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AlexMexico

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Relatos publicado por AlexMexico

  1. AlexMexico
    Algo muy común que pasa con los no europeos es que nuestra idea del viaje perfecto por Europa es siempre a bordo de un tren. Maravillosos paisajes, flexibilidad de horarios y acceso a los pueblos más recónditos del continente. Y hay mucha razón en ello. De verdad la hay.
    Pero hay algo más de lo que los viajeros muchas veces no somos conscientes: los precios de los billetes de tren no son baratos.   Además, Europa parece ser pequeño para los que venimos de países como México o Estados Unidos. Pero vamos, las distancias entre país y país van desde los pocos hasta los miles de kilómetros. Y recorrerlas en tren a veces no se adapta a nuestro tiempo si no disponemos de mucho.
    Y algo más que los novatos ignoramos es lo bajo de los costos a los que se puede conseguir un vuelo internacional en el Viejo Mundo. Todo gracias a las aerolíneas lowcost   
    Si no saben de qué hablo, échenle un vistazo a los siguientes sitios web:
    www.ryanair.com, www.easyjet.com, www.wizzair.com
    La búsqueda de vuelos es una tarea ardua para muchos viajeros primerizos que puede tornarse bastante aburrida. Pero no para alguien como yo. Especialmente cuando descubrí que mi cumpleaños (el 6 de diciembre) es el día de la Constitución española, y por tanto un día feriado para todos los estudiantes del país
    Con el aeropuerto de Santiago a pocos kilómetros de casa, mi roomie Jacob y yo sabíamos que escaparnos a cualquier parte de Europa era la opción perfecta para celebrar el puente vacacional. Pero con las reducidas opciones de destinos desde Galicia y con un presupuesto tan ajustado, nuestra mente colapsó   
    Pero un sitio web nos ayudaría en nuestra búsqueda. Su nombre es drungli.com.
    Se trata de una aplicación donde eliges el aeropuerto de salida y la fecha en la que viajas, y con el botón Take me anywhere, drungli entonces buscará los destinos más baratos entre todas las aerolíneas que operan en dicho aeropuerto.
    Sería así como conseguimos un vuelo redondo desde Santiago de Compostela hasta Frankfurt por tan solo 32 euros (sí, 580 pesos mexicanos en aquel entonces).   
    Alemania, ¿por qué no? Era casi invierno. La nieve comenzaría a caer. Salchichas, cerveza, chocolates… por un precio meramente ridículo. No veía una mejor manera de celebrar mi cumpleaños 22, lo que me llevó a comprar ambos tickets sin titubeo alguno.   
    Y si hasta entonces Jacob y yo habíamos estado alojando viajeros en nuestro apartamento y habíamos conseguido referencias en Couchsurfing (véase www.couchsurfing.com para más información) era precisamente para poder buscar un host en un momento como este. Nunca había utilizado Couchsurfing como surfer (huésped). Pero siempre hay una primera vez.   
    Con la invitación de Alex (un inglés que nos alojaría en Frankfurt) y con el vuelo pagado, no había más que hacer maletas y partir al norte. Pero todo lo barato tiene su precio.
    Nuestro primer inconveniente fue tener que faltar a clase y Jacob a su trabajo. El vuelo disponible era del 3 al 8 de diciembre, y cambiarlo representaba un alto costo extra. Así que un frío martes por la mañana (el puente comenzaba el jueves) partimos en nuestro vuelo con Ryanair, la aerolínea más barata en toda Europa.

    La compañía trabaja muy bien a pesar de todo. Muchos le adhieren una mala fama por sus precios extremadamente absurdos. Pero Ryanair tiene sus reglas, y no ofrece lugar en la cabina de equipaje ni comidas a bordo a los pasajeros que no estén dispuestos a pagar algunos euros más por los servicios.
    Después de unas dos horas en el aire llegamos a Frankfurt. Y he ahí nuestro segundo inconveniente: Ryanair no opera en el aeropuerto de Frankfurt am Main (el aeropuerto oficial de la ciudad). Ryanair solo opera en el aeropuerto de Frankfurt-Hahn, una antigua base aérea bastante alejada de la ciudad. Y con bastante me refiero a unos 120 km al oeste.   Así que básicamente nuestro vuelo no llegaba a Frankfurt, sino a algún punto del occidente alemán, prácticamente en el medio de la nada.  
    Afortunadamente Jacob se había percatado de ello antes de nuestro arribo, y gestionó la mejor forma de optimizar nuestro viaje. El aeropuerto está bien conectado por bus con varias ciudades aledañas, incluyendo Luxemburgo, Colonia, Dusseldorf y Frankfurt.
    Para ser sinceros, no es que Frankfurt nos llamase tanto la atención. Fue solo que cogimos un vuelo demasiado barato.   Cinco días en la capital financiera de Alemania podía incluso ser mucho. Así que podríamos aprovechar el tiempo dirigiéndonos a una de sus ciudades cercanas.
    Y perdido en el mapa Jacob se topó con Heidelberg, un pequeño punto 90 km al sur de Frankfurt del que no sabíamos absolutamente nada.   
    Parecía ser una ciudad atractiva. Más modesta y pequeña que su hermana del norte. Sin grandes edificios y con un castillo. Y si queríamos sumergirnos en el espíritu alemán quizá valdría la pena ver sus dos caras. La moderna y la tradicional.   
    En menos de un día Jacob nos consiguió alojo con un chico que rentaba un dormitorio en una residencia universitaria. Y en vista de nuestro nuevo plan, aplazamos nuestra llegada a Frankfurt para el miércoles por la noche, y nos quedaba aguardar por el autobús a Heidelberg.
    Realmente no hay mucho que hacer en un aeropuerto como el de Frankfurt-Hahn. Nuestro bus partía cerca de las 5:30. Y para matar el tiempo (omitiendo nuestra saludable comida en McDonald’s) decidimos recorrer un poco los alrededores.
    Mi más grande sorpresa fue ver lo rápido que oscurecía en Alemania en el horario de invierno. Apenas darían las 5 y el sol se había esfumado por completo. En verdad parecía que había llegado la hora de dormir.
    Pero no para mí. Así que caminé al vecindario más cercano para calentar un poco mis piernas (la temperatura descendía a unos dos grados para entonces).

    Paseando por los alrededores del aeropuerto Frankfurt-Hahn
    La larga espera de casi tres horas acabó cuando un gran grupo de personas abordamos el bus. Y en unas dos horas estábamos en Heidelberg.
    Jacob había recibido las indicaciones de Julian, nuestro couch, para dar con su casa. Caminamos a la parte posterior de la estación de bus y continuamos al oeste, a lo largo de una carretera que parecía bastante desolada.   
    Ninguna casa aparecía por aquel rumbo. Solo edificios industriales, talleres automotrices y alguna que otra tienda. Pero era precisamente uno de esos edificios el que habían convertido, creativamente, en una residencia estudiantil.
    Como si fuesen antiguas oficinas, dos de las tres plantas del inmueble estaban habilitadas como dormitorios, baños comunales y cocinas para los estudiantes. Y Julian estaba allí, aguardando por nosotros. Nos dio la bienvenida a la peculiar fraternidad. Para ser mi primera experiencia como couchsurfer parecía que iba a ser bastante interesante.   
    Si bien la noche parecía ya bien entrada, eran apenas las 8 p.m. Habíamos dormido en el avión y en el bus, y realmente no sentíamos sueño. Así que Julian nos ofreció dos de sus múltiples bicicletas para recorrer a gusto la ciudad.
    La cantidad de bicicletas en el bici-parking era realmente abrumadora, y denotaba el modo sustentable en el que los alemanes han decidido vivir. Por supuesto, decidimos aceptar la oferta.   
    Era difícil manejar con mi cuerpo congelándose. Casi bajábamos de los cero grados y apenas y sentía mis dedos bajo el guante. Hundía mi boca y nariz dentro de mi bufanda para poder calentarme con mi propio aliento. De verdad no estaba acostumbrado a aquel tipo de clima invernal.   
    Aparcamos las bicicletas junto a una pequeña galería y nos dirigimos a las calles del centro histórico.

    La Navidad parecía haber llegado, pero a esa hora las calles lucían poco más que desiertas. La mayoría de las tiendas y restaurantes habían cerrado ya sus puertas, y no había mucho que hacer.

    Desde el centro pudimos advertir dos de los grandes íconos de la ciudad: su puente antiguo y el Palacio de Heidelberg. Aunque para ambos sería mejor aguardar hasta la mañana para visitarlos como se merece.

    Así que rendidos, nos metimos al primer bar que encontramos y pedimos la cerveza que la mayoría tomaba: Astra, de origen alemán por supuesto.

    Luego de brindar por nuestro improvisado viaje volvimos a la residencia y descansamos para el siguiente día.
    Heidelberg es una ciudad con apenas 140 000 habitantes, por lo que su mancha urbana no es muy extensa. Julian vivía a unos 3 km del centro histórico, y tomar un tranvía fue la forma más rápida de llegar.

    La zona vieja de la metrópoli está repleta de antiguas casonas de varios metros cuadrados de superficie, la mayoría de estilos barrocos con algunos de los distintivos alemanes más conocidos.

    La mañana era bastante fresca y la gente parecía destinar el día a sus labores más cotidianas. A pesar de la alta demanda de turistas que Heidelberg suele recibir, como una de las ciudades más viejas del país, el frío otoño parece no ser la temporada favorita. Lo cual era una ventaja para nosotros.  
    Antes de adentrarnos en el centro nos dirigimos directamente a la punta este de la ciudad, pasando por corredores orillados por hermosas construcciones. Grandes viviendas con fachada de madera, iglesias góticas de órdenes luteranas. Nada parecido a lo que podía ver en México ni en España.

    La razón de nuestra visita al extremo oriental de la urbe era visitar su principal joya, el Palacio de Heldelberg, la construcción, quizá, más antigua de todas.

    Jacob junto al Palacio de Heidelberg
    Se tiene pensado que esta fortaleza existe desde los tiempos en que los celtas dominaban esta zona de Europa Central. Mientras los pueblos germánicos expulsaban a los romanos, se apoderaron de las ruinas de sus construcciones.
    A pesar de su origen medieval, su fachada actual data del Renacimiento, cuando se hicieron las mayores modificaciones a su estructura.

    Si bien las diferentes guerras sostenidas a lo largo del tiempo y algunos desastres naturales redujeron su esplendor a solo ruinas, se tiene el registro de que el Palacio de Heidelberg fue uno de los más monumentales castillos del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico,   estado antecesor de la actual República Alemana.
    El alcázar se encuentra en una hermosa área boscosa en lo alto de un monte, a unos 80 metros de altura en relación con el resto de la ciudad, y caminar entre ella era como estar en un antiguo cuento del Medievo.   

    En su exterior, del lado oriente, unos extensos senderos y jardines conducen a la punta de la ladera del Königstuhl, la colina que domina la ciudad.

    Desde ahí tuvimos vistas increíbles de la cara lateral del palacio y del centro de Heidelberg.

    Lo que la neblina de aquella fría mañana nos dejaba admirar era simplemente magnífico. Era tal y como había imaginado a una antigua villa alemana renacentista. En un valle, a la orilla de un río, con su campanario sobresaliendo de los tejados en V y su puente de piedra que conectaba ambas partes.

    Era como viajar en el tiempo de vuelta al siglo XV.

    Bajamos de la colina para dar un paseo por el centro histórico de Heidelberg, esta vez con toda la actividad del mediodía y con la luz del sol (aunque fuese ocultada por el espesor de la niebla).
    Una mágica sorpresa que Alemania tenía preparada para mí eran los mercados navideños que tienen lugar cada diciembre.
    Si bien Alemania no es precisamente el origen del personaje de Santa Claus, Papá Noel, San Nicolás o como se le conozca en cada país, la mercadotecnia moderna ha dibujado su mítica figura en pequeños pueblos nevados de tejados de madera y arquitectura germánica. Y era imposible no sentirse en una de esas villas de ensueño caminando entre las calles de una Heidelberg decembrina.   

    Los mercados navideños consisten en stands comerciales y publicitarios posados en las plazas centrales de la ciudad. Por supuesto, cada uno decorado con la temática navideña de costumbre.

    Osos, renos, pingüinos y el infaltable Santa Claus adornaban las fachadas de cada kiosco donde se ofrecían todo tipo de productos y servicios que la época ameritaba.
    Una pista de patinaje sobre hielo, chocolate caliente, café, caramelos, figurillas de colección, esferas, bolsas de regalo, y hasta cerveza de barril.   

    La temperatura oscilaba los cero grados, pero la hospitalidad del pueblo alemán que gritaba y cantaba en aquel encantador mercado me hacía sentir más cálido que nunca.  
    Un paseo por la Karlsplatz y la calle Hauptstrasse fue para mí, prácticamente, vivir por un instante en un cuento de navidad.   

    La cantidad de productos alemanes a la venta era realmente vasta. Los apetitosos quesos, los barriles de cerveza, las butterschneeballen (bolas de nieve de mantequilla) y demás postres locales con nombres sumamente extensos y difíciles de pronunciar relucían en las vitrinas y aparadores de cada tienda. Pero un mercado de navidad es la ocasión perfecta para sacar provecho de los visitantes. Y, por supuesto, los precios suelen ser más altos.   

    Entre tantos productos y souvenirs disponibles sabía que debía comprar de forma estratégica. Gastar lo menos posible y disfrutar lo máximo.
    La elección para mi desayuno fue un gofre con crema batida y un chocolate caliente. Sencillo, barato, calórico y europeo.   

    Llegamos a la Marktplatz, la plaza central de Heidelberg, ubicada justo al lado de la antigua catedral.

    La Heiliggeistkirche, o Iglesia del Espíritu Santo, es una capilla de origen medieval y, como la mayoría de las iglesias postluteranas de Alemania, de estilo gótico. Después de calentar nuestra temperatura corporal un poco en su cálido interior, Jacob y yo seguimos nuestro recorrido hacia la segunda efigie de la ciudad.
    El puente antiguo, formalmente nombrado Puente de Carlos Teodoro en honor al príncipe que lo mandó a construir, es una de las postales más famosas de Heidelberg.

    En el lado sur de la rivera del río Neckar, que divide a la ciudad en dos, se alza una hermosa puerta custodiada por dos torres, misma que iconiza la totalidad del puente.
    Lo más maravilloso no fue caminar por su superficie de rocas, sino las estupendas vistas que desde allí se ofrecían.

    El imponente castillo sobre lo alto de todo el centro histórico, y a su vez dominado por la nubosidad del bosque a sus espaldas.

    Unas calles más al oriente la urbe parecía tocar su fin. Pero nuestra vista se dirigía siempre hacia el lado sur del río, donde se formaba un cuadro perfecto entre la torre del puente y el campanario de la catedral.   

    El puente de rojizas paredes llevaba a una zona un poco despoblada al pie de una gran colina arbolada, desde donde aprovechamos los mejores ángulos para fotografiar a la desconocida Heidelberg.

    Cuando el hambre volvió a nosotros, caminamos de regreso a la Marktplatz, en busca del mejor platillo alemán para nuestro estómago.
    Si pensaba en qué debía probar estando en Alemania, la primera respuesta para mí y para muchos era evidente: salchichas y cerveza.

    Pero la elección no era nada fácil. Por supuesto que la cerveza más barata a consumir era la de barril que ofrecían en todos los stands. Pero, ¿qué había de las salchichas?
    Con una oferta tan grande me dejé guiar por mi instinto. Y mi olfato me llevó hasta las salchichas bratwurst.
    Si bien el término bratwurst abarca una gama entera de embutidos alemanes, las bratwurst han devenido en un platillo célebre por lo fácil de su consumo. No hace falta estar sentado; no hace falta usar un plato. Sólo se necesita hambre y un buen estómago para digerir la carne de cerdo.   

    Las Rostbratwurst son, específicamente, las salchichas preparadas a la parrilla. Y es común comerlas en un pan (que me recordó al bolillo) acompañadas por papas fritas o chucrut. Yo en lo personal quise comerla al natural.
    A partir de entonces haría oficial mi adicción a las salchichas bratwurst, y no podría dejar de comerlas en toda mi estancia en Alemania, además de buscarlas hasta en los rincones más escondidos de España, México o cualquier país donde me encontrase.   

    Como postre no hubo nada mejor que un chocolate, también bastante típico alemán.   Es gracioso saber que ingredientes como el cacao y la vainilla provienen de las culturas mesoamericanas de México. Pero hay que aceptar que fueron los europeos, en especial los suizos, franceses y alemanes, quienes agregaron los ingredientes precisos para crear delicias como el chocolate con leche (vamos, los aztecas fumaban el cacao y lo preparaban con chile… no suena muy apetitoso, ¿o sí?)

    Antes de caer a la tentación y seguir comiendo salchichas y dulces,   dejamos el mercado para conocer la orilla del río y el resto del centro histórico.

    Nos topamos con viviendas flotantes, al estilo holandés, que se estacionaban justo al frente de las ostentosas y clásicas casonas junto al río Neckar.

    Las calles empedradas nos llevaron por barrios residenciales cada vez más bellos y detallados, que parecía que los balcones decorados y los tejados en V eran una obligación inmobiliaria.

    Nuestra andanza terminó de frente a un edificio administrativo de la Universidad de Heidelberg, nada más y nada menos que la universidad más antigua de toda Alemania.

    Esta es quizá la razón más poderosa por la que miles de jóvenes deciden mudarse a la ciudad para hacer sus carreras de licenciatura e ingeniería. Pero no cabe duda de todo lo mágico que Heidelberg puede albergar en cada uno de sus rincones.

    Historia, monumentos, arquitectura, naturaleza, paisajes, cerveza, salchichas y la Navidad.

    Heidelberg me había sorprendido en todas las medidas posibles. Para ser una ciudad que apenas y apareció en nuestro mapa y a la que dudamos en visitar o no, había valido completamente la pena.
    Ahora era tiempo de regresar por nuestras cosas a la residencia de Julian, de donde caminamos a la estación de bus para coger nuestro próximo destino: Frankfurt am Main.
    Pueden ver todas las fotos en los siguientes álbumes:
  2. AlexMexico
    Después de un día escalando la supuesta pirámide más alta del mundo, terminamos agotados (y con la piel algo quemada por el sol). Con la fuerza que nos quedaba, volvimos al pueblo de Ocosingo, donde tomamos otra van a nuestro siguiente destino: las paradisíacas Cascadas de Agua Azul.
    Cerca de las 4:30 pm salimos del pueblo. Para nosotros era una carrera a contratiempo, pues al ser horario de invierno nos quedaban muy pocas horas de luz. El camino tuvo algunas curvas al adentrarse a las montañas. Entonces nos dimos cuenta de que estábamos rodeando la Selva Lacandona, la selva más grande del país. Desde los cerros se veían paisajes maravillosos a nuestros pies. El profundo follaje y el interminable verde de las copas. Nos veríamos envueltos por aquella profunda naturaleza al llegar a las cascadas.
    La combi arribó cerca de las 6 pm. Nos apresuramos a bajar y buscar un sitio donde acampar. Encontramos a un señor que nos indicó el sitio de camping, por 100 pesos la noche (casi 8 dólares por carpa). El sol se había ocultado casi por completo y no veíamos nada; debimos alumbrar con nuestros teléfonos celulares
    Confiando en nuestro oído y nuestro tacto más que en nuestra vista, armamos la tienda más rápido de lo que imaginamos (era una casa para 8 personas, por tanto bastante grande). Metimos nuestras cosas y rogamos porque no lloviera aquella oscura, pero bella noche.
    Estábamos alejados de la mayoría de las personas (las cabañas, los restaurantes, tiendas, la taquilla y áreas de información). Pero una pequeña luz de bombilla sobresalía a lo alto de la rampa que descendía a nuestro camping. Era una especie de casa, con habitaciones sencillas (equipadas sólo con camas). Supusimos que se rentaban, pero no quisimos pagar más por la estadía.
    Decidido a tomar una ducha para quitarme el olor a sudor de un día de caminatas, mis amigos Guille y Dany quisieron meterse al río (así es, de noche y sin luz ). No me agradaba mucho la idea, pues no soy muy buen nadador. Pero me dije: “¿cuándo volveré a hacer esto?” Así que me puse el bañador y los seguí a ambos. Sonia se quedó a cuidar la tienda.
    Dany caminaba frente a mí, palpando el suelo del río y guiándome con su voz para no pasar por lugares hondos, donde tendría que nadar. Fue una experiencia mágica, debo decir Nadar a la luz de la luna, con el cantar de los grillos en medio de una selva que aún no había visto con mis ojos.
    Después de un rato en el agua, salimos para darnos una ducha en las regaderas de aquella casa en lo alto (aunque Guille no se quiso bañar pues, según él, ya lo había hecho en el río… sin jabón, claro está). Después, cenamos una triste lata de atún y nos fuimos a dormir.

