aeropuerto Schipol en Ámsterdam hasta el aeropuerto de Berlín-Schönefeld.
    Aunque me había asegurado esta vez de no hacer tantos viajes nocturnos o extremadamente matutinos para no tener que dormir en los aeropuertos, era invierno. Y si bien me había acostumbrado a que en España y México el sol se oculta a las 6 p.m., en el este de Europa, incluido Berlín, anochece a las 4 p.m. Así que llegar a las 5 p.m. a Berlín no me salvó de la oscura y fría noche.
    Al salir del aeropuerto parecía que me había transportado a un mundo paralelo. La oscuridad y ausencia de gente me hizo dudar de dónde diablos estaba entonces. Pero entre la negrura pude sentir debajo y casi sin poder ver, la nieve.
    Hace más de un mes había viajado al suroeste de Alemania para ver los mercados navideños y para conocer la nieve. Pero solo lo primero fue posible. Y aunque había esbozado el instante mágico en que caerían los copos sobre el mercado de Navidad, ahora el verdadero momento había llegado, y fue todo lo contrario.
    Me agaché para coger un poco de nieve con mis guantes. Era como tocar hielo de la nevera. No pude evitar pensar en hacer una bola de nieve y lanzársela a alguien. Pero no había nadie alrededor. Nadie.
    Al contrario de lo que había pensado, caminar sobre la nieve no fue una experiencia grata. En lugar de dar pasos agigantados o hundir mis pies bajo centímetros de ella, la nieve se había barrido por la acera y ahora el suelo estaba mojado y resbaladizo. Y sumado a la oscuridad y mi gran mochila, debía caminar con precaución. 
    Tras unos minutos mirando lo poco que la luz iluminaba el piso, sinceramente no podía pensar otra cosa que en llegar a casa de Ria, mi couchsurfer, y calentarme con un café con leche. Hacía casi -6 grados Celsius y estar solo fuera del aeropuerto en una noche así no es nada agradable.
    Menos mal que había viajado equipado con un guardarropa bastante adecuado. Un par de botas todo terreno, plantillas de peluche y calcetas. Pantalón y playera térmicos, más un suéter, y dos abrigos encima. Una buena bufanda a modo de cubrebocas, guantes, un gorro y orejeras. Nada, excepto mis ojos, estaban al descubierto. Y era una buena elección.
    Solo yo y un argentino estábamos en las vías del metro aquella noche. Escuchar el español en aquel vagón vacío rociado por la blanca escarcha me hizo sentir un poco más cerca de casa, aunque ahora estuviera a casi 10,000 km lejos en mitad del invierno europeo.
    Ria y Maik, su novio, vivían en un barrio residencial al este de Berlín. Encontrar su casa no fue algo complicado. Y al entrar a su acogedora morada, sinceramente, no quise salir más.
    Ambos habían preparado la cena: un puré de trigo con verduras y un poco de té caliente. Ria se desempeñaba como creativa para el teatro, y creaba espléndidas esculturas artesanales para la escenografía de las obras, que se lucían por todo el apartamento. Mientras Maik trabajaba como DJ en un club de Berlín.
    Nos sentamos en el gran salón para conocernos un poco y me ofrecieron un cómodo colchón inflable para pasar la noche. Si quería aprovechar el siguiente día en la ciudad debía levantarme temprano, sabiendo que el sol era escaso en enero.
    Mi frío día comenzó con una leve nevada en el este de Berlín. Definitivamente la nieve era mejor que la lluvia. Al menos no me mojaba. Pero no podía resistir mucho tiempo bajo ella si quería recorrer la ciudad.
    Tomé el metro hasta Alexanderplatz, en el corazón de la ciudad, el punto perfecto para iniciar mi recorrido invernal.
    La plaza solía ser el centro del Berlín del este, capital de la antigua República Democrática Alemana que estaba en manos de la Unión Soviética, en tiempos de la Guerra Fría.
    Aunque Berlín es hoy una de las capitales europeas y mundiales por excelencia, es bien sabido que por más de cuarenta años estuvo dividida por los bloques de la OTAN y la URSS, lo que la convirtió en el símbolo de la Guerra Fría y de la eterna lucha entre el mundo capitalista y comunista.
    Pero lo que hace 27 años era el centro de un mundo separado hoy es un vivo espacio público rodeado por innumerables monumentos y edificios icónicos de Berlín.
    Justo al oeste de la plaza corre el río Spree, el principal afluente de la ciudad. Y en el medio se forma una pequeña isla llamada Spreeinsel, mejor conocida como la Isla de los Museos. Su nombre, claro está, se debe a la cantidad de museos que existen, hoy catalogados como Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
    En ellos se exponen las colecciones de arte y antigüedades que pertenecían a los reyes de Prusia, antiguo reino al que pertenecían Brandemburgo y Berlín.

    Entre los más famosos se encuentran el Museo Antiguo (o Altes Museum), el Museo Nuevo (Neues Museum) y la Galería Nacional Antigua.

    Museo Antiguo
    Pero el más icónico edificio en la isla es sin duda la imponente catedral de Berlín, un enorme templo neobarroco que se alza en el medio de un país mayormente protestante.

    Seguí mi camino hacia el oeste de la ciudad, cubriendo mi boca y casi imposibilitado de sacar mi cámara con mis guantes para tomar una foto. Mis dedos estaban congelados.
    Y si la nieve aún tenía para mí un poco de encanto, se esfumó rápidamente cuando, al llegar a la Universidad de Humboldt, resbalé sobre el hielo y caí de de un solo y fuerte sentón.

    Me vi allí, a mí mismo, tirado sobre el blanco suelo del campus. ¿Qué podía hacer? Solo reír. Y después de mirar a todo mi alrededor (no pude evitar sentir las miradas ajenas) me levanté y continué con mi frente en alto.
    Caminé por todo el bulevar Unter den Linden, una de las principales avenidas del centro, que me llevó hasta el emblema mundial de la ciudad. La Puerta de Brandemburgo.

    Este monumento neoclásico que recuerda a la Acrópolis de Atenas, con la diosa Victoria montada sobre un carro tirado por cuatro caballos, no fungió solo como una puerta de la antigua metrópoli. Entre sus columnas se han sucedido varios de los más importantes sucesos de la Alemania actual.
    El 30 de enero de 1933 15,000 hombres de la SA desfilaron a través de ella, marcando el inicio del nazismo y del ascenso de Hitler como canciller y futuro führer. Pero su fama mundial recae en el gran suceso de 1961: la construcción del Muro de Berlín.
    La muralla que dividiría a Alemania y Berlín por 28 años pasaría exactamente por la Puerta de Brandemburgo, dejándola a la merced y convirtiéndola en “tierra de nadie”.
    Por años fue el símbolo de la Guerra Fría, de la división del mundo entero, de oriente y occidente, de Estados Unidos y Rusia, de la humanidad.
    Así mismo en 1989, al ser derrumbado por fin el muro, pasó a ser el símbolo de la desintegración de la URSS, de la unión de Alemania y del planeta tierra.
    Hoy la puerta es sede de los principales eventos masivos en Berlín, como la celebración del fin de año y algunos conciertos y eventos conmemorativos. No es entonces de extrañarse que todo el tiempo se rodee de turistas y locales curiosos por conocerla.

    Y entre todos ellos, un chico joven de unos 25 se acercó a mí con su celular, hablándome en alemán y luego en inglés. Me pidió tomarle una foto frente a la puerta, a lo que rápidamente acepté.
    “Pero será una foto algo extraña”, me dijo. “¿Por qué?”, pregunté yo. “Porque es para cumplir una apuesta”.
    Luego caminó un poco hacia la puerta y dejó su bolso en el suelo. Se quitó el gorro, la chaqueta y los guantes. Y después empezó a desabotonar su camisa. Ahora sabía de qué se trataba la apuesta.
    Menos mal que no implicaba salir completamente desnudo. Solo sin su camisa. Así que no tardé mucho en tomarle la foto. Si yo me estaba congelando con tanta ropa encima, no podía imaginar lo que quitarse la camisa a -6 grados podía ser.
    Detrás de la puerta se llevaba a cabo una manifestación por un grupo de árabes que pedían la renuncia del presidente Rouhani de Irán. No sabía qué podrían lograr estando tan lejos de su país. Pero las políticas internacionales y la mayoría de las guerras se controlan desde Estados Unidos y Europa, por lo que no resulta extraño que numerosos grupos de migrantes en Alemania se manifestaran en contra del régimen islámico actual.

    Seguí mi camino en dirección oeste hasta entrar al gigantesco parque Tiergarten.
    Por supuesto, durante el invierno no podía esperar otro tipo de paisaje en un jardín que una espesa capa de nieve sobre la escasa vegetación.

    En su interior se encuentran también algunos edificios públicos, como el Reichstag. Fue la sede del parlamento durante el Segundo Imperio Alemán y de la República de Weimar, y hoy punto de reunión del Parlamento de la República Alemana.

    Nadie osaba dar un paseo matutino por aquella fría sábana blanca. Solo yo. Pero estaba en Berlín por solo tres días y tenía que aprovecharlo.

    En el medio del parque, en el cruce de las grandes avenidas que lo atraviesan, se alza la llamada Siegessäule, o Columna de la Victoria, que conmemora las victorias de Alemania en el siglo XIX.

    Para quienes hayan visitado la Ciudad de México alguna vez, seguro les recordará al Ángel de la Independencia.
    Fue en aquel enorme bosque donde vi por primera vez un río congelado. Era algo que solo había visto en las películas. Una textura impresionante que me hacía desear jamás tener que caer sobre su superficie (o peor aún, bajo ella).

    Al llegar a la columna, ya en el Berlín occidental, tomé el camino hacia el lado este, llegando a la famosa Potsdamer Platz.

    Se trata de un centro financiero, como muchos otros. La diferencia recae, nuevamente, en que fue el símbolo del Berlín occidental, y que marcaba la diferencia entre las ideologías y sistemas económicos de occidente y oriente.
    Muy cerca se encuentra una reconstrucción del Checkpoint Charlie, el más célebre de los pasos fronterizos del Muro de Berlín que hoy se muestra como una atracción turística, con todo un soldado estadounidense resguardando la caseta.

    Caminé de vuelta al río, viendo la noche caer sobre mí y la Alexanderplatz, con su torre de telecomunicación sobresaliendo entre toda la ciudad.

    Huyendo del frío y deseando otra taza de té, volví a casa de Ria para descansar y calentarme.
    El siguiente día lo dediqué a conocer un poco los alrededores del barrio donde Ria y Maik vivían.

    Me topé, claro está, con otro día nevado, pero un poco menos frío.

    Tras las iglesias góticas y los panteones cristianos se escondía un barrio residencial lleno de turcos.

    Ria me había hablado un poco sobre la gran influencia que tiene Berlín de aquellos inmigrantes. De hecho, los berlineses suelen decir que el famoso plato dürüm kebab nació en su ciudad, y no en Turquía.

    Lo cierto es que el kebab que comí en Berlín fue el más barato y rico de la historia.
    Todo ello me hacía notar en qué lugar del mundo estaba parado. Definitivamente no me sentía en Alemania. Me sentía en una especie de capital mundial. Con gente de todos colores, nacionalidades, idiomas, vestimentas…
    Y aunque entonces veía muy poca gente en la calle (a causa del frío), me habían contado que Berlín es una de las mejores ciudades para disfrutar el verano en Alemania, y por ello desearía volver en un futuro mucho más cálido.
    Pero ahora había que aprovechar el frío y la nieve. De regreso en México no podría hacerlo. Así que volví con Maik y Ria y nos reunimos con algunos de sus amigos, quienes planearon una tarde de juegos en la nieve en un parque cercano.
    Llevamos un pequeño trineo y una tabla de snowboarding. Todo lo que había deseado hacer en mi infancia ahora lo estaba haciendo. A mis 22 años.

    En el parque había una pequeña colina, donde decenas de niños con sus padres y hermanos se lanzaban por la nieve sin temor alguno.

     
    No hizo mucha falta que me enseñaran cómo usar el trineo. El principio era fácil. Sentarse y deslizarse.

    Pero debo aceptar que la primera vez tuve miedo de caer. ¿Cómo se sentiría golpearme contra la nieve? Era algo que tenía que descubrir. Una experiencia nueva como ver el mar por primera vez. 

    Luego de unos minutos mis dedos y manos estaban completamente congelados, y no sabía qué hacer para calentarlos. Ria tuvo una buena idea.
    Había llevado un termo con vino caliente para degustar. Todos nos amontonamos alrededor de su humeante sabor para ingerir un poco del calor que emanaba. Aunque no servía de mucho.

    Al caer la noche volvimos a casa y no volvimos a salir. La temperatura había descendido a casi -10 grados y estaba claro que era demasiado para alguien de la costa mexicana como yo. 
    Al siguiente día dejaría la acogedora morada berlinesa y prometería volver algún verano. Ahora cruzaría la frontera por carretera, adentrándome en la desconocida Europa del este.
  7. AlexMexico
    Mis azares por el aire habían cesado con mi arribo a Berlín. Luego de tres días en la antigua capital prusiana era hora de retomar la ruta para adentrarme en la desconocida Europa del este. Pero en el momento en que recorrimos el primer tramo hacia la ciudad de Dresde no sabía si comprar un ticket de bus en pleno mes de enero había sido exactamente una buena idea.   
    Ambos costados de la carretera se encontraban colmados de nieve. Por las ventanas poco se podía ver con la niebla y la ventisca que soplaba intensamente contra nosotros.   Solo las débiles siluetas de los árboles pelones podían ser divisadas desde nuestro cálido interior.
    Pero antes de tocar la frontera este alemana todo simuló mejorar, y aunque la nieve no desaparecía, el viento parecía haber dimitido.
    Perdido en la segunda lectura de La insoportable levedad del ser, poco me percaté de nuestro ágil cruce hacia la República Checa, cuya capital esbozaba ya en mi mente como escenario principal de la célebre obra de Milán Kundera, ciudad misma a la que en menos de una hora comparecería.
    Si bien acababa de pasar seis días en los Países Bajos y Alemania y mis saberes del neerlandés y alemán eran prácticamente nulos, debo confesar que me sentía más intimidado por encarar a los checos que a la gente de otros países. Desde mi primer intento por leer un letrero en aquel lejano e inusitado idioma mi cerebro se nubló y mi cuerpo regresó a la realidad Un crudo, oscuro y solitario invierno en Europa del este era lo que me esperaba para los próximos días.
    Pero estaba en Praga. Una ciudad soñada por muchos, amada por muchos, deseada por muchos. Y estaba allí para descubrir la verdadera razón.  
    Era cerca del mediodía, y sabía que si quería aprovechar la escasa luz invernal debía apresurarme. Mi primer paso era encontrar la casa de Mike, el couchsurfer que me hospedaría en el sexto distrito de la ciudad.
    Tomé el metro y descendí en la parada Dejvická, que Mike bien me había indicado. Antes de saber que Google Maps puede funcionar sin conexión (si antes de abandonar una red wi-fi abrimos la aplicación para que encuentre nuestra ubicación) guardé la captura de pantalla para seguir el camino de la estación hasta su dirección postal.
    Hallarla no fue difícil. Pero había un pequeño problema. El edificio no tenía timbres.
    Miré a mi alrededor. El vecindario parecía bastante solitario, sumado a la sábana blanca que se extendía por la nevada que recién había caído aquella mañana.
    Los teléfonos públicos parecían ya no existir. Y además de todo no había todavía cambiado mis euros por coronas checas.   
    Caminé un poco más al norte hasta alcanzar un ingente edificio que simulaba ser un hotel. Allí seguro encontraría wi-fi.
    Mis gajes me llevaron hasta la recepción, donde el host se aproximó demandando mi reservación. Me escudé al decir que me vería con alguien, y me atreví a pedir la red de internet. Sorprendido, la obtuve sin ningún problema.   
    Y después de mandarle un mensaje, Mike bajó para recibirme en el corredor de su edificio, a unas cuantas cuadras al sur del hotel.
    Su apartamento resultó ser una especie de albergue temporal para estudiantes extranjeros. Dos chinos (él incluido), una azerbaiyana, una siria y un hindú. Ningún checo.
    Todos asiáticos. Todos hablantes de inglés. Todos en Praga como parte del mismo programa: Erasmus Mundus. Y ello quería decir, desde un principio, que se trataba de muy buenos estudiantes.   
    Un año atrás había oído hablar de Erasmus Mundus en una expo de Euro-posgrados. Se trata de un programa auspiciado por la Unión Europea (como el Erasmus original). La diferencia es que la versión Mundus apoyaba también a ciudadanos no europeos para estudiar sus posgrados en Europa. 2000 euros al mes, planes de estudio en inglés y francés, dos años en tres ciudades diferentes. Parecía ser un paraíso.
    Pero obtener una de las becas no es nada fácil. Tanto que en cada programa pueden aceptar a solo 14 personas no europeas por año. Lo que quiere decir que aquel grupo de asiáticos había competido con prácticamente todo el planeta para poder estudiar gratis una maestría en su vecino continente.   
    Mike me mostró el piso y me dio algunos consejos para visitar la ciudad. Él tenía cosas por hacer y no podría salir conmigo. Aunado a que debido al frío pocos querían realmente salir.
    Pero yo no podía dejar que la calefacción y el cómodo sofá me invitaran a una siesta cuando la capital más bella de Europa central esperaba fuera por mí. Así que volví a la estación de metro y me dirigí rumbo a la Plaza de Wenceslao.
    Esta amplia explanada toma más la forma de un bulevar que de una plaza, por su extensión alargada de sureste a noroeste.
    Ha sido sede de importantes momentos en la historia del país, como la Revolución de Terciopelo y la Primavera de Praga.

    Con el edificio neoclásico que alberga al Museo Nacional Checo en su extremo sur, se marca el inicio del centro histórico de la ciudad, que desde 1992 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y fue allí donde comenzaría mi fría caminata de enero.  
    Praga es bien conocida por su historia medieval, sus alianzas y rupturas con imperios y bloques extranjeros, por su cerveza, por sus escritores y por su hermosa arquitectura. Y por esto último es también llamada la ciudad de las torres. Un nombre que, sin duda, se ganó con creces.

    Una de las primeras torres que fácilmente se asomó ante mis ojos al caminar por las estrechas calles del primer distrito de la ciudad fue el Campanario del Antiguo Ayuntamiento.

    El torreón es una de las imágenes más conocidas de Praga, no solo por su altura, sino por el antiguo reloj astronómico que posee en una de sus paredes. No es extraño entonces que cientos de turistas la visiten cada día para subir hasta su punta y tener una vista panorámica de la urbe.
    Y la mejor perspectiva que pueden tener es la de la Plaza de la Ciudad Vieja, una de las más antiguas y hoy atracción turística.

    La milenaria historia de la ciudad la ha dotado de múltiples estilos arquitectónicos a lo largo de su territorio. Pero en la Plaza de la Ciudad Vieja el estilo gótico es el que más resalta a los ojos. Sobre todo en la Iglesia de Týn.

    Esta imponente iglesia medieval fue la más importante de la antigua Praga, y aunque hoy se ostenta solo como un templo más es sin duda una de las estampas más célebres para los visitantes, que la ven más como un castillo por sus dos increíbles torres.
    Del lado este yace el Palacio Kinský, sede de la Galería Nacional, mientras al norte se alza la Iglesia de San Nicolás, un tanto menos conocida.

    Palacio Kinský
    La plaza fue mi punto de partida para recorrer la calle Pařížská, la París de Praga.
    La arteria lleva el nombre de la capital francesa porque fue construida a finales del siglo XIX como una copia de los Campos Elíseos. Y aunque no se le asemeja casi en nada a la famosa avenida parisina, en la que ya había estado un mes atrás, sus encantadores 400 metros lograron cautivarme.  
     

    A ambos costados se posan enormes edificios de fachadas tan coloridas y detalladas que claramente se ha tratado siempre de un barrio sumamente burgués.

    Y eso me quedó claro al pasearme frente a las boutiques y joyerías que al nivel de la acera muestran sus mejores prendas para las billeteras más acaudaladas. Visiblemente no era algo para mí.

    La calle me llevó hasta las orillas del río Moldava, afluente que divide a la ciudad. En la otra orilla apareció el enorme Palacio de Gobierno de la República Checa.

    El lado oeste del Moldava se encuentran los barrios Hradčany y Malá Strana, conocidos como el Barrio del Castillo y el Barrio Pequeño.

    La silueta que ambos vecindarios dibujaban lucía simplemente encantadora, con la catedral en su punta y sus tejados en “V”.   

    Pero mi visita a esa parte de la ciudad aguardaría para el siguiente día. Por ahora, mientras el sol se ocultaba, una caminata por el malecón Smetanovo y las vistas de Praga eran todo lo que necesitaba… Hasta que el frío se volvió insoportable. Entonces fue momento de probar una buena cerveza checa en una taberna local.  
    Caminé hasta el metro más cercano y volví hacia el distrito 6 para buscar algo de comer y regresar a casa.
    Hasta entonces había olvidado cambiar mis euros por la moneda local. Pero nada que mi fiel tarjeta de débito no pudiera arreglar en el supermercado. Mas la expresión del hombre en la caja cambió mi suerte, cuando me hizo saber que mi tarjeta no pasaba por la terminal
    Era la primera vez que ocurría; pero él parecía no creer. Nadie en la tienda hablaba siquiera un poco de inglés. Y sin efectivo alguno me vi obligado a cancelar mi compra e irme con las manos vacías.   
    Por suerte, Mike había cocinado un buen arroz chino, del que amablemente me convidó. Mi primera tarea al próximo día sería definitivamente cambiar mi efectivo por coronas checas.   
    La mañana siguiente amaneció aun más fría. Los techos al norte de Praga se cubrían de nieve, y más al centro el paisaje no cambiaría mucho. —Pero debo resistir —me dije. Y sin perder más tiempo caminé hacia el sur. Y tras cambiar por fin mis monedas alcancé mi principal destino por el que había ido a la capital checa: el Castillo de Praga.
    Se trata nada más y nada menos que del castillo antiguo más grande del mundo, y forma también parte, por supuesto, del Patrimonio de la Humanidad de Praga.

    La entrada norte del complejo me recibió con una manta blanca de nieve que se había deshelado en el concreto, pero no en los alrededores de la fortaleza.

    Desde el ala norte sobresalían las torres de la enorme catedral que nos daba la bienvenida a todos los visitantes. Pero algo mucho más curioso nos recibía a la entrada.   
    Dos guardias de seguridad, mejor dicho centinelas, que resguardaban el acceso al complejo tal como los guardias de la familia real inglesa.   

    Me era difícil imaginar cómo, a unos -8°C, podían mantenerse completamente inmóviles por un tiempo tan prolongado.   
    Y tras comprar mi ticket de acceso por unas 250 coronas, me trasladé de repente a la Edad Media y a más de mil años de historia del extinto Reino de Bohemia.   
    El elemento más simbólico y más notable de toda la fortaleza es, sin duda, la Catedral de San Vito, otra joya del arte gótico en Praga.

    Con ello cabe destacar que el castillo no fue solamente residencia de los reyes de Bohemia, emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, presidentes de Checoslovaquia y la República Checa con su remodelado Palacio Real, sino que también ha acogido a los obispos y arzobispos de Praga, muchos de los cuales se encuentran enterrados allí.

    La suntuosa catedral es uno de los vestigios de la época dorada de Praga, que dio comienzo con el emperador Carlos IV del Sacro Imperio Romano Germánico en el siglo XIV.

    En aquella época el Papa era la única persona con el poder para coronar a emperadores en la Europa cristiana. Ello deja de manifiesto el poder que reinaba en el castillo. Los monarcas que eran coronados en aquel majestuoso templo no solo heredaban los territorios de Bohemia (actual República Checa), sino de todo el Imperio Romano Germánico y sus consiguientes dominios (que hoy abarcan Alemania, Austria, Eslovaquia, Eslovenia, Suiza, Liechtenstein, Luxemburgo, partes de Italia, Polonia, Hungría, Países Bajos, Francia y Bélgica).
    Durante el reinado de Carlos V, por ejemplo, se decía que en su reino nunca se ponía el sol, ya que al ser hijo de monarcas españoles y nieto de los Habsburgo heredó la mitad de Europa y las colonias del Imperio Español en América, Filipinas y África.
    La zona del Palacio Real abierta al turismo también me mostró un poco más de la lujosa e increíble historia de los gobernantes de aquellas lejanas pero poderosas tierras.

    El salón de baile, por ejemplo, deja imaginar la opulencia de las noches que allí se organizaban con la aristocracia bohemia y sus grandes banquetes.

    Los libreros antiguos revelan siglos de escritura resguardados como un imprescindible tesoro arqueológico.

    El Salón del Trono es, ciertamente, el cuarto más maravilloso de todos. Y no solo por atestiguar la silla real donde decenas de reyes se sentaron, sino por la presencia de la Corona Real de Bohemia.
    Y esta vez no hablo de un imperio intangible, sino de una verdadera corona.   Una corona chapada en oro y decorada con verdaderas y preciosas joyas.

    Soy consciente de que, muy probablemente, esa corona no fuese la original. No a la mano de todos los turistas tras un vidrio antibalas y sin ningún otro sistema de seguridad. Pero la sola idea de verla me generó mucha emoción.   
    Al salir del Palacio llegué a una pequeña plaza tras la Catedral y frente al antiguo Convento de San Jorge.

    A su costado se alza otro gran templo, la Basílica de San Jorge.

    Desde allí comienza una especie de avenida que desciende por la colina hacia una gran torre en su entrada, la llamada Torre Blanca.

    Allí pude visitar el interior de algunos edificios de piedra que resguardaban antiguos utensilios de la época, la mayoría forjados en hierro o en madera.

    Pero la “avenida” más encantadora dentro del castillo es el Callejón del Oro.
    Es una pequeña calle orillada por menudas casitas de colores en las que apenas cabe un ser humano de estatura promedio.

    Aquellas viviendas, que parecen sacadas de un cuento, solían estar habitadas por orfebres desde el siglo XVI hasta finales de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, uno de los personajes más famosos de Praga, Fran Kafka, vivió allí durante un año.

    Hoy deshabitadas, exhiben la forma de vida de la pequeña localidad, con muebles y utensilios que recuerdan a una casa de muñecas.  
    La rúa principal descendía hasta el final de la muralla, donde llegué a un mirador que me sirvió de descanso con el mejor panorama de la ciudad.

    Desde allí se tiene la vista de Malá Strana, o la Ciudad Pequeña. Es decir, la parte occidental de Praga.

    Sus tejados naranjas estaban escarchados por la nieve que había azotado la capital por ya varios días. Pero al menos aquella tarde Praga me dejaba disfrutar de un paseo sin ventiscas y de una atmósfera casi totalmente despejado.   

    Bajé hasta la rivera del Moldava, repleta de aves acuáticas que batallaban por los pequeños trozos de pan que allí se habían arrojado.

    La vista dejaba ver una cúpula católica, la Torre del Campanario y, la más emblemática de todas, la Torre del Puente de Carlos.

    Otro de los íconos que legó el poderoso emperador bohemio y otra estructura gótica más que para muchos representa su máximo esplendor en la ciudad.
    Pero antes de dirigirme a aquel augusto puente regresé un poco hacia el lado oeste, para no perderme de una buena caminata por Malá Strana.
    En el avión de Barcelona a Ámsterdam había cogido la revista de la aerolínea que ponen en la parte trasera del asiento (cosa que normalmente no suelo hacer).
    Un artículo me llamó la atención. Se llamaba Praga: el Hollywood de Europa.
    Según el autor, entre todas las ciudades europeas Praga tenía el centro histórico mejor conservado y auténtico de todos. Y ello la hacía el escenario preferido para los cineastas que buscaban la atmósfera perfecta para las películas de época, sobre todo de la era renacentista.
    Malá Strana es llamada la Perla del Barroco. Y vaya que merece el seudónimo.

    Sus callejuelas están flanqueadas por encantadores edificios de colores pastel que me recordaron a los aposentos de María Antonieta en Versalles.

    Si bien sus plantas bajas están llenas de negocios locales y restaurantes, no hay una invasión masiva de publicidad o elementos posmodernos que irrumpan en demasía con el origen antiguo del vecindario.

    Estaba seguro de que si lograse quitar todos los coches de las calles y los letreros de señalización y publicidad podría fácilmente filmar una película renacentista. Solo necesitaría un excelente vestuario y a Keira Knightley, claro está.  
    La Ciudad Pequeña se yergue al pie del castillo. Pero al caminar al extremo oeste se alcanza una colina de considerable altura, desde la que tuve otra panorámica más de la ciudad de las torres.

    Directamente desde la Iglesia de San Nicolás, una de las tantas en Malá Strana, llegué hasta la puerta de entrada del Puente de Carlos, el más famoso de Praga y uno de los más célebres en el mundo.

     
    El puente fue mandado a construir por el rey Carlos I de Bohemia, mismo que erigió la catedral en el castillo, para unir a las antiguas dos ciudades que se encontraban separadas por el río Moldava.
    A sus costados se alzan 30 estatuas de distintos santos y patronos venerados en la época, que adornan los 500 metros por los que se prolonga la magnífica estructura.

    El legado dorado del emperador para la ciudad y para los checos es quizá el más conocido por el mundo fuera del país. Y no cabe duda del porqué.
    Debo admitir que cruzar aquel puente fue una de las cosas más mágicas que he hecho en mi vida. Más que contemplar la Torre Eiffel, más que el Palacio Real de Madrid; más que nadar en el Mediterráneo y quizá más que comer una salchicha en un mercado navideño en Alemania.   

    A pesar de la multitud de turistas, el Puente de Carlos me dejó en claro por qué Praga es tan admirada por todos. Y por qué aquella revista la catalogó como una ciudad de película.   

    Después de otra buena cerveza en una taberna volví al apartamento de Mike y descansé mi última noche en la República Checa. Temprano tomaría otro bus para seguir conociendo el legado del Imperio Germánico por la Europa Central.
    Pueden ver todas las fotos en los siguientes álbumes:
    Praga parte I
    Praga parte II
  8. AlexMexico
    En medio de otra helada mañana me despedí de Matthias y de su afable morada y le deseé un agradable viaje de vuelta a México, donde pronto se mudaría con su novia. Por mi parte era hora de tomar el tercer bus de mi travesía, dirigiéndome cada vez más al este de Europa.
    Matthias y su roomie austriaco me habían acogido de la mejor manera en Viena y ahora me despedía de la capital de los Habsburgo para encaminarme a otra alucinante ciudad imperial: Budapest.
    Para ese entonces empezaba a cansarme de la nieve y del frío. No había podido ver el sol desde que estaba en Barcelona unos diez días atrás, y estaba al punto de quemar mis manos para hacerlas entrar en calor. No había más que resistir Y como ya era costumbre, y con lo difícil que era conseguir un bus con wi-fi en aquel entonces, antes de salir de casa escribí un mensaje a Richard, mi couchsurfer en Hungría, diciéndole que arribaría en unas tres horas. Prometió esperarme en la estación de buses para luego llevarme a su piso. Él tampoco tenía internet fuera de casa y todo dependía de nuestra conexión a un módem.
    El viaje fue cómodo y por la ventana no vi más que una extensa capa de blancura eterna, a lo que ya me había acostumbrado y a lo que pronto le perdí el encanto.
    Pero, dormido, no me di cuenta de que el bus iba con retraso, y que a la hora en que debía verme con Richard nosotros seguíamos en medio de la carretera, sin señales de llegar a la ciudad.
    Comencé a preocuparme y a buscar una solución. Pero a bordo de aquel bus nada podía hacer. Solo esperar a que llegásemos lo más pronto posible y buscarlo en la estación.
    El bus aparcó una hora más tarde en la calle fuera de la central. Incluso esperar por mi equipaje parecía un minuto eterno. Temía que Richard se hubiera ido ya.
    Corrí hasta la estación y volteé por todas partes, sin poder encontrarlo. Solo tenía unas cuatro fotos de él guardadas en mi móvil y me había dicho que llevaría una chaqueta y zapatos de color azul.
    Empecé a repasar en mi mente qué debía hacer. Había escuchado a hablar a unos españoles en el bus y quizá podía unírmeles para ir al hostal que ellos ya tenían reservado. Pero no podía gastar mucho. No en el medio de viaje por Europa.
    Pero de pronto un chico apareció sosteniendo un letrero con su mano derecha que decía “Alexis” en una caligrafía algo difícil de leer. ¡Era Richard! ¡Couchsurfing funcionaba! Y eso me hacía muy feliz.   
    Corrí y le grité por la espalda para que se detuviese. Le pedí perdón repetidas veces, a lo que contestó: “Estuve a punto de irme, he esperado más de una hora. Pero no quería dejarte solo aquí”. Nada más podía replicar que un sincero “gracias”.   
    Cogimos entonces un bus local hacia su apartamento en el este de la ciudad. Tenía la pinta de ser una zona bastante popular, quizá de los años del comunismo. Edificios de varios pisos amontonados uno junto al otro con colores neutros que no se preocupaban por su imagen urbana, sino por cumplir su objetivo como vivienda humana.
    Richard me había dicho que normalmente vivía con su novia. Pero entonces era invierno y había decidido mudarse con su padre por unos meses, ya que la calefacción suele ser muy cara y debía ahorrar algunos florines.
    Pensé entonces que sería lo más interesante que podía pasarme en mi viaje. Conocer a una familia húngara. Además, todo mundo podría esperar vivir mejor con sus padres que por sí solo. La comodidad del hogar. Pero al llegar me llevé una no muy grata sorpresa.
    Los pasillos del edificio parecían una cárcel, con varias rejas que encerraban los conjuntos de apartamentos. Y al abrir la puerta del suyo pude ver una caja de unos 30 metros cuadrados abarrotada de cosas que parecía denotar el cuarto de un gueto judío de los años 40.   
    Un pequeño pasillo de unos cuatro metros de largo que funcionaba como “recepción” y cocina al mismo tiempo, con los sartenes, cacerolas y utensilios colgados de la pared, y la alacena que se colmaba por productos de abarrotes que saltaban hasta el suelo.
    Una parrilla llena de grasa y cochambre y una pequeña barra de madera donde apenas y se podía cortar una cebolla sin siquiera rozar el resto de los alimentos.
    Un cuarto de unos 7 metros cuadrados con papeles y un escritorio funcionaba como la oficina del anciano padre, a quien saludé con la mejor sonrisa. Pero él solo hablaba húngaro y ruso, así que nos limitamos a saludarnos con las manos y un buen gesto de cortesía.
    El cuarto más grande, que sería mi “dormitorio” por dos días, no era más que dos armarios de madera cuyas puertas era imposible cerrar por la cantidad de ropa que salía de ellas. Y en el suelo restante se tendía un colchón matrimonial. Sin cama, sin cabecera. Solo el viejo colchón con montones de ropa sucia encima.  
    “Aquí dormirás hoy”, me dijo Richard. “No te preocupes, yo puedo dormir en el suelo, el colchón es para ti”. No pude evitar mover mis ojos por toda la habitación buscando un pedazo de suelo donde él pudiese acostarse. Quizá bajo ese montón de ropa haya un espacio libre, me dije.
    Pero lo peor no lo había visto aún. Tenía que orinar.
    Pedí a Richard si podía usar su baño, que estaba a la entrada del pasillo a la izquierda. Y al abrir la puerta vi por primera vez el baño del infierno. Una bañera amarillenta (que parecía haber sido blanca en el pasado) llena de manchas de mugre, moho y un tapón con pelos. Un lavabo roto por el que goteaba agua cada dos segundos. Y un antiguo retrete con la cadena sobre la cabeza que parecía nunca haber sido lavado.   
    No pude hacer más que sentir asco al verlo. Aguanté mis ganas de orinar y salí sin tocar un solo elemento de aquel espeluznante cuarto. Sin un lugar donde sentarme en aquel apartamento, me quedé parado repasando en mi mente si de verdad quería quedarme allí.   
    Richard se acercó y me ofreció un sándwich y un vaso de jugo. “Es un sándwich de queso húngaro” me dijo. “Tienes que probarlo”.
    Mi persona no me dejó comportarme de forma grosera y acepté con gratitud la comida, servida en un plato no muy bien lavado.
    Richard era un chico completamente gentil y no quería herir sus sentimientos. Así que lo había decidido. Me quedaría en su casa dos noches y dormiría tapado con mi saco de dormir, no son sus sábanas. Y definitivamente no me ducharía en dos días. Y buscaría un McDonald’s. No pensaba utilizar aquel retrete infernal.   
    Anonadado entre aquellos cuatro muros esperé a que Richard se cambiara y entonces salimos a la ciudad. Tomamos de nuevo un bus para llegar hasta el centro, precisamente hasta la estación de tren.
    Allí me dijo que me dejaría solo. Él trabajaba como mesero en eventos nocturnos y aquella noche tenía una fiesta que atender.
    Así que pedí un mapa en la oficina de turismo y empecé a caminar por el helado suelo de Budapest.
    La capital húngara es una ciudad que ha vivido miles de proezas. Situada en el medio del continente europeo, siempre ha sido de interés para muchas culturas e imperios adyacentes.
    Y su situación geográfica es quizá uno de sus mayores atractivos. Y sobre todo al ser cruzada por el río más famoso de Europa, el Danubio.
    Esta enorme corriente de agua que marcó por siglos la frontera norte del Imperio Romano permitió a ciudades como Budapest y Viena navegar por el continente y comerciar con los reinos circundantes.
    Pero hoy, quizá, el símbolo más conocido del río es el magnífico Parlemento, o Országház, en húngaro.

