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AlexMexico

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Relatos publicado por AlexMexico

  1. AlexMexico
    Concluidas las fiestas decembrinas y consumado el 2014, mi viaje se había atajado por numerosos días en la ciudad de Salta “la linda”, con la excelente compañía de mi couch Gustavo y sus amigos.
     
    Desde mi arribo al apartamento de Guti, supe de su pertenencia a algunos clanes sociales, que se hacía notar entre otras cosas, por su norma de entrar descalzo a casa, por su colección de figuras hinduistas y por su persistente dieta vegetariana.
     
    Uno de los grupos también incluía a un círculo de alpinistas, con los que Guti me había contado que pronto realizaría una expedición para subir a la cima del Nevado de Cachi. Llevaba ya varios días preparándose alimentaria y físicamente para la dura hazaña, a la cual partió justo el tercer día del recién iniciado año.
     
    Joaquín, escasamente experimentado en el montañismo, decidió que se quedaría en Salta hasta principios de febrero, y me había externado su deseo de hacer un pequeño viaje por las tierras del norte, las cuales había conocido desde pequeño, pero ahora era poco capaz de recordar.
     
    Al escuchar esto, Flor, Luchi y Alejandrina nos propusieron a ambos hacer juntos un road trip, a quienes apetecía algunos días lejos de la ciudad y tener un contacto más profundo con la naturaleza que empapaba los heterogéneos suelos de su provincia.
     
    Así, una noche antes de que Guti dejara Salta, creamos un grupo en whatsapp donde organizamos un improvisado plan para la mañana siguiente. Sin saber exactamente nuestro destino, armamos una pequeña maleta con cosas universales que necesitaríamos, fuese cual fuese nuestra parada. Y con algo de comida, agua y nuestras tiendas de campaña, partimos algo apretujados en el coche de Ale, mientras me regocijaba en la ironía del destino, que me había reunido en un viaje con los amigos de mi host, más no con él
     
    Entretanto tomamos la carretera al sur, discutíamos cuál sería una mejor escala: el pueblo de Cachi o el de Cafayate. Ambos pequeñas poblaciones vitivinícolas con espíritus de pueblos mágicos (denominación mexicana para los pueblos que han conservado su riqueza cultural y representan orgullosamente a la zona que le corresponde).
     
    Debíamos elegir pronto, pues la ruta se bifurcaría con ambas opciones a lados opuestos. Debido al malogrado estado de la carretera hacia Cachi, que se componía casi en su totalidad por ripio, optamos por una ruta más cómoda hacia Cafayate.
     
    Alejandrina nos había platicado sobre el Chorro de Alemanía, una caída de agua que pintaba ser un oasis paradisíaco. Para llegar, se debía hacer una larga caminata a través de una quebrada, pero parecía que valdría la pena. Después de todo, aventura y trekking es lo que buscábamos desde el principio
     
    Cuando el letrero que anunciaba Alemanía apareció en la ruta, nos detuvimos sin pensarlo. Pero las cosas no eran como habíamos pensado: no parecía haber ningún pueblo físico que ostentara tal nombre Todo indicaba que se trataba de una comunidad fantasma, donde incluso los edificios habían desaparecido.
     
    No obstante, preguntamos a algunas personas en un puesto de artesanías si conocían El Chorro, a lo cual nos indicaron el camino a seguir. Pedimos estacionar el coche allí y preparamos nuestras cosas para partir. Aún así, no sabíamos qué tan larga sería la caminata, por lo cual decidimos coger nuestras carpas y comida para pasar la noche.
     
    Después de caminar algunos metros llegamos a un pequeño camping, donde decidimos que sería mejor aparcar el carro. Mientras esperábamos a que Ale fuese por él, hicimos plática con una familia que había ya visitado la cascada.
     
    Al contarles que nosotros apenas nos aventurábamos hacia allá, nos miraron consternados. El camino hasta la caída era casi de 3 horas bajo un intenso sol, del cual no había sombra tras la cual resguardarse. No había un sendero específico, pues había que seguir una quebrada empinada que era serpenteada por un río en su parte baja. Se debía caminar ligero, sin mucho peso pero con abundante agua. Era todo lo contrario a lo que nosotros estábamos por hacer, cargando nuestras carpas y una bolsa de comida.
     
    Sumado a esto, no era nada recomendable acampar allí, pues no existían muchos sitios planos a excepción de la riviera. Además, las lluvias eran comunes a inicios del verano, y en caso de una de ellas, el río podría acrecentar su nivel en minutos, arriesgando las tiendas en su orilla a caer al agua de forma estrepitosa. Sin mencionar que no había personas a muchos kilómetros a la redonda que pudiesen auxiliarnos
     
    Con todo lo dicho, nuestro semblante cambió repentinamente. No teníamos una idea de lo que estábamos haciendo ni a qué nos enfrentábamos. Sin saber si los cuentos eran exagerados y como era sabido que muy cerca de Cafayate yacía otro grupo de cascadas de más fácil acceso, abortamos la misión y decidimos seguir por la ruta
     
    Cuando Alejandrina volvió con el coche le contamos lo sucedido. Luego de acomodar las cosas en la cajuela y luciendo un poco sobajados, retornamos a la autopista rumbo a Cafayate.
     
    Intentamos no desilusionarnos mucho por la forma en que nuestro road trip había comenzado Pero aquellas expresiones desalentadas pronto se transformaron con la ayuda de la música y la comida. Pero sobre todo, con la aparición de la Quebrada de las Conchas frente al parabrisas
     
    Si no me había sorprendido ya lo suficiente con los maravillosos paisajes de la Quebrada de Humahuaca en Jujuy, los brillantes monolitos que se posaban a ambos lados de la Ruta 68 me transportarían por primera vez a una película de ficción en el planeta Marte.
     


     
    Los intensos rayos del sol que rebotaban en las paredes de roca lograban casi penetrar sobre mis gafas oscuras. Pedí con mucho entusiasmo a Alejandrina que se detuviera para hacer alguna fotografía. Pero quiso reservar la escala para una maravilla geológica en especial: la Garganta del Diablo.
     
    Cuantiosos automóviles se encontraban aparcados al lado de la carretera, y la bienvenida la daban, como de costumbre, los vendedores ambulantes que ofrecían artesanías andinas. Tan solo bastó con caminar unos metros para dejarnos tragar por aquella gigantesca boca al infierno
     


     
    Estábamos entrando a un macizo de rojizos colores que parecía ser un Uluru tallado por una espátula (o más bien un trinche), exhibiendo una increíble formación geológica angosta en su principio y ancha y redonda en su final.
     
    Las sublimes y perfectas curvas que moldeaban su interior eran tan mágicas a la vista como ásperas al tacto. Y con la intención de ver la campanilla en su interior nos adentramos en sus empinadas y pequeñas colinas.
     
     


     
     
    No fue tan simple subir las escaleras de roca, pues hacían resbalar a nuestros zapatos muy fácilmente. Pero sujetando nuestras manos con las del otro logramos escalar poco a poco hasta lo más profundo de la garganta.
     
    La inclinación de la pendiente al fondo de la formación nos impidió tomar fotos desde su núcleo, pero el solo hecho de hallarme dentro de ese soberbio labrado natural me hizo más que feliz
     
     


     
     
    Luego de algunas fotografías bajamos con mucho cuidado para ser escupidos por el diablo, mientras le dábamos las gracias por tan gloriosa postal
     
    Y caminando de vuelta al coche, escuché una voz que gritaba mi nombre. Eran Rocío y Nico, quienes al igual que yo, habían emprendido un viaje hacia Cafayate con su tía Fedra y su amiga Mariana. Apenas entraban a la Garganta del Diablo, y quedé de verlos una vez que llegáramos al pueblo.
     
    Continuamos el trayecto hacia el sur mientras nos abríamos paso entre las praderas áridas que resemblaban a Arizona y su Gran Cañón. Debo confesar que es uno de los paisajes más maravillosos que me ha tocado ver en una carretera.
     


     
    Llegamos a Cafayate ya casi a la hora de comer. Lo primero por hacer fue buscar un camping donde pasar la noche. Nos habían recomendado algunos al final del pueblo, pero resultaron estar llenos y no ser tan baratos como habíamos imaginado.
     
    Después de algunas vueltas decidimos volver a la entrada de la ciudad, donde además de un camping había un balneario bastante chulo justo al lado
     
    Alzamos las carpas y desempacamos tan pronto como pudimos. El calor sofocaba nuestros cuerpos y nos moríamos de ganas por darnos un chapuzón en aquella gigantesca y refrescante pileta.
     
    Algo que me seguía sorprendiendo de mi estadía en Argentina era lo fácil y conveniente que era hallar campings en todo lugar. En algunos casos, hasta el municipio patrocina sus propios campings, con precios baratos que incluyen todos los servicios en solidaridad con los viajeros de poco presupuesto. Ahora comprendía por qué todos los argentinos suelen cargar con su carpa
     
    Nos pusimos nuestros trajes de baño (o mallas como dicen los argentinos) y cogimos nuestras toallas. La entrada al balneario costó unos 10 pesos que mucho valieron la pena en un día tan caluroso como aquel
     
    Mientras tomaba el sol, Nico y Rocío aparecieron junto a la alberca junto con su tía Fedra y Mariana. Así que decidí unírmeles con unos mates y un cigarrillo para entablar una buena charla.
     
    Después de poder relajarnos lo necesario en el agua y de haber comido algunos bocadillos pequeños, volvimos al campamento por ropa seca. Era momento de recorrer un poco el pueblo.
     


     
    Cafayate es la capital del departamento homónimo. No es una ciudad muy vieja si se le compara con otras cuya fundación data de la época virreinal. No obstante, ostenta una figura importante al ser uno de los principales productores de vino de la zona y de toda Argentina.
     
    De hecho, desde antes de llegar al pueblo, enormes viñedos aparecen repentinamente a las orillas de la ruta. Nunca antes había visto tal extensión de la vid, puesto que en México poco vino se produce (y consume).
     
    Nos dirigimos pues a la plaza central, un cuadrilátero repleto de pasto y árboles que soplaban un fresco viento suficientemente apaciguador para el calor veraniego.
     
    Alrededor del zócalo estaban la catedral de Cafayate, mercadillos de artesanías y comida y múltiples negocios locales. En ellos, aprovechamos para probar la variedad inmensa de vinos artesanales fabricados por los lugareños.
     


     
    Debo confesar que antes de llegar a Argentina no era precisamente un fanático del vino. Aún cuando pasé seis meses en España, solía beber más sangría que el vino solo. Pero la degustación que aquel día se dio mi paladar fue suficiente para contrarrestar mi antigua necedad
     


     
    En el mercado de artesanías había innumerables piezas de barro, instrumentos musicales y, por supuesto, vasos de mate, que no dudé en comprar para llevar conmigo a México.
     


     
    Las caminatas y el cansancio provocado por el agua nos obligaron a recostarnos un rato en el pasto, donde mientras Luchi hacía posiciones de yoga para estirar su cuerpo, Ale, Joaquín, Flor y yo nos servíamos la hierba para una ronda más de mate, acompañados por el ahora infaltable juego del truco
     


     
    Fue entonces cuando descubrí que no todas las hierbas son iguales, pues algunas son más amargas que otras (lo cual me había causado un cierto desagrado inicial hacia el mate). Pero algunos son más astutos, como Alejandrina, quien cargaba una botella de endulzante artificial, que con unas pocas gotas alivianaba el áspero sabor.
     


     
    La noche cayó en Cafayate e iluminó sus modestos edificios. El hambre nos atacó nuevamente y nos arrastró a una calle más retirada, lejos de los puestos turísticos. Luchi sabía de un lugar que vendía las mejores empanadas del pueblo.
     
    Parecía que no se había equivocado La suave textura de la masa que envolvía el jugoso guiso de carne molida, con el toque perfecto que una salsa de ají le añadió, sosegó nuestro apetito.
     


     
    Volvimos al camping para tomar un baño nocturno y relajarnos en las tiendas. Y para arrullar nuestro sueño no hubo nada mejor que la botella de vino que Ale decidió comprar. Si antes el vino tinto no era del todo de mi agrado, el vino blanco me causaba mucha menor apetencia. Pero un simple hielo dentro del vaso flotando en la superficie de la burbujéate bebida rosada me bastó para cambiar de opinión
     
    Gracias a las recomendaciones de nuestros vecinos habíamos decidido visitar al otro día las Cascadas del Río Colorado, mejor conocidas como las Siete Cascadas. Así que dormiríamos como bebés para estar bien preparados.
     
    Pueden ver las fotos completas en el siguiente álbum:
     
     
  2. AlexMexico
    Aislado del frío y cubierto de pies a cabeza en mi saco de dormir, todavía me encontraba a las afueras de Susques, el último pueblo de la Ruta 52 de Argentina antes de llegar a la frontera con Chile. Y antes de que mi alarma tuviera la oportunidad de sonar, los faros frontales y el ruido del motor de los camiones que pasaban frente a nuestra tienda de campaña nos despertaron estrepitosamente, cuando el sol todavía no se asomaba por el este.
     
    Eran poco más de las 5 de la mañana, y tras un salto desde el suelo pensé: ¡Los trailers se están marchando! Habíamos acampado junto a la salida de los camiones para al levantarnos pedir a uno por uno si nos podían llevar hasta el paso fronterizo. Pero al parecer, debimos haber madrugar todavía más
     
    Rápidamente desperté a Max, quien pronto envolvió su sleeping bag y empacó todas sus cosas. Sacamos nuestro equipaje de la tienda y, mientras yo la desmontaba, le pedí a Max que intentara detener a alguno de los conductores que salían del pueblo, o que hablara con alguno de los que todavía no se iban. Para cuando terminé, él volvió con malas noticias: ninguno estaba dispuesto a llevarnos Yo me mantuve sereno y positivo: son muchos camiones, alguno debe llevarnos.
     
    Nos vimos expuestos a la intemperie en medio de la helada madrugada. E irónicamente, ahora ningún camión parecía salir en dirección oeste. Decidimos abrir de nuevo nuestros sacos de dormir para cubrirnos del clima, y envueltos cual esquimales, aguardamos con esperanzas la salvación de uno de los choferes. Pasaron varios minutos. De vez en cuando algún coche particular o alguno de carga aparecía detrás de la curva de la autopista, lo que nos daba tiempo para posarnos junto a ella y levantar el dedo. Pero seguía muy oscuro, y difícilmente alguien pararía por nosotros
     
    Cuando casi caímos dormidos allí, un camión me deslumbró con sus luces, que prendió estacionado justo a la salida del pueblo. Con esperanzas, me aproximé a buscar al conductor y preguntarle… El sujeto estaba sentado y jugando con su celular. Parecía muy amable. Le conté nuestro penoso caso y encendió el motor. Los puedo dejar en el Paso de Jama, y de ahí cruzan la frontera solos— me dijo Al parecer, él y otros muchos camioneros no tenían los permisos para cruzar, sólo para descargar allí. Sin hesitar demasiado, le dije que esperara por nosotros y corrí hacia Max, quien se percató de la buena noticia y cogió nuestras maletas.
     
    No podíamos creer que hubiésemos conseguido un ride tan pronto, después de las largas jornadas de espera que habíamos pasado el día anterior Llegando al Paso de Jama, todos los conductores que cruzaran hacia Chile debían llegar obligatoriamente a San Pedro de Atacama, y sin duda, uno de esos cientos de automóviles tendría espacio para uno de nosotros dos. El plan no podía ser mejor. O eso creíamos….
     
    Entre el sueño y el regocijo, yo me ubiqué en la parte trasera de la cabina y Max se quedó en el asiento del copiloto. Como él no hablaba muy bien el español, decidí hacerle plática al chofer, quien era originario de un pueblo del norte de Argentina.
    Comenzamos a avanzar por los últimos kilómetros de la Ruta 52, mientras el camión subía y bajaba cuestas por la bien asfaltada carretera ondulada. A ambas orillas, maravillosos paisajes se abrían paso ante los rayos del sol que poco a poco iluminaban la meseta de la Puna de Atacama, que si bien poco escarpada y accidentada, no dejaba de ascendernos a un par de miles de metros sobre el nivel del mar.
     


     
    La orografía circundante nos mostraba montes poco elevados sobre el nivel del altiplano, cubiertos menguadamente por pastos y arbustos secos.
     


     
    Otro solitario camión es lo único que avistábamos en movimiento alrededor nuestro. A lo lejos, las montañas andinas vigilaban las lagunas alcalinas y los salares, típicos de este tipo de ecosistema volcánico intermontañoso. Si hubiera tenido el tiempo suficiente, me hubiera tomado unas horas para alejarme hacia las lagunas y avistar a los flamencos rosados, que suelen vivir en estos cuerpos de agua salados.
     


     
    Abrí la bolsa de cereales y saqué los dos plátanos restantes para tener algo en el estómago. Nos sentimos seguros de poder acabarnos los víveres, pues estábamos a punto de cruzar a Chile y al fin podríamos gastar nuestro dinero
     
    El hombre manejó lentamente a lo largo de 120 km por más de 2 horas, hasta que por fin llegamos Estábamos en el famoso Paso de Jama, último sitio a 4230 metros de altura antes de cruzar hacia Chile.
     
    Ya pasaban de las 8 am, y la oficina de migración y la aduana habían apenas comenzado a laborar. El chofer aparcó detrás de una larga fila de camiones que se aglutinaban frente a la gendarmería. Nos dijo que con gusto nos llevaría hasta Atacama, pero que no tenía el permiso de cruzar. Con entusiasmo le dimos las gracias y bajamos del coche. La mañana era bastante fría, a pesar de lo despejado que estaba el cielo.
     
    Nos abrigamos bien nuevamente y caminamos hacia la entrada del recinto migratorio, el cual sinceramente me imaginaba más grande y bullicioso. Constaba de una gasolinera y una tienda-restaurante del lado argentino; una caseta de revisión, la gendarmería, las oficinas de migración, las aduanas, dos estacionamientos y un edificio del gobierno de Chile.
     
    Caminando, pasamos la gendarmería como si nada. Llegamos a la oficina de migración pero no encontrábamos la entrada, así que regresamos a buscar al oficial de la caseta para preguntarle.
     
    El gendarme nos dijo que para cruzar, necesitábamos obligatoriamente hacerlo a bordo de un vehículo, aunque fuera una bicicleta. El gobierno chileno no nos permitiría pasar caminando, pues sabían que después de la frontera no había más que kilómetros y kilómetros de un asesino desierto de altura, y no podían correr el riesgo de que nos pasara algo y ellos fueran los responsables
     
    Por tanto, el objetivo era conseguir un nuevo ride (el cual de todas formas tendríamos que conseguir) para registrarnos en la oficina de migración y seguir nuestro camino. La diferencia es que tendríamos que hacerlo antes de que los conductores pasaran la frontera, es decir, del lado argentino.
     
    Nos dirigimos al estacionamiento, donde había un escaso número de autos aparcados. Uno por uno fueron llegando y yo los fui abordando. Con toda la amabilidad del mundo, les explicaba nuestro caso y les pedía ayuda, misma que me negaban sin pensarlo mucho tiempo
     
    En vista de que avistábamos más camiones de carga que autos particulares, nos dirigimos al estacionamiento de la aduana, donde aparcaban los transportistas. En aquella inmensa cerca, surcábamos de lado a lado todos los trailers, parándonos de puntas para poder ver al asiento del piloto, que la mayoría de las veces estaba vacío. Detrás de uno de ellos, se hallaba un grupo de camioneros platicando y tomando café en envases de plástico. Max y yo nos acercamos para hablar con ellos y pedir de su ayuda. Pero con un movimiento de cabeza indicaron que no era posible La mayoría de ellos no cruzarían a Chile, y otros se dirigían al lado contrario.
     
    Ante tantas negativas supimos que no sería una tarea fácil. Pensamos en ofrecer un poco de dinero a los conductores; quizá de esa forma nos verían con mejores ojos.
     
    Regresamos a la entrada de la oficina de migración para hablar con los viajeros. Max y yo buscábamos por todas partes algún tipo de persona que pudiese tener más en común con dos mochileros como nosotros Un hippie, una pareja joven, un auto rentado… nos parecía que tendríamos más posibilidades de ser auxiliados por alguien así que por una familia o una pareja de ancianos, que notablemente dudaban de su seguridad y de nuestro testimonio.
     
    Cabe mencionar que el auto y el equipaje eran revisados arduamente por los oficiales, y subir a dos desconocidos al auto implicaba una responsabilidad por cualquier tipo de artículo prohibido. Por supuesto, sabíamos que los mochileros tienen fama de llevar consigo marihuana pero no había forma de convencer a las personas de que nosotros NO llevábamos nada de eso A pesar de que no era su excusa externada, ambos estábamos conscientes de lo que la gente podía pensar de nosotros (aún cuando vestíamos con una buena facha y no olíamos mal a pesar de 3 días sin ducharnos).
     
    Una pareja adulta se estacionó frente a nosotros, y Max pudo advertir que su placa era de Brasil. Rápidamente los abordó a ambos para contarles, en su natal portugués, que estábamos atrapados en la frontera. Los dos se mostraron muy accesibles con él y nos pidieron que esperásemos un momento, mientras el señor entraba a preguntar qué hacer.
     
    Luego de unos minutos regresó con no muy buenas noticias. Ambos estaban dispuestos a ayudarnos, pero al haber cruzado por la gendarmería antes, les habían dado un formato donde decía la marca y matrícula de su auto, y que solo dos pasajeros iban a bordo. En la oficina de migración no podían agregar más pasajeros que los que el gendarme había anotado, así que lamentablemente habíamos perdido nuestra oportunidad
     
    Entonces supimos que debíamos colocarnos unos metros antes de la gendarmería, y no en el aparcamiento. Habían pasado ya más de dos horas y el sol comenzaba a hacerse sentir, lo que nos obligó a despojarnos de nuestros abrigos y colocarnos bloqueador solar, preparados para otra larga jornada bajo el sol de las alturas andinas
     
    Antes de empezar a pedir otro aventón, vimos a un grupo de choferes comiendo en un pequeño puesto de lámina frente a la aduana. Nos acercamos para ver si aceptaba pesos chilenos, ya que no nos quedaba ni dinero argentino ni comida para saciarnos.
     
    Afortunadamente, nuestro dinero era aceptado. Y más alegría nos dio saber que los billetes que aquel hombre alemán nos había regalado eran 100% reales No nos había estafado.
     
    Pedimos un jugo y dos sándwiches de milanesa. Por fin, estábamos comiendo algo más que naranjas y plátanos. Una vez satisfechos, caminamos a la carretera y comenzamos a pedir un ride.
     
    La mayoría de los autos no llevaban mucho espacio; viajaban en familia, y los que lo hacían en pareja, llevaban el asiento trasero lleno con su equipaje. Encontramos un trozo de cartón y escribimos ATACAMA con letras grandes, para ver si con suerte alguien se disponía a llevarnos.
     
    Unas horas bajo el sol nos bastó para agotarnos y casi darnos por vencidos Estábamos ya tan cerca de nuestro destino y no podíamos creer que siguiéramos atrapados en Jama luego de 4 horas pidiendo ayuda Los ánimos empezaron a decaer y las maldiciones comenzaron a aflorar: contra migración, contra el gobierno chileno, contra los conductores, contra nosotros mismos...
     
    Era ya mediodía y nos dimos cuenta de que muchas personas paraban a echar gasolina y a comer en el restaurante antes de pasar hacia migración. Pensamos que, quizá, sería más cómodo hablar con ellos frente a frente mientras recargaban su auto, y probablemente así causaríamos más empatía
     
    Renunciamos al clásico aventón a dedo y empezamos a encarar a la gente junto a los tanques de gasolina, que para poca sorpresa nuestra, continuaron negándonos ayuda
     
    Mientras esperábamos a que algunos salieran de comer o del baño, Max y yo nos sentamos junto a la tienda. Descubrimos que la red de wifi estaba abierta y nos conectamos para dar alguna señal de vida a nuestros compatriotas.
     
    Había recibido un whatsapp de Joaquín, mi amigo en Salta, desde hace dos días, preguntando si ya había llegado a Atacama. Le contesté que aún no lo lograba, y que hasta ese punto no sabía si lo haría La gente no pensaba ayudarnos y yo ya me estaba dando por vencido. Entonces me envió un audio con su voz, dándome palabras de ánimo.
     
    En ese momento me di cuenta de lo importante que era a veces hablar con los amigos Por más solo que me encontrara en ese recóndito lugar, un simple mensaje de voz alzó mis ánimos poco a poco, y me hizo prometerme: ¡no acamparé aquí esta noche!
     
    Luego de casi una hora sentados reponiendo fuerzas y casi al agotar la batería de nuestros móviles, seguimos con la cacería de autos, recobrando nuestra sonrisa en el rostro que, de una manera u otra, debía convencer a algún conductor de que éramos buenas personas, y que sólo necesitábamos un empujón para lograr nuestro destino.
     
    Max y yo vimos pasar un autobús de pasajeros. Creímos que quizá tendría algún espacio disponible, y pensamos ofrecerle dinero para que nos llevasen hasta Atacama. Corrí más allá de la gendarmería para hablar con el chofer. Cuando lo alcancé, los pasajeros habían bajado para hacer uno por uno su trámite migratorio.
    El chofer bajó y le planteé la idea. Lo pensó algunos minutos y dijo que quizá tendría asientos libres. Subió al bus para luego bajar. Y me respondió que no sería posible, ya que no podría extendernos un boleto oficial, mismo que requisitaban en la oficina chilena.
     
    Si no es una cosa, es la otra— me dije muy enojado Pero sin nadie a quien poder culpar, regresé con mi entusiasmo hecho pedazos. Pero no me dejaría vencer ¡me hice una promesa y debía cumplirla!
     
    Cuando volví a la gasolinera, Max se había comprado otro sándwich de milanesa. Eran ya casi las 3 de la tarde. Nunca habría imaginado que nos llevaría tanto tiempo conseguir a alguien que nos ayudase
     
    Los autos y camiones llegaban y se iban, luego de comprar comida y cargar gasolina. Entre uno de los camioneros, Max advirtió un acento proveniente del centro de Brasil. Me dijo que probaría suerte…
     
    Habló unos minutos con el camionero para luego regresar. Con un exiguo entusiasmo me dijo que el hombre había aceptado llevarnos a ambos, y que debíamos pasar a la oficina aduanal con él No entendía por qué Max no estaba saltando de alegría al decirme aquello, pero la pobre explicación del chofer no le había dado mucha confianza
     
    Regresamos con él para confirmar lo que nos había dicho, y nos indicó que caminásemos de una vez hacia la oficina migratoria, y que allí lo esperáramos, y si no lo veíamos que lo buscásemos como Joao.
     
    No muy convencidos pero sin más alternativas, nos dirigimos a migración, donde nos dieron un formulario para llenar e hicimos la fila con los demás viajeros. Cuando llegamos a ventanilla, el oficial nos preguntó en qué vehículo viajábamos. Le dijimos que pasaríamos con un trailero de nombre Joao, a lo cual contestó que debíamos pasar a la oficina aduanal, por donde cruzaban todos los camiones.
     
    Acatando sus reglas, nos cambiamos de lugar y entramos a la oficina aduanal, no sin antes aprovechar para ir al baño. Allí, hablamos con el empleado de ventanilla, quien comenzó a darnos un sermón del porqué no podía dejarnos pasar caminando. Antes de que pudiésemos entenderlo todo, Joao apareció en el pasillo, y le dijo: vienen conmigo. El empleado sonrió y nos hizo una seña para pasar a la siguiente ventanilla. Ahora empezaba a creer en que de verdad ese tal Joao nos podría hacer cruzar a Chile
     
    Llenamos un par de formularios, mientras Joao no dejaba de hablar y reír a carcajadas con los oficiales de la aduana. Creo que de verdad, era alguien conocido allí. El oriundo de Brasil le daba indicaciones en portugués a Max sobre lo que debíamos hacer. Tras un par de papeleos, nuestro sello quedó listo y entonces, de verdad, me sentí feliz
     
    Con mi pobre portugués le di las gracias a Joao: Obrigado! Obrigado! Casi a las 5 de la tarde en punto, estábamos ya saliendo del complejo de Jama y, finalmente, después de tres largos días de espera, me adentré en Chile a bordo de un camión de carga brasileño.
     
    Joao puso algo de música carioca. Una buena samba y un par de cigarrillos que tuvo la decencia de invitarnos, convirtieron mi día en casi lo mejor que había vivido en todo mi viaje. Darme cuenta de que, por más larga que hubiera sido la espera, aún existen personas nobles en este mundo, me hizo sonreír de la manera más reconfortante posible
     


     
    La Ruta Nacional 52 argentina se convirtió en la Ruta 27 chilena, por la que el coche avanzó a lo largo de 150 kilómetros de puna que, poco a poco, se fue tornando en un enorme desierto.
     


     
    A lo lejos se seguían divisando salares, lagunas y pequeños cerros, mismos que nos elevaron más y más en la carretera, hasta picar los 4810 metros ¡Era algo de locos! Ni siquiera en el cráter del Nevado de Toluca había ascendido a tal altura. Mi cabeza vacilaba entre la ansiedad de mi arribo y el cansancio de todo un día como hitchhiker. Pero me negué a las pastillas para el soroche, y decidí masticar hojas de coca que llevaba conmigo, como buen remedio naturista para el mal de altura
     
    Max y Joao platicaron durante todo el viaje, mientras yo cabeceaba en la parte trasera, disfrutando del hermoso paisaje que me brindaban las cuestas andinas.
     
    Cuando el sol apenas se metía, cerca de las 8 pm, llegamos por fin a nuestro destino: la ciudad de San Pedro de Atacama, en medio del Desierto de Atacama, el desierto más seco del mundo.
     
    Joao nos dejó en el estacionamiento de los camiones, y luego de darle repetidas veces las gracias, caminamos hacia el pueblo para hallar un hostal. Habíamos sufrido demasiado como para pasar una noche más bajo la carpa Definitivamente necesitábamos una cama.
     
    Preguntamos y llegamos al centro del pueblo, donde nos percatamos de lo turístico que era. Cientos de turistas y mochileros se paseaban por las iluminadas calles rodeadas de casitas de adobe. Poco a poco fuimos preguntando por los precios en los hostales, mismos que estaban llenos y, además, ofrecían precios muy elevados De todas formas, había olvidado que era temporada alta (vacaciones de verano para ellos).
     
    Los precios no bajaban de los 13,000 pesos (poco más de 20 dólares). Pero no nos rendimos. Nuestra búsqueda nos llevó a una avenida de ripio muy larga, donde hallamos una litera en un cuarto compartido por 8,000 pesos (uno 13 dólares) cada uno. Sin deseos de caminar más cargando nuestra pesada mochila, aceptamos la habitación, y Max se ofreció a pagar con el dinero que nos había obsequiado el alemán en Purmamarca, mismo con el que compramos medio pollo rostizado y papas, que comimos como un par de náufragos cuando por fin avistan tierra
     
    Tomamos nuestra merecida ducha y nos botamos en la cama, alegres al fin por haber cumplido nuestra meta (y mi promesa personal) Avisé a todos que había llegado con bien y concilié el sueño en un par de minutos. Otra larga, pero más amena jornada, me esperaba al siguiente día junto a mi colega brasileño, sin el cual, posiblemente, no habría podido cruzar.
     
    Aquí está el álbum de fotos entero sobre mi odisea fronteriza:
     
     
  3. AlexMexico
    Después de tres días haciendo dedo en las carreteras de la puna argentina y de dos noches de acampar al lado de la ruta, por fin pude despertar en una cama cómoda y decente en un hostal de San Pedro de Atacama, mi primer destino dentro de Chile, al cual había llegado con 25 pesos en mi cartera desde la ciudad de Salta, en su país vecino del este.
     
    En mi larga travesía me había acompañado Max, un brasileño sin el cual, posiblemente, no habría podido llegar, pues con su acento carioca convenció a un conductor brasileño de llevarnos hasta allí en su enorme camión de carga.
     
    Habíamos cenado y pagado la noche en el hostal con el dinero que un loco alemán nos había regalado en Argentina. Chile me había sorprendido con sus altos precios, casi equiparables a lo de Europa.
     
    La noche en un cuarto compartido nos había costado más de 15 dólares y hasta ese entonces había venido pagando no más de 5 USD por noche en el resto de los países. Comer medio pollo nos costó casi 12 dólares. Sin duda, sabía que sería un duro golpe a mi bolsillo Pero mantuve la calma, supuse que al ser Atacama un lugar turístico, era normal que el centro de la ciudad ostentara tales precios.
     
    De todas formas, ese alemán nos había regalado la primera noche en la ciudad. Pero el siguiente paso para nosotros era, entonces, sacar dinero del cajero, pues no poseíamos un centavo más en efectivo.
     
    Luego de un ligero desayuno que Max amablemente preparó, salimos a conocer un poco la pequeña ciudad, en busca de un cajero automático.
     
     


     
     
    La mayoría de las calles de San Pedro de Atacama no están pavimentadas. En oposición, están hechas de ripio, piedras y tierra, donde al caminar se levanta el polvo al aire, dando esa sensación de un pueblo del viejo oeste.
     
     


     
     
    Sus estrechas vías son costeadas por casitas de adobe de baja altura, pero de superficies a veces enormes. Por supuesto, la mayoría de las edificaciones en el centro están ocupadas por hoteles, comercios, agencias de viajes y restaurantes que tratan de ofrecer lo mejor al público. Sin embargo, San Pedro de Atacama tuvo el poder de cautivarme a pesar de las enormes masas de turistas que caminaban entonces (y a lo largo de todo el año) por sus calles.
     


     
    Sus paredes de adobe, sus calles adoquinadas, su escasa y desértica vegetación, sus colores opacos, la arena en el aire, el incesante sol de verano... Así no tuviese los paisajes más coloridos y su clima fuera tan extremo, Atacama ofrecía, además, algo que no muchas ciudades tienen: una infinidad de bellezas naturales a las que cualquier turista podía acceder. Solo había un problema: los precios
     
    Cuando apenas llegué al pueblo la noche anterior, me quedé anonadado de la cantidad de excursiones que ofrecían las agencias y hostales y que presumían en cartelones colgados fuera de sus edificios: lagunas altiplánicas de colores turquesa, aguas termales, géiseres, colonias de flamencos, ruinas arqueológicas, salares, el cráter de un volcán activo, paseos por el desierto, noches en un observatorio astronómico…
     
    Pero de la misma forma en que todo ello me sorprendió, los precios me dejaron con la boca abierta poniendo mis pies en la tierra y resignándome a no poder conocer casi nada de lo que el magnífico y gigantesco Desierto de Atacama y la Reserva Nacional de los Flamencos me proponían
     
    Sólo había una excursión que no rebasaba por mucho nuestro presupuesto: un paseo por el Valle de la Luna. Los costos rondaban entre los 9,000 y 16,000 pesos chilenos (algo como entre 15 y 28 USD). Ya que nos habían dicho que en Atacama no había cajeros de Santander (cuya comisión es mínima por ser mi banco), sacamos dinero de otro cajero de red.
     
    Un día antes habíamos mirado los precios al Valle de la Luna, pero recordamos haber visto en el hostal un grupo de bicicletas en renta amontonadas en una de las salas. Así que antes de contratar cualquier paquete, fuimos a investigar qué tan lejos estaba el valle, y si era posible alcanzarlo sobre dos ruedas. La mujer de la oficina de información turística nos dio un mapa de la ciudad y sus alrededores y nos indicó el camino para llegar. Según ella, era fácil recorrerlo en bicicleta. El día era hermoso y la idea era simplemente cautivadora
     
    Volvimos al hostal y nos dispusimos a rentar dos bicicletas. Cada uno pagamos 3,000 pesos (poco menos de 5 USD) por 6 horas a bordo del austero vehículo. Nos dieron nuestros cascos y el dueño del hostal, amablemente, me prestó una mochila para guardar mi cámara, mi botella con agua y las herramientas de emergencia que nos proporcionó.
     
    Nos habíamos ahorrado más de dos tercios del precio del tour, y todo parecía mucho más divertido Era apenas medio día y teníamos toda la tarde para recorrer el desierto. El hotelero nos recomendó llevar mucha agua y bloqueador solar. A diferencia de la mujer en la oficina de turismo, me confesó que era una larga y dura travesía. No obstante, ya no podía apaciguar mis ánimos en lo absoluto
     
    Alrededor de las 12 pm, con el sol justo sobre nuestras cabezas, Max y yo salimos del hostal montados en nuestras bicicletas, listos para recorrer de pies a cabeza el famoso Valle de la Luna.
     
    Antes de salir de la ciudad, nos dirigimos a la estación de buses. Yo sabía que mi presupuesto no me daría para ninguna otra excursión. El resto de los lugares estaba demasiado lejos para ir en bicicleta, y no había transportes públicos que nos llevasen. Supuse entonces que, más allá del Valle de la Luna y San Pedro de Atacama, no tenía mucho más a qué quedarme y pagar otra noche de hostal, pues no pude conseguir un couchsurfer que me alojase De esa forma, quise comprar mi ticket de bus para dejar el pueblo ese mismo día y pasar la noche a bordo, con tal de salvar algo de plata.
     
    La central de buses era bastante pequeña, pero con suficientes opciones de empresas entre las cuales poder elegir. A sabiendas de lo caro que me estaba saliendo mi estadía en aquel país decidí no viajar más hacia el sur. Quería regresar pronto a Perú, donde los precios me hacían sentir más cómodo. Así que me dirigiría a Iquique, una pequeña ciudad al oeste, en la costa del Pacífico, desde donde podría subir fácilmente hasta el sur de Perú.
     
    Una vez con mi ticket en la bolsa, pedaleamos por las arenosas calles del centro de Atacama y en unos cuantos minutos salimos de la ciudad, tomando la carretera 23 al oeste, en dirección a Calama.
     


     
    Avanzamos uno o dos kilómetros aproximadamente por la autopista, riendo y disfrutando del aire seco, mientras fotografiaba todo a mi alrededor, y Max grababa un video a modo de selfie La silueta del Volcán de Lascar dominaba todo el panorama.
     


     
    Pasamos un puente y una parada de bus. El pueblo comenzaba a alejarse de nuestra vista. En la primera bifurcación, tornamos a la izquierda, dirigiéndonos hacia al sur. Allí, la carretera parecía interminable. Corría de forma recta por una inmensa llanura árida, sin una señal de vida vegetal a sus orillas. Desde allí, manejábamos paralelos al pueblo, el cual se divisaba como un oasis de adobe adornado por una fila de verdes árboles en su parte frontal. Esos serían los últimos colores vivos que vería por las siguientes 4 horas.
     


     
    Me había puesto desde antes toneladas de bloqueador solar. No quería que me pasara lo mismo que me ocurrió en Lima, donde una capa grisácea de niebla y nubes me hizo creer que mi piel no se quemaría. Pero mientras más avanzaba el reloj, el sol parecía intensificar la fuerza de sus rayos
     
    La llana autopista nos llevó por otros 4 km hasta la caseta de información del parque. En un letrero se leía “Valle de la Luna” y a la entrada del complejo se alzaba una especie de escudo de piedra, con figuras antiguas talladas y con la bandera de Chile en su parte superior.
     


     
    Nos acercamos a la oficina de información. Sólo había un par de mujeres en la ventanilla y el señor de la limpieza. El complejo es bastante cómodo y amable con el turista. Hay un pequeño museo de geología que explica a profundidad las endémicas y peculiares características del valle. Al parecer, los estudios han concluido que millones de años atrás existió un lago cerca de un volcán de la zona, cuyo arrastre fluvial y residuos orgánicos formaron la base de lo que ahora es la depresión del valle. La erosión de varios siglos ha tallado lentamente las rocas sedimentadas de sal, yeso, arcilla y arena, dándoles esa forma lunar tan singular.
     
    Luego de recorrer a grandes rasgos el museo, compramos nuestros tickets (a mitad de precio con credencial de estudiantes cerca de unos 3 USD) tomamos un par de folletos y empezamos el recorrido. Mientras varios coches y autobuses turísticos pasaban de ida y de vuelta, Max y yo comenzamos a pedalear constantemente. La carretera por la que habíamos llegado parecía partirse en dos. Tomamos el camino asfaltado de la derecha que después se convirtió poco a poco en un camino de ripio.
     
    Aquí, la cosa se empezaba a complicar un poco más para mí Había una que otra rampa poco empinada, lo que empezó a debilitar mis piernas. Max, por el contrario, parecía estar en muy buena condición. Solía practicar box en Río de Janeiro y levantaba pesas en su tiempo libre. Por lo tanto, la hazaña le era mucho más fácil
     
    No pude evitar empezar a tomar agua de mi botella de litro. Estaba quemando muchas calorías y el calor y escasa humedad me agotaban y resecaban mi piel. En especial, resecaban mis labios. Cuando me di cuenta, la botella estaba ya casi a la mitad. Faltaba mucho por recorrer todavía, debía racionarla si quería alcanzar mi meta
     
    Luego de pasar una pequeña colina, vimos un camión de pasajeros estacionado en una orilla del camino. Al ver un pequeño parqueadero de bicicletas, nos estacionamos para averiguar de qué se trataba.
     
    Un grupo de turistas caminaba por la arena hirviente hacia una especie de cañón. Max y yo avistamos a sus espaldas, un letrero que anunciaba las Cuevas de Sal. Nos alejamos un poco del numeroso rebaño y nos adentramos en las misteriosas cuevas.
     
    Un camino de arena nos llevó serpenteando entre grandes paredes de roca, que formaban pasadizos cada vez más estrechos. Las paredes empezaron a cerrarse cada vez más desde arriba, cubriendo la entrada de la luz del sol. La roca escarpada y rugosa era algo placentera al tacto. Además, nos habíamos dejado los cascos puestos, y así protegíamos nuestras cabezas de un choque contra la piedra.
     


     
    Mientras el camino dejaba la arena para convertirse en roca, el laberinto se tornaba más y más angosto, al grado que nos tuvimos que arrastrar para salir de algunas de las pequeñas cuevas. Al final salimos por la parte alta de un montículo, desde donde tuvimos que saltar hacia el arenal donde comenzamos.
     
    Allí, el camino seguía hacia una especie de cañón de poca altura, de donde los turistas ya se habían retirado. Solo un par de viajeros eran nuestros compañeros en aquel inmenso paisaje de rocoso.
     
    Los otros chicos jugaban un poco con el eco de sus voces; Max y yo llegamos hasta el final del camino, donde una modesta cuerda dividía un montículo de roca de un montículo de arena, una estampa sublime que podía describir a la perfección la composición básica del desierto del norte chileno.
     