    Al siguiente día despertamos cerca de las 6:30 am. Nos habíamos acostado temprano, así que conciliamos un muy buen sueño. Al abrir las puertas de la casa de campaña tuvimos nuestra primera vista de Agua Azul (ya con la luz del sol). Lo que vimos nos dejó perplejos y nos causó una calma y serenidad incomparable. Tal paraíso en medio de la selva, recluido del mundo y con colores tan exquisitos no se disfruta todos los días  

    Nos vestimos y fuimos al área de turistas, donde comimos algo y pedimos información. Muy cerca de ahí hay algunos miradores, desde donde se tienen vistas muy chulas de las cascadas más grandes.

    Según parecía, en ningún sitio se permitía nadar pues la corriente era muy fuerte. Seguimos caminando y tomando muchas fotos y videos de las azules aguas del río y la selva alrededor. El sendero corría río arriba y no sabíamos qué tan largo era, así que tomamos una decisión: regresaríamos al camping y nadaríamos en aquella alejada zona del río, donde ningún policía o guardia nos regañaría. Después, comeríamos algo y seguiríamos el sendero hasta donde pudiésemos llegar.

    Y así lo hicimos. Volvimos al camping y nos pusimos el bañador. El sol apenas acaba de salir, así que teníamos todo el día libre. Como de costumbre, Sonia resguardó las cosas en la tienda y Guille, Dany y yo nos metimos al agua
    Lo que empezó como un pequeño chapuzón terminó siendo una aventura en la selva. El afluente del río en picada hace que el agua corra formando pequeños cañones no muy profundos a su paso, dando lugar a las pequeñas cascadas. Las paredes de roca de tonos rojizos crean pequeños estanques bajo las caídas de agua, donde nosotros nos bañábamos. Guille quiso seguir río arriba (por el agua) y empezamos a nadar contracorriente. Fue divertido, aunque en repetidas ocasiones tuvieron que ayudarme, pues como dije, no soy buen nadador, y tuve que auxiliarme de las lianas de los árboles para alcanzar las cascadas más próximas Subimos cada una de las paredes, que no eran muy elevadas. Debíamos tener cuidado con dónde pisábamos, pues muchas de las rocas eran resbalosas. Con ayuda de mis amigos pudimos llegar bastante lejos después de casi 1 hora de escalar y nadar, hasta que un guardia del parque nos vio y nos dijo que saliéramos del agua.

    Volvimos al camping para secarnos un poco. Me di cuenta de que no había nadie nadando en el río; fuimos los únicos osados en subir las cascadas.
    Tomamos el almuerzo en los comedores del recinto y emprendimos el sendero con cámara en mano. Mientras más ascendíamos, más belleza nos topábamos; la selva se hacía más profunda, el agua más cristalina y las señales de civilización humana iban desapareciendo, al igual que las cascadas (al hacerse el territorio más plano).

    Mientras caminábamos, algo nos hizo detenernos: una cuerda atada a un árbol a la orilla del río. Era inevitable: ¡debíamos aventarnos! Suerte que aún teníamos nuestros bañadores puestos para mojarnos de nueva cuenta. Como niños pequeños, uno por uno nos tomamos de la liana y nos lanzamos al agua. Luego de unas peleas sobre un tronco resbaladizo, salimos del río y continuamos el camino, que parecía ya bastante lejos de la zona turística.

    Justo donde la selva se hacía más espesa, apareció un señor sentado, que parecía ser parte de una comunidad indígena. Nos intimidó un poco al sostener un machete en la mano Nos dijo: no pueden pasar, aquí es territorio de EZ.
    Sonia y yo, los únicos mexicanos, sabíamos que EZLN eran las siglas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, un grupo guerrillero de la selva Lacandona que en los noventas tomó fama por luchar por los derechos indígenas. No creímos que fueran muy peligrosos, aunque seguro que si nos veían, no nos dejarían pasar más allá. Dany y Guille habían leído sobre el subcomandante Marcos (el líder enmascarado del movimiento que pasó a convertirse en un héroe y figura de acción). Querían adentrarse al verdadero México y conocer la realidad de los pueblos indígenas. Sonia y yo no estábamos muy convencidos, pero los seguimos a paso lento. El señor, al ver que hicimos caso omiso, caminó detrás de nosotros.
    Luego de unos metros, el señor nos volvió a gritar. Sonia y yo nos detuvimos, advirtiendo que algo malo pudiera pasar. Cuando se acercó a nosotros nos dijo de nuevo: no deben pasar, es territorio de los Zetas
    Existe una inmensa diferencia entre los EZ y los Zetas (que nos fue difícil percibir, pues el señor hablaba un español algo extraño). Los Zetas, son el cartel de narcotraficantes más sanguinario de todo México. Desafortunadamente, desde años atrás, se establecieron a lo largo del territorio este y sureste del país, incluyendo mi ciudad natal Veracruz, donde fui testigo de sus ataques 
    Sonia y yo nos dimos cuenta, entonces, de lo peligroso que era ese sitio, y que debíamos regresar en seguida. Dany y Guille se habían adelantado por mucho. El señor nos dijo que él los traería de vuelta. No nos quedó más que esperar nerviosos.
    A lo lejos vimos como nuestros amigos regresaban, como si nada pudiera pasar, y sin una idea de cómo medir el peligro. Guille caminaba con un palo estilo explorador y ambos se sentían bastante satisfechos después de haber llegado a un pequeño Cañón que, según ellos, era magnífico.
    Sin más, retornamos al largo camino, regañando un poco a nuestros queridos españoles por el riesgo al que se expusieron y los minutos de angustia que nos hicieron pasar Dirán que fuimos exagerados, pero después de vivir las guerras del narcotráfico nuestra visión ha cambiado por mucho.

    Pagamos una noche más en el camping, pues ya era algo tarde para tomar nuestro próximo rumbo: la mítica ciudad de Palenque, una de las más grandes de la antigua civilización maya, a la que iríamos al siguiente día por la mañana, después de dos noches en el paraíso azul.
    Les dejo el link del álbum con la segunda parte de las fotos en Chiapas:
  3. AlexMexico
    París es una ciudad mundial. Solo así se le puede describir por el poder y la influencia que ha tenido en el mundo entero durante siglos. Se hable de gastronomía, moda, ciencias, artes, la metrópoli no es solo la capital de Francia, sino la cuna de corrientes que han llegado a cada rincón del planeta.
    Por eso, al igual que aglomeraciones como Londres, Nueva York o Tokio, París es una ciudad que hay que vivirla.
    Los últimos ocho meses de mi vida los he pasado precisamente en Francia. Y en repetidas ocasiones he podido visitar París, desde sus últimos días de cálido verano hasta la húmeda llegada de la primavera. Y hospedarme con locales cerca de la Gare du Nord, Sentier o La Défense me ha acercado más a la experiencia de “vivir la ciudad”.
    Sin embargo, como turistas pocas veces tendremos la oportunidad de permanecer más que unos cuantos días. Pero más allá de la Torre Eiffel, la Catedral de Notre Dame, la Basílica de Sacré Coeur o el Museo de Louvre, existen otras buenas atracciones que son en menor medida un cliché parisino. Y aunque todas siguen siendo turísticas, algunas pueden acercarnos a una experiencia más local.
    Cementerio del Père Lachaise.
    Al este de París, en su distrito XX, se encuentra uno de los cuatro antiguos cementerios que se construyeron a las afueras de la ciudad en el siglo XIX para dar una noble y decente sepultura a los difuntos, sobre todo a las grandes personalidades de la aristocracia.

    El cementerio rinde homenaje al que fue confesor de Luis XIV, François d'Aix de La Chaise. Pero hoy no es solo un panteón colmado de tumbas, vegetación y gatos callejeros. Es de hecho un parque donde muchos parisinos acuden a dar un paseo.

    Al principio una caminata por un cementerio se me hizo muy poco interesante. Pero la elegancia de las tumbas (más bien mausoleos) allí levantadas nos habla de cuántos ciudadanos ilustres han pasado por París.
    Entre las personalidades fallecidas con las que podemos toparnos resaltan Oscar Wilde, Jim Morrison o Frédéric Chopin.

    Aunque la mayoría no sean personas que nosotros conocemos es reconfortante acercarse a cada lápida y leer el epitafio que nos hará descubrir de quién se trataba. Un antiguo alcalde, la esposa de un famoso novelista, una reconocida bailarina de Montmartre o un aclamado pintor de la Belle Époque.
    Musée d’Orsay.
    Bien, este sí que un cliché y hay que aceptarlo. Pero todavía menos cliché que el Museo de Louvre.
    Como segundo museo más visitado de París, el Museo de Orsay es quizá la segunda colección de arte más interesante de Francia. Desde que nos aproximamos a su exquisito edificio que solía albergar a la estación de trenes de Orsay justo en a la orilla sur del río Sena, el museo nos seduce con un rinoceronte de bronce que nos invita a descubrir el arte vanguardista.

    Si el Museo del Louvre resguarda las obras de la Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna, el Museo de Orsay nos acerca al arte de vanguardias surgidas desde la mitad del siglo XIX hasta principios del XX, antes de comenzada la Primera Guerra Mundial.
    Durante este corto período el arte se revolucionó en Francia y en Europa, con artistas que deformaron la realidad visual para expresar de diferentes formas lo que hay dentro de cada elemento que nos rodea.

    Desde el realismo de Gustave Courbet, con su obra cumbre El origen del mundo hasta la simplicidad de los animales de François Pompon, como su célebre Oso Blanco, expuesto en una de las salas al fondo.

    El museo no solo nos deja admirar la belleza que los parisinos se esmeraban por crear en cada nueva estación de tren, sino una hermosa pinacoteca que expone con orgullo a los más aclamados artistas franceses de la Época Bella.

    Para los amantes del impresionismo, el Museo de Orsay resulta tener la mayor colección de obras impresionistas y postimpresionistas del mundo.
    Así, sus muros deleitan a los visitantes con obras maestras de figuras como Claude Monet, con sus Campos de Tulipanes de Holanda o las Catedrales de Rouen.

    Eugène Delacroix, Édouard Manet, Camille Pissarro, Pierre-Auguste Renoir, Gustave Caillebotte. Aunque uno de los más famosos, no nacido en Francia sino en Holanda, es Vincent van Gogh.
    Si bien la mayoría de su obra se encuentra resguardada en el Museo Van Gogh en Ámsterdam, el Museo de Orsay es un buen aproximamiento al pintor, con varios de sus cuadros postimpresionistas, incluyendo uno de sus más famosos autorretratos.

    En las salas de sus últimos pisos el museo expone también algunas piezas comunes durante el apogeo del Art Déco y el Art Nouveau en París, que influyeron en la arquitectura de un sinfín de edificios en el mundo entero.
    Lo mejor del museo no es solamente la increíble colección de la que nos deja ser testigos, sino también las maravillosas vistas que se tienen desde su planta alta, donde podemos tomar un café y comprar libros en su boutique.

    Desde la Plaza de la Concordia hasta la colina de Montmartre, París siempre tendrá un bello paisaje que ofrecer desde las alturas.
    Les Invalides.
    Es un edificio al que todos los turistas ponen atención. Es imposible no verlo al cruzar el río Sena desde la Concordia, los Campos Elíseos y al atravesar el Puente de Alejandro III. Pero cuando no tenemos tiempo más que para correr y subir a la Torre Eiffel para una foto este palacio suele pasar desapercibido.

    El nombre es muy curioso. “Les Invalides” se traduce así mismo, “Los Inválidos”. Se trata de un antiguo palacio construido en el siglo XVII destinado a ser la residencia real de soldados y militares franceses en el retiro. De ahí su nombre, era la casa de héroes de guerra inválidos.
    Hoy sin embargo ya no aloja a soldados heridos y sumidos en la depresión postguerra. Hoy el palacio alberga al Museo del Ejército.

    Si bien suele ser poco atractivo para muchos, la guerra ha sido un elemento presente en la historia de todas las naciones del mundo (así de lamentable). Francia es y ha sido una potencia militar por siglos y no duda en exponer sus más grandes proezas y armamentos militares.
    Las colecciones originales del museo nos llevan desde el nacimiento de la nación, en la Edad Media. Espadas, ballestas, arcos y armaduras de hierro que sirvieron para defender al Reino de los francos durante décadas, como las épicas batallas de Juana de Arco contra los ingleses.

    La cantidad de guerras que ha sufrido Francia es infinita, como muchos de los países europeos, teniendo roces con Inglaterra, Prusia, España, Italia…
    La línea cronológica es un buen método para conocer un poco más de la historia bélica del país y de Europa. En las salas se muestra la evolución de las tácticas de guerra y de las armas conforme la tecnología avanzaba.
    En sus últimos salones se habla de las guerras más recientes, la Primera y la Segunda Guerra Mundial.

    Con uniformes y armas originales se cuenta lo vivido durante la ocupación nazi y la resistencia que Francia ejerció durante los años cuarenta (que en mi opinión no fue mucha).

    Se exponen los carteles originales que se ocupaban para reclutar soldados en varias partes del mundo para ayudar a sus nacionales en los tiempos más difíciles.
    Pero Les Invalides no es famoso solo por el Museo del Ejército. Más bien genera una especie de curiosidad en muchos porque en su bóveda sur yacen los restos de Napoleón Bonaparte.

    El emperador francés pasó sus últimos días en la remota isla de Santa Elena. Pero el rey Luis Felipe I de Francia hizo que sus restos fueran trasladados a París en 1840, año desde el cual se depositaron en el palacio.

    Hoy su tumba es visitada por miles de turistas ansiosos por presenciar la leyenda militar francesa.
    Le Petit Palais.
    Sea desde la pasarela del río Sena o la famosa avenida de los Campos Elíseos, hay dos edificios que ningún peatón o conductor puede pasar por alto. El Grand y el Petit Palais, o en español, el Gran y el Pequeño Palacio.
    Son dos palacios hermanos que fueron alzados durante la exposición universal de París en 1900 como otra muestra del poder de la ciudad en el planeta.

    ¿Qué podemos hacer en el Petit Palais? Es otro pequeño pero interesante museo, perfecto para un aburrido domingo en la metrópoli. O si estamos de paso por el barrio y está lloviendo fuera nada mejor para resguardarnos de las nubes que dentro de esta exquisita mansión.

    El palacio está construido alrededor de un patio central ideal para un café y una tarde relajada con un libro en la mano.
    El museo nos ofrece una colección de pinturas y objetos de la Edad Media y el Renacimiento. Aunque quizá sea más interesante la colección de pinturas de maestros como Delacroix y Courbet, bastante bien reconocidos en París.

    En varias de sus salas se exponen también mobiliarios originales y recreaciones del siglo XVIII que nos dan una idea de cómo lucía la aristocracia francesa hace 300 años.
    Parc des Buttes-Chaumont.
    París cuenta con muchos parques y jardines que la dotan de una buena cantidad de hectáreas verdes para el escape de la loca capital.
    Todos tienen su encanto, y la mayoría están rodeados por cafeterías y brasseries donde podemos tomarnos una cerveza. Aunque lo mejor es llevar nuestra propia comida y bebidas para hacer un picnic (beber alcohol en los parques no suele estar prohibido en Francia, y podemos comprar un vino en el supermercado por dos euros).
    Si como yo se encuentran cerca de la Gare du Nord, en el norte o noreste de la ciudad, una excelente opción es visitar el Parc des Buttes-Chaumont.
    Es uno de los jardines públicos más grandes de París, creado en el siglo XIX por Napoleón III, quien aprovechó las antiguas canteras de piedra y yeso en la zona.

    Como muchos de los jardines, este parque posee un lago interior en su centro, donde decenas de aves buscan comida con los visitantes. ¿Qué lo hace especial? Que en medio del lago se alza una colina de piedra de unos 30 metros con puentes y una pequeña cascada, escenario de algunas sesiones de fotos parisinas.
    Es posible subir a la punta para tomar un descanso bajo el pequeño kiosco en lo alto, llamado el Templo de la Sibila.

    Y desde allí se tiene una maravillosa vista de la colina de Montmartre en el oeste, con la Basílica de Sacré Coeur que la domina como en todas las postales. Sin duda la mejor parte de visitar este cautivador jardín.
    La Défense.
    A pesar de ser una enorme capital mundial, París no cuenta con un skyline gigante y particular que la distinga ante metrópolis como Nueva York, Tokyo o Londres, con sus conjuntos de modernos edificios.
    Pero París lo ha hecho bien. Su gobierno local ha sabido conservar la arquitectura típica haussmanniana (esos edificios con tejados azules) desde la renovación de la ciudad durante el Segundo Imperio en el siglo XIX con Napoleón III.

    De esta forma, casi toda la ciudad dentro de su anillo periférico conserva ese aire antiguo que logra transportar a sus habitantes y turistas a una Belle Époque contemporánea.
    Pero para los amantes de lo moderno París también sabe defenderse. Y se defiende con La Défense.
    La capital francesa es también un importante centro de negocios. Y como debe ser, posee su propio centro financiero que forma quizá el único skyline de la metrópoli.

    La Défense está estructurada en torno a su explanada central, donde se yergue un enorme arco, el Arco de La Défense.
    Algo curioso es que este arco está perfectamente alineado con el Arco del Triunfo en la avenida de los Campos Elíseos y con el Arco del Triunfo del Carrusel en el Jardín de las Tullerías, frente al Museo del Louvre. De esta manera forman una línea recta que puede ser vista desde cualquiera de las tres monumentales estructuras y desde puntos céntricos como la Plaza de la Concordia.

    Los edificios alrededor del arco albergan a una multitud de empresas internacionales y son el conjunto de oficinas más grande de Europa.
    El paisaje urbano es maravilloso, aunque poco se puede hacer allí. No hay tiendas, centros comerciales, bares ni discotecas. Pero sentarse a las orillas del río Sena para admirar su grandeza o contemplar una puesta de sol tras los gigantes de cristal y concreto es otra vista que no muchos se esperan de París.

    Cabe decir que La Défense está oficialmente fuera de París. Está ubicada en los suburbios, por tanto en la zona 2 según el sistema de transporte urbano. Por ello nos costará más caro que un ticket normal de metro si tomamos el RER. Pero llegar directamente a la estación de Gran Arche de La Défense no es quizá la manera de tener la mejor vista. Más bien la conseguiremos caminando por toda la avenida de la Grande Armée desde el Arco del Triunfo o tomando el metro hasta la estación Pont de Neuilly.
    Musée Carnavalet.
    París tiene cientos de museos, es verdad. Y cada uno es un universo. Pero solo existe un museo dedicado a contar la historia de la misma ciudad.
    El edificio que hoy alberga al Museo Carnavalet solía ser un hotel que llevaba el mismo nombre. Está ubicado en pleno centro de la ciudad, en el barrio del Marais.

    No solo podremos deleitarnos con su bella arquitectura y sus simétricos y perfectamente cuidados jardines. El museo nos transportará en el tiempo desde la fundación de la ciudad en la Edad Media hasta los instrumentos más recientemente conservados.

    Si alguna vez hemos soñado con vivir esos años en los que todo se anunciaba con lápiz y papel, se transportaba a caballo, se comía en vajilla de porcelana, se buscaba el pan caliente a diario con el panadero, se enviaban telégrafos y se acudía a los cabarets de Monmartre, este museo es lo que necesitamos.

    Con procedencia cien por ciento original, el Museo Carnavalet ha logrado recaudar piezas de muchas de las épocas parisinas. Letreros de la primera línea del metro en 1900, anuncios de una obra de can can, adornos de una casa desaparecida, ropa de las aristócratas que se paseaban por las Tullerías los domingos, una taza de té en la que bebió un Barón, la puerta de entrada a una taberna de los suburbios.