    Hungría puede presumir de tener el tercer edificio del Parlamento más grande del mundo. Y para mí, el más bonito que he visto en mi vida.
    Nunca la casa de la legislatura había sido tan exquisitamente elaborada como en la Budapest del siglo XIX, y hoy se alza como la construcción más fotografiada y célebre del país.

    Y para verlo desde el mejor ángulo fue mejor caminar hacia el lado oeste del río, en la antigua Buda. Cabe mencionar que la ciudad actual fue creada en el siglo XIX de la fusión de dos antiguas fronteras búlgaras: Buda al occidente y Pest al oriente del Danubio.
    Una vez en el oeste caminé por sus antiguas iglesias, algunas datan de la lejana Edad Media.

    Y desde las orillas bajas del afluente pude divisar el Castillo de Buda, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Se trata de la antigua residencia de los reyes húngaros, un palacio repetidas veces reformado que se alza en la cima de la colina Kelenföld.
    Ha sido ocupado por los húngaros, los otomanos, los Habsburgo, los nazis y los soviéticos. Pero hoy, tras muchas restauraciones, es sede de varios museos y de la Biblioteca Nacional.
    La mejor vista del complejo arquitectónico la tuve al atravesar el Puente de las Cadenas, uno de los puentes más famosos en Europa.   

    Aunque parezca difícil de creer, fue hasta hace apenas dos siglos que se iniciaron los planos para construir el primer puente que uniera ambas orillas del Danubio. Antes se atravesaba en pequeñas embarcaciones o a caballo durante el invierno, cuando la superficie estaba congelada.
    Richard me explicó que se construyó gracias a las donaciones de un conde, quien esperó una eterna semana para encontrar un navegante que circundara los bloques de hielo.

    La imagen actual del puente difiere de la original, por supuesto, tras el asedio nazi durante la Segunda Guerra Mundial, quienes lo dinamitaron junto con otros monumentos húngaros.
    De vuelta en la zona de Pest, al este del río, caminé hacia la Basílica de San Esteban, una de las iglesias cristianas más famosas de la ciudad.

    Y no solo por su bella fachada neoclásica que mira en dirección al Danubio, sino por alojar las reliquias del primer rey húngaro y fundador del país, Esteban I de Hungría, o I István, en húngaro.

    Al caer la noche me dirigí al distrito Erzsébetváros para ver la segunda sinagoga más grande del mundo. La llaman la Gran Sinagoga de la Calle Dohány, o simplemente Gran Sinagoga de Budapest. Su fachada me dejó un poco intrigado, trayéndome a la mente un palacio árabe o algo parecido.

    Antes de volver a casa supe que debía cenar e ir al baño en algún restaurante local, evitando a toda costa cualquier movimiento innecesario en el apartamento de Richard.   No obstante tenía que volver para dormir. Y al siguiente día Richard me mostraría algunos otros secretos de su ciudad natal.
    Esta vez tomamos el metro, que según me contó, es el segundo metro más antiguo del mundo, solo después del de Londres. Después leería que, de hecho, la línea 1 ha sido declarada también Patrimonio de la Humanidad.
    El vetusto tren nos llevó hasta la Plaza de los Héroes, una de las plazas principales en la ciudad.
    En el centro se alza una columna sobre la que se posa la estatua del arcángel Gabriel, que gobierna toda la explanada erigida como conmemoración del primer milenio de Hungría, fundada según los historiadores en el siglo IX.

    A ambos costados del arcángel lucen las estatuas de los líderes de las siete tribus magiares que fundaron el país, según cuentan las leyendas, incluido San Esteban, primer rey de Hungría.

    Y a los extremos de la plaza se engalanan también dos hermosos edificios que resguardan el Museo y el Palacio de Bellas Artes.

    Todo ello hace de este conjunto también parte del patrimonio de Budapest. Una ciudad que hasta entonces me sorprendía más y más.  
    Y para terminar mejorar aún más nuestro tour Richard me llevó a un sitio un poco menos conocido de la capital. El Castillo de Vajdahunyad.

    Al verlo por primera vez me pregunté por qué la gente lo apreciaba menos que el resto de los increíbles monumentos que se esparcen por la ciudad. La respuesta está en que no es un castillo original, sino una réplica de uno ya existente en Transilvania, hoy Rumania, zona que perteneció por algún tiempo al reino húngaro.

    Durante una exposición del Imperio Austrohúngaro en la ciudad a finales del siglo XIX el castillo se construyó inicialmente con cartón. Pero hoy alumbra su alrededor con sus paredes de ladrillo y torres que encontré escarchadas por la nieve.

    Y sinceramente poco me importaba que fuese una vil copia. Podía así darme una idea de cómo era Transilvania.   

    Para terminar nuestro recorrido Richard me llevó hasta la colina Kelenföld para tener una mejor vista del impresionante Danubio y del este de la ciudad, que para entonces parecía toda blanca cubierta por una espesa neblina.

    Al caer la noche las luces del Parlamento se encendieron, dejando al descubierto un bello y amarillento resplandor de la gloria de un imperio desaparecido, pero que dejó lo mejor de sus vestigios en esta mágica ciudad.

    Recorrimos entonces un poco la ciudadela, que alberga el complejo del Castillo de Buda, al que no podía pagar por entrar. Pero bastaba al menos con caminar entre sus columnas iluminadas en la densa oscuridad del invierno.

    Dentro de las murallas se encuentra también la bella Iglesia de San Matías, una de las más antiguas de Budapest.

    Una de las cosas curiosas en aquella ciudad es que fue gobernada por los otomanos durante casi 140 años. Y en ellos, las iglesias católicas, como la de San Matías, fungieron como mezquitas. Pudo pasar todo lo contrario a lo que había visto en Córdoba: una mezquita donde se celebraban misas católicas.
    Pero la invasión otomana dejó un gran vestigio en Hungría y en Budapest que la convierten también en un símbolo mundial: los baños termales.
    La tradición de las termas turcas llegó al país y fue muy bien recibido. Hoy Budapest es llamada la Ciudad de los Balnearios, por la cantidad de aguas termales que posee, siendo los baños más famosos los de Széchenyi, los más grandes de Europa.
    Pero además de no tener mucho tiempo, sabía que no podría pagar un buen baño medicinal. Así que lo dejaría para la próxima ocasión.   
    Cuando el frío nos impedía mantenernos fuera Richard me invitó a un pub cercano que frecuentaba usualmente.
    A pesar de la incómoda habitación en la que me había invitado a dormir no dudé en agradecerle la amabilidad de mostrarme su ciudad y recibirme con los brazos abiertos (ignorando la suciedad de su hogar). Así que lo menos que podía hacer era invitarle una cerveza.

    Antes de volver a casa pasamos por el Palacio de la Ópera, sede de una de los mejores espectáculos de música del mundo, aunque quizá no mejor que en Viena. De todas formas, es de saberse que el edificio fue erigido durante el reinado de los Habsburgo en Hungría, amantes eternos de la buena ópera.

    Regresamos a casa no muy tarde para que pudiese descansar. Otro bus matutino me esperaba, esta vez rumbo al norte, adentrándome cada vez más al crudo invierno de Europa del este.
  9. AlexMexico
    Ser miembro de Couchsurfing comenzaba a rendir verdaderos frutos durante mi primer viaje en Europa. Había ahorrado una enorme cantidad de dinero en comparación a lo que hubiese pagado en hostales. Aunque para ser sinceros, ese dinero no existía. Mi presupuesto se acortaba cada vez más y lo reservaba exclusivamente a la comida y a cualquier emergencia.
    Si bien al llegar a España había experimentado ya la sensación de un reencuentro con amigos a miles de kilómetros de mi hogar, estaba por vivir la primera experiencia real de un intercambio Couchsurfing (para los que no conozcan la comunidad, echen un vistazo a su página web).
    Unos ocho meses atrás, cuando apenas llevaba unas cuantas semanas inscrito en la comunidad, había hospedado en mi ciudad natal a Maciek, el primer polaco que tuve el gusto de conocer.
    Un aventurero de 27 años, Maciek había recorrido los miles de kilómetros desde Ushuaia (el poblado humano más al sur del planeta, ubicado en la punta meridional de Argentina) hasta llegar a mi ciudad, Veracruz, en la costa este mexicana. Todo ello sin gastar un solo centavo en transporte, valiéndose solo de su dedo pulgar para conseguir rides en la carretera.   
    Y los cuatro días en mi casa no fueron su último destino. Alcanzó la punta norte de Alaska en menos de ocho meses desde su partida.
    Su historia y su capacidad de hablar casi siete lenguas distintas (polaco, inglés, rumano, ruso, español, portugués y francés) maravillaron a mi familia y amigos. Y a mí, por supuesto.
    Y al otro lado del mundo, a 10 000 kilómetros de Veracruz y sus calientes playas, ahora en medio de la nieve y de un crudo invierno, Maciek me había escrito para invitarme a visitar su ciudad: Cracovia.
    De hecho, él era oriundo de Toruń, al norte de Polonia. Pero vivía ahora con su novia en un apartamento de Cracovia trabajando como diseñador independiente.
    Por mi parte, había encontrado un trayecto en bus bastante barato desde Budapest, ciudad encantadora de la que partí para despedir el mes de enero.
    Y sin esperar nada más que nieve por las ventanas, atravesamos Eslovaquia para adentrarnos en Polonia, un histórico y olvidado país del que poco se sabe, más allá de su destrucción en la Segunda Guerra Mundial.
    Ansioso por descubrir más a fondo sus rincones llegué, otra vez, con una hora de retraso a la estación. Pero Maciek había aguardado pacientemente por mí.
    Caminamos hasta su casa al sur de la ciudad, atravesando el río Vístula, que divide Cracovia en dos.
    Me presentó a su novia, quien me recibió con mucho entusiasmo, sabiendo ya que yo había hospedado a su novio meses atrás en México. Me preparó un té y me dejó instalarme en el sofá de su sala, junto a su simpático gato.
    La noche no tardó en caer, que en el invierno polaco es a las 16 horas cuando el sol se oculta sin dejar nada más que la fría y oscura nieve.
    Menos mal que tenía compañía, y no tenía que pasar aquella tenebrosa noche solo en un hostal.  Y para amenizar un poco más las cosas Maciek y su novia invitaron a dos amigas suyas a casa, una de ellas una polaca judía nacida en Londres, a donde sus abuelos habían huido antes de la invasión nazi.
    Aquella chica, de la que lamentablemente solo conservo una foto y no su nombre, nos invitó a su peculiar apartamento a beber una botella de vodka, brindándome así la mayor experiencia polaca de mi vida. Vodka en la nieve.

    Y si tuviera que describir su casa en una palabra sería “acogedora”. Para decirlo más fácil, se trataba de un ático. La parte alta de una antigua casa de madera con dos piezas (salón y cuarto) decorada con velas, lámparas tenues, columpios colgantes del techo inclinado, tapetes árabes e instrumentos alternativos. Sin duda alguna se trataba de un grupo de amigos hipster.

    Una cámara análoga, una lista de películas poco conocidas, fotografías antiguas en las paredes, drinking games que trataban problemas existenciales…
    Yo no me opuse a nada. Después de todo, de eso se trataba un intercambio cultural. Mi último momento con Maciek había sido bailando música latina en el Festival de Salsa de Veracruz y bebiendo cerveza vestidos en bermudas y sandalias en el balcón de mis amigos. Ahora me tocaba sumergirme en una fría noche hipster con polacos. Son las cosas de la vida.
    La siguiente mañana Maciek me llevó a un mercado de pulgas, donde encontré algunos utensilios viejos que databan de la época comunista, en que la Unión Soviética gobernaba el país. Luego de ello estuvo dispuesto a enseñarme un poco de la ciudad que ahora le acogía.

    Cracovia no es la capital de Polonia, pero es un nombre que, por lo menos, a muchos les suena conocido.
    Es la segunda ciudad en tamaño, población e importancia en el país, después de Varsovia. Un punto de referencia cultural, estudiantil e industrial para el este europeo.
    No por nada fue una de las ciudades que muchos emigrantes eligieron cuando arribaron a esta zona del continente, entre otros los judíos.
    Aunque todos conocemos la trágica historia que vivió Polonia de 1939 a 1945, en especial la comunidad judía ante la invasión de los nazis, el barrio judío de Cracovia, Kazimierz, es uno de los que quedaron en pie después de la Segunda Guerra Mundial.

    Así, en Kazimierz algunas sinagogas todavía se yerguen en su esplendor, casi intactas. Aunque hoy ya no es un vecindario exclusivamente judío, una de las sinagogas todavía está abierta al culto.

    Las calles de Kazimierz son también el lugar donde se grabaron las escenas urbanas de La lista de Schindler, el filme de Steven Spilberg que mereció el Oscar a la mejor película en 1993.

    De hecho, la fábrica real (Deutsche Emailwaren Fabrik) donde Oscar Schindler empleó a miles de judíos para salvarlos de ser deportados a los campos de concentración, se encuentra al sureste de Cracovia, convirtiéndola en otra atracción turística.
    Cracovia es también el lugar donde crecieron celebridades como Karol Józef Wojtyła (el Papa Juan Pablo II) y Roman Polanski (director de El pianista), quien de hecho fue un sobreviviente judío del gueto durante el holocausto, cuyos padres fueron asesinados en Auschwitz.
    Pero las cosas en Cracovia no son del todo malas. La historia es solo cosa del pasado. Así que Maciek se encargó de mostrarme su mejor cara. Y eso incluía, por supuesto, la comida.
    Me llevó entonces a un pequeño puesto que parecía ser de comida rápida, en el centro de la ciudad. Me contó que era el mejor sitio para probar el platillo estudiantil por excelencia: la zapiekanka.

    No es nada complicado. Se trata de medio pan tipo baguete servido con algún tipo de carne, embutido o champiñones, queso derretido, vegetales y kétchup para decorar.
    No es el mejor platillo del mundo, pero sacia el hambre por solo 10 eslotis (unos 2.5 euros).
    Luego de comer Maciek tuvo que dejarme para volver a casa a trabajar. Así que me dije a conocer Cracovia por mi cuenta.
    Me dirigí primero al sur del centro histórico, donde se distingue desde lejos la colina de Wawel. Y en su cima se alza uno de los mayores elementos históricos de Polonia: el Castillo de Wawel.

    No muchos saben la fuerza que alguna vez poseyó el Reino de Polonia, que durante más de 700 años gobernó más allá de los territorios que actualmente posee el país, hasta que en el siglo XVIII fue repartido entre las tres potencias adyacentes: los imperios de Prusia, Austria y Rusia.
    Y como todo reino en Europa, Polonia tuvo su propio castillo amurallado que sirvió como residencia para la familia real.

    El Castillo de Wawel fue por tanto el centro político del Estado durante muchos siglos, y hoy permanece orgulloso como muestra de una nación que ha resurgido de las cenizas repetidas veces.

    Polonia no solo se vio invadida por las potencias extranjeras durante los siglos XVIII y XIX, sino durante la Segunda Guerra Mundial con el Tercer Reich Alemán y durante la Guerra Fría, como una república satélite de los soviéticos.
    Hoy el gobierno conserva cuidadosamente el complejo del castillo, que alberga un enorme museo de arte.

    Es difícil describir el castillo en pocas palabras, ya que por las repetidas guerras que ha sufrido la ciudad durante su historia el conjunto de edificios que se agrupa alrededor de un patio central ha sido modificado constantemente.
    Así, mientras las murallas tienen un estilo medieval románico, muchas construcciones lucen fachadas completamente renacentistas o góticas.

    Pero sin duda el edificio que más destaca entre todos es la Catedral de San Wenceslao y San Estanislao, mejor conocida como Catedral de Wawel.

    Se trata del santuario religioso más importante de Polonia, ya que en su interior fueron coronados todos los reyes del antiguo reino.
    A primera vista me pareció un grupo de torres separadas. Pero todas forman parte del mismo templo.

    Esto se debe a la cantidad de reformas que añadieron los distintos monarcas a lo largo de sus más de mil años de historia, cuando el cristianismo llegó a Polonia, siendo hoy uno de los países más fuertemente católicos del mundo.
    Los estilos arquitectónicos que más saltaron a mi vista fueron el gótico y el renacentista, testigos de los distintos gustos artísticos de cada época.

    El conjunto de Wawel fue declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, al igual que el antiguo barrio de Kazimierz. Ahora me faltaba conocer el resto del patrimonio que la ciudad resguardaba en su centro histórico.
    Por suerte la nieve había ya comenzado a derretirse, haciendo un poco menos difícil mi paseo por las calles. Aunque, sinceramente, a veces prefería la nieve densa que la nieve a medio derretir, una insoportable trampa para mis pies.

    No obstante, pude disfrutar de mi caminata sin copos de nieve ni viento que golpeasen mi cara, sintiéndome libre de mirar a todos lados para estudiar cada detalle de la antigua Cracovia de hoy.

    A diferencia de ciudades como Berlín, muchos de los edificios en Cracovia permanecen intactos tras los horrores de la guerra, dejando al descubierto las maravillas arquitectónicas de la urbe.

    Desde iglesias góticas medievales hasta lujosas viviendas renacentistas.

    El corazón de la metrópoli lo marca sin duda la gran Plaza del Mercado, la plaza medieval más grande de Europa.

    Su nombre se debe al edificio que se posa en el medio. El Sukiennice, o Lonja de los Paños, es una síntesis de la arquitectura polaca, donde por muchas décadas se llevó a cabo el trueque comercial de productos tan diversos como especias, textiles, seda, cuero y minerales, lo que demuestra el poder económico que alguna vez poseyó Cracovia.
    Al este de la explanada se encuentra otro monumento religioso de suma importancia para la ciudad. La Basílica de Santa María.

    Otro deleite del gótico polaco, su peculiaridad está en la desigualdad de sus torres, que resguardan una leyenda.
    Se dice que ambas fueron construidas por dos hermanos arquitectos, quienes hicieron una apuesta para ver quién construía la torre más alta en menos tiempo. En la faena, uno de ellos mató al otro. Tiempo después, el homicida arrepentido se tiró desde la torre que él mismo construyó.
    Verdad o mentira, es otro ícono distintivo de Cracovia que marca una estampa para cualquier turista que, como yo, recorre la inmensidad de su patio central.

    Y del otro lado, al oeste de la Lonja, se posa majestuosa una torre barroca que vigila la totalidad de la villa.

    Se trata de la Torre del Ayuntamiento, el único vestigio que queda del antiguo palacio de gobierno local de Cracovia, que hoy sirve como sala de exposiciones permanentes sobre la Plaza del Mercado.
    Finalmente caminé rumbo al norte para toparme con un trozo de la antigua muralla de la ciudad.

    La barbacana es uno de los últimos recuerdos de lo que alguna vez fue una de las metrópolis medievales más poderosas del este europeo.

    Al volver a casa de Maciek y atravesar el río tuve una increíble vista nocturna del Castillo de Wawel, una perfecta postal para recordar lo mejor de Cracovia.

  10. AlexMexico
    La lista de destinos para un viajero depende siempre de las distancias, del dinero, del tiempo y del azar. Pero ciertamente es común toparse con las mismas personas a lo largo de la ruta, en varios lugares de la misma región y el mismo país. Y no es extraño que elijan todos el mismo sitio. Finalmente, todos entramos en la categoría de “turista”. Y si hay algo que un turista busca es ver y vivir cosas sorprendentes.
    Algo sorprendente es, en la mayoría de los casos, una atracción natural o humana diferente a lo que hemos visto en nuestra vida, y con una historia que suele maravillarnos. Y como una buena referencia tenemos los Patrimonios de la Humanidad.
    En 1972 la UNESCO creó este título mundial para ser conferido a los lugares del planeta de importancia cultural o natural excepcional para la herencia común de la humanidad, que deben ser preservados ante toda situación.
    Por supuesto, ese catálogo de 1031 puntos de la Tierra es un must go para la mayoría de los viajeros. Algunos de ellos sumamente conocidos, como las pirámides de Guiza y Machu Picchu. Otros más ocultos y prometedores, como los castillos de Japón o el Canal del Mediodía. Pero si algo tienen en común es la belleza que los caracteriza.
    La ciudad de Cracovia, el primer destino en Polonia donde me acogió otro buen couchsurfer, es otro de los bellos patrimonios alrededor de Europa que pude visitar. Maciek me había mostrado su pequeño pero valioso casco antiguo, donde residen muchos de los importantes hechos de la historia polaca.
    Tras dos noches en la antigua capital contaba aún con tiempo antes de partir al siguiente día. Y contra todo engorroso pensamiento que cruzase por mi cabeza, posé lo que sabía sería una pregunta muy incómoda para Maciek y su novia: “¿Qué tal si visito Auschwitz? No está muy lejos de aquí”.
    Ambos se miraron y rieron, denotando no ser el único ni el primero con intenciones de ir. 
    “Todo el mundo viene a Polonia para ver Auschwitz”, dijeron. “Es quizá el destino más visitado del país”.
    Aunque sabía lo triste que debe ser que la mayor atracción turística de tu país sea un campo de concentración alemán (cuando la de mi país es una pirámide maya), no pensaba dejar que una visita a Auschwitz inundara la totalidad de mis recuerdos sobre Polonia.
    Sinceramente lo dudé mucho. Mis designios para un primer viaje por Europa era pasar un buen rato por las ciudades y conocer gente local. Pero Auschwitz es otro Patrimonio de la Humanidad. Y aunque carente de belleza, es su importancia histórica lo que le otorga el reconocimiento.
    Es de saberse que Auschwitz no es un destino para disfrutar. No es un destino para tomar lindas fotos, pasar una buena tarde, comer entre amigos y pasear bajo el sol. No es de hecho otro lugar histórico a donde uno va sin saber qué pasó. Pero es verdad que para muchos es una visita obligada, como un símbolo de la iniquidad del hombre contra sus semejantes.
    “Es tu decisión”, insistieron ambos, haciéndome saber lo cruda que podía ser la experiencia. Así que hicimos un pacto: yo visitaría Auschwitz y volvería por la tarde para comer todos juntos unas empanadas polacas, dulcificando así el final de mi día antes de mi partida. 
    Auschwitz es una palabra difícil de pronunciar, pero que en todas las mentes humanas de hoy resuena como una canción imposible de olvidar. Pero es originalmente solo el nombre en alemán para la población polaca de Oświęcim, situada a unos 45 km al oeste de Cracovia, muy fácil de alcanzar con los buses locales que parten del centro de la ciudad.
    Esta zona, antes conocida como la Alta Silesia, fue una de las áreas polacas ocupadas por el Tercer Reich alemán desde 1939. Y fue solo un año después cuando Heinrich Himmler, comandante en jefe de la Schutzstaffel nazi (SS), ordenó la construcción de un campo de concentración en la población de Auschwitz, aprovechando los ya existentes barracones del ejército polaco y los terrenos destinados a la doma de caballos.
    Contrario a lo que muchos piensan, Auschwitz no fue el primer campo de concentración. Incuso, los nazis no lo habían destinado al exterminio masivo en un principio, sino que estaban interesados en la explotación agrícola, de grava y de arena. Pero la situación geográfica entre dos ríos lo hacía susceptible a inundaciones.
    No obstante en 1940 comenzó su construcción, valiéndose de la mano de obra esclava de los primeros prisioneros: presos políticos alemanes, polacos y soviéticos.
    El resultado fue el primer centro administrativo del complejo, con barracones de ladrillo y alambradas que hoy albergan la entrada al Museo Estatal de Auschwitz.

    Tras pagar mi ticket y siguiendo la alambrada llegué a la famosa entrada oficial del campo Auschwitz I, donde se lee el lema: “el trabajo os hará libres”, una frase que otorgaba falsas esperanzas a los recién llegados prisioneros.  Pero algo era cierto: estaban allí para trabajar.

    A lo largo del campo se encuentran todavía de pie los barracones donde los nazis alojaban a los esclavos, divididos por nacionalidades y razas. Así, hoy podemos visitar el barracón de los neerlandeses, los rusos, los polacos, los belgas, los húngaros, los checos… cada uno con un minimuseo que narra las deportaciones en cada país y cuenta testimonios reales, con fotos y videos que las describen a la perfección.
    Algunos barracones no han sido convertidos en museos y se mantienen tal como se encontraron al final de la guerra, mostrando así la realidad de cómo vivían la mayoría de los presos.

    Camas de ladrillo de un metro de alto con “colchones” de paja y un diminuto hueco que servía como ventana de ventilación, por donde debían respirar hacinados todos los huéspedes. 

    Pero aquellos barracones eran un hotel comparados con el célebre bloque 11 de Auschwitz I, que era llamado “la prisión dentro de la prisión”.
    En un principio los prisioneros eran traídos a Auschwitz para obligarlos a trabajos forzados, que incluían la agricultura, la construcción y mantenimiento del campo. Pero aquellos que demostraban un mal comportamiento y desobedecían las órdenes de la SS (encargada de la gestión de todos los campos en el Tercer Reich) eran enviados al bloque 11 como “prisioneros de la prisión” para ser castigados.
    Los métodos de tortura y homicidio llevados a cabo por los nazis en este presidio son simplemente escalofriantes, y suficientes para no dejar entrar a los niños, que muchas veces me pregunté por qué los hacían visitar el museo de Auschwitz a su corta edad. 
    La muerte por inanición era algo común, encerrando al preso en una celda sin ventanas y dejándolo días sin beber ni comer. La muerte por ahorcamiento también era algo fácil de ver en sus pasillos.
    Pero una de las cosas que más me aterró fue ver celdas de un metro cuadrado. ¡Un metro cuadrado! Con una pequeña puerta en la parte baja por donde el prisionero entraba a gatas. Y todavía más increíble es saber que en esas celdas los nazis llegaron a encerrar hasta cinco personas a la vez. Imposibilitados de sentarse y moverse, eran dejados a su suerte por varios días hasta que murieran por hacinamiento e inanición.
    El bloque 11 es sin duda una prueba de lo irracional que el ser humano puede llegar a ser. Y como un acto conmemorativo, junto al edificio se encuentra hoy preservado el Muro de la Muerte, pared de piedra donde los alemanes asesinaron con tiros en la cabeza a miles de prisioneros, a los que hoy se les rinde homenaje con arreglos de flores.

    Fue en el bloque 11 donde por primera vez en Auschwitz se experimentó el asesinato con el gas Zyklon B, que dio como resultado la muerte de 850 prisioneros polacos y rusos.
    Tras la exitosa prueba se construyó la primera cámara de gas y el crematorio, que entre 1941 y 1942 fue utilizada para gasear a cantidades grandes de presos dentro del complejo. Y hoy es la única cámara de gas que sigue en pie en Auschwitz.
    En la punta noreste del complejo se yergue ese pequeño edificio, que a los ojos parece totalmente inofensivo. Cualquiera que no conozca la historia probablemente lo pasaría de largo. Y muchos de los que sí la conocen preferirían simplemente no entrar. 

    En la puerta principal se lee un letrero en varios idiomas que anuncia: “Usted está a punto de entrar a un lugar donde fueron asesinadas cruelmente miles de personas. Por favor guarde un comportamiento de respeto”. Y no es de extrañarse lo específicos que deben ser.
    El primer cuarto solía ser la recepción de los prisioneros, donde se les pedía desnudarse para luego pasar a “las duchas”.
    En seguida hay una puerta que conduce a “los baños”, una fría y vacía sala de piedra con tuberías falsas en el techo y un agujero superior, por la que hoy los visitantes pueden cruzar siguiendo el camino de listones. Pero yo no acepté esa invitación.
    El solo hecho de caminar unos metros para atravesar un cuarto donde miles de personas inocentes fueron ahogadas con un pesticida y donde todavía hoy en las paredes se ven las marcas de uñas de las desesperadas víctimas antes de morir me llenaba de un desasosiego indescriptible. Algo contra lo que no pude lidiar. 
    Sin siquiera tomar una foto ni dar un paso adelante regresé por la entrada y me dirigí a la última habitación, los hornos crematorios, donde hoy se rinde también homenaje con arreglos de flores.

    Ubicados justo al lado de la cámara de gas, el duro trabajo de transportar los cadáveres a los hornos, revisar orificios naturales en búsqueda de piezas de valor, quitar los dientes de oro y luego incinerar los cuerpos era llevado a cabo por los Sonderkommandos, las unidades de trabajo formadas por prisioneros que vivían separados del resto y contaban con mayores privilegios. Vivían bajo una presión psicológica inimaginable, ya que a veces eran ellos quienes conducían a sus propios amigos y familiares a la muerte por gas, y si decían algo eran incinerados vivos en los hornos. 
    Los Sonderkommandos eran los mayores y crudos testigos de las atrocidades llevadas a cabo por los nazis, y por ello eran ejecutados y reemplazados cada tres o cuatro meses, eliminando todo rastro de testimonio. Pero al menos uno de ellos, el doctor Miklós Nyiszli, sobrevivió, y narró en los juicios de Núremberg las labores a las que eran sometidos.
    En estos últimos juicios, entre 1945 y 1946, se condenó a cadena perpetua y pena de muerte por crímenes de guerra y contra la humanidad a varios de los funcionarios nazis (aunque no a la mayoría), muchos de los que fueron ejecutados en la horca que todavía se posa frente al crematorio de Auschwitz I.

    Y aunque los crímenes llevados a cabo en Auschwitz I fueron atroces, los nazis necesitaban cada vez más espacio para la cantidad de opositores que deportaban desde las zonas ocupadas, lo que llevó a la ampliación del complejo con Auschwitz II – Birkenau.
    En 1941 se finalizó el segundo campo, a unos 3 km de Auschwitz I, por el que los turistas pueden llegar en bus o tours privados. Yo por el contrario decidí caminar. Había visto ya demasiadas películas y sabía que las vías del tren llegaban directo hasta Birkenau. Así que las seguí hasta toparme con la famosa entrada.

    Aunque poca gente conoce la palabra Birkenau, es eso lo que viene a la mente de la mayoría cuando piensan en Auschwitz.
    Auschwitz II – Birkenau es el recuerdo vivo y tangible más oscuro del holocausto. Auschwitz II, a diferencia de su hermano, no fue construido como un campo de trabajados forzados. Fue construido exclusivamente como un campo de exterminio.
    Las vías del tren fueron ampliadas hasta el interior del campo, última parada para los trenes de carga de ganado en los que los prisioneros eran enviados desde su lugar de captura.
    Muchos vagones llegaban con gente ya muerta en su interior, luego de un mortal viaje de varios días en el que escaseaba el espacio personal y no se les proporcionaba agua ni alimentos.

    A ambos lados de las vías se extienden decenas de subcampos con barracones todavía peores que en Auschwitz I, construidos con madera, y todos rodeados por alambradas que eran electrificadas, mismas en las que muchos presos se suicidaron.

    Cada subcampo era destinado a un subgrupo de prisioneros de tránsito separados por sexo, nacionalidad y etnia, en especial judíos, gitanos, homosexuales, opositores del régimen y prisioneros de guerra.
    Las primeras mujeres llegaron a Birkenau en 1942. Si bien los ancianos, niños, discapacitados y mujeres representaban el grupo menos útil para los nazis, muchos de ellos fueron también hacinados como transitorios en los barracones.
    No todos los subcampos pueden ser visitados. Pero basta con ver los pocos que están abiertos al turismo para ser testigo de la impiedad de la SS.

    No hace falta describir la condición en que los esclavos dormían amontonados. Techos con goteras, literas diminutas, ausencia de colchones, almohadas y mantas, habitaciones frías en el invierno y calientes en el verano. Era el ambiente perfecto para la proliferación de enfermedades, mismas que asesinaron a un gran número de presos, sobre todo el tifus. 

    Los retretes se limitaban a una fila de letrinas que pocas veces estaban conectadas a un sistema de agua. Los prisioneros eran obligados a defecar allí, sin importar si las montañas de excremento salían de los agujeros. 