     
    Caminamos de vuelta hacia el parking, donde antes de coger mi bicicleta, descubrí una pequeña garita, donde creí que habría un poco de agua potable
     
    Tres jóvenes estaban ahí. Me dijeron que era la última caseta en todo el Valle de la Luna. De ahí en adelante estaríamos solos Les pregunté si el agua de la llave era potable, a lo que contestaron que no. Pero detrás suyo, había un garrafón de agua. Les ofrecí algo de dinero si me dejaban rellenar mi botella. Lo pensaron un poco, y luego negaron mi efectivo, pero amablemente me dejaron llenar mi garrafa
     
    Ese nuevo litro de agua debía durarme el resto del recorrido. Habíamos avanzado ya unos 10 km desde la ciudad y yo sentía que mis labios se habían convertido en las cuevas de sal que acababa de visitar
     
    Cogimos las bicicletas y dimos la vuelta a la garita, pues el camino seguía detrás de la pared de roca que la custodiaba ¡Y vaya sorpresa que me llevé! El camino seguía con una enorme rampa de unos 800 metros de largo y una pendiente de unos 30 grados Mi corazón palpitó y mi boca no pudo evitar resoplar en un suspiro Eso era apenas el comienzo del gran valle.
     
    Por supuesto, decidimos subirla andando. El esfuerzo era menor si caminábamos a que si pedaleábamos. Y Max sabía que yo debía reservar fuerzas. Después de todo, él fue un excelente compañero de viaje, pues siempre tuvo consideración por mi condición física
     
    Luego de varios minutos cuesta arriba alcanzamos la punta, donde sonreímos al avistar el paisaje del Valle Lunar. Pero sobre todo, el mirar que el camino seguía cuesta abajo con pendientes poco pronunciadas
     


     
    Max y yo nos deslizamos varios metros abajo y seguimos hacia adelante. Eché un vistazo a nuestro mapa para saber cuánto nos faltaba. Debíamos llegar hasta una especie de minas, donde el camino se cerraba y no se permitía ir más allá.
     
    Para entonces, el paisaje entero se alejaba tanto de mi realidad, que de verdad me transportó a la escenografía de una película, a la Guerra de las Galaxias, simplemente a otro planeta Mis ojos se deslumbraban por los colores ocre en formas rocosas tan irregulares que contrastaban con el pabellón azul uniforme y perfecto que se iluminaba ante el poderoso sol de aquel día.
     


     
    Aquel sitio parecía tan inhóspito que me daba miedo que mi llanta se ponchara por alguna circunstancia, y quedarme varado allí, en mitad de la nada Cada metro que avanzaba sin pedalear me asustaba un poco más. No por lo fácil que era descender las pendientes poco inclinadas, sino porque sabía que de regreso, ese sería un enorme reto para mí
     
    A pesar del cansancio y del calor, no sudábamos tanto como pensamos. Pero el viento que azotaba nuestras caras mientras avanzábamos era el más seco que había sentido en toda mi vida Mi piel me picaba por el quemar del sol; mi boca se llenaba de una rara e incómoda masa blanquecina que me hacía jadear y escupir a cada centímetro. Pero lo que más sufría por sobre todo, eran mis labios… entonces recordé que el Desierto de Atacama es el más árido de todo el mundo. Después del desierto de hielo en la Antártida, es el sitio con menos humedad en todo el planeta. Y vaya que lo había descubierto por mí mismo
     


     
    Cuando casi ya no sentía mis piernas ni mi boca, y después de casi una hora de pedalear sin parar y sin hablar entre nosotros, llegamos al final del camino. Eran ya las 3 de la tarde. No había una sola sombra a la vista. Tomé agua para reponerme un poco, pero sentía que ya no podía más Me aventé sobre la tierra, jadeando bajo el sol. Y lo único que logró hacerme poner en pie fueron las palabras de ánimo de Max, a quien envidié por mostrarse tan sereno con menos de un litro de agua que llevaba consigo.
     
    El término del viaje era marcado por un grupo de formaciones rocosas llamadas Las 3 Marías. Se trata de tres columnas de granito, cuarzo y arcilla que han sido maravillosamente erosionadas por la sal y el viento del desierto. Como estaba prohibido tocarlas, solo tomamos algunas fotos desde lejos.
     


     
    El mapa indicaba que las minas estaban unos metros hacia la izquierda de aquella ruta. Había un camino de piedras que marcaba dicha dirección, y Max quería conocerlas. Pensé que si me quedaba parado muchos minutos, perdería aún más fuerza, y que sería mejor seguir en movimiento antes de darme completamente por vencido
     
    Cogimos nuevamente las bicicletas y nos adentramos al camino. Pronto, nos dimos cuenta que no era tan buena idea ir pedaleando. Las piedras nos hacían rebotar mucho y nos cansaban más de lo debido Yo decidí bajarme y seguir caminando.
     
    Casi un kilómetro más adelante llegamos a una especie de construcción en ruinas, donde vimos un grupo de bicicletas estacionadas. Max se fue a asomar a donde creyó que eran las minas, pero no vio más que un gran hoyo en el suelo, donde estaba el grupo de turistas.
     
    Marcando el final de nuestro recorrido, tomamos algunas fotos del inmenso valle que se abría frente a nosotros y emprendimos la caminata de regreso.
     


     
    Cuando el camino volvía a ser de ripio, debíamos andar unos 18 kilómetros de vuelta hasta la ciudad Yo ya no sabía qué pensar, así que simplemente dejé mi mente en blanco y comencé a pedalear. No demoré mucho para bajarme otra vez de la bicicleta y empezar a caminar. La primera cuesta apareció, y aunque poco inclinada, era un golpe duro para mis piernas.
     
    Tomé parte de mi última reserva de agua y me dispuse a avanzar. Me dije a mí mismo que si había aguantado tres días haciendo dedo por la puna argentina con solo agua, plátanos y naranjas, debía aguantar esas dos horas en bicicleta
     
    El tiempo transcurrió en silencio. Max siempre iba delante de mí. El calor lo había despojado de su camisa y empezaba a sufrir un poco más las penurias. Mientras tanto, yo jadeaba y cerraba los ojos para no avistar las distancias que me hacían falta
     
    Pronto, el grupo de turistas alemanes que estaban en la mina, apareció con sus bicicletas manejando junto a nosotros. Los saludamos amablemente y seguimos juntos el camino. Al menos, me sentía acompañado por si algo me sucedía
     
    Las chicas alemanas parecían padecer igual que yo del cansancio y la deshidratación. Pero todos nos apoyamos con gritos de entusiasmo. Y con tal compañía, cuando menos nos dimos cuenta, llegamos a la cima de la última cuesta, la mayor de todas, que nos llevaría hasta la garita del valle.
     


     
    Antes de bajarla tomamos algunas fotos, con una vista maravillosa de los volcanes que custodian todo Atacama.
     


     
    Me sentí contento, porque de ahí en adelante el camino se haría más fácil Tumbé por un momento mi bicicleta y casi me terminé el agua para celebrar mi osada travesía.
     


     
    Luego de las fotos, nos formamos en fila y descendimos juntos por la cuesta de casi 1 km de largo. El viento rosaba nuestras caras y la velocidad nos obligaba a frenar poco a poco para no volcarnos boca abajo.
     
    En pocos segundos llegamos a la garita. Ya ningún grupo de turistas parecía estar entrando al valle. Ya pasaban las 4 de la tarde y el sol no parecía avanzar rumbo a su ocaso.
     
    Salimos del valle y tomamos la ruta de ripio que daba hasta el complejo de información. A pesar de andar en línea recta, cada empuje al pedal era un golpe para mis piernas. Los alemanes empezaron a adelantarse y nos dejaron a Max y a mí un poco más atrás. Me sentía mal por causar la demora pero como Max me dijo, no llevábamos ninguna prisa
     
    Cuando arribamos a la estación, dejé la bicicleta y me tumbé bajo la sombra. Un grupo de turistas que entraban en su coche me vieron allí botado. “Wow, debe ser muy duro”, me dijeron. Yo solo reí, y les dije “lo logré”
     
    Pasé al baño para lavar mi cara, que ya se sentía más que arenosa y seca. Mojé mis labios para aliviarlos un poco. A pesar de haber usado el labial hidratante, no dejaban de producir esa extraña masa blanca de resequedad
     
    Luego de un ligero reposo, seguimos adelante los últimos 6 km por carretera para retornar finalmente a San Pedro de Atacama.
     


     
    Poco más de las 5 pm, nos vimos de vuelta en el hostal. Aunque ya habíamos desalojado las habitaciones y no teníamos derecho a usar el baño, el señor nos dejó pasar al mirar nuestro estado de sumo cansancio. Pero me dijo que si queríamos ducharnos tendríamos que pagar dos mil pesos (4 USD)
     
    Sabiamente, escondí mi shampoo en mi bermuda y entré al baño. Usando solamente el lavabo, enjuagué mi cabeza llena de polvo, mis brazos y mis manos. Me sequé con mi playera y salí como si nada hubiera pasado
     
    En ese transcurso, Max salió para comprar su boleto para el Salar de Uyuni. Al final se decidió por comprar el tour de 3 días que lo llevaría por las maravillas del desierto hasta el suroeste de Bolivia.
     
    Tomé mi tiempo libre antes de ir a la estación de buses para comer un merecido menú de ensalada y carne en la zona de mercados de la ciudad que siempre es más barato que los restaurantes del centro.
     
    Antes de dejar el hostal, escuché a un chico belga que se dirigía hacia Iquique esa misma noche. Kenzo tomaría el mismo bus que yo, y no dudé en presentarme con él. Max me acompañó a coger mi autobús y me despedí de él, deseándole suerte en su viaje de vuelta a Brasil
     
    Después de todo, de eso se trataba el viajar solo. Cuatro días antes había conocido a Max y ahora lo dejaba atrás para seguir mi viaje junto a un desconocido belga… pero al final, todos y cada uno permanecerían en mi memoria, haciendo de mi viaje por Sudamérica un hermoso y aventurado recuerdo
     
    Pueden ver todas las fotos en este álbum:
  4. AlexMexico
    Después de haber recorrido en bicicleta San Pedro de Atacama y el Valle de la Luna no tuve la oportunidad de tomar una ducha decente cuando volví al hostal. Solo pude lavar mi cabeza y mi cara con algo de champú
     
    De ese modo, me vi en la terminal de autobuses considerablemente sucio e incómodo. Mi ropa había absorbido el sudor, y no hace falta describir el hedor que expedía. Mi piel estaba reseca y cubierta con polvo y arena. Tocarla era más que un martirio al tacto
     
    Más al descubrir que viajaría sin compañía en el asiento, ya nada me importó, y una vez a bordo del bus rumbo a la ciudad costera de Iquique me preparé para dormir toda la noche, y reponer las fuerzas que mi jornada por el desierto chileno me había arrebatado
     
    Había ya dejado atrás a Max, quien me acompañó en mi travesía a dedo desde Argentina hasta Chile. A la siguiente mañana se vería en una van recorriendo por tres días el desierto y la puna de Atacama hasta topar con el majestuoso Salar de Uyuni en Bolivia, para después retornar a su natal Río de Janeiro.
     
    En cambio, antes de subir al bus había conocido a Kenzo, un agradable chico de Bélgica que, al igual que yo, había estado viajando solo por las alturas de los Andes y deseaba (o necesitaba) estar de nuevo al nivel del mar.
     
    Mientras el coche avanzaba rumbo al oeste y el sol encontraba su guarida detrás de las montañas, mis ojos encontraban la suya tras mis ya pesados párpados… pero en menos de dos horas, una escala inesperada interceptó mi sueño estrepitosamente
     
    La ‘servil’ cajera de la compañía de bus había olvidado decirme un pequeño detalle: el autobús nos dejaría en la terminal de Calama, donde luego tendríamos que tomar otro hacia Iquique con el mismo boleto. Pero eso no era lo peor. La espera sería de dos horas No había peor golpe a mi cansancio, ni otra opción a la cual recurrir. Tendría que esperar esas largas horas despierto en la estación.
     
    A falta de sillas, busqué el mejor sitio en el suelo para poner mi equipaje y dejarme caer. Junto a mí, Kenzo y otros dos mochileros hacían lo mismo, mostrando en sus rostros la misma consternación que a mí entonces me invadía
     
    Inmediatamente Kenzo hizo amistad con Jérémy, quien resultó ser su connacional; no sólo de Bélgica, sino de su misma región natal: Flandes. Entusiasmado, quise seguir su charla y tratar de incorporarme para poner en práctica mi joven francés Fue entonces cuando descubrí que no en toda Bélgica se habla el francés como lengua materna. De hecho, la mayoría de ellos hablan el flamenco, un dialecto del neerlandés. Por consiguiente, por mis oídos entraban y salían palabras completamente indescifrables
     
    Pero pronto los dos nos integraron a la plática hablando el inglés en solidaridad conmigo y Daniel, el otro viajero proveniente de la región germana de Suiza.
     
    Varios minutos de transcurrida la charla, la gente comenzó a amontonarse al lado del autobús, creando una desorganizada muchedumbre que peleaba por documentar su equipaje. Tranquila y civilizadamente, los cuatro esperamos nuestro turno. Y una vez en marcha, nuevamente conciliamos el sueño.
     
    Cerca de las 4 de la mañana el bus arribó a la terminal de Iquique. Todavía seguía muy oscuro, y la zona aledaña no tenía pinta de ser muy segura
     
    Jérémy y Daniel ya habían reservado un hostal. Daniel había pagado una abundante cantidad que ni Kenzo ni yo estábamos dispuestos a pagar Pero Jérémy nos contó que el suyo le había costado solo 8,000 pesos, lo cual en Chile era una ganga.
     
    Decidimos compartir un taxi y dividir los gastos. Primero dejamos a Daniel y luego llevamos a Jérémy a su hostal, donde Kenzo y yo probaríamos suerte, en vista de no tener una idea de dónde dormiríamos aquella noche.
     
    El hostal backpackers parecía bastante cómodo y ambientado. El chico de la recepción era más que amable. Desafortunadamente, no había ninguna habitación disponible por los siguientes cinco días
     
    Preguntamos al chico por otros hostales cercanos, y con la luz del sol todavía sin asomarse, empezamos a caminar con nuestras pesadas mochilas, en busca de un refugio para nuestras desvalidas almas.
     
    Puerta por puerta, la suerte no parecía estar de nuestro lado. El cupo estaba repleto o simplemente nadie contestaba al interfon Pronto, una chica argentina y un chileno aparecieron por el rumbo, y al enterarse de nuestra búsqueda decidieron acompañarnos. Estábamos deambulando por el centro de la ciudad, el cual según ellos, no era muy seguro al oscurecer.
     
    No encontramos ninguna habitación. Cansados de caminar y con deseos de una buena cama, dimos las gracias a los chicos y volvimos al hostal backpackers para pedir prestado el internet. Si nuestros pies no habían podido hallar algo, quizá nuestros dedos podrían hacerlo en la tablet
     
    Busqué en cada una de las aplicaciones que tenía instaladas, pero todos los hostales disponibles ofrecían precios exorbitantes ¡Me sentía casi de vuelta en Europa!
     
    Kenzo encontró uno en 25 dólares la noche y no dudó en reservarlo. Por más que me doliera, no tenía muchas opciones. Estaba prohibido acampar en la playa y ninguno de los couchsurfers a los que envié solicitud me había contestado… más le valía a aquel hostal darme la mejor y más cómoda noche de todo mi viaje
     
    Al izar del sol, caminamos juntos algunas calles más al norte. Sobre un portón negro se leía el nombre Hostel Marley Coffee. Héctor nos abrió la puerta, quien era el encargado del hostal en turno. Prácticamente vivía ahí con su familia, quienes le apoyaban con el negocio y con las clases de surf que allí ofrecían.
     
    Algo que me sorprendía de Chile era lo tarde que en la mayoría de los hospedajes se debía realizar el check-in: a las 2 pm. Por tanto, debíamos pasar toda la mañana esperando recibir nuestra habitación Al menos, el lugar era bastante cómodo decorado con una mezcla entre el estilo surfer y el reggae a la Bob Marley.
     
    Luego de guardar nuestras maletas, Kenzo y yo salimos a conocer un poco de la ciudad mientras hacíamos tiempo para ocupar nuestro cuarto.
     
    El sol ya había salido. A pesar de lo mal dormido y lo sucio que me encontraba, no pude dejar de reír, regocijado por volver a sentir un clima costero Aunque se ubica en el desierto, el clima en Iquique me recordó un poco a mi natal Veracruz. Era verano, y el calor y la humedad se hacían presentes. Pequeñas pero poco molestas gotas de sudor escurrieron por mi cara. Al fin, podía despedirme de la piel y labios secos que tanto me habían hecho sufrir.
     
    Era muy temprano y la vida apenas comenzaba en aquel día de enero, cuando los chilenos todavía seguían de vacaciones. No poseíamos un mapa turístico ni habíamos preguntado qué hacer; pero nuestro instinto nos guió hacia la playa, desde donde tornamos a la dirección norte para conocer el centro histórico, que habíamos ojeado al venir en el taxi desde la terminal. Desde el monumento a un héroe naval chileno, tomamos el famoso paseo Baquedano.
     


     
    Se trata de un andador peatonal adoquinado con aceras de madera que da hasta la plaza central de Iquique. Lo bonito de esta calle, son las casas tan pintorescas que se alzan a sus orillas, y que inmediatamente apartan a uno de la típica imagen que de Latinoamérica se tiene
     


     
    Durante el auge económico del puerto gracias a la actividad salitrera durante el siglo XIX y principios del XX, cientos de extranjeros arribaron para enriquecerse con el negocio de tan preciado nitrato. Entre ellos, muchos ingleses.
     


     
    Como era de esperarse, la aristocracia europea no pretendía mezclarse con los plebeyos, por lo que fundaron su propio barrio, dando pie a estas majestuosas y coloridas moradas de madera al puro estilo georgiano
     


     
    Una casa junto a la otra, con balcones blancos, pilares, marcos en puertas y ventanas, pórticos… caminar sobre banquetas de madera adornadas por los faroles y cables del antiguo tranvía me llevaban a una película del viejo oeste donde los recurrentes colores ocre y las fachadas de colores se mezclaban con el polvo y el desierto.
     


     
    Llegamos hasta la conocida plaza de la Torre del Reloj. La mañana apenas empezaba y los negocios comenzaban a abrir sus puertas. Decidimos buscar algo para desayunar. Nos alejamos del centro y acudimos cerca de la central de buses, donde hallamos un pequeño puesto de sándwiches.
     


     
    Debo confesar que después de haber pisado Argentina, la comida chilena no me pareció tan apetitosa Los sándwiches eran de uno o dos ingredientes como mucho, y por cada uno aumentaba el precio. Un sándwich de jamón costaba 3,000 pesos (5 USD); pero si querías mayonesa o tomate costaba 500 pesos más ¿Qué clase de restaurante hacía eso por algo tan simple como el tomate o aderezo?
     
    En fin, mi billetera continuó sollozando por los altos precios del país sureño con tal de mantenerme sano y con fuerzas durante el viaje
     
    Luego de desayunar regresamos a la plaza central, donde había dado inicio la venta de souvenirs y comida. Pero había algo que llamaba mucho más la atención de los turistas y locales: el Dakar.
     
    A lo largo de explanada, varios stands publicitarios promocionaban con artículos, dinámicas, bebidas y música uno de los rallys de autos más conocidos de todo el planeta, y del cual yo no tenía la más remota idea.
     


     
    El Dakar es una carrera de autos auspiciada por Francia en el que varias categorías de unidades (automóviles, camiones, motocicletas y cuadriciclos) compiten conduciendo por el desierto. Originalmente el rally llevaba a los conductores desde alguna ciudad europea hasta Dakar, la capital de Senegal, cruzando el desierto del Sahara. En 2015, tocaba el turno al desierto de Atacama y algunas otras zonas de Bolivia, Chile y Argentina. Precisamente, ese día y el siguiente llegarían los autos al campamento instalado al sur de Iquique.
     
    Kenzo y yo no le prestamos mucha atención a los videojuegos y los folletos que en la plaza nos ofrecían, y decidimos seguir caminando en la dirección opuesta.
     
    De vuelta en el Paseo Baquedano nos encontramos con que el Museo Regional ya estaba abierto. La entrada era gratuita y no quisimos dejar pasar la oportunidad de conocer un poco más sobre aquella enigmática ciudad.
     
    Antes de entrar de lleno a la exposición permanente, que hablaba sobre las antiguas culturas andinas de pescadores que habitaban la zona, una muestra temporal introducía a los visitantes sobre la historia del Dakar. Ahora me daba cuenta del gran negocio que eso representaba al turismo, y del por qué todos los hoteles estaban llenos aquella mañana
     
    Le perdí la pista a Kenzo y volví al hostal, todavía cansado de no haber podido reposar. Para entonces ya pasaba del mediodía. La esposa del dueño me dijo que ya podía ocupar el cuarto, lo que por supuesto me hizo muy feliz
     
    Corrí por mi maleta y tomé una merecida ducha con agua fría para apaciguar el calor. No había mejor sensación que por fin remover la arena de mi cuerpo y usar ropa limpia Me recosté en mi litera y, sin darme cuenta, caí profundamente a tomar una larga siesta, que se prolongó hasta las 5 de la tarde
     
    Me reencontré con Kenzo al despertar, quien también había dormido toda la tarde. Nos alistamos nuevamente para, esta vez, recorrer la zona de playas.
     


     
    Iquique no es una ciudad muy grande. Su zona metropolitana ronda los 300,000 habitantes. Y si de playas se trata, la que recorre toda la bahía de Iquique es la mejor y más concurrida de todas.
     


     
    Desde la zona del puerto hasta la Punta Cavancha, miles de turistas se aglutinaban a tomar el sol y bañarse en las frías aguas de la corriente de Humboldt (a cuyas temperaturas muchos sudamericanos deben estar acostumbrados, pero yo no).
     
    Densos grupos de sombrillas albergaban a familias, jóvenes y surfistas que disfrutaban de la arena y rocas atestadas de cadáveres de medusas, que producían una sensación curiosa y algo desagradable al pisar
     


     
    Caminamos a orillas del bulevar Arturo Prat, que bordea toda la costa, admirando las casas y negocios que adornaban la ciudad con sus grafitis artísticos. Pero si hay algo que en Iquique deba resaltar, eso es sin duda el acantilado de la cordillera costera que se alza tras la ciudad a más de 600 metros de altura dejando a la pequeña mancha de concreto indefensa entre la montaña y el furioso mar.
     
     


     
     
    Y como si de esa enorme colina descendieran tormentas de arena, nubarrones de polvo difuminaban el horizonte de una punta a la otra, diluyendo entre sí los conjuntos de hoteles y edificios amontonados sobre la línea del mar.
     


     
    Tomamos el camino de regreso, entre las risas de los niños que se daban un chapuzón en una de las cascadas artificiales y los extraños pájaros con los que nos habíamos topado, que desde lo alto de las palmeras emitían un sonido muy similar al del cerdo
     


     
    Sobre la arena, Jérémy tomaba el sol junto con una de las chicas de su hostal. Nos invitó a un concierto de rock en la playa por la noche, al que Kenzo quiso asistir, y que al final lo decepcionó un poco.
     
    Compré víveres en el supermercado y me preparé algo de cenar. Me dije a descansar nuevamente para abandonar el hostal al mediodía, ya que no me podía dar de lujo de pagar una noche más por tal precio….
     
    Pueden ver la primera parte de las fotos en el álbum:
     
     
  5. AlexMexico
    La insuficiencia de plata y la innegable necesidad de un clima costero me habían llevado hasta la ciudad chilena de Iquique, al norte del país. Había viajado hasta allí con Kenzo, un viajero de Flandes, con quien recorrí el centro y la zona de playas mientras nos recuperábamos de toda una mañana sin una cama donde dormir y sin una ducha para refrescarnos
     
    Afortunadamente, esa mañana desperté en la parte baja de una litera del hostal Marley Coffee, donde Héctor nos había recibido amablemente (era lo menos que me esperaba por 25 dólares al día).
     
    Pero Kenzo y yo ya no estábamos solos en la habitación compartida que habíamos pagado. Marion, de los Países Bajos y Sonia, de Alemania, habían amanecido en las camas adyacentes.
     
    Los cuatro juntos tomamos el desayuno (incluido en el precio) que consistía en un sándwich de queso a la parrilla, pan con mermelada y mantequilla, café y jugo. Era ya casi mediodía y decidí que esa misma noche dejaría la ciudad para dirigirme a la frontera norte y cruzar a Perú. Mi estancia en Chile estaba literalmente desplumando mi billetera y mi viaje se encontraba apenas a poco más de la mitad
     
    Las chicas parecían muy emocionadas por haber llegado a Iquique, y pensaban permanecer unos días más. Les atraía que formara parte de la Zona Franca de Chile, y aprovecharían a comprar algunos artículos sin impuestos en una plaza comercial. Además, eran fanáticas de los automóviles y no dejarían pasar la oportunidad de ver la carrera del Dakar, el rally internacional de autos que, casualmente, pasaba por Iquique aquel día.
     
    Nos dijeron que esa tarde pensaban ir a ver la ronda de camiones y autos que arribaría a la villa instalada unos kilómetros al norte. En vista de que ya habíamos visto los atractivos más importantes de la ciudad, accedimos a su invitación Tomé una última ducha, desocupé la habitación y pedí a Héctor que guardase mi maleta, por la que volvería antes de ir a la terminal.
     
    Caminamos por el Paseo Baquedano para llegar hasta la plaza central, dejándonos cautivar nuevamente por sus exquisitas construcciones georgianas y sus nuevas y restauradas paredes con grafitis, que iluminaban a colores aquella tarde nublada en la costa del desierto de Atacama
     


     
    Algo que llamó mucho mi atención el día anterior, fue la particular situación geográfica de la ciudad, encerrada entre el furioso Océano Pacífico y una imponente meseta de más de medio kilómetro de alto, que marcaba el inicio de la Cordillera de la Costa. En esa pequeña plataforma a nivel del mar, se erguían la mayoría de las construcciones.
     
    No pude evitar pensar en qué pudo haber ocurrido si el tsunami que azotó Chile en 2010 hubiera llegado a las costas de Iquique. La carencia de zonas altas hubiera obligado a la población a huir hacia la cima de la colina en tan solo unos minutos, viéndose acorralados por todas partes
     
    Caminando por las calles del centro histórico, me topé con un letrero que para mí, un chico de la costa del Golfo de México, pareció muy extraño Un triángulo amarillo con la silueta de una ola dibujada en negro marcaba la zona de amenaza de tsunami. Y más adelante, una flecha indicaba la ruta de evacuación.
     


     
    En el Golfo estamos acostumbrados a la amenaza de tormentas tropicales, depresiones, huracanes, algunos terremotos que provienen de la Placa de Cocos… pero nunca ante algo tan temible como un maremoto. Menos mal que Iquique y el resto de las ciudades tengan la cautela de estar bien preparadas
     
    Llegamos al zócalo de la ciudad, donde los stands publicitarios del Dakar habían comenzado a funcionar. Gorras, folletos, vasos, latas de bebidas energizantes… los artículos de regalo pasaban de mano en mano para promocionar cada producto en el célebre rally.
     
    Nosotros nos deleitamos con cada uno de ellos, incluyendo un shot de fernet, bebida de hierbas con alcohol de uva, muy famosa en Argentina. Algo nuevo para nosotros, excepto para Marion, quien ya la había probado antes y se reía de que los argentinos dijeran que su sabor se equiparaba al del Jägermeister… tenía razón, no se parecían
     


     
    Nos dirigimos a la oficina de turismo y preguntamos por la posibilidad de visitar la villa de coches. Nos dijeron que a las 3:30 saldría un bus gratuito desde la plaza central que transportaría turistas hasta llenar su cupo. De esa forma, decidimos vernos de nuevo en ese mismo lugar a las 2:30, para hacer fila y no perder nuestro lugar.
     


     
    Kenzo se dirigió a la estación de buses. Marion y Sonia a comprar algunas cosas. Yo por el contrario, me dispuse a descubrir las casitas típicas en cada rincón del centro histórico, para después llegar a la playa y meter por un rato mis pies en la fría corriente del mar, y deleitarme con el ecosistema costero que tanto extrañaba
     


     
    Luego de dejar algunas cosas en el hostal, volví al centro para rencontrarme con los chicos. Marion y Sonia estaban ya allí, y juntos compartimos el sumo antojo de un buen helado para apaciguar el calor veraniego.
     
    Cuando Kenzo llegó, lo hizo junto con Daniel, el suizo que habíamos conocido en la estación de Calama. Venía con una bolsa en su mano derecha, colmada con artículos por los que no había pagado ningún impuesto
     
    Poco después llegó el autobús, y uno por uno fuimos subiendo. Para entonces, una multitud se amotinó para abordar, y no pasó mucho tiempo para que los asientos se vieran llenos.
     
    La coordinadora del viaje, que era miembro de la oficina de turismo, nos explicó que el bus esperaría solo una hora en la villa. Después de que partiera, no se harían responsables si alguno de nosotros se quedaba rezagado.
     
    Salimos por la parte sur de la ciudad, siguiendo la carretera costera. Unos 15 minutos después avistamos por la ventana, en medio del desierto costero, la congregación de carpas, stands, remolques, lámparas, automóviles y gente que, cercados por vallas, daban lugar a la villa de Iquique en el Dakar.
     


     
    Desde lejos, todo parecía ser pequeños puntos negros que se movían lentamente por una plancha de arena rodeada por dunas y dominada por la enorme meseta que daba pie a la cordillera. Conforme nos acercábamos, todo iba adquiriendo forma y color.
     
    El autobús aparcó y nos dio bandera de salida, citándonos máximo a las 5 de la tarde para regresar a la ciudad. Con una hora exacta para la visita, nos apresuramos para admirar algunos de los coches que llegaban a la villa.
     


     
    Caminamos un largo tramo por la suave arena, al hundir de nuestros pies entre los diminutos granos. Varios remolques y camiones se amotinaban en el conglomerado, adornados con un sinfín de estampas y sellos publicitarios, y banderas que revelaban su país de origen.
     
    Algunos se relajaban asando carnes en la parrilla. Otros disfrutaban de una tarde familiar bajo su carpa. Otros, cual playa, tomaban el sol con una hielera llena de cervezas a su lado.
     


     
    Tras cruzar la multitud de gente y automóviles, llegamos a la orilla de la valla que delimitaba el amplio carril por el que los conductores llegaban al final de su ruta diaria, desde la ciudad de Antofagasta hasta descender por la cordillera de la costa a Iquique.
     
    La gente aplaudía mientras una camioneta naranja llegaba empolvada desde lo lejos; el conductor pitaba y movía la mano en señal de triunfo. La verdad es que hasta el momento no entiendo cómo se determina al ganador de un rally, ya que éste se compone de varias carreras por cada día. Supongo que se toma el tiempo por cada recorrido y al final se suma el total.
     


     
    En fin, Iquique no era su última parada. Al siguiente día partirían hacia el Salar de Uyuni, su meta septentrional. Desde allí bajarían por el cono sur hasta llegar a Buenos Aires, última parada de la edición 2015.
     
    Mientras fotografiaba aquel imponente auto, Kenzo nos dijo que mirásemos hacia arriba. Situados a una distancia considerable del inicio del altiplano, las figuras de los coches eran casi imperceptibles. Pero nuestros ojos lograron avistar un pequeño punto justo en la cima del mismo.
     


     
    A casi 600 metros de altura, los coches debían dejarse caer por una pendiente que, para mí, parecía tener casi 90 grados de inclinación. No podía imaginar el vértigo que aquellos aventureros conductores debían sentir al mirar hacia abajo
     
    Todas las veces que el vértigo me invadía al verme posado en lo alto de un tobogán (cuya máxima altura ha sido cerca de los 25 metros) no se podría comparar con tener un macizo del desierto de más de medio kilómetro frente al parabrisas
     
    Imaginando toda expresión que el rostro del conductor pudiera exteriorizar, observamos cómo ese diminuto punto negro se abalanzó hacia abajo, como si fuese en caída libre
     
    Mientras más se aproximaba, se vislumbraba una nube de polvo que se alzaba a su paso. Los aplausos se empezaban a oír como una ola que avanza involuntariamente. Desde las personas en lo alto de la rampa hasta el último reducto de espectadores junto a las cámaras de televisión.
     


     
    El menudo punto negro se convirtió poco a poco en un enorme camión blanco tapizado con logotipos que dejaban adivinar quiénes le patrocinaban. El grave pitido se escuchaba paralelo a las aclamaciones del público. El conductor se detuvo y bajó para dar una entrevista a una presentadora de televisión. Luego de ello, cruzó la barrera de vallas por un pequeño hueco, cuyo carril lo conducía a la zona privada del stand, donde los mecánicos se harían cargo de su auto mientras él se relajaría con
    algo de comer y beber.
     
    El límite cercado nos impedía ver más de cerca la actividad de los participantes en la zona de remolques y medios de comunicación, por lo que después de otro extremo descenso, Marion, Sonia y yo volvimos para buscar el autobús (en vista de que a Kenzo y Daniel los habíamos perdido de vista).
     
    Justo en el momento en que tocaríamos a la puerta delantera, el autobús se puso en marcha y corrimos a su lado, dando golpes en su costado para indicarle que se detuviera. La coordinadora abrió la puerta y nos dijo que el cupo estaba lleno, a lo que replicamos diciendo que aún no eran las 5 de la tarde. No importándole que nos quedásemos varados allí, no nos dejó viajar parados dentro del bus. Cerró la puerta y partió sin más
     
    Sin una idea de cómo volver, tomamos la opción más fácil: hacer dedo.
     
    Con un par de mujeres junto a mí, pronto un lujoso coche se detuvo y abrió sus puertas traseras Se trataba de un señor canadiense y su amigo holandés, ambos fanáticos de los automóviles deportivos que se encontraban en Santiago, y no perdieron la oportunidad de ver en vivo en Dakar. Amablemente nos llevaron hasta la puerta del hostal, tras una larga plática sobre marcas de autos.
     
    Con algunas horas para que el sol se metiese, caminé hacia la central de autobuses para comprar mi boleto al norte. Aproveché para adquirir algunas cosas que me faltaban para el viaje y me di una vuelta por la zona portuaria, donde un grupo inesperado de amigos me sacó una gran sonrisa
     
    Sabía que en las costas sudamericanas habitaban muchos lobos marinos; más nunca creí encontrarlos en mitad de una civilizada ciudad
     


     
    Entre el penetrante olor a mariscos, las algas, las gaviotas y las lanchas, un grupo de estos grandes mamíferos híbridos se amotinaba en la playa, en busca de un buffet de pescados.
     
    Me acerqué para fotografiarlos con mi escaso lente de 50 mm. Pero su aparente calma reflejada por sus obsesos cuerpos tumbados sobre la arena, se transformó rápidamente en una lucha de cuerpo a cuerpo entre ellos Los fuertes rugidos aunados al largo de los colmillos de los machos me hicieron retroceder un poco más, para no interrumpir su pacífica tarde.
     
    Mientras tanto, uno de ellos se hallaba en lo más profundo de sus sueños, recostado junto al mercado de pescado, lo que me permitió admirarlos más de cerca
     


     
    Volví al hostal, donde pronto cayó la noche, mientras comía un plato de sopa y una ensalada de atún que el dueño me dejó preparar en la cocina. Hice algo de tiempo en la recepción para después pedir la maleta y partir. Me despedí de las chicas y de Kenzo, quien partiría a la siguiente mañana con el mismo rumbo que el mío.
     
    Caminé por las oscuras calles del centro, aterradoras y solitarias. Llegué a la central de buses, donde Rodrigo, un mochilero de Concepción, entabló rápidamente una charla conmigo. El chileno pretendía llegar hasta Colombia con 100 dólares en la bolsa, algo poco creíble al verlo esperar un autobús en lugar de avanzar a dedo
     
    Ambos viajaríamos de madrugada hacia la ciudad norteña de Arica, desde donde podría cruzar la frontera a mi próximo destino peruano: la ciudad blanca de Arequipa, donde un benévolo couchsurfer me hospedaría en su casa
     
    Pueden ver aquí el álbum completo de Iquique, así como un pequeño video de mi encuentro con los lobos marinos:
     
     
     
    https://www.youtube.com/watch?v=SmGiavwwlP0&feature=youtu.be
  6. AlexMexico
    Tardes cálidas y ocasos fríos me aclimataban al cambio de altitud y bioma, desde que repentinamente pasé de la desértica y costera ciudad de Lima al poblado andino de Huaraz, emplazada en el medio de las sub-cadenas montañosas más altas del Perú y de toda la zona intertropical.
     
    Si bien, varias semanas atrás me venía acostumbrando a las gigantescas altitudes del altiplano peruano-boliviano y de la puna de Atacama (que me llevó hasta los 4840 metros sobre el nivel del mar, en una de las rutas pavimentadas más altas del mundo ), en muchas de aquellas ocasiones mi cabeza las soportaba desde la cabina de un tráiler o parado en la carretera tratando de conseguir un aventón.
     
    Mi estadía en Huaraz iba mucho más allá de visitar solo la ciudad. Mis intenciones se remontaban, mejor dicho, a conocer y fotografiar los paisajes montañosos de sus alrededores, y descubrir por qué le apodaban la Suiza peruana
     
    Pero para caminar y escalar los senderos, aún los de menor dificultad, había primero que adaptar el cuerpo al clima. Después de todo, cualquiera que viviera por debajo de los 3000 metros podía tener un ataque de soroche (mal de altura) sin importar a veces la condición física o edad. De hecho, uno se sorprende al observar a los ancianos locales de los Andes subir y bajar las montañas como si caminasen por la playa
     
    Así, con mi experiencia pasada escalando a Machu Picchu y la isla del Sol en el lago Titicaca, seguí las indicaciones de la oficina de turismo de Áncash (provincia peruana) y decidí hacer dos rutas de trekking sencillas antes de lanzarme directamente al interior de la Cordillera Blanca, la más alta de la zona intertropical en el planeta.
     
    En mi primer día no hice más que subir al cerro más alto de la ciudad para tener vistas de la urbe y de algunos picos de la Cordillera Blanca, desde la carretera noreste hacia El Pinar. Ahora era tiempo de ascender al lado oeste, a la menospreciada Cordillera Negra.
     
    En esta zona de los Andes, la cordillera se divide en dos cadenas menores, fraccionadas por el cauce de un río que forma a su vez un valle, el Callejón de Huaylas, donde se encuentra Huaraz. Al este, la Cordillera Blanca, llamada así por la presencia de hermosos picos nevados, es la más solicitada por los turistas, atraídos por los deportes de aventuras y paisajes que parecen sacados del Himalaya Al oeste, se alza en su plenitud la Cordillera Negra, cuya ausencia de nieve y glaciares la posicionan a la sombra de su hermana mayor
     
    Pero hay algo de lo que muchos viajeros se olvidan: las mejores vistas de la Cordillera Blanca no se obtienen desde dentro de ella, sino desde fuera Y es allí donde la Cordillera Negra jugaba para mí su papel más importante
     
    De esa forma, al despertar en mi segundo día en Huaraz, me preparé para subir por mi cuenta a uno de los mejores miradores del Perú
     
    A unas pocas cuadras del hostal tomé un colectivo que viajaba hacia las poblaciones del sur. Al salir de la ciudad, tomamos la ruta que corre paralela al río Santa, el principal afluente del Callejón de Huaylas.
     
    Seguimos la ruta nacional 3 en dirección sur, por unos 20 kilómetros. Hasta que el conductor, siguiendo mis instrucciones, paró en el puente de Santa Cruz para que yo pudiera descender.
     


    Río Santa
     
    No era más que un pequeño puente que pasaba por encima del río, y donde daba comienzo el camino al pequeño poblado de Santa Cruz, apostado en las laderas de una de las colinas de la Cordillera Negra.
     


     
    Era poco antes de mediodía, y el sol era para entonces bastante fuerte. Enseguida, me di cuenta de mi primer error: nuevamente había olvidado mi bloqueador solar
     
    Me di de golpes en la frente, castigándome por parecer un viajero inexperto, que se aventura a un trekking por la montaña en pleno verano sin un bote de crema solar ¡Vaya lío! Pero pagaría el precio días después, de eso estaba seguro
     
    Como medida preventiva, me quité el suéter (que cargaba por la mañana fría y los vientos que me azotarían en aquella altura) y lo amarré en mi cabeza, de tal suerte que cubriera la mayor parte de mi cara y mi cuello, dejando mis brazos al descubierto, que muy acostumbrados estaban al sol
     
    Al pasar el puente había dos opciones: tomar la carretera de ripio por la que subían los autos, con pocas pendientes y distancias más largas; o andar por el escorado camino peatonal de tierra que subía directamente hasta la población. Con tal de exponerme lo menos posible al sol me decidí por el sendero con más árboles y sombra: el peatonal.
     
    Sin más remedio que parecer un loco, avancé con paso firme por las empinadas escaleras que empezaban a subir por la ladera, por las que bajaban algunos lugareños que, creí, estarían acostumbrados a los turistas; más sus rostros no denotaban sino curiosidad e intriga
     
    A manera de zigzag me paseaba por la colina, buscando guarecerme bajo cualquier diminuta sombra. Aun así, el calor y la altura empezaron a agitarme y hacerme sudar.
     
    No muchos metros más arriba, el menudo conjunto de casas que conforman la población de Santa Cruz apareció frente a mí. Pequeñas moradas de ladrillo sin repello con patios repletos de hierba seca, animales y algunos niños jugando. Y en el medio de la casi única calle que corría entre ellas, la imprescindible parroquia comunal.
     
    Me adentré poco a poco en la minúscula aldea, mientras todos parecían permanecer en sus casas. Así que dejé que mi instinto me guiara para saber que ruta tomar, en aras de marchar con dirección al mirador.
     
    Tras pasar la villa, seguí un largo sendero que cruzaba los cultivos de los campesinos, principal actividad de la región. Pero al parecer, ninguna persona trabajaba a esas arduas horas de la tarde
     


     
    La vereda descendía en una curva hacia una zona arbolada, que era atravesada por un pequeño arroyo. Tras caminar varios metros me topé con un par de adolescentes que charlaban bajo una sombra, quizá, vigilando las plantaciones.
     
    Les pregunté si era el camino correcto hacia el mirador, y entonces descubrí mi segundo error del día: había caminado en dirección contraria
     
    En el momento en que la empleada de la oficina de turismo me recomendó recorrer aquel camino, pensé que se trataba de un trekking bastante turístico. Pero la falta de personas y señalamientos me daban a entender que no era muy común que los turistas ascendieran (al menos, no caminando) hasta el mirador en la cima de la sierra
     
    En fin, no tenía muchas más opciones Debí regresar con todo mi orgullo al pueblo de Santa Cruz para tratar de hallar el camino.
     
    Una vez de vuelta, un par de niñas que jugaban con su perro en el patio trasero de su hogar me preguntaron qué es lo que buscaba allí. Desesperado, les platiqué que deseaba subir hasta el mirador, a lo que ambas me indicaron el sendero a seguir. Y depositando mi confianza en ese par de chiquillas continué mi andar por las verdes faldas de la montaña.
     
    En realidad, desde que llegara a Santa Cruz podía volver a tomar la carretera de ripio. En algunas zonas, se podían acortar las distancias con escalones y callejones.
     
    Por supuesto, la ruta carecía de árboles y sombra. Pero al final, me resigné por completo ante el astro rey y decidí aprovechar la caminata para broncearme, en vista de mi falta de bloqueador
     
    Cual caminata por la playa, continué a lo largo del curvilíneo sendero, deleitándome con las vistas del valle a cada vez más altura, mientras daba pequeños sorbos de agua a mi botella para apaciguar las gotas de sudor.
     