    Con mapas, maquetas y recreaciones es la oportunidad de acercarnos aún más a lo que ha sido y es hoy día París.
    Place des Vosges y la casa de Víctor Hugo.
    En el mismo barrio de Le Marais (con una vasta presencia de judíos y hoy también barrio gay) se encuentra la plaza más antigua de París, donde hoy los locales y turistas toman el sol cuando el clima lo hace posible.

    Fue pionera en el diseño de plazas reales en toda Europa, aunque su residencia real no dio cabida a los reyes por muchos años. Pero dio alojo a muchos aristócratas de la época.
    Entre los más reconocidos y admirados por el mundo entero se encuentra Víctor Hugo, autor romántico que se ha convertido en un símbolo de la literatura francesa.

    En un apartamento en una de las esquinas de la plaza cuadrangular Víctor Hugo vivió sus años antes de autoexiliarse en Bruselas, debido a su participación en la política de la cambiante Francia del siglo XIX.
    En ese acogedor piso escribió algunos de sus poemas y obras que pasarían a la posteridad de la nación francesa.

    Incluso con un salón chino y la cama donde falleció, su modo de vida puede inspirar a muchos amantes de la literatura que, como a mí, Víctor Hugo ha atrapado hasta el último renglón.
    Jardines de Luxemburgo.
    Como una especie de jardín real para el Senado de Francia, los jardines de Luxemburgo son quizá el parque público más famoso de París. Eso quiere decir que siempre habrá mucha gente. Pero es difícil encontrar una atracción turística sin mucha gente.
    No obstante, vale la pena transportarnos hasta la parte sur del Sena (no muy lejos de la Catedral de Notre Dame) para perdernos por sus senderos y comer un helado frente al fascinante Palacio de Luxemburgo.

    Es un destino perfecto para familias, con actividades, juegos y renta de ponis para los pequeños.

    Una de las curiosidades que debe ser visitada es la Estatua de la Libertad original. Eso mismo. La famosa Estatua de la Libertad que recibió a millones de migrantes en la desembocadura del Río Hudson y que hoy sigue siendo símbolo de Nueva York y de los Estados Unidos fue un regalo de Francia.

    Fue diseñada y creada en París por el escultor Frédéric Auguste Bartholdi. Y antes de llevar a cabo el enorme proyecto que dotaría de identidad a los estadounidenses, Bartholdi elaboró este modelo a escala que más tarde regalaría a la ciudad de París, y que hoy es expuesto en los jardines de Luxemburgo como una memoria de la dama más famosa de América.
    El Panteón.
    La increíble e imponente iglesia de Saint Étienne du Mont en el corazón del Barrio Latino de París ha atravesado por muchas controversias, pasando de ser repetidas veces un centro de culto católico a un centro de culto para los ciudadanos ilustres.

    Pero esta última función concluiría su cometido con el entierro de Víctor Hugo en su cripta en el año 1885.
    Así, visitar el Panteón de París significa visitar los restos de las personas que más han marcado la historia de Francia (en el mejor sentido).
    Sus catacumbas reciben a los visitantes con el encare de los dos filósofos ilustrados más relevantes y eternos rivales: Jean-Jacques Rousseau y Voltaire, cuyas ideas opuestas legaron una revolución en Europa y el mundo entero.

    Otros de los personajes célebres en sus tumbas son Marie Curie (premio Nobel de Física y Química), Émile Zola (padre del naturalismo) y Louis Braille (creador del sistema Braille de escritura y lectura para débiles visuales).

    Otra de las atracciones del Panteón es el Péndulo de Foucault, un experimento que desde 1851 demostró la rotación de la Tierra al haber sido colocado desde lo alto de la cúpula hasta casi tocar el suelo.

    París es la Ciudad de las Luces. Y no por ser la mejor iluminada, sino por la cantidad de personas ilustres que por ella han pasado.
    Sus rincones e historias son simplemente infinitos, y ningún artículo podrá nunca abarcarlos todos. Pero algo es seguro: siempre querremos volver a ella. 
  4. AlexMexico
    Sólo un día después de arribados a Copacabana, la mágica costa del lago Titicaca nos dio nuestro primer y muy nublado amanecer en el Estado Plurinacional Boliviano, a cuyo altiplano andino no parecía importarle la próxima llegada del verano, pues sus temperaturas matutinas no hesitaron en congelarnos de pies a cabeza
     
    Asier y yo desalojamos el hostal a tempranas horas de la mañana, después de que él y muchos otros madrugaran para tomar una ducha. Al parecer, todos nos disponíamos al mismo propósito: visitar la Isla del Sol.
     
    Al ser Copacabana una ciudad de 1.5 km cuadrados y escasos 3,000 habitantes, la mayoría de los viajeros le dedica un solo día, aunque muchos otros se quedan por placer a su tranquilidad. Desde el modesto puerto en la bahía, parten tours todos los días a la famosa isla, destino obligado para todo visitante. El matrimonio boliviano que habíamos conocido la tarde anterior nos había recomendado hacer el tour al siguiente día, y sin dudarlo mucho, seguimos su consejo.
     
    Con pocos víveres a la mano, nos dirigimos a la ensenada sin muchas preocupaciones, pues habíamos sabido que la isla estaba poblada, y que fácilmente podríamos encontrar comida y suministros ahí. No obstante, mi angustia era provocada por la ausencia de un novicio producto básico: labial hidratante. Había extraviado el mío en algún lugar de Aguascalientes, en cuya elevada humedad no fue necesario utilizar. Pero luego de algunos días en las gélidas y secas alturas andinas, mis labios empezaban a quebrarse, al grado de agrietarse hasta sangrar Es una sensación terrible que tendría que aguardar una prorrogativa, pues todas las farmacias estaban cerradas, aislándome a la esperanza de su venta en la isla.
     
    Así, mientras mi boca parecía estar mudando abruptamente de piel, Asier y yo buscamos el precio más barato en el embarcadero para llegar hasta la isla. La mayoría de los capitanes nos cobraban 25 bolivianos por el viaje sencillo (3.5 USD) y 40 bolivianos por la ida y vuelta el mismo día. En vista de que todos los barcos retornaban a más tardar a la 1 pm, decidimos hacer una noche en la isla para disfrutar mejor de su belleza.
     
    Sin agotar mucho nuestras fuerzas en preguntar (el precio no parecía variar), cogimos uno de los catamaranes que, al igual que el resto, pronto se atestó de turistas. Asier y yo elegimos los asientos exteriores en la terraza, pretendiendo deleitarnos un poco con el paisaje.
     


     
    Cerca de las 9 am nuestra barca zarpó, y poco a poco fuimos dejando atrás el humilde poblado, que lentamente desapareció entre las sombras de las ennegrecidas nubes.
     
    La nave daba saltos agigantados provocados por el fuerte oleaje del lago. Todo lo que había a nuestro alrededor era un cuerpo acuífero gigantesco, la costa en el horizonte, más algunos islotes pequeños de piedra que gentilmente aparecían junto a nosotros. Y además de las imparables ráfagas de viento que golpeaban nuestros rostros, la pequeña barca era custodiada por un tupido cielo oscuro que parecía despejarse a lo lejos.
     


     
    Sin embargo, apenas y se dibujaban las franjas azules al final de nuestra vista, una leve pero fría lluvia comenzó a caer. La gente en la azotea no parecía tener intenciones de moverse. Asier me dijo que él estaba acostumbrado a ese tipo de clima, muy parecido al de su natal Pamplona. Pero pocos minutos después el chubasco se intensificó, haciendo que los primeros pasajeros descendieran por las escaleras. El capitán subió y nos dijo a todos que bajáramos, orden que pronto acaté, al contrario de Asier, quien prefirió quedarse arriba y mojarse junto con otros dos brasileños.
     
    El primer piso estaba ya bastante lleno. Por supuesto, no había más asientos disponibles, y en el pasillo no se dejaba ver ningún espacio libre. Me haciné junto a la muchedumbre, apenas rozando el límite entre la parte techada y la abierta. Cuando quise buscar mi poncho impermeable, me di cuenta de que mi mochila y la de Asier habían caído al suelo y estaban a punto de ser alcanzadas por un charco de agua, así que las acomodé junto al resto del equipaje a bordo, bajo un delgado hule que las protegería de la humedad. Al parecer, el poncho era otra de las cosas (bastante necesarias) que había extraviado en Machu Picchu. Debía ser más cuidadoso al empacar mi maleta a partir de ahora
     
    Pasé varios minutos incómodos en la parte baja, donde por lo menos, el calor humano alivianó el frío que se sentía aquella mañana. Cuando la lluvia se detuvo volví a la parte alta, donde parecía que a Asier no le había afectado en nada.
     
    Unos chinos, los brasileños y yo disfrutamos del resto del viaje con el romper del viento en nuestros cuerpos, hasta que por fin divisamos la parte sur de la isla, que pasamos de largo hasta llegar al embarcadero norte. Un pequeño conjunto de casas y un modesto muelle nos dieron la bienvenida, donde descendimos mientras el sol se abría paso entre las nubes.
     


    Zona sur de la isla del Sol
     
    La Isla del Sol es bastante conocida por ser uno de los vértices sagrados de la civilización Inca. Su nombre original es Isla Titikaka, de donde por supuesto, bautizaron al homónimo lago, cuyo significado es “puma de piedra”. Se le llama isla del Sol porque en su época de apogeo se erigía un templo, donde se refugiaba a jóvenes vírgenes dedicadas al dios Inti (o dios del Sol).
     
    Minúsculas comunidades indígenas de origen quechua y aymara aún habitan esta isla, y fueron ellos precisamente quienes con celeridad se acercaron a ofrecernos alojamientos a precios económicos. Algunas personas habían pagado un tour con un guía para recorrer la isla de norte a sur, y rápidamente comenzaron su caminata cuesta arriba, ya que el territorio es bastante accidentado. Asier y yo optamos por una estancia mucho menos apresurada, y buscamos un sitio para montar nuestro campamento y tomarnos el tiempo para conocer la isla.
     
    Caminamos un poco hacia el lado noroeste, mientras cruzábamos entre las humildes viviendas de los locales. Si bien habíamos escuchado que existía un camping oficial, no lo encontramos por ningún lado. Así que al divisar una pequeña playa en la ensenada norte, preguntamos si podíamos quedarnos ahí. Unos niños nos dieron el visto bueno, diciéndonos que era el sitio preferido de los backpackers.
     
    Había comprado mi tienda de campaña apenas unos días antes de salir de México, y era la primera vez que la armaría. Decidí hacerlo por mi cuenta para tomar la costumbre, lo que me llevó unos diez minutos. Una vez montado mi hotel, un chico que se alojaba en el hostal frente a la playa se acercó a advertirnos sobre las tormentas nocturnas. Nos dijo que el verano era temporada de lluvias, y que la noche anterior había caído un chubasco que obligó a unos campers a moverse rápidamente y refugiarse en el hostal.
    Quisimos correr el riesgo, pues nada teníamos que perder. En el caso de no resistir a la lluvia, podríamos movernos rápidamente al hostal más cercano.
     


     
    Cuando terminamos de armar el campamento estábamos todos sudados. El sol había salido ya y el cielo se había teñido de un azul claro. El calor se había hecho presente en su forma más abrupta, calcinándonos la piel y empapando nuestra ropa.
     
    Tan pronto como coloqué bloqueador solar en mis brazos y mi cara, Asier salió de su tienda con el bañador puesto y se metió al lago. Si bien ya sabía que el agua del Titicaca es muy fría, quise arriesgarme a hacer lo mismo, así que corrí por mi bañador y me metí de un solo golpe. Después de todo, ¿cuándo volvería a pisar esas tierras? Fue un momento bastante #YOLO, diría yo
     
    Mis piernas se congelaron apenas las introduje en el agua, y casi ni pude sumergirme hasta la cabeza Pasaron pocos minutos para que el calor se me quitara y mi piel se convirtiera en la de un pollo, con mis vellos erizados y mis poros abiertos. Salimos del agua no mucho después y nos recostamos sobre la arena, tomando el sol mientras platicábamos y comíamos un poco de fruta.
     
    Cuando los turistas dejaron de verse pasar, nos cambiamos y guardamos nuestras cosas para empezar nuestra caminata y conocer un poco más de la isla. Su geografía misma es bastante escabrosa, con cuantiosas penínsulas y cerros empinados. Por tanto, recorrerla es una labor que, sumado a la altura de 4000 msnm, se torna un poco agotadora.
     
    Bordeamos uno de los cerros para toparnos con una zona de cultivos en escalinata que todavía es utilizada por los habitantes. Se pueden ver borregos y sus pastores andando por sus laderas.
     


     
    La punta más septentrional de la isla parecía más deshabitada. A su vez, nos daba magníficas postales con los azules del cielo y el agua fusionados en uno solo.
     


     
    Más adelante nos topamos con un conjunto de ruinas arqueológicas, donde sobresalía la Roca Sagrada o Roca de los Orígenes, que según la leyenda fue el sitio desde el cual salieron Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar la ciudad del Cuzco, y se convirtieron entonces en sus primeros gobernantes. Es una especie de mesita rodeada de sillas circulares, donde sinceramente se le antoja a uno sentarse a tomar una coca cola Por supuesto, hay que respetar su importancia histórica.
     


     
    Cuesta abajo, se encontraban un grupo de arqueólogos estudiando la Chinkana, una especie de laberinto de piedra que desciende hasta un pequeño muelle construido en la ensenada. Como sabíamos lo duro que debía ser el regreso en ascenso, no quisimos bajar.
     


     
    Doblamos hacia la parte sur de la isla, siguiendo un sendero marcado que para entonces parecía bastante solitario. El camino serpenteaba por las laderas de los montes, donde de pronto, en medio de la nada, aparecieron dos señores sentados. Nos pidieron una “cuota de tránsito” para visitar la parte sur, cosa que Asier y yo sospechamos que era un fraude ¿De qué tipo de “cuota” o “impuesto” estábamos hablando? Con dos personas sin ninguna identificación y con solo una libreta en su mano. Les dijimos que regresaríamos a nuestro camping y seguimos andando sin pagar y sin voltear atrás. Hay que tener mucho cuidado con estos estafadores.
     
    Al llegar el sendero a la cumbre de las montañas, paramos por un momento. La vista era simplemente increíble. Tuvimos panorámicas de todos los ángulos de la isla, de la costa boliviana del lago, parte de su costa peruana y al fondo la imponente cordillera andina con sus picos nevados velando al lago.
     


     
    Parados ahí ya debíamos estar superando los 4000 metros de altura. A pesar del abrasador calor de los rayos solares que ya no encontraban ningún tipo de obstáculo, las heladas corrientes de viento azotaban aún con más fuerza en esta parte del atolón.
     
    A falta de un mapa, echamos un vistazo al recorrido faltante hasta la punta meridional de la isla. Parecía bastante largo, seguro más de 2 horas. No quisimos que la noche nos tomara por sorpresa mientras volvíamos a la playa; además, nuestras carpas no tenían candado ni seguridad. Así que luego de unas fotos, decidimos bajar la montaña directo hasta la ensenada donde se alojaba nuestro campamento.
     
    Resbalando y saltando por la empinada pendiente, volvimos a la playa en menos de media hora. Ya teníamos vecinos, una pareja chilena que practicaba arte callejero.
     


     
    Mientras leía un poco, me quedé dormido en la arena. Cuando desperté, Asier y yo nos decidimos a saludar a los vecinos. Mi primer contacto con chilenos no fue bastante fácil: su complicado acento era más indescifrable de lo que pensé Con todas las dificultades de comunicación entre un mexicano, un español y dos chilenos, practicamos juntos malabares, cariocas y diábolo, aunque sinceramente no soy muy bueno.
     
    Cuando menos lo esperaba, la noche cayó tras nosotros. Las tenues luces de los focos de las casas a unos metros nos alumbraron pobremente. De pronto, a lo lejos, un relámpago iluminó el cielo, dejando ver las nubes que se avecinaban. La temperatura había descendido considerablemente de unos 25 a casi 10 grados Corrí hacia mi carpa para ponerme una chaqueta y calcetines. Una vez adentro, oí los gritos de los chilenos, mientras sentí como el agua empezó a caer sobre el techo de mi tienda.
     
    Una fuerte tormenta se precipitó abruptamente sobre toda la isla. Lluvia, relámpagos, truenos, viento. Tenía mucho miedo de que mi carpa no fuera a resistir las ráfagas que sin piedad la levantaban de la arena. Coloqué mi maleta en una esquina, mis zapatos en otra, todo para intentar hacer un poco de peso dentro de mi pequeña casa.
     
    Debo decir que sentí un poco de ansiedad. Estaba solo ahí dentro, en un lugar que no conocía, en la oscuridad, bajo un techo improvisado con una incesante tormenta fuera Pero traté de calmarme y ser positivo. Al menos, ni el agua ni el viento se filtraban en mi improvisada vivienda. Así que me puse mi ropa térmica para combatir el frío; me metí en mi sleeping bag, me coloqué mi antifaz y mis tapones de oído y traté de conciliar el sueño, mismo que el sonar de la lluvia arrulló.
     
    A la mañana siguiente me sentí contento de que todo estuviera seco. Había pasado un poco de frío, pero nada de qué preocuparme. Empaqué mis cosas y salí a ver cómo les había ido a mis vecinos. Asier y los dos chilenos habían tenido suerte con sus carpas, aunque los últimos dos se mojaron un poco, pues tuvieron que meter algunas cosas cuando la tormenta ya había comenzado.
     


     
    Después de invitarnos unos sándwiches de palta (aguacate) que habían preparado, nos ayudaron a desmontar nuestras carpas y nos acompañaron al muelle, donde tomaríamos la barca de retorno a Copacabana cerca de las 8:30 de la mañana.
     
    Mientras esperábamos en la costa, con en el frío viento golpeándonos (y mis labios se partían más y más), un fuerte granizo empezó a caer sobre nosotros ¡Vaya suerte!, pensé yo Nos refugiamos bajo un techo, y vi cómo los niños locales jugaban contentos bajo esas bolas de hielo. Quizá lo más sorprendente para mí, fue que ninguna de sus madres se apareciera a regañarlos (vamos, mi madre se volvería loca si me viera jugar bajo el hielo).
     
    Cuando el granizo paró, Asier y yo nos despedimos de los chilenos, quienes se quedarían en la isla por una semana más. Embarcamos el primer catamarán que partió aquella mañana. Esta vez, por supuesto, me senté en la parte baja. Y aunque el frío y la lluvia esta vez ya no me harían sufrir, el avance en contra de la corriente sumado al fuerte olor del combustible, logró que me mareara mucho pero resistí las ganas de vomitar dentro de la barca, para no fastidiar a los demás.
     
    Luego de unas tambaleantes dos horas a bordo, estábamos de vuelta en Copacabana, donde rápidamente buscamos los tickets de bus con dirección a La Paz. Antes de abordar busqué una farmacia y compré por fin mi labial hidratante que sin pensar coloqué sobre mi rugosa y lastimada boca.
     
    Dijimos adiós a este pequeño pero encantador pueblo para dirigirnos a la locura de otra ciudad capital.
     
    Pueden mirar el resto de las fotos en éste álbum:
     
     
  5. AlexMexico
    Dicen que si la vida te da limones, hay que hacer limonada. Y cuando las buenas oportunidades se nos presentan no podemos pasarlas por alto
    Es así como mis primas, mi hermano y yo nos tomamos cuatro días de vacaciones durante el mes de mayo para visitar la perla del occidente mexicano: Guadalajara, la segunda ciudad más poblada de México.
    Aunque llevábamos planeando un viaje juntos por algún tiempo, supimos que era el momento indicado cuando una amiga mía me llamó por teléfono para decirme que Volaris, una aerolínea lowcost nacional, estaba regalando vuelos en el centro de la ciudad
    Rápidamente contacté a mis primas y nos reunimos en el zócalo donde, tras el módulo de la aerolínea, una larga fila de personas de todas las edades esperaba su turno para completar la dinámica.
    Lo único que debíamos hacer era decir frente a la cámara por qué es bueno viajar en avión; después de ello, debíamos oprimir un botón para elegir qué opción era mejor: viajar en camión o viajar en avión. Por supuesto, el botón correcto era el del avión Y así, un cupón con un código impreso era expulsado desde una máquina, mismo que nos daría acceso a la futura adquisición gratuita de un viaje nacional
    La campaña publicitaria de la aerolínea, llamada “No Más Camión”, tuvo tanto éxito que al llegar a casa y revisar la lista de viajes participantes, muchos de ellos estaban agotados, incluyendo todos hacia Cancún De tal manera que el vuelo elegido fue Guadalajara.
    Ya había tenido la suerte de viajar con Volaris. Pero hacerlo gratis me dijo, sin duda, que era mi empresa de transporte favorita en todo México Y disfrutando de sus mejores servicios, Montse, Meya, Iván y yo volamos por poco más de una hora hasta la ciudad tapatía por excelencia.