    Pero entre todo ello hubo algo más que simplemente me partió el corazón. El barracón de los niños.
    La totalidad de ese inmueble estuvo ocupado por niños de todas partes del Reich que llegaron como prisioneros huérfanos, la mayoría de ellos judíos. Todos fueron asesinados en las cámaras de gas, no sin antes dejar su inocente huella por las paredes de Auschwitz.
    En un muro junto a una de las camas todavía permanecen indelebles los dibujos hechos por uno o más niños de los que allí dormían. 
    No pude evitar pensar qué pasaba por la mente de esas pequeñas criaturas allí encerradas, que estaban viviendo en carne propia y pagando con sus inocuas almas el terror de la guerra más sangrienta que ha tenido la humanidad, y de uno de los mayores genocidios cometidos en la historia. 
     Tratando de secar mis lágrimas caminé hacia el fondo del complejo, donde alguna vez se alzaron las cuatro cámaras de gas que pudieron haber asesinado a más de un millón de personas entre 1941 y 1945.
    De ellas hoy quedan solo las ruinas de sus planos. Antes de abandonar el campo ante la entrada de los soviéticos por el este de Polonia, los nazis destruyeron casi toda evidencia de su existencia.
    Las cámaras fueron construidas como un cuarto subterráneo, con un horno crematorio contiguo para la consiguiente incineración de los cuerpos.
    Algunos calculan que las cámaras tenían cabida para 2500 personas a la vez, lo que suma un número diario de asesinatos simplemente alucinante. 
    Como he dicho antes, Auschwitz II – Birkenau fue ideado exclusivamente como un campo de exterminio.
    Los prisioneros que recién arribaban en tren eran separados en dos grupos con la ayuda de los médicos nazis, entre ellos el famoso Joseph Menguel, que realizó experimentos lacerantes e inhumanos con varios de ellos. 
    Los más fuertes y sanos eran enviados a un periodo de cuarentena y luego asignados a un campo de trabajo contiguo, con un tatuaje que asignaba su número de prisionero.
    La suerte del resto no era nada prometedora. Los niños, ancianos, discapacitados y muchas mujeres eran enviados directamente a las cámaras, donde los Sonderkommandos los engañaban diciéndoles que tomarían una ducha.
    Entre el arribo de un prisionero y la quema de su cadáver podía pasar menos de una hora. Auschwitz II – Birkenau era simplemente una fábrica de la muerte.
    Muchos de los prisioneros en los subcampos eran enviados a las cámaras luego de varios meses de trabajo, ya que se encontraban demasiado debilitados para continuar, y eso para los nazis no era rentable.
    Subcampos enteros fueron exterminados en un solo día, como el desalojo de los judíos húngaros en 1944 y la llamada Zigeunermacht (noche de los gitanos), en el que todos los gitanos del campo fueron exterminados en una sola acción. 
    Al lado de los hornos un extenso edificio servía como recepción a los prisioneros que habían pasado la prueba de selección. Allí se les despojaba de sus pertenencias, se les daba una ducha desinfectante, se les vestía con su uniforme de reo y se les tatuaba su número de identidad. Era en este edificio donde se mataba el espíritu de los esclavos desde el comienzo, haciéndoles saber que ya no había salida.
    Todas las pertenencias eran enviadas al campo Canadá, donde los mismos prisioneros separaban los artículos de valor para que posteriormente fueran enviados a Alemania.
    Hoy quedan solo las ruinas del Canadá, que resguarda todavía muchos de los objetos que alguna vez hicieron felices a aquellos fallecidos en el interior del campo. Lentes, zapatos, ropa,  juguetes, joyas…
    Pero entre todo lo malo la esperanza nunca murió para algunos. Y el Canadá y su personal sirvieron para planear el único ataque de resistencia que se llevó a cabo dentro de Auschwitz.
    Como en toda prisión, en Auschwitz hubo contrabando. Y con ello algunos presos consiguieron bombas que entregaron al Sonderkommando en turno a finales de 1944.
    El Sonderkommandos logró explotar casi la totalidad del horno crematorio número IV, creando una confusión en la que algunos escaparon y muchos otros murieron, incluyendo tres soldados nazis.
    Aunque la misión no liberó al campo, sentó las bases de esperanza para los que sobrevivieron. Y en enero de 1945 ellos mismos fueron liberados por los soviéticos, que derrotaron a los alemanes en el frente este.
    Las historias en este remoto lugar del centro de Europa son infinitas y desgarradoras. Y aunque no se puede disfrutar de él como el resto de las atracciones en  el mundo, está allí como un símbolo de la guerra que nos recordará siempre lo que no debe volver a pasar. 
    Como lo había prometido, volví a casa de Maciek por la tarde para comer empanadas y sobrepasar el rato amargo que Auschwitz me dio. Pero verlo para creerlo fue sin duda una experiencia enriquecedora.
  11. AlexMexico
    Hastiado del invierno, de la nieve, de aquello cielos plomizos que abatían cada una de mis fotos, por fin llegó el momento de volver al sur de Europa, que aunque todavía a tres o cinco grados centígrados, me hacían sentir como que el verano se había adelantado.
    Así comencé febrero volando hacia el último destino de mi Eurotrip: Roma, la Ciudad Eterna.

    WizzAir me llevó desde Varsovia hasta la costa de Lacio, en los hangares del Aeropuerto Internacional Leonardo Da Vinci, mejor conocido como Aeropuerto de Roma-Fiumicino, el más grande de Italia.
    Sorprendentemente Roma había sido el único lugar donde no había podido conseguir alguien que me alojase a través de Couchsurfing. Aunque un alma caritativa proveniente de Irlanda me había ofrecido un techo el siguiente día. Así que tomé el bus hacia la central de trenes, cerca de donde había reservado un hostal para mi primera noche. Allí conocí a Gaby, una mexicana de Tijuana que también terminaba su intercambio en España, y con quien compartiría mi siguiente jornada.
    A pesar de la ligera llovizna que azotó la capital italiana la siguiente mañana, el sol por fin me sonrió, alumbrando toda la extensión de la milenaria capital del Vitrubio.
    Es imposible en algún texto, obra o discurso describir lo que es y lo que significa Roma. Una metrópoli que hoy posee unos 4 millones de habitantes (no tan grande comparada con otras capitales mundiales), pero que ha sido por siglos el centro político, social, cultural, religioso, artístico, lingüístico, filosófico y moral de todo el mundo occidental.
    Lugar de nacimiento y derrumbe del Imperio Romano y sede de la Iglesia Católica, no cabe duda de por qué Roma había sido elegida como mi último destino en Europa. Una ciudad que, por más turística que sea, es vital visitar al menos una vez en nuestra vida.
    Con solo tres noches por delante y un muy pequeño presupuesto disponible, dado que era el final de mi viaje, conocer la mayoría de las reliquias romanas sería un gran desafío. Pero tenía una ventaja: ¡Roma es el mayor museo al aire libre del mundo! Y no podía estar más agradecido por tener tanto que ver sin necesidad de pagar un solo centavo.
    Así que por la mañana Gaby y no nos preparamos y salimos hacia el principal monumento de la ciudad, que por nada podíamos perdernos. El Coliseo romano.

    La historia de Roma se remonta a la célebre leyenda de Rómulo y Remo, quienes fueron amamantados por una loba y fundaron la ciudad, siendo Rómulo su primer rey en el siglo VIII a.C.

    Durante los siguientes trece siglos Roma acogería la capital de un reino, una república y un imperio que legarían a la posteridad sus formas de gobierno y que controlarían e influirían a gran parte del mundo.
    Pero esos trece siglos de poder no terminaron con la llegada de la Edad Media. Su legado hoy sigue vigente. Y una pequeña (y enorme) muestra de su magnificencia es la joya de sus anfiteatros, que ha sobrevivido veinte siglos en el centro de la ciudad.
    Los anfiteatros eran algo común en los romanos. Eran utilizados para eventos públicos, como peleas de gladiadores, obras de teatro o ejecuciones. Y sus ruinas están presentes a lo largo de lo que alguna vez fueron sus provincias, desde España hasta el Medio Oriente.
    Pero es el Coliseo de Roma el que mejor se ha conservado. Su capacidad para 50 000 espectadores lo hacían el más grande jamás construido por los romanos. Y hoy como un perfecto símbolo de la Edad Antigua ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y una de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo Moderno.

    Algo que pocos saben es por qué hoy se le conoce como “Coliseo”, cuando no se trata de un coloso, sino de un anfiteatro. Pues su nombre deriva de una antigua estatua, el Coloso de Nerón, que se posaba muy cerca del teatro. La estatua hoy ya no permanece en pie, pero ha heredado su nombre a este inmortal ícono mundial.
    Justo al lado se yergue el monte Palatino, una pequeña colina donde se cree que nació la ciudad. Y como muestra de su importancia se encuentran a sus pies las ruinas arqueológicas del Foro Romano, que hoy están abiertas a los visitantes, pero que como estudiante pobre no me dispuse a pagar. Aunque para ser sinceros, las mejores vistas las tuve desde el otro lado de sus cercas.

    Se trata de lo que solía ser el centro de la ciudad de Roma. Lo equivalente a una plaza central hoy en día.

    Allí, desde tiempos de la república, se concentraban los edificios públicos, instituciones de gobierno, el mercado, los centros religiosos y culturales.
    Sus calles, que hoy no son más que trazos con piedras apiladas sobre la tierra y la yerba, marcaban las arterias principales de la ciudad, por las que se paseaban los ciudadanos, los senadores y hasta el mismo emperador.

    El Foro romano fue una de las primeras muestras de los tesoros al aire libre que Roma ofrece a sus visitantes. Sin reservas, filas interminables o miles de guardias de seguridad.
    Unos metros más al este, cruzando la Vía del Fori Imperiali, otro foro aparece en escena. El Foro Trajano, que lleva el nombre del emperador que lo mandó a construir.

    La sucesión de foros en el centro de la ciudad denota la huella que cada uno de los emperadores deseaba dejar en Roma. Desde Augusto hasta Julio César legitimaron su gobierno con monumentos que lograron sobrevivir más de dos milenios.

    Pero no todos los edificios datan de la Edad Antigua. Roma ha sido habitada por muchos siglos y, como centro cultural y artístico de occidente, ha visto pasar casi todas las corrientes artísticas.              
    Justo al norte del Foro Trajano el Palazzo Valentini y las dos iglesias que lo flanquean son una viva muestra del Renacimiento romano, que a partir del siglo XVI dotó a la ciudad de obras de arte inigualables.

    Y a solo unos pasos se abre la famosa Plaza Venezia, nodo urbano donde confluyen varias de las avenidas importantes en el centro de Roma. Y en ella la conmemoración al estado italiano moderno: el monumento a Víctor Manuel II, rey que unificó Italia en el siglo XIX.

    Aunque cuna de controversias por estar construido sobre una de las colinas históricas de Roma y sobre lo que solía ser el barrio medieval, el monumento ofrece increíbles vistas panorámicas de los foros imperiales y las plazas alrededor.

    Y esa mezcla entre cultura clásica, medieval, renacentista y moderna hacen a Roma merecedora de su pseudónimo, la Ciudad Eterna.
    A escasos metros del monumento a Víctor Manuel II otra célebre plaza nos dio la bienvenida con una hermosa y amplia escalinata tras la que alcanzamos el Ayuntamiento de la ciudad. La Plaza del Capitolio.

    Y es de esperarse que cada escultura que vigila la escalera antes de llegar a la explanada sea tan exquisitamente cautivadora, pues el lugar entero fue pensado por Miguel Ángel, el artista italiano que llevó al Renacimiento a una de sus máximas expresiones.
    Michelangelo (nombre original) pasó por muchas de las disciplinas artísticas. Desde la escultura hasta la arquitectura. Y pasó sus últimos años elaborando los planos de algunas edificaciones que embellecerían Roma y toda Italia de por vida.

    Pero la arquitectura no es lo único que hace bella a una ciudad. Lo más importante es, claro, su comida y su gente.
    Gaby me llevó a comprar un gelato, postre italiano por excelencia que estaba obligado a probar.
    La temperatura rondaba los diez grados, pero la llovizna había cesado y el sol brillaba con fuerza. Un buen cono helado no era entonces una mala idea.
    En cada esquina, un carrito de helados artesanales ofrecía todos los sabores, colores y texturas que pudiéramos imaginar. Elegir un solo sabor era un reto complicado. Pero el heladero estaba allí para persuadirme a lo mejor.
    El anciano hombre empezó a hablar italiano, a lo que yo nada pude responder. Intenté descifrar lo que decía, pero su pronunciación arrastrada poco me dejó entender. Aunque no dejó que la barrera del idioma impidiera nuestra comunicación. Y haciéndome señas me invitó a entrar a su carrito, señalando la cámara de Gaby, invitándola a tomarnos una foto juntos.
    Ya los italianos tienen una buena y conocida fama en el resto del mundo por ser alegres y expresivos. Y me había quedado más que claro con aquel heladero, y con tan solo caminar por las calles de Roma.
    Pieles bronceadas con tonos apiñonados. Ojos verdosos y profundos. Cabelleras castañas y brillantes, siempre bien peinadas. Perfumes discretos y elegantes. Un outfit siempre bien combinado, sin llegar a una moda exagerada ni pretensiosa. Todo acompañado de un dulce y sexy acento y ademanes irradiantes de emotividad. Con una sonrisa por delante. La gente italiana podía ser, sin duda, la más hermosa de Europa.
    Mucha gente piensa en París como la ciudad del amor y la capital de la moda, con luces, gente elegante y bien vestida. Pero para mí no. Roma era, y es hasta ahora, la ciudad más romántica que he conocido. 
    Sumado a la algarabía de sus habitantes, Roma regala a los turistas una infinidad de monumentos que, por más insignificantes que parezcan, están tan bien detallados que cada esquina puede pasar fácilmente por una obra de arte.

    Columnas, estatuas, fuentes, iglesias. Callejones orillados por coloridas casonas que con sus macetas colorean a la ciudad y la hacen diferentes a muchas de las grises y uniformes capitales europeas.

    Y en camino hacia el norte pasamos frente a otra de estas construcciones que engalanan a la capital itálica. Otro de los casi indestructibles recuerdos que los romanos dejaron en la ciudad. El Panteón, un enorme templo que se ha mantenido en pie desde el lejano año 125 d.C.

    Y no se trata de un cementerio, como podemos entenderlo en español. Sino de un templo dedicado a los antiguos dioses.
    El edificio con su cúpula y sus columnas griegas es uno de los símbolos vivos y originales que ha ayudado a entender mucho sobre la religión romana.
    Más tarde llegamos a la Piazza del Popolo, o Plaza del Pueblo, una de las más grandes y visitadas en Roma.

    En el centro de su explanada semicircular un obelisco egipcio conmemora a Ramsés II. Y en su lado sur un par de iglesias gemelas dan la bienvenida.

    La plaza se sitúa donde solía estar la muralla de la ciudad. Es por ello que al norte se posa todavía una de sus antiguas puertas, la Puerta del Popolo.

    Como en toda Roma, la plaza está adornada por increíbles estatuas y fuentes que recuerdan a la mitología clásica grecorromana, cultura que el Renacimiento quiso precisamente recuperar tras los siglos del oscurantismo medieval.

    Y en su lado este, unas escaleras nos invitaron a Gaby y a mí a subir hacia la Villa Borghese, un conjunto de jardines que forman un gran pulmón verde para la urbe.

    Desde lo alto tuvimos una de las mejores vistas de Roma, que dejaba ver sus cúpulas y colinas que distinguen a la capital.

    Al bajar continuamos de nuevo hacia el sur para alcanzar otra de las célebres plazas públicas. La Plaza de España, donde la iglesia Trinitá del Monti resalta en lo alto de las escaleras donde cientos de turistas se toman fotos a diario.

    Y por si no estábamos hartos de las plazas (la verdad es que no) nos dirigimos hacia la Plaza Novona, que solía ser un estadio en tiempos de los antiguos romanos.
    Hoy es un centro de vida cultural donde varios artistas acuden a mostrar sus talentos. Y entre toda su extensión destacan el Palazzo Pamphili  y la Fuente de los Cuatro Ríos en el centro.

    Pero no muy lejos de ahí llegamos a la más grande y famosa de todas las fuentes romanas: la Fontana di Trevi.

    Su monumental tamaño y detallada escultura barroca, que representa el movimiento de las aguas, no es precisamente lo que la hace tan famosa, sino los mitos que la rodean. Uno de ellos con la película Three coins in the fountaine, que nace a su vez de una leyenda local, donde al arrojar una moneda a la fuente el turista asegura su regreso a Roma, dos monedas aseguran el amor y tres arrojadas con la mano derecha sobre el hombro izquierdo aseguran el matrimonio.
    Pero por supuesto, el filme más aclamado que convirtió a la fuente en un ícono del cine italiano es La Dolce Vita, donde Anita Ekberg se lanza a la fuente e invita a Marcello Mastroianni a hacer lo mismo.
    Ningún turista tiene permitido bañarse en la fuente, claro está. Pero el mito de la moneda sigue vivo. Y es por eso que la multitud de turistas rodean a la fontana a todas horas del día, arrojando monedas mientras le dan la espalda a Nerón, quien tira de sus dos hipocampos.
    Verdad o falsedad, irse de la Fontana sin tirar una moneda es como decirle a Roma que no quieres regresar. Aunque para ser honestos, hay que saber que todo ese dinero, al menos, es destinado a buenas causas, y con él se ha financiado un supermercado para las personas pobres de Roma (sí, tanto así puede ser recaudado).

    La noche cayó y era hora de cenar. Y al ser Italia, elegir el menú no fue una larga incógnita. Una buena pizza napolitana (que después descubriría que poco tiene de Nápoles) y un espagueti al pesto fue la mejor elección para terminar nuestro día.
    Esa misma noche cogí mi mochila y me despedí de Gaby. Había conseguido por fortuna un couchsurfer que me alojase en el centro de la ciudad. Así llegué a casa de Anthony, un músico irlandés que rentaba un pequeño taller, donde una litera fue mi alcoba por las siguientes dos noches.
    Antes de que el imperio romano se dividiera en dos, y el imperio de occidente cayera ante las invasiones bárbaras, la religión cristiana ya había comenzado a ser difundida por los apóstoles y sus seguidores.
    A pesar de las resistencias, el cristianismo suplió a la religión pagana de los antiguos romanos, tanto en oriente como en occidente, y Roma fue elegida como centro de la iglesia cristiana, convirtiéndola otra vez en la capital mundial.
    Los papas han jugado siempre el papel de patriarcas del catolicismo y han tenido el poder en Europa desde la Edad Media, siendo ellos los encargados de coronar a los emperadores de todo el continente.
    Así, los papas han poseído desde la desaparición del imperio romano vastos territorios en la península itálica, llegando a extender sus dominios hasta el actual sur de Francia, en los llamados Estados Pontificios.
    Pero con la unificación del Imperio de Italia en 1870 el papado se quedó sin territorio alguno sobre el cual ejercer su poder como jefe de estado.
    No fue hasta el gobierno fascista de Mussolini que el dictador le ofreció al papa el territorio de 44 hectáreas que hoy ocupa la Ciudad del Vaticano, el estado más pequeño del mundo, mismo que me dispuse a visitar la siguiente mañana.
    Caminar hacia el Vaticano significa atravesar el único canal de agua que Roma posee. El río Tíber.

    A lo largo de su caudal una multitud de puente permiten el paso de un lado al otro. Y uno de los más famosos es el Puente Sant’Angelo, que conecta el centro de la ciudad con el castillo omónimo.

    Ambas construcciones de maravillosas dimensiones y arquitectura fueron construidas por los romanos. La idea original del Castillo de Sant’Angelo fue crear un mausoleo para el emperador Adriano. Pero finalmente se utilizó como fortaleza y como parte de la muralla que rodearía la ciudad.

    El puente está flanqueado por hermosas estatuas y llevan hasta las cercanías de la Vía della Concilliazione, venida que conecta con la Ciudad del Vaticano.

    Al solo poner los pies en aquella calzada sagrada para los peregrinos, la sensación por la Iglesia Católica podía notarse en el marketing creado a partir de cada pequeño detalle.
    Vendedores ambulantes y tiendas con magnetos, vasos, mantas, vitrales, gorros, rosarios, todo con la fotografía del Papa. Benedicto XVI había abdicado hace menos de un año y el Papa Francisco se había ganado ya los corazones de muchos fieles.
    Pero nadie parecía recordar a Benedicto. Su foto no aparecía por ningún lado. Solo Francisco y, claro, el Papa Juan Pablo II, fallecido hace ya varios años, pero presente todavía en la cabeza de muchos.
    Ignorando todo artículo de venta, caminé directo hasta la plaza central, quizá la más famosa de toda Roma: la Plaza de San Pedro.

    Cientos de católicos se reúnen a diario en esta explanada esperando ver al Papa, cuando no se encuentra de viaje. Algunos domingos el Papa ofrece una misa, donde la gente lo admira casi como a un Dios.
    Y al fondo de la plaza se alza la más sagrada de todas las iglesias del catolicismo, hasta hoy el más grande de todos los templos cristianos. La basílica de San Pedro, la iglesia nodriza de todas las iglesias.

    Con todo el dinero que los católicos recaudan alrededor del mundo, es de esperarse que la basílica de San Pedro sea una brillante obra maestra. Y uno esperaría tener que pagar para entrar. Pero, afortunadamente, no es así.
    Y, en absoluto, no son mis raíces católicas lo que me invitaba a ver su interior. Era poder ser testigo del Renacimiento en carne viva.
    La fila para ingresar era larga. Pero al ser antes del mediodía la espera fue todavía muy decente. No necesité ninguna especie de ticket para entrar. Solo pasar un control de seguridad. Y eso incluía una revisión a nuestra vestimenta.
    Como era invierno, todos íbamos tapados desde los pies hasta la cabeza. Pero en verano, muchas mujeres se acercan en minifaldas, vestidos pequeños, así como los hombres en bermudas, sandalias y camisas sin mangas. Es la iglesia, así de simple.
    Desde la entrada principal se accede a la Nave Central, que deja ver la inmensidad del templo.

    En su construcción participaron los arquitectos más reconocidos de sus tiempos. Entre los más famosos está, por supuesto, Miguel Ángel, quien colaboró en su planeación a partir de 1546.
    Justo al lado de la entrada una de sus más reconocidas obras aparecen a la vista. La Piedad, donde Miguel Ángel representó a la Virgen María sosteniendo el cuerpo muerto de Jesús en sus brazos.

    Y a ambos lados de la nave múltiples esculturas se presumen a los fieles, como los monumentos a los santos.
    La basílica lleva el nombre de San Pedro, uno de los doce apóstoles de Jesús que predicó el cristianismo en Roma y que se convirtió, por ende, en el primer papa de la historia.
    Pedro murió en Roma y se dice que sus restos se conservan en la iglesia.

    Otros muchos santos yacen en el Vaticano. Entre todos, está la tumba del famoso Juan Pablo II, que pronto será convertido en santo, y al que miles de fieles rezan todos los días.

    Justo sobre el altar se impone la magnífica bóveda de la Basílica, ideada y pintada por Miguel Ángel, convirtiéndola en la obra cumbre del Renacimiento.
    El trabajo del enorme fresco en la cúpula tomó unos cuatro años al joven artista. Entre disputas con el papa, humedad con los colores, rechazo por la ayuda de otros pintores, Miguel Ángel llevó su inexperiencia en pintura al máximo nivel, pasando a la historia como uno de los mejores de la historia.

    Para admirar su obra desde cerca, el Vaticano deja a los visitantes subir por cinco euros, contando con un elevador o escaleras para acceder a las orillas de la cúpula, que es nada menos que la más alta del mundo.
    Como buen y fuerte turista, decidí tomar los escalones, que al alcanzar los 100 metros aproximadamente se tornaron en estrechos pasadizos inclinados por los que apenas y podíamos caminar y respirar. Definitivamente no hechos para claustrofóbicos.
    Sinceramente, subir a la cúpula no es una buena idea si lo que se quiere es tener una buena vista del fresco de Miguel Ángel. Por supuesto, la mejor vista se tiene desde lejos.
    Pero subir los 136 metros valió la pena cuando pudimos salir al exterior y tener al frente la vista panorámica del Vaticano y de la ciudad de Roma.

    Desde la punta se distinguían perfectamente los santos que adornan la fachada de la basílica y el obelisco central en la plaza.

    Una vista memorable que dejó al descubierto el encanto de Roma en un hermoso día de invierno.
    Mi última tarde en la ciudad la pasé cruzando los puentes del río Tíber y visitando un poco el pequeño barrio hipster que se esconde en su orilla occidental, a donde pocos turistas se acercan y donde pude comer una pizza más tradicional que el resto de las que se ofrecen a los visitantes.

    Roma había superado mis expectativas por muchísimo y habría sido el lugar perfecto para terminar mi viaje por Europa.
    Y aunque por confiar en el servicio continuo de buses hacia el aeropuerto Ciampino casi pierdo mi vuelo (que al igual que yo, tuve retraso), me vi en Madrid al siguiente día, donde tomaría mi vuelo de regreso a mi país, dando por finalizado mi primer viaje como backpacker, que apenas 450 euros habían hecho realidad.
  12. AlexMexico
    París es una ciudad mundial. Solo así se le puede describir por el poder y la influencia que ha tenido en el mundo entero durante siglos. Se hable de gastronomía, moda, ciencias, artes, la metrópoli no es solo la capital de Francia, sino la cuna de corrientes que han llegado a cada rincón del planeta.
    Por eso, al igual que aglomeraciones como Londres, Nueva York o Tokio, París es una ciudad que hay que vivirla.
    Los últimos ocho meses de mi vida los he pasado precisamente en Francia. Y en repetidas ocasiones he podido visitar París, desde sus últimos días de cálido verano hasta la húmeda llegada de la primavera. Y hospedarme con locales cerca de la Gare du Nord, Sentier o La Défense me ha acercado más a la experiencia de “vivir la ciudad”.
    Sin embargo, como turistas pocas veces tendremos la oportunidad de permanecer más que unos cuantos días. Pero más allá de la Torre Eiffel, la Catedral de Notre Dame, la Basílica de Sacré Coeur o el Museo de Louvre, existen otras buenas atracciones que son en menor medida un cliché parisino. Y aunque todas siguen siendo turísticas, algunas pueden acercarnos a una experiencia más local.
    Cementerio del Père Lachaise.
    Al este de París, en su distrito XX, se encuentra uno de los cuatro antiguos cementerios que se construyeron a las afueras de la ciudad en el siglo XIX para dar una noble y decente sepultura a los difuntos, sobre todo a las grandes personalidades de la aristocracia.

    El cementerio rinde homenaje al que fue confesor de Luis XIV, François d'Aix de La Chaise. Pero hoy no es solo un panteón colmado de tumbas, vegetación y gatos callejeros. Es de hecho un parque donde muchos parisinos acuden a dar un paseo.

    Al principio una caminata por un cementerio se me hizo muy poco interesante. Pero la elegancia de las tumbas (más bien mausoleos) allí levantadas nos habla de cuántos ciudadanos ilustres han pasado por París.
    Entre las personalidades fallecidas con las que podemos toparnos resaltan Oscar Wilde, Jim Morrison o Frédéric Chopin.

    Aunque la mayoría no sean personas que nosotros conocemos es reconfortante acercarse a cada lápida y leer el epitafio que nos hará descubrir de quién se trataba. Un antiguo alcalde, la esposa de un famoso novelista, una reconocida bailarina de Montmartre o un aclamado pintor de la Belle Époque.
    Musée d’Orsay.
    Bien, este sí que un cliché y hay que aceptarlo. Pero todavía menos cliché que el Museo de Louvre.
    Como segundo museo más visitado de París, el Museo de Orsay es quizá la segunda colección de arte más interesante de Francia. Desde que nos aproximamos a su exquisito edificio que solía albergar a la estación de trenes de Orsay justo en a la orilla sur del río Sena, el museo nos seduce con un rinoceronte de bronce que nos invita a descubrir el arte vanguardista.

    Si el Museo del Louvre resguarda las obras de la Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna, el Museo de Orsay nos acerca al arte de vanguardias surgidas desde la mitad del siglo XIX hasta principios del XX, antes de comenzada la Primera Guerra Mundial.
    Durante este corto período el arte se revolucionó en Francia y en Europa, con artistas que deformaron la realidad visual para expresar de diferentes formas lo que hay dentro de cada elemento que nos rodea.

    Desde el realismo de Gustave Courbet, con su obra cumbre El origen del mundo hasta la simplicidad de los animales de François Pompon, como su célebre Oso Blanco, expuesto en una de las salas al fondo.

    El museo no solo nos deja admirar la belleza que los parisinos se esmeraban por crear en cada nueva estación de tren, sino una hermosa pinacoteca que expone con orgullo a los más aclamados artistas franceses de la Época Bella.

    Para los amantes del impresionismo, el Museo de Orsay resulta tener la mayor colección de obras impresionistas y postimpresionistas del mundo.
    Así, sus muros deleitan a los visitantes con obras maestras de figuras como Claude Monet, con sus Campos de Tulipanes de Holanda o las Catedrales de Rouen.

    Eugène Delacroix, Édouard Manet, Camille Pissarro, Pierre-Auguste Renoir, Gustave Caillebotte. Aunque uno de los más famosos, no nacido en Francia sino en Holanda, es Vincent van Gogh.
    Si bien la mayoría de su obra se encuentra resguardada en el Museo Van Gogh en Ámsterdam, el Museo de Orsay es un buen aproximamiento al pintor, con varios de sus cuadros postimpresionistas, incluyendo uno de sus más famosos autorretratos.

    En las salas de sus últimos pisos el museo expone también algunas piezas comunes durante el apogeo del Art Déco y el Art Nouveau en París, que influyeron en la arquitectura de un sinfín de edificios en el mundo entero.
    Lo mejor del museo no es solamente la increíble colección de la que nos deja ser testigos, sino también las maravillosas vistas que se tienen desde su planta alta, donde podemos tomar un café y comprar libros en su boutique.

    Desde la Plaza de la Concordia hasta la colina de Montmartre, París siempre tendrá un bello paisaje que ofrecer desde las alturas.
    Les Invalides.
    Es un edificio al que todos los turistas ponen atención. Es imposible no verlo al cruzar el río Sena desde la Concordia, los Campos Elíseos y al atravesar el Puente de Alejandro III. Pero cuando no tenemos tiempo más que para correr y subir a la Torre Eiffel para una foto este palacio suele pasar desapercibido.

    El nombre es muy curioso. “Les Invalides” se traduce así mismo, “Los Inválidos”. Se trata de un antiguo palacio construido en el siglo XVII destinado a ser la residencia real de soldados y militares franceses en el retiro. De ahí su nombre, era la casa de héroes de guerra inválidos.
    Hoy sin embargo ya no aloja a soldados heridos y sumidos en la depresión postguerra. Hoy el palacio alberga al Museo del Ejército.

    Si bien suele ser poco atractivo para muchos, la guerra ha sido un elemento presente en la historia de todas las naciones del mundo (así de lamentable). Francia es y ha sido una potencia militar por siglos y no duda en exponer sus más grandes proezas y armamentos militares.
    Las colecciones originales del museo nos llevan desde el nacimiento de la nación, en la Edad Media. Espadas, ballestas, arcos y armaduras de hierro que sirvieron para defender al Reino de los francos durante décadas, como las épicas batallas de Juana de Arco contra los ingleses.

    La cantidad de guerras que ha sufrido Francia es infinita, como muchos de los países europeos, teniendo roces con Inglaterra, Prusia, España, Italia…
    La línea cronológica es un buen método para conocer un poco más de la historia bélica del país y de Europa. En las salas se muestra la evolución de las tácticas de guerra y de las armas conforme la tecnología avanzaba.
    En sus últimos salones se habla de las guerras más recientes, la Primera y la Segunda Guerra Mundial.

    Con uniformes y armas originales se cuenta lo vivido durante la ocupación nazi y la resistencia que Francia ejerció durante los años cuarenta (que en mi opinión no fue mucha).

    Se exponen los carteles originales que se ocupaban para reclutar soldados en varias partes del mundo para ayudar a sus nacionales en los tiempos más difíciles.
    Pero Les Invalides no es famoso solo por el Museo del Ejército. Más bien genera una especie de curiosidad en muchos porque en su bóveda sur yacen los restos de Napoleón Bonaparte.

    El emperador francés pasó sus últimos días en la remota isla de Santa Elena. Pero el rey Luis Felipe I de Francia hizo que sus restos fueran trasladados a París en 1840, año desde el cual se depositaron en el palacio.

    Hoy su tumba es visitada por miles de turistas ansiosos por presenciar la leyenda militar francesa.
    Le Petit Palais.
    Sea desde la pasarela del río Sena o la famosa avenida de los Campos Elíseos, hay dos edificios que ningún peatón o conductor puede pasar por alto. El Grand y el Petit Palais, o en español, el Gran y el Pequeño Palacio.
    Son dos palacios hermanos que fueron alzados durante la exposición universal de París en 1900 como otra muestra del poder de la ciudad en el planeta.

    ¿Qué podemos hacer en el Petit Palais? Es otro pequeño pero interesante museo, perfecto para un aburrido domingo en la metrópoli. O si estamos de paso por el barrio y está lloviendo fuera nada mejor para resguardarnos de las nubes que dentro de esta exquisita mansión.

    El palacio está construido alrededor de un patio central ideal para un café y una tarde relajada con un libro en la mano.
    El museo nos ofrece una colección de pinturas y objetos de la Edad Media y el Renacimiento. Aunque quizá sea más interesante la colección de pinturas de maestros como Delacroix y Courbet, bastante bien reconocidos en París.

    En varias de sus salas se exponen también mobiliarios originales y recreaciones del siglo XVIII que nos dan una idea de cómo lucía la aristocracia francesa hace 300 años.
    Parc des Buttes-Chaumont.
    París cuenta con muchos parques y jardines que la dotan de una buena cantidad de hectáreas verdes para el escape de la loca capital.
    Todos tienen su encanto, y la mayoría están rodeados por cafeterías y brasseries donde podemos tomarnos una cerveza. Aunque lo mejor es llevar nuestra propia comida y bebidas para hacer un picnic (beber alcohol en los parques no suele estar prohibido en Francia, y podemos comprar un vino en el supermercado por dos euros).
    Si como yo se encuentran cerca de la Gare du Nord, en el norte o noreste de la ciudad, una excelente opción es visitar el Parc des Buttes-Chaumont.
    Es uno de los jardines públicos más grandes de París, creado en el siglo XIX por Napoleón III, quien aprovechó las antiguas canteras de piedra y yeso en la zona.

    Como muchos de los jardines, este parque posee un lago interior en su centro, donde decenas de aves buscan comida con los visitantes. ¿Qué lo hace especial? Que en medio del lago se alza una colina de piedra de unos 30 metros con puentes y una pequeña cascada, escenario de algunas sesiones de fotos parisinas.
    Es posible subir a la punta para tomar un descanso bajo el pequeño kiosco en lo alto, llamado el Templo de la Sibila.

    Y desde allí se tiene una maravillosa vista de la colina de Montmartre en el oeste, con la Basílica de Sacré Coeur que la domina como en todas las postales. Sin duda la mejor parte de visitar este cautivador jardín.
    La Défense.
    A pesar de ser una enorme capital mundial, París no cuenta con un skyline gigante y particular que la distinga ante metrópolis como Nueva York, Tokyo o Londres, con sus conjuntos de modernos edificios.
    Pero París lo ha hecho bien. Su gobierno local ha sabido conservar la arquitectura típica haussmanniana (esos edificios con tejados azules) desde la renovación de la ciudad durante el Segundo Imperio en el siglo XIX con Napoleón III.

    De esta forma, casi toda la ciudad dentro de su anillo periférico conserva ese aire antiguo que logra transportar a sus habitantes y turistas a una Belle Époque contemporánea.
    Pero para los amantes de lo moderno París también sabe defenderse. Y se defiende con La Défense.
    La capital francesa es también un importante centro de negocios. Y como debe ser, posee su propio centro financiero que forma quizá el único skyline de la metrópoli.