    El viento que azotaba las pendientes se enfriaba poco a poco, pero nada que no pudiera disfrutar con un sol tan dichoso como el de aquella jornada de verano
     
    Mi solitaria alma se encontraba de vez en cuando con corderos, reses y aves domésticas pastando por los lares, y algunos campesinos se empezaron a asomarse por mi camino.
     
    La ausencia de automóviles por la autopista se vio interrumpida por la imagen de un pequeño incidente. Una camioneta había hundido una de sus llantas en un enorme agujero en la carretera Tres hombres trataban de sacarla con una palanca.
     
    Me ofrecí a ayudarles sin ningún compromiso, pero preferían esperar a uno de sus vecinos que los auxiliaría con un camión más grande para remolcar.
     
    Al cuestionar mi rara presencia, supusieron que me dirigía al mirador, y me indicaron el último tramo del ascenso: una escalinata de piedra, donde un letrero marcaba la proximidad del sitio
     
    Un pequeño y delgado riachuelo bajaba a una etérea velocidad al lado de las escaleras, el cual anunciaba el grandioso cuerpo de agua que aguardaba a ser visitado en el ápice de la sierra, a unos 3 km de distancia de donde comencé la caminata.
     
    Así, más de dos horas después (normalmente la marcha es de 1 hora y media) llegué a la cima de la pequeña montaña. Una casucha de piedra y madera era la única construcción a la vista en aquel majestuoso paraje andino.
     
    Un par de niños se acercaron para venderme un paquete de galletas, a lo que acepté para compensar la energía que había gastado
     
    Tras la modesta choza, un nuevo letrero daba la bienvenida al turista al mirador y a la radiante laguna de Wilcacocha.
     


     
    A primera vista, la laguna no parecía lo más hermoso Su agua era oscura y sus reflejos muy tenues. Su superficie estaba cubierta por un manto de hojas y musgo, por el que se paseaban algunas aves.
     


     
    Pero hacía falta caminar pocos metros hacia el este y subir unos pequeños montículos para descubrir la verdadera belleza del mirador
     


     
    La cadena de imponentes picos nevados en la colindante Cordillera Blanca se abría paso a la vista entre la nubosidad de la húmeda zona, difuminando sus cumbres escarchadas con el cúmulo de nubes que se posaba sobre ellas.
     


     
    Al pie de los macizos de oscuras paredes se extendía una plancha de verdes colinas cuadriculadas, que indicaban la presencia de vida humana en sus aposentos. Aquella sucesión de cerros poseedores de un vil apodo conformaban la relegada Cordillera Negra, misma que me hacía testigo de las mejores vistas de las que hasta entonces había podido gozar en toda la extensión del Perú
     


     
    Al voltear a la derecha, me di cuenta de que la casa de aquellos niños no era la única situada a su suerte en la cúspide de la sierra, pues otro pequeño conjunto de chozas se presumía augusto ante aquel montuoso paisaje.
     


     
    No podía imaginarme el estilo de vida que aquellas personas llevaban, siendo habitantes de una desolada montaña a casi 4000 metros de altura No hacía sino pensar en Heidi y su abuelo en los Alpes lo que sin duda confirmó la razón del por qué Huaraz y su zona aledaña era apodada la Suiza peruana.
     


     
    Me senté un momento en lo más alto del montículo para comer mis galletas y admirar el paisaje. Desde allí, podía hacerme una idea de la accidentada geografía de la que era acreedora Perú, al quedar al descubierto parte del valle de Huaylas y las dos cordilleras centrales del país.
     


    Callejón de Huaylas y sus dos cordilleras
     
    Frente a mí se alzaban los picos más altos de Perú, siendo el mayor de ellos el monte Huascarán, de 6768 metros de altitud.
     
    Comencé a prepararme mentalmente, pues al siguiente día una de las agencias turísticas en Huaraz me llevaría, junto con un grupo de aventureros, a escalar a una de las lagunas más hermosas dentro de la imponente Cordillera Blanca, justo al lado del Huascarán
     


     
    El frío viento, mi piel quemada y la altitud de las que sufría en Wilcacocha no serían nada comparado ante lo que me enfrentaría después
     
    Con la mejor de las postales del recuerdo descendí la montaña para volver a Huaraz, y descansar un poco para mi siguiente aventura
  7. AlexMexico
    Nuestro último día en el occidente mexicano quisimos pasarlo en el medio del bosque y la viva naturaleza. Y, como es costumbre, la mejor decisión la tomamos gracias a la recomendación de un local tapatío, quien nos incitó a la aventura en búsqueda de los pueblos mágicos de Jalisco
    La secretaría de turismo de México ha utilizado este título emblemático para denominar a las poblaciones de mayor importancia y belleza histórica, cultural y natural alrededor de todo el país. Por supuesto, ha servido para impulsar la afluencia de turistas durante todo el año.
    En la provincia de Jalisco eran varias nuestras opciones, pero la más acertada por su cercanía y accesibilidad fue la población de Mazamitla, al sureste del estado.
    En nuestra nueva travesía se nos unió la tía Lupe, madre de una de mis primas con las que viajaba, quien se encontraba en Guadalajara para asistir a una boda. Los cinco juntos partimos por la mañana al tomar el autobús en la carretera sur, que tras bordear el enorme lago de Chapala por 150 kilómetros nos llevó a nuestro pequeño destino perdido entre las montañas.

    A primera vista, Mazamitla me colmó de sensaciones muy distintas a la que todos los pueblos mágicos tenían el poder de hacerme experimentar Sus techos de teja, balcones en madera y pasillos con pilares me transportaron inmediatamente a miles de kilómetros de distancia en el lejano Cusco, para ser exactos.

    Arquitectura como ésta rara vez es hallada en las recónditas localidades mexicanas. Es quizá, por ello, que el centro histórico de Mazamitla es una de las principales razones para enorgullecerse de su linaje actual

    Mientras recorríamos la catedral y la plaza de armas, algunos pares de simpáticas jóvenes se nos acercaron para ofrecernos paquetes turísticos a los principales destinos del pueblo, que incluían paseos por el centro histórico, actividades de deportes extremos en sus paisajes circundantes y la visita a la Cascada El Salto, misma que nos había sido recomendada.

    No obstante, nos mostramos obtusos ante sus ofertas, tomando como consejo la ruta a seguir hacia la dichosa caída de agua
    Era menos del mediodía y la población no mostraba mucha actividad. Se nos había dicho que, precisamente ese día, se celebraba el día del pueblo mágico, de tal forma que más tarde se haría un desfile conmemorativo por las calles del centro histórico.
    Deseosos de ser testigos de la festividad, decidimos partir al sur en busca de la cascada, para poder estar de vuelta a la hora adecuada para el desfile
    Hicimos una parada en la tienda para comprar comida para llevar. Tortillas de maíz, queso, chicharrón y salsa picante fue el menú para nuestra templada tarde
    Las estrechas calles del casco viejo nos llevaron colina abajo, orillados por las modestas viviendas de anaranjados tejados que fosforecían bajo un inminente sol.

    Un embudo de rúas nos dragó hasta el extremo sur del pueblo, donde las pendientes no cesaban de descender a considerables inclinaciones. A cada paso que dábamos, solo pensábamos en lo arduo que sería nuestro regreso  y sobre todo, pensábamos en mi tía, quien sin duda no poseía la misma resistencia corporal, aunada a un problema de asma
    Unos kilómetros más adelante un grupo de locales apareció halando de sus caballos. Por supuesto, el trueque por sus servicios no se hizo esperar, aguardando por nosotros, únicos turistas aquel día, para que pagásemos por un paseo sobre sus lomos.
    Conociendo ya la experiencia que mi tía poseía con los corceles (en cuya infancia solía montarlos) le ofrecimos pagarle el paseo hasta la cascada, en aras de salvar un poco de sus fuerzas. En vista de sus negativas, los hombres comenzaron a bajar el precio más y más... pero nada funcionaba para convencerla  Optamos por caminar.
    Las primeras casas de campo empezaron a aparecer en la larga avenida, tan distintas al resto de las moradas citadinas.

    Amplios terrenos las circundaban repletas de una viva vegetación que adornaba su campirana pero moderna arquitectura.
    Mazamitla es bien conocida por los jaliscienses por ser hogar de turistas y extranjeros que llegaron para quedarse, quienes han caído enamorados ante los pies de muchas de las hermosas casas de campo que se venden en la zona, perfectas para vacacionar durante el caluroso verano
    Más allá de los pintorescos pórticos a las afueras de la localidad, arribamos a un ostentoso y lujoso fraccionamiento campirano en el extremo sur. Una garita de madera nos dio la bienvenida a Los Cazos, misma donde nos vimos obligados a contribuir con una moneda, que se vería destinada a la conservación de la flora y fauna del lugar.

    A pesar de la evidente belleza del sector, se había permitido la privatización de la zona, siendo todos los terrenos a la orilla de un largo camino de ripio vendidos a particulares, deseosos de construir sus casas de verano.

    Menos mal que los vecinos habían hecho algo bueno con el espacio a su alrededor, que para nuestro deleite se encontraba en las perfectas condiciones de conservación ante su obligada visita

    Las escasas callejuelas que bajaban por los oteros parecían sacadas de un cuento de hadas Y las pintorescas casas en sus aristas podían fácilmente ser habitadas por una comunidad de hobbits que, por alguna extraña razón, hubieran llegado a ese recóndito rincón de México.

    En ambos extremos del sendero el bosque templado ensanchaba su espesura, convirtiéndose en un preponderante pulmón que mantenía vivaz el encanto de todo Mazamitla

    Solo algunos pocos vecinos presumían su regocijo desde sus cautivadoras moradas, mientras hacían la limpieza de sus fructuosos jardines o se preparaban para un asado de primavera.

    El sublime cantar de las aves se acompañaba en su tranquilidad solamente por nuestras voces y el correr del cauce de un estrecho arroyo a nuestro costado, sesgado en cada vivienda por pequeños y llamativos puentes tallados en los troncos.

    Después de unos 2 kilómetros cuesta abajo el camino llegaba a su fin, y se oía entre la selva de altos encinos el golpear del agua contra el suelo.
    Donde el arroyo se topaba con el vacío, dejaba su agua caer por la ladera de una pared de roca, en cuya cima nos permitimos sentarnos a tomar un descanso y, por supuesto, aprovechar su belleza para capturar más fotografías

    Más antes de bajar por la escalinata de más de 100 pasos, empleamos una pequeña palapa de madera para comer el almuerzo y recobrar nuestras fuerzas. Entonces algunos pares de turistas más se hicieron por fin presentes, aislándonos de nuestra solitaria comparecencia.

    Caminamos por el último tramo del trayecto, que nos llevaba justamente hasta el pie de la pared de rocas, lo que nos reveló finalmente la cascada El Salto, de 30 metros de altitud.

    La delgada y líquida línea blanca iluminada por el tenue sol aparentaba difuminarse en su parte inferior, produciendo un halo de vapor y brisa que empapaba todo a su alrededor.

    El pequeño y poco profundo estanque a sus pies nos dotaba de rocas humedecidas, por las que pudimos saltar hasta llegar lo más cerca que pudimos por su costado derecho, evitando siempre ser molestados por el resto de los turistas, que casi se bañaba bajo sus aguas

    Un clima templado nos relajó ante la majestuosidad de la exuberante y excitante naturaleza, llevando nuestro improvisado viaje citadino más lejos de lo que creímos llegar
    Cuando los viajantes despejaban la zona fue momento para posarnos justo al lado de sus aguas, y sentir la brisa aún más de cerca para apresar el nítido momento en nuestros lentes ópticos.

    Un último momento de júbilo fue necesario antes de partir sin muchos deseos de retornar a la gran ciudad de Guadalajara.

    La marcha de regreso se prolongó a un paso sumamente lento, a sabiendas de las escoradas pendientes que nos esperaban a subir hasta el pueblo
    Pacientes a cada paso que dábamos, no hesitamos en tomar descansos a cada cierto tramo. Más no nos mostrábamos arrepentidos de no haber aceptado cabalgar por Los Cazos.
    Al salir del fraccionamiento, no podíamos hacer nada más que mirar hacia la larga e inclinada subida que teníamos por delante. Más no teníamos otra opción que ascenderla
    Pero pronto apareció una camioneta chevrolet pick up, cuya batea nos sedujo instantáneamente. Y sin dudarlo más de dos segundos, pedimos a su chofer un ride hasta la cima del pueblo, a lo que gentilmente accedió
    Felices de ahorrarnos un considerable y cansado recorrido nos apresuramos hacia el zócalo del pueblo, donde los preparativos para la celebración estaban por finalizar.
    Buscamos el mejor sitio entre la multitud, que se regocijaba orgullosa por un año más del nombramiento de su ciudad natal.

    Los grupos de niños de todas las primarias y secundarias de Mazamitla comenzaron a desfilar por la calle principal, mostrando satisfechos figuras representativas de todos los pueblos mágicos de México, desde su extremo norte en la frontera hasta la punta más oriental de la Riviera maya

    Con aquella muestra gozosa de las comunidades más pequeñas y bellas del país, partimos alegres de Mazamitla para tomar nuestro avión desde Guadalajara, resguardando todos los recuerdos para uno más de mis viajes a la posteridad.
  8. AlexMexico
    A mi triunfal arribo a Madrid, todas las sensaciones dentro de mi corazón se aceleraban al mismo tiempo Era increíble cómo después de 12 horas me hallaba ahora a 9000 kilómetros tan lejos de casa y cómo, de repente, después de 8 meses de haber despedido a mis amigos españoles en México, volvía a reencontrarme con una de ellas: Henar, quien me esperaba fuera del Aeropuerto de Barajas mientras fumaba un pitillo.
    Totalmente embelesados por nuestra pronta y tan espontánea comparecencia, subimos a su camioneta y condujimos por la carretera estatal que circunvala a la localidad de Madrid, sede de la capital de la comunidad homónima y de un estado nación que, hasta el momento, me recibía con la mejor de sus caras
    Cada palabra y gesto de emoción que emanaba de la boca de Henar eran opacados por las postales que tras la ventana dejaban al desnudo a un Madrid cálido y vivaz. La imagen de una Europa templada y fría desaparecía vertiginosamente con el sol, que a las 19 horas seguía en un álgido punto de potencial luz… qué candor el mío para cualquiera que me veía portar un enorme abrigo de invierno en mitad de agosto ?
    El tamaño de Madrid y su zona metropolitana no se comparaba en lo absoluto con el de la Ciudad de México, misma que nos había acogido unos meses atrás; pero su extensa dimensión nos permitió aprovechar el tiempo para ponernos al día, mientras nos paseábamos por las periferias rumbo al sur de la metrópoli.
    Mi primer destino en la Iberia española era el barrio capitalino que había visto nacer a Henar y su familia: el distrito de Carabanchel.
    Albergue de una importante historia, cultura, identidad y de una amplia diversidad de población proveniente de todo el país (y el extranjero), Carabanchel me dio un sonriente saludo de acogida en la gran ciudad

    Decenas de madrileños se paseaban en bermudas y faldas bajo las carpas de los negocios al pie los edificios habitacionales. El verano invitaba a todos a salir de sus casas, y los coloridos árboles de matices otoñales incitaban a cualquiera a disfrutar de la tarde bajo sus poblados follajes.

    No era diferente el caso para el padre de Henar, quien disfrutaba de una cañita (cerveza de barril en vaso) cuando ambos llegábamos a casa.
    Y tras ser advertido por Henar sobre lo agresivo que podía sonar el tono de voz de los españoles (especialmente el de su familia), fui recibido con un fuerte abrazo por su hermano y su madre, quien con un banquete que ocupaba la totalidad de la mesa exclamó la mejor de mis recepciones: ¡BIENVENIDO A ESPAÑA!
    La gama gastronómica más popular y representativa de España se posaba como un bufete infinito que me exhortaba a sentarme, no sin antes otorgar a July (madre de Henar) los presentes que desde México había cargado conmigo: un par de magnetos y una botella de tequila Jimador
    Con el estómago saciado desde que bajé del avión, mi apetito velozmente escindió ante tal variedad culinaria, que incluía: salmón a la plancha, croquetas, jamón serrano, jamón york, queso de tetilla, paté, lonchas de chorizo, tortilla española y pan de baguette. Todo mientras el sol descendía poco a poco sin ponerse completamente.
    Tras el exquisito banquete y un shot de tequila, que obligadamente July se bebió por cortesía subí a darme una ducha y tratar de conciliar el sueño, no sin antes avisar a todos en México que había llegado con bien hasta las tierras hispánicas.
    La casa de Henar era sorprendentemente cómoda y grande  desde su amplio patio trasero hasta su ático y la habitación de invitados. No obstante, ella amablemente me concedió su alcoba, en la que vi ocultarse el sol, nada más y nada menos, que a las 10 pm  Algo extraño para mí, pero común para un verano español (quienes raramente todavía utilizan la hora del centro de Europa).
    El usual y perverso jet lag no me permitió despertarme más temprano que las 12 pm del siguiente día Y un poco avergonzado por el prolongado sueño, bajé a saludar a una familia que, a finales de sus vacaciones de verano, se preparaba para su última escapada de la temporada.
    Mientras trataba de adaptarme a los desayunos españoles (café y pan) Henar me contaba que ese día partirían todos al pueblo, donde compartirían algunos días con el resto de la familia. Por suerte, yo también estaba invitado, y vi allí la mejor oportunidad de codearme con el ambiente más típico de que de España se pudiera imaginar
    Pero antes de partir necesitaba algo más: casualmente no había traído desde México pantalones cortos, y visto el abrasador calor que en Madrid se sentía  Henar me llevó al mejor lugar para las compras en España. No estoy hablando de la primera boutique de Zara ni de marcas excesivamente costosas. Más todo lo contrario, y acudimos directamente a Primark.
    Como cadena irlandesa especializada en ropa y accesorios a precios bajos, Primark me ofreció todo lo necesario para el resto de mi estadía en Europa. Y no solamente hallé mis deseados pantaloncillos, sino gorros, guantes, bufandas y camisas a precios que increíblemente no sobrepasaban los 5 euros por prenda 
    Con todo un guardarropa renovado en mi maletín, alistamos todo para pasar algunos días lejos de Madrid, misma que conocería a fondo una semana más tarde.
    Casi al caer la noche dejamos la ciudad y tomamos la carretera estatal norte rumbo a la comunidad de Castilla León, hogar del antiguo reino de Castilla, de la lengua castellana y lugar de nacimiento de la unificación de toda España.
    Al este de la provincia de Segovia, colindante a la cercana comunidad madrileña, se hallaba Sepúlveda y sus pueblos circundantes. Uno de ellos, nuestro hogar por los próximos cinco días: Consuegra de Murera.
    Cuando me hablaron del pueblo de la familia había imaginado una especie de ranchería o comunidad rural con casas grandes y alejadas una de la otra (como suelen lucir en México). Pero Consuegra fue algo que nunca en mi vida había visto…
    Todas las casas colindaban una con la otra, sumando no más de 35 hogares, y el conjunto de edificaciones no sobrepasaban ni media hectárea Todo ello en el medio de una vasta llanura de verdes cultivos. He aquí una foto aérea para su mejor visualización:

    En la plaza central de la diminuta aldea, un grupo de niños yacían sentados con sus madres, disfrutando de un show infantil que se proyectaba en un vetusto muro de la parroquia, al mero estilo de Cinema Paradiso 

    Llegamos directamente a la casa de los padres de Henar, quienes me dirigieron a la antigua casa de la abuela, una enorme morada de ancianas paredes de piedra. Allí, el singular tío Paquito me recibió, tal como me habían descrito a su afanado personaje.
    Desviviéndose por ser el mejor anfitrión de España, en pocos minutos me contó la historia de la casa, del pueblo y de él mismo, mientras todos preparaban la mesa para la cena.
    Aquella templada noche dormí tan cómodamente que olvidé por completo la diferencia de horario, y me dije afortunado de compartir mis primeros días con tan benévola familia
    El despertar para mí y Henar fue temprano la siguiente mañana  cuando Álvaro, su hermano (quien no tenía ningún problema para levantarse al alba) nos echó de la cama para aprovechar el día: eran las fiestas de Los Santos Toros de Sepúlveda y era algo que yo no podía perderme.
    Retirando las lagañas de mis ojos, me llevaron a la plaza de toros del municipio, a lo cual rápidamente protesté. Las corridas de toros no es algo de mi agrado
    Más Henar y Álvaro me hicieron saber que mi filosofía no era ajena al pensar de muchos españoles, quienes poco a poco se han ido mostrando en contra de los brutales eventos. Así, en las fiestas de Sepúlveda el llamado “Encierro” sólo consistía en soltar a los toros para correr por las calles y encerrarlos al final en su respectivo corral.
    Como nosotros no llegamos al encierro, entramos a la plaza para coger un sitio. Otro espectáculo tendría lugar, esta vez solo con pequeños novillos.
    El sol apenas se levantaba, y la mayoría de los asistentes parecían no haber dormido. De hecho, habían seguido la fiesta toda la noche hasta el amanecer esperando con ansias el tan anhelado encierro.
    Grupos de jóvenes borrachos con camisas del mismo color formaban porras y cantaban orgullosos los himnos de sus pueblos. Ninguna de sus palabras castellanas eran descifrables para mí lo cual denotaba su procedencia meramente rural.

    Llegó el esperado momento, y el novillo fue soltado al centro de la pista. La cría desorientada caminaba de un lugar a otro, sin hacer mucho más que mirar al público.

    Algunos empezaron el show, y bajaron de sus gradas para correr con la vaquilla, quien los perseguía amenazando sus traseros con sus desafilados cuernos.

    Los más osados se acercaban a sólo centímetros de ella, y el célebre “olé” se vociferaba en todo el anfiteatro.

    Niños, ancianos, jóvenes y adultos disfrutaban entre familiares y amigos el espectáculo animal, manteniendo el fuerte vínculo que el pueblo hispano tiene con sus tradiciones más arraigadas. Sin duda, la primera típica postal que España me dió de sí 
    Desde lo alto de las tarimas se asomaba la parroquia de Sepúlveda y parte de su pueblo, esperando a ser visitado por el recién llegado turista mexicano

    Sepúlveda es cruzado por las hoces que forma el río Duratón, afluente del río Duero, cuyo cauce ha formado una especie de cañón. Así, desde sus alturas, puede apreciarse un hermoso y singular paisaje de tonos que van de los marrones a los verdes intensos.

    Sumergirme en las calles de Sepúlveda fue como volver en la línea del tiempo hasta la misma Edad Media peninsular
    Los autos de modelo reciente aparcados en sus orillas se combinaban contrastantemente con la antigua arquitectura castellana, que Sepúlveda y su gente han sabido conservar de manera sensacional.

    Cada ladrillo de arcilla coronado por tejas y pequeñas chimeneas podría haber sido capaz de contarme una historia diferente, sobre todas las auténticas generaciones que han pasado por el interior de cada añejo edificio.

    Vaporosos tonos beige orillaban las escoradas rúas, que en su centro lucían decenas de locales y visitantes que gozaban de un verano más en la campiña española. Y para mí, quizá el visitante de procedencia más lejana presente en aquel momento, cada molécula en la atmósfera representaba un universo de cultura que deseaba conservar en mis recuerdos.

    La estructura de una ciudad que parecía amurallada situada sobre la irregular figura de una colina me recordaba mucho a los cuentos de caballeros y dragones, y me llevaba de vuelta a lo que mi imaginación era capaz de crear durante los juegos de mi infancia
    El centro de la villa se hallaba atiborrado de lugareños y vacacionistas que se empapaban, perdidos en entre el pueblo, de la honra de los sepulvedanos. Las fiestas ya habían dado comienzo y eso se sentía en cada pequeño rincón
    De pronto, la multitud se reunió al pie de uno de los edificios, donde un simpático hombre incitó a todos a cantar el himno a San Miguel, patrón de la comunidad.
    Tras dos fervientes ¡Viva San Miguel! Todo se preparó para el siguiente evento: el encierro de toros infantil.
    El público se hacinó en ambas orillas de la callejuela empedrada para dejar paso al desfile de infantes, quienes se oían venir a lo lejos gracias a sus gritos y clamor.
    Los primeros pequeños aparecieron. Algunos de la mano de sus padres, otros en grupo con sus amigos, y otros solos corriendo desesperadamente para huir del monstruo amenazador que venía tras de ellos.
    Cada uno sostenía en una de sus manos una hoja de periódico enrollada. Esa era su mejor arma para defenderse de cualquier ataque.
    La indomable bestia apareció: una figura de felpa que simulaba un toro era empujada por un sujeto desconocido. La vaca se posaba sobre una carreta a ruedas que facilitaba su deslice por las calles empedradas. Y por delante, sus enormes cuernos desafiaban a cualquiera que se le pusiera enfrente ?

    Gritos y algunos llantos se escuchaban pasar mientras la muchedumbre infantil escapaba de ser la próxima carnada. Y los más valientes se acercaban al falso bovino para golpearlo con sus periódicos y hacerse respetar 
    Al final de la corrida, otro grupo de adultos corría hacia ellos. Pero esta vez, lo hacían para ayudarlos.

    La cuadrilla de paramédicos se apresuraba con su ambulancia para auxiliar a los heridos durante el encierro. Hombres vestidos de enfermeras rociaban agua a cualquiera que se le cruzara para tratar de curar sus heridas, así no hubieran participado en la novillada
    De esta forma es como los sepulvedanos iniciaban a sus niños en los ritos patronales propios de su comunidad. El resto de la jornada, era solo fiesta y más fiesta.
    Las orquestas hacían bailar a chicos y grandes en el medio de las plazas. Y no faltaban los trasnochados y pasados de copas que sacaban a bailar a cualquiera que caminara a su lado.
    Terminamos nuestra tarde en Sepúlveda probando una de sus mejores delicias: los pedruscos. Panes rellenos de chorizo de aproximadamente un euro que saciaron mi hambriento paladar antes de volver a casa
    A nuestro retorno, la familia no estaba en casa. Todos se habían dirigido al único bar del pueblo, y así ponerse al corriente con los últimos chismes sabidos.

    Pueblo de Consuegra de Murera
    Henar, July, su hermana Mary, tíos, tías, primos y parientes se aglutinaron todos fuera de la cafetería para disfrutar de otra soleada tarde en la canícula.
    El pueblo no debía tener más de 30 habitantes permanentes Pero ese número fácilmente podía triplicarse durante el verano, cuando todos los antiguos residentes y familiares regresaban para un sublime reencuentro anual
    Pese a mi insistencia en pagar mi propia cuenta, cada persona se disponía a invitar una ronda de bebidas, donde no me incluyeron a mí pero sí a mi brebaje, el mejor sin duda que España me otorgaría:
    Si bien en México nunca me consideré un fanático del vino, sabía que no podía vivir en España sin sumergirme en la cultura vinícola. Y por recomendación de Henar, comencé mi experiencia con el tinto de verano, una placentera mezcla de vino tinto con hielo y refresco de limón. Una combinación que muy pocos debían conocer en mi país, pero que definitivamente fue la mejor forma de adentrarme en su consumo

    Uno tras otro, los vasos con tinto de verano pasaban por mis manos tantas veces como el mesero se acercaba con su charola, y nos ofrecía una nueva ronda de las célebres tapas españolas   Chorizo, jamón serrano, jamón york, queso, paté, tomate, aceite de oliva, tortilla de huevo…
    La deliciosa cobertura de cada pieza de pan era tan abrasadora como el fervor de los españoles, quienes me habían hecho sentir, sin duda, que España había sido el mejor destino elegido para realizar mi intercambio estudiantil
  9. AlexMexico
    Mis tardes y veladas en el pueblo de Consuegra pasaban entre grandes banquetes para la cena y extraños juegos de cartas inglesas. Entre todas ellas, la celebración del cumpleaños de July, la madre de mi amiga Henar, a quien cantamos el famoso cumpleaños feliz y, en honor a mi presencia, las mañanitas mexicanas 
    Mi estancia en la enorme casa de la abuela con Henar y su tío Paquito había devenido en noches de café y películas. Y ya que una de las amplias habitaciones de la morada estaba destinada sola y únicamente al resguardo de una gran colección de libros y filmes nuestro catálogo era más que suficiente para saciar nuestro cinéfilo apetito.
    Pero si soy sincero, a uno de los que más adoraba dentro de la familia de Henar era a su hermano Álvaro. Y es que el destino nos cruzó precisamente durante las vacaciones de verano, cuando él tenía el tiempo libre suficiente para disfrutar conmigo de los mejores tours
    Más eso no era lo mejor, sino que el buen muchacho ostentaba la maravillosa profesión de historiador, lo que lo convertía en la persona más interesante con quien pudiera haber compartido mis visitas por el centro del país
    Una de sus cuantiosas ofertas fue visitar el Parque Natural Hoces del Río Duratón, una particular formación geológica tallada por una vertiente del río Duero; uno de los parques nacionales más visitados en España.
    Así, uno de esos días, manejamos a escasos kilómetros al noroeste de la aldea. Cerca de la ciudad de Sepúlveda había una desviación que dirigía hacia el parque. Aparcamos el coche al pie del camino de ripio que le seguía e ingresamos sin pagar cuota alguna
    Existen distintos senderos para recorrer el paisaje por lo alto de las montañas. El que nosotros tomamos era de unos escasos 15 minutos.
    Las primeras tomas que se asomaron desde lo alto mostraban a un azulado río Duratón que serpenteaba entre altos acantilados de casi 100 metros.

    El follaje de un tono verde seco cubría algunos de los puntos en las laderas, creando la única escasa sombra del lugar.

    Aún con capas de bloqueador solar sobre mi piel, buscaba con recelo algún refugio ante los potentes rayos  mientras capturaba las mejores fotografías posibles en la orilla de los barrancos.

    Muy lejos desde las alturas se podían divisar algunas de las aves que anidaban en las paredes rocosas, cuidando de sus bebés y alimentado a sus familias. El parque es bien conocido por poseer una de las mayores colonias de buitres leonardos en el país y en Europa, convirtiéndola en una reserva natural de mucha importancia en los ecosistemas ibéricos.

    Deseando poder descender un poco más para su mejor avistamiento, mi envidia se desató al mirar un par de personas remando en kayak a lo largo del río. En algunos puntos del parque se pueden rentar barcas para su recorrido… de haberlo sabido antes, me hubiera visto literalmente sobre las aguas de su cauce 

    Aunque existen varios puntos que sirven de miradores a lo largo del complejo, el más famoso por sus hermosas vistas era el peñasco sobre el que nos encontrábamos. Además, otro singular atractivo se erguía allí majestuosamente.
    Una especie de capilla, que parecía estar hecha de la misma roca de las montañas, se levantaba al final del acantilado.

    Álvaro me hizo saber que aquella figura románica databa de la lejana Edad Media. Había sido construida por San Frutos en el siglo VII, por lo que ahora se llama la Ermita de San Frutos, quien es considerado el patrón de toda la provincia de Segovia.

    Sin embargo, la construcción actual fue edificada cuatro siglos más tarde, y fue después completada con un monasterio que se encuentra más abajo.
    El priorato se encuentra sobre un balcón que sobresale de la meseta, y está dividido del resto de la montaña por una grieta, que se une al resto de la planicie por medio de un puente de piedra. Es aquí donde Álvaro me ha contado la leyenda que se ha divulgado sobre este peculiar y lejano sitio:
    La grieta es llamada La Cuchillada, y según los rumores, ésta fue abierta milagrosamente por San Frutos para detener a los moros (musulmanes), quienes lo perseguían a él y a otros pueblerinos de Sepúlveda, durante la invasión del Islam en la península. De esta forma, todo aquello después de la grieta es considerado terreno sagrado

    Un altar cilíndrico, un campanario y algunas paredes de la iglesia es lo que sigue todavía en pie. Aunque allí se encuentran aún las reliquias del ahora santo.
    Pasando de largo la ermita se llega al último peldaño de la superficie plana, donde se tienen las mejores vistas del río y de su cañón.

    Sentarme ahí, con semejante paisaje a mis pies, me hizo sentirme nuevamente agradecido por haber decidido viajar a España, y por haber sido bienvenido por gente tan maja como Henar y su familia
    De vuelta al pueblo, hemos parado en una tienda local para comprar algunas cosas. Y a la orilla de la carretera algo me hizo bajar del coche.
    Una interminable serie de sembradíos de girasoles se extendía por las planas llanuras de tierra y pasto.

    El vivo color amarillo de los pétalos de cada flor, sumado a su hipnotizante centro de un marrón rojizo, adornaban la hojarasca verde que crecía a grandes alturas por todo el campo.

    Las más maduras parecían cuidar de sus hermanas menores, que se esforzaban poco a poco por abrir sus hojas en todo su esplendor.

    Con aquella colorida postal me despedí de otro hermoso viaje en la campiña segoviana que perduraría para el recuerdo  y que me recordaba una vez más que lo bello de España iba mucho más allá que la gran ciudad de Madrid.
  10. AlexMexico
    Después de mi primera semana en España muy poco de lo que había conocido podría ser considerado como la imagen “cliché” del país. Hasta entonces, mis andanzas con la familia Velasco me habían arrojado hasta las llanuras de la campiña de Castilla León, entre sus pueblos medievales y áridos paisajes.
    Más ello me hacía feliz. De tal suerte que pude adentrarme en la Hispania antigua y conservadora antes de sumergirme en la moderna nación liberal que todos conocemos hoy. Y de vuelta a la gran capital, Henar y su familia se encargarían de mostrarme a fondo lo mejor de su natal Madrid  
    Rápidamente me di cuenta de que la célebre rivalidad entre madrileños y barceloneses resultó no ser un mito Y va mucho más allá de sus afanados equipos de futbol soccer. Ambas luchan por ser la primera ciudad española por excelencia en Europa y el mundo.
    Barcelona tuvo y aún posee una hegemonía cultural y económica impactante, que sobrevivió a la guerra civil y a las duras condiciones a las que muchos catalanes fueron sometidos por los antiguos reinos. Cabe mencionar que la comunidad de Cataluña tiene su propio idioma: el catalán, oficial además del castellano, ahí, en la Comunidad Valenciana y en las Islas Baleares. Barcelona aporta la quinta parte del PIB de todo el Estado.
    No obstante, Madrid ha sido la capital del reino por casi 5 siglos, y eso le otorga un título incomparable. No solo es una de las ciudades más pobladas de Europa, sino una de las más ricas nominalmente. Aunque su identidad cultural es menos reconocible que la de Barcelona, su afinidad influye a toda España y a los países hispanohablantes.
    Así, la mayoría de los madrileños siempre se encargarán de darle a cualquier turista la mejor de las bienvenidas para demostrar, con creces, que Madrid es la mejor ciudad del mundo
    Henar y yo abandonamos solos el pueblo de Consuegra aquella despejada tarde, mientras el sol se ocultaba poco a poco detrás de un plano horizonte. Y tras el ocaso, decidimos coger el auto para conocer lo que Madrid me ofrecía al caer la noche
     
    LA GRAN VÍA
    Pasado ya las 22 horas, misma en la que (raramente para mí) el astro rey se marcha durante el verano en la península, Henar me condujo desde el barrio de Carabanchel hasta la célebre estación de Atocha, donde decenas de trenes de metro y cercanías confluyen en el alto tráfico de pasajeros de la gran ciudad.

    Barrio de Carabanchel
    Atocha fue uno de los desafortunados destinos del ataque terrorista del 2004 aunado a Al-Qaeda, donde varias bombas fueron colocadas en cuatro trenes de cercanías con rumbo hacia la estación Hoy, sin embargo, luce como la central más moderna y demandada de todo Madrid
    Desde Atocha tomamos el Paseo del Prado, que más adelante se convierte en el Paseo de la Castellana, una de las avenidas principales con mayor afluencia y orillado por edificios de gran importancia en la urbe, como museos, embajadas, monumentos y ministerios de gobierno.
    Tornamos hacia la calle de Alcalá y luego a la afamada Gran Vía, misma que bauticé como el Brodway de Madrid.

    La amplia avenida es el hogar de importantes bancos, empresas multinacionales, centros comerciales, enormes y lujosos hoteles, pero sobre todo, de los teatros, que exhiben las mejores obras de toda España y parte de Europa. La más famosa en aquellos momentos era sin duda El Rey León y aunque muriera por un billete de entrada, sus precios exorbitantes me contuvieron de comprarlo De todas formas, meses más tarde llegaría a México con el mismo elenco

    La Gran Vía se convertiría desde entonces en un punto de referencia obligado durante mi larga estadía en Madrid, y en la mejor zona para calarse del ambiente urbano de la capital

     
    LA CIBELES Y EL RETIRO
    Ya con la luz del día contemplé el resto de los símbolos que en la calle de Alcalá se yerguen con su esplendor.
    En la convergencia con el Paseo del Prado, una rotonda que distribuye el tráfico de manera circular forma la célebre Plaza de Cibeles, llamada así por la famosa fuente que se posa en el medio de la glorieta, que luce a la diosa Cibeles, símbolo de la Tierra, la agricultura y la fecundidad, sobre un carro tirado por leones.

    Plaza de Cibeles
    Esta plaza es ya una insignia del pueblo madrileño, por la historia de su creación, el significado de la fuente, el hecho de que divide a sus cuatro esquinas en barrios diferentes… es aquí donde los seguidores del equipo del Real Madrid celebran todas sus victorias importantes. Es el equivalente al Ángel de la Independencia en la Ciudad de México y al obelisco de Buenos Aires
    La plaza está rodeada por emblemáticos edificios, como el Palacio Buenavista, la Casa de América, el Banco de España, pero el más hermoso y glorioso de todos es, sin duda, el Palacio de Cibeles  

    Desde que aquella blanquecina construcción se asomó frente a mis ojos no pude contenerme a fotografiarla por todos sus ángulos Una portentosa maravilla arquitectónica creada casi un siglo atrás que fue usada, en un principio, como palacio de telecomunicaciones, y que hoy alberga a un centro cultural y al Ayuntamiento de la ciudad.

    No podía creer cómo esos ostentosos detalles tallados en piedra, que denotan una mezcla de barroco con modernismo, hubieran sido creados para alojar los servicios de telégrafos, correos y telefonía por lo que se le conoció (y aún se le conoce) como Palacio de Comunicaciones.

    Es gracias a la diosa de la Anatolia que hoy recibe tal apodo, que porta orgulloso entre los demás edificios de la metrópoli capitalina
    Tan sólo dos cuadras detrás del Palacio me encontré con otro de los íconos de Madrid, quizá el más conocido por muchos: la Puerta de Alcalá.
    No muchos saben algo sobre este monumento, más allá de la canción que Ana Belén y Víctor Manuel hicieron famosa años atrás

    Se trata de una de las puertas reales que la ciudad poseía cuando estaba amurallada. Era por allí que entraban y salían legalmente todas las personas que lo tenían permitido, además de las mercancías que eran revisadas minuciosamente, cumpliendo así la función de una aduana moderna. Y se llama de Alcalá porque, sí, por ahí era el camino hacia la ciudad de Alcalá de Henares.
    Hoy permanece orgullosa, presumiendo el nombre del rey Carlos III en su fachada, a quien debe su diseño neoclásico actual. A pesar de la existencia de otras puertas, como la de Toledo o Segovia, es ésta la que ha devenido en sede de eventos importantes, como asesinatos, manifestaciones y celebraciones, lo que la hace tan popular en Madrid y en el mundo (y la razón por la cual aparece en la mitad de los souvenirs ).
    Y es justo al sureste de la puerta de Alcalá donde se extiende por más de 100 hectáreas el central park de toda buena capital: en el caso de Madrid es el Parque del Retiro.

    Es un área boscosa que siglos atrás fue obsequiada al monarca Felipe IV, precisamente como un parque de retiro y recreo para la Corte española. Hoy, afortunadamente, se encuentra abierto al público, siendo uno de los principales pulmones de la ciudad, aunque cabe decir que Madrid puede presumir ser una ciudad bastante verde
    Entramos por la esquina superior oeste, donde la Puerta de Alcalá adorna el fondo urbano. Al seguir el sendero, nos topamos con el estanque más grande del bosque, enmarcado por un monumento al rey Alfonso XII.

    Allí, locales y turistas se paseaban en atuendos frescos para la tarde, mientras libaban cualquier bebida o bocadillo frío que les quitase el apetito y el calor. Yo mientras, me deleitaba con el primer grupo de flamenco que me tocó admirar en España 
    Una pareja de jóvenes españoles embellecían aún más la postal del lago con el encanto que sólo el flamenco puede ofrecer Él tocaba la guitarra. Ella cantaba y bailaba. Ambos al mismo ritmo, sincronizados a la perfección.

    A pesar de la gallardía que para mis oídos era escuchar aquel género andaluz (notablemente influenciado por la cultura gitana), Henar y Álvaro me hicieron saber la situación actual que en España se vive con dicha comunidad
    Los gitanos tienen fama de ser rateros, abusadores, pandilleros y criminales Muchos creen que se han aprovechado de la compasión del pueblo, y los ven como oportunistas usurpadores, aunque hayan llegado a la Iberia hace ya muchos siglos En fin, poco de lo que la cantante hablaba en su canción sobre la “ hermandad entre gitanos y españoles” podía ser trasladado a la realidad actual del país
    El parque parecía interminable, así que nos decidimos por visitar el segundo estanque, donde se alza una majestuosa obra de arte, el Palacio de Cristal. Dentro de él se llevan a cabo exposiciones de arte contemporáneo, bastante ad hoc con su estilo arquitectónico.

    Más allá de los jardines y de vuelta en la ciudad se encuentra el Casón del Buen Retiro, antiguo salón de baile. Detrás de él se yergue uno de los antiguos monasterios de Madrid y, debo confesar, bastante atractivo a la vista: el de San Jerónimo el Real.
    Monasterio San Jerónimo El Real
    Pero toda su belleza queda de lado cuando frente a él aparece la joya artística de Madrid, la atracción más visitada de la ciudad y, quizá, de toda España: el Museo del Prado.

    Museo del Prado: https://goo.gl/YCOL0r
    Es uno de los museos de arte más importantes del mundo, y uno de los más concurridos. Su amplia colección, que incluye a pintores renacentistas y contemporáneos como Diego Velásquez, Francisco de Goya y Rubens, se debe como otros grandes museos a la gran afición coleccionista de las dinastías monárquicas a lo largo de la historia española.
    La mala noticia: no permiten tomar fotografías al interior ¡Es algo que verdaderamente apesta! Eso no pasa ni siquiera en el museo de Louvre en París. Pero cada institución y sus normas
    Lo que sí puedo decir es que cada centímetro del museo vale completamente la pena Desde las esculturas grecorromanas hasta el  Jardín de las Delicias de Bosch. Definitivamente un must go de Madrid
     
    DE ESPAÑA HASTA EGIPTO
    El recorrido histórico de Madrid da comienzo, por excelencia, en la Puerta del Sol, una famosa plaza central que ha devenido en el punto de encuentro básico para todos los madrileños. Debe su nombre a la antigua entrada que existía en la muralla del Madrid medieval.
    La plaza está rodeada por muchos edificios famosos, el más célebre de ellos es el edificio de correos, cuyo reloj en su torre es el que marca las 12 campanadas en el año nuevo en España, celebración misma de la que sería testigo algunos meses más adelante (de ello pueden darse una idea con la canción “ Un año más” de Ana Torroja).
    La Puerta del Sol en año nuevo
    En el medio de la plaza se halla el kilómetro cero, desde donde comienzan todas las carreteras españolas. Y otro de los símbolos de la ciudad: la estatua del Oso y el Madroño. Es la imagen que aparece en el escudo heráldico de Madrid, y es también utilizado para muchos de los souvenirs a la venta.
    La plaza del Sol: https://goo.gl/XhHcij
    Desde la populosa explanada, acompañado por mi mejor guía, Álvaro, caminamos hacia la Plaza Mayor.