    La zona metropolitana de Guadalajara es una de las tres ciudades más importantes del país, junto con la Ciudad de México y Monterrey. Juega un papel muy importante en materia económica, histórica y política. Pero ante todo, es un símbolo de la identidad y la cultura nacional. Al ser la orgullosa cuna del mariachi y el tequila, no es de extrañar que posea una fuerte afluencia turística internacional.
    Nos dirigimos al hotel que reservamos semanas antes, ubicado en el primer cuadro de la ciudad. Como es común en las urbes latinoamericanas, todos sus cascos viejos tienen una buena y una mala cara  Por suerte, nuestro hotel se encontraba antes del límite del lado malo (donde abundan los mercados, la venta ilegal y la prostitución).
    Tras ocupar nuestra habitación doble y tomar un breve descanso, aprovechamos la luz del día de aquella tarde todavía joven para conocer el centro histórico. Pero antes, hicimos una parada para comer uno de los platillos más representativos de Guadalajara: la torta ahogada.
    Se trata de un emparedado de bolillo (un tipo de pan más duro de lo normal) que permite ser sumergido en salsa picante de tomate, chile de árbol y condimentos, relleno de carnitas estilo jalisciense (carne de cerdo) y acompañado de cebolla en jugo de limón.
    A pesar de su célebre reputación, no fue de todo mi agrado. El caldo es demasiado agrio para mi paladar y la idea de una torta sumergida en salsa es algo a lo que simplemente me llevaría tiempo acostumbrarme.
    Pocas cuadras delante de aquel restaurante se encontraba la Plaza de Armas de la ciudad, repleta de transeúntes que se paseaban bajo un abrasador sol de primavera. En su costado izquierdo pudimos admirar el Palacio de Gobierno de Jalisco, y en el margen norte, la majestuosa catedral de la ciudad.
    Palacio de gobierno de Jalisco
    Es extraño hallar en México construcciones coloniales de estilo gótico o neogótico, pues predominan sobre todo el barroco y el neoclásico. Es por ello que las torres de la parroquia me enamoraron al instante que pude divisarlas Su brillante matiz dorado confrontaba al intenso azul del sereno cielo que se desplegaba sobre nosotros.

    Seguimos nuestro recorrido del lado posterior de la catedral, hogar de los museos y parques más famosos del distrito, como el Museo Regional, el Museo de Cera y el Teatro Degollado. Lamentablemente y por falta de tiempo, no pudimos visitar ninguno de ellos
    La calle sur de la alameda se convertía más adelante en un andador, el Paseo Hospicio, un corredor turístico colmado con las más variadas atracciones humanas, desde estatuas vivientes hasta un show sobre ruedas. Y a los costados, multitudes de comercios se aglutinaban buscando seducir hasta al más desamparado individuo.

    Tras cruzar el puente de la avenida Independencia (una de las principales arterias de la ciudad) apareció frente a nosotros el formidable Hospicio Cabañas, edificio emblemático de Guadalajara.

    Antiguo hogar de niños huérfanos, hoy es sede del Instituto Cultural Cabañas, su arquitectura neoclásica y sus murales interiores lo hicieron merecedor de ser declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, título que ostenta orgulloso al imponerse en el núcleo de toda la metrópoli.

    Bajamos por la avenida Independencia para regresar al hotel. Pero una de las efigies, quizá la más mexicana a nivel mundial, nos hizo detenernos para nuestra foto obligada

    La Plaza de los Mariachis de Guadalajara puede no ser la más famosa del país (sin duda no más que la Plaza Garibaldi de la Ciudad de México), pero la ciudad puede presumir ser el lugar de nacimiento de tan afamado género musical

    Y además de los aclamados grupos de mariachis que serpentean los bares y restaurantes de la zona buscando a quien ofrecer una serenata, no podía faltar el célebre sombrero mexicano para nuestra mejor foto del recuerdo

    Tras reposar en nuestras camas, nos alistamos para salir de fiesta y conocer la vida nocturna de la ciudad. Uno de los mejores sitios, según los locales, era la avenida Chapultepec.
    Un largo camellón peatonal saturado de artistas callejeros y comerciantes era costeado por un sinfín de restaurantes, bares y discotecas, que hicieron de nuestra noche una velada memorable, entre hamburguesas, papas fritas y cerveza

    A la siguiente mañana nos dirigimos a uno de los distritos más bellos y famosos de la zona metropolitana: el municipio de Tlaquepaque.
    Ubicado al sureste de la ciudad, solía ser un pueblo de artesanos que, con el pasar de los años, se conurbó a la mancha urbana de Guadalajara. Carente de grandes edificios o bulliciosas avenidas, Tlaquepaque nos transportó a un tradicional pueblito mexicano dentro de la colosal capital

    El trayecto por su centro histórico da inicio en el andador Independencia, un amplio corredor adoquinado y ataviado por antiguas y coloridas casonas del siglo pasado, que hoy sirven como residencias particulares o locales de comercio.

    La mayoría de ellas alberga extravagantes galerías de todo tipo: alfarería, tiendas de textiles, artesanías ecológicas, figurillas de vidrio…

    Todas las imágenes más representativas de un México tradicional se reflejaban en cada una de aquellas tiendas: catrinas, calaveras del día de muertos, alebrijes, figuras de dioses prehispánicos, indígenas o mariachis.

    Y lo no mexicano también tenía cabida en esta abundancia comercial, como esta tienda estilo pastel que remembraba a las habitaciones de la aristocracia europea del siglo XVIII, y a mí en lo particular, a los aposentos de María Antonieta en Versalles

    Y más allá de los souvenirs y los productos a la venta, los colores y las formas de cada calle y edificio hicieron de Tlaquepaque nuestra zona favorita de todo Guadalajara

    Al terminar el paseo Independencia nos topamos con el zócalo del distrito, bajo cuyo kiosco nos refugiamos un momento del sol

    Aunque cada cafetería y restaurante en la zona turística son muy atractivos, preferimos desayunar en el mercado local. Siempre digo que la mejor comida se encuentra en el mercado… y vaya si tenía razón
    Antes de que cerraran el negocio, unas amables cocineras nos ofrecieron las últimas gorditas de comal que estaban preparando. Son tortillas de maíz hechas a mano rellenas de cualquier tipo de guisado, incluso las hay vegetarianas. Toda una delicia para cualquier hora del día

    Y al platicar con una señora local que se sentó a nuestro lado, nos recomendó echar un vistazo a las artesanías del segundo nivel.
    Como era de esperarse, la recomendación de una tlaquepaqueña no podía subestimarse, ya que el cúmulo de figuras a la venta era más vasto y atractivo que el de la zona turística, pero a precios mucho más bajos, por supuesto   No cabe duda que siempre hay que estar atento a los consejos de los locales, pues sin esa amable señora nunca habríamos encontrado aquel segundo piso repleto de tan admirable colección

    Seguimos con nuestra andanza, pasando por el reconocido Centro Cultural El Refugio, antiguo hospital y ahora sede de hermosas exposiciones culturales. No dudamos en experimentar con el laberinto contemporáneo de materiales reciclados que se posaba en su patio central

    Volvimos al zócalo del distrito para visitar la catedral y el Santuario de Nuestra Señora de la Soledad, ambas de una hermosa arquitectura exterior e interior.

    Terminamos nuestra visita en El Parián, una plazuela colonial en la esquina de la plaza central donde hoy se alojan una multitud de restaurantes, desde los cuales se pueden admirar los diferentes eventos que se llevan a cabo en su kiosco central.

    Claro está, lo más común es el show de mariachis. Pero a nosotros, sin duda, nos cautivó más la danza prehispánica que tuvimos la suerte de ver Un par de músicos, una danzante y un pequeño niño vestidos con telas en grecas, máscaras y penachos de pluma representaron un baile ritual a la manera de las antiguas civilizaciones mesoamericanas, lo que resalta la verdadera cuna de nuestra identidad mestiza.

    Nuestro tercer día decidimos pasarlo entre la naturaleza de la ciudad, en uno de sus pulmones más importantes, el Bosque de los Colomos.
    Tomamos un autobús y luego un taxi hasta la entrada del parque. Un grupo de caballos en su establo nos dio la bienvenida, mientras sus dueños nos ofrecían paseos sobre sus lomos. Con toda la energía aún con nosotros, decidimos caminar.
    Los curvilíneos senderos de concreto nos llevaron desde un castillo ocupado para eventos culturales, hasta los campos de flores de los más distintos colores

    Los tapatíos (como se les llama a los nacidos en Guadalajara) corrían y hacían ejercicio por cada una de sus veredas, afortunados de tener a tan hermoso bosque con ellos

    Nos sentamos a la orilla de uno de sus estanques a mirar las tortugas y las garzas, mientras hablábamos sobre cuál animal nos gustaría ser en nuestra otra vida (cuando se tiene mucho calor se puede hablar de cualquier cosa).
    Mientras un numeroso grupo de palomas caminaba por una de sus pequeñas plazas, curiosas ardillas aparecían frente a nosotros, pidiéndonos con desesperación algo para comer  amenazadas por sus amigas (o enemigas) las aves.

    Máquinas en el lugar ofrecían puñados de maní por unos cuantos pesos, destinados por supuesto a la gordura de esos roedores.
    Lo más hermoso del bosque fue, sin duda, su jardín japonés Esta réplica de tal tradición ceremonial de oriente nos llenó de calma ante el sonar de sus canales de agua y el relajado estado de ánimo de las aves que se posaban en él. Aunque en la baja profundidad del estanque, los peces gato no parecían relajarse en lo absoluto, y nadaban golpeándose uno con otro

    Nos paseamos por sus pequeños puentes de madera a la sombra de las copas de sus árboles, que para un mejor ambiente, imaginé como hermosos bonsái

    Dejamos el bosque para visitar la última atracción, del mismo modo, natural.
    En la punta norte de la ciudad, justo detrás de la facultad de arquitectura de la Universidad de Guadalajara, llegamos a un parque mirador que nos ofreció una panorámica magnífica de quien custodia las afueras meridionales de la urbe.

    La Barranca de Huentitán es una especie de cañón, cuyo valle vigila el correr del río Santiago.

    Sus paredes talladas por miles de años son fotografiadas por los turistas desde el mejor de los ángulos a los que se puede subir sin tanto esfuerzo (aunque quisiera haber podido bajar hasta su nivel más bajo).

    Con aquella postal terminaríamos nuestra jornada en Guadalajara  no sin antes pasar una noche más en el centro de Tlaquepaque, y disfrutar de las luces que iluminan la vida nocturna del antiguo pueblecillo.

    Descansaríamos bien, pues al otro día nos disponíamos a visitar otra de las recomendaciones de un local a la que se nos uniría la madre de mi prima Meya en una búsqueda por la aventura en lo desconocido.
  6. AlexMexico
    Tras dos largos meses recorriendo Sudamérica, fue momento de volver a México. Apenas una semana después de mi retorno, daba comienzo el famoso carnaval de Veracruz, el más grande de todo el país. Y fue allí, con viejos y nuevos amigos, que mis próximos viajes no se harían esperar
    Con el line up completo de los artistas que se presentarían en marzo de ese año, planeamos un road trip a uno de los festivales de música más particulares al que se pueda acudir. Y que a tan sólo 240 kilómetros de mi ciudad, me sentía un poco azorado de nunca haber asistido
    Se trata del festival Cumbre Tajín, en su edición 2015, una feria cultural que se desarrolla cerca de la ciudad de Papantla, al norte del estado de Veracruz. Con ceremonias, talleres, danzas, rituales, actos circenses, conferencias, exposiciones, terapias y conciertos, se pone en alto el nombre, no sólo de los innumerables artistas, sino de la antigua y majestuosa ciudad totonaca de El Tajín y su centenaria cultura imperecedera.
    La combinación de ambos elementos me parecía más que atractiva. Después de todo, ¿un concierto en una zona arqueológica precolombina? No podía pedir mucho más
    Año con año, los boletos al festival pueden comprarse en línea o adquirirse directamente en las taquillas del parque. A precio de estudiante, pudimos pagar 350 pesos (25 USD) por cada día del concierto
    El evento se realiza alrededor del equinoccio de primavera (21 de marzo), pero se celebran casi siempre 5 días durante toda la semana, normalmente desde el jueves hasta el lunes. En nuestro caso, decidimos concurrir solamente el fin de semana.
    Con maletas poco asediadas y diciendo adiós al invierno, partimos justo el 21 de marzo desde la población de Cardel con rumbo a la carretera norte. Alfieri, Amy, Alex, Daniela y yo nos embarcamos junto con Víctor, un chico de Bélgica que habíamos conocido en carnaval gracias a Couchsurfing, la red de huéspedes de la que tanto me había valido los últimos meses
    Una vez en la ruta, el camino se caracterizaba por los enormes hoyos con que nos topábamos en la carretera de asfalto y la extraña neblina que se dibujaba en todo el horizonte  misma que no nos dejaba disfrutar de la costa atlántica que seguimos bordeando.
    Mientras más al norte nos encontrábamos la temperatura parecía subir más  La primavera apenas daba comienzo, pero la densa humedad de la selva baja elevaba la sensación térmica por encima de los 35 grados Celsius Menos mal que, al contrario de mis amigos, iba poco cubierto con una ligera bermuda y una remera sin mangas
    Unas 3 horas después arribamos a la ciudad de Papantla, antigua población de la civilización totonaca. Papantla ostenta el título de pueblo mágico, debido a su riqueza cultural e histórica. No obstante, a simple vista la ciudad no parece tener mucho que ofrecer al turista.
    Pero, entre algunas de sus peculiaridades, cabe destacar que Papantla es considerada la cuna de la vainilla como producto de venta mundial ya que los antiguos totonacos la utilizaban como saborizante. Por supuesto, fueron los españoles quienes comercializaron la planta y, más tarde, la esencia del extracto. Es por ello que para muchos es interesante tomar uno de los tours por los cultivos de vainilla más antiguos del planeta.
    En fin, rápidamente atravesamos las angostas y empinadas calles de la localidad para salir a la carretera al suroeste, misma que nos llevó directamente hasta nuestro destino final.
    A la izquierda de la ruta apareció el enorme parque temático Takilhsukut, donde los principales eventos del festival se llevan a cabo. Como nos quedaríamos hasta el domingo, debimos buscar un lugar donde alojarnos… y con un presupuesto tan bajo, eso no significaba otra cosa que un lugar donde acampar
    Afortunadamente casi la totalidad del espacioso campo verde al otro lado de la ruta estaba destinado al parking de automóviles y al camping. Sin vacilar mucho tiempo, pagamos nuestro derecho de piso al encargado y montamos de una vez nuestro campamento, que se componía de dos pequeñas carpas y un auto con nuestro equipaje.
    Eran no más de las 2 de la tarde, y el calor se seguía haciendo cada vez más presente. A falta de duchas y empapados en nuestro sudor nos dirigimos a la entrada del parque, no sin antes comer algo que saciase nuestro hambriento estómago.
    Por supuesto, no fue de extrañar que no nos dejasen pasar con ningún tipo de equipaje al complejo, a excepción de los teléfonos celulares, cámaras fotográficas pequeñas y nuestras billeteras. Los alimentos y bebidas estaban por del todo prohibidos ?
    La multitud avanzaba y se desvanecía poco a poco con cada paso que daba dentro del recinto. Paredes de colores vivos y excéntricamente llamativos decoraban los comercios que recibían a los visitantes, muchos de los cuales se apresuraban a comprar cualquier accesorio que los hiciese sentirse ad hoc al evento en transcurso.

    Pronto nos vimos sumergidos en las veredas de asfalto canteadas por áreas verdes, que se acicalaban atestadas de turistas, desde el grupo familiar más ortodoxo y proverbial hasta la cuadrilla de hippies más posmodernos que se pudiese encontrar. Cumbre Tajín era, sin duda, un espacio de convergencia de las más distintas bogas contemporáneas, sumamente contrastadas con la legión indígena supuestamente autóctona.

    La fuerte identidad de los totonacos me hacía dudar si, en su lucha por la supervivencia, habían perdido o modificado los valores que antiguamente regían a su pueblo, viéndose ahora rodeados de foráneos que rara vez buscaban más que un toque a su porro de hierbas alucinógenas para tratar de disfrutar mejor de los espectáculos que tan gentilmente les ofrecían.

    Cada espacio físico estaba destinado a una actividad diferente: teatro callejero, rituales de danza, talleres de pintura, venta de productos locales… y en la verbena del sitio más asediado de todos (el destinado a la venta de alcohol) nos topamos con Liz y Amairany, dos amigas de la universidad que, para ese entonces, ya cargaban consigo una botella de torito, tradicional bebida veracruzana hecha a base a alcohol de caña con frutos naturales.

    Nos llevaron hasta el mejor quiosco para adquirir otra botella, pero dados los altos precios alrededor de todo el complejo, muchos optamos por beber cerveza, que por 70 pesos el litro (unos 5 USD) nos dolió hasta el alma no habernos embriagado antes de entrar
    Con nuestras billeteras resignadas, nos sentamos en la plaza central del parque a beber nuestra cerveza y nuestro torito, y a disfrutar del símbolo inmortal que más caracteriza a los totonacos y a todas las civilizaciones mesoamericanas en el mundo: los voladores de Papantla

    Aunque Papantla no es considerada por los historiadores como la cuna de esta tradición, fue aquí donde se mantuvo viva durante los siglos de la colonia española, quienes trataron de prohibir toda clase de culto que no fuese católico, lo que acuñó a que se les denominara de esa manera.
    El ritual de los voladores, proclamada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, consiste en un palo de más de 20 metros de altura; en su punta se encuentra una cruz giratoria (que representa los 4 puntos cardinales) sobre la que baila el caporal, quien toca la música con un tambor y una flauta. A cada extremo de la cruz va atada una cuerda, que en su otro extremo sostiene por la cintura a un volador, quien se lanza al vacío desde la cruz cuando ésta comienza a girar. De tal forma, poco a poco los voladores van bajando mientras dan vueltas alrededor del asta, hasta llegar al suelo, donde forman un círculo abierto.

    Cuando uno vive en México se acostumbra tanto a este tipo de espectáculos que de cierta manera dejan de ser sorprendentes. Pero es definitivamente algo que vale la pena admirar
    Terminamos la tarde sentados en círculo sobre el asfalto, hasta que la noche cayó y fue momento de acudir al concierto, el evento más esperado por todos
    La muchedumbre se aglutinaba bajo una enorme carpa blanca que resguardaba a La Mala Rodríguez, quien sería quien abriera pista para los australianos Empire of The Sun.

    Al ritmo de la electrónica, las nubes de tabaco y marihuana circundaban el ambiente repleto de adolescentes que no escatimaban en rozar sus cuerpos para bailar. El torito y la cerveza surtían su efecto en nosotros, preparándonos para lo mejor de la noche

    Los raperos Macklemore y Ryan Lewis encendieron el escenario agitando la bandera mexicana, al momento en que todos los presentes alzaban sus cámaras y móviles para capturar el álgido momento

    El suelo retumbó a la par de los saltos que todos dábamos al sonar de Can’t hold us y Thrift shop, con lo que terminamos la noche de la mejor manera

    Amablemente, el clima decidió esperar hasta que regresáramos a nuestro campamento, instante en el que empezó a llover Fueron muchos a quienes no les importó, y se dirigieron sin pensarlo al rave que ofrecía el dueño del camping a las orillas de una laguna Pero nosotros, con poco más que fruta y alcohol en nuestro cuerpo, no teníamos más fuerzas para seguir la noche
    Al siguiente día casi toda la tropa partiría de regreso a sus hogares. Sólo Víctor, Alex y yo permaneceríamos en el festival. Sin embargo, nadie quiso marcharse sin antes visitar la joya totonaca: la antigua ciudad de El Tajín 
    A sólo 1 km más adelante del parque Takilhsukut se encuentra la larga calzada que conecta con las ruinas del Tajín. Para nuestra suerte, todos los domingos la entrada a los museos y zonas arqueológicas en México son gratuitas, así que no pagamos ni un centavo para disfrutar de ellas
    Pasando de largo la multitud de comercios, los vestigios de la ciudad se abrieron paso entre la exuberante selva baja, dejando al descubierto los polígonos piramidales de piedra embozados por la prolífica vegetación siempre creciente.