    La Défense está estructurada en torno a su explanada central, donde se yergue un enorme arco, el Arco de La Défense.
    Algo curioso es que este arco está perfectamente alineado con el Arco del Triunfo en la avenida de los Campos Elíseos y con el Arco del Triunfo del Carrusel en el Jardín de las Tullerías, frente al Museo del Louvre. De esta manera forman una línea recta que puede ser vista desde cualquiera de las tres monumentales estructuras y desde puntos céntricos como la Plaza de la Concordia.

    Los edificios alrededor del arco albergan a una multitud de empresas internacionales y son el conjunto de oficinas más grande de Europa.
    El paisaje urbano es maravilloso, aunque poco se puede hacer allí. No hay tiendas, centros comerciales, bares ni discotecas. Pero sentarse a las orillas del río Sena para admirar su grandeza o contemplar una puesta de sol tras los gigantes de cristal y concreto es otra vista que no muchos se esperan de París.

    Cabe decir que La Défense está oficialmente fuera de París. Está ubicada en los suburbios, por tanto en la zona 2 según el sistema de transporte urbano. Por ello nos costará más caro que un ticket normal de metro si tomamos el RER. Pero llegar directamente a la estación de Gran Arche de La Défense no es quizá la manera de tener la mejor vista. Más bien la conseguiremos caminando por toda la avenida de la Grande Armée desde el Arco del Triunfo o tomando el metro hasta la estación Pont de Neuilly.
    Musée Carnavalet.
    París tiene cientos de museos, es verdad. Y cada uno es un universo. Pero solo existe un museo dedicado a contar la historia de la misma ciudad.
    El edificio que hoy alberga al Museo Carnavalet solía ser un hotel que llevaba el mismo nombre. Está ubicado en pleno centro de la ciudad, en el barrio del Marais.

    No solo podremos deleitarnos con su bella arquitectura y sus simétricos y perfectamente cuidados jardines. El museo nos transportará en el tiempo desde la fundación de la ciudad en la Edad Media hasta los instrumentos más recientemente conservados.

    Si alguna vez hemos soñado con vivir esos años en los que todo se anunciaba con lápiz y papel, se transportaba a caballo, se comía en vajilla de porcelana, se buscaba el pan caliente a diario con el panadero, se enviaban telégrafos y se acudía a los cabarets de Monmartre, este museo es lo que necesitamos.

    Con procedencia cien por ciento original, el Museo Carnavalet ha logrado recaudar piezas de muchas de las épocas parisinas. Letreros de la primera línea del metro en 1900, anuncios de una obra de can can, adornos de una casa desaparecida, ropa de las aristócratas que se paseaban por las Tullerías los domingos, una taza de té en la que bebió un Barón, la puerta de entrada a una taberna de los suburbios.

    Con mapas, maquetas y recreaciones es la oportunidad de acercarnos aún más a lo que ha sido y es hoy día París.
    Place des Vosges y la casa de Víctor Hugo.
    En el mismo barrio de Le Marais (con una vasta presencia de judíos y hoy también barrio gay) se encuentra la plaza más antigua de París, donde hoy los locales y turistas toman el sol cuando el clima lo hace posible.

    Fue pionera en el diseño de plazas reales en toda Europa, aunque su residencia real no dio cabida a los reyes por muchos años. Pero dio alojo a muchos aristócratas de la época.
    Entre los más reconocidos y admirados por el mundo entero se encuentra Víctor Hugo, autor romántico que se ha convertido en un símbolo de la literatura francesa.

    En un apartamento en una de las esquinas de la plaza cuadrangular Víctor Hugo vivió sus años antes de autoexiliarse en Bruselas, debido a su participación en la política de la cambiante Francia del siglo XIX.
    En ese acogedor piso escribió algunos de sus poemas y obras que pasarían a la posteridad de la nación francesa.

    Incluso con un salón chino y la cama donde falleció, su modo de vida puede inspirar a muchos amantes de la literatura que, como a mí, Víctor Hugo ha atrapado hasta el último renglón.
    Jardines de Luxemburgo.
    Como una especie de jardín real para el Senado de Francia, los jardines de Luxemburgo son quizá el parque público más famoso de París. Eso quiere decir que siempre habrá mucha gente. Pero es difícil encontrar una atracción turística sin mucha gente.
    No obstante, vale la pena transportarnos hasta la parte sur del Sena (no muy lejos de la Catedral de Notre Dame) para perdernos por sus senderos y comer un helado frente al fascinante Palacio de Luxemburgo.

    Es un destino perfecto para familias, con actividades, juegos y renta de ponis para los pequeños.

    Una de las curiosidades que debe ser visitada es la Estatua de la Libertad original. Eso mismo. La famosa Estatua de la Libertad que recibió a millones de migrantes en la desembocadura del Río Hudson y que hoy sigue siendo símbolo de Nueva York y de los Estados Unidos fue un regalo de Francia.

    Fue diseñada y creada en París por el escultor Frédéric Auguste Bartholdi. Y antes de llevar a cabo el enorme proyecto que dotaría de identidad a los estadounidenses, Bartholdi elaboró este modelo a escala que más tarde regalaría a la ciudad de París, y que hoy es expuesto en los jardines de Luxemburgo como una memoria de la dama más famosa de América.
    El Panteón.
    La increíble e imponente iglesia de Saint Étienne du Mont en el corazón del Barrio Latino de París ha atravesado por muchas controversias, pasando de ser repetidas veces un centro de culto católico a un centro de culto para los ciudadanos ilustres.

    Pero esta última función concluiría su cometido con el entierro de Víctor Hugo en su cripta en el año 1885.
    Así, visitar el Panteón de París significa visitar los restos de las personas que más han marcado la historia de Francia (en el mejor sentido).
    Sus catacumbas reciben a los visitantes con el encare de los dos filósofos ilustrados más relevantes y eternos rivales: Jean-Jacques Rousseau y Voltaire, cuyas ideas opuestas legaron una revolución en Europa y el mundo entero.

    Otros de los personajes célebres en sus tumbas son Marie Curie (premio Nobel de Física y Química), Émile Zola (padre del naturalismo) y Louis Braille (creador del sistema Braille de escritura y lectura para débiles visuales).

    Otra de las atracciones del Panteón es el Péndulo de Foucault, un experimento que desde 1851 demostró la rotación de la Tierra al haber sido colocado desde lo alto de la cúpula hasta casi tocar el suelo.

    París es la Ciudad de las Luces. Y no por ser la mejor iluminada, sino por la cantidad de personas ilustres que por ella han pasado.
    Sus rincones e historias son simplemente infinitos, y ningún artículo podrá nunca abarcarlos todos. Pero algo es seguro: siempre querremos volver a ella. 
  13. AlexMexico
    Un itinerante sol me despertó la mañana del 31 de Octubre. Era una habitación desconocida, donde había dormido solo por dos noches.
    Me quité la pijama y metí mis últimas prendas a Isabel, cuyos 50 litros parecían no poder resguardar ya más cosas. Aquella mochila se había convertido en mi mejor amiga. Más que mi laptop, con la que trabajaba desde cualquier punto de Europa. Y más que mi celular, que para entonces no tenía aún línea telefónica.
    Cogí a Isabel en la espalda y dejé una nota sobre su escritorio a Mortiz. Caminé por el pasillo, adornado con banderas de todos los continentes en las puertas de sus habitaciones. Tomé un yogur del refrigerador y salí del apartamento. Fuera aguardaba Farzad, a quien regresé las llaves y despedí con un fuerte abrazo.
    Stuttgart había sido el primer lugar del mundo donde un desconocido me había prestado su habitación para dormir. Un couchsurfer a quien nunca pude ver a la cara en persona, porque se había ido de viaje a la península itálica. Con quien solo crucé un par de palabras en un sitio web y luego agradecí en WhatsApp.
    Moritz y un grupo de estudiantes amantes del forró brasileño en Stuttgart; un descendiente turco nacido en Franconia; un antropólogo que repartía paquetes a bordo de su bicicleta en Tübingen; un estudiante que ayudaba a los refugiados sirios en Múnich. Los alemanes me habían demostrado que tras una dura historia, son ahora personas sumamente abiertas. Cálidas, simpáticas, cordiales.
    Aquel 31 de octubre fue momento de despedirme nuevamente de Alemania. Y me dirigí a la estación central de Stuttgart para regresar a mi entonces país de residencia: Francia.
    Antagónico a sus habitantes, los trenes y el transporte alemán me habían dado muchas experiencias carentes de contento. Y para cruzar la frontera oeste me decidí entonces por Blablacar.
    La start-up francesa me había hecho la vida fácil y barata en varias ocasiones. Además, viajar compartiendo un auto intrínsecamente llenaba siempre un vacío ecológico en mí. “Comparte auto y reduce tus emisiones de CO2”, suele decir la empresa.
    Pero Alemania parecía querer dotarme de mala suerte.
    A las 8:30 de la mañana, esperaba pacientemente a Ghislain y su Peugeot 308 en el parking frente a la Haupbahnhof. El reloj seguía avanzando y mi paciencia comenzaba a agotarse.
    Los franceses suelen ser muy puntuales, así que 7 minutos me parecieron excesivos para no ver señales de él. Y como parte de mi desfortuna, el wi-fi del Starbucks en la estación parecía no funcionar en mi móvil.
    Caminé por el rededor, tratando de no alejarme mucho. Ghislain sabía ya el color gris de mi jersey y el rojo de mi mochila. Y yo tenía la foto de su coche. Pero, ¿dónde diablos estaba?
    20 minutos pasados tras la hora, estaba a punto de entrar a la estación y comprar un costoso boleto de tren a Estrasburgo, mi próximo destino en Francia. Pero a un costado de la central, otro parking se asomó a mi vista, y Ghislain con su móvil en mano esperaba junto a su Peugeot negro.
    Otra vez, me dije, aparento ser el mexicano impuntual. Pero el conductor y el resto de los pasajeros parecían haber adivinado mi ausencia de malas intenciones. Y sin más que alegar, condujimos a la frontera.
    A 150 km al oeste, cruzamos un puente sobre el río Rin, el río más transitado de la Unión Europea. Y justo al atravesarlo, nos encontrábamos ya en Francia.
    Estrasburgo es una de las importantes ciudades situadas en la ribera del Rin, que utilizan el río para transportar y exportar mercancías. Su situación geográfica es una de las más privilegiadas del continente, ubicada justo a la mitad entre la Europa atlántica y la continental.
    Sin embargo, es el mismo honor de su emplazamiento el que la ha puesto en disputa durante más de tres siglos entre los estados alemanes y Francia. Y es por ello hoy un símbolo de la hermandad entre las naciones europeas.
    Tan solo quince minutos después de haber dejado Alemania, Ghislain nos adentraba en las transitadas avenidas de otra metrópoli francesa que se sumaba a mi lista. Una que había estado en mi checklist desde hacía ya tres años.
    Una pareja local, Gwen y Alex, habían aceptado mi solicitud en Couchsurfing, y me alojarían por dos noches antes de volver a mi trabajo habitual en Lyon.
    Ghislain me dejó, junto con los otros pasajeros, en la estación central de trenes de Estrasburgo. Y como Alex y Gwen no llegarían a casa antes de las 7 p.m., debía deambular solo por la ciudad hasta entonces.
    Dejar a Isabel en la estación central parecía más costoso que dejar a un niño en una guardería. Si recorrí Sudamérica con ella, ¿por qué no cargarla en Estrasburgo unas cuantas horas? Pensé. Lo peor que podía pasar era que tuviera que vaciar el tubo entero de relajante muscular sobre mi espalda al terminar el día.
    Pregunté a un par de policías la parada más cercana del tranvía que pudiese llevarme al centro de la ciudad. La distancia no era muy larga, pero debía guardar fuerzas para la caminata de 8 horas que con Isabel aguardaba.
    Así, pasé a ser un mochilero en Estrasburgo. Con mi mochila al hombro y mi cámara sobre el cuello, me balancee en el pequeño tren tratando de no empujar ni lastimar a nadie a mis costados.
    Bajé en la estación Grand Rue, y me adentré en la histórica Grand Île de Estrasburgo, el corazón de la ciudad.

    La totalidad de la Gran Isla fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988, que la describió como una de las mejores muestras de ciudades medievales.

    Al comenzar a caminar por las calles de la Grand Île, ni yo, ni seguramente muchos de los turistas, nos sentíamos en Francia. La Grand Île fue para mí uno de los mejores ejemplares de una ciudad típica alemana.

    El mismo estilo de edificios germánicos con fachadas de madera en formas triangulares aparecieron en las principales plazas del casco viejo.

    Estrasburgo resguarda muchos secretos ante los turistas que, con emoción, la visitan cada año. Y para visitarla hay que saber algo muy claramente: Estrasburgo ha sido parte de Alemania y de Francia en repetidas ocasiones.
    Luego de que el Imperio Romano de occidente cayera ante las invasiones germánicas, la ciudad formó parte del Imperio Carolingio, que al partirse en dos quedó en manos del reino de Germania, comenzando la influencia alemana sobre la ciudad.
    La región histórica donde se ubica Estrasburgo es Alsacia, que si bien ahora pertenece a Francia, tiene su propio dialecto germánico: el alsaciano, todavía hablado por muchos de sus habitantes.
    Alsacia vivió épocas de prosperidad durante la Edad Media, período en que perteneció al Sacro Imperio Romano Germánico. Pero poco a poco cayó en depresión, con crudos inviernos, malas cosechas y la llegada de la peste. Pero su peor época llegó con la Guerra de los Treinta Años, cuando los Habsburgo de Austria perdieron los derechos sobre el territorio alsaciano, que pasó a formar parte del Reino de Francia en 1648.
    Alsacia tuvo cierto grado de autonomía dentro de Francia. Su población hablaba otro idioma, tenía otra religión y se administraba de forma diferente. Por ello, el Imperio Germánico siempre lo tuvo en la mira.
    En 1870, con la guerra franco-prusiana, Estrasburgo y Alsacia volvieron a formar parte de Alemania. Luego, con el fin de la Primera Guerra Mundial, Alemania la devolvió a Francia. Pero en 1940, a principios de la Segunda Guerra Mundial, Hitler y su ejército nazi la incorporó al Tercer Reich. Y al finalizar la guerra, en 1945, volvió a ser de Francia.
    La belleza de las calles y los edificios en Estrasburgo no hacen parecer que se ha derramado tanta sangre sobre ellas. Y mi arribo a la Place du Château reforzó mi teoría.

    El núcleo de la metrópoli se encuentra allí. Entre viejas casonas con tejados medievales y vívidos colores sobre sus longevas paredes.

    Me acerqué a la oficina de turismo para pedir un mapa de la ciudad, ya que mi celular, sin línea, sin datos, sin GPS, no podía serme de gran ayuda.
    Aquel lunes 31 de octubre era el último día para poder visitar todas las atracciones que quisiera en la ciudad. El 1 de noviembre, como en casi todos los países católicos, es un día festivo (el Día de Todos los Santos), y muchos de los mejores sitios estarían cerrados.
    Aquello no representaba un problema para mí. Un mochilero al que le bastaba con perderse en la ciudad con Isabel al hombro.
    La Place du Château es el núcleo de la ciudad por varias razones. La principal de ellas está en su centro: la imponente Catedral de Notre-Dame de Estrasburgo.

    Iniciada como culto católico, luego protestante y nuevamente católico, está dedicada hoy a la Virgen María.
    Su único campanario fue la construcción humana más alta del mundo por casi dos siglos, superada después por la catedral de Ruan.

    El templo cristiano es uno de los mejores modelos del gótico tardío, y sus rojizos portales frontales y laterales me invitaban a entrar y admirar su interior. Pero, cumpliendo la promesa que me hice tres años atrás en España, nunca pagaría por entrar a una iglesia.
    Sus centenarios muros sufrieron los embates de la guerra franco-prusiana y de la Segunda Guerra Mundial. Por ello, hoy la catedral de Estrasburgo es un símbolo de la reconciliación franco-alemana y la Unión Europea, justo en el centro de la ciudad que en mitad del continente funge como una de sus más amadas capitales.

    Las rúas al sur de la vasta explanada me portaron bajo la sombra de sus regios edificios hasta el malecón del río Ill (leído como “il”).

    El río es uno de los afluentes del Rin, y es el que rodea a la Grand Île de Estrasburgo, y por tanto, a todo su centro histórico.

    Son casi veinte los puentes que unen a la isla central con el resto de la ciudad, y cada uno de ellos formaba una postal magnífica para mi álbum de fotografías.

    Pero los más bellos paisajes a lo largo del Ill los formaba sin duda el histórico barrio de la Petite France.

    Al ras del agua, sobre esos pequeños trozos de tierra que parecen flotar como chinampas, vivían antiguamente los pescadores, molineros y curtidores de pieles.

    Su arquitectura tiene un marcado estilo renano, lo que, como dije anteriormente, a ninguno hace sentirse en Francia (ni en la Petite France). Sino en una antigua y colorida Alemania.

    Su pintoresca elegancia lo convierte en el barrio más turístico y famoso de Estrasburgo.

    Sobre sus aguas, multitudes de visitantes fotografiaban las orillas de sus tranquilos y apaciguantes canales cristalinos.

    Y si bien es cierto que Estrasburgo es conocida como la capital de la Navidad en Europa por su célebre mercado, el clima decembrino no me causaba ninguna envidia. El sol de otoño y los colores de sus follajes era para mí la mejor época para estar allí, parado entre balcones de flores y románticos ventanales.

    La pequeña isla se forma de tres alargadas puntas que sirven como malecones principales, todas ellas vías peatonales donde ningún coche puede entrar.
    En la punta occidental de la isla, tres torres forman uno de los paisajes más típicos de la ciudad, tras las cuales el campanario de la catedral sobresale reluciente.

    Les ponts couverts, o los puentes cubiertos, unen a la Petite France con la Grand Île y el sur de la ciudad.

    Las torres forman parte de la antigua muralla fortificada que resguardaba a la ciudad de sus enemigos.

    La mejor vista de los puentes y de la Petite France la tuve sin duda al subir al dique Vauban, que ofrece una hermosa vista del lado occidental del centro histórico.

    Pero el lado oriental era otra bella zona que me quedaba todavía por explorar.
    Una de las avenidas principales del centro histórico me llevó hasta el jardín de la Plaza de la República, el corazón del llamado Distrito Alemán.
    Tras 1870, el Imperio Alemán tomó posesión nuevamente de Alsacia y Estrasburgo, y dejó su gran legado en esta zona de la ciudad.
    El edificio más emblemático es el Palacio del Rin, antiguo palacio imperial que formó parte de una remodelación urbana, marcada por la arquitectura prusiana.

    El Distrito Alemán aloja también el barrio universitario, con su biblioteca, el Teatro Nacional y varios edificios guillerminos que fungen ahora como oficinas del gobierno citadino y regional.

    Al toparme de nuevo con el río Ill crucé el puente de Auvergne, desde donde podía ver el sol cayendo sobre la emblemática Grand Île y su catedral en el horizonte.

    Y al otro lado, la conocida iglesia de Saint-Paul, de culto protestante, se iluminaba con los fuertes rayos del ocaso.

    Aquella tenue y rojiza iluminación me apresuró a moverme al último rincón de Estrasburgo que no podía perderme. Así que cogí a Isabel con fuerza y tomé otro tranvía al Barrio Europeo.
    Tras la dura historia en la que se vio inmersa Alsacia, y tras vistos los horrores que dejó en Europa la Segunda Guerra Mundial, Estrasburgo fue elegida como capital de la Unión Europea, como un símbolo de la cohesión que debe existir entre los países del continente.
    Ni Francia ni Alemania pueden reclamar haber tenido más influencia sobre esta ciudad. Y ello la hace la metrópoli europea por excelencia.
    El Barrio Europeo alberga los edificios de muchas de las instituciones de la Unión Europea, siendo el más importante de ellos el Parlamento Europeo.

    Con la creación de una organización supranacional, única en su género, como lo es la UE, se necesitaba un organismo que regulara las funciones legislativas que representaran a la ciudadanía europea. Y helo allí.
    Las banderas de todos los países miembros ondeaban alumbradas por el atardecer.

    Un vacío de gente dejaba entrever que ninguna sesión plenaria se estaba entonces llevando a cabo.
    Dentro de esos muros de cristal y pilares de hormigón, 751 diputados toman varias de las decisiones más importantes del mundo. Tienen control sobre las leyes que rigen al continente y el presupuesto anual.
    Y aún en Europa, nunca falta el descontento con el Congreso.

    No fue entonces sorpresa encontrarme un grupo de manifestantes acampando a un costado del complejo parlamentario, acompañados de sus letreros de protesta.

    Gobernar una sociedad nunca será fácil. Ni en Estrasburgo, ni en Europa ni en ninguna otra parte del planeta.
    En un país como Francia, y viniendo de un país latinoamericano, quejarme me era difícil. Sobre todo al comparar la calidad de mis derechos sociales y prestaciones laborales. Pero el ser humano siempre buscará sus propios problemas. Es la raíz de la sociedad.
    Parado, en medio del gobierno, del descontento, de dos países históricamente enemigos, de todo un continente, mis pies y mi espalda no podían dar ya mucho más.
    Me dirigí a la parada más cercana y cogí un tranvía de vuelta al centro de la ciudad. Me resguardé del frío en un café local y comí un pastel de chocolate para calmar mi hambre de azúcar.
    Aún en Octubre, Estrasburgo se preparaba ya para recibir al mercado navideño, el más famoso del mundo. Y sobre la Plaza Kléber, las mágicas luces dejaban ver la silueta del pino de Navidad, que anunciaba que diciembre ya estaba más cerca.

    Me encontré con Alex y Gwen en la central de trenes, desde donde tomamos un tranvía a su apartamento.
    Una ducha y una cena vegetariana eran justo lo que necesitaba para poder descansar.
    Ambos planeaban un largo viaje por Latinoamérica para el 2017, y no dudaron en pedir mis sabios consejos y practicar su español.
    El siguiente día, Día de Muertos en México, ambos visitarían la tumba de su abuela en el panteón. Mientras yo planeaba una escapada algo diferente para el Día de Todos los Santos. Una que me llevaría a otro mágico punto de Alsacia, el punto perfecto entre Alemania y Francia.
  14. AlexMexico
    Templos cristianos en madera negra, cuervos azulados, un enorme puñado de inmigrantes árabes, un sauna sobre las heladas aguas del Báltico, pepperoni de alce, carne de ballena, fiordos milenarios en la costa atlántica, un sinfín de figuras y estatuas de trolls, elfos y enanos. 
    Hasta ahora la península escandinava me había dado lo que, con muchas ansias, había esperado de ella. Sumado a ello, me había llenado de placeres que poco pude aguardar, entre ellos un suculento y soleado clima que había hecho de mis días hasta ahora los mejores en mi viaje por Europa.
    Aunque poco deseaba marcharme de Bergen, de sus increíbles paisajes montañosos y de la calidez de mis anfitriones en la ciudad noruega, lo que tenía por delante me alentaba a partir. Y así, aquella noche me despedí de Angélica y Aleks, y tomé el tram con dirección al sur para llegar al aeropuerto internacional de Flesland.
    Aún siendo las 9 pm, el sol brillaba al otro lado de ventanas del avión como si fuese un amanecer. Y poco después de despegar en el fondo se asomó un paisaje alucinante. La cordillera de los Montes Kjolen aparecía ahora desde otro ángulo, uno que los rayos solares me dieron el goce de apreciar en su máxima desnudez. 

    Pero las montañas quedarían atrás por un par de días. Era momento de volver a la gran ciudad, y cerca de las 22:15 horas mi vuelo aterrizó en Estocolmo.
    El tráfico en el aeropuerto era mayor del que había esperado. No aguardaba hallar tal cantidad de gente una noche entre semana. Pero la capital sueca es la mayor urbe de Escandinavia, y pronto descubriría su importancia.
    Tomé un shuttle bus hacia la estación central de la ciudad, donde Logan aguardaba por mí. Aquel chico francés que estudiaba su máster en Estocolmo había sido el único couchsurfer en aceptar mi solicitud de estadía por cuatro días. Después de ocho meses en Francia, sabía que los franceses no me decepcionarían.
    Cogimos el metro hasta su casa, en una residencia estudiantil del campus norte de la universidad. Ahora comenzaba a resentir los altos precios escandinavos de los que tanto había escuchado. 4 euros el viaje sencillo, era simplemente el metro más caro que había costeado en mi vida.
    Aunque la vida estudiantil seguía siendo atractiva, había pasado ya varios días hospedado en campus universitarios en Dinamarca. Era momento de salir y explorar la ciudad por mi cuenta, cosa que hice a la siguiente mañana, cuando el hambre despertó mi estómago y mi paladar.
    Extrañamente, Escandinavia resultó ser el único lugar en Europa donde encontré tiendas de la cadena 7-Eleven, y Suecia parecía ser el país donde más se había esparcido la multinacional.
    Si bien prefiero los productos naturales, los combos que 7-Eleven ofrecía en Estocolmo fueron irresistibles, y la manera más barata de llenar mi estómago. Por cuatro euros, la tienda ofrece dos piezas y una bebida. Aquella mañana una manzana, una dona y un café fue lo más barato que pude conseguir para saciar mi hambre.
    Tomé el metro hacia el centro de la ciudad, y descendí justo en la estación central, donde el bullicio y el gentío fue todavía mayor al que me había topado la noche anterior en el aeropuerto.
    La estación central se encuentra en el área comercial de Estocolmo, una zona más moderna y sumamente viva donde todos los días convergen locales y turistas en una guerra de transeúntes, una bastante educada, me atrevería a decir.
    Pero unos pasos más al sur el viejo Estocolmo comienza a aparecer, con exquisitos edificios del siglo XIX que ponen en alto la ciudad como una verdadera capital europea.
    El Palacio de la Ópera es un gran ejemplo de la arquitectura neoclásica que imperó en Estocolmo y que la puso en el mapa como una prominente metrópoli desde hace dos siglos. 

    Al cruzar uno de los tantos puentes que atraviesan los canales de Estocolmo (y que la convierten en una más de las Venecias del Norte), me adentré de lleno en el centro de la ciudad, formado por tres pequeñas islas que dividen el delta del lago Mälaren del mar Báltico.

    La más pequeña de ellas es Helgeandsholmen, cuyo único edificio ocupante es el Palacio del Parlamento sueco, el Riksdag.

    Suecia, como el resto de los países nórdicos, tiene un enorme respeto por su gobierno y sus representantes políticos, Así, el parlamento es uno de los más queridos en el mundo por sus ciudadanos. Suecia encabeza también la lista de los países con menor índice de corrupción.
    El estilo barroco de la casa parlamentaria es otro buen ejemplo de la envergadura con la que la capital sueca salió a flote a pesar de la competencia que representaban las demás monarquías europeas. Después de todo, fue Suecia quien rompió la Unión de Kalmar una vez terminado el medievo, heredando así al mundo los cinco países nórdicos que hoy conocemos, en lugar de uno solo que pudo haber sobrevivido de no haber sido por la separación de los suecos.

    Fue precisamente durante la Edad Media cuando Estocolmo se fundó, y el mejor homenaje a aquella época lo rinde el Museo de Estocolmo medieval, ubicado prácticamente bajo tierra en ese pequeño trozo de isla donde me encontraba parado frente al parlamento.
    Ya que el acceso era gratuita, no dudé en entrar a conocer la historia que resguardaban aquellos túneles subterráneos.
    La razón de su peculiar ubicación es que el museo está posado sobre las ruinas arqueológicas de la antigua ciudad medieval, que todavía resguarda los restos de la muralla que rodeó la pequeña Estocolmo entre 1250 y 1520.

    La ciudad no llegaba más allá de las dos pequeñas islas que hoy conforman el centro de Estocolmo, pero representó una gran hazaña para el reino de Suecia una vez extinta la era vikinga, ya que controlaba el comercio entre el mar Báltico y los lagos interiores de la península, gracias a su increíble conexión por vía fluvial.

    El museo muestra algunas figuras reales encontradas durante las excavaciones, como los rostros de los antiguos reyes tallados en piedra, y algunos de los manuscritos antes de que Gutenberg revolucionara el mundo con la imprenta.

    Los restos de algunas embarcaciones dejan en claro la herencia que los vikingos dejaron a la sociedad monárquica sueca de la Baja Edad Media. Al igual que Copenhague y Oslo, la situación geográfica de Estocolmo fue clave para las hazañas marítimas.

    Una de las figuras más conocidas en el museo es una pequeña estatua de San Jorge, quien se muestra cabalgando su caballo y asesinando al dragón a quien, cuenta la leyenda, asesinó para salvar a toda una ciudad.

    El mito de San Jorge, un santo procedente de la Capadocia que fue canonizado luego de ser decapitado por no renunciar a su fe cristiana durante la época del Imperio Romano, ha traspasado tiempos y fronteras. Y al igual que muchos europeos, los suecos le tenían un enorme respeto, ya que lo veían como protector de los caballeros y los guerreros del medievo.
    Pero las figuras que quizá llamaron más mi atención fueron las escenas de la cotidianeidad que Estocolmo vivía durante aquellos años.
    Skedna Gertrude era la carnicera de la ciudad, y curiosamente, sus ganancias eran iguales a la de los hombres, algo sumamente raro en la época.

    Y el zapatero en su taller, quien se dice podía realizar un par de zapatos por día, algo muy distinto a la producción en masa de la época contemporánea.

    Antes de que el día avanzara más, preferí no confiarme del sol que abrasaba la ciudad aquel día, y quise aprovechar la soleada tarde para caminar al aire libre.
    Crucé entonces otro puente hacia la isla contigua de Stadsholmen, la más grande del centro de Estocolmo y donde se emplaza Gamla Stan, el casco antiguo de la ciudad.

    Gamla Stan es el sitio donde Estocolmo nació, más precisamente durante el siglo XII. Y aunque muchos de los edificios originales fueron demolidos o remodelados, hoy el barrio sigue conformándose por callejuelas de estilo medieval.

    Al ser el distrito que atrae a más turistas en toda la ciudad, Gamla Stan está repleta de tiendas, cafeterías, restaurantes y algunos hoteles.

    Aunque posee también muchos de los edificios más célebres de Estocolmo y toda Suecia. El Museo Nobel es uno de ellos. Presenta a los laureados con el galardón Nobel desde 1901, así como la vida de Alfred Nobel, uno de los ciudadanos suecos más reconocidos a nivel mundial. 

    El museo se ubica justo en la plaza Stortorget, la más antigua de la ciudad y el corazón desde donde se desarrolló el resto de Estocolmo desde su nacimiento. 

    Pero el edificio más famoso y quizá el más importante en Gamla Stan es el Palacio Real, la residencia oficial y el mayor de los palacios de la realeza sueca.

    Aunque la residencia donde realmente viven los reyes de Suecia y su familia se encuentra en Drottningholm, el de Estocolmo funge como el palacio oficial, y es donde se llevan a cabo las funciones del rey como jefe de estado, así como alojar a los asistentes personales y administrativos de la familia real.
    Al llegar al sur de Gamla Stan, a la orilla de uno de los canales que la delimitan, la isla contigua de Södermalm apareció. Y es allí donde aparcan los cruceros que traen a los turistas a visitar la mayor ciudad de Escandinavia.

    Un puente vehicular y peatonal une a ambas islas. Y por recomendación de la oficina de turismo, una breve visita a Södermalm valía la pena.

    Se trata de un barrio un tanto más bohemio con numerosos cafés, restaurantes y galerías de arte independientes, lo que le da el toque hipster y juvenil al centro de la ciudad.

    Pero quizá lo mejor de Södermalm son sus colinas a la orilla del canal, desde donde se tienen las mejores vistas de Gamla Stan y de los campanarios de sus iglesias.

    Por la noche volví hasta el campus universitario, donde me reuní nuevamente con Logan y cenamos una pizza con dos de sus amigos, un sueco y una peruana que había decidido mudarse a Suecia porque le encanta la oscuridad del invierno. Ambos, fervientes amantes del black metal escandinavo.
    Al siguiente día me dirigí hacia la zona este de la ciudad, comenzando por una breve visita al Museo de Historia Sueca, que también ofrecía entrada gratuita al público general.

    Aunque el museo va dirigido un poco más hacia el público infantil, ya que muestra juegos y muestras interactivas, fue una buena manera de sumergirme en la forma en que Suecia y la población escandinava se desarrolló desde la era vikinga.

    Las maquetas de los antiguos asentamientos y las figuras a escala de los drakkar son un ejemplo de cómo el pueblo vikingo se desarrolló en estas tierras desde la Alta Edad Media.

    Y tras la llegada y el triunfo del cristianismo a la península, Suecia pasó a ser un reino más que obedecía al papado de Roma, aunque el paganismo y las tradiciones vikingas perduraron para siempre.
    Unos metros hacia el sur desde el Museo de Historia alcancé la riviera de otro de los tantos canales de Estocolmo. Aquel que divide la parte continental de la ciudad de Djurgården, otra de las islas de la ciudad.

    Djurgården es una isla que, casi en su totalidad, contiene un parque urbano, lo que la convierte en el barrio más apreciado por los locales para poder relajarse y alejarse del bullicio de la capital.
    Pero para los turistas, Djurgården es mucho mejor conocido por alojar varios de los mejores museos de Estocolmo, y que son de gran interés para muchos.
    El Museo Nórdico, por ejemplo, se encarga de presentar la historia del pueblo sueco ubicada específicamente entre finales de la Edad Media y la Edad Contemporánea.

    El Museo Skansen es uno de los más apreciados, ya que se trata del primer museo al aire libre del mundo. Contiene representaciones de la vida cotidiana de los suecos durante los últimos siglos. Incluso hay actores disfrazados que simulan el día a día de su época.

    El Museo Vassa es quizá el orgullo de Estocolmo y de toda Suecia. Es el museo más visitado de toda Escandinavia. Presenta al único navío del siglo XVII que ha sobrevivido intacto hasta nuestros días. El Vassa, fue un buque de guerra que naufragó apenas después de haber zarpado desde Estocolmo. En el siglo XX, el barco pudo recuperarse y hoy se presume casi ileso en la isla de Djurgården.

    Y aunque no sea el de mayor afluencia, el Museo Abba es también uno de los más queridos. Y es que no hay grupo musical sueco más famoso en el mundo que este peculiar cuarteto pop de los años 70s.

    Djurgården posee también un parque de diversiones, y es justo desde allí donde zarpan los ferrys al resto de la ciudad. Por 4 euros el boleto sencillo en el transporte público de Estocolmo, lo que menos podía esperar es que los ferrys estuviesen incluidos en el precio.

    Así, pude al fin presumir que di al menos un paseo en bote por los canales de Estocolmo. No se puede visitar la Venecia del Norte sin navegar por sus aguas.