    Como todas las plazas mayores en el país, ésta nació a manera de mercado durante la Edad Media, y posee las mismas característica que el resto de sus hermanas: una silueta rectangular cerrada completamente por edificios en sus cuatro lados, con pasillos adornados por pilares y pequeños pasillos como salida.

    Por supuesto, hoy todos esos pasillos se ven atiborrados de restaurantes y comercios que ofrecen al turista todo tipo de accesorio.

    Al buscar la salida por los angostos pasillos llegamos a una avenida, que nos llevó directamente hasta la mayor residencia española: el Palacio Real.

    Aunque no es donde realmente vive la actual familia real de España (quienes se han trasladado ahora al Palacio de Zarzuela) es la residencia oficial, y donde ahora se llevan a cabo juntas oficiales de Estado.
    Aunque parezca imposible, su extensión llega a ser incluso más grande que la de los palacios de Buckingham y Versalles

    Frente al monumental y blanco castillo se posa la Catedral de la Almudena, patrona de la ciudad de Madrid. Fue allí donde se casaron los príncipes de Asturias en el año 2004, Felipe de Borbón y Leticia Ortiz, hasta ahora, la única boda celebrada en dicho templo

    Sus campanas resonarían varios meses más tarde, cuando el rey Juan Carlos I abdicara al trono y le entregara su corona a su hijo y a su nuera, quienes se proclaman ahora como reyes de España.
    Unas calles más al norte del recinto real se encuentra la Plaza España, un parque de recreo dedicad al autor Miguel de Cervantes, y coronada por altos edificios que sobresalen desde cualquier ángulo. El más distintivo de ellos, el Edificio España.

    Por supuesto, una plaza dedicada a Cervantes debe poseer una estatua de su inmortal personaje: Don Quijote de la Mancha, y de su inseparable colega, Sancho Panza  

    Y detrás de aquella plazuela me topé con una sorpresa que jamás creí encontrar en el medio de ninguna ciudad española, europea u occidental: un templo egipcio
    Se trata del Templo de Debot, que fue donado (sí, literalmente regalado ) al gobierno español por parte de Egipto, en agradecimiento por su colaboración en el rescate de varios templos en 1968.

    Es aquí donde uno puede maravillarse tanto, al ver cómo una estructura de más de 2200 años de antigüedad pudo transportarse pieza por pieza de un continente a otro y volverse a armar para lucir tal como lo hacía hace dos milenios  Parece que Egipto tiene tantos restos arqueológicos que puede darse el lujo de regalarlos por doquier
     
    EL PARQUE EUROPA
    Y si bien he relatado las principales y más bellas atracciones que tiene Madrid, no quisiera despedirme sin antes presentar una que no muchos conocen, debido quizá, a su lejanía del centro de la ciudad. Pero vale mucho la pena si se tiene el tiempo libre y la forma de llegar
    En Torrejón de Ardoz, en la salida este de la ciudad de Madrid, está el pintoresco Parque Europa.

    Si se preguntan qué es, pues adivinaron. Es un parque que representa a Europa a la Unión Europea, y lo hace con réplicas de los monumentos icónicos de cada país y/o ciudad de la comunidad

    Así, si no se tiene el tiempo de viajar más allá de Madrid o España, se puede admirar de forma más barata al Puente de Londres, la Puerta de Brandemburgo, la Torre Eiffel, la Fontana de Trevi, la Torre de Belem, la Acrópolis de Atenas, la Sirenita de Copenhague, un barco vikingo, los molinos de viento holandeses y al David de Miguel Ángel.

    Claro está, son réplicas, pero para un paseo de domingo no está nada mal que digamos
    Y un pequeño video de mi experiencia con el flamenco en el Parque del Retiro, con vista al estanque central
  11. AlexMexico
    Se puede decir que vivir en Galicia es algo muy cercano a vivir en Portugal. La lengua portuguesa, en efecto, se ramificó siglos atrás del idioma gallego. La conquista castellana del reino de Galicia la separó eternamente del contiguo y hermano reino de Portugal. Sin embargo, Galicia siguió conservando su antigua identidad a lo largo de su historia, a pesar de su incorporación al resto de la Corona de Castilla y León. Y esa identidad está indudablemente ligada a su vecino del sur.
    Cuando por primera vez escuché a la gente hablar en gallego me vino a la mente todo lo que alguna vez había oído en portugués: películas, música, amigos brasileños. La única diferencia es que lo hacían al estilo español.
    De hecho, una de las clases que tomé en la Universidad de Santiago fue el primer curso de lengua portuguesa en la faculta de filología. Pero apenas habrían pasado unas tres semanas de septiembre cuando me aventuraría a cruzar la frontera al sur en otro de los famosos viajes Erasmus con ESN (Erasmus Students Network).
    El destino era prometedor: Oporto, la ciudad que básicamente dio nacimiento y nombre al reino de Portugal, hogar de toda una nación, del bacalao y de uno de los vinos más célebres de todo el mundo. Por un precio bastante módico con tres noches de hotel era un viaje imprescindible  tomando en cuenta la cercanía que tenía con Santiago.
    El día de la partida dos grandes autobuses se abarrotaron de estudiantes intercambistas frente a la alameda central, guiados por un par de hermanos bolivianos que, irónicamente, eran quienes organizaban los viajes por España y sus alrededores para deleite de los extranjeros
    Aunque los viajes estudiantiles son los favoritos de muchos, viajar al lado de más de 100 personas al mismo tiempo no es nada agradable Es imposible hacerse amigo de todos, y las fugaces introducciones con “¿de dónde eres?” y “¿hablas español?” era algo que prefería reservarme para las fiestas o el salón de clases. No obstante, fue el bajo costo lo que me hizo aceptar la jugosa oferta
    No pasaron más de 50 minutos desde que partimos para que lográsemos llegar a la frontera. Era la primera vez que saldría de España desde que pisé suelo europeo. Sin embargo, pronto me daría cuenta de la realidad migratoria del viejo mundo. En la Unión Europea no existen las fronteras.
    Venga ya, claro que existen. Son naciones diferentes, son países diferentes. Son economías, pueblos, culturas y estados diferentes. Pero no en el plano migratorio. Allí todos forman un solo país, un solo espacio común para turistas y locales
    Así, me bastó con entrar por Frankfurt, Alemania, un mes atrás. A partir de entonces, no tendría que mostrar mi pasaporte ni mi visa a ninguna otra entidad hasta salir de la Unión Europea. Más específicamente del Espacio Schengen ¿Qué es el Espacio Schengen? Es el área común de libre tránsito de Europa, donde no existen controles migratorios y que funciona como un mismo país. Está formado por todos los miembros de la UE, con excepción de Irlanda y Reino Unido y sumando a Islandia, Noruega, Suiza y Liechtenstein.
    De tal suerte que al pasar oficialmente de España a Portugal nada especial ocurrió. Ningún control aduanal, ninguna gendarmería, sólo un aviso por parte de los bolivianos para que apagáramos nuestros datos móviles del celular y cambiáramos el huso horario.
    Existe una rara decisión por parte de los gobiernos por sincronizar el horario de sus países con el de sus estados hermanos, aunque esto implique perturbar las horas de sol  Y por alguna extraña razón España sigue utilizando la zona horaria de Europa Central (+1) cuando debería usar la zona cero, bajo el meridiano de Greenwich, huso horario que sí utiliza Portugal.
    Así, con una hora menos en nuestras vidas arribamos a Oporto, segunda ciudad más poblada e importante de Portugal después de Lisboa.
    Conocida como la capital del norte, Oporto es una ciudad enclava a orillas del río Duero que se cree que surgió desde la época de los griegos, siendo una de los primeras, sino es que la primera ciudad del oeste de Iberia.
    Después de infinitas civilizaciones que habitaron la antigua Cale y tras la conquista musulmana de la península, Oporto fue “liberada” por la Corona de León y perteneció a ella como un condado hasta su independencia oficial, cuando se creó el Reino de Portugal. Oporto es así el nacimiento de una nación y un imperio que exploraría los océanos del planeta entero por varios siglos.
    El arribo al anochecer de la ciudad no nos ofrecía mucho a la vista, pero la noche para un grupo de Erasmus suele ser mucho más tentadora que toda una soleada tarde.
    Después de una cena planeada en un restaurante del centro histórico, que por 10 euros poco valió la pena , llegó la hora de la fiesta en una de sus plazas nocturnas más concurridas. Y tras chocar las copas en cada esquina del bar y de una larga tanda de bailes regresamos al hotel a prepararnos para el siguiente día.
    Para nuestra poca sorpresa el clima en el norte de Portugal era prácticamente el mismo que en Galicia Y para el final del verano las lluvias ya habían comenzado 
    Un tupido cielo gris fue quien nos acogería a lo largo de todos nuestros días. Cargar un paraguas durante un paseo no es nada agradable. Pero pocas eran nuestras opciones bajo tales inclemencias
    Nuestro tour comenzó un viernes temprano, cuando el numeroso grupo de alumnos, arreados como borregos, seguimos a ambos guías por las rúas del centro histórico, haciendo nuestra primera parada en un mercado local de artesanías, imprescindible escala para toda agencia.
    En las mesas de los comerciantes un sinfín de souvenirs se ofrecía al cliente, pero eran las figurillas de los gallos las que colmaban los estantes 

    Una amable vendedora nos explicó, en un portugués bastante bien entendible, que el gallo como figura nacional tiene su origen en una leyenda local del norte de Portugal:
    No dudé entonces en llevarme un pequeño chupito con la imagen del célebre Gallo de Barcelos impreso en él
    Seguimos nuestro camino por el centro, mientras el agua no parecía cesar Los valientes que osaron abandonar el hotel sin un paraguas corrieron a comprar uno a la tienda más cercana, pero para los infortunados que eligieron un mal calzado era ya demasiado tarde para remediarlo 
    Llegamos hasta la Plaza de la Libertad, donde se erige una estatua del rey Pedro IV justo frente al hermoso edificio modernista que da cabida al Ayuntamiento de la ciudad, ambos rodeados de imponentes construcciones del siglo pasado.

    Es a partir de aquí cuando el paisaje comenzó a cambiar un poco, reemplazando al nuevo y moderno Oporto por la vieja ciudad ahora declarada Patrimonio de la Humanidad.
    Sus rúas adoquinadas nos condujeron primero al resguardo de una gran plaza techada de forma triangular, la Plaza de Lisboa. Es una moderna estructura techada que aloja algunos pares de comercios locales, como restaurantes, cafeterías y bares, bastante frecuentados por los turistas. Pero las mayores atracciones se encuentran a sus tres orillas.
    La primera a la que los guías quisieron llevarnos fue a la librería más famosa de todo Oporto y una de las más célebres del mundo. La librería Lello & Irmão. Pero era prácticamente imposible entrar Multitudes de personas se aglutinaban en su puerta y había que hacer una enorme fila para ingresar ¿Qué la hacía tan famosa? Está todo basado en un mito que ni siquiera se ha comprobado.
    La escritora J.K. Rowling vivió varios años en Oporto impartiendo clases de inglés en una academia. Se dice que frecuentaba mucho esa librería y que fue la inspiración para describir la biblioteca de Hogwarts; hay quienes dicen, incluso, que la librería entera fue quien inspiró toda la historia del famoso mago 
    Mito o realidad, aquella historia sirvió para hacer de Lello & Irmão uno de los lugares más visitados en Oporto. Lamentablemente fui testigo de su belleza arquitectónica solamente desde su exterior pues la cantidad de asistentes era simplemente insoportable.
    Y mientras el resto aguardaba por su turno yo seguí tomando fotos en los alrededores de la plaza, cuando poco a poco el aguacero comenzó a cesar.

    Me topé entonces con Kasia, una chica de Polonia con la que había cruzado algunas palabras en el viaje. Me hizo saber su descontento con el viaje y el estrés que le causaba caminar tras un grupo tan numeroso de turistas, sobre todo con los charcos de agua y los paraguas atravesándose por el camino. Le propuse separarnos y conocer el resto de la ciudad por nuestra cuenta. El cielo parecía haberse calmado y mi orientación podría más que la de los guías bolivianos
    Así, llegamos a la estación de trenes de la ciudad, donde tuvimos una vista cuesta debajo del centro histórico. Comenzamos el descenso dejándonos llevar por nuestros instintos, sin siquiera preguntar a dónde nos dirigíamos.
    Las primeras antiguas casas se dejaban ver, y no eran nada de lo que había imaginado. Estructuras alargadas y estrechas donde no parecía que cupiera una familia entera por cada piso

    La mayoría de sus paredes se tapizaban con vivos colores o eran adornadas con un juego de mosaicos de vivaces figuras.

    Balcones con curvas de fierro frente a delineadas ventanas de marcos blancos de madera, repletos de ropa colgando a fin de secarse con el naciente sol.

    Verdaderamente la ciudad empezaba a enamorarme, aunque Kasia se rehusaba a la idea de forrar una casa entera de azulejos en su exterior y a tender prendas a la vista de todos  Para mí, era lo mejor que la ciudad podía ofrecerme.

    Nuestro irregular sendero nos llevó hasta la Catedral de Oporto, una sede episcopal de estilo románico que sorprendentemente era poco asediada por los turistas en ese momento. Y para ser sincero, a nosotros tampoco nos atrajo ingresar por su nave lateral para admirar su interior, pues la pequeña plaza frente a su fachada principal fue la que nos llamó a caminar por sus balcones y fotografiar las hermosas vistas de la ciudad

    Desde allí, el tapete de tejas naranjas de estilo muy portugués se asomó en su plenitud frente a nuestros ojos.

    El anormal relieve del centro y sus colinas circundantes daban un desordenado paisaje de amontonadas casuchas que se subordinaban a los pies a la Torre de los Clérigos, famoso campanario de estilo barroco y símbolo de la ciudad. Su ubicación en uno de los puntos más altos del centro la hacen visible desde casi la totalidad de sus ángulos  y logra dominar cualquier postal que de Oporto obtengamos.

    El sol regresaba cada vez más y por todos lados hacía deslumbrar los tonos otoñales que coloreaban los tejados. Luego de descansar y de comprar una bolsa de fresas para picar seguimos el descenso por las mágicas colinas de la urbe.

    Para las personas locales era muy normal encontrarse con turistas perdidos por las calles del centro. Su costumbre hacía prácticamente ignorarnos del todo, y no hesitaban en continuar con sus vidas comunes y corrientes.

    Niños jugando futbol a mitad de calle. Señoras lavando ropa una junto a la otra. Amas de casa aprovechando los tenues rayos de luz para sacar a orear las sábanas de toda la casa. Siempre he dicho que el ambiente es lo que hace a una ciudad lo más maravillosa posible 

    No tan lejos se lograba asomar la rivera del río Duero, canal de agua que recorre toda la península ibérica y que desemboca allí, en los suelos de Oporto. Seguimos hacia abajo para alcanzar sus orillas, mientras nos adentrábamos más en el famoso barrio de la Ribeira.

    Kasia lucía muy callada y no denotaba mucho interés en lo que veíamos Pero hay que aprender a no juzgar a las personas por el primer impacto. A veces hay que acostumbrarse a lo inexpresivos y fríos que suelen ser muchos europeos 

    Cuando el fin alcanzamos la orilla del río nos vimos inmersos en un gran malecón, repleto de negocios turísticos y restaurantes. En seguida supe que debíamos alejarnos lo más pronto posible y conseguir un mejor lugar para saciar el hambre. No quería volver a pagar 10 euros por una cena de muy poco sabor 
    Caminamos hacia el este, acercándonos más hacia el puente que nos llevaría del otro lado del río. Justo pasando éste encontramos un grupo de pescadores. Y donde hay pescadores hay restaurantes de pescado baratos
    Entramos a la fonda más pequeña que hallamos, y para mi sorpresa Kasia no puso ningún “pero” Nadie nos observó raro, a pesar de que ambos lucíamos como completos turistas. Así que confié en su honestidad y pedí la “especialidad de la casa”.
    Un sándwich de bacalao capeado y un vaso de cerveza de barril fue lo que recibí en la mesa, mientras Kasia optó por una taza de café.

    No pudimos haber tomado una mejor decisión  Ese bacalao fue lo mejor que Portugal pudo haberme dado en mi corta estancia. Desde entonces lo recordaría como el hogar del mejor bacalao que he probado en mi vida Y eso no fue lo mejor… pagué solo dos euros por todo Creo que no volvería a ver precios tan baratos durante mis restantes 5 meses en Europa 
    Completamente satisfecho y con una enorme sonrisa en mi cara nos dirigimos al puente, conocido como Ponte Luis, que nos llevó hacia el otro lado de la ciudad.
    De hecho, oficialmente ya no nos encontrábamos en Oporto, sino en Vila Nova de Gaia, un municipio diferente, pero al fin parte de su zona metropolitana.
    Desde allí tuvimos las mejores vistas del centro de Oporto, con sus casonas amontonadas una junto a la otra subiendo las cuestas hasta llegar a la Torre de los Clérigos y al imponente Palacio Episcopal, otro de los símbolos dominantes de la ciudad.

    Las barcas turísticas navegaban el Duero de punta a punta, paseando a los viajeros entre las dos metrópolis más antiguas de todo el país.

    El malecón de Ribeira se convertía entonces en un aparcadero de botes que invitaban a todo turista a acercarse a sus cubiertas y circundar al mejor estilo de los antiguos veleros portugueses.

    El otoño ya había comenzado y el olor más típico de la fría Europa se hacía notar. No era la lluvia ni la nieve, sino las castañas asadas  

    Alrededor de todo el continente muchos gitanos y ambulantes venden estos frutillos calientes como una botana callejera. Mucha mejor opción que las papas fritas o grasosas frituras
    Con la amenaza de otro cielo gris encontramos a los guía y al resto de los Erasmus en este lado del río. Para nuestra sorpresa nos habían conseguido pases para abordar en las naves. Y tras luchar por el mejor lugar logramos queda hasta el frente 
    Navegar por el medio del río me dio mejores perspectivas del resto de la ciudad, pero no contaba con un pequeño detalle. El frente del bote es donde más fuerte pega el viento, mientras que la cubierta se mueve a causa del oleaje 
    Pronto tuvimos que movernos hacia atrás, pegados a la cabina techada que se encontraba ya llena por el resto de los paseantes. Sin más que hacer, aguantamos el aire frío para disfrutar de las vistas que Oporto nos ofrecía desde el milenario Duero.

    El Ponte Luis es el puente más utilizado para cruzar la ciudad de una orilla a la otra, sea por vía peatonal o por la línea férrea que conecta las estaciones de metro. Pero algo más es lo que atrae a los turistas allí. Los niños que saltan al agua.
    A pesar de la intimidante altura a la que se encuentra suspendido el puente en relación al río, un par de mocosos en ropa interior apareció de la nada para dejarse caer al agua  No sabía si me preocupaba más la altura a la que se encontraban o lo fría que podía estar el agua 

    Lo más sorprendente fue, sin duda, que al salir ambos del río, ninguno osó pedir una moneda ¿Quería decir que lo habían hecho por propia convicción? ¡Vaya valentía!
    Volvimos al embarcadero para terminar nuestro día con otra de las sorpresas del grupo: una visita guiada a las bodegas del vino de Oporto, uno de los vinos más famosos del mundo 
    Si bien nunca me consideré fan del vino, era inevitable no verse sumergido en la cultura vinícola una vez viviendo en España. Y cruzar la frontera con su hermano Portugal no me alejaba en lo absoluto de poder catar un oloroso vino
    Dividieron al grupo en dos, los hablantes hispanos y el grupo en inglés. Por comodidad, el grupo español fue el más apto para mí, sobre todo por su reducido número de oyentes.
    La guía comenzó la plática diciéndonos que los vinos de Oporto se caracterizan principalmente por ser vinos fortificados con aguardiente, sustancia agregada durante el proceso de fermentación que ayudaba a conservarlo en los largos viajes de exportación que se llevaban a cabo en los siglos XVI y XVII, cuando el vino de Oporto nació.
    Nos presentó las tres principales variedades del vino: los llamados ruby (vinos tintos), resguardados en tanques de cemento para no permitir su oxidación; los tawny, de colores dorados y añejados en barriles de roble para su oxidación; y los vinos blancos, con periodos largos de añejamiento.
    Había tenido la oportunidad de entrar a varias cavas de vino en algunos bares y casas particulares, pero adentrarse en una bodega tan enorme como aquella era simplemente espectacular

    Los gigantescos barriles parecían verdaderos tanques de guerra que con sus gruesas paredes de madera resguardaban de la mejor manera cada gota de aquella bebida de dioses 
    Para cuando terminamos el recorrido llegamos a una sala comedor donde, para otra de nuestras sorpresas, frente a cada asiento había una copa con vino tinto y otra copa con vino blanco, por supuesto, destinadas a nuestra degustación 

    Con un cuantioso número de espacios vacíos nos permitieron tomar más de nuestras dos copas servidas exclusivamente para nosotros Sin siquiera una botana de quesos o tapas para aplacar la bebida, salimos de aquella cava con la vista más nublada que el cielo sobre nosotros 
    Con las fuerzas que nos quedaban regresamos al hotel para otra noche de fiesta Erasmus. Al siguiente día volví a lo alto del Ponte Luis para enfrentarme las alturas y disfrutar de lo último que Oporto tenía para mí 

    Pueden ver el resto de las fotos en éste álbum:
    O bien en la segunda parte del mismo:
  12. AlexMexico
    Haber viajado más de 9000 km desde México hasta España no habría sido en vano. Conseguir una beca con tanta competencia en mi universidad no habría sido, por supuesto, nada fácil, sobre todo a un país europeo y de habla hispana.
    Pero no fue una elección al azar. Al contrario. España fue mi país elegido entre una lista de más de 20 disponibles ¿Por qué no cualquiera de los otros?, como muchos me preguntaron. Algunos motivos suelen ser más fuertes que cualquier recomendación. Y los amigos españoles que hice en México me bastaban para cumplir mi deseo
    Hasta entonces, mi reencuentro con mi amiga Henar y su familia en Madrid me habían valido recorridos y viajes por toda la capital y sus alrededores, incluyendo antiguos pueblos, capitales, parques naturales, castillos medievales, platillos de la Iberia central y muchísimas experiencias en el día a día de un español.
    Pero ahora vivía en Santiago, la joya católica del norte y capital de Galicia. Y tras más de un mes en la ciudad compostelana era momento de visitar a otro de mis buenos amigos, Daniel, a quien había prometido visitar en su natal La Coruña, al extremo norte de la provincia.
    Habíamos tenido oportunidad de hablar sobre su ciudad desde un año atrás cuando vivíamos en la capital mexicana. La suya y la mía parecían asemejarse en su historia y estructura en muchos aspectos. Ambas importantes zonas portuarias, ambas atacadas por piratas, ambas fortificadas y nacidas a extramuros de una antigua muralla.
    Así, a mediados de un húmedo mes de octubre, cogí un tren desde la estación de ferrocarriles de Santiago y, por sólo 5 euros, viajé 70 km al norte, y en menos de media hora arribé a mi destino temprano por la mañana. Era increíble la cercanía a la que nos encontrábamos
    Tras poco menos de un año sin vernos, Dany apareció frente a la estación de trenes y corrimos a su auto que había estacionado sin pagar parquímetro
    Me condujo a su barrio al norte de la metrópoli, que un poco más grande que Santiago, resultaba ser el área más poblada de toda Galicia; de hecho, su antigua capital.
    Antes de subir a su apartamento y despertar a todos un sábado por la mañana, tomamos el desayuno en la cafetería local, que visitaba con frecuencia.
    Desde varios días atrás había tratado de acostumbrarme al desayuno típico español; más bien, típico europeo y de muchos países fuera de México: pan y café 
    Uno de los shocks más maravillosos al viajar es darnos cuenta que muchas de las cosas que creíamos normales no lo son fuera de nuestra ciudad o nuestro país. En México, desde niños, nos es enseñado que el desayuno es la comida más importante del día: desayuna como rey, come como príncipe y cena como mendigo, es un dicho muy famoso.
    Tacos, huevos, enchiladas, tortas, tamales, sándwiches, panqueques, chilaquiles, frijoles, salsas picantes… nuestros desayunos suelen ser bastante completos, con frutas, carbohidratos y proteínas enteras en cada platillo, además de nuestra bebida de frutas y/o café. Pero al parecer, casi nadie en el resto del mundo (excepto, quizá, los gringos) comen tal cantidad de cosas al despertar Les basta con un café y una o media pieza de pan con mermelada.
    A mi estómago mucho le solía faltar al finalizar cada insignificante desayuno europeo. Pero si comía fuera de casa no podía esperar mucho más El menú por las mañanas en las cafeterías no suele ser de lo más variado.
    Luego de ponernos al corriente y cargar los gastos a la cuenta, subimos al piso de Dany, donde conocí a su familia, y a su escandalosa perra
    Un numeroso grupo de gallegos conformaban el núcleo de aquella afable familia: algunos nietos, dos o tres nueras, cuatro hijos varones, la madre de Dany y la abuela a la cabeza. Por suerte, en aquella pequeña pieza sólo vivían su hermano, su madre y la abuela
    Entrar a la habitación de Dany y toparme con objetos que transportó desde México me trajo muchísimos recuerdos, y una indescriptible valoración por el país que apenas hacía dos meses había dejado temporalmente. Finalmente, era ahora mi turno de conocer su patria
    En poco tiempo llegó a casa Alba, la novia de Dany. Juntos se propusieron mostrarme la ciudad. Un día soleado aguardaba fuera y no dudamos en salir a dar un paseo a pie junto al mar azul.
    El apartamento se ubicaba a pocos metros de la Playa Riazor, la más grande y más visitada por locales y turistas. No obstante, y a pesar del sol, no tenía ninguna intención de darme un chapuzón. Me había sido suficiente con meter un pie en el agua de las islas Cíes, al sur de Galicia, para darme cuenta que el agua fría no está hecha para mí
    A pesar de sus bajas temperaturas, las playas de Coruña, y de toda Galicia, suelen ser frecuentadas por buzos y surfistas. Hay, incluso, una estatua que los conmemora en el malecón de la ciudad.
    Desde aquel punto se podía ver toda la Ensenada que cubría esa parte de la ciudad, y en la punta oeste la silueta de la estructura más simbólica de la ciudad: la Torre de Hércules, a donde nos dirigíamos serenamente.

    La arena de la bahía era blanca y algo gruesa. Alba me confesó que mucha había sido depositada ahí de manera artificial para ampliar la playa, traída desde una comunidad cercana Engaños de los gobiernos para hacer más linda sus ciudades. Es algo que pasa en todos lados…
    Pero nuestra tranquila y despejada mañana abruptamente se convirtió en un chubasco que dejó caer toda su furia sobre nuestras cabezas Cascadas de lluvia borraron de los cielos un inmenso nubarrón que pareció haber emergido de una dimensión invisible a nuestros ojos
    Galicia estaba dándome una lección de la manera más brutal: nunca salgas de casa sin un paraguas. Y vaya si la había aprendido
    Sin un techo donde guarecernos en una playa totalmente vacía, nos resignamos a dejar de correr y entregarnos a la Pacha Mama, completamente mojados y arrepentidos de no haber cargado si quiera un abrigo impermeable con nosotros
    Volvimos a casa como los viajeros más novatos, y colocamos cada prenda a secar en el deshumificador. Mientras rascábamos el closet, al exterior la madre naturaleza nos echaba en cara nuestra pésima suerte, alejando todo rastro de nube del cielo y pintándolo de un azul vívido y terso En un caso así sólo podíamos reír
    Sin hacer más alarde, nos despedimos y volvimos a la calle. Esta vez Dany prefirió no arriesgarse y coger el coche
    Condujimos por toda la orilla del malecón, bordeando las playas turísticas para adentrarnos al centro de la ciudad. Pasando éste último llegamos al cabo más septentrional de la ciudad, donde un extenso campo verde rodeaba la Torre de Hércules.

    El majestuoso faro de 57 metros de altura de estilo neoclásico guardaba en sus cimientos remodelados una vetusta y prolongada historia de vida que, al igual que el acueducto de Segovia, databa del siglo I d.C

    Ninguno podría imaginar que fueron los romanos quienes erigieron tal monumento en el último pedazo de tierra conocida en la antigua provincia de Hispania. El día de hoy, es el único faro romano en pie y aún en funcionamiento en el mundo. No por nada fue declarado Patrimonio de la Humanidad, lo que le ha valido con creces ser el símbolo más representativo de La Coruña

    Su peculiar nombre lo debe a una leyenda que envuelve al faro de misticismo y valor. La historia cuenta que existía un gigante llamado Gerión, rey de Brigantium (antigua Coruña) que forzaba al pueblo a entregarle la mitad de sus posesiones, incluyendo sus hijos. Cansados, los súbditos acudieron a Hércules, quien retó a Gerión en una pelea. Hércules mató a Gerión, lo enterró y levantó sobre él una enorme antorcha. Cerca de este túmulo fundó una ciudad y, como la primera persona que llegó fue una mujer llamada Cruña (o Crunia), puso a la ciudad dicho nombre.

    Los romanos y su pasado griego han heredado su legado a la posteridad de la urbe, tanto que, de hecho, los coruñenses son a veces llamados herculinos. Dotada de un emblema tan bello y único, La Coruña tiene el poder de conquistar a cualquiera, de la misma forma en que me conquistó a mí
    Aparcamos el auto y caminamos por el campo, hasta subir la pequeña colina donde se posa el faro, al que pudimos acceder por unas pocas monedas.

    No hay mucho que ver por dentro, claro está. Pero subir las escaleras de caracol en un edificio de un milenio de antigüedad no tiene comparación alguna. Además, las vistas de la ciudad desde su punta son increíbles

    El centro de La Coruña está situado en una península en forma de T, unida a la plataforma continental por un estrecho istmo de menos de 1 km de ancho.

    En uno de sus extremos yace el faro y el acuario de la ciudad, y en su otra punta se extiende el complejo portuario y el antiguo Castillo de San Antón.
    Esta fortaleza ubicada en un pequeño islote en la Ría de Coruña me recordó por muchas cosas a la Fortaleza de San Juan de Ulúa en Veracruz. Ambas construidas en el siglo XVI; ambas levantadas en un islote para defender la ciudad; ambas sedes de algunas batallas contra imperios enemigos, en especial el imperio inglés, siendo el ataque del corsario Francis Drake el más famoso de todos; ambas convertidas en prisión y más recientemente en museos históricos.

    La afluencia de turistas aquel día otoñal era bastante pobre, aunque normalmente Coruña goce de un gran número de visitantes, especialmente durante el verano.
    Seguimos nuestro recorrido, ahora dirigiéndonos a la zona vieja de la ciudad, donde nos reunimos con otro amigo de Dany.

    Coruña fue prácticamente refundada en el siglo XIII, después de haber sido abandonada debido a los ataques vikingos. Pero la mayoría de las construcciones en su casco antiguo ostentan fachadas de un estilo más modernista, como es el caso de su ayuntamiento y de las coloridas residencias a su alrededor.

    El centro de La Coruña es también hogar de la primera boutique de Zara del mundo, abierta en 1975. Fue aquí donde vio la luz la mayor empresa textil del mundo, grupo Inditex, que hoy es imposible no conocer, con más de 8 marcas principales en los 5 continentes del planeta. Muchos morirían por comprar en un lugar como éste. Para mí fue un atractivo turístico más al que no presté muchísima atención

    Cuando el hambre hizo presencia volvimos al piso de Dany. Su madre nos había preparado un platillo gallego por excelencia, que era imprescindible degustar antes de abandonar Galicia.
    Había ya oído hablar mucho sobre el célebre caldo gallego, pero mis antiguos roomies nunca se dispusieron a cocinar uno para mí.
    Desde la edad media, las familias gallegas, como muchas otras en Europa, engordaban un cerdo durante todo un año. Antes que llegara el invierno, en el mes de noviembre, se elegía un día específico para la matanza. Era todo un ritual. Matar a un cerdo y prepararlo no debe ser nada fácil (especialmente para gente como nosotros que vivimos en la ciudad).
    Aquel día se preparaban todas y cada una de las partes del animal para su preparación. Se curtían los embutidos, se salaban los cortes, se ahumaban los intestinos, se vertía la sangre… El final de la matanza solía ser agotador. Así, mientras los hombres luchaban con la inmensidad del cerdo, las mujeres preparaban un caldo para la cena, ocupando los ingredientes recién obtenidos.
    El caldo gallego hoy se sirve como una entrada de sopa con alubias y repollo, acompañada con un trozo de pan. Fue una sopa muy rica, y no tuve ningún inconveniente en terminarla. El reto vino después

    El plato fuerte consiste en una costilla de res, una costilla de cerdo, un chorizo y una presa de pollo, todo acompañado con una papa, pan y una copa de vino o agua.
    Sabía que podría ser mala educación dejar el plato lleno en la mesa, pero mi estómago no aguantaría tal cantidad de carne
    En casa estaba muy acostumbrado a comer una sola proteína principal por cada comida, sea pollo, sea res, sea pescado o mariscos ¿Pero comer cuatro presas enteras de carne? Definitivamente ese era un platillo invernal, donde la grasa, los carbohidratos y la proteína aportan la energía necesaria para lidiar con el frío
    A pesar de todos mis esfuerzos, los restos quedaron allí. Y mi estómago estaba a punto de estallar. Sin tratar de ofender a nadie, mis platillos gallegos favoritos serían siempre los mariscos y la tarta de Santiago. Mucho más liviano y sencillo para mí
    Antes del atardecer Dany y Alba quisieron mostrarme un último lugar al oeste de la ciudad. El Monte de San Pedro y sus parques miradores.
    En la colina más alta de Coruña, donde solían asentarse baterías de artillería para la defensa de la ciudad, hoy se posa un moderno complejo atractivo para disfrutar de la naturaleza y de las vistas de la ciudad.
    Es sencillamente el mejor mirador de Coruña, con vistas a la totalidad del municipio de las aldeas aledañas, además de una impresionante vista del horizonte atlántico

    Los caminos llevan a su centro donde se luce una enorme estructura esférica de cristal llamada la Cúpula Atlántica. Esta moderna semiesfera ofrece servicios multimedia, galerías, productos audiovisuales y materiales interactivos para que el turista, o el local, aprendan más sobre la ciudad. Y desde su punto más despejado se tienen las mejores postales de Coruña, desde donde apreciamos cómo el cielo se teñía de rosa para ocultar a la ciudad en la oscuridad de la noche, mientras el faro herculino comenzaba sus labores como dese hace mil años.

    Pasamos aquella noche conociendo la vida nocturna de Coruña, y curamos nuestra resaca con una buena comida familiar para celebrar a la abuela, quien cumplía un año más de vida.

    Pasar mis días con las familias españolas de norte a sur del país me brindaría las mejores experiencias de mi viaje adentrándome en un mundo desconocido del que, lo quisiera o no, mis raíces mexicanas provenían.
  13. AlexMexico
    ¿Qué ha pasado? ¿Cómo habéis vuelto al hotel? ¿Dónde están los otros?... No todas las preguntas podían responderse de antemano; sólo una de ellas: ¿cómo la habéis pasado?
    Mi primera noche en la isla había sido más que brutal. De pies a cabeza, Privilege nos había demostrado ser el club nocturno más grande del mundo (o al menos el más grande en el que habíamos estado).
    Sede del famoso dueto de Freddie Mercury con Montserrat Caballé grabado para los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, Privilege ha devenido en uno de los antros más famosos y emblemáticos de la música electrónica, por supuesto, en el hogar de la fiesta por excelencia, Ibiza.
    La patrulla se había dividido aquella noche. La mitad nos dirigimos a Privilege, otros a Lío, otros prefirieron beber en el hotel y otros más simplemente desaparecieron de nuestras vistas
    Pero al siguiente día nos reunimos por la mañana. Con todo el esfuerzo que pudimos conseguir ante una pesada resaca Ibiza era mucho más que sólo fiesta, y sabíamos que cinco días podían pasar volando antes de que volviésemos al puerto de Valencia. Debíamos poner nuestro empeño por delante si queríamos conocer lo mejor de la isla.
    Entre largos y constantes pestañeos me reuní de vuelta con Yasmina, Alex y Lucía. La pandilla estaba lista para salir, pero Pablo no aparecía. Quizás la noche anterior lo había dejado más que derrotado No sabíamos su número de habitación, y no teníamos tiempo que perder. Partimos sin él, y con una nueva integrante en nuestro auto. Pauline, una chica francesa.
    Con Davide y Karina al frente (los organizadores del viaje) nos dirigimos a otro de los destinos turísticos más visitados al este de la isla: el famoso mercado de Las Dalias.
    Ibiza fue en los años 60’s y 70’s lo que San Francisco fue para los Estados Unidos. Fue el punto de referencia para el movimiento hippie en toda Europa. Y hasta el día de hoy la cultura hippie sigue viva.
    Las Dalias es uno de esos remanentes de la contracultura contemporánea. Un mercado lleno de artesanías, ropa, souvenirs, restaurantes y todo lo que nos trae a la mente al pensar en los hippies, muchos de los cuales han llegado a Ibiza para quedarse. Y hacen de esta su forma de vida.

    Mercado de Las Dalias
    Volvimos a las carreteras baleares para perdernos en sus montañosas curvas. Rodeados de hermosos y densos bosques, manejamos en zigzag sin un rumbo aparente. Las casas aparecían y desaparecían constantemente, hasta que nos internamos de lleno en una zona que parecía despoblada.
    En lo alto de un pequeño cerro se hallaba un modesto restaurante, donde aparcamos los autos a petición de Davide.
    A la mayoría no le había alcanzado el tiempo para prepararse el desayuno en el hotel, o siquiera coger un pan y un café en la recepción Así pues, la mejor opción era detenerse para comer allí. Pero Davide no había elegido ese sitio al azar. Vaya que no. Como dije, él conocía bien cada rincón de la isla mediterránea, y ese restaurante resguardaba un enigma tras sus comedores.
    Algunos metros más adelante de la terraza la tierra firme cedía al fin, dando lugar a un empinado acantilado tras el cual daba comienzo el mar.

    La boscosa pendiente aparecía bruscamente, dejando al desnudo un intenso mar azul que nos avisaba sobre otro soleado y despejado día en el Mediterráneo occidental

    Alex y Lucía
    Bajo ese hermoso cielo y junto a aquel pasmoso y azul océano nos sentamos y tratamos de curar el desvelo y la resaca con cualquier remedio que el restaurante nos ofreciera. Para mí la opción más barata fue, como siempre, sacar mi lata de atún
    Sanja, mi compañera de cuarto, una extravagante y rubia serbia, nos contó que sufría muchos problemas estomacales, y que necesitaba comer higos. Era su solución naturista más cercana. Pero, ¿dónde íbamos a conseguir higos?  Sanja había visto algunos plantíos en la carretera, y pretendía bajarse a robar algunos.
    Pauline, quien apenas hablaba algunas palabras en español, preguntaba ¿por qué tenía que robar higos? Sanja sólo decía que le harían bien a su estómago.
    Terminamos de comer y volvimos a los coches, mientras Pauline mantenía la misma cara de consternación. Avanzamos algunos metros cuando, de pronto, un plantío de higueras apareció.
    Sin que Davide se detuviera completamente, Sanja bajó del auto con su bolsa y comenzó a cortar higos de forma extremadamente rápida. Todos dentro del coche comenzamos a reír a carcajadas Pero Pauline no entendía. ¿Qué está haciendo? Me preguntó. Robando higos, contesté
    Entonces todo se iluminó para ella. Su novato oído había confundido los fonemas de la g y la j. Y mientras Sanja robaba higos, Pauline creía que robaría hijos  Claro, robar y comer hijos no es algo que a alguien le causaría risa. Pero los gajes del idioma son siempre divertidos
    Seguimos la travesía de vuelta al oeste de la isla. Algunos kilómetros al norte de San Antonio, donde se encontraba nuestro hotel, se erguía otra cala que valía la pena descubrir. La Cala Salada y su hermana la Cala Saladeta.

    Ambas playas, como la mayoría en Ibiza, rodeadas por rojizos acantilados moteados por la vegetación. Esas bellas ensenadas se volvían un paisaje muy común en la isla, y nos acompañarían por el resto de nuestro viaje

    Los días de otoño terminaban más rápido, claro está. Pero los días en Ibiza suelen comenzar después de las 12 horas, cuando nuestros cuerpos apenas se recuperan de una larga jornada de fiesta.
    A nuestra llegada a la Cala Salada, apenas podía creer que el sol hubiera ya avanzado tanto en su camino diario. Menos mal que nos permitiría todavía hacer algunas fotos de sus más maravillosos ángulos, puesto que con lo fría que sabía que estaría el agua no tenía ninguna intención de bañarme
    La buena noticia es que la Cala Salada está bastante alejada de la metrópoli, y son pocas las construcciones humanas alrededor, que se limitan solamente a unos pequeños restaurantes. Si bien es normalmente visitada por multitudes de turistas, aquel día la bahía lucía con una inmensa tranquilidad

    Así que subimos a las paredes de roca que dividen ambas playas para admirarlas en su plenitud, mientras el sol descendía poco a poco en el horizonte.

    Aunque los colores que emanaban desde el cielo hasta el rojizo suelo eran encantadores, Davide tenía un mejor lugar para observar el ocaso, y antes de que el sol se ocultase corrimos de regreso al parking y cogimos los coches. Manejamos rápido en dirección norte hasta otra zona boscosa que no parecía tener nada especial.
    Nada hasta nuevamente salir a otro de los grandes acantilados de Ibiza. Un enorme y alto mirador que nos dio una panorámica más amplia del atardecer y sus mágicas tonalidades

    Nos sentamos serenamente sobre las rocas con un cielo naranja frente a nosotros, y el astro rey nos despidió de la luz para traer una noche más a la isla de ensueño

    Fue momento de volver al hotel, donde Pablo se culpaba por haberse quedado dormido. Había pasado todo el día junto a la piscina tomando el sol. Pero estábamos de vuelta. Y las noches en Ibiza siempre son jóvenes

    Uno de nuestros vecinos en el hotel
    Aquel sábado algunos asistirían a la fiesta del cierre de Amnesia, un famoso club en el centro de la isla. Por otro lado, Lucía, Alex, Yasmina y yo habíamos decidido no salir de fiesta aquella noche. Al menos no a una cara discoteca. Reservaríamos nuestras fuerzas y nuestro dinero para la fiesta de cierre de Pachá, al siguiente día.