    Los basamentos típicos de las civilizaciones mesoamericanas denotan la grandeza del pueblo totonaca quienes se cree que establecieron la capital de su imperio precisamente aquí, en el ahora llamado Tajín, que significa Ciudad del trueno.

    Y como toda ciudad, no carece de su figura modelo. En su caso, es la icónica pirámide de los nichos, símbolo de la civilización y de todo un estado.

    Es casi el único edificio de la zona sin una cobertura vegetal, quedando todo su mágico esplendor al desnudo. Los nichos en sus costados paralelogramos representan cada uno un día del año, contándose exactamente 365, lo que indica que los totonacos estudiaban los astros, o bien, importaron dicho conocimiento de sus hermanos los mayas.

    La pirámide, como muchas otras, se cree que fue destinada a cultos religiosos. Y ya que cada uno de sus 7 niveles se ilumina en 7 minutos al alba, los arqueólogos la asocian a la deidad del sol.

    Seguimos por el resto de la antigua urbe, pasando por sus campos de juego de pelota hasta sus plazas públicas.

    Peculiares personajes disfrazados a la manera tradicional de los vetustos totonacas se paseaban entre los transeúntes, cobrando algunos pesos por una foto con ellos

    La intensa humedad de la zona incrementaba la sensación térmica y sofocaba a toda persona que deambulara por el recinto A pesar de la ausencia de sol por un tupido cielo gris, nuestros poros no cesaban de expedir sudor, impregnando nuestras ropas en un olor poco cautivante

    Y con ese hedor, nos despedimos de la monumental metrópoli mesoamericana, en aras de seguir nuestra jornada de fiesta
    Alfieri, Amy y Daniela partieron de vuelta a casa, mientras Víctor y yo buscamos algo de comer y, con nuestra experiencia anterior ante los altos precios del festival, compramos de una vez por todas una botella de ron De esta forma preferimos entrar ebrios al concierto que tratar de hacerlo una vez estando allí.
    Al calor del bacardi y la energía de un par de tacos, Baauer, 2ManyDJs y Alesso nos hicieron bailar y saltar, cegados por las luces neón que retumbaban en nuestros diminutos cuerpos, en medio de una masa enloquecida que se desvivía por la música electrónica

    Los disparos de humo y el confeti subían y bajaban por los aires, al polifónico ritmo de covers tan célebres como los de David Guetta y Calvin Harris, recordando a los asistentes la locura vivida en las ediciones pasadas. Aunque para muchos, sin duda, ninguna superaría a ésta

    Y como cualquiera que haya acudido a un concierto sabe perfectamente, las palabras y las imágenes no bastan para describir la experiencia. Pero quizá un pequeño video pueda hacerlos bosquejarlo mejor en su imaginación  
  7. AlexMexico
    Varado en la austera terminal de autobuses de La Paz, ya no había sitios disponibles para la ciudad de Sucre ni Potosí esa noche. Sin deseos de quedarme un día más en la capital, busqué el precio más barato para Uyuni, una pequeña población al sur del país. Era un 19 de diciembre y la temporada alta ya había dado inicio, por lo que los costos subieron desde los asientos normales hasta los buses cama. 120 bolivianos (17 USD) fue el precio más económico que pude conseguir, por un asiento semi-cama en un bus turístico.
     
    Gastaría 12 horas de mi vida a bordo de dicho bus con destino a una diminuta villa en mitad del alto desierto. Pero aquel insignificante sitio escondía una de las maravillas más recientemente explotadas y ahora frecuentada por miles de backpackers: el Gran Salar de Uyuni..
     
    Luego de algunas horas sentado, con el gritar de las mujeres que informaban los destinos próximos a salir (cuya atmósfera era ya parte de las terminales peruanas y bolivianas), anunciaron la salida de mi bus, tras el cual hicieron fila varias decenas de turistas extranjeros, la mayoría mochileros en busca de aventuras.
     
    Al acercarme a dejar mi equipaje pude advertir el notable deterioro del vehículo al que estaba a punto de subir. El óxido se avistaba en la parte baja de sus paredes, difuminado por un color negruzco producto del humo del escape. El interior parecía decente, salvo el rechinar de los asientos y el herrumbroso posa-pies. Rogué porque esa noche nada malo ocurriera
     
    Una vez a bordo conocí a Alexis, una simpática chica australiana con quien me reí de la casualidad de que ambos compartiéramos el mismo nombre Pocos minutos después de entablar una plática con ella, la pareja detrás de mí en seguida notó mi acento mexicano (aunque me dijeron que dudaban si era colombiano). Ixe y Leonel, ambos compatriotas míos, terminaban de realizar un intercambio estudiantil en la Universidad de Santiago de Chile, y hacían juntos su último viaje por Sudamérica antes de volver a México a pasar las fiestas decembrinas.
     
    El camión comenzó a avanzar mientras el sol se ponía tras la cordillera occidental. Si bien el frío se hacía presente afuera mientras la noche caía, 50 personas compartiendo el mismo vehículo sin ventanas que se pudieran abrir no era una muy buena idea. A pesar de la ligera vestimenta que elegí para aquella noche (bermudas y una camisa sin mangas), el resto de los pasajeros y yo comenzamos a quejarnos del calor Todo indicaba que el autobús tenía aire acondicionado, pero que no lo prenderían. Es algo frecuente que noté en Bolivia y Perú, lo que hace probablemente que los precios del transporte sean tan baratos.
     
    Tras apenas una hora de que el tacaño chofer hubiera arrancado, el autobús se detuvo en mitad de la autopista, a la que recién acabábamos de entrar. La gente comenzó a desesperarse y bajamos a averiguar qué pasaba. Pero tan pronto como cruzábamos la puerta éramos golpeados por una masa de frialdad. Así que subí por mi suéter y salí a fumar un cigarrillo con mis vecinos.
     
    El clutch del vehículo se había roto El chofer y su copiloto se disponían a repararlo, pero al parecer, debían esperar una nueva pieza traída desde la ciudad. Afortunadamente, no estábamos todavía muy lejos de ella.
     
    La espera se prolongó hasta dos horas, en las que nuestros intentos por dormir eran socavados por el calor y por el ruido de los siempre parlantes bolivianos que iban a bordo Una vez en marcha, la mayoría nos olvidamos de la temperatura ambiente y uno por uno cerramos los ojos.
     
    Nuestro sueño fue interrumpido cerca de las 4 de la madrugada, cuando el bus comenzó a vibrar de manera muy brusca. No se trataba de un tramo de grava o arena. Era la carretera oficial que llevaba hasta Uyuni. Los vidrios golpeaban contra la pared. Nuestros cuerpos saltaban de los asientos. El equipaje en cabina se caía del techo y las botellas de agua se paseaban por los suelos Lo más sorprendente para mí, era lo acostumbrados que parecían estar los bolivianos, que nunca dejaron de roncar a pesar de los rudos meneos.
     
    La pesadilla terminó cerca de las 6 de la mañana, cuando el sol apenas salía en el horizonte y el autobús aparcó en una de las calles del pueblo. Todos descendimos por nuestro equipaje, para ser rápidamente interceptados por los trabajadores de agencias turísticas que nos ofrecían tours al salar. Todos con las mismas promesas, todos con los mismos precios. Ixe, Leonel y yo decidimos apartarnos de la turba y comenzar a buscar un lugar dónde hospedarnos.
     
    Preguntamos en cada hostal con el que nos topábamos, pero nadie nos atendía por la temprana hora (o ya no había sitios disponibles). Por suerte, hallamos uno por 50 bolivianos (7 USD) la noche, perfectamente ubicado justo en la plaza de armas de la ciudad
     
    Ixe y Leonel dejaron sus cosas para ir a comprar sus tickets al salar, por lo que regresaron sólo a darse una ducha y tomar un rápido desayuno. Como yo sabía que los argentinos, Nico y Rocío, llegarían al siguiente día por la mañana, decidí esperarlos y hacer el tour con ellos, por lo que tuve la totalidad del día para reponer el cansancio y disfrutar de la minúscula localidad.
     


    Plaza de armas de Uyuni
     
    Recorrí las calles del centro y los pasillos del mercado, donde comí un caldo de gallina que me repuso del malestar que el viaje me había dejado. Sus desérticas y polvorientas calles, sin sombras que protejan a uno de los severos rayos del sol, me dejaron en claro que a Uyuni no debe dedicársele más de un día.
     
    Aproveché e investigué un poco sobre los precios de los tours, y me decidí a comprar los tickets para tres personas para la siguiente mañana; no quería que los argentinos y yo buscáramos con prisas al mejor postor cuando los turistas llegaran.
     
    Pasé el resto de la tarde descansando en la cama y escribiendo en mi diario de viaje. Por la noche, Ixe y Leonel regresaron maravillados por lo asombroso que según ellos había sido el salar. Les pedí que no me contasen nada y fuimos juntos a cenar.
     
    Muy temprano, antes del amanecer, Ixe y Leonel se despidieron de mí y desalojaron el cuarto, pues debían tomar su autobús a Chile. Dormí unas horas más, hasta que la chica de recepción gritó mi nombre. Nico y Rocío estaban abajo, esperando por mí. Los saludé con gusto y los acompañé a que buscaran algo para desayunar, mientras yo me alistaba para nuestra travesía en el desierto.
     
    Nos dirigimos a la oficina de la agencia para dejar nuestro equipaje. Cerca de las 9 am partimos hacia nuestro destino en una camioneta 4x4, en compañía de dos chilenos, dos colombianas y el chofer. Nuestra primera parada fue a pocos kilómetros al este de la ciudad, en el nacionalmente famoso cementerio de trenes.
     
    Uyuni es conocida por haber sido la primera ciudad que conectó a Bolivia con Chile, y lo hizo a través de su estación de ferrocarril. El tren entró en vigor a finales del siglo XIX, y es precisamente de esa fecha que datan las locomotoras y los vagones que se apilan uno tras otro en el medio de esta llanura sin fin.
     


     
    Los vehículos 4x4 del resto de las agencias turísticas estaban estacionados junto a las vías, y muchos de los viajeros ya se nos habían adelantado, y empezaban a fotografiar el solitario y bizarro panteón.
     
    Mientras Nico, quien estudió cinematografía en la Escuela de Artes, se alejaba con su Super 8 y su cámara réflex para filmar los mejores encuadres del lugar, Rocío y yo nos dispusimos a recorrerlo y tomar algunas fotos.
     


    Puna desértica típica de los alrededores de Uyuni
     
    Para ese momento, la altura del altiplano ya no aparentaba afectarme tanto. A unos 3700 metros, la orografía parecía haber cambiado de lo que habíamos presenciado más al norte. Nos hallábamos en medio de una extensa planicie gris con algunas manchas de verde vegetación, al final de la cual se alzaban algunos montes poco empinados, que parecían difuminarse por el deslumbro del sol.
     
    El cielo era azul y estaba bastante despejado. Según los locales, pocas veces llovía en la ciudad y sus alrededores. Si bien nos sentíamos felices después de las lloviznas que nos atacaron en la capital, fue imprescindible protegernos del sol con mucha crema bloqueadora (lo cual recomiendo ampliamente).
     
    Luego de algunas fotos, volvimos al coche con el silencioso y poco informativo chofer. Desde ahora debo aclarar que todos los datos que proporciono aquí fueron investigados por mi propia cuenta, ya que pocos guías bien preparados pueden encontrarse en Uyuni
     
    Volvimos al pueblo para salir por su otro extremo, conduciendo hacia el oeste por una llana carretera, en la que el volar del polvo nos obligó a cerrar las ventanas. Rebaños de ovejas y llamas se avistaban en ambas orillas, que desparecieron al llegar a la población de Colchani.
     


     
    Se trata de una menuda villa dedicada exclusivamente al procesamiento de la sal que se extrae del desierto, con la que se elaboran todo tipo de artesanía: vasos, muñecas, magnetos… Hay también un museo de la sal, donde se exponen grandes figuras del compuesto químico.
     
    El pueblo se ubica exactamente en la entrada al salar, por lo que desde entonces se puede empezar a sentir el crujir de los granos de sal al caminar, y si se pasa el dedo por cualquier cosa (una pared, una puerta, un pilar), se puede coger un poco de sal. Basta con saborearlo un poco con la lengua
     
    Después de comprar algunos souvenirs que aún se posan en mi frigorífico, seguimos el tour para, al fin, ingresar de lleno al Salar de Uyuni.
     


     
    Se trata ni más ni menos que del desierto de sal más grande del mundo. Tiene más de 10,000 km cuadrados, 10 mil millones de toneladas de sal y 140 millones de toneladas de litio, convirtiéndolo en la mayor reserva de este mineral a nivel mundial, con más del 80% del litio de todo el planeta
     
    Todos estos datos son más que sorprendentes. Pero ni a través de las fotos, ni de las palabras, podría expresar la magia que este paraíso natural posee en cada uno de sus blanquecinos granos.
     


     
    Las primeras imágenes que se pueden percibir en esta extensa (inmensa, interminable) llanura blanca, son unos montículos de sal que se amontonan alrededor de pequeños charcos de agua. Esto sirve para que el agua se evapore más rápidamente y la sal pueda ser transportada para su explotación. Y no hay de qué preocuparse, pues por más que este rico mineral sea explotado por el ser humano, sigue renovándose día con día. Especialmente por el respeto que el gobierno boliviano le tiene a “la madre tierra”, lo que hace que el comercio de la sal sea controlado y no contamine a su medio ambiente.
     
    El sonar de mis botines al pisar la sal hacía parecer todavía más inalcanzable el horizonte, cada vez que caminaba para fotografiar los espejismos que el agua y el sol provocaban en las lejanas montañas, que apenas y podía ver por el cegador reflejo del color blanco en mis ojos. Una imagen más que cautivadora.
     


     
    El recorrido continuó con los expertos conductores, que sin líneas marcadas sobre el desierto ni objeto alguno que los guiara, sabían qué dirección tomar para llegar a la siguiente escala: el Hotel de Sal.
     
    Esta edificación hecha íntegramente de sal funciona ahora como un restaurante y centro turístico dentro del circular desierto. La mayoría de los tours paran para descansar, fotografiar y, algunos, para comer.
     
    El hospedaje era entonces dominado por un ostentoso monumento que anunciaba la meta del rally internacional de automóviles: el mundialmente famoso Dakar. En el próximo mes de enero, centenares de coches, motocicletas, cuatrimotos y camiones darían la vuelta desde este punto para retornar hacia Chile y seguir su carrera hasta el final.
     


     
    En esta área del salar se comenzaban a dibujar hexágonos que sobresalían del suelo, y que se extendían como una alfombra en forma de panal por toda la blanca superficie. Para una persona fanática de la armonía y el orden (como yo) esta continuidad de perfectas formas fue más que un deleite para mis casi cegados ojos
     


     
    Seguimos adelante, hasta que el conductor se detuvo, justo en mitad de la nada. A 360 grados alrededor nuestro no había más que una plancha blanca y rugosa de sal, custodiada por un cielo azul, que se interrumpía sólo por nuestra presencia y las sublimes y bajas siluetas de las montañas al fondo.
     


     
    Y fue ahí donde armamos nuestro picnic. Afortunadamente, todos los tours en Uyuni incluyen el almuerzo (que por el precio de 100 bolivianos, 14 USD, es toda una ganga). Milanesas de res, arroz, verduras al vapor, coca cola, una fruta como postre, y opciones para los vegetarianos, hicieron de nuestra tarde una encantadora postal del recuerdo
     


     
    Con el estómago lleno, proseguimos con la travesía, cuya próxima escala fue la Isla Incahuasi. Es un islote en el desierto que se caracteriza por que en él crecen cactus de copiosos metros de altura. Desde la punta de la isla, se puede apreciar la plenitud del exorbitante salar.
     


     
    Existen varias ofertas de tours en Uyuni, de las cuales el recorrido de un día es sólo la más sencilla de ellas. Hay tours de dos y hasta tres días por el suroeste boliviano, que incluyen visitas a maravillas como las lagunas de colores, los géiseres, el desierto de Siloli, las reservas de flamencos y culmina en el desierto de Atacama, en el lado chileno.
     
    Como nuestro presupuesto era bastante apretado, nuestro tour estaba por terminar y emprendimos el viaje de regreso Pero antes, el conductor nos tenía una última sorpresa. Nos llevó a deleitarnos con los reflejos del salar.
     


     
    Cuando llueve, el agua se estanca en la superficie de sal y forma uno de los espejos naturales más increíbles del planeta. Lamentablemente, la temporada de lluvias todavía no comenzaba, ya que normalmente da inicio a finales de diciembre y principios de enero, haciendo del invierno la mejor temporada para visitarlo.
    No obstante, tuvimos la oportunidad de ser cautivados por las tenues refracciones que el agua atrapada hacía destellar en su liquidez.
     


     
    Por un precio más alto, algunas empresas permiten que los viajeros aprecien el atardecer, lo cual debe ser, sin duda, una de las postales más bellas de la que nuestros ojos puedan ser testigos.
     


     
    Para esa mágica ocasión, agradecí haber comprado mis botines antes de salir de México, ya que su resistencia a la densa sal y al agua me mantuvieron seco en todo momento, convirtiéndolas en mi mejor inversión. No así ocurrió con mis demás compañeros, cuyos pies se vieron empapados y envueltos en sodio.
     


     
    Regresamos a la ciudad, donde luego de cenar en un incómodo restaurante, compramos nuestros tickets a la ciudad de Villazón, desde donde cruzaríamos la frontera hacia el contiguo país del tango…
     
    Pueden mirar el resto de las fotos aquí:
     
     
  8. AlexMexico
    A sólo 1 hora en carretera de la Ciudad de México, al otro lado del famoso volcán Popocatépetl, emerge en el valle la imponente ciudad de Puebla, conocida como "Ciudad de los Ángeles" o "La Angelópolis", nombres otorgados por los mismos colonizadores y misioneros españoles.
    Puebla es la cuarta ciudad más grande e importante de México, por su industria textil, automotriz y como centro financiero. Pero más allá de su poder económico, la metrópoli ofrece atracciones únicas en su estilo. Es la segunda ciudad en Latinoamérica con más monumentos históricos, sólo después de Cuzco, Perú. A pesar de haber sufrido un terremoto en 1999, la mayoría de su centro histórico se encuentra muy bien conservado.
    Por estas y otras razones, mis amigos y yo decidimos escaparnos un fin de semana. Partiendo de la Ciudad de México, conviene tomar un bus desde la central oriente (TAPO) o la terminal sur (Taxqueña), aunque en ésta última no hay buses tan baratos. Por supuesto, optamos por la opción más económica y viajamos por la línea Autobuses Unidos (AU) desde la TAPO, que cuesta menos de 100 pesos (unos 8 dólares).
    Al estar ubicadas a tan corta distancia, pudimos aprovechar el día desde la mañana. Lo primero que hicimos al llegar fue buscar un hotel barato donde dejar nuestro equipaje. El centro histórico siempre suele ser la zona más ahorrativa

    Poco después, comenzamos nuestro recorrido a pie por el centro de la ciudad. Como se acercaba la fecha del día de muertos (1 y 2 de noviembre en México), muchas calles y negocios se adornaban con figuras representativas, como calaveras, pan de muertos, papel picado y las imprescindibles catrinas. Hablaré del día de muertos en otro relato, pues es un tema del que se sacan bastantes cosas.
    Una de los primeros sitios a visitar fue un pequeño mercadillo de artesanías, donde no compramos nada, pues los comerciantes suelen aprovecharse de los turistas elevando los precios. Estaba bien sólo para ver De pronto, mis amigos extranjeros, Daniel, Guille y Juliana, se emocionaron al ver cumplido uno de los mitos que traían sobre mi país: los mexicanos comen insectos.