    Volví nuevamente a Gamla Stan para un último paseo, antes de volver con Logan para cenar juntos en la residencia.
    Los siguientes días en Estocolmo los pasaría tomando clases de acroyoga y kung fu en las enormes explanadas de sus parques. El sol me sonrió como nunca y esperaba que así permaneciera para los siguientes días, pues me esperaba una larga travesía por uno de los lugares con los climas más hostiles en el planeta.
  15. AlexMexico
    Los días de un viajero son a veces una moneda al aire. Mientras una mañana se amanece en un cómodo sofá con calefacción y sábanas limpias, en otra es la fastidiosa patada de un policía la que te levanta de tu sueño, dentro de un saco de dormir en el frío suelo de un aeropuerto.
    Y así es como mis ojos tuvieron que despegarse aquella fría mañana en las salas de espera del Keflavík, el último amanecer que vería en Islandia.
    Luego de nueve días huyendo de una tormenta y durmiendo en una casa de campaña que, cabe mencionar, se esfumó junto con el viento proveniente del Ártico, me era justamente necesario pasar la noche en una cama. 
    Los extraños horarios del aeropuerto no me permitieron dormir ni siquiera cuatro horas. A las 3 de la mañana, el guardia despertó a todos con una ligera patada. Vaya forma de despedirme del país.
    Pero era momento de partir, ahora hacia una nueva isla. Una que llevaba años queriendo recorrer.
    A 1800 kilómetros al sureste mi vuelo llegó hasta el aeropuerto de Gatwick en Londres, luego de tres horas de haber partido desde Reikiavik. Así, me dispondría a pasar mis últimas semanas en Europa recorriendo de sur a norte la isla de Gran Bretaña.
    Pero llegar a Londres aquella tarde después de haber aterrizado me tomó más de una hora. El tráfico y la lluvia no ayudaban en mucho. Ahora sí que notaba el cambio de un pacífico y despoblado país como Islandia a la locura de una enorme capital. La ciudad más grande de Europa, que me acogería por los próximos cuatro días.
    Hacía años que anhelaba visitar el Reino Unido y su ciudad capital. Pero el miedo por la fama de sus altos costos me había detenido. Pues bien, con suficientes ahorros en mi cuenta, era ahora o nunca.
    Un vuelo de bajo costo y un hostal de 20 euros la noche habían hecho posible y accesible mi viaje. Pero al llegar a la estación Victoria, la central de metro más caótica, descubrí que el mito de sus precios era verdad.
    ¿4.95 libras por un viaje sencillo en metro? Vaya, hasta para los propios londinenses es un precio excesivo. Pero no tenía otra opción para llegar al Hyde Park, el Central Park de Londres, cerca de donde se ubicaba mi hostal.
    Con tanto que ver en una capital de tal magnitud, y con tan pocos días a mi disposición, sería imprescindible dejar de lado algunas atracciones. Y he aquí a las que dediqué mi tiempo y atención.
    Hyde Park.
    Al igual que Nueva York, el corazón de Londres se encuentra a la sombra de uno de sus mayores y verdes pulmones.

    Con 225 acres de superficie total, el Hyde Park es más grande que el Principado de Mónaco, el segundo país más pequeño del mundo. Así, recorrerlo puede tomar más tiempo que caminar de punta a punta por la ciudad de la Costa Azul francesa.

    A tan solo dos cuadras de mi hostal (que, por cierto, se llamaba Smart Hyde Park Inn), fue mi primera visita y mi primera impresión de la ciudad. Por supuesto, fue la mejor que pude tener en un día tan hermosos y soleado como aquel.

    Disfrutar de un cielo tan azul en Londres es casi un privilegio. La megalópolis es bien conocida por ser el vertedero de Europa, una de las zonas más lluviosas del continente. Así que digamos que corrí con bastante suerte.

    Como muchos parques de Londres, alguna vez fue propiedad de la Corona. Específicamente fue Enrique VIII quien adquirió la mansión que allí se encontraba, y usó el bosque como un sitio privado de caza.
    Fue hasta el reinado de Carlos I cuando el parque fue abierto al público. Es desde entonces que una larga lista de paisajistas y arquitectos han modificado el parque para convertirlo en el gran atractivo que es hoy.
    De hecho, se trata oficialmente de dos parques, divididos por un lago que lleva el nombre de Serpentine. Mientras el Hyde Park se encuentra del lado oriente, del lado occidental se extienden los jardines del Kensington.

    El Palacio de Kensington es una de las tantas residencias reales del Reino Unido, propiedad de la Corona británica.

    Aunque la familia real no reside en él, sí lo hacen algunos miembros de la realeza, como los duques de Kent y de Gloucester. La residente más famosa fue, en sus días, la Princesa Diana de Gales.

    Hyde Park es también el lugar de encuentro de muchos oradores. Y para ello existe la Speaker’s corner. Se trata de una zona del bosque donde se permite la oratoria al público, sin temas realmente prohibidos ni prescritos. 
    Así, cualquier ciudadano puede ejercer su derecho de libre expresión, incluso si su discurso es contrastante con la ley británica o la monarquía.

    Pero es casi imposible separar hoy a Inglaterra y Gran Bretaña de la monarquía. Y el Hyde Park es fiel testigo de ello, con estatuas y monumentos dedicados a la realeza. Y claro está, las famosas cabinas telefónicas de color rojo que se hallan hoy como un recuerdo de las telecomunicaciones antes de la era digital.

    Al salir del parque, cruzar la calle fue otra de las venturas que tuve que vivir en Londres donde, como muchos saben, se conduce por el lado derecho del automóvil.

    Voltear a ambos lados de la calle es imprescindible en cualquier ciudad transitada del planeta. Pero cambiar de un día para otro los sentidos de orientación no es una tarea fácil.
    El Palacio de Buckingham.
    Aunque el Kensington es una obra maestra de los palacios reales del Reino Unido, ninguno se compara con la verdadera residencia de la monarquía británica.
    Una vez finalizado el Hyde Park da comienzo una vereda orillada por los jardines del palacio y el Green Park, y que contiene varios monumentos significativos para el reino, como el memorial de la guerra de Nueva Zelanda y la guerra de Australia, así como el arco de Wellington, que conmemora el triunfo sobre las guerras napoleónicas.

    La calzada, llamada Constitution Hill, da la bienvenida a los paseantes con los memoriales de la Mancomunidad de Naciones (o Commonwealth, en inglés), una agrupación de 53 países que comparten lazos históricos con el Reino Unido, ya que la mayoría fueron parte del Imperio Británico.

    Es difícil para muchos dimensionar el peso que este país todavía posee sobre el mundo entero. Tanto así que una multitud de naciones todavía reconocen a la Reina Isabel II como jefa de Estado. Es el caso de muchos miembros de la Commonwealth.
    Seguí por la Constitution Hill hasta alcanzar el Palacio de Buckingham, la joya de la monarquía británica.

    El recibimiento lo ofrece el monumento a la reina Victoria, una de las más queridas y reconocidas monarcas que ha tenido la nación. Su legado se marcó por el auge de la revolución industrial y la máxima extensión del imperio. Y si no fuera por la actual reina Isabel II, Victoria seguiría siendo la persona cuyo reinado ha durado más años en la historia.

    Quizá Isabel II no llegue a tener la misma popularidad de Victoria, pero no puede negarse que ha sabido ganarse el respeto de muchos alrededor del mundo.
    Con la suma vejez de la monarca, era de esperarse que ella y la familia real estuviesen en aquel momento dentro del palacio. Y me bastó con pararme frente a las rejas de su entrada principal para saberlo.

    Un desfile de aristócratas se paseaba por una alfombra roja colocada alrededor de las paredes, vistiendo sus mejores atuendos para un almuerzo organizado por la Corona.

    Monárquico, republicano o comunista, es a veces imposible resistirse a la exquisitez de la realeza. Aquellos trajes, vestidos de alta costura, sombreros de plumas y de copa es algo que no se puede ver todos los días. Al menos no en un país que carece de un rey.

    Fue con la reina Isabel II que el Palacio de Buckingham empezó a abrir sus puertas cada vez más a la sociedad británica, ofreciendo banquetes y ceremonias oficiales en su interior. Antes de ella, era casi imposible que un ciudadano común pudiese ingresar.

    Comprado inicialmente como un petit hôtel (una casa de vacaciones temporal de la burguesía y la aristocracia), el palacio se convirtió en la residencia oficial de la familia real a partir del arribo de la reina Victoria, en el siglo XIX. 
    Con 777 habitaciones, es uno de los palacios más grandes de Europa entera. Y además de alojar a la realeza, le da empleo a unas 450 personas que allí trabajan.

    A pesar de ser el hogar actual de la reina, es posible visitar algunas de las alas del palacio, sobre todo durante el verano. Pero con la fiesta privada que estaba en pie, no era ni de pensarse poder ingresar entonces a la mansión.
    Aún así, admirar el Palacio de Buckingham desde fuera fue un deleite. Sobre todo, porque tuve la oportunidad de ver a la guardia real, aquellos hombres vestidos de rojo, con altos y peludos sombreros negros.

    Museo de Historia Natural.
    No muy lejos del Hyde Park y el Palacio de Buckingham llegué a la Exhibition Road, una calle conocida por albergar tres de los mejores y más famosos museos de Londres. El Museo de Ciencia, el Museo de Victoria y Albert y el Museo de Historia Natural, al que no pude dejar de asistir, sobre todo por su entrada gratuita al público en general.
    Mucho más allá de su bella arquitectura exterior, el museo es uno de los mayores y más bellos atractivos por la enorme colección que posee, lo que incluye varias áreas de la ciencia, como la botánica, la mineralogía, la paleontología y la zoología.

    El museo de la bienvenida con fósiles tamaño real de animales extintos, como un stegosaurus y un rinoceronte lanudo.

    Por supuesto, la sección de paleontología también alberga fósiles de las diferentes especies humanas que han habitado la Tierra, haciendo una comparación de sus cráneos.

    Desde el recibidor principal del Exhibition Road accedí a la zona roja, que muestra de una forma interactiva la evolución geológica del planeta Tierra.

    Además de mostrar algunas gemas, rocas y minerales con una luz lo suficientemente tenue para apreciar su interior, tiene algunos fósiles de animales y plantas.

    Lo mejor es la parte interactiva, con la que muchos grupos de estudiantes de primaria y secundaria se divertían, experimentado los movimientos simulados de un terremoto real.

    Pero la zona más esperada por muchos es la zona azul, donde se encuentra la sala de dinosaurios, que gracias en gran parte a este museo londinense cobraron fama en el mundo entero (así es, no solo fue por Jurassic Park y sus consiguientes películas).

    Si bien, las recreaciones de un T-Rex y un par de velociraptors en tamaño real son simplemente robots animatrónicos, el museo posee también esqueletos reales obtenidos por una multitud de paleontólogos británicos.

    De hecho, el museo es la viva muestra de la grandeza que el Reino Unido ha cobrado en las ciencias naturales. El mismo Charles Darwin es egresado de Cambridge, y muchos de sus especímenes capturados se encuentran resguardados en el museo.
    La zona verde, por ejemplo, muestra figuras disecadas de las diversas familias de aves alrededor del mundo. Desde los coloridos pájaros de la selva centroamericana y el Amazonas hasta los cuervos y aves de rapiña de Escandinavia.

    La zona de reptiles fue también algo interesante por ver, con especímenes en tamaño real que difícilmente podría llegar a ver en la vida real, como el lagarto de cuello de volantes de Australia.

    Pero, sorprendentemente, no fue la sala de dinosaurios la que más me asombró. Todo sucumbió al llegar a la colección de mamíferos.

    Un modelo tamaño real de una ballena azul es suficiente para dejar atónito a cualquiera. El ser vivo más grande que ha habitado nuestro planeta.

    La creación de aquella réplica está llena de leyendas, una de las cuales asegura que sus constructores dejaron monedas y un directorio telefónico dentro del estómago de la ballena, que serviría después como una cápsula del tiempo.
    El Museo de Historia Natural de Londres no es solamente un lugar donde sentirse un niño insignificante y admirar las réplicas de las especies terrestres. Es una verdadera referencia en la comunidad científica, gracias a sus aportes a la biología y las ciencias naturales en el mundo entero.
    Westminster.
    El Támesis es el cuerpo de agua que divide a la ciudad de Londres en dos, respetando la geografía de la mayoría de las capitales europeas, que son igualmente bañadas por un río.

    Es al oeste del Támesis donde se ubica el corazón de la capital británica, el barrio de Westminster donde, de hecho, se encuentra oficialmente el Palacio de Buckingham.
    El Westminster se ha ganado su fama por ser el centro político, real y cultural de todo el Reino Unido, así como lo fue durante años para el propio imperio británico, pues es allí donde se lleva a cabo la coronación de los reyes, donde reside la monarquía y donde se hallan los edificios del gobierno, como los ministerios y el famoso 10 Downing Street, la residencia y oficina de trabajo del primer ministro, por donde pasaron personajes como Winston Churchill y Margaret Thatcher.
    Pero sin duda el edificio más célebre es el Palacio de Westminster, mejor conocido como el Big Ben, el edificio más emblemático de todo Londres y el Reino Unido.

    A decir verdad, es un error común en todo el mundo. El Big Ben se refiere a la campana ubicada en lo alto de la torre, que toca los cuartos de horas. La torre se llama oficialmente Clock tower.

    Es el reloj de cuatro caras más grande del planeta, y muchos lo toman como referencia, al creerse que es el reloj más exacto del mundo. La misma BBC lo toma como base para dar la hora por sus transmisiones de radio.
    Y es que es en Londres, estrictamente en el observatorio de Greenwich, por donde pasa el meridiano cero, marcando el inicio de las zonas horarias hacia el este y oeste de la ciudad en el planeta entero.
    Es también la torre que marca las doce campanadas del año nuevo cada 31 de diciembre, bajo la cual se llevan a cabo las celebraciones con fuegos artificiales que reflejan su belleza en las aguas del Támesis.

    Pero como lo dije, el Big Ben no refiere al edificio entero. Su nombre es el Palacio de Westminster, Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO.
    El edificio de estilo gótico actual se erigió en su mayoría en el siglo XIX, luego de un incendio al cual siguió una remodelación. Pero no siempre fue así.

    Desde su nacimiento en la Edad Media, el palacio sirvió como residencia real. Es allí donde vivieron los reyes ingleses en el medievo, predecesores de Enrique VIII, quien fue el primer monarca europeo en romper relaciones con la iglesia católica, fundando la iglesia anglicana.
    Desde el siglo XVI, ningún monarca ha vivido en su interior. En cambio, el palacio pasó a albergar diversas instituciones gubernamentales. Hasta el día de hoy, es el hogar del Parlamento británico, con la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes.
    El Parlamento del Reino Unido es un referente mundial de la democracia legislativa, pues son muchos los países que lo han tomado como modelo madre para crear su propias cámaras de congreso, sobre todo con los miembros de la Commonwealth.
    Así, el Westminster merece con creces su título de patrimonio. No solo por su belleza arquitectónica, sino por la importancia que tiene en la política mundial.
    La Galería Nacional.
    París tiene el Louvre. Madrid tiene El Prado. Pues Londres no podía quedarse atrás, y para ello cuenta con The National Gallery.

    A diferencia del Louvre y El Prado, la Galería Nacional de Londres no se compone de obras de arte que alguna vez pertenecieron a la colección privada de la realeza, para después exhibirlas al público a modo de museo (para eso existe la Royal Collection).
    Esta galería se creó como una especie de obra pública, bajo la idea de que el arte es para todos. Así, el gobierno británico comenzó a adquirir obras bastante bien valuadas de corredores particulares para después exhibirlas a los ciudadanos. Por fortuna, hoy también se exhiben a los extranjeros, y también de forma gatuita.
    Huyendo de la lluvia que empezó a caer en el Westminster (de la que, después de todo, no pude salvarme), la Galería Nacional fue la forma perfecta de refugiarme.

    El museo resguarda obras de un increíble renombre, y que al ser bienes públicos son el orgullo de muchos británicos.
    Las escuelas de arte presentes pasan por todos los rincones de Europa. Inglaterra, por supuesto, inaugura la galería, con Joseph Wright de Derby y su Experimento con un pájaro en una bomba de aire, una obra maestra del manejo de luces al óleo.

    La escuela alemana me recibió con The Painter’s father, de Alberto Durero, el oriundo de Núremberg famoso por haber hecho “la primer selfie del mundo” (su autorretrato, en realidad). En esta obra, es el retrato de su padre.

    Algunos pintores españoles también se lucen por sus pasillos. El más famoso de ellos es Diego Velázquez, que con San Juan en Patmos muestra sus inicios en España.

    La etapa italiana de Velázquez queda al desnudo con uno de sus mayores óleos, Cristo contemplado por el alma cristiana. 

    Y de la escuela italiana habría mucho que hablar. Después de todo, son los creadores del Renacimiento Europeo. Giovanni Bellini y su Madonna del Prato fue uno de mis favoritos.

    Y aunque no es una obra original de Miguel Ángel, una de las muchas copias que se han hecho de The Dream of Human Life se exhibe también como parte de la colección italiana.

    Pero, sin duda, la obra maestra y orgullo de la Galería Nacional es La Virgen de las Rocas, del maestro Leonardo Da Vinci.

    De las dos obras idénticas existentes del autor (la otra se encuentra en el Louvre), la de Londres es la que aún permanece sobre la tabla. 
    Tras unos minutos ante la imagen de la Inmaculada Concepción, fue momento de salir y volver a mi hostal, no sin antes coger en el camino un pasty de res, bocadillo típico para los londinenses.

    La City de Londres.
    Un nombre que puede ser confuso, y al que me tomé el tiempo de llegar caminando para aprovechar el día sin lluvia.
    El Gran Londres se refiere a la zona metropolitana que forma una de las nueve regiones administrativas de Inglaterra. La City de Londres es en realidad el nombre histórico de la zona centro de Londres, donde solía ubicarse la antigua ciudad en el medievo.
    De la Edad Media se conserva hoy solamente la Torre de Londres, un castillo al norte del río Támesis que por su importancia histórica fue también nombrado Patrimonio de la Humanidad.

    Desde su construcción en el siglo XI por parte de los normandos, ha funcionado como prisión, armería, tesorería, casa de la moneda y como resguardo de la joyería de la monarquía británica.
    La Torre de Londres es quien le da su nombre a uno de los emblemas de la ciudad que se posa justo al lado del castillo, el puente de la Torre, que pude cruzar de ida y vuelta.

    Así es, esta pasarela que une ambas orillas del Támesis se llama oficialmente el puente de la Torre, y no el puente de Londres, con el que normalmente es confundido y que se encuentra unos metros río abajo.

    Aunque no es tan antiguo como muchos suelen pensar, desde su construcción durante la época victoriana se ha convertido en un símbolo de la urbe. 

    El siglo XIX marcó para todo el Reino Unido el refinamiento de la tecnología con el auge de la revolución industrial, en los que el país se llenó de vías férreas, barcos de vapor, automóviles y telecomunicaciones.
    El puente de la torre es una obra maestra de la ingeniería de su época, con plataformas elevadizas que dejan circular tanto al tráfico terrestre como al marítimo, y que en su tiempo se alzaban con motores de vapor.

    La City de Londres es también el distrito financiero más importante del mundo, donde diariamente se compran y venden productos financieros que representan la tercera parte del dinero del planeta.

    No es sorprendente entonces que la ciudad cuente con un skyline típico de la era posmoderna, lleno de lujosos y altos rascacielos que contrastan con el castillo y el puente victoriano.
    Portobello road market.
    Con un día libre más, fue momento de recibir la visita de mi amigo Dane, a quien había conocido tres años atrás en Perú, y quien vivía en la ciudad conurbada de Reading.
    Nos vimos en la estación de Paddington, no muy lejos de mi hostal. Y desde allí caminamos a la Portobello road market, una famosa calle con un mercado callejero, ubicada en el barrio de Notting Hill.

    Dane no se explicaba por qué me interesaba tanto visitar Portobello. Pues bien, no muchos días atrás había leído que era una de las calles más bonitas del mundo, no solo por sus coloridas casas victorianas, sino por el animado bullicio de sus mercantes.

    Si han visto la película de Notting Hill, con Julia Roberts y Huge Grant, es precisamente en Portobello donde se lleva a cabo su romántica historia.
    La librería de William donde Ana Scott llega por casualidad en la película, se encuentra en uno de los múltiples locales comerciales que orillan a esta mágica y encantadora callejuela.
    Camden Town.
    Y luego de caminar un buen rato, probando bocadillos y bebidas en el street market de Notting Hill, era momento para que Dane me mostrase su lugar favorito en todo Londres. 
    Me llevó así hasta Camden Town, otro suburbio con mercados callejeros, pero de un estilo indudablemente diferente.

    Basta con decir que es allí donde vivió y murió la inolvidable Amy Winehouse. Un barrio que lleva en la sangre el mismo espíritu extravagante y alternativo que la cantante británica.

    Las tiendas de Camden Town lo tienen todo. Comida color fluorescente con exóticos sabores de todo el mundo, sucursales de luces neón donde se vende ropa para las fiestas más locas que uno podría imaginar. Y droga, mucha droga por doquier.

    Camden Town se ha ganado el título de la capital del rock alternativo del Reino Unido, y no cabe duda del porqué.

    Un típico plato de curry y una cerveza sobre uno de los locales del Regent’s canal fue mi manera de despedir a Dane y a Londres, una ciudad que me mostró todas sus caras en tan pocos días, que sería algo difícil de olvidar.
    Realeza, arte, historia, ingeniería, arquitectura, palacios, castillos, puentes, museos, ciencia, mercados y el bullicio callejero. Londres me enseñó con creces por qué ha sido siempre una capital mundial. Y ahora me tocaba dirigirme a aquellos pequeños pero significativos puntos de Inglaterra que han hecho del Reino Unido una de las mayores naciones del mundo.
  16. AlexMexico
    Como dije antes, México tiene todo tipo de atracciones para ofrecer a todo tipo de público, desde el más conformista hasta el más exigente.
    El Paseo de la Reforma es una de las principales avenidas de la ciudad, y a lo largo de su sendero hay paradas obligadas para cualquier visitante.
    Lo primero a tomar en cuenta es que quizá el itinerario que les daré no se puede realizar en un sólo día; así que si cuentan con tiempo de sobra podrán tomarse las jornadas necesarias, como yo lo he hecho.
    El Paseo de la Reforma atraviesa la ciudad desde el oeste hacia el norte. A pesar de ser una avenida muy larga, lo más interesante se concentra entre la primera sección del Bosque de Chapultepec y la estación del metro Hidalgo, que es exactamente la ruta que explicaré en este relato.
    México presume ser la ciudad con más museos en todo el mundo. Existen alrededor de 132, según algunas revistas capitalinas. Entre todos, existen algunos que, por ende, son imperdibles:
    La lista suele ser encabezada por el Museo de la Casa Azul de Frida Kahlo (la pintora mexicana más famosa), el Museo Soumaya de Carlos Slim (el hombre más rico del mundo) y los Museos de Arte Contemporáneo de la UNAM y el Rufino Tamayo.

    Pero el mejor, desde mi punto de vista, es el Museo Nacional de Antropología e Historia, y es precisamente donde recomiendo iniciar este recorrido.
    El museo del INAH se sitúa en el lado norte de la primera sección del Bosque de Chapultepec, del otro lado del Paseo de la Reforma. Para llegar, se puede arribar a la estación de metro Chapultepec o a la Auditorio.
    Este enorme complejo recopila piezas originales y réplicas de la historia prehispánica de México. Es decir, explica con bolitas y palitos todo acerca de México antes de la llegada de los conquistadores españoles.
    Si bien, México es el país más diverso en Mesoamérica, en cuanto a culturas prehispánicas se refiere, es muy difícil conocerlo todo. Se necesitaría recorrer el país de norte a sur para admirar cada una de sus maravillas. Pues bien, este museo es la oportunidad perfecta de hacerlo sin moverse de la capital.

    En su interior se halla la colección más grande de piezas prehispánicas del país, divididas por salas de acuerdo a la época y a la civilización (sala olmeca, sala maya, sala azteca...) catalogadas por su ubicación geográfica.
    Algunas de las atracciones más valoradas son las cabezas olmecas (civilización oriunda de Veracruz  ), la recreación de la ciudadela de Teotihuacán, las miniaturas de la antigua Tenochtitlán y la piedra original del calendario Azteca (que en realidad era una piedra de sacrificios).

    El tiempo aproximado para visitar todo el museo es de 4 horas, aunque hay a quienes no les interesa mucho aprender la historia y lo recorren sin leer nada; en cuyo caso, podrían hacerlo en 2 horas. Todo de depende de los gustos de cada uno. Los domingos la entrada es gratis, pero les advierto, habrá mucha, MUCHA GENTE.
    Una vez que hicieron checked en el museo, pueden cruzar la avenida Reforma y adentrarse en el famoso Bosque de Chapultepec, el Central Park de la ciudad de México.
    Este parque gigantesco es el sitio perfecto para alejarse un poco del bullicio y la agitada vida urbana. Aquí se puede encontrar un jardín botánico, una feria de juegos mecánicos, museos de arte moderno y tecnología para niños, dos lagos para navegar en barcas pequeñas y un zoológico de entrada gratuita. Pero la atracción más visitada del bosque es el Castillo de Chapultepec, el único castillo real de toda América.

    Éste fue construido en el siglo XVIII por el virrey español Bernardo de Gálvez y Madrid, como casa de recreo. No obstante, su uso más conocido fue la academia militar fundada en 1841 y cuando pasó a ser la residencia del Emperador Maximiliano I de México. Actualmente, aloja al Museo Nacional de Historia.
    El castillo se erige en la cima del cerro Chapulín (palabra náhuatl que significa saltamonte, insectos que, por cierto, son un manjar delicioso   ). Para llegar a él se puede caminar o subir en un pequeño tren, pagando una modesta cantidad. Desde la colina se tienen vistas preciosas de la zona oeste de la ciudad, apreciándose en su mayoría los centros financieros.

    Cuando se desciende, la salida del bosque da directo al inicio del Paseo de la Reforma en su zona más transitada. De hecho, esta avenida fue construida originalmente para conectar la residencia del virrey con el centro de la ciudad.
    Desde ahí, se puede caminar (o andar en bicicleta) a lo largo de aproximadamente 4 km en uno de los recorridos más conocidos de la ciudad. Éste va desde la Estela de Luz hasta el Monumento a la Revolución.

    Reforma es famosa por alojar las sedes de grandes empresas en el país, como bancos, hoteles y la Lotería Nacional. Por ello, uno se puede topar con edificios ultramodernos que pintan un paisaje mágico, que vale la pena observar de día y de noche.
    Además, es uno de los centros de la ciudad verde, desde donde se intenta reducir la contaminación. De este modo, la avenida cuenta con renta de eco-bicis, transporte público de cero emisiones y botes de basura por todos lados (créanme, en México a veces es difícil encontrar un bote de basura).
    Las glorietas o rotondas que dibujan los nodos de las calles son casa de algunos monumentos icónicos a nivel mundial, como la fuente de la Diana Cazadora y la Columna del Ángel de la Independencia, lugar donde se convoca a las celebraciones masivas cuando México tiene un logro, sobre todo en el ámbito deportivo.

    También vale la pena desviarse a algunos costados de la avenida Reforma, sobre todo en la Zona Rosa, siendo las mejores opciones tomar la calle Amberes o la calle Génova. No hay que pensar que por ser la zona gay es exclusiva para homosexuales y lesbianas. De hecho, muchos de los sitios más famosos en la vida nocturna de la ciudad se encuentran aquí, y vale la pena visitarlos si se busca pasar un buen rato
    Siguiendo hacia el norte, en la acera derecha, se encuentra la plaza comercial Reforma 222, aunque debo advertir que el lujo y los precios caros abundan por doquier.
    Después de cruzar la intersección con Insurgentes (la avenida más larga de México, y que también aloja una excelente vida nocturna) y la estatua de Cuauhtémoc, debemos desviarnos en la siguiente rotonda, en la calle Ramírez, en dirección norte. Así, llegamos al último punto del recorrido, el Monumento a la Revolución.

    Aquí, surge una gran explanada que es utilizada por los skates y patinadores para aprovechar el asfalto liso. Desde la cima del monumento también se tienen vistas muy chulas de toda la ciudad, aunque desconozco el precio de ingreso.
    Este es punto de reunión para familias, adolescentes, niños que juegan con las fuentes de luces, y turistas que, como yo, comienzan o terminan una caminata imprescindible en la ciudad
    Desde aquí se puede volver fácil al centro histórico, caminando sólo algunos metros después de la estación de metro Hidalgo.
    Si quieren inspirarse un poco más sobre este recorrido no olviden mirar algunas de las fotos del álbum.
  17. AlexMexico
    Ha llegado el momento de iniciar la recapitulación de mi viaje por las tierras andinas del sur. En un intento por acercarme un poco más a la cultura latinoamericana y crear nuevos vínculos con la sangre mestiza de la que soy producto, decidí dejar México por unos meses desde el pasado diciembre para celebrar el final de mi vida como estudiante (aunque considero que eternamente seré uno en esta humanidad).
     
    Si bien a lo largo de mi carrera universitaria mis profesores me instruyeron a crear objetivos y repetitivamente visualizar la misión y las metas de las comunidades en el campo laboral, esta vez decidí partir un poco más a la aventura, y dejé que el destino hiciera lo suyo conmigo. De tal suerte que mi único objetivo fijo sería sobrevivir esos dos meses en Sudamérica con el recortado presupuesto del que disponía… y así lo hice
     
    No obstante, por supuesto que debí fijar mi punto de llegada y de retorno, siendo Lima el destino elegido. Para ser honesto, no fue por su apertura al turismo ni por su estilo de vida, sino porque fue el precio más barato que pude conseguir a un mes previo de arrancar mi travesía.
     
    A pesar de mi experiencia en este tipo de viajes, no quise inmiscuirme mucho en lo que internet y las guías de LonelyPlanet pudieran aseverar sobre esta populosa capital. Más bien, quise dejar que me sorprendiera por sí misma. Un año antes había experimentado ya el Síndrome de París, aquel trastorno bautizado por los japoneses, donde la desilusión es uno de los varios síntomas que asaltan la mente del individuo que visita un destino que no cumple las expectativas, al comparar sus imágenes previas con la dura realidad de la ciudad, lo que suele ocurrir en destinos demasiado famosos y vendidos, como París, Londres, Nueva York o las pirámides de Giza.
     
    De esta forma, mi único y primer contacto con la ciudad fueron las solicitudes de Couchsurfing que envié anticipadamente, de las cuales unas 5 fueron aceptadas, más algunas otras invitaciones que recibí por parte de los locales para alojarme con ellos Fue desde aquel momento que pude percibir la encantadora hospitalidad de los peruanos. Más tuve que tomar una decisión, y accedí a quedarme con Karen, decisión de la que afortunadamente no me arrepentiría.
     
    Primero que nada debo recomendar algo: nunca, pero jamás, decidan emborracharse antes de tomar un vuelo Suena lógico, porque incluso se corre el peligro de que le nieguen a uno el abordaje al avión. Pero, prudentemente, a mis amigos y a mí se nos ocurrió hacer una de nuestras últimas reuniones como universitarios en casa de una compañera, ya que posteriormente muchos de ellos regresarían a sus ciudades para siempre y yo, entonces, me ausentaría por dos meses.
     
    La cerveza, el ron y los drinking games fueron nuestros acompañantes por aquellas horas que después me harían falta reponer a bordo del Boeing 737 Pero unos buenos chilaquiles picantes como desayuno, un café y unos chicles fueron mis mejores ayudantes para enfrentarme al control de seguridad del Aeropuerto Heriberto Jara de Veracruz y al Benito Juárez de la Ciudad de México.
     
    Luego de intentar reponer el desvelo de la noche anterior durante las 5 horas de vuelo y de muchos vasos de café que seguramente hartaron a la azafata, arribé a la ciudad de Lima cerca de las 10 de la noche de un jueves.
     
    Karen me había dado ya la dirección y referencias de su apartamento, que se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Sabía que era un poco arriesgado tomar transporte público a esa hora, así que cambié los pocos dólares que cargaba en efectivo a nuevos soles peruanos, para intentar pagar un taxi que me llevara a mi destino.
     
    Como si usar una bermuda y botines, cargar una mochila y una tienda de campaña fueran sinónimos de guiri (españolismo que refiere al turista europeo, rubio y rico), los taxistas comenzaron a hablarme en inglés. Vamos — dije — hablo español, no soy gringo
     
    Entonces, dio inicio mi odisea del regateo. Karen me había dicho que 40 soles (14 USD) era el precio máximo que debía pagar en un taxi hasta su casa. Claro, me lo decía una mujer peruana ¿Qué pasa con el mexicano que viaja solo? Parecía que no podía bajar de 65 soles
     
    Traté de alejarme un poco de los autos aparcados en la puerta principal, y un taxista me ofreció llevarme por 45 soles. Me mostró su credencial de acreditación y me dijo “ven, mi taxi está por acá”. Cuando nos habíamos alejado lo suficiente como para que yo empezara a preocuparme, le dije “perdone, tengo sed. Iré a comprar un agua”. Aproveché para perderlo y buscar otra opción que me diera más confianza.
     
    Al final, la verdad triunfó sobre la mentira, y dije a un taxista que sólo tenía 50 soles en efectivo (lo cual era cierto). Accedió a llevarme por tal precio. Y por si tenía mis dudas, sacó su GPS y habló por teléfono con Karen para asegurarse de que efectivamente entrara al edificio sin problemas, y para cuidarme de que nadie me robara. Me sentí muy alivianado y me despreocupé de las advertencias que había recibido (no por ello había que menospreciarlas).
     
    Karen me recibió con un buen guiso de trigo y con una cálida plática con su novio argentino Fabio, que entonces se encontraba marcando en un mapa los lugares de origen de los couchsurfers que habían recibido en aquel lindo apartamento. Nos fuimos a tomar nuestro merecido descanso, pasando así mi primera noche en un colchón inflable con quien se convertiría en mi nuevo roomie: Tequila, un gatito cachorro muy inquieto.
     


     
    Al siguiente día Karen se fue a trabajar, y Fabio (que también había llegado como un couchsurfer) me acompañó a dar mi primer tour por la ciudad.
     
    El apartamento de Karen está muy bien ubicado, en lo que a mí respecta, en una de las mejores zonas de Lima. Y no por ser una zona excesivamente cara o llena de gente posera y adinerada. Me refiero al distrito de Barranco. Desde que llegué, lo bauticé como “El Coyoacán de Lima”, siendo Coyoacán la zona más bohemia de la Ciudad de México.
     


     
    Barranco, ubicada al sur de la capital, es un barrio no muy grande, cuyas casonas de estilo europeo que datan del siglo XIX adornan las calles que se atestan de locales y visitantes en busca del romanticismo y el ambiente bohemio característico de su esencia. Hostales, restaurantes, fondas, discotecas, bares, mercadillos, vendedores ambulantes, hippies y artesanos, artistas callejeros, surfistas camino a la playa… todo un conjunto más que ordinario que forma una de las mejores áreas de la urbe para relajarse y conocer la otra cara de la capital.
     


     
    Cuando en México estaba a punto de comenzar el invierno (que no suele ser frío en mi ciudad), en Perú y el cono sur casi finalizaba la primavera. El clima era bastante agradable ese día. Cálido, con un viento gentil que soplaba desde el mar y dejaba refrescar las gotas de sudor que resbalaban por mi frente.
     