    La pandilla haciendo botellón en el hotel
    Visitar Pachá era uno de mis sueños desde hace mucho tiempo  Desde mi adolescencia para ser exacto, cuando empecé a escuchar a David Guetta, quien cada jueves da una fiesta exclusiva en el club bajo el nombre de Fuck me I’m famous.
    De hecho, fue David Guetta quien nos hizo cambiar nuestros planes, pues en principio llegaríamos un jueves para asistir a su fiesta en Pachá. Pero tras su sorpresiva cancelación, decidimos llegar un viernes
    De cualquier modo, al siguiente día Pachá ofrecería su fiesta de cierre, y estando en Ibiza eso era algo que no podía perderme  De hecho, aquel sábado Pachá recibiría a otro de mis DJs preferidos: Bob Sinclair. Pero vamos, los boletos eran excesivamente caros y estaban agotados Así que mientras todos partieron a Amnesia, mi equipo y yo cogimos el coche para buscar un buen pub donde bailar y relajarnos (sin tener que pagar un entry fee, claro está).
    A la noche, con un espacio vacío en nuestro auto, se nos unió Rocío, una chica valenciana que había ya dado mucho de qué hablar. No a muchos les agradaba, incluyendo a Pauline, quien nos había contado que compartir el coche con ella era una pesadilla. Y vaya que lo era
    Rocío parecía tener complejo de princesa. Deseaba que todo el mundo hiciera lo que ella quería. Apagar el aire acondicionado. Prenderlo. Mover el asiento. Sumado a los malos comentarios que realizaba sobre las otras personas que apenas y conocía
    No entendía qué diablos hacía esa chica con nosotros. Pero Alex es una persona muy noble. Alguien que no podía decir que no
    Tratando de ignorar el hecho de estar con ella, nos dirigimos a la ciudad de Ibiza y entramos a un pequeño pub junto a la playa. Había bebido ya algunas cervezas y nos dispusimos a bailar para pasar la noche tranquilamente.
    De pronto Rocío desapareció. Huyó de nuestra vista Habíamos oído que era una chica rara. Y vaya que lo era. Sin hacer mucho alarde, pasamos por alto la situación. Hasta que apareció nuevamente, ahora de la mano de un tipo alto y guapo
    ¿En verdad había podido ligar con él? No lo sabíamos. Pero insistió en presentárnoslo a todos.
    El chico era uruguayo, y si bien no recuerdo su nombre ni nada especial sobre él, recuerdo que estaba drogado. De verdad, muy drogado. Su mirada estaba perdida y sus pupilas realmente dilatadas. Su vestimenta era un fiasco
    Pero Rocío quiso presentárnoslo. ¿La razón? Nos dijo que él podía dejarnos entrar a Pachá para ver a Bob Sinclair. Sin pagar. Sin boleto. Entrar como la gente poderosa
    ¿De qué diablos estaba hablando? ¿Cómo confiar en un tipo con esa pinta? Ni siquiera parecía poder hablar bien. Pero algo es seguro, la idea hizo que los ojos de todos nosotros se iluminaran completamente
    Decidimos darle una oportunidad. Al fin y al cabo, no perderíamos nada. No teníamos ningún plan, y el antro estaba bastante cerca de allí.
    Caminamos entonces tras la sombra de aquel junkie, quien andaba de la mano de Rocío. Al llegar a Pachá se detuvo en la esquina. Se topó con alguien y comenzaron a hablar y fumar. Mierda, creo que nos había engañado
    Comenzamos a desesperarnos. Queríamos volver. Pero Pachá estaba frente a nosotros. La discoteca de mis sueños estaba justo frente a mí. Y en su interior tocaba Bob Sinclair, uno de los DJs por los que empecé a adorar la música electrónica. ¿Qué más daba?
     

    Tras varios minutos parados como tontos, el uruguayo nos cruzó la calle y saludó al guardia de la entrada, quien pidió nuestros boletos o nuestros nombres para buscarlos en la lista de invitados. El uruguayo sólo dijo: déjalos pasar. Y la cadena se abrió. El guardia nos abrió. Sin pagar, sin nada más
    Todo parecía irreal, y decirlo puede sonar quizá bastante cursi. Pero entrar por primera vez a Pachá de aquella manera era algo que jamás olvidaría en mi vida. Estaba en una fiesta exclusiva en Pachá completamente gratis 
    En aquel momento los cuatro nos miramos a los ojos y sonreímos como niños tontos. Pero nos tranquilizamos, y entramos en razón. Dimos las gracias al sujeto, quien sólo nos pidió a cambio que le comprásemos una copa. ¡Vaya precio! 4 euros cada quien y el asunto estaba resuelto  Y desde entonces decidimos no odiar más a Rocío. Ella y el junkie nos habrían de regalar la mejor noche de nuestras vidas, al menos de la mía hasta ahora
    Despojado de mi cámara (prohibidas ante una celebridad como Bob Sinclair) entramos al antro entre la multitud que ya había comenzado la noche. Pachá parecía más pequeño de lo que pensé (sobre todo después de haber estado en Privilege). Y justo al entrar se encontraba el set del DJ, y Bob Sinclair mezclando frente a nosotros
    Pachá era sorprendente. El ambiente era tal y como lo imaginé. Bailarinas exóticas sobre grandes plataformas. Juegos de luces alucinantes. Disparos de humo por doquier. Multitudes enloquecidas…
    Las miradas perdidas de quienes parecían más que extasiados con los beats del DJ francés. Un extraño sujeto que se acercó a mí en el baño y empezó a bailar tras el mingitorio mirándome fijamente. La droga estaba por doquier. Cocaína, metanfetaminas, ácidos, éxtasis. Todo al alcance a precios no tan baratos
    Pero el único éxtasis que necesitaba era la música que recorría cada centímetro de mi cuerpo, que me llevaba de viaje hasta mi lejana adolescencia. Bob Sinclair y Pachá fueron la combinación perfecta Una noche que recordaría por el resto de mi vida...
    Era domingo. La fiesta en Ibiza no termina antes de las 6. Pero algunos osados insistimos en hacer otra visita bastante temprano
    Pauline, Yasmina, Pablo y yo habíamos planeado ya viajar a la isla de Formentera, una pequeña isla al sur de Ibiza, la más pequeña y menos poblada de todo el archipiélago de las Baleares.
    Davide nos la había recomendado bastante. Y aunque la temporada no era la mejor en cuanto al clima, no podíamos pasar por alto viajar a ese pequeño paraíso natural.
    Él y Karina nos llevaron muy temprano hasta el puerto de Ibiza, donde tomamos la pequeña barca que nos llevó hacia el sur por 20€ la ida y vuelta.

    Vista del centro de Ibiza desde la barca
    Pablo y yo estábamos muertos  Habíamos dormido solo dos horas y aprovechamos el viaje a la isla para descansar lo más posible ? Yasmina parecía tan fresca que pocos se hubieran imaginado que pasó toda la noche junto a Bob Sinclair. Pero así es Ibiza !!!
    Dos chicas brasileñas y Paulina, otra mexicana, nos acompañaban. Al llegar al pequeño muelle, a unos 4 km de Ibiza, despertamos por fin para comenzar un nuevo día.
    Formentera es una isla relativamente pequeña, con una geografía irregular que le brinda una forma alargada y un relieve bastante llano, lo que la hace más fácil de recorrer. Pero hacerlo a pie no era una opción muy viable. Y la manera más económica era rentando bicicletas
    Por 5€ cada una empezamos la travesía. Y aunque nos dolió dejar a las brasileñas (no sabían manejar en bicicleta) sabíamos que el recorrido no era tan corto, y nos dirigimos al sur de la isla.
    El camino nos llevó por una estrecha franja de tierra hacia el centro de la isla. Las dunas de arena se adornaban con una vívida vegetación típica mediterránea.
    Formentera forma parte, de hecho, de un Parque Natural, por su importancia como ecosistema endémico y por ser uno de los lugares donde anidan las aves migratorias.
    Pronto el sendero nos condujo junto a la playa. A diferencia de Ibiza, Formentera ofrece a sus visitantes extensas playas de arena blanca sin ningún tipo de acantilados en su costa. Al menos no en el este de la isla.

    Las aguas lucían tranquilas y un intenso color azul infundía cada ola que se aproximaba a nosotros.

    El día no era el más cálido de la temporada, y algo nos decía que el clima en Formentera suele ser más fresco que en sus vecinos del norte. No obstante, eso es lo que mantiene a los arbustos y matorrales verdes durante casi todo el año

    Nos detuvimos en una de sus playas a unos 7 km del puerto. Lucía bastante solitaria, y era el lugar perfecto para acostarnos a tomar el sol y tratar de reponer lo que la noche nos dejó encima ?

    Aparcamos las bicis junto a un restaurante local y nos echamos en la arena. Las nubes cubrían el sol, y un viento algo frío soplaba desde el mar. Esto no era lo que yo imaginaba del Mediterráneo. Pero el otoño había llegado.

    Una lluvia ligera comenzó a golpear nuestras caras, y antes de que pudiésemos coger nuestras cosas las nubes dejaron caer su furia sobre la isla
    Corrimos a resguardarnos bajo el techo de aquel restaurante. Ahora no cabía duda de la ausencia de turistas en la zona
    Cuando la lluvia aplacó, volvimos para disfrutar lo que nos quedaba del día. Y huyendo del agua fría y su ahora fuerte oleaje, nos conformamos con una siesta en la suave arena y con fotografiar los maravillosos paisajes que aquella isla de ensueño nos regalaba

    Después del mediodía emprendimos nuestro camino de regreso. Debíamos coger el barco si deseábamos llegar a tiempo a Ibiza. La pandilla se había preparado para otro día de fiesta que esta vez comenzaría desde antes del anochecer
  14. AlexMexico
    La mañana había culminado tras un nubarrón de fría lluvia sobre las playas de Formentera. Al final, no nos habían cobrado la renta de las bicicletas por un descuido de la empleada. Eso, sumado a la última noche que había pasado junto a Bob Sinclair sin haber pagado un euro, hizo que mi viaje a Ibiza valiera incluso más la pena
    A pesar del enorme desvelo que traíamos encima, Yasmina, Pauline, Pablo y yo recorrimos la isla de la forma más fresca. Y al finalizar la jornada no acabaría. El resto del grupo de viaje estaba ya disfrutando en las playas de la ciudad de Ibiza. Así que tomamos la lancha de vuelta a la capital de la fiesta.
    Aunque las dos últimas veces habíamos iniciado nuestras noches después de la 1 a.m., todo parecía indicar que esta vez lo haríamos desde mucho antes. Antes de que el sol se ocultase, para ser exactos
    Llegamos a un pequeño muelle de Ibiza y caminamos por la zona de playas hasta dar con otro de sus famosos clubes: Bora Bora, donde se ofrecía una más de las closing parties de octubre.
    Bora Bora es un club de playa al aire libre al que se puede acceder sin ninguna restricción, ya que se encuentra en una playa pública. Nuestros amigos ya estaban allí, tras horas bailando sobre la blanca arena al ritmo del DJ que tocaba fuera del lugar.

    Observando la facilidad con la que podíamos consumir alcohol que no perteneciese a la discoteca, Pauline y yo decidimos comprar una botella de ron en una tienda cercana. Y con ella nos unimos a la fiesta vespertina, con la que empezábamos otra noche más en Ibiza
    Al oscurecer dejamos Bora Bora para volver al hotel y reposar un poco, coger algo para cenar y tomar una merecida ducha. La mayoría habíamos comprado ya los tickets para nuestra última closing party, que esperábamos fuera la mejor de todas: la de Pachá.
    Si bien, una noche antes Alex, Lucía, Yasmina y yo habíamos pasado una de las mejores fiestas con Bob Sinclair, el cierre de temporada en Pachá creaba muchas expectativas.
    Así, una vez más, el patio del hotel se llenó con la pandilla, reunidos para terminar nuestras reservas de alcohol, y salir preparados para otra noche de fiesta en el mejor club de toda Ibiza.
    La entrada al antro parecía toda una alfombra roja por donde se paseaban celebridades locales. La fiesta parecía mucho más preparada que antes y el dinero invertido casi se olía en el interior
    La cabina de música que la noche anterior se ocupaba por el famoso francés ahora daba cabida a un nuevo DJ local, que con su residencia en la isla, como es común en el ambiente del EDM, trataba de alcanzar la fama con su material inédito.
    Esta vez aprovechamos la noche para conocer la totalidad de la disco. Resultó ser que Pachá era más grande de lo que habíamos imaginado. Posee múltiples salas privadas y una terraza, donde la música convierte el ambiente más chill out, reservando la locura y las drogas para la sala principal
    El lugar estaba a reventar. Supongo que las expectativas eran igual de grandes para todos. Pero el DJ simplemente no daba el ancho; no para los 40 euros que había costado la entrada
    De todas formas, no podía quejarme. Ningún antro en la mayoría de los lugares se asimilaría a donde estaba parado. Y si quería que el recuerdo perdurara, debía pasar mi última noche de fiesta en Ibiza de la mejor forma
    Davide, quien había organizado el viaje y conocía muy bien la isla, nos había invitado a un after después de Pachá. Todos aceptamos sin poner peros. Y nos quedamos hasta tarde para terminar la noche por la mañana.
    Pero Davide parecía ser otro junkie más de los muchos que hay en Ibiza. Y su cara lo delataba. No podía esconder la cantidad de drogas que traía encima. Y al preguntarle por el after, sus ojos y todo su rostro parecían viajar más allá de este mundo
    ¿Qué más podía esperar? Estaba en Ibiza, y debía asimilarlo
    Al filo del amanecer despedimos de una buena vez a Pachá y volvimos al hotel, prometiendo volver. Quizá algún día en que David Guetta no cancelase su fiesta
    Aquella mañana, al fin, aprovechamos a dormir. Dormir todo lo que no había podido desde que partí de Valencia tres días atrás ? Y mis ojos reaccionaron a la luz mucho después del mediodía.
    Decidimos tomarnos el día para conocer un poco de San Antonio, ciudad donde se encontraba nuestro hotel y misma que no habíamos podido recorrer desde que llegamos.
    San Antonio es una pequeña población al oeste de Ibiza, con una pequeña zona portuaria llena de yates y embarcaciones privadas. No posee un centro histórico, por su origen reciente como zona turística. Pero sus callejuelas llenas de comercios no dejan a nadie decepcionado

    Luego de una tarde de compras y de una buena pizza nos preparamos para otra de las cosas que hacen famoso a San Antonio y su bahía: el atardecer en el Café del Mar.
    El Café del Mar es bastante célebre en la ciudad y en toda la isla. No solo por su comida y buen servicio, sino por su excelente locación frente al mar de San Antonio, lo que lo hace el mejor sitio para observar la puesta del sol

    Y no es solo un atardecer. No señor. Ellos se encargan de crear el mejor ambiente posible, con música instrumental de fondo para acompañar la adorable y naranja estampa de la que cientos de turistas son testigos cada día.

    La mejor noticia es que no es necesario consumir en el restaurante. La superficie rocosa de su playa frontal es totalmente pública. Y es allí donde mi equipo y yo nos sentamos para admirar el mejor ocaso de nuestras vidas

    Desde el Rey León hasta las memorias más recónditas nos venían a la mente con semejante cielo y semejante iluminación. Los reflejos vivaces en las tranquilas olas del mar generaban un perfecto contraste de texturas que nos enamoró más y más de aquella isla balear 

    La romántica escena culminó con ese lumínico punto trasladándose desde las nubes hasta el horizonte marino, momento mismo en el que llegaba una bailarina hippie que comenzó a danzar con fuego para luego escupirlo desde su boca.

    San Antonio se convirtió entonces en una mancha urbana iluminada nuevamente, y al calor del fuego y la brisa marina dijimos adiós a nuestra última noche en Ibiza, con la mejor de las postales posibles

    Los días parecían haber sido eternos. Todo el equipo nos habíamos convertido ya en una pequeña familia de viaje que no quería separarse Desde los alemanes y las inglesas hasta los españoles y mexicanos presentes.

    La familia ibicenca
    Pero era momento de partir. Y esta vez nuestro viaje a Valencia lo haríamos bajo la radiante luz del sol. Así que temprano por la mañana desalojamos el hotel y cogimos por última vez los coches, con los que atravesamos la isla para llegar al puerto de Ibiza.
    Mientras los respectivos choferes se dirigieron al aeropuerto a entregar los autos, el resto nos quedamos en el puerto aguardando por nuestro ferry.

    Pero de algo nos habíamos dado cuenta. Habíamos viajado a la ciudad de Ibiza solamente de noche y por las fiestas. Pero no habíamos podido visitar su centro histórico  Y a pocos kilómetros de él, Yasmina, Pauline, Karina y yo decidimos acudir.
    Karina nos llevó andando por todo el malecón de la ciudad, al lado de todos los grandes hoteles y comercios típicos ibicencos.
    A 1 km del puerto arribamos al centro histórico de Ibiza, donde tomamos un café y comenzamos el recorrido.

    La isla de Ibiza fue habitada desde la Edad Antigua por los fenicios, cuyo principal asentamiento fue precisamente en donde hoy se yergue el casco viejo. Hay incluso un cementerio fenicio cerca de la ciudad.
    El área cayó en manos de los moros durante la Edad Media y posteriormente fue recuperada por la Corona de Aragón. Fueron los españoles quienes construyeron la mayoría de las edificaciones que se aprecian el día de hoy.
    Muchas de ellas datan de la Edad Media, aunque otras más son renacentistas. La mayor parte de las viviendas y edificios poseen un limpio color blanco, lo que da a la ciudad y la isla esa típica postal blanca que todos conocemos
    Caminar entre sus calles me hizo verdaderamente sentirme en el Mediterráneo. Es así como imaginaba muchas de las islas de este milenario mar, como Grecia, el Mar Egeo, Turquía o Córcega

    El territorio se va volviendo cada vez más empinado, y una colina se levanta ante toda la ciudad. Esta parte es conocida como Dalt Vila, la antigua ciudad y capital de la isla.

    Esta urbe fungió un papel importante por muchos siglos, como puerto comercial y punto clave en las travesías mediterráneas de varias civilizaciones. Es por ello que se encuentra fortificada.

    La muralla fue levantada por la corona española para defenderla de los ataques turcos y piratas. Hoy esta pared y sus baluartes engalanan la ciudad y crean un maravilloso contraste entre una estructura medieval y un desarrollado paraíso turístico.

    Vista de Ibiza desde su centro histórico
    No cabe duda de por qué vivir en Ibiza es el sueño para muchos Y la enorme cantidad de extranjeros residiendo allí es la prueba misma del poder que la isla posee en todo el planeta.
    Volvimos al puerto y abordamos nuevamente el ferry, esta vez para regresar a Valencia. Subimos rápidamente a la cubierta del barco para tomar el sol que el día nos regalaba y para apreciar una última y mágica postal de la isla y su estupenda silueta

    Pasaría entonces mis últimas seis horas con mi familia ibicenca antes de despedirlos en el puerto de Valencia Y aunque sólo habían sido cinco días en su compañía, los recuerdos de uno de mis mejores viajes en la vida perdurarían para siempre
    Ibiza no solo era fiesta y alcohol. Ibiza cumplió un sueño y me llevó más allá de lo que el “yo” adolescente esperaba de ella. Al final partí de sus tierras mediterráneas con un puñado de nuevos amigos y experiencias por descubrir
    Pueden ver ambas partes de las fotos en los siguientes álbumes:
  15. AlexMexico
    Pasada la medianoche era oficial que mi cuerpo cumplía 22 años de vida en el mundo, y no podía estar más contento de encontrarme al otro lado del mundo para celebrarlo: en la cosmopolita ciudad de Frankfurt, tomando shots de zambuca que un par de simpáticos alemanes nos invitaron en un bar. 

    Habíamos pasado dos días en la gran metrópoli y de hecho era mucho más de lo que Jacob y yo habíamos esperado. Mucho más que un montón de concreto y cristal con un hermoso skyline. Sobre todo en la hermosa y fría época en que habíamos acudido, ya que todos los diciembres Alemania se decora con sus encantadores mercados navideños.
    Mi roomie Jacob y yo habíamos vuelto por la madrugada al apartamento de Alex, quien fuera nuestro host en Frankfurt. Por la mañana él trabajaría, y nosotros dedicaríamos el día a explorar un poco más para celebrar mi cumpleaños de una manera diferente.
    Bien que Frankfurt es una ciudad grande con una gran oferta de actividades, habíamos ya visto sus principales atractivos y sus barrios más simpáticos. Así que Jacob propuso un pequeño viaje a las afueras, oferta a la que no pude negarme.
    Habíamos comprado los vuelos desde Galicia hace un mes de una manera muy aleatoria e improvisada. Y era así mismo como imaginamos que sería nuestro viaje al oeste de Alemania.
    Y siguiendo nuestros instintos en un país cuya lengua no hablábamos, nos dirigimos a la estación de tren más cercana y cogimos un boleto al primer punto del mapa que nos llamó la atención: un pequeño pueblo llamado Gelnhausen.
    ¿Qué sabíamos de él? Honestamente nada. ¿Qué esperábamos ver en él? Honestamente nada. Pero Jacob y yo, dos chicos de la costa del Golfo de México donde el invierno tiene una media de 20 grados por las noches, deseábamos desde hace muchos años conocer la nieve.
    Pasaríamos el invierno en España; pero la caída de nieve en Galicia es muy esporádica. Creíamos que Alemania era el lugar perfecto para conocer la nieve en sus mercados navideños. Pero hasta el momento ni Frankfurt ni Heidelberg nos habían regalado el honor.
    Así que cogimos un tren al este, alejado lo más posible de la contaminación y la civilización, esperando toparnos con un clima más extremo que nos dejase sentir los copos invernales en las zonas más altas.
    No hace falta mencionar que los trenes alemanes funcionan de maravilla. Son enteramente cómodos y extremadamente puntuales. Y mientras veíamos pasar villa tras villa por la ventana, ningún revisor caminaba por el pasillo del vagón.
    Comencé a pensar que no era incluso necesario tener un boleto para haber abordado. Y antes de llegar a Gelnhausen Jacob me propuso bajarnos una estación después; así conoceríamos un pueblo más por el mismo precio.
    Pero como si hubiéramos llamado a la cabina, la revisora llegó a nuestro asiento, tomó nuestro boleto y empezó a hablar en alemán. Le dijimos que sólo hablábamos inglés y español. La verdad es que sabíamos lo que quería decirnos, pero nos excusamos bajo la barrera del idioma.
    Un chico se acercó para traducirnos lo que quería decir. No fue sorpresa que nos aclarara que debimos haber descendido una estación antes. Y no nos quedó más que hacernos los occisos y pedir perdón, proponiendo bajar en la siguiente estación (justo lo que queríamos lograr).   
    De esa forma, bajamos en lo que parecía un típico pueblo rural alemán, cuyo nombre nunca supimos.

    No tenía un centro histórico. No tenía un main square, un city hall, una catedral o algo parecido. Solo casas, casas y más hermosas casas.

    No había letreros para visitantes. No había letreros para locales. No había muchos lugares más a donde se pudiera ir al descender del vagón de tren. Era el pueblo o el bosque.

    Los pocos locales en las calles nos miraban de forma extraña. ¿Cada cuánto tiempo llegaban dos turistas a aquel remoto lugar, con una cámara réflex fotografiando cada casa particular?

    Pero le dimos poca importancia. Y recorrimos la pequeña villa como si se tratase de un parque de atracciones.

    Y en vista de que el cielo parecía no ceder a la nieve, volvimos a la estación de tren para volver a nuestro primer destino, Gelnhausen.
    Justo al bajar del vagón algunos copos de nieve comenzaron a golpear nuestros abrigos. Hacía mucho frío, uno o dos grados bajo cero. Nuestros cuerpos estaban congelándose. Pero había que quitarse los guantes para sentir la verdadera nieve.
    Jacob comenzó a grabar con su móvil, relatando la experiencia de nuestra primera nevada. Pero vaya pena, los copos ni siquiera se veían en video. Y poco tiempo después la nieve dejó de caer.
    El momento no fue nada mágico; nada memorable. Ni siquiera sabía si eso había sido nieve o agua cayendo de forma muy suave. Pero no importaba ya. Estaba en un pueblo alemán y había que disfrutarlo.

    Una calle nos llevó hasta un arco de piedra que parecía una antigua torre de vigilancia, la cual daba la bienvenida a Gelnhausen.

    Como la villa anterior, esta no parecía ser nada turística, en lo absoluto. Aunque en una pequeña tienda de la avenida principal encontramos un par de postales de las que Jacob cogió una. Al menos sabíamos que estábamos en un lugar que aparecía en el mapa.

    Las calles ya habían sido adornadas con motivo de la navidad. Y aunque no encontraríamos un enorme (o pequeño) mercado navideño, los modestos adornos eran suficientes.

    El pueblo estaba lleno de pendientes que subían hacia el norte, lo que hacía más agotadora la caminata. Ahora me estaba acostumbrando a lo que significaba viajar en invierno: con mucha ropa encima (lo que es igual a muchos kilos encima) y un par de botas, el cansancio viene más rápido al cuerpo. Al menos para mí.

    Todas las casas lucían un típico estilo alemán, las llamadas Vieelbau. Es decir, casas alargadas con fachadas de colores claros, adornadas con líneas gruesas de madera, ventanas cuadradas y techos inclinados en V invertida que alojan áticos en su interior.

    La multitud de tejados subían hasta dejar ver la bella catedral, de puntiagudos campanarios y paredes de un naranja vivaz.

    En el centro de la ciudad llegamos a una explanada rodeada de casas antiguas, justo al mismo estilo de la Plaza Römer en Frankfurt. Solo que esta, por suerte, no había sido destruida ni reconstruida, pues sobrevivió a ambas guerras y a la invasión de los Aliados el siglo pasado.

    Seguimos subiendo por los estrechos callejones y escaleras para alcanzar la catedral, aunque muy próximos a ella no dejaba mucho a la vista.

    No había casi nadie andando por las calles. Parecíamos ser los únicos locos que osábamos de dar un paseo en un día tan frío.

    La diferencia entre ellos y nosotros es que nosotros no estábamos acostumbrados a rodearnos de tan hermosas viviendas renacentistas. Y no teníamos intención de perder la oportunidad.

    Más allá de las construcciones góticas y barrocas del pequeño pueblo, llegamos hasta una colina con un pequeño andador peatonal donde (sin ser ya más una sorpresa) nos topamos con otro monumento a los judíos caídos durante la II Guerra. Parecía que los nazis no habían olvidado ni el más pequeño rincón de Alemania y el Tercer Reich.

    Pero no todo era feo en la colina. Desde lo alto subimos a una antigua fortaleza en ruinas, desde donde tuvimos una vista panorámica de todo el pueblo.

    La imponente catedral dominaba el horizonte, que a pesar de una leve neblina dejaba entrever los pequeños cerros al fondo.

    Y si bien la postal merecía nuestro tiempo, el frío viento que golpeaba nuestras caras allí arriba nos despidió rápidamente para seguir nuestro camino.

    Subimos aun más alto para alcanzar el bosque, esperando encontrar un poco de nieve cayendo del cielo. Pero el invierno todavía no llegaba a su apogeo, y lo único con lo que nos topamos fue un charco de hielo regado sobre un montón de leña.
    Decidimos bajar antes de que anocheciera, sabiendo lo rápido que el sol se ocultaba en el centro de Europa durante el horario invernal.
    Para cuando la noche llegó nos encontramos con hermosas imágenes por todo el pueblo, que iluminado al estilo más navideño parecía otra cautivadora villa sacada de un cuento.

    Y mientras todos esperaban la pronta llegada de Santa Claus, Jacob y yo decidimos aprovechar la happy hour de un bar local para beber una cerveza y calentarnos un poco en su cálido interior.

    Y al iluminarse toda la plaza principal como si fuera un árbol de Navidad, Jacob quiso darme mi mejor regalo de cumpleaños: un exquisito bratwurst, que como llevo diciendo en los últimos tres relatos, es y será mi platillo alemán favorito.

    Volvimos a la estación de tren para no arribar a Frankfurt demasiado tarde, y nos despedimos del pequeño y desconocido pueblo que me había dado un peculiar pero inolvidable cumpleaños.

    Por la madrugada nos levantaríamos a las 2 am y daríamos las gracias a Alex, para después tomar el bus que nos llevaría hasta el lejano aeropuerto de Frankfurt Hann, desde donde volveríamos a Galicia a las 6:00 horas. Ahora descubría por qué los precios de Ryanair eran tan ridículamente baratos. ¿Quién querría viajar a la mitad de la nada un domingo a las 6 am? Por 16 euros, no creo que fuéramos los únicos.
  16. AlexMexico
    Mientras más me aproximaba al levante de Europa, casi culminado el mes de enero, más desdeñaba la temperatura de los cero grados centígrados, que ahora lucían casi como un anhelado verano para mí.  
    Praga había sido mi primera parada en la Europa Central y no me había dado nada de qué arrepentirme. Pero cada vez me movía más al este del continente y, francamente, se acentuaba mi cobardía por encarar al invierno oriental.   
    Mi última mañana en la capital de la República Checa tomé el bus que me llevaría 300 kilómetros al sur, justo al lado del legendario río Danubio, el más largo de la Unión Europea que por siglos marcó la frontera norte del Imperio Romano.
    Me adentré entonces en los actuales territorios de Austria, el sexto país en mi lista. Viena estaba justo en el paso hacia mi último destino del este, y era obligado hacer una escala en la centenaria ciudad imperial.
    En ella vivía entonces Matthías, un austriaco (originario de Graz) estudiante de Relaciones Internacionales que había hecho su intercambio en la Universidad Autónoma de México, y a quien había conocido hace poco más de un año atrás.
    Para mi suerte, cursaba el último año de su carrera en la capital austriaca antes de volar a México para reencontrarse con su novia. Y antes de desalojar su apartamento me ofreció gentilmente hospedarme en él durante mi estancia.   
    El único problema era que él debía trabajar hasta las 6 p.m. aquel día. Viajar en enero, durante los exámenes finales, no era una buena idea del todo si quería hacer Couchsurfing. Así que desde mi arribo al mediodía debía cargar mi mochila hasta que cayera la noche sobre la ciudad.
    Desde la estación de bus tomé el metro hacia el centro histórico, exactamente a la parada Stephansplatz.
    La estación lleva ese nombre por encontrarse justo al lado de la Plaza de San Esteban, y más específicamente, de la Catedral de San Esteban.

    Su torre de campanario de 136 metros de altura es uno de los símbolos de Viena y el elemento gótico más representativo de todo el país.

    Desde que salí del cálido subterráneo para ver el imponente templo me di cuenta de que la ropa térmica, mis dos jersey y mi chaqueta no serían suficientes para aguantar toda una tarde al aire libre en Viena.
    Aunque la nieve en las aceras estaba casi por completo derretida, la sensación térmica bajaba hasta unos 9 grados bajo cero. Y, al igual que me ocurrió en Berlín, eso convertía en un reto tomar una buena fotografía, lo que implicaba sacar mis manos de los bolsillos y exponerlas al gélido ambiente. Y sabía que con mi pesada mochila sobre mi espalda, aquella sería una larga y fatigante jornada.   
    Desde la Plaza de San Esteban también era visible la Iglesia de San Patricio, un templo barroco que hoy ha sido transferido al Opus Dei.

    Justo cuando comencé a caminar hacia el sur para alcanzar la avenida principal del centro, una fuerte nevada comenzó a caer. No era una nevada de ensueño, sino todo lo contrario. El viento bufaba con lozanía y sin piedad, atizando mi rostro con sus helados copos que se hacían cada vez más gruesos. 
    Mi afelpado gorro y mi cubreorejas devinieron en un nada absoluto que se vieron incapaces de proteger mi cara de aquel blanco infierno. Y me dispuse pronto a resguardarme en el café más cercano, donde aproveché para comer algo caliente.
    Entonces lo decidí: ¡no volvería a viajar en invierno! Al menos no a Europa Central.   
    Cuando la ventisca abdicó pude por fin salir en paz. Di la última bocanada de un abrasador aire antes de dejar la holgura de la cafetería y me enfrenté de nuevo a la cana atmósfera que inundaba Viena.
    Caminé hacia el sur hasta alcanzar la RingStraße, la avenida de circunvalación que rodea el centro de la ciudad.
    Hasta 1857 estaba ocupada por la muralla que rodeaba la capital austriaca. Hoy es un amplio bulevar que posee en ambas orillas monumentos increíbles que han sido declarados por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, lo que lo convierte en uno de los atractivos más visitados por los turistas.
    Uno de los más célebres es, por supuesto, el Teatro de la Ópera Estatal de Viena.
    Viena es bien conocida por ser la capital musical de Europa y, para muchos, del mundo. No por nada la imagen de Mozart, nacido en Austria, aparece en casi la mitad de los souvenirs que se venden en las tiendas.   
    El edificio posee, de entrada, una historia bastante controversial. Por más bello que parezca, su construcción a mediados del siglo XIX causó una decepción en los vieneses, quienes esperaban mucho más de la nueva casa de la música nacional. Eso ocasionó nada menos que el suicidio del primer arquitecto y la muerte por infarto del segundo, quienes nunca vieron terminada su obra neorenacentista de la que hoy goza la metrópoli.

    Al verme frente al inmenso y emblemático edificio y tocar mi billetera supe de inmediato que Viena sería otra ciudad a la que debería volver. Un concierto en la Ópera y la entrada a sus innumerables museos sumaba una cuantiosa suma. Y era algo que, lamentablemente, no podía darme el lujo de pagar. No si quería comer y asegurarme de no dormir en la calle   Y la Ópera no fue el último lugar al que desearía haber podido entrar.
    Unos metros al oeste, siguiendo la RingStraße, me topé con el inmenso Palacio Imperial de Hofburg, residencia antigua y actual del poder ejecutivo de la nación austriaca.

    Sus numerosas salas y estancias albergaron a las familias imperiales de Austria durante más de seis siglos, que vieron pasar por su territorio a un ducado, un archiducado y un imperio que tuvo su fin al final de la Primera Guerra Mundial, cuando el país abandonó la monarquía para convertirse en una república.
    Con el mapa de la ciudad en mis torpes manos envueltas con unos débiles guantes que poco me ayudaban, llegué a la parte sur del palacio desde los jardines imperiales, que para entonces no eran otra cosa que una enorme manta de nieve.

    Exquisitas estatuas de mármol se posaban por toda la extensión de los huertos, que fusionaban su blanco con el de la escarcha a su alrededor.

    Pero el monumental palacio parecía no mostrarme su mejor ángulo. No con la docena de edificios que, de hecho, componen el complejo, entre los que se encuentran el Museo de Etnología, la Biblioteca Nacional de Austria y la Escuela Española de Equitación, todos ellos destinos que pueden ser visitados por separado por precios individuales que no me vi dispuesto a costear.  
    Por el contrario, preferí caminar hacia la Maria-Theresien-Platz para fotografiar los exquisitos edificios que la flanquean.

    La plaza pública está justo al lado de la RingStraße y está dedicada a la emperatriz María Teresa, cuya estatua se posa en el medio.

    Los dos formidables edificios gemelos (de hecho, casi gemelos) en sus extremos norte y sur fueron mandados a construir a finales del siglo XIX por el emperador Francisco José I para dar cabida a las colecciones privadas de la realeza de una forma digna de la misma. Hoy, al ser bienes públicos, albergan al Museo de Historia Natural y al Museo de Historia del Arte.

    Y si creía ya haber visto suficientes museos en el centro de la capital austríaca, solo bastaba voltear al oeste de la plaza y admirar el Museumsquartier.

    Es el octavo complejo cultural más grande del mundo, y fue edificado en el 2001 para albergar a otros tantos museos, centros de convenciones, estudios y espacios de exhibición que hacen de Viena otra capital cultural del mundo.
    Pero no había terminado.
    Del lado este de la Maria-Theresien-Platz otra plaza más grande, también flanqueada por museos, se extendía bajo la nieve.

    La famosa Heldenplatz, o Plaza de los Héroes por las estatuas de los heroicos jefes miliatres del Imperio, es justo donde hace ochenta años Hitler anunciaba la anexión de Austria al Tercer Reich.

    Pero la plaza no es solo célebre a causa del discurso nazi que opacó la historia del país, sino por la magnitud de las construcciones que se posan a su alrededor.
    Allí estaba el resto del Palacio de Hofburg, la cara que me había estado ocultando ante su enorme extensión.

    Y por si fuera poco, y nada sorprendente ya, su interior resguardaba otro puñado de museos y salones imperiales que tampoco podía atreverme a pagar. ¡Vaya decepción!   

    Estaba en Viena, capital de la música y los museos, parado frente a uno de los palacios más lujosos y emblemáticos de la monarquía europea, sin dinero para entrar.   
    Pero no todo era tan malo. Estar allí era mejor que no estarlo. Aun con la nieve. Aun con el frío. Aun con mi mochila al hombro sin un lugar donde alojarme hasta que llegase la noche.   
    Para calmar un poco mis ansias y mi depresión financiera caminé un poco más al norte de la RingStraße, donde se asomaba otra torre icónica de la ciudad entre un nublado cielo.

    Se trataba del Ayuntamiento de Viena, un maravilloso edificio neogótico frente al cual se había instalado una pertinente pista de patinaje para el recreo de los residentes y turistas.

    En la otra esquina, los patinadores podían deleitarse con la fachada del Burgtheater, el Teatro Nacional de Viena.
    Allí, mirando a los pequeños caerse sobre el rígido hielo, tomé un poco confortable descanso bajo el frío para coger el wi-fi gratuito que la ciudad me ofrecía y enviar un mensaje a Matthias, avisando de mi situación actual.

    Sabiendo que en poco tiempo podría reunirme con él, sin tener que esperar necesariamente la oscura noche, di mi última caminata hacia el norte de la RingStraße, hasta alcanzar la iglesia Votivkirche, donde pude tomar el metro hacia el sur de la ciudad.

    Me reuní finalmente con Matthias en su increíble apartamento, muy distinto al que rentaba en la ciudad de México cuando lo conocí.  
    Su bienvenida no pudo haber sido más reparadora. En aquella fría noche entrar a un cálido departamento adornado con papel picado de colores y botellas de salsas picantes mexicanas me reconfortó después de la dura caminata, y me llevó por un instante de vuelta a mi país, al que Matthias parecía amar y extrañar.
    Sin embargo, esa noche no cocinaría algo mexicano. Y decidió, por el contrario, hacerme degustar un básico platillo austriaco: una salchicha vienesa con mostaza y raíces.   
    Era muy parecida a las bratwurst alemanas, pero esas raíces le dieron sin duda un toque distinto. Aunque para ser sincero, eran demasiado picantes para mí. Un picor muy distinto al de los pimientos mexicanos a los que estoy acostumbrado.   Pero a Matthias parecía no molestarle en lo absoluto.
    Tras un poco de crema muscular en mis hombros y encogido en mi saco de dormir, quien se había convertido en mi segundo mejor amigo durante el viaje (el primero eran mis botas), concilié el sueño sobre el sofá del salón, recobrando mis energías para la siguiente mañana.
    Matthias vivía en el suroeste de la ciudad, en un barrio residencial un poco alejado del centro. Pero para mi conveniencia, justo al lado se encontraba uno de los atractivos más famosos de la ciudad y, quizá, el más visitado: el Palacio de Schönbrunn.
    Es conocido como “el Versalles vienés”, y con justa razón.

    Como muchas de las monarquías europeas que construían castillos residenciales y de recreo a las afueras de las grandes ciudades, los austriacos no podían quedarse atrás.

    Pero esta maravilloso mansión no solo fue declarado Patrimonio de la Humanidad como un símbolo de Austria, sino también como el mayor ícono de una de las familias más influyentes en la historia desde la Edad Media hasta la Contemporánea: la dinastía de los Habsburgo.
    Es casi imposible que algún país europeo (incluso, muchos no europeos) no haya pasado por las manos de algún rey o emperador de esta familia real. Vaya, incluso México tuvo un emperador Habsburgo.
    Las tierras gobernadas por estos poderosos hombres abarcaron prácticamente todo el planeta, desde las provincias más cercanas a Viena (convertida en su capital imperial por excelencia) hasta los confines de la América colonial y las islas asiáticas, durante el mandato de Carlos V.
    Austria no formó parte solamente del Imperio Austrohúngaro, constituido apenas hace dos siglos, sino que por cientos de años fue un archiducado del Sacro Imperio Romano Germánico, muchos de cuyos gobernantes reinaron desde Viena y, específicamente, desde el Palacio de Schönbrunn.
    Pero este castillo es también conocido como el “palacio de verano”, ya que el Hofburg, en el centro de la ciudad, era ocupado por la familia real en el invierno.

    Dos palacios de excéntricas magnitudes. Enormes jardines como patio de recreo, que entonces me recibieron repletos de nieve, por supuesto. Fuentes con esculturas de historias míticas de la Antigüedad. Glorietas descomunales marcando nodos en los hermosamente simétricos caminos del bosque trasero.

    Y una vista impresionante desde su colina superior.

    No cabe duda de que los Habsburgo supieron llevar una buena vida.   Y supieron también cómo dejar el mejor legado a su futuro país republicano, con galerías, colecciones, salas, teatros, científicos y artistas inigualables en el mundo.
    Mi visita en la capital austriaca finalizaría con una cara totalmente opuesta a la entonces vista, cuando me vi con Matthias para visitar la zona norte de la ciudad.

    El distrito financiero ubicado justo en la orilla del río Danubio es también un sitio de recreo para los locales, según me contó Matthias. Un lugar que, en verano, luce lleno de jóvenes y familias que toman el sol en las pequeñas islas del río y hacen parrilladas para aprovechar al máximo el calor centroeuropeo.

    Para mí fue, por supuesto, una experiencia diferente, con el río casi congelado frente a mis ojos.   
    Al siguiente día por la mañana partiría en un bus por toda la rivera del Danubio, que me llevaría a otra de las grandes capitales imperiales europeas.
  17. AlexMexico
    Los días parecían hacerse cada vez más cortos en Polonia. Los exiguos rayos del sol se ocultaban a las 16 horas, y levantarse a las 9 parecía como despertar al mediodía. El frío no se esfumaba y la nieve tampoco. Hasta ese punto estaba un poco harto del invierno en Europa central. No era lo que había imaginado. Y llevar puestas mis botas y varias capas de ropa encima todos los días me empezaba a exasperar. 
    Pero antes de volver al sur tenía un último destino más al norte. No podía irme de Polonia sin visitar su gran capital.
    Mis tres noches en Cracovia en el apartamento de Maciek habían sido bastante placenteras.  Y como un último favor para agradecerme la hospitalidad que le había brindado en México algunos meses atrás, me puso en contacto con algunos amigos suyos en Varsovia, donde había terminado sus estudios universitarios.
    Maciek me llevó entonces a la estación central. Un mes atrás había conseguido un viaje de Cracovia a Varsovia por solo 10 złotys (2.5€ aprox.) con la empresa Polskibus. Pero como suele ocurrir con los precios baratos, el bus llegó con retraso,  y unas cinco horas pasaron para que llegase a la capital.
    Habiendo desaprovechando todo el día en la carretera, me vi obligado a pasar algunas horas solo al arribo del bus. Una pareja de amigos de Maciek me hospdaría esa noche en su apartamento al norte de Varsovia. Pero debía esperar a que saliesen de la oficina, alrededor de las 7 p.m.
    Como dije ya, la noche caía rápido sobre el crudo invierno  del este europeo. Y caminar solo por las oscuras calles repletas de nieve no es algo exquisito. Al menos no para mí. 
    Sin más opciones, cogí mi mochila y caminé un poco por el centro de la ciudad. La gran avenida Marszałknowska me llevó hasta el centro financiero, el corazón de Varsovia y de casi todo el país.