    En medio del mercado, una señora nos ofreció chapulines, esos pequeños saltamontes que se comen asados (no, no se comen vivos). Los tenía en una cubeta, y nos ofreció un bichito para probar, y si nos gustaba, entonces podíamos comprar. Uno por uno, fuimos saboreando al pequeño animal, y no fue del todo desagradable. De hecho, sabía bastante bien con limón y chile Así que mi amigo Guille no dudó en comprar una bolsa para llevar.
    Pronto, el hambre llamó a nuestros estómagos, y paramos rápidamente en uno de los primeros sitios de comida corrida que vimos (restaurantes pequeños que ofrecen menús económicos por entre 35 y 50 pesos, unos 3 o 4 dólares).
    Puebla tiene una amplia gama gastronómica que degustar; entre los platillos más famosos están los chiles en nogada, las cemitas, y el mole poblano. La señora de la fonda nos ofreció mole, y accedimos si pensarlo. El mole es uno de los platillos mexicanos más predilectos, y es el que más me cuesta trabajo explicar. Es como una salsa de color chocolate cuyos ingredientes pueden variar tanto, que nunca se probará un mole igual en ningún lugar del país, pero suelen combinar cacao, plátano, almendra, nueces, pasas, ajo, tortillas de maíz, perejil, canela, chile ancho, chile pasilla, chile mulato y chipotle (sí, tenemos más de 100 tipos de chile, y no todos pican  ). El mole se sirve sobre una presa de pollo y se acompaña con tortillas. No puedo decir más, cuando vengan a México, sólo pruébenlo.

    Una vez con la panza llena, seguimos nuestra caminata. Puebla es conocida, entre otras cosas, por sus múltiples iglesias. Se dice que tan sólo en Cholula (municipio parte de la zona metropolitana) hay 365 iglesias, una por cada día del año. Esto sigue siendo un mito, aunque sí que hay al menos más de 200. Por ello, fue muy común toparnos con una capilla en cada cuadra. No obstante, hay dos que nos parecieron las más impresionantes.

    La catedral de la ciudad, ubicada, claro está, en el zócalo central. Pero aún más impresionante, aunque no por su tamaño, fue la Iglesia de Santo Domingo. Cuando arribamos a ella, había una misa de presentación de una pequeña, que se celebra cuando cumple 3 años. Lo bonito de este templo es su capilla interior, forrada completamente de oro. Los poblanos suelen llamarle, la "octava maravilla del mundo". Se cuenta también que Puebla es la cuna del estilo barroco en la Nueva España, y eso se percibe a simple vista en una vuelta por sus calles.
    Cuando el cansancio empezó a molestar nuestros pies, mis amigos decidieron comprar un tour por la ciudad a bordo de un tranvía, aunque yo no soy muy fan de esas cosas. Como era de esperarse, algunos de mis compañeros y yo nos dormimos en el viaje , pero pude tomar algunas fotos panorámicas desde los fuertes que vigilan la ciudad en lo alto de un cerro cercano.

    De vuelta al centro y ya de noche, retornamos al hotel a tomar una siesta y después salimos de fiesta.
    El siguiente día lo dedicamos a la visita obligada: la zona arqueológica de Cholula.
    Cholula es un pueblo mágico conurbado con la ciudad de Puebla, y para llegar a él sólo se toma un camión de trasporte público. Fue una de las antiguas ciudades prehispánicas más importantes de Mesoamérica. Desde su fundación (siglo VIII - III a.c.) varios pueblos habitaron la ciudad, siendo los que ejercieron su hegemonía la civilización tolteca.
    La principal construcción de la ciudad, y mayor atracción, es el Templo de Tláloc (dios de la lluvia) que, aunque no lo crean, es la pirámide más grande del mundo, en cuanto a volumen se refiere.
    Cuando llegamos, algunos se llevaron una no muy grata sorpresa: la pirámide no es visible, pues está cubierta por una montaña de tierra sobre la que se posa una iglesia católica en su cima. Esto se debe a que el templo fue abandonado tras la caída de Teotihuacán y el ascenso de Tenochtitlan como principal centro en la Mesoamérica del norte. Cuando los españoles llegaron al lugar, construyeron la iglesia en la cumbre como forma de evangelización no violenta.
    Para los turistas, es posible caminar a lo largo de un pasillo que atraviesa la pirámide y mirarla desde dentro, pudiéndose observar algunas cavidades que fueron usadas como tumbas. El pasillo es bastante estrecho, no apto para claustrofóbicos

    Al salir, se llega a una explanada que da a un recinto ceremonial en forma de "U" que tiene una peculiaridad. La acústica del auditorio permite que, al aplaudir con las manos, se escuche de fondo, a manera de rebote, el sonido de un quetzal (ave sagrada). Esto lo pueden mirar mejor en el video de hasta abajo, donde hicimos una representación de un rito de ofrenda al dios Quetzalcóatl
    Por último, pudimos subir una parte de la pirámide, cuyo basamento está formado por siete pirámides distintas, construidas en diferentes épocas. Más adelante, escalamos hasta la iglesia en la cúspide de la colina, desde donde tuvimos una vista increíble de la ciudad.

    Puebla se halla en el valle que custodian las dos montañas más famosas de México: los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. El primero de ellos activo, y el segundo inactivo. Es muy común que, año con año, los cielos de Puebla y sus alrededores sean nublados con una fumarola de humo proveniente de "Don Goyo", como se le llama vulgarmente al "Popo".
    Existe una leyenda azteca que relata que Iztaccíhuatl era la hija del rey tlaxcalteca (pueblo enemigo de los aztecas). Ella y el guerrero Popocatépetl estaban enamorados. Cuando Popocatépetl partió a la guerra, juró regresar para casarse con ella, habiendo pedido la mano de la joven a su padre. Un guerrero tlaxcalteca, celoso del amor que éstos profesaban, dijo a Iztaccíhuatl que su amado había muerto. Ella murió de tristeza. Popocatépetl, a su regreso, veló el sueño eterno de su amada, llevándola a la cima de una montaña que pidió erigir a los dioses. Con el tiempo, la nieve cubrió sus cuerpos. Hasta el día de hoy, ambos cuerpos yacen uno junto al otro. Al cerro del Iztaccíhuatl se le conoce también como "La mujer dormida" (por la silueta que forma en el horizonte), y representa a la princesa que duerme por siempre junto a su amado.

    Les cuento esto porque, desde la cima de la pirámide, se aprecia de forma perfecta la figura de ambas montañas que resguardan la ciudad de Puebla, y por el otro lado, a la Ciudad de México. Si echan un poquito de su imaginación, podrán ver la figura de la mujer dormida a la que cuida el volcán adyacente Es una leyenda bastante cursi que a todos en México nos enseñan desde que somos niños, y es bastante lindo ver al horizonte e imaginarse dicha historia de amor
    Como siempre, les dejo el link del álbum de fotografías
    Y la liga del tercer capítulo de Un Mundo en la Mochila, de mi amigo Daniel Fernández, para que vean nuestras aventuras de una forma más entretenida
  9. AlexMexico
    Las brisas de octubre volvían a hacer de las mañanas en Innsbruck un frío amanecer. Y la capital de Tirol no era el mejor lugar para colocar una terminal de autobuses al aire libre, sin paredes ni techos que me refugiaran de las heladas.
    Pero mi viaje por el centro de Europa, alrededor de los Alpes, era posible en mucha parte gracias a los autobuses de bajo costo. Así que pocas opciones tenía además de estar parado allí, a las 7 de la mañana en medio de las montañas austriacas.
    Por suerte, aquel día nuestro Flixbus no tuvo ningún retraso, y pocos minutos esperamos para poder entrar con desespero a gozar de su calefacción.
    Éramos pocos los pasajeros a bordo en esa primera corrida. El frío y el sueño inmediatamente se esfumaron, cuando el sol comenzó a encalar los paisajes alpinos junto a las ventanas del autobús. Escenas registradas ahora solo en mi mente. Olvidar la cámara en el portaequipaje no fue una buena decisión.
    El callejón bajo la cordillera Karwendel, la cadena más grande de los Alpes del Norte, nos llevó hasta la frontera de Austria con Alemania, abriéndonos las puertas al Estado Federado de Baviera, el territorio más austral de Alemania.
    La mayoría de las personas en ese autobús viajarían directamente hasta Múnich, capital bávara y una de las principales ciudades del país. Pero yo podía esperar para verla. Primero tenía una escala por hacer, una que había esperado tres largos años.
    Cuando el autobús llegó a Füssen, solo dos chicos y yo descendimos de él. La pareja australiana, Tom y Penny, caminaron hacia el mismo rumbo, mientras el pueblo apenas despertaba aquella mañana de lunes.

    A simple vista, Füssen parecía un pueblo perdido de Dios al que poca gente le prestaría importancia. Y a diferencia de mí, Tom y Penny pasarían una noche en él.

    —Vamos a nuestro hotel a dejar las maletas —dijeron—. ¿Te acompañamos al tuyo? La ciudad es muy pequeña. —No —respondí—. Yo tomo un tren hoy por la noche.
    Se ofrecieron entonces a llevarme a su hotel y dejarme guardar mi mochila allí. Liberarme de esa carga por todo un día y sin cobrar ni un euro era de agradecerse.
    A pesar de todo, no era nada raro ver a tres mochileros caminando por las calles de Füssen un lunes temprano. Los Alpes bávaros al sur de la ciudad resguardan, de hecho, uno de los atractivos turísticos más visitados de Alemania: el castillo de Neuschwanstein.
    Un nombre difícil de aprender para muchos. A mí me costó algunos meses poder pronunciarlo. Pero desde que supe que Walt Disney se había inspirado en un alcázar perdido en la frontera austriaca-alemana para construir el castillo de la Bella Durmiente, sabía que era un lugar al que debía viajar mientras estuviera en Europa. Y ya que mi anterior viaje no me había dado el tiempo y dinero para hacerlo, esta era la ocasión perfecta.
    Neuschwanstein (pronunciado “noish-van-stain”) es solo uno de los tantos castillos que todavía sobreviven de los antiguos reinos alemanes. Pero ninguno le gana el título del monumento más fotografiado del país, con más de 1.4 millones de visitantes por año, lo que lo hace uno de los más famosos en toda Europa.
    Tras dejar nuestras mochilas en el hotel, Penny no podía esperar para llegar a las taquillas del castillo. Ninguno de los tres habíamos reservado un boleto y temíamos que nos pudiésemos quedar sin entrar.
    El castillo se encuentra justo al pie de un desfiladero, junto a la cordillera alpina. Lo cual quiere decir que no está precisamente al lado de Füssen, sino a poco más de tres kilómetros desde el centro del pueblo.
    Caminar junto a la carretera es posible. Pero el transporte público es barato y viaja con cierta frecuencia. No obstante, Penny no quería esperar. Así que tomamos un taxi que, por unos diez euros, nos llevó hasta el siguiente pueblo, Hohenschwangau.
    Aquel diminuto pueblo resulta ser el lugar que la familia real de Baviera alguna vez utilizó como sitio de recreo y caza, siendo su residencia principal el palacio de Múnich.
    Mientras en la Edad Media la zona no tenía más que un par de torrejones de defensa, el rey Maximiliano II de Baviera decidió construir en medio del portentoso paisaje el hermoso castillo de Hohenschwangau, un castillo estilo medieval hecho en pleno siglo XIX.

    Este palacio sirvió como residencia de recreo a la familia real a partir de 1837. En él, Maximiliano, su esposa María de Prusia, y sus dos hijos, Luis y Otón de Wittelsbach, pasaron varios veranos juntos, deleitándose junto al lago y los Alpes bávaros.

    Luis de Wittelsbach, heredero al trono de Baviera, vivió buena parte de su juventud en esta alejada área del antiguo reino. Y las ruinas de las fortalezas medievales que se alzaban en el peñasco frente al castillo siempre le causaron una enorme curiosidad. Era allí donde, a la muerte de su padre, se prometería levantar uno de los más majestuosos castillos del mundo.
    Hohenschwangau dejaba en claro que aquel perdido lugar era uno de los más turísticos de Alemania. Si bien en Füssen no vimos mucho movimiento, Hohenschwangau estaba repleto de gente. De verdad, repleto.
    Honestamente, Hohenschwangau vive hoy del turismo que ambos castillos le generan. Cada edificio, casa y construcción está destinado a ellos. Como tienda, restaurante, hotel, cafetería…
    El taxi nos dejó en la entrada de la oficina de turismo, donde la fila no tardó en avanzar y pudimos comprar nuestros boletos para entrar a las 12 p.m.
    Tal cantidad de turistas debía no ser una muy buena señal. Y el boleto especificaba algo que no me esperé de Neuschwanstein: solo pueden visitarse ciertas partes del castillo. Y solo se puede entrar como parte de una visita guiada.
    Los grupos de visita guiada son la cosa que más detesto del turismo. Ser parte de un rebaño, cuyo pastor se dice a explicar lo que quiere y como su horario lo quiera, no es para mí. Pero no tenía opción. Era eso o no entrar.
    Las visitas guiadas se ofrecen en varios idiomas. Pero los horarios más frecuentes son el alemán y el inglés. Por supuesto, acepté el inglés.
    Desde la oficina de turismo comienza un sendero peatonal por el que se puede subir a la cima del peñasco, donde se yergue el castillo. Pero un día antes había caminado más de 10 km por las montañas de Innsbruck. Y al parecer Penny no se sentía con ánimos de subir un desfiladero. Así que optamos por pagar el bus. Un bus para ancianos, discapacitados y perezosos.
    Compramos un bocadillo y cogimos el siguiente bus, que en menos de cuatro minutos nos dejó en medio del boscoso sendero. Desde allí, podía visualizarse ya la grandeza del Neuschwanstein.

    Pero el letrero señalaba una dirección contraria. Entre dos paredes de piedra que abrían un callejón natural.
    El puente Marienbrücke une los dos desfiladeros, que dejan entre sí un colorido abismo por el que cae una cascada de ensueño, misma que el rey Luis II podía ver desde su afanado castillo residencial.

    Tom tenía miedo a las alturas. —Yo también —le confesé—. Pero estas vistas son algo que no podemos permitirnos dejar pasar. Y vaya que tenía razón.
    Del lado contrario a la cascada, el castillo se desnudó en toda su plenitud. Las decenas de chinos en el puente no dejaban de tomar selfies, imposibilitando el movimiento y las tomas del resto de las personas. Pero valía la pena esperar.

    Y aguardar por una foto perfecta conmigo en el cuadro podía parecer lo más importante. Pero no lo era. El solo hecho de estar ahí parado, con las llanuras bávaras y su más exquisita obra arquitectónica llenaba un hueco que mi país natal jamás podría llenar. Un verdadero castillo de hadas.

    La primera vez que oí hablar de Neuschwanstein yo estaba viviendo en España. Pero mis únicas y cortas vacaciones de invierno no me parecieron el mejor momento para ir.
    Pero esperar tres años para ver al castillo rodeado de semejantes colores fue una excelente decisión, me atrevería a decir. Mis vacaciones de otoño en Francia me dijeron “ve, es el momento”. Y definitivamente lo era.

    Si bien las postales del castillo nevado traen a la mente una Navidad de cuento, el follaje de octubre en los Alpes bávaros fueron el mejor lienzo para decorar a Neuschwanstein. Al menos lo fue para mí.

    Luego de varios intentos por tomar una foto donde no saliera un chino, volvimos al sendero y caminamos hacia el castillo.

    La entrada principal estaba en mantenimiento. Pero nada que pudiésemos perdernos. Solo la recepción y los baños. Más adelante llegamos al patio superior, la explanada principal del palacio desde donde se admira la torre cuadrada. Es justo donde todos debimos esperar nuestro turno para entrar.

    El castillo de Neuschwanstein se diferencia por muchas cosas del resto de los castillos en Europa.
    La función principal de un castillo era resguardar de forma segura a la realeza, fungiendo como una verdadera fortaleza además de residencia. El castillo de Neuschwanstein nunca fue pensado como una construcción de defensa. La totalidad de sus edificios se planeó y erigió con el diseño y la belleza como elementos principales. Neuschwanstein fue pensado siempre como una residencia.

    La mayoría de los castillos que aún siguen en pie en el viejo continente han sido modificados con el tiempo, remodelando su diseño y agregando elementos contemporáneos a cada época. Neuschwanstein fue construido de principio a fin, de una sola vez. Los trabajos de restauración nunca modificaron su diseño original.
    Pero la construcción de este tipo de castillos fue de hecho normal durante el siglo XIX, cuando el romanticismo dominaba la Europa Central.
    Neuschwanstein fue descrito por el rey Luis II como el castillo ideal para el caballero medieval. Su visión romántica de la Edad Media inspiró el diseño exterior e interior del complejo, así como las sagas musicales de Richard Wagner, de quien se consideraba fan.
    Su construcción inició en 1868, cuando el joven rey ya tenía acceso casi ilimitado a los recursos económicos del reino. Sus caprichos y demandas subieron de la misma forma que el presupuesto inicial, por lo que la finalización del proyecto se retrasó repetidamente.
    Luis II nunca pudo llegar a ver el castillo terminado, pero pudo vivir en él por al menos 172 días, antes de su misteriosa muerte en el lago Starnberg.
    Justo al mediodía llegó nuestro turno de entrar. Ahora podríamos deleitarnos con lo que Luis II nunca pudo admirar,
    El guía era un calvo y gordo hombre alemán, de una edad algo avanzada. Como es costumbre, nos dieron audífonos y un radio para escuchar más atentamente la explicación del hombre. Pero, vaya. Su acento era terrible.
    —¿Entiendes algo? —me preguntó Penny—. Sí tú no entiendes, menos yo —repliqué—.
    Seguimos a aquel ininteligible guía con un grupo de unas veinte personas, con las que me moví bajo los lujosos techos del castillo, del que me prohibían tomar fotografías. Aún así, me las arreglé para tomar algunas.

    El palacio tiene en total unas 200 habitaciones, pocas de ellas abiertas al público. Entre todas destacan la Sala de tronos y la Sala de los cantores.

    El cisne es el símbolo del castillo, y está presente en muchas de sus salas. Neuschwanstein significa "nuevo cisne de piedra".
    Las paredes de los cuartos y pasillos están decorados con frescos que parecen sacados de un cuento de hadas. Pinturas que inmortalizan las sagas de los caballeros que lucharon por los reinos medievales del Imperio Germánico.

    Entre todos, uno llamó especialmente mi atención. Y no porque fuese el más hermoso que hubiera visto, sino porque parecía más haber sido pintado para La Bella Durmiente que para el verdadero rey de Baviera,

    El castillo de Neuschwanstein se destaca también por ser el primero que incorporó los avances tecnológicos de la era industrial. Poseía una red eléctrica, un sistema de agua corriente, un sistema de campanas operadas con baterías y servicio telefónico. Una verdadera maravilla moderna.
    Si bien el castillo es considerado romántico, su arquitectura exterior e interior incorpora elementos de todas las épocas europeas, desde el románico y gótico hasta el moderno y bizantino.
    Se planeó incluso una sala árabe para el rey, que sin embargo nunca fue concebida, así como una fuente y un jacuzzi exterior.
    La visita duró poco más de media hora. Sinceramente fue un poco desconsoladora. Entre tantos turistas y al lado de un alemán al que poco se le entendía el inglés.
    Pero el escaso número de salas que nos permitieron visitar fue suficiente para darnos por bien servidos. Además, desde los balcones y corredores norte del castillo tuvimos vistas impresionantes de sus alrededores.

    No cabía duda del porqué los reyes habían elegido este remota zona del sur bávaro para pasar sus veranos en familia. Y no dudaba del porqué Luis II había enloquecido tanto con la construcción de dicho monumento.

    El castillo de Neuschwanstein fue nominada como una de las siete maravillas del mundo moderno, pero obtuvo el octavo lugar. Aun así, muy bien merecido.

    Abandonamos el majestuoso palacio y decidimos descender la colina a pie. Era inevitable voltear a ver cómo se asomaba entre el vivaz naranja de las copas de los árboles, y cómo nos decía adiós, dándonos la bienvenida a Alemania.

    Comimos una ensalada en un restaurante local y cogimos el bus de vuelta a Füssen. Busqué mi mochila en el hotel y me despedí de los australianos, que necesitaban desesperadamente una siesta.
    Ya que yo no podía darme ese lujo, caminé un rato por el pueblo y fotografié algunos de sus rincones.

    La tarde había traído la vida de vuelta a Füssen, y sus corredores se llenaron de turistas y locales.