    Al llegar a la costa escarpada que iconiza la costa pacífica sudamericana, Fabio me ofreció sentarnos en el césped para disfrutar de un mate, que como buen argentino siempre cargaba consigo. Me contó que Lima era apodada “Lima la gris”, y pronto descubrí por qué.
     


     
    La vista desde aquel acantilado dejaba ver a una Lima cubierta por una extraña bruma grisácea, que difuminaba por completo el horizonte en el eterno océano Pacífico y en el contiguo barrio de Miraflores. Pero la sensación era muy extraña. No se parecía nada a las neblinas frías típicas de la montaña o del invierno. De hecho, la ciudad se asienta en el desierto costero del oeste central sudamericano. El calor árido se dejaba sentir, sobre todo en mis labios, que comenzaron a escarpar pequeñas grietas en su superficie rosada. Pero al mismo tiempo, la humedad (según algunos de casi 100%) colocaba ese domo perpetuo que no dejaba ver el sol ni las nubes de forma nítida.
     
    Era muy extraño para mí Estoy acostumbrado a la alta humedad de Veracruz (de un 80% aprox.), que en una zona tropical hace que nuestros poros suden al por mayor. Pero la combinación de una humedad tan alta en un clima desértico era algo simplemente inexplicable para mí. Y si además de todo esto, sumamos la presencia de la corriente marina de Humboldt en las aguas que bañan sus playas y que las templan a temperaturas congelantes y la completa escasez de lluvias (realmente nunca llueve) nos referimos a un microclima extremadamente peculiar.
     


     
    Luego de unas galletas y de un mate semiamargo (después de un tiempo le agarré el gusto), seguimos nuestro camino por la costa limeña. Cruzamos entonces al distrito de Miraflores. Dicho barrio es conocido por ser el más moderno y costoso de la ciudad. Es el hogar de embajadas, inversionistas, grandes hoteles, restaurantes, centros comerciales, casinos y la mayoría de los residentes extranjeros. Es todo lo que nadie imaginaría al pensar en la imagen estereotípica del Perú.
     
    Si bien algo me sorprendió, era mirar la interminable cantidad de casinos que se amotinan en la capital peruana, especialmente en Miraflores y el distrito de San Borja. Unos conocidos me dijeron que se trataba de estrategias de lavado de dinero pero no puedo ni quiero profundizar en el tema.
     


     
    Recorrimos la avenida principal de Miraflores, la calle General Larco, hasta el famoso óvalo de Miraflores, donde está el Parque Kennedy, famosos por los gatos que lo visitan (así es, hay muchos gatos). Una vez aquí, dimos vuelta y regresamos al apartamento.
     
    Fueron cerca de 5 horas de caminata y escalas para avistar la ciudad, incluyendo las paradas a tomar fotos y comernos una banana para matar el hambre. Me sentía muy bien para ser mi primer día fuera de México, pero Lima me tenía una sorpresa preparada.
     
    Cuando volvimos a casa y después de una merecida ducha, me miré al espejo… ¡toda mi piel era roja! Mi cara, mis brazos, mis hombros, mis piernas. De verdad que parecía un turista novato. Pero vaya que Lima me hizo su mala jugada.
     
    Antes de salir de casa miré por la ventana, el cielo parecía nublado. No había un calor excesivo, así que decidí no ponerme bloqueador solar. Pregunté a Fabio si debía, y me dijo que no habría problema, que él caminaba todos los días para vender fotos y no le había pasado nada. Desde aquel momento debí advertir lo que me pasaría, pues la piel de Fabio estaba curtida en tonos rojizos.
     
    Los aparentemente nulos rayos del sol que caían sobre mi piel no me hicieron sentir quemaduras en ningún momento. Pero entonces aprendí a no confiar en el clima de aquel domo gigantesco bajo el que estaba parado
     
    Por la noche, ya con el ardor y con crema humectante en mi piel para aliviarlo, me reuní con Dane, un chico inglés que conocí por Couchsurfing. Él recién había llegado a Perú tres días antes, y se estaba hospedando con otra limeña en el distrito de San Borja.
     
    Me invitó a un bar en Barranco, el bar Ayahuasca (cuyo nombre hace referencia a una bebida originalmente medicinal hecha de plantas de la selva peruana, y que se ha convertido en una droga alucinógena muy famosa, rodeada por rituales especiales). Cuando Dane me mandó un mensaje a mi celular diciéndome dónde estaba, se me hizo muy fácil contestar “I’ll be there in a minute”. Sin pensar en que de verdad él creería que estaría ahí en 1 minuto exacto, tardé poco más de media hora. Por supuesto, quedé como el típico mexicano impuntual
     
    Me uní a él y sus amigos: Maya (su host), una chica de Bélgica y Jennifer, una gringa muy parlanchina. Todos eran muy chéveres, y juntos bebimos por primera vez un pisco sour, la bebida más famosa del Perú hecha del licor pisco y un huevo batido, esencialmente.
     
    A las 12:00 am de esa noche era mi cumpleaños número 23, y tras las felicitaciones de los presentes llegó mi primer regalo: la cuenta. 21 soles por un pisco sour (7 USD). Demasiado caro para ser Perú Por supuesto, nunca volví a ese bar…
     
    Dejo el link con la primera parte de las fotos de esta increíble ciudad y esperen al próximo relato para conocer más de mis vivencias en “Lima la gris”:
     
     
  18. AlexMexico
    Las rondas de chacarera acompañadas de un suave vino tinto en la peña me hicieron levantarme aquella mañana con una ligera resaca Curé mi deshidratación con un jugo de naranja y un café para el frío. La señora del hostal se dispuso a brindarnos todo lo que el desayuno incluía (ya en el precio de la noche). Entre todo, unas ricas tostadas de pan con mermelada y dulce de leche.
     
    Fue entonces cuando viví otra de mis divertidas experiencias con las variaciones lingüísticas del español, que ya venían saturando las hojas de mi diario-diccionario. En Argentina se llama dulce de leche lo que en México se llama cajeta (y que en Perú se llama manjar). Por tanto, cuando me quedé sin dulce de leche para las tostadas, yo pedí un poco más de cajeta. Entonces todos me miraron y me preguntaron: “¿qué querés decir che?” “Sí, un poco más de cajeta para la tostada”, repliqué yo.
     
    En Argentina la palabra “cajeta” es una manera vulgar de llamar a la vagina. Algo como “coño” en España, “cuca” en México, o “concha” en la misma Argentina. Algo similar me pasó cuando en Perú escuché repetidamente la palabra “¡pucha!”, como expresión equivalente a “¡mierda!”, sin ellos saber que pucha en México también significa vagina. En fin, ya imaginarán mi cara de vergüenza cuando lo supe y lo dije frente a una niña
     
    Terminamos nuestras tostadas con dulce de leche y empacamos nuestras maletas. Nos despedimos de los dueños y desalojamos el colorido hostal, para mudarnos a lo que se convertiría en nuestra suite navideña. A tan sólo una cuadra de distancia, la señora ya nos esperaba para entregarnos la llave de la cabaña que habíamos reservado la tarde anterior. Dejamos nuestras cosas y estuvimos a punto de quedarnos a dormir toda la tarde en la cómoda morada pero nos esperaba un imperdible atractivo de Jujuy: el pueblo de Purmamarca.
     
    Nos dirigimos a la estación de buses, donde nos topamos con Flavia y Nathaly, las dos chicas de Buenos Aires que habíamos conocido en el hostal. Ellas se dirigían a Humahuaca (un pueblo más al norte) y al igual que nosotros, volverían por la noche. Les platicamos que nos habíamos pasado a una cabaña cerca del hostal, y las invitamos a hacer un asado para la Nochebuena con nosotros, si no tenían mejores planes. Ambas aceptaron contentas, y nos quedamos de ver a nuestro regreso para comprar juntos los víveres navideños.
     
    Cogimos el bus de mediodía y en menos de 30 minutos llegamos a Purmamarca. Sin duda, al llegar volví a experimentar la dulce sensación de conocer lo desconocido. Y cuando digo desconocido es que de verdad no tenía una idea de las maravillas que existían en el norte de Argentina
     
    Purmamarca es un pequeño pueblo ubicado al inicio de la Ruta Nacional 52, famosa por atravesar la árida sierra andina hasta las Salinas Grandes de la puna, la Laguna Guayatayoc y por llegar hasta el Paso de Jama, principal puente fronterizo con Chile en el norte. Pero su mayor atractivo es su inigualable patio trasero: la extraordinaria Quebrada de Humahuaca.
     


     
    Como una de las últimas poblaciones al sur de la quebrada, todo el paisaje dentro y a los alrededores de Purmamarca es de un brillante y cegador rojo cobrizo, característico de toda la sierra. Además de sus calles de tierra y piedras, las primeras casas que nos dieron la bienvenida al pueblo estaban en su mayoría construidas con esta peculiar roca anaranjada, dándole a su arquitectura un toque exquisito.
     


     
    El calor del mediodía nos abrió pronto el apetito, y decidimos parar a comer en un pequeño restaurante antes de proseguir con nuestro tour. Luego de una sopa y un tradicional corte de carne, conocí lo que en Argentina llaman el “cubierto”. Es una especie de “derecho de asiento” que se cobra en la cuenta. Es como pagar por el servicio desglosado en el ticket final, pero eso sí, es diferente a la propina. La verdad que me confundí un poco, y se me hizo algo excesivo pagar el cubierto más la propina pues superaba ya el 10%, usualmente lo máximo que dejamos en México.
     
    Continuamos nuestra travesía mirando las pequeñas y coloridas artesanías que en Purmamarca se elaboraban, entre las que no pude hallar un simple vaso tequilero (que he coleccionado durante todos mis viajes). Al final me decidí por un pequeño vaso hecho de la misma roca, y que podría pasar por un chupito para shot
     


     
    Subimos hacia la parte trasera del pueblo, rodeando el imponente y brillante cerro, cuyas laderas rojizas no pude evitar tocar. Su áspera superficie me hizo sentir en la edad de piedra, y quise llevarme un pedazo de cada pared conmigo.
     


     
    Pasamos por un alucinante hotel anaranjado donde me imaginé a los Picapiedra en su troncomóvil La verdad que pensé en que hubiera sido mejor idea pasar allí la navidad. Pero bastaba con preguntar en uno de los hospedajes más simples para darse cuenta de lo turístico que era Purmamarca, y del daño que pudo haberle hecho a nuestros bolsillos
     


     
    Cuando dimos la vuelta a la pequeña montaña, el monótono naranja empezó a transformarse en un tutifrutti de colores que pintaban los macizos y el suelo de verdes, grises, morados, naranjas y rojos. Una imagen impresionante que nos hizo sentir bajo los efectos de estupefacientes, cual sueño de alucinógenos.
     


     
    Sin embargo, Rocío me dijo que eso no era todo. Pues estábamos a punto de ver la postal más reconocida de todo el norte argentino: el Cerro de los siete colores.
     
    Mientras caminábamos serpenteando la Quebrada de Humahuaca me puse y me quité la casaca en repetidas ocasiones. El sol era bastante abrasador, aunque no nos encontrábamos a una altura extrema (unos 2,200 msnm). Pero frente a algunos montes de la sierra el frío viento golpeaba con toda su fuerza, y apenas y me dejaba levantar la cara
     
    A cada metro que avanzaba, yo creía estar viendo el Cerro de los siete colores por doquier. Los paisajes se maquillaban por sí solos de múltiples y vívidos tonos que parecían ser sacados de un cuento de vaqueros del lejano oeste
     


     
    La única vegetación a la vista eran pequeños arbustos secos y enormes cactus, muy parecidos a los que había mirado en la Isla Incahuasi en el Salar de Uyuni.
     
    Nico siempre se nos adelantaba para filmar todo lo posible con su cámara Super 8. Mientras Rocío y yo luchábamos por ganarle la batalla al viento y por no cegarnos con el reflejo del sol en aquellas radiantes colinas.
     


     
    De pronto, apareció frente a nosotros otro macizo. Pero éste parecía haber sido delineado por algún pincel inexistente y natural. Era el Cerro de los siete colores, que se sobresalía entre el resto de las montañas.
     


     
    De blancos a oscuros, de cafés a morados, de rojos a verdes. No pude contar aquellos siete colores de los que hablaban, pues sus tonalidades eran muchas más.
     
    Su historia geológica de sedimentos marinos, lacustres y fluviales elevados por los movimientos tectónicos dio forma a esta joya fascinante de la Cordillera de los Andes, de la que no pude creer que estuviera siendo testigo, y que no hubiera tenido conocimiento de su existencia desde antes
     
    Anonadados por la perfección de aquellas líneas de colores, seguimos el sendero que nos llevó de vuelta al pueblo, no sin antes darnos la vuelta para captar una última fotografía del prodigioso monumento.
     


     
    Como era aún temprano para volver, Rocío nos platicó sobre otro lugar cercano llamado Maimará. Se trata de un pequeño poblado a la orilla de la ruta 9 y a apenas unos 7 kilómetros al sur de Tilcara, por lo que nos quedaba de paso.
     
    Tomamos un colectivo que pronto nos dejó dentro del pueblo. La comunidad lucía bastante desolada, prácticamente deshabitada. El sonar el del viento en los árboles, bajo los fuertes rayos del sol, sumado a las calles desiertas y un niño andando a solas en su triciclo fue una imagen bastante tenebrosa con la que fuimos recibidos
     


     
    Dos jóvenes viajeros fueron los únicos que asomaron sus rostros por las paredes de un camping, donde ellos poseían la única carpa instalada. Pero los fantasmas de Maimará fueron desvaneciéndose poco a poco, mientras subíamos por una empinada calle que nos estaba llevando de vuelta a la carretera.
     
    Y detrás de nosotros empezó a aparecer el principal atractivo del pueblo, que nos había arrastrado hasta allí: la Paleta del pintor.
     


     
    Al igual que Purmamarca, Maimará se posa en las mágicas ranuras de la Quebrada de Humahuaca, de la misma manera que es vigilado por un gran macizo, cuyas anchas proporciones parecen, efectivamente, haber sido rociadas por los colores de un pintor.
     
    Llegamos hasta la ruta, donde un pequeño montículo de piedra, a forma de mirador, nos permitió tener postales mágicas de aquella montaña policromática.
     


     
    Detrás de nosotros, se abría la carretera entre varios monolitos que me hacían sentir en los paisajes de Utah o el Gran Cañón. Sin duda alguna, me había dado cuenta que entrar a Argentina había sido la decisión más acertada que pude haber tomado en mi viaje
     


     
    El viento comenzó a molestar un poco a Rocío, sobre todo en lo alto de un cerro donde penetraba nuestros abrigos, rompiendo nuevamente con el mito del calor veraniego del norte argentino
     


     
    Bajamos a la autopista para esperar al colectivo en la garita. Pero los escasos coches a la vista y el desalentador comentario de una joven pasajera nos dieron pocas esperanzas de avistarlo pronto. Así que bajamos de nueva cuenta al pueblo para coger un taxi que, por un módico precio, nos llevó de vuelta a Tilcara.
     
    Allí, nos reconfortamos en nuestra suite presidencial, donde mientras esperábamos por las chicas, hicimos la lista de nuestras compras navideñas, con la que prepararíamos el gran banquete para nuestra Nochebuena a la argentina…
     
    Pueden ver el resto de las fotos en el álbum de la provincia de Jujuy
     
     
  19. AlexMexico
    La Nochebuena había terminado. Era ya el día de Navidad, y a pesar de los despejados cielos de un recién iniciado verano austral, el viento era frío y corría con fuerza al interior del pueblo de Tilcara. Rocío, Nico y yo buscamos refugio en la descubierta estación de buses, donde compramos nuestros boletos hacia Humahuaca, unos cuantos kilómetros al norte.
     
    Santa Claus (o Papá Noel, en Argentina) nos había dejado una serie de regalos: una bolsa de cereales, aceitunas, turrón y una botella de champagne (que en realidad habían sobrado de la cena). Cargados con este equipaje extra abordamos nuestro autobús.
     
    La escasez de demanda en un día festivo y lo vacía que lucía la autopista 9 aquella tarde, hicieron que el viaje fuera bastante corto. Arribamos a Humahuaca cerca de las 5 de la tarde (por supuesto, después de un desvelo y un buen y último descanso en la cabaña).
     
    Justo fuera del autobús apareció un joven de tez morena invitándonos a dormir en su camping, que se encontraba cruzando el río hacia el oriente de la ciudad. Por supuesto, luego de la costosa renta que pagamos por la navidad (que aún así nos pareció barata por todas las comodidades), queríamos ahorrar lo más posible, aunque no estábamos seguros sobre buscar un hostal u optar por el camping. Pedimos la dirección al hombre y caminamos un poco, en busca de alguna otra opción.
     
    El pueblo parecía lo bastante pequeño como para recorrerlo a pie, lo cual para mí no representaba ningún problema, pero sí para los argentinos. Ellos cargaban mochilas de más de 20 kg, sumado a su carpa, sus sacos de dormir y las sobras de la cena que nos habíamos repartido Así que sin más preámbulos, caminamos hacia el puente y seguimos el sendero de arena que nos llevó hasta el camping.
     
    A penas unas dos o tres carpas se asomaban bajo las telas protectoras. El lugar era un gran jardín de pasto verde. A la entrada había una construcción de concreto, donde se encontraban las duchas y los baños para los campers. Al fondo, se alzaba la casa del dueño, donde había algunos cuartos acondicionados como hostal, una cocina compartida, otro baño y una sala-comedor.
     
    Nos recibió un chico con rastas en la cabeza, quien nos dio luz verde para montar nuestra tienda. Mientras lo hacíamos, un par de chicos nuevos llegaron y se convirtieron en nuestros vecinos. Como la luz del sol empezaba a desvanecerse, nos dimos prisa para ir al pueblo y conocerlo un poco más a fondo. Después de todo, no estaríamos más tiempo en Humahuaca, pues era solamente nuestra escala obligada para llegar a nuestro próximo destino: el aislado pueblo de Iruya.
     
    Cruzamos de nueva cuenta el puente que sobrepasaba al Río Grande (que de grande poco tenía, puesto que estaba seco en aquella temporada). Lo primero con lo que uno se topaba eran pequeños puestos que vendían galletas, pan de sal, café y dulces. Los perros callejeros rondaban bajo las carpas poco llamativas de los vendedores.
     

     
    Modestas casas antiguas vigilaban las callejuelas que marcaban una cuadrícula en todo el centro de Humahuaca. La mayoría de los negocios, cafés y restaurantes permanecían cerrados. A veces olvidábamos que seguía siendo navidad
     
    Visitamos la plaza de armas y la catedral de Humahuaca. La poca concurrencia en los edificios y calles principales nos llenó de una paz y tranquilidad que nos acompañó el resto de la jornada.
     
    Tras el zócalo de la ciudad se erguía un pequeño cerro. Subimos por sus escalinatas hasta la cúspide del mismo, donde desde el Monumento a la Independencia tuvimos una vista magnífica del pueblo custodiado por la siempre brillante Quebrada de Humahuaca.
     

     
    Para ese entonces cualquiera diría que ya había tenido suficiente de sus vívidas formas y colores. Pero la majestuosidad de esas curvas escarpadas sobre la resplandeciente roca pudo cautivarme hasta el último momento de mi estancia
     

     
    El fuerte viento que azotaba en la cima nos obligó a descender de vuelta a las angostas calles, donde aprovechamos a comprar algunos abarrotes para la cena. Cuando salimos de la tienda, la mágica puesta de sol había creado un extraño fenómeno en el cielo que nos dejó sin aliento Un lienzo grisáceo manchado por motas de un naranja fosforescente había cubierto la totalidad de la atmósfera. Y bajo esa pintura natural caminamos de regreso al campamento.
     

     
    Cocinamos la sopa y el té que Rocío había cogido en la tienda. Es necesario saber que cuando uno viaja, casi siempre baja el consumo de calorías diarias, al tomar menos alimentos al día y en porciones más pequeñas. La enorme cantidad de comida que nuestros estómagos habían digerido la noche anterior había sido demasiado después de semanas de viaje Por tanto, una buena sopa y un té fueron la respuesta perfecta.
     
    Cuando la noche por fin cayó, nos metimos a nuestras carpas e intentamos dormir. Debíamos levantarnos temprano para tomar el primer bus hacia Iruya.
     
    Había acampado sólo un par de veces en México con mis amigos, donde no había sufrido demasiado. Antes de partir hacia Perú, cogí mi saco de dormir y mi ropa térmica para protegerme del frío que, creí, sufriría al acampar en las alturas de los Andes. Pero nada de eso había ocurrido hasta ahora. Pensé que el verano me había ayudado bastante con sus templadas temperaturas.
     
    Pero aquella noche en Humahuaca ha sido de las peores en mi vida de camping. Nunca creí que en ese pequeño pueblo a 3000 msnm (1000 menos que en el lago Titicaca) que parecía bastante soleado y polvoso por el día y en donde la noche no soplaba mucho el viento, me haría temblar y retorcerme de frío dentro de mi sleeping bag tratando inútilmente de calentar mi cuerpo más los dos pares de calcetas, un traje térmico, un suéter, una campera, un gorro, guantes y bufanda.
     
    Por dios, no estaba en el ártico, estaba en el pleno verano del Trópico de Capricornio. Desde ese entonces entendí lo necesario que es cargar con un aislante térmico para el suelo de mi tienda, lo cual tendré en cuenta para mi próximo viaje.
     
    Así que los tres, algo desvelados por el frío y el suelo duro, despertamos temprano para desmontar las carpas. Dejamos el camping cuando todos estaban dormidos y caminamos de nuevo a la estación de buses. Ahí, cogimos el primer autobús a Iruya.
    No tenía idea de qué me encontraría en ese bien sondado pueblo del que todos hablaban. Rocío me dijo simplemente: “no importa el destino, sino el camino para llegar allí”.
     
    Con esas palabras en mi mente, el bus tomó la Ruta 9 por algunos kilómetros hacia el norte; pero pronto se desvió hacia el oriente, por una carretera de ripio en cuyo comienzo se leía “Iruya 54 km”, por lo que creí que llegaríamos rápido.
     
    Comenzamos un ascenso por una puna poco empinada. Casi una hora después, el autobús se detuvo en el llamado Abra del Cóndor, el punto máximo de la ruta a casi 4000 metros de altura. La gente se bajó a tomar fotos. Yo estaba muy cansado y no pude evitar seguir durmiendo adentro
     
    Lo que sí pude ver desde ahí, es como el camino se convertía en un largo descenso de curvas a través de las montañas, el cual era interrumpido por algunos riachuelos secos (que en temporada de lluvias es todo una aventura cruzar, por eso la fama del camino).
     
    Además, es sabido que hay algunos cóndores que sobrevuelan el valle, lo que lo hace un atractivo bastante emblemático. Por desfortuna, ninguno se apareció frente a nosotros
     
    El sendero de tierra nos llevó casi 2 horas recorrerlo, pasando de los 4000 a los 1200 metros en tan sólo 19 km Y de repente, entre las escarpadas montañas color marrón, apareció ese pequeño pueblo que parecía deshabitado. Era Iruya.
     

    turismoobjetivo.wordpress.com
     
    Apenas aparcó el camión en la calle que da a la plaza principal, un chico se nos acercó para ofrecernos alojamiento en un hostal bastante barato. Como ninguno tenía ganas de caminar y buscar (sobre todo el ver las empinadas cuestas que nos tocaba subir ) aceptamos sin rodeos.
     
    Subimos con esfuerzo la inclinada calle que nos llevó hasta el alojamiento, que era nada más que una casa acondicionada con varios cuartos con literas. Nico y Rocío optaron por una habitación privada, mientras a mí me colocaron en una compartida. Luego de dejar nuestras cosas, bajamos por el diminuto pueblo para comer unas empanadas fritas (sin duda prefiero las horneadas).
     
    Preguntamos a algunas personas cuál era la mejor opción que nos quedaba para la tarde, ya que en el pueblo no hay mucho qué hacer, excepto admirar los paisajes áridos de los que se rodea. Nos hablaron del pueblo de San Isidro, que se encuentra a unas 3 horas a pie de Iruya. No hay manera de llegar en automóvil.
     
    Como ya pasaba mediodía y no teníamos ganas de caminar tanto, decidimos recorrer el valle río arriba (en vista de que el río estaba seco). Pero no pretendíamos llegar hasta San Isidro.
     
    Comenzamos nuestra caminata en dirección norte. Las últimas casitas de madera y piedra y los últimos rebaños de cabritos nos despidieron del desdeñable pueblo. El estrecho valle se abrió frente a nosotros en todo su esplendor, dejando al descubierto el marchito cauce del río Iruya.
     

     
    El sol golpeaba con toda su fuerza sobre nosotros, pero el delicado viento que soplaba seguía siendo frío. Las cuestas bajaban progresivamente, lo cual nos advirtió lo duro que sería la subida (aunque nada jamás comparado con haber subido hasta Machu Picchu ).
     
    Pocas almas se hacían presentes en nuestro cruce por la cuenca. La soledad de aquel lugar era simplemente magnífica. Rocío y yo animábamos nuestra caminata cantando temas de películas, desde Ghost hasta Hakuna Matata. Mientras tanto, Nico filmaba cada macizo de roca que pasmaba nuestras miradas.
     

     
    Algunos kilómetros más abajo, llegamos a la bifurcación del cauce, donde el agua corría hacia las yungas del este. Nos sentamos al lado del río, con el sonar del torrente en las piedras. Tras algunas canciones más, algunas tomas de Nico y el tiempo necesario para descansar, regresamos a Iruya.
     
    El cielo se había nublado y los truenos comenzaron a zumbar, pero apresurar el paso era difícil, debido a las duras y empinadas cuestas. Con todo nuestro esfuerzo, regresamos al pueblo, donde nos dirigimos directo al hostal para hacer algo de cenar y descansar.
     
    Nuestro plan era irnos pronto a la cama para levantarnos lo más temprano, ya que deseábamos tomar el primer bus para salir del pueblo. Pero tan sólo cinco minutos luego de arribados al hostal, una decena de viajeros llegaron con sus mochilas y se instalaron en el mismo.
     
    Todos nos presentamos unos con otros: españoles, suizos, argentinos, alemanes… nunca creí que Iruya fuera una población tan visitada por mochileros. Pero al parecer su aislamiento del resto del mundo la ha vuelto muy famosa en los últimos años.
     
    Así que por propuesta de uno de ellos, decidimos hacer juntos la cena. Fuimos a comprar los víveres y nos dividimos la tarea para cocinar pasta y ensalada acompañadas de un buen vino
     
    La comida comunitaria se extendió hasta la noche, prolongando la sobremesa hasta pasada las doce. Los temas de las distintas nacionalidades surgieron con mucha facilidad, pasando de la economía a la política, de lo natural a lo tecnológico, de un continente a otro. Pero tuve que interrumpir mi sumo interés en ellos para despedirme de todos e irme a la cama. Debía juntar las fuerzas para levantarme en la madrugada.
     
    Al siguiente día al sonar la alarma, cogí mi maleta y bajé a despertar a Nico y Rocío. Sin siquiera habernos cepillado los dientes, bajamos la calle hasta la plaza principal. El bus estaba ya en marcha. Y como si nos hubiera esperado, apenas al subir partió hacia su destino.
     
    Muertos por otro desvelo, nos perdimos del paisaje del que ya habíamos podido disfrutar al venir. Y cuando menos lo esperamos estábamos de vuelta en Humahuaca.
     
    Era menos del mediodía y quisimos comprar nuestros próximos tickets. Nico y Rocío me habían platicado su plan para pasar el año nuevo en la ciudad de Salta. Yo estaba entusiasmado, pues un amigo que conocí en España vivía precisamente en Salta. Había contactado con él desde hace algunos días y le había contado de la posibilidad de visitarlo. Pero como si hubiera querido huir de mí partió de su ciudad hacia Ecuador justo un día antes de que yo arribara.
     
    Así que pretendía quedarme nuevamente con la pareja argentina. Pero había un inconveniente: ellos se hospedarían con Fedra, la tía hippie de Rocío que, según contaban, estaba algo loca. Por ello, no estaban seguros de si la tía querría recibirme en su morada En vista del largo tiempo que permanecería en Salta, debía por lo menos intentar conseguir un host en Couchsurfing para ahorrar algo de dinero.
     
    Comprado los boletos, aproveché esa hora libre que tuvimos para buscar rápidamente una cafetería con acceso a internet. Y cuando por fin la conseguí, pedí un modesto desayuno y puse en acción mi tablet para buscar como loco un couch de último momento. Fue la primera vez que envié solicitudes con tanta urgencia. Luego de avistar perfil por perfil, más 12 solicitudes enviadas, pagué la cuenta y volví a la estación, donde abordé el autobús con la esperanza de que algún alma solidaria pudiera aceptar mi petición de año nuevo.
  20. AlexMexico
    Habían pasado 44 días desde que partí de mi país para comenzar mi viaje por Sudamérica, y 38 días desde que, repentinamente, cambié mis planes para dirigirme al sur, y no hacia Ecuador y Colombia como en un principio había planeado. Pero era momento de volver a pisar nuevamente la capital peruana para resolver algunos asuntos antes de que finalizara mi travesía.
     
    Por la tarde de aquel sábado 17 de enero tomé un taxi colectivo en la avenida principal de Paracas que me llevó hasta la estación de buses de Pisco para comprar mi ticket a Lima, donde Karen me esperaba para ser nuevamente mi anfitriona en su cómodo y acogedor apartamento que me había recibido en mi primera semana sobre los suelos australes del continente.
     
    Aunque fácilmente hubiera aprovechado más mi tiempo para conocer otros rincones del Perú, mi regreso a Lima era incitado por obligaciones de mayor calaña, que me internarían en la típica burocracia occidental
     
    Cuando llegué al departamento, percibí cómo algunas cosas habían cambiado desde la última vez que estuve allí: un nuevo roomie argentino (Gerardo), una nueva y casi permanente couchsurfer (Breanna), y claro, un nuevo gato
     

    Degustando un Pisco Sour con Karen y su nueva couch Breanna
     
    Entre cervezas y desafinados cantos en el karaoke, Karen y sus amigos me recibieron con regocijo, trayéndome de vuelta al alborozo del barrio de Barranco, que tanto extrañé durante mi ausencia
     
    Maciela, una de sus amigas, nos invitó a la playa con su familia al siguiente día. Fue bueno conocer la casa de una típica familia peruana, que amablemente nos llevó consigo hasta la lejana playa Punta Hermosa.
     

     
    Se trata de un circuito de playas al borde la carretera panamericana, algunos kilómetros al sur de la zona metropolitana. Era alucinante cómo al salir de Lima, el característico domo gris en su cubierta se difuminó completamente para darnos a todos un magnífico día soleado de verano
     

     
    En medio de una abarrotada plancha de arena blanca, los padres de Maciela nos invitaron a comer ceviche con canchitas, una coca cola y la famosa leche de tigre, jugo de limón en el que se coce el pescado y servido como una extraña bebida
     

     
    Al final de ese tranquilo domingo, comenzaría nuevas osadías de permanencia en la capital, que resumiré en cinco puntos importantes que todo couchsurfer, backpacker o, en general, todo viajero, debe tener en cuenta en cualquiera de sus aventuras.
     
    BUROCRACIA Y MIGRACIÓN
     
    Desde hace muchos siglos vivimos en un mundo en el que todo ser humano parece tener la obligación (o el derecho) de pertenecer a un grupo de personas que cohabitan dentro de un conjunto de líneas imaginarias, que delimitan el territorio de los llamados países y que los separan unos de los otros.
     
    Como naciones soberanas, cada país tiene sus leyes y modus vivendi, que de acuerdo a la ética y respeto que sus ciudadanos le tengan, hacen del mismo un lugar digno para vivir. Y cuando nosotros nos encontramos dentro de los límites debemos siempre atenernos a la ley que los rige.
     
    Como es de saberse, pocas veces en este mundo globalizado podemos ser alguien sin papeles que acrediten nuestra identidad como individuos. Y fuera del país que nos vio nacer y que nos dio, por ende, nuestra nacionalidad, nuestro único medio de identificación y de libre tránsito por el planeta es el pasaporte. Por supuesto, el tiempo de expiración de ese pequeño librito nos cuesta dinero, y hay que asegurarse de que ese tiempo cubra por más nuestro periodo de estadía en el estado foráneo.
     
    Lo más gracioso para mí fue que entré a Perú con un pasaporte que vencía más de un año después de mi salida de aquel país. Pero la inamovible burocracia mexicana me obligaba a renovarlo hasta diciembre de 2016 para tramitar una beca que ni siquiera sabía si se me otorgaría. Sin más remedio, llevé a cabo el trámite en la embajada mexicana en Lima, despidiéndome de otros 75 valiosos dólares
     
    Pero abandonar el país con un pasaporte diferente al que había usado a mi entrada creaba un pequeño problema: necesitaba tener el mismo sello de entrada de la oficina de migración. Eso me orillaba a otro trámite burocrático y a otro pago a las autoridades esta vez, del gobierno peruano.
     
    Mi funesta sorpresa me la llevé cuando, luego de dos horas de inútil espera en la oficina de migración para pagar por el insignificante sello, la señorita que atendía en la ventanilla me hizo saber que solo me quedaban dos días legales para permanecer en Perú
     
    Yo no podía creer lo que me decía Cuando crucé la frontera sur y entré por Chile, había mostrado mi pasaporte al oficial de migración, quien me preguntó mis motivos de visita y la duración de mi estancia. Claramente le dije que me quedaría hasta el 5 de febrero, día en que partía mi vuelo. Y muy sonriente me dijo: ¡Bienvenido a Perú!
     
    Pero mi grave error fue tomar mi pasaporte con mis manos, sin siquiera echar un vistazo a lo que decía el sello que recién había colocado, adornado por un enorme 10 con tinta azul, que coincidía con el número de días legales de estancia que el infame hombre había tecleado en el computador
     
    Desde entonces no volvería a confiar en ningún oficial de migración, que detrás de una sonrisa podría esconder la oscura intención de obligar a los extranjeros a contribuir con el estado, haciéndome hecho pagar un dólar de multa por cada día extra que pasé en el país, con un total de 45 soles que prácticamente regalé al órgano público de Perú
     
    Es por ello que es muy importante asegurarse de que todos nuestros papeles estén en orden al entrar y salir de cada país, para evitar cualquier tipo de retención y multa. Esto incluye nuestro pasaporte vigente con nuestro respectivo sello de entrada, nuestra visa (un pequeño papelito que algunos países otorgan a la entrada, y que es necesario mostrar a la salida) con el número de días legales que podemos permanecer. En caso de que estos días se nos agoten, podemos salir y volver a entrar del país, o bien, pagar la multa de acuerdo a la ley de cada estado.
     
    EL DINERO
     
     
    Ya en un artículo anterior había hablado sobre la cuestión del dinero. Así exista gente que se lance a la aventura con la esperanza de vivir completamente del pueblo y la naturaleza, no se puede negar que en el sistema capitalista la propiedad privada es una constante, y que rebasarla nos puede llevar inevitablemente a la cárcel Por tanto, es necesario cargar nuestro propio dinero, y la mejor manera para mí, es hacerlo en tarjetas de débito y/o crédito.
     