    A pesar de haber sido casi completamente destruida por los nazis en la Segunda Guerra Mundial, Varsovia resurgió de los escombros como una nueva metrópoli, siendo hoy una de las capitales más importantes de la Unión Europea, que se luce con un imponente conjunto de modernos rascacielos que albergan hoteles de lujo y oficinas de grandes compañías transnacionales.
    Pocos saben que antes de la guerra Varsovia fue uno de los tempranos centros capitalistas del mundo y de Europa. Fue sede de una de las primeras bolsas de valores del continente y atrajo a empresarios de todos los alrededores.
    Tristemente la historia de la ciudad y del país no puede ser contada sin tomar en cuenta las múltiples invasiones que sufrieron por los imperios adyacentes.
    Rusos, prusianos, austrohúngaros, alemanes. Pero a pesar de la influencia extranjera forzada, los polacos han sabido mantener su identidad.
    No obstante, uno de los grandes símbolos del centro financiero de Varsovia, el Palacio de la Cultura y la Ciencia, sigue siendo un remanente de la rusificación del país.

    El rascacielos fue construido durante la época comunista de Polonia, cuando la Unión Soviética invadió el país con el pretexto de haberlo salvado de la ocupación nazi. Un hecho que sigue vivo hasta hoy, con un gran número de polacos que todavía hablan ruso.
    Aunque los rusos no solo estuvieron presentes en Polonia durante la Guerra Fría, sino desde la partición forzada de Polonia en tiempos de la Rusia zarista, hoy las hostilidades armadas parecen haber terminado. Y el Palacio de la Cultura y la Ciencia es otro edificio más que ilumina el centro de la ciudad.
    La penumbra me llenaba de melancolía. Eran solo las 5 p.m. y Varsovia parecía estar muerta. ¿Quién querría salir a dar un paseo a esa hora?, me pregunté. Solo yo y mis incontenibles ganas de viajar sin importar el tiempo. 
    Tomé una calle en dirección norte, acercándome al centro histórico de la ciudad. Y en medio del frío crepúsculo solo un bar estaba abierto. Un restaurante mexicano con tequila al 2x1 donde sonaba una canción de Cristian Castro en versión salsa.

    Fue sin duda un momento surrealista y vivificante que me brindó ánimos para continuar con mi osada caminata nocturna. 
    Al toparme con la muralla del casco antiguo decidí que era mejor adentrarme en el centro histórico al día siguiente, con la plena luz del sol. Así que caminé a la estación de metro más cercana para viajar al norte de la ciudad, donde unos minutos después me encontré con los amigos de Maciek.
    Me llevaron hasta su apartamento, un cómodo y amplio T3 donde me ofrecieron una habitación y una cama matrimonial solo para mí. ¡Couchsurfing realmente podía salvarme la vida! 
    Insistieron en compartir conmigo su cena vegetariana y mostrarme un poco el mapa de la ciudad, explicándome los mejores sitios a visitar.
    Al día siguiente tras el desayuno tuvimos que salir muy temprano porque ambos debían trabajar.  Aquella noche no podrían hospedarme. Pero, exponiendo la calurosa hospitalidad de los polacos, se las arreglaron para contactarme con otro amigo suyo, al que vimos en una estación de metro para que le diese mi mochila y así no la cargase el resto del día. 
    Por la noche me reencontraría con él para dormir en su apartamento. A pesar de todo, Polonia no era tan fría como imaginé. 
    Así, nuevamente desde el centro financiero, comencé un recorrido matutino por la ciudad.

    Para regocijo de mi piel, pálida y sin mucha vida, esa mañana el sol se asomó con todas sus fuerzas sobre Varsovia, dejando por fin al descubierto un vívido cielo azul. 
    Caminé primero hacia el norte de la zona centro. Un lugar donde permanecen algunos recuerdos que Polonia quisiera olvidar.
    En 1949 el Tercer Reich alemán invadió Polonia, dando comienzo a la Segunda Guerra Mundial. Su principal objetivo era recuperar los espacios que alguna vez pertenecieron al Imperio de Alemania en el siglo XIX. Y, como todos sabemos, uno de los deseos del Führer era gobernar sobre un reino de “raza aria”, lo que llevó al exilio de las minorías raciales en todos los territorios dominados.
    Los judíos fueron la comunidad más numerosa que sufrió este separatismo. Y si bien en Alemania la población judía no era extremadamente copiosa, Hitler se encontró con casi 3 millones de judíos en Polonia.
    Las primeras medidas de segregación en el país incluyeron marcar a los judíos con una estrella de David en su brazo, prohibirles usar el transporte público, las aceras, los parques o comer en restaurantes. Después llegó la prohibición de cambio de residencia, impidiendo así el movimiento de judíos fuera de Polonia.
    Pero lo peor llegó en 1940, cuando se finalizó la construcción del Gueto de Varsovia, el mayor de los guetos judíos construidos por la Alemania nazi.
    En solo el 2% de la superficie de la ciudad los alemanes confinaron a más de 400,000 judíos provenientes, no solo de Varsovia, sino de varios de los territorios ocupados.
    Durante un año y medio esta fue la residencia oficial de los judíos, donde las el hambre, las enfermedades y la muerte reinaban por las calles todos los días. Pero para 1942 el gueto se vaciaría de forma casi repentina, cuando la verdadera solución final empezó a llevarse a cabo, y los alemanes deportaron a la mayoría de las personas al campo de exterminio de Treblinka, donde murieron en las cámaras de gas.
    Los pocos judíos que corrieron con la suerte de quedarse en el gueto para trabajar iniciaron un levantamiento en contra de los nazis en 1943. Estos hechos provocaron la furia del general Himmler, quien ordenó quemar todos los edificios del gueto, reduciéndolo casi completamente a escombros.
    Estos hechos fueron perfectamente retratados por Roman Polanski en el filme El pianista, basado en la historia real de un sobreviviente del gueto.
    Y entre aquellos escombros todavía residen algunos muros malheridos que hoy exhiben memoriales y monumentos conmemorativos de lo que fue uno de los episodios más oscuros y sangrientos de la ciudad.

    No fue extraño caminar por Varsovia y toparme en cada esquina con placas rememorativas de los soldados caídos, los judíos asesinados o los civiles que apoyaron el levantamiento.

    Pero como Maciek me había prometido, Varsovia era mucho más que eso. Varsovia es una ciudad nueva y llena de vida a la que los milagros de la posguerra también sonrieron.
    Inmediatamente tras la liberación de Polonia por parte de la URSS, dieron comienzo las obras de reconstrucción de Varsovia, que había perdido casi el 80% de sus edificios. 
    Es increíble entonces caminar por sus calles y pensar que apenas unas décadas atrás nada de aquello existía. Y, sin duda, una de las mejores reconstrucciones que se llevaron a cabo fue la del Barrio antiguo de Varsovia, que en 1989 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, por ser uno de los centros históricos mejor restaurados del mundo.

    El día apenas estaba empezando para muchos polacos, quienes se paseaban por el centro haciendo sus compras matutinas y algunos pocos yendo a trabajar.
    La primera imagen que tuve del centro de Varsovia fue claramente distinta a lo que había imaginado. Los edificios no eran de ladrillos rojos ni de fachadas grises y renacentistas, como muchas otras capitales europeas.

    Por el contrario, me topé con paredes coloridas que brillaban con la luz del sol, bajo un techo de tejas que se encontraba parcialmente cubierto en nieve.
    Mi parte favorita fue la Plaza Mayor, hogar del antiguo mercado callejero de Varsovia.

    La explanada está rodeada de casas altas y coloridas en cuyo centro se había instalado una pista de patinaje sobre hielo para el deleite de los pequeños.

    Más al sur llegué a la Plaza del Castillo, que toma su nombre del Castillo Real de Varsovia, que se posa justo en el lado este de la explanada.

    El castillo fue la residencia real del rey de Polonia hasta 1795, y hoy alberga a un museo de la Fundación de Historia y Cultura.
    En la otra punta se alza la famosa Columna de Segismundo, que conmemora el traslado de la capital polaca de Cracovia a Varsovia por el rey Segismundo II en 1596.

    La plaza es el principal punto de encuentro de turistas y locales, y por ella se puede acceder al resto del centro de la ciudad. Yo decidí primero ir al oeste, para ver los restos de la muralla que rodeaba la antigua Varsovia.

    Tomé después una de las calles principales del centro que me llevó hasta el frente del Palacio del Presidente, actual sede del poder ejecutivo polaco aún resguardado por centinelas al estilo monárquico.

    Buscando algo de comer, seguí las arterias de la ciudad hasta atravesar un parque junto al Teatro de la Ópera, que entonces se cubría de blanco dejando el fresco césped hundido bajo una espesa capa de nieve que estaba harto ya de pisar.

    En el medio del jardín otro monumento rendía honores a los defensores de la patria. La tumba del soldado desconocido conmemora a todos los polacos que defendieron Varsovia durante la invasión nazi, y dos centinelas resguardan con recelo el sepulcro nacional.

    Hice una parada para almorzar y calentar un poco mis pies. Pasar horas sobre la nieve no es una experiencia tan afable como la mayoría podría pensar. Pero con lo cortos que son los días en Europa en el horario invernal más valía seguir andando que hacer una enorme pausa bajo la cómoda calefacción. 
    Caminé por el puente Poniatowskiego para cruzar el río Vístula, entonces congelado por las heladas temperaturas. Aunque el sol parecía empezar a hacer ceder al hielo poco a poco.
    En el otro extremo llegué al Estadio Nacional, el más grande del país y casa de la selección nacional de futbol de Polonia.

    El paisaje al otro lado del río cambió mi perspectiva. Se trataba de una zona residencial, con una increíble vista de los rascacielos que se ensombrecían con el ocaso.

    En la parte este del Vístula se encuentra el distrito de Praga, un barrio histórico que se anexionó a Varsovia  apenas el siglo pasado.
    La importancia de este vecindario es que no fue destruido durante la guerra, y hasta hoy sigue conservando su carácter rústico y ambiente tranquilo.

    La poca industrialización y oposición a su remodelación por parte del ayuntamiento y de los residentes puede apreciarse a simple vista con un corto paseo por sus calles, que son las más densamente pobladas de la ciudad.

    Antes del anochecer volví a la parte oeste del río para conocer el centro histórico al estilo navideño.
    Diciembre había terminado hace más de treinta días, pero las luces y el pino seguían en pie, brindando ese toque de Navidad que hace a cualquier ciudad más cálida que de costumbre. 

    Más tarde caminé nuevamente al centro financiero para encontrar al amigo de Maciek que me hospedaría aquella noche. Pero antes de ir a casa visitamos a su novia, para lo cual volvimos al barrio de Praga, esta vez viajando el metro.
    Comí un bocado de trigo con un vaso de té y miel, que reconfortaron mi última velada en Polonia en compañía de dos desconocidos que, sin importarles mi procedencia, me recibieron como un rey. 
    La siguiente mañana viajaría hasta el Aeropuerto Chopin de Varsovia para dejar atrás el este europeo y volver al sur. Mi viaje estaba a punto de terminar, no sin antes visitar la antigua capital romana.
  18. AlexMexico
    La elección de un destino siempre es difícil para un viajero. Y aunque pocas veces podemos realmente arrepentirnos, puede llegar un momento en el que nos digamos: “debí haber elegido este otro”. Y es un pensamiento inevitable.
    Pero cuando la elección ha sido claramente la correcta, el regocijo resultante es inminente. 
    Escoger solo tres de las 26 regiones académicas en la Francia continental para pasar siete meses de mi vida como profesor de español no fue, sin duda, una decisión fácil. Pero ciertamente fue una de aquellas que llamaría “la correcta”.
    A la sombra de París, la metrópoli francesa por excelencia, se encuentra una portentosa ciudad, comúnmente puesta en segundo plano. Una ciudad que ha sido desplazada por buena parte del turismo internacional que visita a Europa, solo por ser más pequeña que su hermana del norte.
    Su vetusta historia, su bien conservado patrimonio, su excelente ubicación y deliciosa gastronomía hicieron de Lyon la mejor de mis elecciones para vivir en Francia.
    Si bien ni siquiera siete meses en “la capital de la seda” fueron suficientes para conocer todos sus rincones, un par de buenos amigos y un libro titulado Lyon: secret et insolite hicieron que aquello que es imprescindible no escapara de mis ojos.
    Y lo siguiente es el mejor intento de una lista de atractivos y barrios imperdibles en la que, personalmente, fue la mejor ciudad en la que pude haber vivido en Francia.
    Roma y los galos.
    Lyon no siempre fue Lyon. Y Francia no siempre fue Francia. Pero algo es claro en su rivalidad con París: Lyon es más antigua. Y a su fundación en el 43 antes de Cristo fue llamada Lugdunum, por sus padrinos los romanos.
    Lyon es a veces apodada la antigua capital francesa. Aunque de eso muy poco es verdad, ya que cuando Lyon pudo ser capital de algo, Francia ni siquiera existía. Pero sí lo hacía Galia, la enorme provincia romana de la que Lyon fue centro político y cultural.
    Es por ello que, aunque no muchos se lo esperan, en Lyon podemos encontrar dos bellos y conservados anfiteatros romanos.

    La ciudad está estratégicamente ubicada en la confluencia de dos importantes afluentes fluviales: el río Ródano y el río Saona, fácilmente navegables para toda sociedad que allí se estableció.
    Y otros dos cuerpos naturales dominan la metrópoli: la colina de Fourvière al oeste y la colina de la Croix Rousse al norte, de las que hablaré más adelante.
    Y cada una de estas dos colinas resguarda como tesoro los vestigios arquitectónicos más antiguos que Lyon puede poseer, de una de las civilizaciones que más marcó el mundo occidental.

    Aunque uno de ellos, el ubicado en la Croix Rousse, fue testigo de una cruel matanza de cristianos, en un intento de los romanos por conservar el paganismo de su religión.
    Capital de las tres Galias, Lyon no solo pudo mostrarme parte de lo que hoy es Francia, sino parte de lo que hace siglos fue Roma.
    El Vieux Lyon.
    Es claro que durante siglos de existencia Lyon haya tenido que cambiar sus fachadas y extender sus complejos habitacionales para dar cabida a la creciente población que llegaba a ella, atraída por la bonanza económica de la que gozó por mucho tiempo.
    Y aunque los anfiteatros son los remanentes más longevos, el Vieux Lyon es la zona más antigua donde todavía vive gente (incluido mi amigo Jonathan, quien me invitó a emborracharme en el interior de este antiguo e histórico complejo).

    La primera vez que di un paseo por el Viejo Lyon, que resulta ser la zona más turística de la ciudad, simplemente no me sentí en Francia.
    Y no resulta extraño. De hecho la mayoría de este barrio medieval-renacentista fue construido bajo los estándares italianos, debido a la oleada de florentinos que llegaron con el matrimonio de Catalina de Médecis con el hijo del rey francés.

    Es por ello que esas grandes edificaciones poseen un patio interior al puro estilo itálico. Y los callejones que abren paso entre el interior de las manzanas son uno de los símbolos más apreciados de Lyon. Los llamados traboules.
    Un paseo por Lyon no puede estar completo sin caminar por el oscuro interior de un traboule. Y no se trata solo de la funcionalidad de acortar las distancias por esta estrecha parte peatonal de la ciudad. Es un legado que hoy forma parte innata de la identidad lionesa.

    Es en uno de esos coloridos edificios italianos que se aloja el Museo Gadagne, que cuenta la historia de la ciudad con piezas y mapas originales, entre las que se encuentran una cama hecha exclusivamente para Napoleón Bonaparte y el cartel de la Exposición Internacional de 1914.

    Pero si hay un museo que debió llamar mi atención desde que caminé por primera vez por el barrio es el Museo del cine y miniatura.
    Aunque Lyon no es reconocida internacionalmente como una capital del cine, es el lugar que prácticamente vio nacer al séptimo arte.
    Los hermanos Lumière, inventores del cinematógrafo, hicieron allí la primera película de la historia: la famosa cinta Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon Monplaisir, donde hoy se encuentra en su honor el Instituto Lumière.
    La cinta no mostraba nada más que, literalmente, la salida de los trabajadores de una fábrica. Y ese nuevo invento que ellos mismos dijeron que no poseía futuro alguno, se convirtió en una de las industrias de entretenimiento más grandes del planeta.
    Y aunque Lyon no cuenta con estudios cinematográficos ni ha sido sede de muchos rodajes, se ha encargado de mostrar a la gente la magia de aquello que Auguste y Louis Jean Lumière crearon en el siglo XIX.

    El Museo de cine y miniatura ha recopilado piezas originales de algunos de los filmes más famosos de la historia. Desde la escalofriante escenografía francesa de El Perfume (con réplicas tamaño natural de Jean-Baptiste Grenouille) hasta las máscaras de El planeta de los Simios.

    Mis alumnos de intercambio provenientes de Mallorca pudieron no haber apreciado como yo las páginas del storyboard original de Troya o la cabeza del triceratops de Jurassic Park. Pero la utilería y miniaturas allí presentes me hicieron sentirme mucho más niño que ellos.

    El barrio central del Vieux Lyon alberga también a la catedral de Saint-Jean, una de las dos iglesias más icónicas de la urbe.

    Su fachada delantera y posterior recuerdan mucho a la catedral de Notre Dame de París, obteniendo casi el mismo valor emblemático para los locales y turistas que su gemela parisina. Pero si una iglesia debía imperar la ciudad, Saint-Jean pudo hacerlo solo hasta la llegada de su nueva rival en el siglo XIX.
    Altos de Fourvière.
    Lyon fue fundada en el lado oeste del río Saona. Pero no tan al norte en el actual distrito 9 (a donde me dirigía diario para trabajar en el colegio público Jean Perrin). Sino en lo alto de una de las dos colinas que mencioné con anterioridad. La célebre colina de Fourvière, a la que hoy puede accederse fácilmente a través de un funicular.
    Fourvière vio nacer a Lyon en manos de los romanos y fue testigo del crecimiento de la metrópoli a sus pies, con los imponentes Alpes en su difuminado horizonte (donde con suerte puede verse el Mont Blanc en un día bastante despejado).

    Y fue justamente al lado de este increíble mirador que los lioneses decidieron erigir un templo en agradecimiento a la Virgen María por salvarlos de la peste en el siglo XVII.
    Esa modesta capilla fue remodelada a partir de 1870 para darle forma a la actual Basílica de Notre Dame de Fourvière.

    Su imponente y alternativa arquitectura inspirada en el arte románico y bizantino, pero sobre todo su perfecta ubicación a 120 metros de alto, la ha hecho el símbolo religioso de Lyon.

    Al otro lado del mirador, una torre de metal apodada “la Torre Eiffel” también domina la ciudad. Se trata de una torre de telecomunicaciones que fue mandada a hacer por un restaurantero durante la Exposición Universal de Lyon en 1914 para atraer turistas a su restaurante.
    Este par se ha convertido en la corona lionesa, pudiendo ser vistos desde casi cualquier punto de la ciudad. Sea cuando salía a comprar pan, paseaba en bicicleta, corría a orillas del Ródano o, incluso, desde mi salón de clase, la basílica y la torre de Fourvière me harían no olvidarme nunca de que me encontraba en Lyon.

    La presqu’île y Terreaux.
    Cuando Lyon se vio atrapada entre la colina de Fourvière y el río Saona no le quedó otro remedio que extenderse hacia la península contigua que hoy da lugar al centro de la ciudad.
    Terreaux, Hôtel de Ville, 1er arrondissement son algunos de los nombres con los que los lioneses llamarían a esta zona de la ciudad, ubicada justo en medio de los dos afluentes que la atraviesan.
    Este estrecho trozo de tierra, llamado en francés presqu’île (literalmente “casi isla”), es la península más cotizada donde la mayoría de los locales quisieran vivir.
    A pesar de mis esfuerzos, encontrar un apartamento en esta zona fue imposible para un joven extranjero sin experiencia laboral y con un salario bajo en relación al resto. Pero mis últimos 15 días en Lyon los pasé refugiado en el estudio de mi amigo Loïc, justo en el corazón de este bullicioso y haussmanniano vecindario.
    La Plaza de Terreaux es el núcleo de la presqu’île, flanqueada por bares y cafeterías que dan a toda la península más vida que en cualquier lugar de Lyon.
    Al sur de la explanada se encuentra el Palacio de Bellas Artes, que alberga al Museo de Bellas Artes de la ciudad.

    Sí, es verdad que Lyon no destaca tanto en las artes como lo hace París, con sus mundialmente famosos museos. Pero fue una buena manera de pasar mis domingos lluviosos, cuando todo lo demás está cerrado en la ciudad.
    Al este se alza el Hôtel de Ville. Es importante saber que en francés la palabra hôtel no siempre querrá decir lo que en español. Así, la traducción de Hôtel de Ville no es “hotel de la ciudad”, sino más bien “ayuntamiento”.

    Y justo detrás del ayuntamiento se halla un edificio que todo buen lionés ocupa como punto frecuente de reunión, incluyéndome a mí.
    La Ópera de Lyon se resguarda bajo esa majestuosa construcción coronada por ocho musas griegas (sí, normalmente son nueve, pero ocho es un hermoso número par que conserva la simetría arquitectónica).

    Hasta este punto haría pensar a cualquiera que Lyon es una ciudad burguesa y chic, como la gente suele pensar que es París. Una ciudad donde la gente acude a la ópera vestida de gala y visita un museo cada domingo. Pero no es así.
    De hecho, en la Ópera de Lyon algunos jóvenes han encontrado un lugar propicio donde contraponer sus expresiones artísticas ante la música clásica occidental.
    A diario es posible encontrar en el pasillo exterior de la ópera a grupos de bailarines de música urbana practicando sus coreografías. Los más avanzados enseñan a los novatos los pasos básicos del hip-hop y break dance, mientras cúmulos de gente los observan con detención. Era una manera sumamente entretenida de esperar a mis impuntuales amigos antes de salir a buscar un café.

    Y al norte de la ópera, la explanada de asfalto sirve a los skaters para practicar sus movimientos, dando un peculiar espectáculo a los que toman su cerveza en las terrazas contiguas.

    La Croix-Rousse y los canuts.
    Ha quedado claro que Lyon es más que una ciudad burguesa y refinada. Es una mezcla de contrastes para todos los gustos y edades. De hecho, Lyon no siempre gozó de una aristocracia de edicios haussmanianos (típica postal parisina de la belle époque). Lyon salió adelante gracias al trabajo. Y no hay trabajo que le haya sido mejor reconocido que haber dominado el tejido de la seda.
    Lyon fue uno de los últimos destinos de la ruta de la seda en Europa, que transportaba la codiciada fibra natural desde el Lejano Oriente.
    El siglo XIX fue la época dorada de la seda, cuando muchos artefactos fueron desarrollados y cuando aumentó el número de trabajadores dedicados a la industria.

    Máquina de tejido de seda.
    La mayoría de esos obreros, llamados canuts, poseían un taller (atelier en francés) en el barrio al que ellos mismos dieron vida. La famosa Croix-Rousse.
    Se trata de la segunda colina que domina la ciudad. Igual de famosa que su hermana Fourvière, la Croix-Rousse ha estado a la vez separada y unida a Lyon desde su existencia como comuna.

    La Croix-Rousse vista desde el río Saona.
    Mientras Lyon se ha desarrollado como una gran metrópoli, la Croix-Rousee ha conservado ese ambiente de pueblo, que hace sentir a sus habitantes en una especie de isla en medio de la gran ciudad. Muchos de ellos nunca “bajan”, haciendo la totalidad de su vida en lo alto de la meseta.
    El siglo XIX significo muchas cosas para este vecindario y para el mundo entero. Fue el siglo en el que se unió oficialmente con Lyon, derribando la muralla que las separaban y creando un lazo inminente a través de un funicular, el primero en el mundo.
    Pero fue también cuando nació la primera protesta laboral del planeta, en manos de los canuts. Los trabajadores de la seda estaban sometidos a condiciones muy duras, por lo que alzaron la voz ante las autoridades, siendo violentamente reprimidos.
    Los canuts dejaron su legado en la Croix-Rousse. No solo en el tipo de viviendas altas con traboules y con amplias ventanas (la luz ayudaba a trabajar la seda), sino con la atmósfera bohemia que heredaron al día de hoy.

    Antiguo edifico de canuts.
    La colina se divide en dos barrios: el plateau y les pentes. El plateau es la meseta, zona residencial con la más alta densidad de población. Y les pentes son las pendientes que suben desde el centro de Lyon, cuyas estrechas calles albergan hoy el barrio artístico y bohemio de la ciudad.

    Les pentes de la Croix-Rousse.
    Subir por las cansadas pendientes de la Croix-Rousse era algo indispensable cada vez que un día bello y despejado ameritaba sentarse ante una linda panorámica. La llanura este hacia los Alpes desde lo alto en medio de un ambiente bohemio es una de las mejores cosas que pueden hacerse en Lyon.
    Quais du Rhône.
    Si preguntamos a un lionés cuál de los dos ríos que atraviesan la ciudad prefiere, sería quizá una pregunta muy difícil.
    El río Saona flanquea al Viejo Lyon y pasa junto a la colina y la Basílica de Fourvière, siendo el preferido de los turistas si de un paseo en bote se trata. Pero el Ródano tiene lo suyo.
    El Ródano puede ser un río más bien destinado a los locales. En su extenso malecón (quai du Rhône en francés) puede encontrarse cientos de personas a todas horas del día. Desde los que, como yo, corrían en las templadas mañanas (excepto cuando el invierno lo volvió imposible) hasta los indigentes que se refugiaban bajo los puentes.

    El malecón del Ródano tiene vida. En sus simétricas alamedas que colorean la ciudad de acuerdo a su estación. En la increíble vista de la presqu’île y Fourvière desde cualquiera de sus puntos.

    La Croix-Rousse vista desde el quai du Rhône.
    En la línea de botes aparcados a sus orillas donde se puede beber una cerveza en la terraza. En la piscina municipal al aire libre que, incluso en invierno, siempre está llena.

    Pero sobre todo tiene vida los jueves por la noche, cuando todos los estudiantes acuden a su escalinata a admirar a los skaters hacer sus piruetas y a beber vino y cerveza hasta que llega la hora de buscar un club.

    El quai du Rhône me dio las mejores y más inolvidables noches en Lyon. Seis botellas de vino para tres personas, ver el trasero desnudo de estudiantes que cantaban al unísono “muéstranos tus nalgas”, música hip-hop francesa que escuchaban los racailles…

    Bien, creo que la elección no me es difícil. Mi río preferido es el Ródano. Y seguro el de muchos otros también.
    Confluences.
    Pero la lucha entre ambos ríos termina justo donde llega a su fin la ciudad de Lyon.
    Confluences es, literalmente, la confluencia del Ródano y el Saona. Los ríos se vuelven uno solo y eso da fin a la presqu’île y a la ciudad entera.
    Es en realidad un barrio un tanto lujoso, donde se halla un famoso centro comercial y un conjunto de edificios habitacionales ultramodernos.

    Entre ambos, un pequeño embarcadero sirve como aparcamiento del vaporeto, un bote de servicios turísticos que ofrece paseos por el río Saona.
    Pero el emblema del vecindario es el Museo de Confluences, ubicado en la punta extrema sur de la península.

    Es otra edificación ultramoderna que alberga exposiciones permanentes y temporales que vale la pena visitar. Una sala con réplicas de tamaño real de las especies animales del mundo, una exposición contemporánea sobre expediciones a la Antártica, hasta una muestra de la historia de los zapatos.
    Pero la mejor parte es la vista que se tiene desde su terraza, que nos deja admirar el fin de Lyon.

    Es posible caminar por ese pequeño estrecho, donde las olas poco a poco cubren el último pedazo de tierra.
    Ciudad de los murales.
    Otro de los grandes secretos que resguarda Lyon.

    Muy poca gente llega sabiendo la cantidad de murales que posee la ciudad en cada uno de sus rincones. Desde murales que simulan una biblioteca a orillas del Saona hasta frescos que hacen honor a Diego Rivera y la cultura mexicana en el lejano distrito 7.

    El más famoso, sin duda, es el fresque des lyonnais, un enorme mural ubicado en el centro de la ciudad, que muestra a los lioneses más célebres de la historia.
    Se presumen personajes como los hermanos Lumière, Laurent Mourguet (creador del teatro guiñol), Paul Bocousse (uno de los mejores chefs de Francia) y Antoine Saint-Éxupery, el famoso piloto y autor de El Principito. Por cierto, el aeropuerto de Lyon lleva su nombre.

    Pero el más alucinante es ciertamente el mur des Canuts, ubicado en la Croix-Rousse.
    Muchos dicen que es el mural más grande de Europa. Yo diría que quizá lo fue en su tiempo.

    Sea cierto o no, su tamaño es colosal, y el empeño que los artistas pusieron en él puede notarse a leguas, sea visto desde lejos o desde cerca.
    Pero a mi primer acercamiento el mural engañó mi vista. La perspectiva de escalera y el conjunto de edificios pintados en otro edificio me hizo creer que todo ello era real.

    El fresco se ha renovado con el paso del tiempo y ha sido financiado por patrocinadores. Todo en él hace honor a la Croix-Rousse, conteniendo elementos característicos de la vida cotidiana en aquel afanado barrio.

    Hay muchas razones por las que diría que prefiero Lyon ante cualquier otra ciudad francesa. Su clima, su trazo urbano, su comida, su limpieza, su seguridad, su cultura. Lo cierto es que me es muy difícil pensar en Lyon como una ciudad turística. La pienso solo como un melancólico hogar. Pero sé que estos sabios y sinceros minirelatos pueden motivar a muchos a conocer Lyon hasta lo más profundo de su ser. Porque aunque sea la tercera ciudad más grande de Francia, siempre seguirá siendo secreta e insólita.
  19. AlexMexico
    Uno de mis mayores retos estaba por cumplirse, al lograr salir de Suiza sin haber vaciado mi cuenta bancaria y todavía con dos países frente a mí.
    Junto a la central de trenes de Zúrich, en un extenso estacionamiento, aparcaban tres autobuses verdes frente a los que esperábamos un grupo de diez personas. En Europa las terminales de buses al aire libre son cosa común. Y solo bajo un diminuto techo nos refugiábamos de la fría noche.
    Un par de argentinos volvían a reafirmar su prototipo. Mochileros cargando instrumentos musicales y un porro de marihuana que me ofrecieron y preferí rechazar.
    Aunque ese churro me prometía una noche de sueño sin interrupciones, no podría cambiar lo que estaba por venir.
    A las 10 de la noche abordé mi Flixbus hacia Innsbruck, una perdida ciudad al oeste de Austria que no quería dejar pasar. Aquella empresa de transporte me había sorprendido con sus precios tan bajos por toda Europa y era, por supuesto, la opción más barata para cruzar la frontera suiza.
    El arribo a Innsbruck estaba pronosticado hacia las 6:30 a.m. Y así, me dispuse a dormir y ahorrar una noche de hospedaje.
    Pero a las 3 de la mañana las luces se prendieron. El conductor detuvo el vehículo en un oscuro parking y todos empezaron a bajar.
    Mis ojos apenas podían abrirse. Me puse mis lentes para ver algo más que lagañas y nubosidad. Bajé del bus con mi boleto en mano y pregunté al chofer qué estaba pasando.
    “Esta es la última parada”, dijo. “No, yo compré mi boleto hacia Innsbruck”, repliqué. “Es otro bus. Tienes que esperar hasta las cinco”.
    Aquella era una dura lección de viaje. Siempre leer los detalles del traslado. Mi boleto era, efectivamente, un viaje sencillo de Zúrich a Innsbruck. Pero incluía una escala de dos horas en Múnich, Alemania.
    ¿Cuándo había yo visto un viaje en bus con conexiones de ese tipo? Las cosas no funcionan siempre como en mi país. Y no quedaba más remedio que esperar dos largas horas en una perdida terminal de Múnich, a donde había planeado viajar dos días después.
    ¿Qué hacer a las 3 de la fría madrugada en Múnich? No hay muchas respuestas. Pero de unas escaleras se veían bajar grupos de jóvenes, que parecían venir (o ir) de fiesta.
    Subí para saber qué se escondía sobre el montón de coches estacionados. Un supermercado y algunas tiendas cerradas. Pero hay afortunadamente una marca que ha pensado en todo: Mc Donald’s.
    Si debo dar una medalla a dos marcas que han salvado mis viajes esas son Mc Donald’s y Starbucks. Siempre que se necesite un techo donde escapar del frío, un baño limpio o internet gratuito, ellos dos estarán en una esquina no muy lejana. Muchas veces a cualquier hora del día.
    Y para los jóvenes alemanes Mc Donald’s no es más que la mejor y única opción donde encontrar algo que comer luego de una noche de cerveza y electrónica.
    Una hamburguesa y 1 hora de wi-fi gratuito después, bajé de vuelta a la terminal para abordar mi bus. Esta vez esperaba que fuera el definitivo, sin más escalas sorpresas que me despertasen en el camino.
    Antes de las siete, cuando todavía no salía el sol, llegamos a Innsbruck. La mañana era muy fría, y en la densa oscuridad podía ver ligeramente la silueta de las montañas que rodeaban la ciudad. Era la razón por la que viajé con tanto esmero hasta esa remota villa alpina.
    Innsbruck es una ciudad pequeña. No muchos couchsurfers pueden encontrarse allí. Y consecuentemente, ninguno de ellos pudo acogerme durante mi visita. Fue el momento entonces de descubrir una nueva forma de alojamiento.
    Llegando a Francia abrí una cuenta en AirBnB. Mi compañero de piso en Lyon estaba inscrito como huésped, y algunos amigos en México ya lo habían probado. Para mí no era más que un Couchsurfing pagado.
    Y como los hostales en Innsbruck parecían no bajar de los 50 euros (al menos en esa época del año), AirBnB sería mi respuesta. Por solo 16 euros la noche, Rashed me hospedaría en un pequeño apartamento no muy lejos del aeropuerto.
    Aunque los check-in suelen ser a partir del mediodía, Rashed me recibió a las 7 a.m. No tenía dónde dejar mi mochila. Además, una buena ducha no me venía nada mal después del agotador viaje nocturno.
    Rashed parecía un chico solitario. Hacía una maestría en la Universidad de Innsbruck y sus días los pasaba estudiando. Pero tras una pequeña charla me mostró una dura y actual cara de Europa. Rashed era sirio.
    Hacía ya algunos años que había escapado de su país. El gobierno austriaco lo había ayudado otorgándole una beca y un apartamento para que pudiera continuar su vida lejos de Damasco.
    Afortunadamente su familia estaba bien. Vivían ahora en Alemania, separados de su hijo y de la vida que alguna vez forjaron en un país que ahora está destruido por la guerra.
    Los refugiados se han convertido en un tema común en Europa. Aunque la apertura de muchos países para recibir extranjeros es algo que alabar, el éxodo en pleno siglo XXI es una cosa dura de creer. Pero Rashed y su historia me mostraron la realidad. Y AirBnB era una forma para él de conocer gente nueva y distraerse en una ciudad totalmente opuesta a la que lo vio nacer.
    Por suerte para mí, una ciudad opuesta a la mía era justo lo que estaba buscando. Y sin desaprovechar mi único día de visita, salí a conocer Innsbruck desde antes de que su gente despertara.
    Pocas personas han oído hablar de Innsbruck, apesar de ser una de las ciudades más importantes de Austria. Pero para los que la conocen lo hacen por una razón: los Alpes.

    Innsbruck se encuentra justo en un callejón ladeado por la cordillera de los Alpes, las montañas más grandes de Europa. Y no era otra la razón por la que aquella remota villa me había atraído hasta sus suelos.

    No importa por dónde caminara, las montañas estaban allí. Observando todo. Vigilando la ciudad. Dibujando su silueta sobre un hermoso cielo azul que me sonrió esa mañana.
    Innsbruck es el sitio ideal para los amantes de los deportes de invierno. Yo no soy uno de ellos. Y el otoño, para mí, era el momento ideal para visitar aquellas majestuosas montañas que resguardaban un etéreo frío en su valle interior. Nada que no pudiera soportar después de mis anteriores viajes por Europa.
    Con un escaso conocimiento de las actividades específicas que en Innsbruck podía hacer, decidí caminar hacia el centro histórico para buscar la oficina de información turística.
    La corriente del río Eno podía escucharse desde lejos y dejaba al desnudo la placidez de la que goza la ciudad. Y desde cualquiera de sus orillas la vista era increíble.

    Tras cruzar uno de sus puentes, el centro histórico de Innsbruck no tardó en aparecer y mostrar su cara más colorida.
    Los edificios barrocos y modernistas demuestran lo mucho que sus habitantes se han preocupado por conservar su pasado lo más intacto posible.

    Y no por nada Innsbruck sigue siendo un enorme punto turístico de Austria. No muchas ciudades pueden ofrecer un hermoso casco viejo con un lienzo de montañas como imagen de fondo.

    Los negocios alrededor de la calle Maria-Theresien apenas abrían sus puertas cuando yo ya había tomado la mayoría de mis fotos.
    En medio de ella la columna de Santa Ana se posa como uno de los principales monumentos de la ciudad, coronando las antiguas edificaciones que la custodian.

    Entre ellas está la Casa Helbling, una famosa y lujosa morada que data de la Edad Media y que fue redecorada al estilo rococó.

    Pero el más famoso de todos los monumentos es el simpático tejadillo de oro.
    Un balcón mandado a construir por el emperador Maximiliano I y que fue recubierto con tejas originales de cobre doradas al fuego. Sin duda, una excéntrica manera de poseer el mejor de los miradores de Innsbruck en aquel entonces.

    Frente al tejado corre la avenida principal del centro, que se flanquea por construcciones góticas, cuyas arcadas hasta el día de hoy alojan a mercantes que tratan de ofrecer lo mejor de Innsbruck a los locales y turistas.

    A solo unos metros detrás de sus callejones se asoma el palacio imperial, otra obra de Maximiliano I.
    Innsbruck es la capital de Tirol, estado austriaco que alguna vez fue un principado. El palacio imperial sirvió como residencia de los príncipes en tiempos del Imperio Romano-Germánico y del Imperio Austrohúngaro. Y hoy parece como si el tiempo simplemente no hubiera pasado.

    Como todo palacio imperial de Europa, el de Innsbruck es poseedor de un extenso jardín imperial, que sirvió para el recreo de la familia real alguna vez.

    Toda la belleza del centro histórico de Innsbruck parecía destacar por sí misma. Pero algo la descollaba todavía más. Los Alpes.

    Los paisajes montañosos que atraviesan todo el centro de Europa, desde la Costa Azul francesa hasta los valles del Danubio al este, fueron unos de los puntos estratégicos de las civilizaciones que allí se establecieron.
    Innsbruck está justo en el medio de dos subcordilleras. La Nordkette al norte y la Patscherkofel al sur, ambas de más de dos mil metros de altura (aunque nada comparado con mi viaje a las alturas de los Andes, a mucho más de cuatro mil).

    La situación de Innsbruck la dota de un clima boreal. Así, la nieve nunca desaparece de sus picos montañosos.
    Y aunque una Innsbruck cubierta en nieve debe tener su encanto, para mí no había nada mejor que un suelo seco y un cielo despejado. Así que la pregunta obligada surgió. ¿Se podría subir a las montañas?

    La oficina de turismo podía asemejarse fácilmente a una librería. Con folletos en vez de libros. Pases de un día a una semana ofrecían los highlights de la ciudad. Pero nada de eso me interesaba. Yo quería ir a la montaña.
    La única opción que los empleados me daban era la joya turística de Innsbruck: el teleférico a Nordkette.
    Desde hace ya varios años subir hasta lo más alto de la cordillera que rodea Innsbruck en su zona norte es sumamente fácil gracias al teleférico. Desde el centro de la ciudad en tan solo 20 minutos se puede alcanzar la cima.
    Pero, como era de esperarse, el precio no era el más asequible. Un viaje ida y vuelta rondaba los 35 euros. Solo transporte incluido.
    Cogí un mapa y salí un poco decepcionado. Aunque la verdad no me había sorprendido. Pero las montañas seguían ahí, vigilando todo. Y me llamaban a gritos que no era capaz de ignorar.
    Así que crucé el río y caminé cuesta arriba. Seguiría el cable funicular hasta donde me fuera posible. La primera estación era en el zoológico alpino y parecía no estar muy lejos.
    Las laderas de los Alpes parecían el lugar preferido para muchos de los residentes de Innsbruck, que las habían elegido como lugar de vida permanente.

    La mayoría de aquellas casas simulaban una cabaña, dotando a Innsbruck de un paisaje 100% alpino, si se ignoraban las construcciones modernas.

    Desde el zoológico el camino se volvía más agotador. Cada vez había menos calles y quedaban los senderos de tierra, preferidos por ciclistas y montañistas, deportes bastantes comunes en Austria.
    Para ese entonces estaba ya bastante oxidado. Hacía tiempo que la altura no era parte de mi vida y subir senderos de montaña no era algo que hiciera seguido.
    Mis esfuerzos me llevaron hasta la siguiente estación, Nordpark, cuya estructura simula los techos de un glaciar.

    La gente que paga su ticket puede subir y bajar del funicular en las estaciones de escala. Y lo hacen no solo por admirar la escultura de metal. Lo mejor de Nordpark es su mirador.

    Su poca altura es ya suficiente para ofrecer una vista panorámica espectacular de la ciudad y de la cordillera Patscherkofel.

    El río Eno queda al descubierto y muestra su intenso color azul, cuyas aguas resbalan desde las cumbres nevadas que así presumen su pureza.

    Un bocadillo en la terraza de Nordpark fue sumamente relajante. Pero hacía falta ahora voltear atrás.
    Las montañas se hacían mucho más escarpadas. Los cables del teleférico se hacían cada vez más verticales. Y a la vista ningún sendero o escaleras hacia la cima parecían invitarme a subir.

    Las últimas paradas, Seegrube y Hafelekarspitze estaban a más de 2000 metros de altura y prometían las mejores vistas y actividades en toda Innsbruck. Un restaurante, bares y hasta una discoteca en las alturas. Una estación de ski, actividades deportivas, un iglú artificial. Toda una pequeña ciudad en lo alto de los Alpes.
    Pero al parecer la única forma de llegar era por el teleférico. Y ni eso me convencería de pagar 35 euros.
    Me alejé entonces un poco de la estación y dejé el teleférico atrás. Seguí a un grupo familiar que caminaba por un sendero que se adentraba en el bosque. Un letrero apareció entonces: “Willkommen auf der Nordkette”, dando la bienvenida a Nordkette.