    Bajo los árboles de otoño y vigilado por los Alpes, me senté a esperar la hora de mi tren. Neuschwanstein había sido mi puerta de entrada hacia Bavaria, y ahora su capital me esperaba con mucha cerveza.
  10. AlexMexico
    Mi recorrido por Europa central estaba llegando a su fin. Había atravesado tres países y estaba ya de vuelta en Francia, país que me acogía durante algunos meses para trabajar como maestro de español.
    Las vacaciones de Toussaint habían pasado rápido, pero el Día de Todos los Santos apenas comenzaba. Francia había decidido, por alguna valiente razón, donar 14 días naturales a sus alumnos y profesores para disfrutar de las vacaciones de otoño cada año, algo impensable en muchos otros países. Ya que sumados a los otros tres periodos vacacionales de 14 días, dan como resultado casi dos meses de asueto antes del largo verano escolar.
    Eso no podía hacerme más feliz de haber elegido Francia como mi destino, y Lyon como mi temporal hogar.
    Estaba entonces justo en el centro de Europa, o por lo menos, el centro político e histórico del continente: la ciudad de Estrasburgo.
    Por siglos, Estrasburgo y la región de Alsacia han sido disputados por los gobiernos de Alemania y Francia. El día de hoy, las disputas parecen haber terminado, habiendo convertido a Estrasburgo en una de las sedes de la Unión Europea.
    Estrasburgo es una de las ciudades más visitadas del país, que atrae a los turistas gracias a su incomparable belleza. Una urbe que se quedó en la mitad del camino entre Francia y Alemania, y que ha heredado la magnificencia de ambas naciones.
    El turismo en la ciudad incrementa todavía más en el mes de diciembre. La llamada “capital mundial de la Navidad” alberga uno de los mercados navideños más increíbles de Europa en sus plazas y calles centrales. Y si bien la fría época navideña es la más concurrida, haber ido a finales de octubre no fue una mala elección para mí. El otoño había dado sus mejores frutos ese año.
    Estrasburgo e Innsbruck (en Austria) eran dos de mis metas por cumplir en aquel viaje. Así, la mayoría de los destinos fueron elegidos al azar solo por estar a mi paso entre una ciudad y otra.
    Pero no todos los puntos los dejé al azar. Había uno que ocupaba un lugar especial en mi mente desde hacía cuatro años más o menos. Y estando en Estrasburgo no podía dejar pasar la oportunidad.
    El Día de Todos los Santos en Francia, y en la mayoría de los países católicos, no suele ser una festividad muy atractiva.
    En la tradición católica, un santo es toda aquella persona promotora de la fe, y que en vida tuvo una relevante función ética por la humanidad. Los santos que todos los cristianos fácilmente reconocen en la cultura popular es, quizá, porque han pasado por el proceso de canonización, que solo el papa puede llevar a cabo.
    Sin embargo, aquellas personas que nunca pasaron por un proceso de canonización en Roma también pueden ser considerados santos. Por ello se creó el Día de Todos los Santos, cuando se conmemora a todos los difuntos, hayan o no sido canonizados.
    Cuando los españoles llegaron a América, descubrieron que las culturas mesoamericanas celebraban a la diosa de la muerte en una fecha muy cercana al Día de Todos los Santos. Y de esa fusión nació el Día de Muertos en México.
    Hay muchas diferencias entre la celebración en México y en el resto de los países católicos. La principal, es que el Día de Muertos es alegre. El Día de Todos los Santos no lo es. Y Francia no es la excepción.
    Alex y Gwen, quienes me alojaban en Estrasburgo, visitarían la tumba de su abuela aquel día, como suelen hacer los fieles (y no tan fieles) del cristianismo. Yo, por mi parte, pretendía celebrar el Toussaints de una manera distinta.
    Aquella tranquila mañana casi ningún negocio había abierto sus puertas al público. La mayoría de las personas descansaban de la escuela y el trabajo. La oficina de turismo me lo había advertido, poco se podía hacer.
    Pero mientras la compañía de trenes siguiera funcionando, yo no pensaba dejar de viajar. Me dirigí entonces a la estación central de Estrasburgo y compré un ticket redondo a Colmar, un pueblo ubicado al sur de Alsacia.
    El viaje no tomó más de 30 minutos. Son solo 50 km los que la separan de Estrasburgo. Las vías recorren de forma paralela el valle del Rin, que divide a Francia de Alemania.
    Parecía que pocas personas se dirigían a la ciudad aquel día. Una pareja y yo bajamos del vagón y caminamos hacia el este, en dirección al centro de la ciudad, según indicaba mi GPS.
    Al adentrarme en el casco viejo, Colmar apareció ante mis ojos, tal y como lo había imaginado por varios años.

    El sol apenas calentaba la fresca mañana, e iluminaba las fachadas de madera de los edificios que orillan las calles peatonales del pueblo.

    Las casas, con sus ventanales de madera, combinaban a la perfección con los adoquines bajo nuestros pies. La escasez de gente parecía desaparecer mientras más me introducía en Colmar.

    Pero no era de extrañarse que muchos visitantes, extranjeros y franceses, hubiesen decidido viajar a Colmar en el día de asueto. No para celebrar el Día de Todos los Santos, ni para acudir a una iglesia o un panteón. Sino solo para caminar y deleitarse con la belleza del lugar.
    Colmar no difiere mucho de Estrasburgo. Muchos dicen que es solo un Estrasburgo pequeño. Y pasa lo mismo con su historia.

    Al igual que su hermana del norte y el resto de Alsacia, Colmar fue una ciudad libre imperial del Sacro Imperio Romano Germánico por muchos años. Perteneció a los reinos alemanes, hasta el fin de la Guerra de los Treinta Años, cuando pasó a formar parte de Francia.
    Volvió a manos alemanas luego de la guerra franco-prusiana, y luego volvió a Francia tras la Primera Guerra Mundial.
    Alemania la tomó en su poder durante el régimen nazi, pero al perder la guerra regresó a territorio francés, donde permanece ahora.
    Cualquiera diría que toda Colmar tiene aires alemanes. No muchos suelen sentirse en Francia al deambular por sus calles.

    Y es que la mayoría de sus edificios datan de la Edad Media, reluciendo un característico estilo gótico alemán.

    No obstante, en algunas esquinas pude toparme con edificios mucho más renacentistas. Para mí, una composición simplemente maravillosa.

    En el corazón de su casco viejo, la imponente iglesia de San Martín apareció. No más bella ni grande que la catedral de Estrasburgo. Pero igual, un templo gótico más a la lista de las iglesias de Alsacia.

    Las callejuelas perpendiculares a la Grand Rue, una de las vías principales del centro de Colmar, albergaban entonces a más y más gente.
    Era un día de descanso, pero no para los cafés y tiendas de souvenirs, que al ser la única opción de esparcimiento, se colmaron de turistas en un abrir y cerrar de ojos.

    Sentarme en una de sus terrazas era una tentadora opción.Pero ese montón de turistas seguiría incrementándose conforme avanzaba el día. Así que un croissant y un café para llevar fueron la mejor elección.
    La plaza de la fuente de Schwendi es la intersección donde convergen todos los transeúntes.

    Colmar es otra de las grandes capitales de la Navidad en Europa. Durante el mes de diciembre, cinco diferentes mercados navideños se instalan en sus plazas y calles centrales para vender vino caliente, salchichas alemanas, pan, chocolate, la famosa raclette suiza e infinidad de artículos alusivos a Noël.
    Decidí alejarme un poco de la plaza central y fotografiar los rincones solitarios de Colmar, a donde pocos se asomaban, y donde ningún café o tienda posaba mesas en su exterior.

    Cada teja, cada puerta, ventana, balcón, era como un portal a otro cuento de hadas.

    La casa perdida de Hansel y Gretel, la abuela de Caperucita, o los tres cochinitos con el lobo. Cualquiera podía venir a mi mente cuando me paraba frente a alguna de aquellos lares.

    Pero todo cambió al caminar unas cuadras más hacia abajo, y alcanzar el famoso barrio de la Petite Venice, la Pequeña Venecia.

    El río Ill, el mismo que atraviesa el centro de Estrasburgo, lleva sus aguas hasta las orillas de Colmar. Y desde el Rin, se creó el canal de Colmar, un afluente artificial que lleva las aguas de ambos ríos hasta el centro de la ciudad.
    Las orillas del canal de Colmar se flanquean de aquellas hermosas y antiguas casonas medievales, que la dotan de una increíble belleza.

    No hay duda de por qué el barrio se hizo merecedor a tal nombre.

    Los límites del malecón son decorados con multitud de flores que pintan el otoño en Colmar como todo un libro para niños. Nada me hacía envidiar entonces la llegada de la Navidad y sus mercados a aquel remoto lugar.

    Al igual que los balcones de los edificios aledaños, que dejaban caer toda especie de plantas por el aire.

    Algunos se paseaban por el canal en una especie de barca. Otros almorzaban sobre sus bellas terrazas. Yo me conformaba con pasear y pasear a la orilla de sus tranquilas aguas, oliendo cada flor al alcance de mi nariz.

    Al final del barrio, un grupo de comerciantes rentaban algunos minutos al bordo de sus lanchas para ofrecer paseos a lo largo del canal. O al menos a lo largo de la Petite Venice. Y la fila era larga, vaya sí lo era.

    Llegué a la zona residencial, donde un coche aparcado o un simple bote de basura en la banqueta me hacían preguntarme, qué se sentiría vivir en un lugar como aquel.

    Llevar una vida normal. Ir a la escuela, al trabajo, al supermercado, limpiar la casa, pasear al perro o salir a correr. Un día a día en aquel paraíso debía ser alucinante.

    Colmar era tal y como lo había imaginado. Desde un no muy lejano 2012, cuando por fin me animé a ver completo el filme de El castillo vagabundo, la aclamada película de animación japonesa basada en el libro homónimo, de origen británico.

    La producción de Hayao Miyazaki es, sin duda, una historia de fantasía. Pero toca temas centrales del siglo XX y XXI, como el feminismo, la vejez, el pacifismo y la guerra.
    No es de extrañarse entonces que para crear los paisajes animados en los que la historia se desarrolla, haya elegido a Colmar y los Alpes Suizos como escenarios.

    Colmar y Alsacia fueron un punto de disputa entre Francia y Alemania por varios siglos, y sobre todo, durante la Segunda Guerra Mundial. Y los Alpes Suizos, bueno, están en Suiza, país que se caracteriza por su neutralidad.
    Desde que supe que el hogar de Sophie (protagonista de la obra) existía en el mundo real, me dije a mí mismo que no podía morir sin antes verlo con mis propios ojos.

    Y ahora estaba allí, parado sobre las calles y ante las casonas donde Sophie confeccionaba sus sombreros, y donde la Bruja del Páramo lanza su hechizo sobre ella.

    Viajar a Colmar no fue solo visitar un pueblo francés más. Fue transportarme a Alemania, a un cuento de hadas y a una película de anime japonesa al mismo tiempo. Y pocas veces es posible hacer todo eso.

    Aquella tarde tomé mi tren de regreso a Estrasburgo para almorzar con Gwen y Alex, a quienes di todas mis recomendaciones para viajar por Latinoamérica. El año siguiente, ambos dejarían sus trabajos y partirían por 12 meses en una aventura por el continente americano.
    Mientras yo, continuaba con mi aventura por Europa. Aunque mis vacaciones de Toussaint terminaban y yo volvía a Lyon al siguiente día, me restaban todavía varios periodos vacacionales y días de asueto que podía fácilmente disfrutar. Solo que ahora, mis destinos cambiarían.
  11. AlexMexico
    Marsella me había llevado hasta sus azules costas esmeralda para disfrutar el puente vacacional del 11 de noviembre, que conmemora el Armisticio de Compiègne, acuerdo que puso final a la Primera Guerra Mundial.
    El fin de semana largo no sólo me había llamado a mí a la costa sur francesa. Mi amiga Tamar estaba allí con su novia Mor.
    Tamar, al igual que yo, trabajaba como asistente de idioma en la ciudad de Lyon. Sólo que ella enseñaba hebreo. Sí, hebreo, en una escuela de niños judíos, cosa que me es, todavía al día de hoy, difícil de imaginar.
    Las dos israelíes vivían juntas en Valence, una ciudad 100 km al sur de Lyon, ya que Mor estudiaba cine de animación en aquella ciudad. Y estando 100 km más cerca que yo de Marsella, decidieron pasar el fin de semana allí.
    Otros dos amigos suyos, Melody y Bogdan, también visitaban la ciudad. Así que decidimos vernos con ellos para pasar un día juntos.
    En vista de que ya habíamos visitado por nuestra cuenta los principales puntos turísticos de Marsella, decidimos destinar aquel día a un plan mucho más tranquilo. Mucho más natural.
    Marsella es la única ciudad en Francia que cuenta con un parque nacional periurbano, uno de los pocos de Europa. Es decir, dentro de su área urbana, Marsella posee su propio parque natural.
    Es algo de lo que pocos turistas saben, lo cual me incluía a mí. Pero mi compañero de piso en Lyon, Olivier, me lo dijo: no puedes ir a Marsella y no visitar les Calanques.
    Desde mi primer día hospedándome con Jean-Alain, caminando por los barrios africanos y el Vieux Port de Marsella, me di cuenta de que la ciudad está situada entre varios macizos rocosos. Y observarla desde lo alto de la basílica de Notre-Dame de la Garde me dijo que Marsella ha crecido en una especie de anfiteatro natural.
    La segunda metrópoli más poblada de Francia se ha expandido tanto que ha llegado a tomar como parte de su superficie territorios naturales no urbanizables, y que dependen directamente del departamento Bocas del Ródano, del cual Marsella es capital.
    Y es al sur de la ciudad en donde uno de esos territorios naturales fue declarado parque nacional en el 2012. Se trata de les Calanques.
    La imagen de una costa mediterránea escarpada por blancos acantilados y arbustos bajos ya había venido a mí desde que visité Ibiza en el 2013. Y al parecer esa imagen efectivamente se repite en muchos otros lugares del mar Mediterráneo.
    Las calas de Ibiza son uno de sus muchas bellezas que atraen a miles de turistas cada año. Marsella también cuenta con muchas de esas calas, que en francés llaman calanques.
    Tamar y Mor me encontraron fuera de la estación de metro de la avenida del Prado, cerca del estadio Orange Vélodrome, no muy lejos de casa de Jean-Alain.
    Esperamos algunos minutos por Melody y Bogdan para partir todos juntos. Tomamos un bus en el paradero del Prado y nos dirigimos al sur.
    Poco a poco nos adentramos en los suburbios de la ciudad. A cada metro que avanzábamos, la mancha urbana iba desapareciendo. Los edificios se iban haciendo menos frecuentes, y el tamaño de las casas y sus jardines se hacía más y más extenso.
    Justo cuando vimos que el bus daba vuelta en una rotonda, preguntamos si era allí donde debíamos bajar para caminar hacia les Calanques. El chofer afirmó, y en medio del Chemin de Sormiou, comenzamos la caminata.
    El asfalto tardó más de un kilómetro en convertirse en tierra y piedras. Mucha gente adinerada vivía en aquella verde y tranquila zona de la ciudad.
    Hacer senderismo era lo que menos había planeado al visitar Marsella. Mis cómodos botines todoterreno se habían quedado en Lyon. Y mis pantalones no eran los mejores para largas caminatas. Pero en ese momento mis zapatos o mis pantalones era lo que menos me preocupaba.
    Desde que bajé del autobús un gélido viento penetró mis huesos y heló mi cabeza por completo. El día estaba soleado, como la mayoría de los días en Marsella y la Costa Azul francesa. Pero nunca me imaginé pasar tanto frío bajo el sol.
    Olivier había vivido en Marsella algunos años atrás. Cuando le dije que la visitaría por un fin de semana me dijo que era una excelente elección. Pero que debía prepararme con un grande y caliente abrigo que me protegiera del frío viento.
    Ignoré varias veces su comentario. Yo había revisado el clima para Marsella y todo parecía normal. Era más cálido que Lyon, así que el frío no iba a preocuparme. Pero cuando llegué a les Calanques, supe de lo que hablaba.
    Por suerte, Tamar y Mor iban bien preparadas. Tanto que todavía les sobraba un abrigo rompevientos en su mochila. No dudé en aceptarlo cuando me lo ofrecieron para ponérmelo bajo mi otra chamarra, que para ese entonces había descubierto que era demasiado delgada.
    El camino de asfalto empezó a penetrar a les Calanques, y el paisaje urbano pronto cambió a una plancha de montículos blancos tapizados por las yerbas y arbustos.

    Algunos coches nos rebasaban y empezaban a subir las colinas, tras las cuales no podíamos ver lo que se ocultaba.
    Incluso me fue necesario aceptar los guantes que Mor me ofreció. Nunca creí que el viento del que Olivier me había hablado fuera tan verdad. Mucho menos en un día tan soleado de otoño.

    Pero el mistral es una corriente de vientos que se gesta en los Alpes para luego bajar al Mediterráneo. No cabe duda entonces del porqué de su helada temperatura.
    Cuando alcanzamos poco a poco la cima de las colinas graníticas tuvimos una vista de la ciudad que se escondía tras los montes Marseilleveyre, como se les conoce comúnmente.

    Esta zona de Marsella se caracteriza por poseer escasa tierra. La mayoría del terreno es de roca, lo cual hace difícil a las plantas poder crecer.

    Es por ello que a lo largo de nuestro camino los pequeños arbustos eran más comunes que los grandes árboles. Así que prácticamente no había lugar donde esconderse del poderoso viento.

    Cuando llegamos a la punta de uno de los macizos calcáreos, frente a nosotros apareció el imponente mar Mediterráneo.

    Me había quedado en claro que no era un mar cualquiera. En Valencia, Barcelona e Ibiza el Mediterráneo me había maravillado con su increíble color azul, sus tranquilas aguas y, sobre todo, con su importante e histórico pasado.
    Estar frente al Mediterráneo siempre me llenaba de una calma inexplicable. Y Marsella no sería por nada la excepción.

    Luego de algunos serenos minutos y de un sándwich sobre las rocas, dimos la vuelta para volver al camino de asfalto.

    Sólo se puede acceder a un par de las playas del parque natural en coche, por una vía de asfalto y tierra. Es a una de ellas donde nos dirigíamos: la Calanque de Sormiou.
    Normalmente el descenso es mucho más fácil que el ascenso. Pero bajar un macizo rocoso con el único par de delgados tenis que había llevado a Marsella representaba algunas complicaciones. Debía ser cuidadoso con el terreno escarpado.

    El camino en zigzag nos llevó cuesta abajo hasta la parte trasera de un par de edificaciones, que parecían ser un restaurante y una pequeña posada. Nada muy lujoso ni extravagante.

    Y detrás de todo, por fin pisamos la húmeda arena de la ensenada.

    Allí abajo, por el fin mistral desapareció, y pude despojarme entonces de los guantes y mis dos abrigos, que bastante estorbo me hacían ya.

    Aunque sinceramente, el clima seguía siendo fresco. Y no fue nada normal para mí pararme sobre una playa con pantalón, tenis y un suéter. Mucho menos con el sol que quemaba nuestra piel.

    Melody y Bogdan no tardaron en irse. Tenían una reservación en un restaurante bastante famoso de Marsella y no querían perder la oportunidad de comer allí. Mor, Tamar y yo nos quedamos otro rato.
    La ensenada de Sormiou es quizá la de más fácil acceso desde la ciudad. Pero por ser otoño, el número de turistas era escaso, a pesar de haber sido un puente vacacional.

    En verano, las calanques se colman de bañistas que se sumergen en sus aguas, las navegan en kayak, en yates privados o simplemente toman el sol sobre sus playas. Para nosotros la situación fue bastante diferente.
    Nos bastó con sentarnos frente a sus tranquilas aguas y disfrutar de la vista.