    Debemos asegurarnos de que nuestra tarjeta sea VISA o MasterCard, para que pueda ser aceptada en la mayor parte del mundo, aunque por supuesto tendremos que pagar algunas comisiones cada vez que retiremos efectivo desde un país que no sea el nuestro.
     
    Pero aún más importante es cuidar nuestras tarjetas de los ladrones y en el caso de extraviarla reportarla inmediatamente a nuestro banco. Y otro tip muy importante que puedo dar es siempre poner a un co-titular de nuestra cuenta que viva en el país de expedición de la tarjeta.
     
    Afortunadamente en todo mi viaje no tuve ningún problema que tuviera que ver con mis cuentas de banco… más no lo mismo le pasó a mi buen amigo Dane, quien con su típica facha rubia y acento inglés fue asaltado por un taxista en los bajos suburbios de la capital peruana
     
    Lo peor no fue el valor de sus artículos robados (un celular barato y un poco de efectivo). Lo peor vino cuando le quitaron también su tarjeta de débito
     
    Aunque el dinero dentro de la cuenta se mantuvo a salvo, desde Perú él no pudo tramitar otra tarjeta física para retirar dinero y pagar. Debía hacerlo desde Inglaterra. Pero siendo él el único titular, nadie en su país natal pudo realizar ningún trámite, quedando ese útil dinero congelado por el momento Por supuesto, tuvo que recibir dinero en efectivo por Western Union por algún tiempo.
     
    Otro consejo que puedo dar, es siempre tener al menos dos tarjetas, aunque sean de diferentes cuentas, pero siempre cargar solamente con una Si nos roban en el hotel o casa, tendremos la otra con nosotros. Si nos asaltan en la calle, tendremos la que dejamos en el hotel. Pero siempre tener el número telefónico del banco para cancelar las tarjetas inmediatamente después del extravío.
     
    EN BUSCA DE ENFERMEDADES
     
    Para muchas personas la salud pasa a segundo plano cuando de viajar se trata. Sobre todo cuando somos jóvenes; nos sentimos fuertes e indestructibles, sin importar lo exposición a insectos desconocidos y a alimentos de origen extraño
     
    Aunque esta vez me aventuré a viajar sin un seguro médico (lo cual es poco recomendable cuando el país no cubre el servicio médico público para extranjeros) siempre suelo estar preparado para toda eventualidad imprevista. Esto incluye en primera instancia las vacunas
     
    Debemos tomar en cuenta que algunas enfermedades erradicadas no lo están en otras partes del mundo. La malaria y la fiebre amarilla son comunes en muchas zonas selváticas del continente, y si vamos a visitarlas es importante estar precavidos. De todas formas, la mayoría de las veces las vacunas son gratuitas
     
    La mala suerte me alcanzó cuando a escasos días de partir a México, tuve la sublime ocurrencia de comprar una bolsa de leche entera (no caja, bolsa) para desayunar con cereal, pues era un poco más barata. Pero como dicen a veces, lo barato sale caro
     
    La diarrea que me ocasionó no fue una muy buena idea para los últimos días de mi estancia Ni remedios caseros ni pastilla alguna lograban aliviar mi indigestión y malestar estomacal. Mi enojo devino al saber que todo producto extraño de la selva, sierra o costa del país no habían sido los culpables, sino una maldita bolsa de leche barata Debemos evitar este tipo de equivocaciones y no buscar involuntariamente contraer enfermedades (sea cual sea) al viajar.
     
    ADAPTACIÓN CULINARIA
     
    No hay mucho que decir sobre esto. Hay que comer porque hay que comer; y si no encontramos lo que nos gusta, no nos queda otro remedio que adaptarnos a las circunstancias.
     
    Afortunadamente para mí, Perú es un país extremadamente rico en variedad de productos alimenticios, que incluyen centenares de frutas, verduras y granos (entre ellos una cantidad inimaginable de clases de papa). Pero siempre hay algo muy difícil de hallar fuera de México: los chiles (o ajíes, como lo llaman en Sudamérica).
     
    Pero pude aclimatarme poco a poco, más que comiendo en la calle, cocinando con mis propias manos. Y un ejemplo de ello son mis ya frecuentes chilaquiles un platillo mexicano hecho con tortillas fritas de maíz (nachos), pollo, queso, cebolla y salsa de tomate con chile. Aunque normalmente uso el chile serrano, en Perú no pude encontrarlo. Así que opté por el ají amarillo, que hizo sufrir un poco a mis anfitriones, pudiendo ser una de las cenas más picosas que hayan probado
     
    En fin, es solo un vago ejemplo de cómo podemos resolver nuestros problemas culinarios con lo que los mercaderes locales nos ofertan. Siempre es bueno probar cosas nuevas.
     

    Nuestra cena multicultural, con chilaquiles, guacamole, tequeños, vino e Inca Kola
     
    ADAPTACIÓN LINGÜÍSTICA
     
    Y ya no hablemos solamente de la barrera de la comunicación de un idioma a otro. Aunque hablemos la misma lengua, el español posee una infinidad de dialectos alrededor del mundo hispanohablante que se despeja en un cúmulo de jergas y argots, que nos obligan a sumergirnos en nuevas formas de intercambios parlantes y corporales.
     
    Uno de mis proyectos durante mi viaje por España y Sudamérica fue precisamente recolectar ese glosario de palabras y expresiones que ampliarían mi vocabulario para tener una visión más amplia y general de lo que ser hispano se trata. Y he aquí algunas de ellas que quizá puedan servirles para futuros viajes
     
    (Sudamérica - México)
     
    Choclo = Elote
    Luca = Peso (moneda)
    Chancho = Cerdo
    Palta = Aguacate
     
    (Perú – México)
     
    Chucha = Vagina
    Casaca = Chamarra
    Picarones = Buñuelos
    Pucha = Palabra comodín (madre, chingadera)
     
    (Argentina – México)
     
    Flashar = Sorprenderse
    Posta = Neta
    Me repinta/Me copa = Ya estás
    En la concha de la lora = En casa de la chingada
    Pileta = Piscina
    Factura = Pan dulce
    Torta = Pastel
    Dulce de leche = Cajeta
    Cajeta = Caca/Vagina
    Ir de joda = Irse de peda
    Pendejo = Morro (no es insulto)
    Pata = Buena onda
    Boliche = Antro
    Campera = Chamarra
    Poroto = Frijol
     
    (Chile – México)
     
    Caleta = Un chingo
    Ándate a la chucha = Chinga tu madre
    Guagua = Bebé
    Güea = Palabra comodín (madre, chingadera)
    Piola = Chido
    Puta la güea = Puta madre
     
    Como ven, el idioma es mucho más complejo de lo que se cree Pero no hay que asustarse, solo toma algunos días acostumbrarse, y cuando menos se da uno cuenta, regresa a su país hablando como un boludo
  21. AlexMexico
    A casi dos meses de haber permanecido en Sudamérica, mi viaje estaba a punto de llegar a su fin, y mi objetivo estaba por ser cumplido: sobrevivir dos meses en Sudamérica con no más que 800 dólares en mi tarjeta
     
    Al salir de México, pocos e ininteligibles planes se bosquejaban en la comisura más metódica de mi mente. Nada iba más allá de quedarme en Lima y dejarme guiar por la suerte y el destino, mismos que me habían llevado desde las yungas de Machu Picchu y el altiplano boliviano, hasta las coloridas quebradas argentinas y el desierto chileno.
     
    Y a pesar de la heterogeneidad de las cosas de las que pude disfrutar, en mi última aventura ansiaba sumergirme completamente en otra de las maravillas que el continente refugiaba en su zona más occidental: la cordillera de los Andes.
     
    Si bien (para muchos) las cúspides supremas de esta cadena se alzan en el extremo sur, en la Patagonia chilena-argentina, no podía dejar de aprovechar la belleza que la sierra central andina me obsequiaba en Perú Por supuesto, estoy hablando de la Cordillera Blanca, de la que he estado hablando en mis relatos anteriores.
     
    Mis últimos dos días en la ciudad de Huaraz, la apodada Suiza peruana, los había pasado escalando algunas colinas de baja altura para captar los mejores ángulos de los montes nevados de la cordillera. En mi tercer y último día tomaría la prueba de fuego, con la que me despediría de Perú y de mis hazañas australes: subiría la Cordillera Blanca hasta la Laguna 69, un pequeño lago glacial en la cima de una de sus montañas. El reto: recorrer 7 km a pie por un zigzagueante camino de pendientes rocosas desde los 3900 hasta los 4600 metros de altura después de semanas de caminatas y viajes en la eminencia andina, me sentía listo para lograrlo
     
    Es importante saber que si no se cuenta con un vehículo propio o rentado, el viaje a la laguna 69 es posible solamente con una agencia turística, pues no hay transporte público que recorra la carretera más cercana al lugar, a menos que se quiera caminar por 50 kilómetros cuesta arriba desde el poblado más cercano
     
    Existe un sinnúmero de agencias en Huaraz que ofrecen más o menos los mismos tours por los alrededores de la ciudad, cuyos precios se asemejan mucho los unos a los otros. Aún así, siempre es bueno tomarse el tiempo para cotizar uno por uno, y no dejarse llevar por el primer asalta-turistas que nos topemos en el camino
     
    A pesar de la comodidad de que el propio hostal donde me hospedaba ofrecía el paquete por solo 40 soles, la austeridad en la que me encontraba me orilló a recorrer el centro en la búsqueda de un ahorro. 10 soles menos significaron mucho para mí en ese entonces
     
    Temprano por la mañana dejé lista mi mochila en la recepción del hostal, para de una vez por todas desalojar el cuarto. Con mis ojos todavía cerrados por el sueño la camioneta pasó por mí tan puntual como fue posible.
     
    A bordo, iban apenas tres jóvenes turistas que se recostaban sobre las ventanas y se disponían a seguir durmiendo. Aunque yo hubiera querido hacer lo mismo, soy muy malo conciliando el sueño en asientos como ese
     
    Pero el vehículo no tardó en llenarse. El chofer condujo por casi todos los hostales existentes en la ciudad, recogiendo en cada uno a un nuevo aventurero. Colmada con jóvenes de múltiples nacionalidades, la combi por fin dejó la ciudad y tomó la carretera nacional en dirección norte.
     
    Transitamos nuevamente por toda la rivera del río Santa y, por ende, a lo largo de todo el Callejón de Huaylas, famoso valle que se emplaza entre la Cordillera Negra y la Blanca.
     
    Poco a poco íbamos perdiendo altitud. La carretera corría en pendientes de baja inclinación. No obstante, y sin darnos cuenta, la cordillera a nuestro costado derecho se elevaba cada vez más
     
    Al menos una hora y media después llegamos a la ciudad de Yungay. Esta población posee varias singularidades que la hacen muy interesante.
     
    La más hermosa de todas es que se ubica justo al pie del Nevado de Huascarán, la montaña más alta del Perú y de toda la zona intertropical del planeta, incluso más que el Kilimanjaro en África Lamentablemente de esto me enteré tiempo después. Y ya que el chofer no tuvo la decencia de explicárnoslo, ninguno de nosotros bajó del vehículo para apreciar la exquisita postal
     
    Pero es el mismo Huascarán quien ha condenado a la ciudad a poseer la más triste de sus particularidades. La actual Yungay está construida sobre los restos de la antigua Santo Domingo de Yungay, población que fue arrasada por un alud de rocas y lodo que la propia montaña arrojó tras ser sacudida por un terremoto en 1970
     
    Sea como fuese, nosotros llegamos a Yungay solamente para tomar una desviación en el camino. Así, dejamos la carretera nacional para dirigirnos al este, justo hacia el interior de la Cordillera Blanca.
     
    A diferencia de Huaraz, Yungay es el mejor acceso a las montañas, pues tiene una carretera que la conecta directamente a ellas, y que de hecho, cruza de oeste a este todo el Parque Nacional Huascarán.
     
    De esta forma, comenzamos el ascenso por la ruta. Metro a metro, la camioneta iba ganando altitud, mientras las faldas del Nevado de Huascarán nos daban la fría bienvenida
     
    En medio de la autopista, que ya se había convertido en un camino de ripio, el chofer se detuvo frente a una casa de campo. Nos invitó a bajar del vehículo para tomar nuestro desayuno. Por supuesto, su agencia turística tenía convenio con el restaurante, y su escala era ineludible para hacernos consumir No obstante, nada era obligatorio, y yo tomé mi ya acostumbrado plátano y una barra de cereal que llevaba conmigo Era mi mejor fuente de energía en días como esos.
     
    Tras media hora, volvimos a bordo y seguimos en marcha. No mucho más adelante nos topamos con la garita de vigilancia, donde un gendarme nos cobró la entrada al Parque Nacional Huascarán, que ascendía a 10 soles (3 USD) por la estancia de un día, o a 65 soles por permanecer hasta 21.
     
    Con nuestro ticket en mano, ingresamos por fin al majestuoso Parque Nacional declarado Patrimonio Natural de la Humanidad en 1985.
     
    Cuando el camino dejaba las pendientes atrás, el paisaje se convirtió en un estrecho corredor (orográficamente hablando) que nos hizo circular justo al lado de una enorme pared de roca. Se trataba de la Quebrada de Llanganuco, un desfiladero de origen glaciar.
     
    De repente el chofer se detuvo nuevamente para dejarnos ver una de las maravillas de aquella garganta geológica. Ante nosotros, un enorme lago de aguas azul turquesa quedó a la vista en todo su gélido esplendor
     


     
    La laguna de Chinancocha es uno de los dos cuerpos de agua que retienen uno de los ríos que baja desde los montes nevados del complejo. Su nombre significa “laguna hembra”, siendo su hermana contigua, la Laguna Orconcocha, la “laguna macho”.
     


     
    Ambos nombres de origen quechua hacen referencia al apareamiento, ya que la laguna macho vierte su agua sobre la laguna hembra.
     


     
    El hermoso cuadro fotográfico se acicalaba a sí mismo por especies vegetales únicas que crecen a las orillas de tan majestuoso estanque bajo la sombra de las cuales los viajeros y yo posamos para el mejor de los recuerdos de nuestra visita… hasta entonces.
     


     
    Continuamos la ruta hacia el norte, pasando de largo la siguiente laguna. Tras algunas pronunciadas curvas bajo los acantilados, el conductor se estacionó a la orilla de una baja escarpadura, ante la cual el verde y húmedo follaje daba inicio al valle por el cual comenzaríamos nuestra travesía.
     


     
    Eran poco menos de las 10 de la mañana. El chofer nos dijo que el camino era recto, y que duraba alrededor de dos horas. Así que nos esperaría hacia las 3 de la tarde para partir de regreso a Huaraz.
     
    Así, y con todo el entusiasmo a tope, el grupo caminó en una fila india hasta bajar al enorme valle.
     


     
    En esta zona del trekking había un visible sendero de tierra que todos podíamos seguir, por lo que no tuvimos grandes complicaciones. Nuestro mayor problema llegó cuando, por momentos, el prominente cielo nublado dejaba caer la lluvia para vaciar su voluminoso cuerpo acuoso
     
    Por suerte, me había preparado bastante bien, y cargaba conmigo mi poncho impermeable que había viajado desde lo más recóndito del lago Titicaca
     
    La tierra humedecida pronto estropeó el calzado de la mayoría de los senderistas, que no parecían conocer una de las reglas de oro del trekking: siempre llevar zapatos a prueba de agua Afortunadamente, la experiencia me había hecho aprender la lección, y mis poderosos botines Caterpillar con suela de llanta no me defraudarían en medio de aquella lodosa vereda
     


     
    En el recorrido hice amistad con una chica alemana, Aleera, quien aprovechaba sus escasos 10 días de vacaciones para viajar desde su país natal hasta Perú, interesada solamente en conocer las montañas andinas, recomendación misma que recibió de una sus amigas que, de hecho, vivía en Huaraz desde hace más de un año.
     
    El camino seguía casi paralelo al cauce del arroyo que corría a lo largo del valle. De vez en cuando debimos cruzarlo por un improvisado puente de piedras. Cabe decir que acudimos en enero, justo durante la temporada lluviosa de la zona Supongo que si la caminata se hace durante el invierno y la temporada seca, el arroyo reduce su cuerpo o, incluso, desaparece.
     


     
    En el medio de la travesía nos topamos con un singular y misterioso grupo de casas hechas de piedra, bajo cuyos techos cónicos de palos no parecía habitar nadie Nunca pudimos averiguar si se trataban de ruinas arqueológicas o si de verdad alguien pretendía vivir allí.
     


     
    Pero más adelante descubrimos que, sin duda, algún osado ser humano debía morar en aquel privilegiado territorio, pues grupos de vacas se hicieron presentes frente a nosotros, desviando su mirada mientras se saciaban con el húmido césped de la pradera
     


     
    De vez en cuando deteníamos el paso para virar nuestros ojos hacia el lado opuesto que, poco a poco, dejábamos atrás, deseando divisar algunos de los picos nevados que nos rodeaban, entre los que se encontraban el Yanaphaqcha, el Yanaharu y el mismo Huascarán. Más el infausto clima del que habíamos sido advertidos cubría con nubes y niebla el horizonte dejando a la vista solamente a los montes de menor altitud.
     
    De pronto, el camino parecía terminar, cuando todos nos vimos acorralados entre enormes acantilados. Pero por uno de los costados se veía caer una pequeña cascada, que anunciaba la presencia de lagunas en la cima. Era indubitable: debíamos subir
     


     
    El sendero se tornaba curvilíneo para facilitar el ascenso a casi 400 metros de altura Aleera parecía un poco desanimada (al igual que yo, más no quise externarlo) Pero si había podido con Machu Picchu y el Valle de la Luna, estaba seguro de que una escalera de rocas bajo la llovizna no me derrotaría en lo más mínimo
     
    Dimos marcha a la ascensión, casi después que el resto de nuestros compañeros, a excepción de algunos chinos que, como siempre, se habían retrasado tomando fotos
     
    La vegetación parecía mudar de piel, mientras el verde brillante de los húmedos árboles del valle se convertían en pequeños y pálidos arbustos rebosantes entre una plancha de hierba de poca altura.
     


     
    Para entonces, debíamos cuidar uno del otro, pues con el lodo en las pendientes cada vez más pronunciadas era muy fácil resbalar y caer al suelo Por suerte, ninguno de nosotros tuvo la desfortuna de verse empapado en la tierra mojada
     
    La respiración nos comenzó a fallar paulatinamente mientras ganábamos más altura. Habíamos pasado ya los 4200 metros y la cuesta parecía no tener final. Fue cuando decidí tomar los primeros tragos a mi única botella de agua, que con la temperatura ambiente había empezado a enfriarse.
     
    Cuando por fin llegamos a cima, pasamos por encima de la estrecha cascada, dejando el eminente valle a nuestros pies. A pesar del gélido clima, muchos nos quitamos los abrigos, pues nuestros cuerpos se habían calentado al por mayor, debido a la agitación de nuestros pulmones y el esfuerzo de la escalada Sin embargo, poco duramos a la intemperie, cuando al llegar a una de las lagunas que se formaba por el agua de lluvia, una espesa neblina se dejó caer sobre nosotros haciéndonos regresar de tope al frío de la montaña.
     


     
    El camino volvía a hacerse plano, mientras la llovizna parecía hacerse más espesa. Algunos impermeables parecían ya no funcionar ante tal humedad. Yo, por otro lado, ponía más atención en mis manos, que con el profundo frío ya no podía ni sentirlas
     
    Al verme sufrir, un chico de Oregon se acercó amablemente hacia mí y me ofreció un juego de guantes que no utilizaba El calor de ese par de prendas de algodón me reconfortó más de lo que el mismo paisaje podía deleitarme
     
    Unos metros más adelante, un valle de suelo rocoso y lodo difuminaba por completo el sendero, dejándonos nuevamente varados entre las montañas El grupo y yo nos reunimos en un círculo para decidir qué camino tomar. Entre todos, un chico se ofreció a explorar el camino hacia el este, mientras otro propuso hacer lo mismo hacia el norte.
     
    Al final, al este no parecía haber ninguna salida viable. Y a lo lejos, escuchamos un grito que nos indicó: ¡es por aquí!... al parecer, el norte era la dirección indicada.
     
    Cuál sorpresa nos llevamos cuando descubrimos que otra pared de unos 200 metros de alto nos esperaba para ser subida La sorpresa era, que mis piernas no eran el problema (a pesar de haber elegido una bermuda corta como atuendo en ese frío día); el problema era, que ya no aguantaba la respiración
     
    Habían pasado ya dos horas y media desde que iniciamos, aunque el conductor nos había prometido que la travesía no pasaría de dos horas. Nuevamente caí ante un engaño publicitario de los peruanos
     
    Ante todo, este viaje se había tratado de romper mis propios miedos, y de marcar mis propios records. Faltaba menos de medio kilómetro para llegar a mi destino. Así, di otro sorbo a mi botella de agua y comencé la última parte de la caminata
     
    Aleera seguía tras de mí, agitando su respirar. Palabras de apoyo iban y venían de ella a mí, y del resto de los viandantes que subían la colina.
     
    Para otra de nuestras sorpresas, algunos viajeros de otras agencias caminaban en dirección contraria, regresando a encontrarse con sus choferes y dar por terminado el tour. El reloj marcaba las 12:30. Sabía entonces que mi andar era una carrera a contrarreloj, pues debíamos regresar a más tardar a las 3
     
    Cuando la vegetación desaparecía casi por completo, una serie de arbustos de un verde oscuro y de hojas blanquecinas nos dieron la bienvenida a la cima de la escalinata, desde donde corrimos a nuestro encuentro con nuestro objetivo inicial: la famosa Laguna 69.
     


     
    El estanque de enanas dimensiones se posaba justo a la sombra de dos picos, el Chacraraju y el Pisco, que se perdían en un cielo completamente blanco que se fusionaba con la nieve en lo alto de sus cúspides.
     


     
    La cerrada depresión en la que se encuentra no permitía tomar fotos a toda su anchura, pero con el cansancio sobre nosotros, disfrutarla con nuestros ojos y sentir su gélido brisar era más que suficiente para complacer nuestros deseos
     
    Para nuestra suerte, la llovizna cesó por un tiempo y nos permitió fotografiarnos con toda libertad frente a la excelencia de su tinte azul celeste, proveniente de la nieve pura que se derretía y caía desde lo alto.
     


     
    Apaciguar el calor corporal de la escalada con enjuagar las manos en sus aguas no era una opción ni para los más osados, que sabían perfectamente cuán bajo podían estar las temperaturas en su interior Bastaba con sentarse a su lado y cobijarse bajo un aura de pureza natural
     


     
    Quienes traíamos bocadillos nos dispusimos a comerlos, siendo mi compacta y ligera lata de pollo en estofado la mejor opción para recobrar mis energías
     
    Ante la ausencia de un sol que nos dijese que era tiempo de volver, nuestros teléfonos móviles nos marcaban la 1 de la tarde. Y en vista de las 3 horas que tardamos en llegar debíamos partir lo antes posible, no sin antes dar un último adiós a la recóndita laguna, que a sus 4600 metros me había robado todo el aliento (y no solo me refiero al sentido figurado de la frase )
     


     
    Como suele suceder, el regreso fue más rápido de lo esperado, aunque la lluvia se dejó caer en varias partes del sendero
     


     
    El descenso por ambas paredes nos permitió dar un respiro a nuestros pulmones, que bastante se habían ejercitado aquella mañana
     
    Al llegar al valle, el cielo se despejó, dejando a nuestros ojos el esplendor del Monte Yanaharu cuya cima nevada era abrazada por un conjunto de nubes blancas.
     


     
    Aleera y yo fuimos los penúltimos en llegar al coche, seguidos por el par de chinos que tendrían ya varios gigabytes en su memoria SD
     
    Al dar marcha atrás, el estético valle nos regaló una de sus últimas postales, que permanecería como uno de mis mejores recuerdos del Perú y de todo mi viaje a Sudamérica, mismo que quedaba por concluido con mi regreso a Huaraz y posterior retorno a Lima No hace falta describirlo, una imagen puede decirlo todo
     


     
    Pasé la noche a bordo del bus rumbo a la capital con un sinfín de pensamientos asaltando mi mente.
     
    Mi última noche con Karen y sus roomies comiendo en un restaurante chifa de Lima fue una de las maneras más confortantes de despedirme de un país que, en todos sus rincones, me había colmado de regocijos completamente indescriptibles
     
    Perú se había convertido en el mejor boleto redondo que había tenido la dicha de adquirir, aún cuando fue un impulso escasamente meditado lo que me hizo dar clic en el botón buy
     
    Un día después, dormía en mi cama de vuelta en mi ciudad natal en México; y tan sólo una semana después, tomaba protesta en la sala de titulación de mi facultad, donde después de 4 años y medio me convertía en un Licenciado en Ciencias de la Comunicación
     
    Ante todo, me sentí plenamente satisfecho de haber celebrado mi egreso de la manera más particular que cualquier otro lo haya hecho en mi entorno inmediato Pero sobre todo, me sentía orgulloso de haber roto mis esquemas y haber logrado retos que jamás me creí capaz de consumar
     
    Viajar solo por el mundo: una meta menos a cumplir en mi lista…
     
     
  22. AlexMexico
    Al parecer mi perdida y aventurera alma no era la única que se había dejado guiar por la suerte para terminar pasando el verano en los pequeños pueblos de Segovia y Castilla León, en el centro de España.
    A los pocos días de que arribamos, dos amigos de Álvaro (el hermano de mi amiga Henar) llegaron a la villa de Consuegra de Murera para pasar, al igual que yo, sus vacaciones en compañía de la adorable familia Velasco
    Oriundos de Toledo, ciudad histórica que tendría la dicha de conocer algunos días después, la pareja se mostró muy flexible e interesada en cualquiera de las recomendaciones que Álvaro nos hiciera. Y en vista de que se había graduado de la licenciatura en historia, ninguno lo poníamos en duda, y confiábamos plenamente en sus consejos como guía turístico
    Y fue precisamente una de sus cuantiosas sugerencias la que nos llevó a otro road trip por las carreteras segovianas, para sumergirnos en una de las tantas maravillas que la Edad Media dejó como vestigio en la península ibérica: la ciudad de Pedraza.
    En aquel entonces era muy famosa en las audiencias españolas una serie de televisión transmitida por la cadena “La 1”, que profundizaba en la vida de la reina más famosa de España, conocida como “La Reina Católica”. El programa se llama simplemente: “Isabel”.
    No había visto aún ningún capítulo completo de la serie que Álvaro tanto afanaba, pero al descubrir que Pedraza fue uno de los escenarios principales que se utilizaron para rodarla, no hesité en empezar a sintonizarla cada vez que tenía acceso a una antena de televisión
    Sin lugar a dudas, aquel pueblo tendría algo de especial; no por nada había sido elegido por el equipo de grabación de La 1. Y dejarla pasar sería algo que quizá nunca me perdonaría
    Pedraza se ubica a unos 20 km al sur de Consuegra, desde donde iniciamos nuestra jornada después de recibir a los nuevos invitados.
    El arribo al pueblo fue algo muy distinto a todo lo que hasta entonces había admirado, pues había un pequeño detalle que me había sido omitido: la ciudad está completamente amurallada 
    Como la viva imagen del Medievo se alzaba aquella villa en lo alto de una colina, sin ningún otro medio de acceso por cualquiera de sus ángulos. Y su irregular perímetro curvo se demarcaba por esa alta pared de roca que denotaba los ancianos años que la aldea había estado posada ahí, en el medio de un paraje increíble defendida siempre de sus enemigos exteriores ?
    Al llegar a la única entrada de la ciudad me sentí como en un cuento, o más bien, como en uno de los videojuegos que había jugado en mi infancia donde un pequeño Link viajaba de pueblo en pueblo para lograr rescatar a la princesa. Me había transportado al Medievo

    La angosta Puerta de la Villa permite hoy el acceso a todos los coches que entran y salen, sea de sus residentes o sean solo visitantes. Pero me gustaba más pensar que llegaba montado en un ostentoso carruaje de madera, halado por caballos

    Así nos daba la bienvenida Pedraza, y sumergirnos en ella fue trasladarnos casi un milenio atrás, cuando algunas de sus maravillas comenzaban a ser construidas. Una de ellas, una visita imprescindible en el diminuto poblado.
    Del lado norte, al fondo después de haber entrado por la puerta, está el famoso castillo de Pedraza.

    Aparcamos el coche y nos dirigimos a pie. Para esos momentos el sol se hacía fuertemente presente sobre nosotros ? y deslumbraba su reflejo desde las paredes de un beige claro, que no por tanto cegaba nuestros ojos ante aquella vieja fortaleza de origen medieval 

    Desafortunadamente el castillo estaba cerrado   y no pudimos accesar para conocerlo por dentro, aunque Álvaro y Henar me decían que después de visitar varios de ellos alrededor de España y Europa estaría aburrido, pues podría encontrar casi lo mismo en todos  De todas formas, yo dudaba si en verdad me llegarían a hastiar
    Aún así, contemplar ese conjunto de vigorosas paredes de piedra que habían desafiado 7 siglos de amenazas y habían protegido a la ciudad por tanto tiempo, me llenaba de regocijo y un embeleso visual
    Y como en todo castillo, su torre de homenaje se exhibía como la cúspide de toda la aldea, siempre atenta a lo que ocurría a su alrededor y con la enorme tarea de proteger sus señoríos.

    Seguimos nuestro camino hacia el resto del poblado. Era difícil creer que gente común y corriente siguiera viviendo en aquellas viejas casonas de roca. Pero si soy sincero, me moría por poseer una propiedad en una de esas encantadoras rúas

    Al parecer, la mayoría de las familias residentes se dedicaban al comercio y a los servicios a turistas, siendo dueños de pequeñas tiendas, restaurantes, cafeterías, bares, y galerías de arte, donde encontramos extrañas figuras de herrería de formas bastante contemporáneas.

    Los comercios poco abarrotados contaban con la afluencia de paseantes y locales que gozaban del caluroso verano en búsqueda de un buen vino tinto, una cerveza y unas tapas… nada mejor que hacerlo al estilo español

    Cada casa me parecía más que cautivadora a pesar de verlas todas del mismo color. Con su arquitectura románica y sus colores suaves, cubierta por techos de teja de un café rojizo y balcones de madera adornados con sus mejores plantas, cualquiera podía enamorarme más de lo normal en un encierro tan peculiar como lo era Pedraza 

    Nos dirigimos a la Plaza Mayor, concepto arquitectónico y urbanístico hispano del que aprendería mucho a lo largo de mi estancia, y del que descifraría la traza urbana coloquial de mi país y de los otros países hispanos.

    Por supuesto, la plaza central se destinaba en la antigüedad a la concurrencia del pueblo para eventos púbicos, gubernamentales o al comercio, con los famosos mercados. El día de hoy, la plaza se rodea de sus antiguos edificios vigilantes, dentro de los cuales se han instaurado una variedad de restaurantes, bares y cafeterías que ofrecen a los turistas y locales la mejor de sus estadías en tan mágico pueblo

    Recorrimos un poco más la villa para terminar con una visa panorámica de sus alrededores, en los cuales nada, sino árboles y pastizales, parecían habitar el mismo suelo que Pedraza, una ciudad que quedó congelada en el tiempo.

    Pueden ver el resto de las fotos aquí:
  23. AlexMexico
    Apenas había pasado una semana desde que pisé por primera vez las tierras europeas en la península ibérica, pero en la amena compañía de Henar y su numerosa familia a la sombra de su pueblo natal, Consuegra de Murera, parecía como si hubiera permanecido ya por toda una eternidad
    Los madrileños se habían encargado para ese entonces de mostrarme muchos de los pequeños y pintorescos rincones que la comunidad de Castilla León escondía en sus paisajes campiranos, y Álvaro, hermano mayor de Henar, me había ayudado a entender la vital importancia del antiguo reino para toda la España actual.
    Fue allí donde surgió hace siglos una de las coronas más poderosas de la península; es por ella que nuestro idioma se llama castellano; fue desde allí donde se prosiguió con la lucha contra la invasión musulmana de la Hispania; fue, por tanto, el nacimiento de la unión de los reinos peninsulares (a excepción de Portugal) que formaron un imperio que fue, en sus tiempos, el más poderoso de todo el planeta.
    Hasta entonces, habíamos visitado pequeños pueblos de origen medieval que me habían mostrado el estilo de vida de la antigua Castilla, su arquitectura, gastronomía y fiestas típicas. Ahora era el momento de adentrarse de lleno en una clase de historia profunda sobre el germen de una nación. Y el mejor lugar para iniciarla era una de las grandes ciudades de la comunidad y la capital de la provincia homónima: la ciudad de Segovia.
    De esa forma, me embarqué en mi último día en tierras castellanas con Henar, Álvaro, y sus amigos Antonio y María, dos toledanos que venían de visita al pueblo para pasar de una manera diferente sus vacaciones de verano
    Condujimos a unos 50 km al suroeste de Consuegra, donde la ciudad prontamente denotó su grandeza, dándonos la bienvenida con largas avenidas densamente transitadas. Vaya si la diferencia se sentía al llegar de un pueblo con 25 habitantes
    Allí me daría cuenta de una de las situaciones que más me desconcertaron durante toda mi estancia en España y Europa: la agotadora odisea de estacionar un coche 
    En México, salir con un auto no es ningún problema, pero en España existe una pequeña cuestión que a muchos les quita el sueño: encontrar un estacionamiento, o como le dicen ellos, un parking. Y es que es ilegal estacionarse en las calles que no poseen los espacios señalizados para dicha acción
    Así, al manejar por las arterias de cualquier gran ciudad se topa uno con líneas de distintos colores que demarcan los espacios autorizados para aparcar, muchos de ellos destinados solo a los residentes de la zona, y el resto con su respectivo parquímetro, que por cierto, suele ser bastante caro
    Y como los lugares disponibles a lo largo de los centros históricos de las urbes son muy pocos, se debe andar con los ojos abiertos para coger cualquier oportunidad. Pero como casi no sucede, se debe optar por los estacionamientos públicos, en donde se puede llegar a pagar hasta más de 20 euros por todo un día (así es, ¡más de 20 euros!).
    Después de mucho tiempo supe que en muchas ciudades y países de Europa se ha tomado esta medida para tratar de disminuir la utilización de coches propios, y difundir el uso del transporte público, o en su mejor caso, el de la bicicleta (o moverse a pie, por supuesto). Una dura pero razonable forma de disminuir la contaminación y el tráfico Y por si se lo preguntan: no, en México no se debe pagar NUNCA por estacionar un coche en la calle (ni es ilegal), salvo en algunos centros históricos de las grandes ciudades.
    Así pues, luego de la odisea de hallar un parking no tan lejano, comenzamos nuestro recorrido por la capital segoviana, que nos deleitaba con un cálido y soleado día ☀️
    Apenas al dar la vuelta a la derecha desde nuestro estacionamiento, un monumental coloso apareció frente a nuestros ojos: el gran acueducto romano de Segovia

    Una larga serie de arcos en roca se prolongaban en dirección norte, mientras las tierras de la ciudad descendían hasta el centro histórico. Conforme bajábamos, la cúspide plana del artificio se alejaba más y más hacia el cielo, dejándonos a unos 30 metros a sus pies.
    Esta gigantesca obra de arte arquitectónica es el símbolo de la ciudad, tan célebre que, incluso, aparece en su escudo heráldico. Pero además de su imponente belleza visual, Álvaro me hizo saber qué es lo que hace tan especial a tan exquisito monumento.