    Tras él, un mapa dibujaba la telaraña de senderos que se tejían por el bosque de montaña. Y aunque poco conocía hasta dónde me llevarían, no dudé en adentrarme y conocer más de cerca las montañas de Nordkette.

    Los primeros pasos me llevaron hasta algunos restaurantes y resorts en mitad del bosque a los que se puede llegar todavía en automóvil. Son sitios perfectos para un domingo familiar.
    Pero al rebasarlos el bosque se hacía más denso por varios kilómetros, y la ciudad desaparecía entre el saturado follaje.

    Por el contrario, las montañas parecían acercarse, y sus serpientes de nieve se hacían más visibles mientras la tarde avanzaba.
    Las horas se me habían ido volando. Y una caminata solitaria por el bosque era justo el pretexto perfecto para no fijarme en la hora.

    Todo allí era paz. La naturaleza en su máximo esplendor. Una ciudad así era de envidiarse. Era imposible pasar un fin de semana aburrido con tal cantidad de senderos por recorrer.

    Los ciclistas me rebasaban cada diez minutos. Al parecer yo era de los pocos que se habían sumergido tanto sin un vehículo conmigo. Menos mal que mis botas todo terreno soportaban hasta lo peor.

    El calor comenzó a sofocarme y me obligó a quitarme los abrigos. Una y otra vez. Así es el montañismo. Así es sudar en un clima hemiboreal.
    Los colores alpinos no dejaban de sorprenderme. Y sus tonos otoñales me hacían saber que aquel viaje en octubre fue la mejor decisión que pude haber tomado.

    Todo aquello era algo difícil de encontrar en mi país. Quizá viajar 10,000 km no era necesario, pero indudablemente jamás me arrepentiría.

    El laberinto de caminos me llevó hasta una solitaria iglesia que también servía de parking. Los coches me anunciaban que estaba de vuelta en la ciudad.

    Eran casi las 4 de la tarde, y había recorrido unos 10 km al pie de las montañas.

    Para ese entonces el calor se me había ido, y un fuerte viento helado subía desde el valle y me aventaba hacia atrás. El clima había cambiado radicalmente en un segundo y sabía que existían probabilidades de lluvia.

    Apresuré mi paso y crucé el resto de bosque casi corriendo. Cuando llegué a la ciudad un grupo de nubes negras había oscurecido el panorama.

    El viento aceleraba la corriente del río y provocaba un tenebroso zumbido en mis oídos. Momento justo para meterme a un restaurante, comer una hamburguesa y tomar una buena cerveza.
    Antes de que oscureciera volví a casa de Rashed para tomar un baño y relajarme en la calefacción. No quería dormir tan tarde. Un bus aguardaría por mí el siguiente día para llevarme a la frontera norte de vuelta con sus vecinos los alemanes.

    Los Alpes me habían maravillado más de lo que esperaba. Ahora era tiempo de que un castillo de cuentos lo hiciera.
  20. AlexMexico
    Las brisas de octubre volvían a hacer de las mañanas en Innsbruck un frío amanecer. Y la capital de Tirol no era el mejor lugar para colocar una terminal de autobuses al aire libre, sin paredes ni techos que me refugiaran de las heladas.
    Pero mi viaje por el centro de Europa, alrededor de los Alpes, era posible en mucha parte gracias a los autobuses de bajo costo. Así que pocas opciones tenía además de estar parado allí, a las 7 de la mañana en medio de las montañas austriacas.
    Por suerte, aquel día nuestro Flixbus no tuvo ningún retraso, y pocos minutos esperamos para poder entrar con desespero a gozar de su calefacción.
    Éramos pocos los pasajeros a bordo en esa primera corrida. El frío y el sueño inmediatamente se esfumaron, cuando el sol comenzó a encalar los paisajes alpinos junto a las ventanas del autobús. Escenas registradas ahora solo en mi mente. Olvidar la cámara en el portaequipaje no fue una buena decisión.
    El callejón bajo la cordillera Karwendel, la cadena más grande de los Alpes del Norte, nos llevó hasta la frontera de Austria con Alemania, abriéndonos las puertas al Estado Federado de Baviera, el territorio más austral de Alemania.
    La mayoría de las personas en ese autobús viajarían directamente hasta Múnich, capital bávara y una de las principales ciudades del país. Pero yo podía esperar para verla. Primero tenía una escala por hacer, una que había esperado tres largos años.
    Cuando el autobús llegó a Füssen, solo dos chicos y yo descendimos de él. La pareja australiana, Tom y Penny, caminaron hacia el mismo rumbo, mientras el pueblo apenas despertaba aquella mañana de lunes.

    A simple vista, Füssen parecía un pueblo perdido de Dios al que poca gente le prestaría importancia. Y a diferencia de mí, Tom y Penny pasarían una noche en él.

    —Vamos a nuestro hotel a dejar las maletas —dijeron—. ¿Te acompañamos al tuyo? La ciudad es muy pequeña. —No —respondí—. Yo tomo un tren hoy por la noche.
    Se ofrecieron entonces a llevarme a su hotel y dejarme guardar mi mochila allí. Liberarme de esa carga por todo un día y sin cobrar ni un euro era de agradecerse.
    A pesar de todo, no era nada raro ver a tres mochileros caminando por las calles de Füssen un lunes temprano. Los Alpes bávaros al sur de la ciudad resguardan, de hecho, uno de los atractivos turísticos más visitados de Alemania: el castillo de Neuschwanstein.
    Un nombre difícil de aprender para muchos. A mí me costó algunos meses poder pronunciarlo. Pero desde que supe que Walt Disney se había inspirado en un alcázar perdido en la frontera austriaca-alemana para construir el castillo de la Bella Durmiente, sabía que era un lugar al que debía viajar mientras estuviera en Europa. Y ya que mi anterior viaje no me había dado el tiempo y dinero para hacerlo, esta era la ocasión perfecta.
    Neuschwanstein (pronunciado “noish-van-stain”) es solo uno de los tantos castillos que todavía sobreviven de los antiguos reinos alemanes. Pero ninguno le gana el título del monumento más fotografiado del país, con más de 1.4 millones de visitantes por año, lo que lo hace uno de los más famosos en toda Europa.
    Tras dejar nuestras mochilas en el hotel, Penny no podía esperar para llegar a las taquillas del castillo. Ninguno de los tres habíamos reservado un boleto y temíamos que nos pudiésemos quedar sin entrar.
    El castillo se encuentra justo al pie de un desfiladero, junto a la cordillera alpina. Lo cual quiere decir que no está precisamente al lado de Füssen, sino a poco más de tres kilómetros desde el centro del pueblo.
    Caminar junto a la carretera es posible. Pero el transporte público es barato y viaja con cierta frecuencia. No obstante, Penny no quería esperar. Así que tomamos un taxi que, por unos diez euros, nos llevó hasta el siguiente pueblo, Hohenschwangau.
    Aquel diminuto pueblo resulta ser el lugar que la familia real de Baviera alguna vez utilizó como sitio de recreo y caza, siendo su residencia principal el palacio de Múnich.
    Mientras en la Edad Media la zona no tenía más que un par de torrejones de defensa, el rey Maximiliano II de Baviera decidió construir en medio del portentoso paisaje el hermoso castillo de Hohenschwangau, un castillo estilo medieval hecho en pleno siglo XIX.

    Este palacio sirvió como residencia de recreo a la familia real a partir de 1837. En él, Maximiliano, su esposa María de Prusia, y sus dos hijos, Luis y Otón de Wittelsbach, pasaron varios veranos juntos, deleitándose junto al lago y los Alpes bávaros.

    Luis de Wittelsbach, heredero al trono de Baviera, vivió buena parte de su juventud en esta alejada área del antiguo reino. Y las ruinas de las fortalezas medievales que se alzaban en el peñasco frente al castillo siempre le causaron una enorme curiosidad. Era allí donde, a la muerte de su padre, se prometería levantar uno de los más majestuosos castillos del mundo.
    Hohenschwangau dejaba en claro que aquel perdido lugar era uno de los más turísticos de Alemania. Si bien en Füssen no vimos mucho movimiento, Hohenschwangau estaba repleto de gente. De verdad, repleto.
    Honestamente, Hohenschwangau vive hoy del turismo que ambos castillos le generan. Cada edificio, casa y construcción está destinado a ellos. Como tienda, restaurante, hotel, cafetería…
    El taxi nos dejó en la entrada de la oficina de turismo, donde la fila no tardó en avanzar y pudimos comprar nuestros boletos para entrar a las 12 p.m.
    Tal cantidad de turistas debía no ser una muy buena señal. Y el boleto especificaba algo que no me esperé de Neuschwanstein: solo pueden visitarse ciertas partes del castillo. Y solo se puede entrar como parte de una visita guiada.
    Los grupos de visita guiada son la cosa que más detesto del turismo. Ser parte de un rebaño, cuyo pastor se dice a explicar lo que quiere y como su horario lo quiera, no es para mí. Pero no tenía opción. Era eso o no entrar.
    Las visitas guiadas se ofrecen en varios idiomas. Pero los horarios más frecuentes son el alemán y el inglés. Por supuesto, acepté el inglés.
    Desde la oficina de turismo comienza un sendero peatonal por el que se puede subir a la cima del peñasco, donde se yergue el castillo. Pero un día antes había caminado más de 10 km por las montañas de Innsbruck. Y al parecer Penny no se sentía con ánimos de subir un desfiladero. Así que optamos por pagar el bus. Un bus para ancianos, discapacitados y perezosos.
    Compramos un bocadillo y cogimos el siguiente bus, que en menos de cuatro minutos nos dejó en medio del boscoso sendero. Desde allí, podía visualizarse ya la grandeza del Neuschwanstein.

    Pero el letrero señalaba una dirección contraria. Entre dos paredes de piedra que abrían un callejón natural.
    El puente Marienbrücke une los dos desfiladeros, que dejan entre sí un colorido abismo por el que cae una cascada de ensueño, misma que el rey Luis II podía ver desde su afanado castillo residencial.

    Tom tenía miedo a las alturas. —Yo también —le confesé—. Pero estas vistas son algo que no podemos permitirnos dejar pasar. Y vaya que tenía razón.
    Del lado contrario a la cascada, el castillo se desnudó en toda su plenitud. Las decenas de chinos en el puente no dejaban de tomar selfies, imposibilitando el movimiento y las tomas del resto de las personas. Pero valía la pena esperar.

    Y aguardar por una foto perfecta conmigo en el cuadro podía parecer lo más importante. Pero no lo era. El solo hecho de estar ahí parado, con las llanuras bávaras y su más exquisita obra arquitectónica llenaba un hueco que mi país natal jamás podría llenar. Un verdadero castillo de hadas.

    La primera vez que oí hablar de Neuschwanstein yo estaba viviendo en España. Pero mis únicas y cortas vacaciones de invierno no me parecieron el mejor momento para ir.
    Pero esperar tres años para ver al castillo rodeado de semejantes colores fue una excelente decisión, me atrevería a decir. Mis vacaciones de otoño en Francia me dijeron “ve, es el momento”. Y definitivamente lo era.

    Si bien las postales del castillo nevado traen a la mente una Navidad de cuento, el follaje de octubre en los Alpes bávaros fueron el mejor lienzo para decorar a Neuschwanstein. Al menos lo fue para mí.

    Luego de varios intentos por tomar una foto donde no saliera un chino, volvimos al sendero y caminamos hacia el castillo.

    La entrada principal estaba en mantenimiento. Pero nada que pudiésemos perdernos. Solo la recepción y los baños. Más adelante llegamos al patio superior, la explanada principal del palacio desde donde se admira la torre cuadrada. Es justo donde todos debimos esperar nuestro turno para entrar.

    El castillo de Neuschwanstein se diferencia por muchas cosas del resto de los castillos en Europa.
    La función principal de un castillo era resguardar de forma segura a la realeza, fungiendo como una verdadera fortaleza además de residencia. El castillo de Neuschwanstein nunca fue pensado como una construcción de defensa. La totalidad de sus edificios se planeó y erigió con el diseño y la belleza como elementos principales. Neuschwanstein fue pensado siempre como una residencia.

    La mayoría de los castillos que aún siguen en pie en el viejo continente han sido modificados con el tiempo, remodelando su diseño y agregando elementos contemporáneos a cada época. Neuschwanstein fue construido de principio a fin, de una sola vez. Los trabajos de restauración nunca modificaron su diseño original.
    Pero la construcción de este tipo de castillos fue de hecho normal durante el siglo XIX, cuando el romanticismo dominaba la Europa Central.
    Neuschwanstein fue descrito por el rey Luis II como el castillo ideal para el caballero medieval. Su visión romántica de la Edad Media inspiró el diseño exterior e interior del complejo, así como las sagas musicales de Richard Wagner, de quien se consideraba fan.
    Su construcción inició en 1868, cuando el joven rey ya tenía acceso casi ilimitado a los recursos económicos del reino. Sus caprichos y demandas subieron de la misma forma que el presupuesto inicial, por lo que la finalización del proyecto se retrasó repetidamente.
    Luis II nunca pudo llegar a ver el castillo terminado, pero pudo vivir en él por al menos 172 días, antes de su misteriosa muerte en el lago Starnberg.
    Justo al mediodía llegó nuestro turno de entrar. Ahora podríamos deleitarnos con lo que Luis II nunca pudo admirar,
    El guía era un calvo y gordo hombre alemán, de una edad algo avanzada. Como es costumbre, nos dieron audífonos y un radio para escuchar más atentamente la explicación del hombre. Pero, vaya. Su acento era terrible.
    —¿Entiendes algo? —me preguntó Penny—. Sí tú no entiendes, menos yo —repliqué—.
    Seguimos a aquel ininteligible guía con un grupo de unas veinte personas, con las que me moví bajo los lujosos techos del castillo, del que me prohibían tomar fotografías. Aún así, me las arreglé para tomar algunas.

    El palacio tiene en total unas 200 habitaciones, pocas de ellas abiertas al público. Entre todas destacan la Sala de tronos y la Sala de los cantores.

    El cisne es el símbolo del castillo, y está presente en muchas de sus salas. Neuschwanstein significa "nuevo cisne de piedra".
    Las paredes de los cuartos y pasillos están decorados con frescos que parecen sacados de un cuento de hadas. Pinturas que inmortalizan las sagas de los caballeros que lucharon por los reinos medievales del Imperio Germánico.

    Entre todos, uno llamó especialmente mi atención. Y no porque fuese el más hermoso que hubiera visto, sino porque parecía más haber sido pintado para La Bella Durmiente que para el verdadero rey de Baviera,

    El castillo de Neuschwanstein se destaca también por ser el primero que incorporó los avances tecnológicos de la era industrial. Poseía una red eléctrica, un sistema de agua corriente, un sistema de campanas operadas con baterías y servicio telefónico. Una verdadera maravilla moderna.
    Si bien el castillo es considerado romántico, su arquitectura exterior e interior incorpora elementos de todas las épocas europeas, desde el románico y gótico hasta el moderno y bizantino.
    Se planeó incluso una sala árabe para el rey, que sin embargo nunca fue concebida, así como una fuente y un jacuzzi exterior.
    La visita duró poco más de media hora. Sinceramente fue un poco desconsoladora. Entre tantos turistas y al lado de un alemán al que poco se le entendía el inglés.
    Pero el escaso número de salas que nos permitieron visitar fue suficiente para darnos por bien servidos. Además, desde los balcones y corredores norte del castillo tuvimos vistas impresionantes de sus alrededores.

    No cabía duda del porqué los reyes habían elegido este remota zona del sur bávaro para pasar sus veranos en familia. Y no dudaba del porqué Luis II había enloquecido tanto con la construcción de dicho monumento.

    El castillo de Neuschwanstein fue nominada como una de las siete maravillas del mundo moderno, pero obtuvo el octavo lugar. Aun así, muy bien merecido.

    Abandonamos el majestuoso palacio y decidimos descender la colina a pie. Era inevitable voltear a ver cómo se asomaba entre el vivaz naranja de las copas de los árboles, y cómo nos decía adiós, dándonos la bienvenida a Alemania.

    Comimos una ensalada en un restaurante local y cogimos el bus de vuelta a Füssen. Busqué mi mochila en el hotel y me despedí de los australianos, que necesitaban desesperadamente una siesta.
    Ya que yo no podía darme ese lujo, caminé un rato por el pueblo y fotografié algunos de sus rincones.

    La tarde había traído la vida de vuelta a Füssen, y sus corredores se llenaron de turistas y locales.

    Bajo los árboles de otoño y vigilado por los Alpes, me senté a esperar la hora de mi tren. Neuschwanstein había sido mi puerta de entrada hacia Bavaria, y ahora su capital me esperaba con mucha cerveza.
  21. AlexMexico
    Cumplidos apenas tres días en Baviera, en el sur de Alemania, todo me había gustado hasta entonces. La gente, la comida, la arquitectura, la historia. Pero una cosa no se había ganado todavía mi corazón: el transporte.
    Aunque Alemania sea bien conocida en el mundo por su extrema puntualidad y rigidez en el servicio, me había llevado un par de decepciones con los trenes bávaros. Solo esperaba que nada malo volviera a ocurrir.
    La tarde noche del 26 de octubre, volví temprano al apartamento de Dominik, en el centro de Múnich, para decir adiós y coger con un relativo tiempo de anticipación el tranvía hacia la estación central. Aquella noche tomaría mi autobús a Núremberg, donde otro couchsurfer, Sadettin, me hospedaría por dos noches.
    Pero justo al subir al tranvía, una voz emitió un aviso en alemán. Luego todos bajaron del vagón.
    Mi cara podía describirlo todo. Otra vez estaba consternado. —¿Por qué bajamos? —pregunté en inglés, esperando que alguien me entendiera. Ha habido un accidente y suspendieron la línea por al menos una hora —respondió un chico a mi lado.
    No debía anticiparme, pensé. Seguro que hay buses u otro transporte a la estación central. Es a donde todos se dirigen, después de todo. Pero ningún otro transporte aparecía. Solo coches particulares a toda velocidad.
    —Si tienes mucha prisa podemos pagar un taxi juntos a la estación —me dijo el mismo chico—. Yo también tengo que llegar.
    Pero sin duda, ambos éramos extranjeros. Ningún taxi aparecía en la avenida, y los pocos que transitaban no paraban con solo alzar nuestro dedo. A los taxis en Múnich hay que marcarles por teléfono o cogerlos en un estacionamiento especial. Y sin línea telefónica ni plan de datos, pedir un Uber me era imposible.
    ¿Podía caminar? Era demasiado tiempo a pie. ¿Tomar el metro? La estación más cercana estaba a un kilómetro más o menos. Y correr con mi mochila al hombro no era una opción fácil.
    Por fin apareció un bus, con el letrero “Haupbanhof” en su parte superior. Solo esperaba que pudiese llegar a la central en menos de 15 minutos, el tiempo exacto que me quedaba antes de que mi bus partiera.
    Pero en Alemania pedir a los transportistas aumentar la velocidad es inusitado. Los límites son bastante bien respetados. Y tomando en cuenta la cantidad de gente al interior, sabía que eso tomaría demasiado tiempo.
    Tras varios minutos sentado mirando encolerizado por la ventana, una mujer advirtió mi desespero y dijo: “deberías bajar aquí y tomar el metro, llegarás más rápido así a la estación central”.
    No dudé en tomar su sabio consejo y corrí a las escaleras hacia el subterráneo. Aunque el horario marcado por el tren me hacía saber que mi única esperanza es que mi bus a Núremberg hubiera sido retrasado, al menos 10 minutos.
    Llegué esperanzado a la estación central, y ningún bus aparcaba en el estacionamiento, lo cual rebullía todavía más mi respiración. —¿El Flixbus a Núremberg de las 8:30? —pregunté al guardia—. Acaba de irse hace 10 minutos —respondió. Vaya suerte la mía.
    No pude hacer nada más que acercarme a la taquilla y preguntar por la siguiente corrida, que por suerte era a las 9:45 de esa misma noche. Caminé al McDonald’s más cercano para conectarme al wi-fi, y así contarle mi triste historia a Sadettin, a quien hice saber que llegaría más tarde de lo esperado mientras las saladas y saturadas grasas de una Big Mac mitigaban mi irritación.
    Debía dejar el cólera a un lado. No podía enojarme por que hubiese habido un accidente justo ese día, a esa hora en mi camino a la estación central. Las cosas pasan. Es lo que mis viajes me han enseñado.
    Resignado, intenté dormir un poco a bordo del autobús. Llegué a Núremberg a la medianoche y me vi obligado a pagar un taxi al apartamento de Sadettin. Después de lo que había pasado, mi intención no era caminar varios kilómetros con mi mochila en mitad de la noche.
    Sadettin es uno de tantos descendientes turcos que viven hoy en Alemania. Durante los años de posguerra, el gobierno alemán incitó a la contratación de mano de obra extranjera para incentivar el crecimiento económico de la federación.
    Hoy más de 2 y medio millones de personas en Alemania provienen de Turquía, y en muchas zonas, el turco es todavía un idioma sumamente hablado.
    Por eso no me sorprendí cuando aquel chico moreno, barbón y velludo me abrió la puerta. Su primo dormía ya en el cuarto contiguo, y en silencio subí hasta la habitación donde me quedaría.
    Antes de dormir, Sadettin me explicó un poco de lo que podíamos hacer al día siguiente en Núremberg, y me preguntó si tenía algo planeado en especial.
    Le confesé que sabía muy poco de la ciudad, pero que sería genial si pudiese visitar también algún pueblo cercano.
    —¿Has oído hablar de Rothenburg? —me preguntó—. Por supuesto que sí —le dije—. Es casi el pueblo más famoso de toda Alemania.
    Rothenburg está a solo 70 km de Núremberg, ubicado en la misma región de Franconia. Para cualquiera que no lo conozca, basta mirar las fotos en Google y el cliché más representativo de Alemania vendrá a la mente. Sin duda, no quería perdérmelo.
    Sadettin revisó los horarios de tren y me dijo que era posible ir con un pase regional de un día, que costaba solo 18 euros por los dos. Y con un guía como él, no podía rechazar la oportunidad. Así que acordamos levantarnos temprano para ir directo a la estación de tren.
    Ni siquiera escuché los estruendosos ronquidos de su primo, y dormí como un querubín después de mi agitada noche en Múnich. A las siete de la mañana ambos estábamos listos para el frío exterior.
    Llegar a Rothenburg no fue nada fácil. La red de trenes era como una telaraña, y hacer los dos rápidos transbordos hubiera sido casi imposible sin la ayuda de Sadettin.
    Pero disfrutaba del paisaje matutino y de las pequeñas y rurales estaciones de tren. No muchos tienen la dicha de conocerlas finalmente.

    Llegamos a Rothenburg alrededor de las 10 de la mañana. Y a solo unos metros de la estación encontramos una de las puertas de acceso de su antigua muralla. Ahora me adentraba por fin en la Alemania de la Edad Media.

    Rothenburg nació, según los historiadores, en el año 970, cuando se construyó un antiguo castillo en las orillas del río Tauber, que circunda el centro de la ciudad.

    Desde el siglo XII la ciudad fue nombrada Ciudad imperial libre, un título que la dotaba con la posibilidad de un gobierno autónomo, cuyo único gobernador formal era el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, predecesor de la actual Alemania.

    Pero después de la Guerra de los Treinta Años, Rothenburg perdió importancia y relevancia, por lo que su desarrollo se detuvo. Y ese congelamiento en el tiempo es la razón por la hoy su centro histórico es uno de los mejores conservados de Alemania y de la Edad Media europea..

    Para fortunio de muchos, el pueblo hizo una pausa de varios siglos en el tiempo y hoy es la mejor imagen romántica de Alemania en el mundo. Aunque siendo sinceros, representa más bien a la cultura bávara y franconia, regiones históricas a las que Rothenburg ha pertenecido.

    Si las fotografías no son suficientes para transportarse, quizá la película de Disney, Pinocho, pueda ayudar, ya que sus animadores se basaron en Rothenburg para ilustrar las locaciones.

    Llegar tan temprano nos permitió a Sadettin y a mí recorrer sus calles adoquinadas plenas de tranquilidad, sin el bullicio que normalmente causan los turistas y los chinos que la visitan a diario. Rothenburg es uno de los destinos turísticos más visitados del país, y sin él prácticamente sus habitantes se irían a la bancarrota.
    Sadettin me llevó hasta la Plaza del Mercado, antigua explanada donde los comerciantes vendían los productos locales. Hoy todavía se posa allí el Ayuntamiento de la ciudad, un bello edificio renacentista con elementos góticos en su ostentosa torre.

    La calle del Rathaus hacia el oeste nos llevó directamente hacia una punta rodeada por el río Tauber, donde hace varios siglos se posaba el castillo, destruido por un terremoto.

    De la fortaleza hoy solo quedan los hermosos jardines, el Burggarten.

    Si las vistas eran de por sí magníficas, desde lo alto del viejo castillo deben haber sido exquisitas.

    Y una vez el otoño me gritaba que había sido la mejor temporada para viajar a Baviera.
    Los copos de nieve y los cielos grises pueden tener su encanto para muchos. Pero para mí, no hay nada mejor que los vívidos colores verdes y la hojarasca cayendo para pintar el lienzo perfecto.

    En aquel pacífico parque, hice la pregunta obligada a Sadettin: ¿había Rothenburg sido destruida por los aliados en la Segunda Guerra Mundial?
    Él me contaría que, de hecho, Rothenburg y la región central de Franconia habían sido una de las zonas donde le pueblo alemán mostró más apoyo al partido nazi. De hecho, Núremberg se conoce por ser el centro del nazismo, en lo cual profundizaría más tarde al volver a la ciudad.
    Cuando los aliados tomaron el tercer Reich, Rothenburg fue parcialmente destruido. Por fortuna, la mayor parte de su centro histórico quedó intacto, y la ciudad pudo reconstruirse rápidamente gracias a las donaciones de muchos civiles y de los mismos aliados.

    Dejamos el jardín y volvimos al centro histórico, serpenteando al lado de su centenaria y bien preservada muralla, que nos llevó hasta uno de los museos más famosos en el pueblo, el Criminal Museum.

    Como su nombre lo indica, el museo muestra al público la antigua forma de justicia que gobernaba la ciudad, sobre todo durante el oscurantismo medieval.

    Las formas de tortura más sádicas y la exposición pública de los delitos eran el pan de cada día para quienes decidían faltar a la palabra de Dios.

    Pero ya había visto suficiente de todo ello, en Europa y en México. Mi mezquino interés en el sadismo humano nos llevó entonces a buscar un buen café. Teníamos hambre y era hora de un merecido segundo desayuno.
    Los cafés apenas abrían ese jueves por la mañana. Y a nadie se veía todavía sentado en sus terrazas.

    Un espresso con una pieza de pan fueron más que suficientes. Después de todo, ya estaba bien acostumbrado a los desayunos franceses.

    Justo fuera de la cafetería nos topamos con la postal más conocida de Rothenburg, y una de las imágenes más famosas de Alemania.
    En la intersección entre Untere Schmiedgasse y Kobolzeller Steige se encuentra el famoso Plönlein, quizá la esquina más fotografiada de todo el país.

    Basta con teclear “Alemania”, “Germany” o “Deutschland” en Google y el Plönlein de Rothenburg aparecerá no más allá de la décima imagen.
    No hay una razón específica para ello. Debe ser simplemente la belleza de de su pintoresca fachada, o el hecho de que dos torres flanqueen al edificio central. Sea como sea, es una sensación extraña verse allí parado ante una imagen tan célebre como aquella.

    Terminamos el café y seguimos avanzando, hasta dar con la pared sur de la antigua muralla. Esta vez decidimos subir por una de sus escalinatas.

    Es posible recorrer casi todo el perímetro del centro de Rothenburg sobre su muralla de piedra. Así que Sadettin y yo no dudamos en terminar nuestro paseo por lo alto.

    Los tejados rojizos y las torres medievales son sin duda como Alemania vive en el imaginario social.
    Los clichés siempre han ayudado a los países a crear un posicionamiento de su marca en el exterior. En el caso de Alemania, las salchichas, la cerveza y Rothenburg son buena parte de ese cliché.

    Un puñado de moradas que parecen haber sido creadas por la mente de Charles Dickens y su cuento de Navidad.

    Totalmente enamorado de ese mágico pueblito, volví con Sadettin a la estación central al mediodía para retornar a Núremberg. Teníamos todavía mucho por visitar y el día era bastante joven para hacerlo.
  22. AlexMexico
    Tras los inauditos retrasos que hasta ahora había vivido con el sistema de transporte alemán, visitar dos ciudades un mismo día parecía una misión imposible en mi viaje por el centro de Europa. Y una tarea cansada que no pretendía experimentar.
    Pero Rothenburg estaba más cerca de Núremberg de lo que había imaginado. Y mi anfitrión, Sadettin, llenó una tesis de razón cuando me dijo: “si viniste a Núremberg sin haber visitado Rothenburg te vas a arrepentir cuando vuelvas a casa”.
    Fue gracioso, entonces, haber llegado a Núremberg sin visitar primero Núremberg. Pero aquel jueves de octubre nos propusimos sacar el mayor provecho del día. Y así lo hicimos.
    Antes de la 1 p.m. estábamos ya de vuelta, después de haber viajado hasta Rothenburg en una telaraña de transbordos en tren. Es difícil encontrar en Couchsurfing anfitriones que, como Sadettin, se tomen el día libre para mostrar a los viajeros los rincones más bellos de su ciudad natal. Sin lugar a dudas había corrido con mucha suerte.
    Sadettin es uno de muchos chicos nacidos en Alemania que descienden de una larga lista de familias turcas. Cosa que poca gente en el mundo sabe, lo cual me incluía a mí.
    La expresión en mi cara al enterarme que el Döner Kebab es un platillo alemán probó aquel mismo estupor que sorprende a la mayoría (bueno, un platillo alemán creado por inmigrantes turcos).
    Sin embargo, Sadettin, como el resto de los turco-alemanes, son una viva y sugestiva mezcla entre occidentales y orientales que aman ambas culturas. Y por ello, Sadettin no vaciló en querer mostrarme su ciudad y su centenaria historia.
    Núremberg es parte del estado alemán de Baviera, en su frontera norte. También forma parte de la histórica región de Franconia, que nació a partir del antiguo Ducado de Franconia.
    Sin embargo, la triste realidad es que la mayoría de las personas que hablan hoy de Núremberg lo hacen por otra razón: la Segunda Guerra Mundial. Y no solo como el resto de las ciudades alemanas. Más adelante hablaré del porqué.
    Pero Núremberg ha sido uno de los puntos más centrales en toda la historia de Alemania. Y todo comenzó en la lejana Edad Media.
    Tras siglos de haber caído el Imperio Romano de Occidente, un hombre llamado Carlomagno se dio a la tarea de hacer renacer a Roma. Si bien, su hazaña no fue posible, su herencia dejó a dos grandes imperios que dominaron con hegemonía el centro del Europa por varios siglos: el reino de los francos y el naciente Sacro Imperio Romano Germánico (que casi un milenio después daría nacimiento a Alemania).
    Este último fue por muchos años el favorito del Papa, quien era el encargado de coronar a los emperadores europeos.
    El Sacro Imperio Romano Germánico reinó varios territorios de la Europa Central por casi mil años. Pero nunca estuvo realmente unido como un solo estado nación. De hecho, era una agrupación de varios reinos, ducados, señoríos y ciudades estado, cuyo máximo líder era el emperador, quien se encargaba de que sus miembros no lucharan entre sí.
    De todos los territorios que formaban el vasto imperio, pocos fueron los que gozaron de una verdadera libertad política. Y entre las escasas ciudades privilegiadas se encontraba Núremberg.

    En el año 1219, Núremberg fue nombrada Ciudad Imperial Libre. Esto le concedía el honor de rendir cuentas directamente al emperador, y no a duques, marqueses, príncipes, obispos ni a ningún otro tipo de señorío feudal, como en el resto de los estados miembros del imperio.
    Esto hizo de Núremberg una ciudad siempre a la vanguardia. Su riqueza dependía solo del emperador, por lo que su arquitectura pronto se distinguió de las demás ciudades. Sobresalió en arte, política y comercio. Y aquel brillo que emanaba de Núremberg es posible todavía admirarlo hoy (aunque la totalidad de la ciudad haya sido reconstruida).

    Una de las mayores atracciones en su centro histórico es el llamado triángulo gótico, un conjunto de tres majestuosas iglesias que combinan lo hermoso del arte gótico sobre cimientos románicos construidos anteriormente.
    La primera con la que Sadettin y yo nos topamos caminando desde la estación de tren fue con la Iglesia de San Lorenzo, que si bien fue construida antes de la Reforma Protestante, es usada ahora para el culto evangelista.

    Núremberg fue, de hecho, una de las primeras ciudades en aceptar el protestantismo cristiano tras las ideas de Martín Lutero, lo que no agradó a muchos de sus vecinos católicos. Pero finalmente dio el ejemplo, ya que el protestantismo acabaría expandiéndose por casi la totalidad del imperio, además de estados vecinos como Holanda, Inglaterra y los países escandinavos.
    Pronto alcanzamos el río Pegnitz, que atraviesa la ciudad de oeste a este, y en cuya orilla se yergue el antiguo hospital.

    Es difícil creer como algo tan poco regocijante, como un hospital, pudiese haber sido construido con tan exquisito gusto. Era así como Núremberg me mostraba que fue una verdadera joya del imperio.

    Al cruzar el puente arribamos al punto más icónico de la ciudad, el Hauptmarkt. Es la plaza central, antiguamente utilizada para que los mercaderes vendieran sus productos.

    Si bien la plaza poco me llamó la atención, es el ícono más reconocido de Núremberg, pues en ella se emplaza cada año el mercado navideño más grande de Alemania.
    Cualquiera hubiera maldecido no haber llegado en Navidad. La verdad es que tres años atrás los mercados navideños de Frankfurt y Heidelberg fueron mi mejor regalo de cumpleaños. Así que no tenía mucho de qué quejarme.
    Aún así, en un día normal como aquel, el Hauptmarkt tiene varias cosas por ofrecer. Y dos de ellas acaban con el triángulo gótico.
    A la derecha está la iglesia Frauenkirche, o iglesia de Nuestra Señora. Es la única del triángulo que permanece todavía como católica. Y es, sin duda, la figura más imponente de la plaza central. Una figura difícil de escapar a la vista.

    Y unos pasos más adelante, el triángulo se cierra con la iglesia de San Sebaldo, que combina sus principios románicos con lo gótico, y es considerado el templo cristiano más antiguo de Núremberg.

    Justo al costado de la iglesia, Sadettin me llevó a un pequeño y acogedor restaurante, que dice ser el más famoso para los turistas.
    Son muchos los lugares en Alemania que se presumen como la cuna de las salchichas. Y Núremberg no es la excepción. Es por ello que la taberna tradicional Bratwursthausle sirve como platillo principal las famosas bratwurst.

    Aunque más pequeñas que las otras que había probado antes, las bratwurst son un bocadillo alemán del que nunca me cansaré. Y lo mejor para coger fuerzas y continuar con un día de viaje.

    Más adelante llegamos a una pequeña plaza triangular flanqueada por casas del más puro estilo alemán. Sadettin me había platicado desde antes sobre el personaje más famoso de Núremberg, un pintor cuyo nombre en pronunciación alemana no pude reconocer. —Creo que no conozco su obra —le dije—.

    Pero la estatua en el medio de la plaza me llevó a una epifanía: Alberto Durero (Albrecht Dürer en alemán).

    —Es el hombre que hizo la primera selfie de la historia —afirmó Sadettin—. Por eso es tan conocido.
    Pero para mí, Alberto Durero es mucho más allá del pintor renacentista más destacado de Alemania. Y su obra me cautivó mucho más allá de su autorretrato (uno de los primeros de la historia).
    En una clase en la Universidad de México, analizamos el caso del “rinoceronte de Durero”.
    En 1515, un rinoceronte llegó a Lisboa desde la India como un regalo para el rey de Portugal. Es de saberse que en aquel entonces no era común poder admirar a un animal tan exótico como ese, mucho menos en Europa.
    Gracias al afán del rey Manuel I de Portugal por coleccionar fauna exótica, se organizó una pelea entre un elefante y el pobre rinoceronte, para demostrar que ambas criaturas eran “enemigos naturales”.
    Al festín acudieron cientos de espectadores, ansiosos por admirar a los paquidermos. Pero tan solo cinco minutos después, el elefante huyó asustado por la muchedumbre, y los guardias retiraron al rinoceronte de los ojos del público.
    Una carta anónima arribó a Núremberg junto con un boceto que representaba al animal. Ambos llegaron a manos de Durero, quien sin nunca haber podido presenciar con sus propios ojos un rinoceronte, realizó un dibujo a tinta y un grabado posterior.

    Si bien, el grabado de Durero no es una representación cien por ciento fiel de un rinoceronte real, me sorprendió saber cómo un artista de su talla pudo trazar tal obra de arte con tan solo un pequeño boceto y una descripción escrita.
    El grabado de Durero se tomó como una referencia real de los rinocerontes por casi tres siglos. Incluso, su grabado apareció en los libros de textos alemanes hasta 1930.
    El rinoceronte de Durero fue para mí (estudiante de Ciencias de la Comunicación) la mejor clase de la influencia de la imagen audiovisual en la sociedad. Y ahora me hallaba en Núremberg, su ciudad natal, posado frente a su hermosa casa que, sorprendentemente, permaneció intacta durante la Segunda Guerra Mundial.

    Los ojos de Sadettin quedaron estupefactos al saber que, en efecto, conocía algo sobre la obra de Durero. Y si bien poco podía asombrarme más que aquel rinoceronte, me llevó al último rincón del antiguo centro histórico.

    Subimos entonces las pendientes de piedra que llevaban hasta el Keiserburg, el castillo imperial de Núremberg.

    El casco viejo de la ciudad se encuentra todavía amurallado por una pared de piedra circular. El castillo de Núremberg es una muralla dentro de otra muralla. Y cruzarla es volver a la Edad Media alemana.
    Desde cualquiera de los puntos es posible ver una de las edificaciones más altas de la urbe: la torre del pecado que, al igual que la casa de Durero, sobrevivieron los ataques de los Aliados.

    El castillo resguarda todavía algunos de los tesoros del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, ya que en su interior acogió a personalidades tan poderosas como Carlos IV y Carlos V, en cuyo reino se dice que nunca se ponía el sol, pues unió a las coronas germánica y española, heredando territorios en Europa, Filipinas, la costa de África, las islas del Atlántico y América.

    Sadettin me contó que, algo que pocos turistas saben, es que algunos edificios del castillo sirven actualmente como albergue juvenil.

    Como todos los alcazares de Europa, el de Núremberg se sitúa en lo alto de una roca de arenisca. Y como el resto de sus hermanos, ofrece vistas increíbles de la ciudad.

    Por suerte, el sol todavía no se había ocultado, y pese a la leve neblina que cubría el aire, pude disfrutar del panorama a nuestros pies.

    Como dije al principio, Sadettin y yo nos habíamos propuesto sacar el mayor provecho de aquel día. Y todavía con algunas horas de luz solar, decidió mostrarme una cara menos agradable de la ciudad. Una a la que yo me había resistido.
    Todo lo que yo había podido disfrutar hasta entonces no es, lamentablemente, lo que viene a la cabeza de la mayoría de las personas cuando piensan en Núremberg.
    La realidad es que, gracias a su riquísima historia imperial, Núremberg fue elegida por Hitler y el Partido Nazi como sede de sus congresos. Ello dio a la metrópoli la imagen de ser la ciudad más alemana del mundo, aunque muchos de sus habitantes no simpatizaran con la ideología de los nazis.
    Haberse convertido en la capital nazi no la favoreció en nada. Pero hoy quedan todavía algunos de los vestigios que recuerdan lo que Núremberg, Alemania y todo el mundo no quisieran volver a vivir.
    Los nazis intentaron construir una réplica del coliseo romano, cuyo objetivo sería albergar los congresos del partido, con una capacidad prevista de 50,000 personas.

    A causa de la guerra, el edificio nunca fue terminado, y hoy alberga al Centro de Documentación sobre la Historia de los Congresos del Partido Nazi. El Dokucentrum muestra exposiciones sobre los orígenes del antisemitismo en Alemania, el ascenso de Hitler al poder, la persecución de judíos, comunistas, y en general, del Holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Algo que, verdaderamente, ya no me hacía falta volver a ver.
    Justo al lado del Coliseo entramos al célebre Campo Zeppelin.
    Esta gigantesca explanada, que sirvió para hacer las pruebas de vuelo de Ferdinard von Zeppelin, fue la predilecta por Hitler para celebrar sus congresos al aire libre.

    Todo el campo es una obra de arte de la propaganda y la mercadotecnia.
    En él se reunían más de medio millón de miembros del partido nacionalsocialista, cuyos congresos eran liderados por Hitler desde una tribuna construida en 1934, un año después del ascenso del líder al poder como canciller.
    La explanada fue diseñada para que Adolf saliese desde una puerta en lo alto y bajase por unas escaleras, mientras era alabado por sus fieles seguidores del Tercer Reich.

    Una vez abajo, subía a un estrado, a donde ascendía como un verdadero Dios, convirtiéndose en el líder supremo de toda Alemania y Europa.

    Sus célebres discursos en el campo, obras de dialéctica y odio creadas por sus manos derechas, fueron filmados para la película propagandística El triunfo de la voluntad, que bastante influencia ejerció en el esparcimiento del ideal nazi en la población alemana.
    El Campo Zeppelin permaneció intacto durante los bombardeos de 1945. Núremberg viviría ese mismo año los juicios más famosos de la historia del mundo, donde se condenó a los miembros del partido por todos los crímenes de guerra cometidos, así como a médicos, jueces y a todo aquel que hubiese apoyado la política sanguinaria de los nazis.
    Pararme en el mismo lugar donde Hitler difundió su odio y hambre de poder fue sin duda una sensación amarga. Pero el Campo Zeppelin es un lugar que nadie quiere dejar de ver cuando visita Núremberg, hoy convertida en un símbolo de los derechos humanos.
    Desde mucho antes sabía que visitar Alemania significaba toparse día con día con historias y lugares famosos en la segunda guerra. Es un trago amargo con el que hay que saber lidiar. Y una de las cosas que aprendí para subir mis ánimos es que la comida siempre ayuda.
    Así, Sadettin me llevó a un restaurante cerca de su casa para cenar junto con su novia.
    La elección fue un Schaüferle, un platillo típico del sur de Alemania y de la histórica región de Franconia.
    Se trata de un guiso del omóplato del cerdo, servida la carne junto con una especie de chicharrón junto, bañada en una salsa dulce. El plato iba acompañado, como muchas cosas en el sur de Alemania, de una ración de Klöße.

    Tras una buena cerveza y mi estómago a reventar (los alemanes siempre lo logran) volvimos a casa de Sadettin para descansar después de nuestra larga jornada.
    Al otro día otro couchsurfer, uno que había tenido el placer de hospedar en México, me recibiría en el vecino estado de Baden-Wurtemberg, y así diría adiós a la bella e imperial Baviera.
  23. AlexMexico
    Cuando llegué a Francia en septiembre del 2016 tenía ya en mi cabeza el calendario escolar que regiría mis días de vacaciones durante los siguientes ocho meses en el país.
    Aunque no suelo ser un arduo planificador de mis viajes, y me gusta dejar la mayoría a la improvisación, algo era seguro: no quería volver a viajar con un frío de -10°C en Europa (como lo había hecho dos años atrás).
    Sin embargo, había dejado todavía varios destinos pendientes en mi lista. Y lo único que me tocaba hacer era elegir la mejor temporada para visitarlos.
    Así, el principal objetivo de mi viaje por Europa Central fue visitar los Alpes en Innsbruck y el castillo de Neuschwanstein en Baviera, cuya mejor fecha fue sin duda el otoño de octubre, cuando el clima está todavía bastante templado.
    El resto de los destinos fueron elegidos porque quedaban al paso. Aunque todos me habían dejado un excelente sabor de boca.
    Después de visitar Núremberg, al norte de Baviera, debía volver poco a poco a Francia, para estar de vuelta en Lyon el 2 de noviembre. Y al atravesar el vecino estado alemán de Baden-Wurtemberg, la parada obligada era Stuttgart, su ciudad capital. Sin embargo, antes de reservar mis boletos, un nombre vino a mi mente.
    Ülrich, un chico alemán que un año atrás había hospedado en México a través de Couchsurfing, me había dicho alguna vez que estudiaba en una ciudad al sur de Alemania, muy cerca de la frontera con Francia.
    No temí pedir todos sus consejos. Y como estudiante de antropología, era de esperarse que me recomendara no parar en Stuttgart, una metrópoli moderna de hormigón y cristal.
    Y poca fue la sorpresa entonces cuando me invitó a visitarlo en su casa, en la pequeña e histórica ciudad de Tubinga (a la cual me gustaría referirme por su nombre en alemán, Tübingen).
    Fue así como Ülrich hizo un espacio en su fin de semana para mí. Y un viernes por la mañana me dirigí a la terminal de autobuses de Núremberg para tomar mi camino al suroeste alemán.
    El mayor pasmo de todo mi viaje había sido, sin duda, haberme quedado sin línea telefónica, que la compañía francesa había cancelado por un malentendido. El wi-fi y mi Samsung Galaxy se convirtieron entonces en mis mejores amigos.
    Por otro lado, el sistema de transporte alemán se había vuelto mi peor enemigo. Me había ya obligado a llegar tarde en dos ocasiones y perder un bus. En tan solo 4 días.
    Transcurría entonces el quinto día y la historia se repetía. Mi autobús a Tübingen llegó con una hora de retraso a la estación.
    Sin más corajes que hacer, avisé en cuanto pude a Ülrich sobre mi demora. La débil red de internet a bordo era mi único medio de comunicación, y mi mejor arma hasta entonces eran las citas a la antigua: “nos vemos bajo el reloj de la estación a las 10:30”.
    Una hora y media después de lo esperado descendí en un frío estacionamiento, donde Ülrich me esperaba sosteniendo su bicicleta.
    Una de las mejores cosas de Couchsurfing son los reencuentros. Un año atrás él y yo habíamos disfrutado de las playas soleadas de Veracruz, del tequila y los tacos en la fiesta de cumpleaños de mi prima junto a su buen amigo Luis. Ahora caminábamos a su apartamento en una templada tarde de otoño, a más de 9,000 km de distancia.
    La Universidad Autónoma de Guadalajara lo había acogido durante un semestre de intercambio. Ahora estaba ya por terminar su tesis para titularse en Antropología.
    Nada podía sorprenderme ya de los científicos sociales, después de haber pisado tantas facultades de Humanidades en mi vida. Ülrich era uno más de aquellos que en su dificultad por encontrar un trabajo que les dé dinero haciendo lo que les gusta, entregaba paquetes a domicilio a bordo de su bicicleta.
    Al menos en Alemania eso es suficiente para pagar una renta. Un peculiar apartamento en el ático de una vieja casa junto al bosque.
    Ülrich me invitó a pasar, no sin antes dejar mis zapatos en la entrada. Pocos europeos disfrutan de caminar con calzado dentro de sus casas, me atrevería a decir.
    Un largo pasillo con al menos seis cuartos a ambos lados componían la totalidad de un típico piso estudiantil. Algo por lo que ya había pasado repetidas veces. Pero nunca es malo volver por un día a la vida universitaria.
    De la caótica alacena sacó un par de patatas, tomates, una cebolla y dos salchichas Frankfurt del refrigerador. Podrá ser antropólogo, pero al fin alemán, pensé.
    Tras aquel tradicional almuerzo, salimos de casa para aprovechar la tarde. Y mientras nos poníamos al día con lo sucedido en nuestras vidas, las calles de Tübingen comenzaron a aparecer frente a mí.

    La ciudad se sitúa justo al lado de la famosa selva negra, un macizo montañoso al suroeste de Alemania famosos por sus abundantes áreas boscosas y, claro, por sus pasteles y postres.
    Rápidamente otro típico y mágico pueblecillo germano es lo que penetró mis ojos al descender las rúas de la ciudad.

    No sé si hay manera de que las casas al estilo alemán, forradas con triángulos de madera y con un tejado en V, pudiesen llegar a cansarme. Después de ya 4 lugares recorridos en Baviera, empezaba a creer que no.
    La plaza central de Tübingen fácilmente me podía remembrar al recién visitado Ruthenburg, a Füssen, al centro de Núremberg o la Plaza Römer en Frankfurt, en la que había recorrido el mercado de Navidad.

    Pero Tübingen guarda en sí una característica que las diferencia de todas ellas.
    La ciudad aloja una de las universidades más antiguas del país. Se le considera de hecho una de las cinco ciudades clásicas universitarias de Alemania, junto con Marburgo, Gotinga, Friburgo y Heidelberg.
    Ülrich formaba parte de los 24 mil estudiantes matriculados, de los cuales 15 mil viven en la ciudad. Una tercera parte de la población de Tübingen son universitarios. Así que encontrarme con jóvenes en las calles no era nada extraño.

    Y aunque el centro histórico y la urbe tienen su encanto personal, es sin duda el ambiente juvenil lo que le da el toque especial. Ahora sabía por qué Ülrich lo prefería ante lugares como Stuttgart.

    El principal punto a donde lleva el casco antiguo es a la iglesia de Tübingen.

    El edificio de estilo gótico domina lo alto de la colina central, siendo su torre el punto más alto, desde donde se ofrecen vistas increíbles. Pero viajar con un antropólogo a veces significa no querer pagar por atracciones turísticas tan banales. Así que pasamos de ella y seguimos de largo nuestro camino.
    Tras comprar un croissant y un pan berliner, llegamos a la calle Mülhstrasse, que nos condujo hasta el pequeño puente Eberhardsbrücke, que se posa sobre el río Neckar, el afluente de la ciudad.

    Unas pequeñas escaleras nos bajaron hacia el parque Neckarinsel, un mezquino y largo islote que funge como la mejor área verde del centro histórico.

    Desde allí tuvimos hermosas vistas de la riviera, sobre la cual se yerguen antiguas casonas tradicionales al pie del castillo de Tübingen.

    El palacio es pequeño a comparación de muchos de sus hermanos en Alemania. Hoy resguarda varios museos históricos y muchas de las oficinas y aulas de la universidad. Vaya vivencia poder estudiar en un castillo medieval como ese, pensé.
    En la misma orilla del Neckar se sitúa otro de los edificios más famosos de la ciudad. La Torre de Hölderlin. Es una antigua casa real que sirvió como residencia y lecho de muerte del poeta alemán Friedrich Hölderlin. Hasta entonces permanecía cerrada por remodelación,

    Antes de volver a casa Ülrich me llevó a conocer a algunos de sus amigos en un bar local.
    Una cerveza y un pretzel no podían faltar para el ocaso. Y, cómo no, una partida de futbolito. Aunque para alguien como yo, ganarle a un alemán fanático del fútbol era una hazaña un tanto imposible de lograr.
    Al caer la noche volvimos a casa bastante cansados, atravesando la ciudad que poco a poco cobraba una bohemia y simpática vida.

    Al siguiente día por la mañana, después del desayuno, Ülrich me llevó a un mercado de pulgas.
    Los mercados de pulgas son famosos en Europa. Se instalan normalmente en zonas extensas al aire libre, como áreas verdes, y venden todo tipo de artículos de segunda mano.

    Antigüedades, ropa, electrónicos, vajillas, utensilios del hogar, decoración, muebles, libros, y no puede faltar la comida.

    Aunque el desayuno había pasado hace poco, comer una salchicha bratwrust nunca está de más en Alemania.
    En nuestro camino a la ciudad nos topamos con otra antigua casona que se posaba junto al río. Un castillo que se asomaba entre las copas del bosque. Ülrich me explicó que se trataba nada menos que de la casa de una fraternidad.

    Las studentenverbindung son asociaciones estudiantiles en Alemania que funcionan de forma similar a las de Estados Unidos. Algunos de ellos son asociados a la masonería, y poseen reglas estrictas de ingreso y códigos de discreción sobre lo que pasa dentro.
    Poco podía Ülrich contarme sobre lo que ocurría dentro de aquel castillo. Pero me dejó en claro que el poder de las fraternidades va mucho más allá de los consejos griegos que comúnmente veo en las películas americanas. Incluso con las mismas novatadas.
    Volvimos a pie al costado del río Neckar, disfrutando del otoño que había colmado ya el follaje con sus vivaces y cálidos colores.

    Un grupo de jóvenes se asomaron entre la hojarasca navegando en el Neckar a bordo de sus kayaks, práctica que según Ülrich es bastante típica en la ciudad cuando las temporadas lo permiten.

    El parque Neckarinsel sirve también como embarcadero para aquellos que prefieren de un recorrido acuático que uno terrestre. Y la torre Hölderlin y el castillo vigilan siempre atentos a sus pies.

    La tarde en Tübingen no podía terminar sin probar un platillo típico de Baden-Wurtemberg, famoso en toda Alemania.
    Ülrich me llevó entonces a una taberna local para comer un plato de Käsespätzle. Son básicamente copos de pasta que se preparan con harina y huevo y se sirven con cebolla y mucho queso.

    Terminar aquel plato fue toda una odisea. Pero un tradicional apfelsaft (jugo de manzana mineral) me ayudó a pasar la comida.
    La tranquila vida en Tübingen me dio ese par de días que necesitaba, después de tanto estrés y movimiento por las ciudades del centro de Europa y los Alpes.
    Volver a la vida estudiantil nunca es algo que me moleste realmente. Y aunque sabía que Ülrich ansiaba poder finalizar su tesis de Antropología para dejar Tübingen atrás, yo me iría deseando volver para perderme en su selva negra.
  24. AlexMexico
    Habían pasado ya casi tres meses desde mi llegada a Lyon, y todavía no podía creer la cantidad de vacaciones que el Ministerio de Educación le otorga a los profesores franceses. Y como asistente de español en un colegio, yo gozaba satisfactoriamente de los mismos prolongados lapsos de azueto.
    Mis primeras vacaciones habían terminado, habiendo recorrido el centro de Europa, al norte de la cordillera alpina. Suiza, Austria y el sur de Alemania me habían regalado un otoño maravilloso. Pero ahora le tocaba el turno a las vacaciones de invierno.
    Mi experiencia en enero del 2014 viajando por Europa me dejó en claro que el frío extremo no es algo para lo que yo esté hecho. Así que para Navidades, debía elegir sabiamente mi destino para evitar pasar por lo mismo otra vez.
    Las ciudades de Europa central y Europa del este fueron las elegidas en 2014. Así que para huir del frío, debía ir ahora al sur. A la costa mediterránea.
    Hasta entonces, Roma era la única ciudad italiana que había tenido la fortuna de visitar. Y en vista de lo que ya conocía del resto de Europa, era casi un pecado no haber visitado el resto del país.
    La travesía sería por tierra, haciendo escalas desde ambas costas de Italia hasta ciudades como Verona y Boloña. Y el punto más austral sería Nápoles, donde pasaría la Navidad con mi amigo Gianpiero, estando de vuelta en Lyon para la fiesta de fin de año.
    Y viviendo no muy lejos de la frontera italiana, separada de Francia por los Alpes, compré mi billete para cruzar a Turín, justo al otro día de concluidas mis clases.
    Por supuesto, yo no era el único en el bus. La temporada navideña había dado comienzo, y muchas personas volvían a casa para compartir la época con su familia. Mi amigo Amadeo era uno de ellos.
    En la ciudad de Lyon habíamos muchos asistentes de español trabajando ese año. Muchos otros de inglés, uno que otro de alemán, pero sólo dos de idioma italiano. Antonia, quien trabajaba en el mismo colegio que yo, y Amadeo, a quien había conocido en la reunión de asistentes dos meses atrás.
    El autobús hizo escala en una pequeña estación de gasolina en la frontera, con los Alpes justo al lado de nosotros en la carretera. Todos aprovechamos para ir al baño y tomar un café. Y fue allí donde me topé con Amadeo y su novio, quienes viajaban también a Turín para pasar algunos días con sus amigos.

    Amadeo era oriundo de Roma, pero le conté que ya había tenido la suerte de visitarla. No dudó en darme todos los tips sobre el resto de las ciudades, mismos que ya había escuchado de la boca de Antonia. Desde entonces los italianos se convertirían en unas de mis personas favoritas en Europa, siempre atentos con los turistas. Y al apenas haber atravesado la frontera norte, me faltaba mucho por ver.
    Llegué a Turín antes del mediodía. El autobús nos dejó en la estación Porta Nuova, principal central de trenes de la ciudad.
    Me despedí de Amadeo y de su novio, con la esperanza de verlos nuevamente para tomar un café. Cogí un tranvía hacia la Piazza Vittorio Veneto, la plaza más grande de la ciudad que es atravesada por la Vía Po, una de las avenidas principales en Turín.

    Piazza Vittorio Veneto.
    Viajar en Navidad no es nada fácil. Es de saberse que conseguir alojamiento es complicado. Los hostales aumentan sus tarifas y bajan su disponibilidad, mientras que los anfitriones en Couchsurfing comienzan a escasear, ya que muchos parten de casa o reciben a su familia.
    No obstante, Italia fue una excelente opción. Los precios de todos los hostales donde me quedé no superaron los 12 euros por noche, incluso en Nochebuena. Y al menos en Turín, había conseguido un host que me hospedara con Couchsurfing: Luca.
    Había quedado de verme con él justo en medio de la Piazza Vittorio. Era un día frío y soleado, pero era rico estar afuera. Al menos más rico que mis últimos helados días en Lyon. En menos de 10 minutos, Luca apareció por una calle al norte de la plaza.
    Cuando me dijo que vivía en el centro de la ciudad, nunca creí lo cerca que eso sería. Ni siquiera caminamos una cuadra en dirección norte cuando entramos al edificio donde se encontraba su apartamento, en una de las históricas y viejas construcciones del casco antiguo.
    Por las escaleras, alcanzamos el último piso del inmueble, donde el techo se encogía con la forma de los tejados que dejaban caer la nieve del invierno. Eran los cuartos que antiguamente se destinaban a la servidumbre de las casas, personas que limpiaban, servían y cuidaban los hogares de los burgueses y aristócratas. Esos apartamentos son hoy opciones más baratas para vivir en pleno centro, algo parecido a lo que pasa en París.

    Vista desde el apartamento de Luca.
    Un diminuto estudio de una pieza es todo lo que Luca necesitaba para vivir. Un piloto de helicóptero soltero que, por cierto, hablaba español y francés a la perfección, además de italiano e inglés.
    Dejé mi mochila y arreglé mis cosas en la habitación, que al ser tan pequeña, era muy acogedora en un día frío como aquel. Salimos entonces a dar un paseo, el primero en aquella vetusta e histórica ciudad.
    Turín es la capital de la región de Piamonte, que significa “al pie de las montañas”. Y el nombre lo dice todo, es una zona localizada justo en las faldas de los Alpes italianos del oeste.
    El río Po divide a la ciudad por su parte este, que Luca y yo cruzamos por el puente Vittorio Emanuele I, uno de los antiguos monarcas del Reino de Cerdeña, al que Turín y Piamonte pertenecieron largo tiempo.

    En la zona este del afluente, tras la iglesia de la Gran Madre de Dios, comenzaba un pequeño camino circular que ascendía a lo alto de una colina, a donde debíamos subir.

    Vista desde la iglesia de la Gran Madre de Dios.
    El Monte dei Cappuccini se alza justo al lado del río, y es uno de los principales y más bellos miradores de Turín. Alcanzarlo no nos llevó mucho más de 15 minutos, hasta llegar a la iglesia católica Santa María del Monte dei Cappuccini, que se yergue en su cima.

    El día, como dije, era frío, pero el sol brillaba como casi nunca lo había visto brillar en un diciembre europeo. Lo cual lo hacía la ocasión perfecta para fotografiar la ciudad, que se expandía a nuestros pies.
    El centro histórico es lo que quedaba ante nuestra vista, destacando la punta del edificio más emblemático de Turín, la Mole Antonelliana. Y al fondo, se lograba ver con esmero la cadena alpina que custodiaba la metrópoli con sus picos nevados.

    En ese valle, Torino (nombre de la urbe en italiano) se ha desarrollado desde tiempos tan lejanos como el pueblo de los celtas. Como muchas ciudades europeas e italianas, ha pasado por las manos de distintas civilizaciones, lo que incluye a los romanos, bizantinos, longobardos y francos.
    Pero fue la casa real de Saboya la que puso a Turín en el mapa, cuando trasladó a dicha ciudad la capital de su Ducado. Y más tarde, en el siglo XIX, Turín adquirió fama cuando fue la propulsora de la unidad italiana, y se convirtió en la capital del nuevo Reino de Italia, título que finalmente le arrebató Roma.
    Pero aunque Turín perdió la capitalidad del nuevo país, siguió ganando terreno e importancia al resto de las ciudades italianas y europeas. Así, hoy es una de las metrópolis más industrializadas y modernas, sede de producción de marcas de coches tan mundialmente reconocidas, como Alfa Romeo, FIAT y Maserati, además de albergar dos equipos de fútbol, el Torino Football Club y el Juventus F.C., que cada año se disputan la copa de la UEFA Champions League.
    Luca me hizo saber todo aquello, y me hizo darme cuenta de que no estaba parado en una ciudad cualquiera. Y haber visitado Turín, sabiendo tan poco de ella, resultó como siempre en un regodeo impecable.
    Bajamos del mirador y caminamos por la Vía Po. Nos detuvimos en un modesto restaurante a sus orillas para almorzar algo rápido. Y la cocina siciliana fue la elegida para darme la bienvenida a Italia.

    Vía Po enel centro de Turín.
    Mi viaje anterior a Roma había sido una maravilla, pero demasiado turístico para mi gusto. Su aeropuerto internacional; una estadía de tres noches en un hostal; el Vaticano, el Coliseo y sus principales atracciones; paseos con una mexicana que conocí en el albergue; espagueti al pesto y pizza con anchoas en un restaurante con precios exorbitantes.
    Ahora me había propuesto conocer Italia mucho mejor. Y cuando un local te lleva a un pequeño y rústico restaurante, puede esperarse que la comida sea un verdadero deleite. Y vaya que lo fue.
    El menú comenzó con un delicioso arancino, una croqueta de arroz al azafrán rellena de carne molida, chícharos y queso mozzarella.

    Luego llegaron los acompañamientos. Un plato de caponata, un guiso siciliano bastante parecido al ratatouille francés, ya que se compone principalmente de berenjenas agridulces y salsa de tomate, sólo que a esta se le agrega apio, aceitunas y alcaparras.
    El almuerzo se remató con una rebanada de sfincione, mejor conocida como pizza siciliana, cuya principal diferencia con sus hermanas en Italia es su forma cuadrada y su masa mucho más espesa. Aún así, para mí fue todo un manjar.

    Tomamos una cerveza siciliana y pagamos la cuenta, que al compararla con los precios al otro lado de la frontera (en Francia) me pareció sumamente barato.
    Volvimos entonces a la Vía Po para visitar el principal atractivo de Turín: la Mole Antonelliana.
    Es el edificio más icónico de Turín. Incluso aparece en las monedas de dos céntimos de euro que se producen en Italia. Pero su fama se debe más que nada a su larga historia.

    La Mole fue construida por Alessandro Antonelli en el siglo XIX, quien originalmente la diseñó para ser una sinagoga judía. Pero su relación con los judíos no era precisamente la mejor. Así que la ciudad de Turín decidió dedicar la Mole al rey Víctor Manuel II, y extendieron la altura de su domo a 167 metros.
    A pesar de los terremotos y tormentas que azotaron y destruyeron algunos detalles del edificio, hoy la Mole sigue en pie, y alberga al Museo Nacional del Cine, al cual no quise entrar. Lyon posee dos museos del cine, y honestamente quería reducir mis gastos.
    Fuera de la Mole pasamos frente a una chocolatería Baratti & Milano, una de las mejores marcas paimonteses de chocolate.

    Turín tiene una larga historia de amor con el chocolate. Desde el remoto siglo XVI, una vez que los españoles habían ya importado el cacao a Europa desde México, la región de Piamonte fue cuna de la innovación en la chocolatería.
    Marcas piamonteses tan reconocidas como Ferrero, se encargaron de derribar el mito de que los chocolates eran sólo para ocasiones especiales. Así, llevaron hasta nuestras casas manjares casi gourmet, como los Ferrero Rocher y la Nutella, a precios asequibles. Pero tuve que resistirme a los lujos, y compré sólo un par de chocolates rellenos de licor.

    Luego de ello hicimos una fugaz escala en una cafetería local. Luca y yo nos paramos tras la barra y pedimos dos cafés, un espresso cortado que casi siempre se sirve con una diminuta galleta dulce.
    La cultura del café en Italia es diferente a muchas otras. Algunas cafeterías ni siquiera tienen mesas y sillas en su interior. Porque los italianos toman su espresso, y luego de cinco minutos, pagan en caja y se van. Y es casi así como lo hicimos nosotros, para dirigirnos directamente a la Piazza Castello, justo en el corazón de la ciudad.

    La plaza se adornaba ya con el pino y una pista de patinaje para recibir a la Navidad. Artistas callejeros entretenían a la multitud en el centro de la explanada, y un mercado navideño ofrecía algunos artículos de regalo y chocolate caliente a los transeúntes.
    La Piazza Castello es el lugar donde confluyen las principales avenidas de la ciudad. Y justo en su centro se posa todavía el Palacio Madama, una de las múltiples residencias de la Casa Real de Saboya que han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Palacio Madama.
    Pero sólo unos metros más adelante, se encuentra el Palacio Real de Turín, la principal de las antiguas residencias de los reyes.

    Su exterior, como muchos de los palacios saboyanos, es completamente barroco, sin muchos detalles ostentosos. No obstante, su interior deja entrevisto la lujosa vida aristocrática que la familia solía llevar.

    Sin sumergirme tanto en otro palacio europeo más, entramos hasta las escaleras del vestíbulo principal, desde donde tuvimos una vista de la Piazza Castello entera.

    Luego de ello bajamos, y Luca me llevó hacia su parte posterior. En aquel rincón, todavía se conservan los vestigios de la antigua colonia romana de Augusta Taurinorum, dedicada al primer emperador romano, cuya estatua se levanta en el medio de las ruinas.

    La ciudad conservó la forma del “cuadrilátero romano”, cuyas vías se trazaron como un tablero de ajedrez. Y las ruinas del antiguo foro todavía dan una idea de cómo lucía en el primer siglo de nuestra era.

    La estructura más emblemática del sitio arqueológico es la Puerta Palatina, una de las antiguas entradas a la ciudad que atravesaban la muralla.

    Turín, al igual que Roma, era un contraste de la Edad Antigua con el Renacimiento y la Edad Moderna. Difícilmente me iría decepcionado de aquella bella ciudad al terminar mi estadía.
    Aquella tarde volvimos al apartamento. Luca se vería con una amiga suya, mientras yo me había quedado de ver con Plínio, un brasileño al que había hospedado en Lyon unos días atrás, y quien vivía temporalmente en Turín junto con sus padres.
    La noche había caído. En vista de que ya había visitado la mayoría del centro histórico, Plínio decidió llevarme a la Vía Garibaldi, otra famosa avenida en la ciudad. Pero a esa hora, casi todos los negocios habían cerrado.
    Cuando regresábamos algo decepcionados a la Piazza Castello, encontramos en un callejón un pequeño bar con sus luces todavía prendidas, y el cocinero todavía dentro.
    Abrí la puerta para huir del frío y pregunté al dueño si podíamos tomar algo. Con una animada y fuerte voz, el italiano me ofreció un enorme plato de polenta por 5 euros. —Ya voy a cerrar. Pero come, come. Todavía queda mucha polenta en la cocina —me dijo—. ¿Quieres queso? Come queso, ten.

    El hombre no dejaba de gritar y pasarme platos. Plínio y yo reímos y seguimos comiendo polenta, una comida de harina de maíz muy popular en aquel país. Para no atorarnos con el pesado guiso, nos ofreció vasos de vino por un euro. Comenzaba a creer que no quería cerrar el bar.

    Polenta servida con salsa de tomate y queso parmesano.
    No tardaron en llegar poco a poco otras personas, que al igual que nosotros, buscaban un buen lugar donde resguardarse del frío.
    —Ya voy a cerrar, pero pasen —el dueño seguía diciendo—. Tomen vino, un euro. Tomen este plato de galletas.
    Y por toda la noche, siguió regalándonos cosas.

    Cuatro italianos, un pakistaní y una pareja de suizos recién casados se nos unieron en la noche. Y Luca no tardó en llegar y acoplarse a la fiesta.

    Y aunque su horario terminaba a las 9, nos quedamos en su restaurante hasta la medianoche, tomando vino, comiendo queso y bailando música italiana. Una situación que, pensé, rara vez hubiera ocurrido en Francia.
    No cabía duda de lo cálido que los italianos podían llegar a ser. Incluso en aquel frío invierno justo al pie de los Alpes.
    Al siguiente día fue momento de comprar algunos souvenirs para mi familia en la tienda oficial del Juventus. La liga de fútbol estaba en receso y ningún partido se efectuaría en la ciudad en esas fechas. Pero en el centro de la ciudad es fácil conseguir artículos oficiales del famoso club italiano.
    Luca me llevó a almorzar a una exquisita trattoria piamontesa. Las trattorias son locales de comida en Italia, donde no se sirve comida bajo un menú, sino que se paga por cubierto. El ambiente es bastante relajado y, cabe decir, los precios suelen ser muy bajos.
    Por menos de 10 euros, Luca y yo recibimos en nuestra mesa una charola con queso tomino bañado en salsa verde y salsa infernale. Queso toma di lanzo, gorgonzola y castelrosso, bañados con un poco de miel. Un par de polpetes (albóndigas), un cavolo (repollo relleno con carne) y vitel toné (carne de ternera bañada en salsa de atún). Todo acompañado con pan y un vaso de vino.

    Una vez satisfecho, me dirigí al museo más atractivo de toda la ciudad, que por supuesto no podía dejar pasar: el Museo Egipcio de Turín.
    Cuando elegí esta ciudad como mi primera escala, nunca imaginé que la cultura del Antiguo Egipto sería lo más atrayente que encontraría. Pero por muchos siglos, los reyes de Saboya y Cerdeña se volvieron fanáticos de la historia de aquella civilización. Y crearon una de las colecciones más hermosas de Egipto en el mundo, que ahora se luce en este increíble museo.

    Se trata nada más y nada menos que de la mayor colección de antigüedades de Egipto fuera de Egipto, y del segundo museo más importante sobre esta civilización después del Museo Egipcio de El Cairo.
    La mayores adquisiciones a la colección (que solía ser una colección real) se hicieron durante el siglo XIX por Bernardino Drovetti, quien era cónsul francés en Egipto en aquel entonces.

    La cantidad de dinero que se gastó en expediciones, excavaciones, compra y transporte de las piezas es simplemente enorme. Y por sólo 13 euros me fue posible ver la colección entera, con una audioguía en más de 15 idiomas.
    El museo se divide por orden cronológico, que estudia el Imperio Antiguo, el Imperio Medio y el Imperio Nuevo, y muestra sobre todo objetos de la vida cotidiana, papiros y elementos de la rica cultura funeraria de los egipcios.

    El museo cuenta con el reconocido Papiro Real de Turín, un papiro de 170 cm de largo que contiene los nombres de todos los faraones que reinaron el Antiguo Egipto, incluidos los dioses que gobernaron antes de la era faraónica.

    Las estatuas representan a una multitud de personajes de la realeza y antiguos faraones de las dinastías que gobernaron Egipto. Entre las más famosas se encuentran la estatua de Ramsés II, la princesa Redit y del faraón Horemheb.

    Hay objetos tan preciados y conocidos, como los obeliscos con jeroglíficos y figuras de animales míticos, como los halcones y los perros.

    Y por supuesto, no faltan las esfinges de piedra, transportadas como originalmente se encontraron en las excavaciones.

    Pero sin duda lo más cautivante es la colección de sarcófagos originales que se exhiben en todo el museo.

    Estas tumbas dejan en claro el milenario ritual funerario que los egipcios llevaban a cabo. Algunas momias e instrumentos de embalsamación también se exhiben en las salas.

    Entre los más famosos se encuentra el sarcófago original de Duaenra, hijo de Keops.

    Al salir del museo el sol se había ocultado, y Luca me acompañó a la Piazza San Carlo, donde un grupo de gospel nos deleitó con sus villancicos.
    Terminamos la noche en un bar de la ciudad, donde un grupo de Couchsurfing había organizado un aperitivo. Vino, cervezas y un buffet de bocadillos me despidieron de Turín, en una mezcla de cinco idiomas que seguía mejorando cada día.

    Volví con Luca a su apartamento para tratar de descansar un poco. Al otro día debía partir temprano hacia el este del país, un poco más lejos de las montañas, pero más cerca cada vez de Nápoles y de una hermosa Navidad.
  25. AlexMexico
    Salir de casa temprano nunca ha presentado un desafío para mí. Y despertarme por las mañanas tampoco. Todo depende de la costumbre. Pero en un día frío, salir de cama siempre se vuelve un martirio, uno al que no estoy muy habituado.
    Aquel 19 de diciembre Turín amaneció con una temperatura helada. Menos mal que los grados descendieron a casi cero hasta el día que yo abandonaba la ciudad. El frío era lo que menos buscaba en mis vacaciones de invierno en Italia.
    Ni hablar de meterse a la ducha y esperar a que saliese el agua caliente. Sólo me vestí, tomé mi mochila y salí del apartamento donde Luca, un italiano de Couchsurfing, me había hospedado por un par de noches. Me acompañó hasta la puerta del edificio y caminé hacia la avenida principal a tomar el tranvía, que me llevaría lo más cerca a la parada de mi autobús, que no podía darme el lujo de perder.
    Al salir del vagón, una nieve ligera comenzó a caer y golpear suavemente mi rostro, que cubrí rápidamente con mi bufanda y un gorro, que había cargado por si el frío hacía de las suyas.
    El punto de partida de mi Flixbus no era precisamente el mismo al que había arribado dos días antes. Ahora debía caminar por una larga avenida. Y junto a un parque, el omnibus aguardaba por mí y el resto de los pasajeros. Compré un café para calentar mi cuerpo y no tardé en entrar al coche y recostarme.
    Y mientras salíamos de la ciudad, la nevada se intensificaba hasta casi borrar toda silueta por las ventanas. Pero nuestro rumbo al este, lejos de los Alpes, mejoró el clima, y después de tres horas y media entrábamos a la estación Porta Nuova de Verona.
    Llegaba a una pequeña ciudad de la que, nuevamente, poco sabía, aunque su nombre resonaba en mi cabeza. Mi amiga Antonia me la había recomendado ampliamente. Así que una escala de un sólo día no me haría ningún daño.
    La suerte me había sonreído otra vez, y un couchsurfer había aceptado hospedarme aquel día. Pero él llegaría a casa por la noche. Así que el resto de la mañana y toda la tarde, estaría yo solo y la hermosa ciudad bajo mis pies.
    Y ya que nunca encontré la consigna de equipaje en la estación central, debía llevar mi mochila al hombro conmigo todo el día. No era lo más cómodo, pero no era algo nuevo a lo que me enfrentaría. Mi experiencia me había enseñado a cómo cargar menos de 10 kg en ella. Incluso en el frío invierno.
    La Navidad también había llegado a aquel rincón del norte italiano. Y frente a la antigua Porta Nuova, un pino navideño me dio la bienvenida.

    Guiándome por el GPS de mi móvil, caminé hacia la Via Guglielmo Marconi, donde los antiguos y pintorescos edificios comenzaron a alumbrar mi recorrido.

    En una de sus puertas encontré una bandera argentina. Y aunque sabía que estaba en Italia, no me resistí a comer una empanada de carne. ¡Vaya si extrañaba Argentina y sus empanadas salteñas! Después de todo, tenía el resto de mis vacaciones para seguir comiendo pizza, pastas y lo que Italia me pusiera enfrente.
    La ciudad, como dije, es pequeña, y pronto alcancé los arcos del Corso Porta Nuova, una calle que lleva hasta el centro histórico.

    Y tras aquellos arcos me abrí paso en la Pizza Brà, la plaza pública más famosa y grande de Verona.

    A ambos costados de la acera, los mercaderes ya habían colocado sus carpas para vender toda clase de productos y comida, especialmente las que hacían referencia al Natale (la Navidad).

    Las nubes se disiparon por completo aquel hermoso día y dejaron ante mis ojos una colorida y vívida Verona, excelente para el lente de mi cámara.

    La Piazza Brà es el testimonio más fiel de lo bien que se ha conservado la arquitectura veronesa, incluso después de las guerras que azotaron al país en el siglo XX. Y a sus orillas, los tornasoles edificios dan una muestra magnífica de las corrientes artísticas que se expandieron con el Renacimiento, de la que Italia fue cuna y propulsora. Desde el neoclásico hasta el barroco.

    Pero al Renacimiento no es lo único que la ciudad deja todavía de manifiesto. Tan sólo unos pasos más adelante, me topé con la portentosa Arena de Verona.

    El vetusto anfiteatro romano es una de las construcciones de su tipo mejor preservadas en Italia, y un símbolo memorable de la Era Antigua.
    El edificio de casi 2,000 años de antigüedad fue construido fuera de las murallas que delimitaban la ciudad en la época romana, y era tan famoso que muchas personas viajaban desde lejos para contemplar los espectáculos que se llevaban a cabo en su interior.

    A pesar de su longevidad, la Arena se sigue utilizando para algunas presentaciones de entretenimiento, gracias a su excelente acústica y a su capacidad para 22,000 espectadores.
    Así, durante el Festival de Verona en el verano, son comunes las óperas y conciertos, y han dado cabida a grupos tan célebres como Pink Floyd, Elton John y Muse.
    Cualquiera diría que al haber presenciado ya el Coliseo de Roma (una de las llamadas siete nuevas maravillas del mundo), todo anfiteatro de su mismo tipo no tiene comparación. Pero la Arena de Verona me dejó simplemente boquiabierto.

    A un costado del monumental teatro, las callejuelas más turísticas de Verona se abrían paso, con boutiques de moda, cafeterías, joyerías y tiendas de regalos.

    No tardé en alejarme lo más posible del gentío, perdiéndome en los callejones veroneses a donde ningún coche puede entrar.
    Algunas casas me recordaban, por alguna razón, a la costa mediterránea, que había pisado un mes atrás en Marsella.

    Con aquellas fachadas matizadas cual verano, el frío se escapaba de mi cuerpo con tan sólo voltear hacia arriba, a donde las torres de sus iglesias y antiguos puestos medievales de vigilancia se asomaban bajo el cielo azul.

    No me cabía ninguna duda de por qué Verona era conocida como la ciudad del amor y el romance, a donde muchas parejas viajan a casarse o pasar su luna de miel.

    Pero este último dato tiene su explicación. Una tan sencilla que tres palabras lo dejan todo en claro: Romeo y Julieta.
    Aun quien no haya nunca leído la tragedia de Shakespeare, conoce un poco de la historia que se esconde detrás. Dos jóvenes enamorados cuyas familias no apoyan el amor que se tienen el uno por el otro, y aun así deciden casarse de forma clandestina. La presión de sus parientes y la serie de desfortunios que viven, los hace encontrar en el suicidio la única forma de felicidad, lo que supone al final de la obra la reconciliación de las dos familias.
    Las obras más aclamadas del dramaturgo inglés están casi siempre basadas en hechos y personajes de la vida real, al igual que sus escenarios. Así, Macbeth se sucede en Escocia con uno de sus reyes; Hamlet en un castillo de Dinamarca; Romeo y Julieta toma lugar en Verona.
    Existen muchas teorías que contradicen que las familias protagonistas (los Montesco y los Capuleto) hayan sido originarias de Verona en la vida real. Aunque sí se tiene certeza de que los Cappelletti vivieron en Verona en el siglo XII.
    Y la casa que presume todavía el escudo de armas de la familia en su entrada, es hoy llamada “la casa de Julieta”, y es por supuesto, uno de los principales atractivos de la ciudad, ubicada en la Vía Capello 23.

    Shakespeare nunca visitó Verona, y su obra original es una mezcla de leyenda con realidad. Por lo que no se sabe con exactitud que en aquella casona haya realmente vivido una tal Julieta. Pero sin duda, los enamorados prefieren pensar que así fue.
    En el pasillo que recibe al patio principal, ambas paredes se colman de miles de mensajes de amor que los turistas han dejado con el paso de los años, desde 1905 cuando la casa fue convertida en museo.

    La cantidad de cartas de amor es tal, que el ayuntamiento de la ciudad debe retirarlas por lo menos dos veces al año, al igual que los candados que los novios colocan en una de sus puertas, y que pueden comprarse fácilmente en cualquier tienda de souvenirs.

    En la representación teatral, Romeo y Julieta se declaran su amor en un balcón de la casa. Y ese balcón fue estratégicamente añadido al edificio en los años 30, para hacerlo más ad hoc al libreto de la famosa puesta en escena.

    En el patio, una estatua de Julieta es la forma en la que muchos hombres y mujeres creen poder enamorarse. La tradición cuenta que quien toque el seno derecho a Julieta encontrará por fin el amor verdadero.

    Realidad o mito, no cabe duda que Shakespeare y su célebre drama hicieron a Verona famosa en todo el mundo desde el lejano siglo XVI. Y hayan o no vivido Romeo y Julieta en ella, no puedo negar que cada calle de la ciudad hace a cualquiera enamorarse.

    Muy cerca de la casa de Julieta llegué a la Piazza delle Erbe, la más antigua de Verona, donde años atrás se hallaba su foro romano.
    La plaza está flanqueada por varios edificios y monumentos medievales, como la torre del Gardello, que vigilaba el antiguo centro político de la ciudad.

    En su centro, el mercado de Natale tentaba a cualquiera a comprar chocolate caliente, dulces, adornos y gorros de Santa Claus. Yo me resistí a todo, y me conformé con la belleza del lugar.

    El mayor símbolo de la plaza es la torre de Lamberti, de unos 84 metros de altura, desde donde se custodiaba la ciudad en la Edad Media.

    Para separarme un poco de los turistas, caminé hacia la rivera del río Adigio, que parte a la ciudad en dos y que acordona al casco histórico.
    Desde su orilla contemplé las pequeñas colinas que rodean al centro de Verona, sobre una de las cuales se alza el Castillo de San Pedro, del que poco pude ver, ya que se encontraba en restauración.

    De cualquier forma, no quise perderme la oportunidad de subir hasta la cima, así que crucé el Ponte Nuovo hacia el otro lado del río.

    El campanario de la iglesia de Santa Anastasia fue lo que más acaparaba la atención desde aquel ángulo.

    Pero una vez al otro extremo, el longevo Ponte Pietro apareció sobre la furiosa corriente del Adigio, sobre el que emergía la torre de la catedral de Verona.

    Casi al lado del Puente de Pedro, unas escaleras subían por la ladera de la colina, entre las coloridas casas y sus floreados ventanales.

    Pero Google Maps no marcaba precisamente a dónde llegaban las escalinatas. Di un par de pasos arriba, pero no podía ver mucho más allá de las casas.
    Ante la incógnita, decidí tomar el camino seguro, y subí por la Vía Castello San Felice, que bordeaba la colina por su parte trasera.
    Mi tedioso andar por un camino zigzagueante parecía no llevarme a ningún lugar. No al menos a uno agraciado que quisiera fotografiar. Pero el espectro de un camping de recreo sobre una verde plancha de césped, me condujo a los pies del castillo.
    Y aunque éste último cerraba entonces sus puertas al público para dar paso a su restauración (en plena época navideña) las vistas que su balcón me regaló merecieron muchísimo la pena.

    El casco viejo de Verona circundado por el río Adigio fue el panorama ideal para descansar, y para comer un racimo de uvas verdes bajo los pinares.
    Me preguntaba si aquel castillo habría sido suficiente para avizorar por la pimpolla ciudad hace algunos siglos, cuando el Imperio Romano Germánico y el Austrohúngaro intentaron en repetidas ocasiones invadir el norte de Italia. Pero por suerte, lo mejor de ella parecía haber quedado intacto.
    Sus tejados anaranjados y sus torres medievales me dejaron en claro por qué Shakespeare la eligió como escenario principal para una historia de amor, aunque por desventura nunca tuvo el placer de verla con sus propios ojos.

    Ante mí, una decena de parejas había subido hasta el castillo a pie. Habían tomado las escaleras que no tuve la osadía de explorar. Tras toda una tarde con mi mochila a los hombros, bajarlas fue la mejor elección, y crucé de vuelta a la ciudad por el Ponte Pietra antes del atardecer.

    Busqué un local de comida rápida para saciar mi hambre y descansar mi espalda. Y cuando hube terminado, la noche había caído, el frío se había intensificado y las luces habían alumbrado a una Verona que recibía la Navidad.

    Volví camino al centro para pasar mis últimos minutos en el mercado navideño, donde una pareja de recién casados bailaba su vals por las calles de aquella romántica ciudad.
    El coro hacía sonar sus villancicos, alentando a los novios a besarse en señal de amor. Si una época del año puede poner sentimental a muchos, es sin duda la temporada navideña.

    Las luces, los adornos, el sonar de los cascabeles. Un cuarto menguante en el cielo, el calor de los calefactores callejeros. Las canciones del coro italiano y un grito de ¡Buon Natale!

    Parado solo aquella noche allí, en una ciudad donde nadie me conocía, a unos cuantos días de la Navidad, no tardó en sacarme una lágrima del ojo. Pero pronto supe que era una lágrima de alegría. No todos los días podía disfrutar de aquel tipo de momentos, que aunque en plena soledad, me hacían saber lo afortunado que soy.
    Y unos minutos después me encontraba en el apartamento de Franco, comiendo una pizza de pepperoni y tomando una copa de vino. La mejor manera de curar la melancolía.
    Tras una ducha caliente caí muerto en la cama. Navidad se acercaba y debía seguir mi camino, que al otro día me llevaría a la costa del Mar Adriático.
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