    Aunque no se sabe con exactitud la fecha de su construcción, se dice que los romanos hispánicos lo alzaron alrededor del siglo I d.C., es decir, dos milenios atrás Fue entonces cuando los albañiles apilaron las piedras de sillar una sobre la otra para formar un acueducto que lograría transportar el agua hasta la zona. Lo impresionante (y realmente increíble) de ello, es que dichas piedras quedaron apiladas sin ningún tipo de argamasa, es decir, sin cemento, mortero, cal ni mezcla que las uniera 

    Lo que más me sorprendió (a mí y seguro a muchos otros) es que el acueducto en su totalidad haya sobrevivido en pie dos milenios sin estar unido absolutamente por nada Es solo la fuerza física lo que lo sostiene vivo.
    Por supuesto, varios trabajos de restauración se han llevado a cabo en él, sin afectar el material original y la autenticidad de su arquitectura. Y desde tiempos de los reyes católicos hasta hoy se aprecia la figura de la Virgen de la Fuencisla (patrona de la ciudad) en el nicho central del mismo.

    No cabe duda de lo que el ingenio del ser humano puede llevarlo a crear ?
    Donde se difunde el final del acueducto se alza una de las antiguas paredes que formaron parte de la muralla de Segovia, y que vigila una de las plazuelas principales de la ciudad, donde multitudes de turistas se paseaban para fotografiar el acueducto y buscaban en sus cercanías la oficina de información turística para dar inicio a sus recorridos.

    Desde lo alto de la puerta de la muralla el paseo peatonal y el acueducto se diluían en un punto de fuga, dejando al desnudo la finura de aquella arcaica construcción que se fusionaba con una metrópoli al mismo tiempo medieval, moderna y contemporánea, fruto de la infinidad de culturas que han pasado por sus tierras.

    Continuamos el paseo por el casco antiguo de Segovia, declarado, junto con su acueducto, patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Y vaya si merece el título

    Seguimos los pasos de los grupos de viajeros que salían de la oficina de turismo, misma que no necesitamos gracias a nuestro guía experto, Álvaro, quien recién graduado de la licenciatura en historia, no escatimaba en compartir su conocimiento con todos los que lo acompañábamos
    La enorme plaza orillada por infinidad de restaurantes y bares de tapas se hacía cada vez más angosta, hasta culminar en pequeñas calles y callejones peatonales, en los que nos adentramos para conocer a fondo el espíritu más recóndito de la ciudad.

    Las primeras iglesias antiguas comenzaron a hacerse ver. Pilares clásicos terminados en arcos a medio punto, construido todo en piedra o ladrillo de colores predominantemente beige. Techos de teja que cubrían plantas con esquinas semicirculares y un altar en forma cilíndrica al fondo.

    Álvaro me hizo saber que se trataba de arquitectura románica, datada en su mayoría de la Baja Edad Media… nada parecido a lo que yo había podido ver en el continente americano, claro está.
    Sin embargo, conforme seguimos avanzando, las fachadas de las capillas empezaban a cambiar, y su forma manifestaba diferencias claras en su influencia artística construidas diacrónicamente.
    Debido a muchas razones: incendios, terremotos o asedios, muchas iglesias católicas habían sido parcialmente destruidas, sobre todo sus campanarios. Es por ello que algunas de ellas poseían torres de un evidente estilo renacentista, mientras el resto de ellas era completamente románico

    Fuera como fuere, cada una de ellas me enamoraba más y más y lograban transportarme a las distintas edades humanas de la Europa occidental.
    Mientras más caminábamos era posible ver agrandarse una magnífica torre que presumía al principal centro religioso de la ciudad: la Catedral de Segovia.

    Pero antes de insistir con nuestro viaje, hicimos una parada obligada en una plaza frente a una de las tantas iglesias. Allí buscamos la mejor opción para tomar el almuerzo del día

    El vino, la carne y las papas fritas eran ya bastante comunes para mi gusto, así que me aventuré con la entrada de mi menú, y pedí el famoso gazpacho.
    Descrita como sopa de tomate, no creí que sería algo muy lejano a las múltiples sopas a base de tomate que se preparan en mi país natal. Pero al tan solo sentir el plato en el que el mesero me lo sirvió advertí la principal diferencia con el resto de tales caldos !!
    El gazpacho es sopa de tomate servida fría, y se acompaña con trozos de pimiento morrón verde y pepinos. Un sabor bastante diferente, pero exótico y agradable para un caluroso día de verano
    Con los estómagos saciados seguimos nuestra caminata, serpenteando por las estrechas callejuelas atestadas de turistas, mientras veíamos la gran cúpula de la catedral acercarse más y más.

    Muchas de las casas en el centro de Segovia, sean antiguas o modernas, son tan bellas como los edificios públicos de su adoquinado casco viejo Para ello bastaba con detenerse un minuto ante cualquiera de sus formidables portadas, o para una mejor vista, asomarse por uno de sus miradores, ya que el relieve de la ciudad nos llevaba cada vez más alto en relación con el sur del condado.

    Finalmente, la rúa nos decantó hasta la afamada Plaza Mayor de Segovia, principal centro político y religioso de la ciudad.
    Un kiosco marcaba el centro de su zócalo, donde niños jugaban mientras sus padres tomaban un café en alguna de las orillas, donde se alzaban, entre otras cosas, el teatro de la ciudad, el Ayuntamiento provincial y la majestuosa Catedral de Segovia.
    Si bien México es un país sumamente católico, y se puede hallar una iglesia hasta en el rincón más remoto del país, nunca en mi vida había visto algo parecido a aquel descomunal templo

    Era la primera vez que tenía la oportunidad de ver una catedral de estilo gótico, corriente arquitectónica que, iniciada en la Edad Media, poco llegó a las tierras amerindias, colmándonos con iglesias neoclásicas y barrocas.

    Álvaro me explicó que fue erigida en pleno siglo XVI, cuando la mayoría de las construcciones en Europa occidental hacían caso del arte renacentista. Es por ello, quizá, que por su inigualable belleza es apodada la Dama de las Catedrales

    Antes de salir de casa, uno de los tíos de Henar y Álvaro nos habían dicho que para ingresar a la iglesia se debía pagar una cuota de recuperación. Pero en aras de ayudar a nuestros bolsillos, nos dio un pequeño tip: debíamos decirle a la mujer de la entrada que queríamos ver a nuestro tío Toño  nombre de uno de los miembros residentes del claustro.
    Fue así como pusimos a prueba la táctica, a punto de estallar de risa frente a la cajera de la parroquia Pero todo pareció marchar bien, y rápidamente nos vimos dentro sin haber pagado un centavo. Un viajero siempre debe darse sus mañas
    En el interior se podía notar su clara procedencia renacentista, con figuras que retomaban el arte clásico en cada uno de sus retablos, incluyendo el del altar.

    Sus altos muros y pilares sostenían puertas de arcos puntiagudos, que mezclaban cada pieza del edificio entre dos caracteres diferentes y diacrónicos unidos por el bien de una obra de arte

    Dejamos atrás la moderna basílica para dirigirnos al último atractivo de la vieja metrópoli. Si habíamos creído que el arcaico acueducto romano había sido lo mejor, no sabíamos lo que la punta norte de la villa tenía preparado para nosotros
    Todas las calles del casco viejo de la ciudad desembocan en forma de embudo a las puertas de un vasto jardín, que daba la bienvenida a la joya máxima de la provincia, el Alcázar de Segovia.
    Ya me lo habían advertido: ninguno de los castillos que había podido ver hasta entonces se compararía en absoluto con la belleza de lo que tenía ahora enfrente

    Un alto palacio medieval que me llevaba a cuantiosos castillos imaginarios: los de Disney, los de Mario Bros, los de Play Mobile… todos y cada uno creados a partir de cuentos de hadas ¡Pero este era más que real!
    Su típica torre principal coronada por almenas, adornada por torreones cilíndricos de menor tamaño cubiertos por cónicos y puntiagudos techos. Un puente levadizo que une al alcázar con tierra, sobre una zanja profunda con un estanque en el interior. Definitivamente éste es el castillo con el que todos soñamos
    Y tras haber sido fortaleza, residencia real, prisión, academia militar y artillería, afortunadamente hoy es solo un museo que muestra a sus visitantes las mejores partes de la histórica ciudadela.
    Entre los hechos más importantes que ocurrieron en este sitio, es que desde aquí salió Isabel la Católica hacia la Iglesia de San Miguel, en la Plaza Mayor de la ciudad, donde fue coronada como Reina de Castilla.

    Desde que era princesa y contrajo matrimonio con Felipe II de Aragón, se concilió la unión dinástica de ambas coronas, pasando ambos a gobernar así casi la totalidad de los reinos católicos en la península ibérica, además de Sicilia y Nápoles. Y tras finalizar la reconquista con la toma del último reino musulmán en Hispania, el Nazarí en Granada, se dio pie a la formación de la actual España. Además de haber expulsado a los moros y judíos de su reino católico, fueron ellos quienes apoyaron a Cristóbal Colón en la exploración de nuevas rutas a las Indias, dando paso a la posterior conquista de América y al nacimiento del Imperio español.
    Son algunas de las razones clave por las que ambos reyes, pero sobre todo Isabel, son tan célebres e importantes para los españoles (incluso, para algunos hispanoamericanos). Y conocer el castillo donde residieron ambos monarcas era algo que no podía dejar pasar
    El museo daba inicio con una muestra de las antiguas armaduras usadas por los caballos y sus jinetes guerreros, armaduras tan pesadas que no logro entender cómo podían moverse con ellas Aunque sí logro entender que dichas lanzas podían atravesar cualquier cosa que se les pusiera enfrente

    Las aberturas en sus cascos eran tan angostas que evidentemente su campo visual debía ser bastante limitado

    Después entramos de lleno a los distintos salones del palacio real. Los artistas que se encargaron del interior del castillo lo decoraron con el encanto del arte mudéjar, corriente única que mezclaba el arte árabe en los emplazamientos cristianos de la Hispania antigua.

    Los vitrales en sus ventanas representaban a antiguos reyes de Castilla con sus escudos de armas respectivos. Y en las ventanas que ostentaban vidrios normales se ofrecían vistas del despoblado norte de la ciudad.

    Nos condujimos hacia la Sala del Trono, donde se posan augustos los tronos de ambos monarcas, con el lema de los reyes católicos reluciente en la parte de arriba: “Tanto monta”, abreviación de “Tanto monta cortar como desatar”.

    También pasamos por la Sala de la chimenea, con una especie de comedor real; por el cuarto de la reina, la capilla y la Sala de los Reyes, en cuya parte superior de sus cuatro paredes hay una pequeña estatua de cada uno de los reyes de España. En realidad, son los reyes de los reinos de Asturias, León y Castilla, considerados cuna de la actual España. Es por ello que los herederos al trono del reino son llamados Príncipes de Asturias.

    Luego de una profunda clase de historia española con Álvaro a mi lado, incapaz de poder aprender el nombre de cada rey y su descendencia (tal parecía que todos le ponían el nombre de su padre o abuelo a los hijos) llegamos al ala extrema del Alcázar, desde donde tuvimos una vista de la confluencia de los dos ríos que rodean a Segovia.

    También desde allí se observaba imponente una de las torres mayores del castillo, donde parecía como si una princesa esperase a ser rescatada

    Salimos del museo y nos dispusimos a volver para buscar el coche. Pero Álvaro me advirtió que no me despidiese aún del imponente Alcázar !!
    Caminamos de vuelta por el lado sur de la ciudad, esta vez por la Judería, antiguo barrio donde habitaban los judíos, antes de que fuesen expulsados por la reina Isabel y por la Inquisición, en caso de que no quisiesen convertirse al catolicismo

    En este barrio se puede apreciar también una de las puertas por las que se accedía a la villa en los tiempos en que se hallaba fortificada.

    Antes de volver al coche, echamos un vistazo a una singular estatuilla que se encontraba frente a una rotonda a los pies del acueducto. Se trataba de una representación del nacimiento de Roma: la famosa leyenda de Rómulo y Remo, hermanos gemelos amamantados por una loba que fundarían el imperio romano.

    El monumento fue donado por Roma a Segovia como conmemoración de los dos milenios de su acueducto
    Cuando parecía que abandonábamos la ciudad, Álvaro nos llevó a un último sitio que nos brindaría la mejor postal para despedirnos de ella

    En el extremo de la punta norte, un espacioso campo verde se extendía justo a los pies del monte donde el increíble Alcázar se alzaba en su plenitud.

    Los rayos del sol poco a poco se apartaban, iluminando con parvedad la cara oeste del castillo, pero permitiéndonos captar los últimos recuerdos del tan magnífico palacio, que a todos nos había llenado de alborozo

    Meses después tendría la oportunidad de volver a Segovia con mi familia (esta vez durante el invierno), donde sería yo esta vez quien tomaría el papel de guía turístico en la ciudad

    Al día siguiente volveríamos a Madrid, listo para más viajes dentro de la bella España 
  24. AlexMexico
    A diferencia de la capital mexicana, cuya ciudad abarca casi la totalidad del distrito donde se delimita, y cuya zona metropolitana se extiende más allá de la ahora llamada Ciudad de México, la capital española se emplaza en una más de las comunidades autónomas que forman el Estado, gozando de la misma condición que el resto de sus 16 hermanas.
    Se trata de la Comunidad de Madrid, que no es lo mismo que el municipio de Madrid, donde se halla la ciudad capital de la provincia y del país.
    La comunidad se expande por más de 8000 kilómetros cuadrados justo en el centro de la península, y alberga, además de Madrid, a otros menos conocidos pero igual bellos emplazamientos, algunos de ellos declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO
    Aunque no tuve la oportunidad de conocerlos todos, como Alcalá de Henares o Aranjuez, mi buena amiga Henar organizó un pequeño road trip al noroeste de la capital para no dejar pasar otra de sus bellas localidades: San Lorenzo de El Escorial, conocida simplemente como El Escorial.
    Es una antigua y pequeña villa que nació principalmente a partir de la construcción de un monasterio, habiéndose elegido su localización por los hermosos paisajes que la rodean, la facilidad de los recursos y su cercanía con Madrid.
    Dicho palacio forma parte de la lista de patrimonios en España, pero antes de dirigirnos directamente a él, Henar me llevó a otro lúgubre pero magnífico lugar que también vale la pena visitar

    A 50 km al oeste de Madrid se encuentra el Valle de los Caídos. Donde comienza el ascenso por la Sierra Guadarrama, emplazado en las montañas, se alza este nuevo y monumental complejo, cuyo aspecto, confieso, puede ser un poco lúgubre en un principio
    No obstante, y antes de saber cualquier cosa sobre su historia, lo primero que hice al llegar fue disfrutar de las amplias y hermosas vistas que desde allí arriba tenía del valle entero

    Nos habíamos adentrado en una vasta zona boscosa, donde el follaje apenas dejaba al descubierto algunas de las construcciones a nuestros pies. Y un día soleado y despejado nos acompañaría en nuestra jornada.
    La panorámica se ofrecía desde una inmensa explanada, poco asediada por turistas en ese entonces. En lo alto de las escalinatas, y prácticamente cavado en una cueva de la montaña, entramos a una basílica. Sí, una iglesia cavada en la piedra de una colina 
    La basílica forma parte de un complejo católico mandado a construir nada más y nada menos que por el general Francisco Franco. Para los que poco sepan sobre la historia ibérica, Franco fue el militar español que llevó a cabo el golpe de Estado contra la República en 1936, dando inicio a la sangrienta Guerra Civil española y, a su victoria, a una dictadura fascista que ensombrecería al país hasta la década de los 70s
    Fue precisamente al final de esa guerra, en 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, cuando Franco mandó a edificar este complejo en memoria de los caídos durante la batalla, lo que incluía miembros de ambos bandos.
    Sin embargo, hoy no muchos españoles ven con buenos ojos a esta maravilla arquitectónica, pues fue erigida por las manos de prisioneros políticos, oprimidos por el nuevo régimen militar  Además, dentro de su capilla está la tumba real del general Franco, custodiada por cuatro arcángeles que sombríamente yacen en lo alto de las columnas.

    Así, visitar constantemente el complejo del Valle, especialmente durante el aniversario luctuoso de franco, puede ser visto por el pueblo como un acto de conservadurismo franquista.

    No hace falta decir lo tétrico que luce la nave central del templo, que a falta de luz solar por su peculiar ubicación, se ilumina solo por tenues lámparas y algunas velas de los fieles y residentes

    La parte exterior, sin embargo, dona una vista bastante más amigable. La cumbre de la colina es poseedora de la cruz cristiana más grande del mundo, vigilada celosamente por estatuas de piedra a sus pies que se difunden con el ocre de la montaña.

    Bajo ella, se encuentra la hostería y el claustro del recinto, acotada con arcos por ambos extremos que encierran en un rectángulo a un verde y armónico jardín.

    En la parte posterior del risco aparece la otra entrada al monasterio, encuadrada por la punta de la montaña y la monumental cruz que se enmarcaba en un despejado cielo azul.

    El funesto escenario, trono de asesinatos, crímenes de guerra y Estado, quedó atrás entretanto nos desvanecíamos entre el boscaje, espesura que enmarcaba al resto de la autovía que nos llevó directamente, a tan solo 8 km al sur, hasta el poblado de San Lorenzo de El Escorial.

    Allí, el clima se tornó menos soleado, cubriendo el cielo de nubes uniformes y templando las temperaturas.
    Prontamente, la pequeña localidad, en las verdes alturas de la Guadarrama, aduló todos mis sentidos con su espectacular belleza
    Las pulcras y vacías calles del pueblo se engalanaban todas con la delicada textura de los árboles y sus hojas multicolores, que caían poco a poco para cubrir las vías y las aceras

    Los barrotes y las lámparas de faroles que delineaban el camino me llevaban andando bajo un techo otoñal de ensueño que por primera vez vivía (aunque claro, todavía era verano).

    Cada ángulo donde me posara me regalaba una postal tan deseada que no podía esperar a que el verdadero otoño arribara a España, deseando que sus rojizos tonos fuesen iguales de norte a sur

    Donde terminaba el follaje se emplazaba la magnificencia de la ciudad en todo su esplendor: el Monasterio de El Escorial.

    Aquella enorme estructura fue mandada a construir por el rey Felipe II en el siglo XVI, siendo una de las más importantes y lustres obras arquitectónicas renacentistas de la península y de Europa.
    Su innegable galanura le costó ser conocida como la octava maravilla del mundo por muchos años y, hoy, ostentar el título de Patrimonio de la Humanidad junto con el Valle de los Caídos.

    Pero no se trata de un simple monasterio católico. En su larga extensión de tierra alberga, además de la abadía, un aparatoso palacio que fungió como residencia de varios monarcas españoles; una basílica, una biblioteca y un panteón

    Por supuesto, su exterior está cubierto por elegantes jardines simétricos que rodean al edificio en una forma de L, tras los cuales da comienzo una larga explanada verde que solía ser la casa y área de recreo del príncipe Carlos IV y de su hermano menor.

    El exterior de todo el palacio es simplemente cautivante Su austeridad, escasa decoración, juego de formas geométricas perfectas y voluminosas no dejan lugar a dudas de por qué a partir de él se creó una nueva corriente arquitectónica en el Renacimiento español, llamado estilo herreriano o escurialense.

    La visita al palacio, que hoy se ostenta como museo, estaba entonces ya cerrada al público. Pero Henar y yo pudimos visitar el patio interior del complejo, al que una fachada con elementos ya bastante neoclásicos nos dio la bienvenida.

    El patio cuadrangular se rodeaba por arcos de medio punto en su lado este y tejados flamencos de tonos azulados. Pero su principal proeza era ser el acceso directo a la gran basílica, protegida por sus dos torres campanario y adornada por una fachada clásica italiana.

    Dentro de ella, Henar me mostró un singular fenómeno. En uno de sus cuartos, con un techo de cúpula semicircular, nos paramos cada uno en una esquina opuesta. Por supuesto, la gran distancia entre ambos vértices no nos permitía escuchar la voz del otro. Pero al poner nuestros cuerpos con cara hacia la pared, muy, muy pegados a la pared, podíamos oír claramente nuestras voces, a pesar del ruido ambiente que generaba el resto de los visitantes
    Esto ocurría por la forma en que se alzaban los pilares y la cúpula, por donde el sonido viajaba como una especie de teléfono de piedra… una vez más la magia de la acústica me sorprendió
    De vuelta en la entrada del palacio, una escalera circular nos llevó a la segunda planta del edificio, donde accedimos a una de las maravillas más preciadas del monasterio: su biblioteca.
    Viejos y enormes estantes de madera poseían una infinidad de libros, cuyas portadas parecían sacadas de cuentos y películas épicas: petulantes y gruesas caras adornadas con tipografías excesivas tejidas en hilos de oro tan delicadas que no se nos permitía tocar.
    Algunos libros se hallaban abiertos sobre las mesas para que pudiéramos ver cómo lucían aquellas obras maestras antes de que la imprenta fuera inventada por Gutenberg. Lamentablemente, tomar fotografías estaba estrictamente prohibido para no dañar el material.

    Vista del patio desde la biblioteca
    Por si tal conjunto de piezas no fuese suficiente, el techo interior contaba con una pintura al óleo que representaba las siete artes liberales de aquellos tiempos: retórica, dialéctica, música, gramática, aritmética, geometría y astrología.
    El enorme catálogo de libros fue un arduo trabajo de recolección que se convirtió en la más importante de toda España, albergando volúmenes de todas las ramas del saber humano, lo que convierte al Monasterio en un combo perfecto que va más allá de la religión, pues fusiona a la monarquía, a la ciencia y a la cultura con el cristianismo

    Esto y la impecable naturaleza que rodea al Escorial hicieron de mi corta visita una postal memorable para mi colección de viajes por España, misma que me despidió con un colorido atardecer de colores pastel

    Meses después podría volver para guiar la visita de mi familia por la singular villa, esta vez en un frío invierno del cual pueden ver más fotos en el siguiente álbum:
  25. AlexMexico
    Después de la primera y helada noche en Granada, tras un día entero de recorrer su centro histórico durante el Día de Todos los Santos (lo equivalente al Día de los Muertos en México) mi susto por planear escasamente el viaje en una temporada alta había pasado.
    Henar y Alex habían sido quienes me habían invitado, y con quienes había viajado desde Madrid. Mas poco sabían de la enorme lista de espera que genera visitar el principal atractivo de la ciudad, que resulta ser el más visitado de toda España. De tal suerte que arribamos a Granada sin boletos para acudir a la Alhambra, mientras la totalidad de la metrópoli se hallaba atestada de turistas por el puente vacacional
    Pero la fortuna nos sonrió, y un día antes conseguimos tres pases en un dispensador de una tienda local
    Así, me levanté en el que sería mi último día en la perla del sur español con todo el ánimo del mundo. Tomé una ducha y un ligero desayuno en el piso de Sergio (un primo de Henar que nos había dejado todo el apartamento a nuestra disposición).
    Pero Henar y Alex no parecían tener el mismo entusiasmo que yo Había olvidado por algunos minutos lo que para Henar significaba levantarse temprano  Aquello era casi sinónimo del ahorita mexicano (un periodo de tiempo prácticamente desconocido) que ella había conocido un año atrás.
    Ambas se habían desvelado charlando en el balcón, y las cálidas sábanas parecían no dejarlas mover un solo músculo
    Comenzaba a desesperar. Y es que la demanda turística es tan fuerte que el Patronato de la Alhambra controla a la perfección el acceso limitado de personas por día al monumento, con el fin de conservarlo en buen estado. De esta forma, el horario indicado en el boleto es el único horario en que se puede ingresar al recinto. Y si no estaba a las 10 a.m. en la entrada, jamás me perdonaría haber perdido mi oportunidad de verlo con mis propios ojos
    Así que Henar no quiso mentir, y me invitó a acudir yo solo, en vista de lo poco probable que era que con ellas llegase temprano Intentaría vender sus boletos a alguna pareja que encontrase y así recuperar algo del dinero.
    Y con mi cámara y tres tickets en mi mochila comencé a caminar rumbo al este de la ciudad. La mañana era soleada y parecía que Granada me ofrecería hermosos paisajes aquel día

    Caminando por Granada
    La Alhambra se emplaza en lo alto de una colina al oriente de la mancha urbana, justo al sur del distrito del Albaicín, desde donde un día antes había tenido perfectas vistas nocturnas del complejo

    Vista nocturna de la Alhambra desde el Sacromonte, Albaicín
    Y desde el Paseo de los Tristes, una hermosa avenida al pie del cerro donde me topé con un bailarín de flamenco, tomé un largo y empinado sendero cuesta arriba, que lleva directo hasta la Alhambra.

    Existen dos entradas para los visitantes, una libre y otra de paga. La libre permite acceder solamente a los pasillos exteriores y apreciar los monumentos desde fuera. Es por la de paga donde se permite el acceso a cada uno de los múltiples componentes del recinto.
    La Alhambra es una especie de ciudadela, llamada ciudad palatina. Esto quiere decir que, más allá de un solo palacio, es una ciudad en sí, con calles, bloques, edificios y una muralla que la rodea.
    Aunque se estima que en aquella colina se habían erigido ya algunas construcciones en tiempos de los romanos, fueron los musulmanes quienes dieron forma a este monumental Patrimonio de la Humanidad.
    La ciudad de Granada tiene una larga e interesante historia. Es una ciudad que ha sido habitada por numerosos grupos étnicos, desde los romanos y visigodos hasta los gitanos y pueblos cristianos. Pero es indudable la potencial presencia árabe que ha dado pie a buena parte de su identidad, misma que ha influido al resto de España y de todos los países hispanos.
    Tras la invasión de la península ibérica en manos de los moros, se creó el Emirato de Córdoba (posterior Califato de Córdoba) que finalmente se dividió en varios reinos islámicos llamados taifas después de una guerra civil. Uno de ellos fue el Reino de Granada, dominado desde el siglo XIII por la dinastía nazarí.
    Fue durante el Reino Nazarí, específicamente con su fundador, Muhammad I Al-Ahmar, que los sultanes deciden retomar las ruinas de esta vieja colina y erigir allí lo que sería su hogar por las próximas décadas. Y vaya hogar que se montaban aquellos reyes.
    En la punta sur de la ciudadela se halla el pabellón de acceso, bastante bien controlado por guardias de seguridad con un escáner automático, y donde se ofrece todo tipo de información turística. Allí conseguí que dos australianos pagaran 10 euros cada uno por los tickets que Henar y Alex no usaron (el precio normal fue de 14 euros).
    Y con un poco de plata restaurada ingresé primeramente a los jardines del Generalife.
    No es de extrañarse que con siete siglos de presencia en la península ibérica los musulmanes hayan creado espacios de recreo tan dignos como los mismos jardines ingleses o los aposentos de María Antonieta en Francia

    Entrada al Generalife
    Lo sorprendente es la delicadeza y el exquisito gusto que los mismos tenían en la temprana Edad Media. Y es que el Generalife como hacienda de esparcimiento fue mandado a construir a partir del siglo XII.
    Los sultanes nazaríes se creían más que merecedores de un simétrico y arbolado espacio donde pudiesen despejar sus mentes de las obligaciones que gobernar un reino implican. Y el Generalife, al este de la Alhambra, tenía todo para satisfacerlos

    Huertos, jardines ornamentales, patios, torres, edificios, fuentes, paseos cipreses… No es necesario ser miembro de la realiza para sentirse halagado con algo tan refinadamente confeccionado

    Y el pequeño laberinto vergel y fuentes que reciben al turista en el auditorio de ingreso no es lo más asombroso que el Generalife se tiene guardado. El acceso a la parte más alta del Palacio del Generalife, que aún se mantiene en pie, ofrece un primer acercamiento al recinto de la Alhambra.

    Vista desde el Palacio del Generalife
    Y más allá de este palacio los patios y jardines siguen apareciendo en lo alto de la colina, donde los restos arqueológicos sirven de miradores. Y su nombre, el mirador romántico, es simplemente la denominación perfecta

    Una magnífica vista del ala norte de la ciudadela, segunda parada tras descansar un poco los pies
    Volví al pabellón principal, donde una pequeña puerta medieval me dio el acceso al complejo de la Alhambra, totalmente bordeada por su antigua muralla.
    Los primeros metros al sur de la ciudadela están repletos de restos arqueológicos y pequeños jardines que nos dan una remota idea de cómo se constituía aquel lugar hace siete siglos.
    Pronto aparece el Convento de San Francisco, que hoy se ostenta como un Parador Turístico. Solía ser una casa andalusí, pero fue convertida en convento tras la Toma de Granada por los Reyes Católicos en 1492.

    Convento de San Francisco
    Más adelante me topé con una capilla, Santa María de la Alhambra. Algo curioso en ella fue descubrir un cuadro de la Virgen de Guadalupe en su interior (virgen mayormente venerada en México).

    Hasta ahora, la Alhambra no parecía ser el palacio árabe del que todos hablaban, con tantos elementos cristianos en su interior Pero debía comprender que aquel sitio dejó de ser meramente islámico hacía ya cinco siglos. Y el enorme Palacio de Carlos V también me lo comprobó.

    En la parte occidental la ciudadela se yergue este castillo de base cuadrada que denota una de las principales construcciones renacentistas de España.

    Palacio de Carlos V
    Claro está, fue mandado a construir por el Rey Carlos V para él y su esposa Isabel de Portugal. Su enclave en el centro de la Alhambra simbolizó el triunfo de la cristiandad sobre el islamismo, y cambió para siempre la configuración urbanística del recinto.
    Su fachada completamente renacentista contrasta con su interior que parece transportarnos a la época romana, con un gigantesco patio circular delimitado por columnas grecorromanas, de cuyas puertas parecía que habrían de salir leones de su jaula

    Hoy en su interior existe un Museo de Bellas Artes y una sala de exposiciones temporales.
    Detrás del palacio me topé con la excepcional figura de una puerta que, ahora sí, parecía ser árabe La Puerta del vino, así como el resto de sus hermanas, permitían el acceso a todo el complejo de la Alhambra en la antigüedad. Y caminar por sus exquisitamente talladas paredes es algo que no tiene ningún precio

    Fue momento entonces de dirigirme a la joya de la Alhambra: los Palacios Nazaríes.
    En la línea septentrional del complejo se mantienen todavía en pie (menos mal) algunos de los grandes palacios que fueron mandados a construir por los sultanes nazaríes como su residencia personal en el reino, además de haber servido como sede de la corte y funciones administrativas.
    Hay dos principales palacios construidos en distintas épocas: el Palacio de Comares y el Palacio de los Leones. El primero al que se puede acceder por la puerta de los jardines es el Palacio de Comares.

    Entrada a los Palacios Nazaríes
    Yusuf I fue el encargado de erigir este magnífico aposento, que me dio la bienvenida con una bella fachada bañada en oro en el llamado Cuarto Dorado.

    Fachada del Palacio de Comares
    Lo ostentoso de la arquitectura de los nazaríes no quedaba explayada del todo con esa detallada pared brillante. Al cruzarla pude acceder al delicioso y escultural Patio de los Arrayanes. ¿Qué tiene de peculiar? La alberca que se posa en medio.

    El agua fue un elemento importante que los arquitectos de la Alhambra siempre tomaron en cuenta a la hora de confeccionarla. Pero el reflejo de ese estanque bajo la Torre de Comares y los arrayanes plantados en sus orillas es simplemente mágico, y no por nada constituye quizá la fotografía más simbólica de la Alhambra
    La torre sirvió como un salón de embajadores adornada con frases del Corán y alabanzas a Dios. Pero un pequeño pasillo al extremo sur del patio comunica con el contiguo Palacio de los Leones, que sirvió de residencia a los sultanes.

    Pasillo al Palacio de los Leones
    Fue mandado a construir por Muhammad V, quien también quiso integrar la arquitectura con el agua, siendo la función de la famosa Fuente de los Leones repartir el agua a todo el palacio.

    Patio de los Leones
    Algo curioso de este patio es que la fuente es de las pocas esculturas de animales que existen en el arte islámico pues el Corán reprueba representar cualquier ser animado, de la misma forma en que se prohíbe representar a Mahoma.
    El patio se rodea de una galería repleta de bellas columnas de mármol decoradas hasta en su más mínimo detalle  

    Si para entonces pensaba que el arte barroco involucraba demasiados detalles en su arquitectura es porque no había sido testigo de lo elaborado que el arte islámico es

    Al lado norte del patio pudimos acceder a un hermoso mirador que pudo haber sido utilizado como tocador de la reina de Portugal. Fuese o no verdad, me dio maravillosas vistas del barrio del Albaicín.

    Y al oriente, el majestuoso Partal se dejó ver en lo alto de la montaña.

    Esta edificación fungió como residencia del sultán Yusuf III, y hoy conserva una maravillosa estructura al norte de la colina.

    Una alberca de espejo, un jardín ornamental, un palacio y una torre de vigilancia conforman otra hermosa postal de la Alhambra que contrasta mágicamente con el resto de las peculiares construcciones granadinas
    Mi última parada fue al oeste de la colina, en la Alcazaba, una de las construcciones más antiguas de la Alhambra.

    La Alcazaba fue la zona militar encargada del resguardo y defensa de la ciudadela y fue constituida a lo largo del siglo XI.

    Esta parte del complejo es la que más no recordaría al concepto típico de castillo europeo, como una alta fortaleza con una Torre del Homenaje en su punto más álgido.

    Es, sin embargo, desde la Torre de la Vela, la más occidental de todas, de donde se tienen vistas maravillosas del centro de Granada

    Centro de Granada, con su catedral
    Un cuarteto de banderas ondeaban en lo alto de la torre, poniendo en manifiesto la evolución que aquella vieja ciudad había vivido durante tantos siglos.

    De la bandera de Granada y de Andalucía hasta la bandera de España y de la Unión Europea, Granada es hoy lo que es gracias a los años de su magnífica y pluricultural historia, que la vuelven la capital perfecta para estudiantes y turistas que desean conocer en un mismo lugar lo que europeos, musulmanes y gitanos pueden ofrecer.
    Granada fue el último lugar de toda la península con presencia de musulmanes, y el año de su caída (1492, que coincide con la caída de Constantinopla) marca el final de toda una era, la Edad Media. A partir de aquí, se unificarían todos los reinos cristianos de lo que hoy es España en manos de los Reyes Católicos, daría comienzo la Era Moderna con el Renacimiento de las ciencias, las artes, el conocimiento y con las conquistas europeas del continente americano.
    Granada es todo un símbolo mundial que merece ser visitado. No solo para deleitarse entre sus callejuelas, sus tapas y su flamenco, sino para comprender lo que su historia y lo que su asombrosa Alhambra representan: la unión de las culturas y el principio y fin de toda una era.
    No había mejor manera de despedirme de Granada que fotografiándola desde su majestuosa Alhambra, a donde meses después el viento me llevaría de vuelta

    Pueden ver todas las fotos de Granada en estos álbumes:
     
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