    Pasamos allí una media hora más, caminando sobre la arena y sintiendo la suave brisa del Mediterráneo. Cogimos de vuelta nuestras cosas y empezamos a subir. Si queríamos llegar a buena hora a almorzar en la ciudad,debíamos emprender nuestro camino de vuelta.
    Pero en todas partes se puede encontrar un buen samaritano. Y una pareja se detuvo en su coche, al vernos subir con tanto esfuerzo la colina.
    Nos ofrecieron llevarnos hasta la ciudad, a donde pudiésemos coger un autobús. Y con el hambre que se había despertado en nuestros estómagos, aceptamos el trato.
    Mor y yo hablábamos francés con fluidez. Pero no era el caso de Tamar. Ella hacía su programa como asistente de idioma sin hablar casi una palabra de francés. Pero con Mor y yo al lado, no tenía nada que temer.
    Dimos las gracias a la pareja francesa y descendimos en la misma parada de bus a donde habíamos arribado unas horas antes. Y tras una siesta reconfortante a bordo, llegamos de vuelta a la ciudad.
    Comimos una rebanada de pizza antes de tomar el metro. Todavía había un importante punto que no habíamos visitado.
    Al oeste de la Rue de la République, que conecta el antiguo puerto de Marsella con el nuevo y moderno puerto, se encuentra uno de los barrios más viejos de la ciudad: Le Panier.

    Es la zona geográfica donde se establecieron los primeros griegos cuando fundaron la ciudad, hacia el año 600 a.C. Y hoy representa uno de los sitios más bellos e históricos de la urbe.

    Le Panier es conocido por ser un barrio popular de Marsella. Y no es de sorprenderse, ya que fue el primer sitio de implantación de los inmigrantes que a la ciudad arribaban, sobre todo en el siglo pasado.
    Así, en el vecindario todavía vive una cantidad importante de corsos y magrebians (provenientes del norte de África).

    En años anteriores, sobre todo terminada la Segunda Guerra Mundial, Le Panier se convirtió en un sitio común para el tráfico de mercancías y el bandalismo. Marsella posee todavía la fama de ser una ciudad peligrosa donde la mafia tiene cierto poder.

    Pero recorrer las calles de Le Panier para Mor, Tamar y para mí fue una experiencia totalmente placentera.

    El barrio es hoy un circuito célebre para los turistas. Gracias a proyectos de recuperación del lugar, Le Panier ha pasado a ser uno de los núcleos culturales de Marsella.

    El arte no sólo está presente en las coloridas paredes de sus edificios o en los elaborados grafitis que las adornan, sino en el interior de cada casa y local.

    Muchos de los estudios a las orillas de sus calles se han convertido en ateliers de pintura, cerámica, o cualquier otra expresión artística, donde los artesanos locales ofrecen sus productos a los transeúntes.

    Ropa, juguetes, cuadros, flores, artículos de material reciclado, fotografías, instrumentos musicales.

    Y por supuesto, no puede faltar la comida. Las cafeterías son parte del alma de Le Panier, y el chocolate es parte importante de ella.

    No dudamos entonces en sumergirnos en una de las chocolaterías para adentrarnos en su delicioso arte.

    La elección era imposible, entre tantas pequeñas (o grandes) tentaciones a nuestro alrededor. Pero nos inclinamos por una bola de chocolate blanco, envuelta en chocolate negro y espolvoreada con coco rayado. Un manjar que endulzó nuestro paladar y el resto de nuestra tarde en Marsella.

    Le Panier se forma por varias calles que bajan hasta el viejo y el nuevo puerto de la ciudad. Y es allí hasta donde nos llevaron sus rúas, justo  para quedar nuevamente frente a la basílica de Notre Dame de la Garde, en lo alto del otro extremo.

    Entramos en un restaurante para comer una hamburguesa con papas y apaciguar el hambre que colmaba nuestros estómagos.
    Y antes de que el sol se ocultara, nos dirigimos al malecón del nuevo puerto para admirar más de cerca la Catedral de la Mayor, que se pintaba poco a poco con los colores del atardecer.

    Caminamos hacia el fuerte de Saint-Jean y visitamos un poco el interior del MuCEUM, el Museo de las civilizaciones de Europa y el Mediterráneo, que por desgracia estaba ya cerrando sus puertas al público.

    Frente al más posmoderno de los edificios de la metrópoli cayó la noche sobre nosotros y sobre Marsella, una ciudad que superó todas nuestras expectativas. Aunque no sería la última parada de la hermosa costa mediterránea francesa. Y algunos meses después, volvería a sus orillas para otras soleadas tardes frente a sus azules aguas.
  12. AlexMexico
    Tardes cálidas y ocasos fríos me aclimataban al cambio de altitud y bioma, desde que repentinamente pasé de la desértica y costera ciudad de Lima al poblado andino de Huaraz, emplazada en el medio de las sub-cadenas montañosas más altas del Perú y de toda la zona intertropical.
     
    Si bien, varias semanas atrás me venía acostumbrando a las gigantescas altitudes del altiplano peruano-boliviano y de la puna de Atacama (que me llevó hasta los 4840 metros sobre el nivel del mar, en una de las rutas pavimentadas más altas del mundo ), en muchas de aquellas ocasiones mi cabeza las soportaba desde la cabina de un tráiler o parado en la carretera tratando de conseguir un aventón.
     
    Mi estadía en Huaraz iba mucho más allá de visitar solo la ciudad. Mis intenciones se remontaban, mejor dicho, a conocer y fotografiar los paisajes montañosos de sus alrededores, y descubrir por qué le apodaban la Suiza peruana
     
    Pero para caminar y escalar los senderos, aún los de menor dificultad, había primero que adaptar el cuerpo al clima. Después de todo, cualquiera que viviera por debajo de los 3000 metros podía tener un ataque de soroche (mal de altura) sin importar a veces la condición física o edad. De hecho, uno se sorprende al observar a los ancianos locales de los Andes subir y bajar las montañas como si caminasen por la playa
     
    Así, con mi experiencia pasada escalando a Machu Picchu y la isla del Sol en el lago Titicaca, seguí las indicaciones de la oficina de turismo de Áncash (provincia peruana) y decidí hacer dos rutas de trekking sencillas antes de lanzarme directamente al interior de la Cordillera Blanca, la más alta de la zona intertropical en el planeta.
     
    En mi primer día no hice más que subir al cerro más alto de la ciudad para tener vistas de la urbe y de algunos picos de la Cordillera Blanca, desde la carretera noreste hacia El Pinar. Ahora era tiempo de ascender al lado oeste, a la menospreciada Cordillera Negra.
     
    En esta zona de los Andes, la cordillera se divide en dos cadenas menores, fraccionadas por el cauce de un río que forma a su vez un valle, el Callejón de Huaylas, donde se encuentra Huaraz. Al este, la Cordillera Blanca, llamada así por la presencia de hermosos picos nevados, es la más solicitada por los turistas, atraídos por los deportes de aventuras y paisajes que parecen sacados del Himalaya Al oeste, se alza en su plenitud la Cordillera Negra, cuya ausencia de nieve y glaciares la posicionan a la sombra de su hermana mayor
     
    Pero hay algo de lo que muchos viajeros se olvidan: las mejores vistas de la Cordillera Blanca no se obtienen desde dentro de ella, sino desde fuera Y es allí donde la Cordillera Negra jugaba para mí su papel más importante
     
    De esa forma, al despertar en mi segundo día en Huaraz, me preparé para subir por mi cuenta a uno de los mejores miradores del Perú
     
    A unas pocas cuadras del hostal tomé un colectivo que viajaba hacia las poblaciones del sur. Al salir de la ciudad, tomamos la ruta que corre paralela al río Santa, el principal afluente del Callejón de Huaylas.
     
    Seguimos la ruta nacional 3 en dirección sur, por unos 20 kilómetros. Hasta que el conductor, siguiendo mis instrucciones, paró en el puente de Santa Cruz para que yo pudiera descender.
     


    Río Santa
     
    No era más que un pequeño puente que pasaba por encima del río, y donde daba comienzo el camino al pequeño poblado de Santa Cruz, apostado en las laderas de una de las colinas de la Cordillera Negra.
     


     
    Era poco antes de mediodía, y el sol era para entonces bastante fuerte. Enseguida, me di cuenta de mi primer error: nuevamente había olvidado mi bloqueador solar
     
    Me di de golpes en la frente, castigándome por parecer un viajero inexperto, que se aventura a un trekking por la montaña en pleno verano sin un bote de crema solar ¡Vaya lío! Pero pagaría el precio días después, de eso estaba seguro
     
    Como medida preventiva, me quité el suéter (que cargaba por la mañana fría y los vientos que me azotarían en aquella altura) y lo amarré en mi cabeza, de tal suerte que cubriera la mayor parte de mi cara y mi cuello, dejando mis brazos al descubierto, que muy acostumbrados estaban al sol
     
    Al pasar el puente había dos opciones: tomar la carretera de ripio por la que subían los autos, con pocas pendientes y distancias más largas; o andar por el escorado camino peatonal de tierra que subía directamente hasta la población. Con tal de exponerme lo menos posible al sol me decidí por el sendero con más árboles y sombra: el peatonal.
     
    Sin más remedio que parecer un loco, avancé con paso firme por las empinadas escaleras que empezaban a subir por la ladera, por las que bajaban algunos lugareños que, creí, estarían acostumbrados a los turistas; más sus rostros no denotaban sino curiosidad e intriga
     
    A manera de zigzag me paseaba por la colina, buscando guarecerme bajo cualquier diminuta sombra. Aun así, el calor y la altura empezaron a agitarme y hacerme sudar.
     
    No muchos metros más arriba, el menudo conjunto de casas que conforman la población de Santa Cruz apareció frente a mí. Pequeñas moradas de ladrillo sin repello con patios repletos de hierba seca, animales y algunos niños jugando. Y en el medio de la casi única calle que corría entre ellas, la imprescindible parroquia comunal.
     
    Me adentré poco a poco en la minúscula aldea, mientras todos parecían permanecer en sus casas. Así que dejé que mi instinto me guiara para saber que ruta tomar, en aras de marchar con dirección al mirador.
     
    Tras pasar la villa, seguí un largo sendero que cruzaba los cultivos de los campesinos, principal actividad de la región. Pero al parecer, ninguna persona trabajaba a esas arduas horas de la tarde
     


     
    La vereda descendía en una curva hacia una zona arbolada, que era atravesada por un pequeño arroyo. Tras caminar varios metros me topé con un par de adolescentes que charlaban bajo una sombra, quizá, vigilando las plantaciones.
     
    Les pregunté si era el camino correcto hacia el mirador, y entonces descubrí mi segundo error del día: había caminado en dirección contraria
     
    En el momento en que la empleada de la oficina de turismo me recomendó recorrer aquel camino, pensé que se trataba de un trekking bastante turístico. Pero la falta de personas y señalamientos me daban a entender que no era muy común que los turistas ascendieran (al menos, no caminando) hasta el mirador en la cima de la sierra
     
    En fin, no tenía muchas más opciones Debí regresar con todo mi orgullo al pueblo de Santa Cruz para tratar de hallar el camino.
     
    Una vez de vuelta, un par de niñas que jugaban con su perro en el patio trasero de su hogar me preguntaron qué es lo que buscaba allí. Desesperado, les platiqué que deseaba subir hasta el mirador, a lo que ambas me indicaron el sendero a seguir. Y depositando mi confianza en ese par de chiquillas continué mi andar por las verdes faldas de la montaña.
     
    En realidad, desde que llegara a Santa Cruz podía volver a tomar la carretera de ripio. En algunas zonas, se podían acortar las distancias con escalones y callejones.
     
    Por supuesto, la ruta carecía de árboles y sombra. Pero al final, me resigné por completo ante el astro rey y decidí aprovechar la caminata para broncearme, en vista de mi falta de bloqueador
     
    Cual caminata por la playa, continué a lo largo del curvilíneo sendero, deleitándome con las vistas del valle a cada vez más altura, mientras daba pequeños sorbos de agua a mi botella para apaciguar las gotas de sudor.
     
    El viento que azotaba las pendientes se enfriaba poco a poco, pero nada que no pudiera disfrutar con un sol tan dichoso como el de aquella jornada de verano
     
    Mi solitaria alma se encontraba de vez en cuando con corderos, reses y aves domésticas pastando por los lares, y algunos campesinos se empezaron a asomarse por mi camino.
     
    La ausencia de automóviles por la autopista se vio interrumpida por la imagen de un pequeño incidente. Una camioneta había hundido una de sus llantas en un enorme agujero en la carretera Tres hombres trataban de sacarla con una palanca.
     
    Me ofrecí a ayudarles sin ningún compromiso, pero preferían esperar a uno de sus vecinos que los auxiliaría con un camión más grande para remolcar.
     
    Al cuestionar mi rara presencia, supusieron que me dirigía al mirador, y me indicaron el último tramo del ascenso: una escalinata de piedra, donde un letrero marcaba la proximidad del sitio
     
    Un pequeño y delgado riachuelo bajaba a una etérea velocidad al lado de las escaleras, el cual anunciaba el grandioso cuerpo de agua que aguardaba a ser visitado en el ápice de la sierra, a unos 3 km de distancia de donde comencé la caminata.
     
    Así, más de dos horas después (normalmente la marcha es de 1 hora y media) llegué a la cima de la pequeña montaña. Una casucha de piedra y madera era la única construcción a la vista en aquel majestuoso paraje andino.
     
    Un par de niños se acercaron para venderme un paquete de galletas, a lo que acepté para compensar la energía que había gastado
     
    Tras la modesta choza, un nuevo letrero daba la bienvenida al turista al mirador y a la radiante laguna de Wilcacocha.
     


     
    A primera vista, la laguna no parecía lo más hermoso Su agua era oscura y sus reflejos muy tenues. Su superficie estaba cubierta por un manto de hojas y musgo, por el que se paseaban algunas aves.
     


     
    Pero hacía falta caminar pocos metros hacia el este y subir unos pequeños montículos para descubrir la verdadera belleza del mirador
     


     
    La cadena de imponentes picos nevados en la colindante Cordillera Blanca se abría paso a la vista entre la nubosidad de la húmeda zona, difuminando sus cumbres escarchadas con el cúmulo de nubes que se posaba sobre ellas.
     


     
    Al pie de los macizos de oscuras paredes se extendía una plancha de verdes colinas cuadriculadas, que indicaban la presencia de vida humana en sus aposentos. Aquella sucesión de cerros poseedores de un vil apodo conformaban la relegada Cordillera Negra, misma que me hacía testigo de las mejores vistas de las que hasta entonces había podido gozar en toda la extensión del Perú
     


     
    Al voltear a la derecha, me di cuenta de que la casa de aquellos niños no era la única situada a su suerte en la cúspide de la sierra, pues otro pequeño conjunto de chozas se presumía augusto ante aquel montuoso paisaje.
     


     
    No podía imaginarme el estilo de vida que aquellas personas llevaban, siendo habitantes de una desolada montaña a casi 4000 metros de altura No hacía sino pensar en Heidi y su abuelo en los Alpes lo que sin duda confirmó la razón del por qué Huaraz y su zona aledaña era apodada la Suiza peruana.
     


     
    Me senté un momento en lo más alto del montículo para comer mis galletas y admirar el paisaje. Desde allí, podía hacerme una idea de la accidentada geografía de la que era acreedora Perú, al quedar al descubierto parte del valle de Huaylas y las dos cordilleras centrales del país.
     


    Callejón de Huaylas y sus dos cordilleras
     
    Frente a mí se alzaban los picos más altos de Perú, siendo el mayor de ellos el monte Huascarán, de 6768 metros de altitud.
     
    Comencé a prepararme mentalmente, pues al siguiente día una de las agencias turísticas en Huaraz me llevaría, junto con un grupo de aventureros, a escalar a una de las lagunas más hermosas dentro de la imponente Cordillera Blanca, justo al lado del Huascarán
     


     
    El frío viento, mi piel quemada y la altitud de las que sufría en Wilcacocha no serían nada comparado ante lo que me enfrentaría después
     
    Con la mejor de las postales del recuerdo descendí la montaña para volver a Huaraz, y descansar un poco para mi siguiente aventura
  13. AlexMexico
    Tras algunos días de cervezas y hot dogs daneses, la mañana de aquel martes desperté en el dormitorio de una residencia estudiantil, junto al campus principal de la Universidad de Odense, en la isla de Fionia.
    Tanto Copenhague como Odense me habían mostrado lo mejor de su historia, cultura y arquitectura. Aunque lo que más me había marcado era, quizá, adentrarme en el estilo de vida universitario, que había dejado al desnudo buena parte de lo que es hoy la sociedad danesa y su estado de bienestar.
    Los daneses habían mostrado ser personas sumamente consideradas y conscientes de su realidad. Así, a pesar de los subsidios del estado y la excelente calidad de vida, los estudiantes me habían sorprendido con acciones como el dumpster diving (recoger comida de la basura), que llevaban a cabo para evitar desperdicios.
    Liron, el couchsurfer que me hospedó en Odense, no era la excepción. Su espíritu humano se había formado en decenas de países a donde tuvo la fortuna de viajar. Y todo lo hacía de la mano del hitchhiking.
    Viajar de ride por el mundo es el sueño de muchos, pero algo que muy pocos aguantan hacer. Lo que me incluye a mí. Liron había viajado a dedo por Europa y Asia, y su objetivo era un día poder viajar desde Dinamarca hasta Pakistán con la sola ayuda de su pulgar en el aire. 
    Escuchar las aventuras de Liron me motivaron a hacer lo que nunca planeé. Llegar a la península de Escandinavia pidiendo rides.
    Con el puñado de consejos que un experto como Liron me dio, salí de la residencia con mi mochila al hombro y un trozo de cartón en mano sobre el que escribí CPH, acrónimo muy usado en Dinamarca para referirse a Copenhague.
    165 kilómetros me separaban de la capital danesa, desde donde sería muy fácil cruzar al otro lado del mar Báltico. Me despedí entonces de Liron y caminé hacia la carretera Ørbækvej, que convenientemente se ubicaba justo al lado del campus universitario.
    Me posé con mi mochila, mi letrero y mi dignidad a un lado de la autopista, y con mi dedo al aire no pasaron más de cinco minutos para que un hippie detuviera su auto frente a mí. 
    El hedor a marihuana pronto salió por las ventanas. Voy hacia el sur —me dijo riendo casi a carcajadas—. Pero si fuera hacia Copenhague seguro te llevaría. Me deseó suerte y se alejó entre el bosque. No podía quejarme de los buenos deseos de un hippie danés.
    Media hora transcurrió para que un estudiante parara su coche. Se dirigía hacia Nyborg, la ciudad más oriental de la isla de Fionia, ubicada justo a la salida del puente del Gran Belt, el puente colgante más largo del mundo que conecta a Fionia con Selandia, donde se encuentra Copenhague.
    Sin dudarlo ni un segundo acepté su ayuda, y subí al coche refugiándome del frío matutino. No faltaba mucho para los exámenes finales y aquel chico había decidido volver a casa para estudiar un poco antes de volver a sus clases en Odense.
    Desviándose un poco de su ruta, me condujo hasta el estacionamiento de una cafetería, el último lugar de encuentro antes de adentrarse en el puente Storebæltsforbindelsen.
    La cafetería no era el sitio con más tránsito en el mundo, pero sin duda era un mejor local para ser recogido que posarme justo a la entrada del enorme puente, donde era imposible detenerse a tanta velocidad.
    Los camiones de carga, coches particulares y hasta bicicletas entraban y salían con gran lentitud al restaurante. Yo decidí dejarme sosegar por la paciencia y no caer en el desespero.
    Una hora bajo un árbol a la salida del estacionamiento fue suficiente para que una pareja se detuviera. Mientras todos me habían movido la mano en señal de un “adiós”, este simpático dúo lo hizo en señal de “sube ya”.
    Mi letrero había funcionado, ya que ambos se dirigían hacia la capital para asistir a una junta de trabajo. Y mientras yo vestía un pants deportivo, tenis y una mochila semi rota, ellos portaban un elegante traje perfumado.
    Por fortuna, la mayoría de los daneses hablan muy bien el inglés, y una agradable charla nos acompañó durante el trayecto hacia Copenhague, cruzando por segunda y última vez el Gran Belt, dejando atrás una isla para entonces adentrarme en otra.
    Tras una hora de camino me dejaron en la estación central de trenes, donde les di las gracias y preferí dirigirme a las taquillas. Llegar a Escandinavia desde aquel punto de Copenhague era mucho más fácil en un tren que pasar una hora más tratando de coger un ride que cruzase el puente hacia Malmö, la ciudad sueca al otro lado del Báltico.
    Compré entonces mi billete hacia Malmö, donde otro couchsurfer me esperaba para darme mi bienvenida a Suecia. El tren me llevó primero de vuelta al aeropuerto de Copenhague-Kastrup, en la orilla de la isla de Selandia, el punto más oriental de toda Dinamarca.
    Allí, el tren se detuvo para un control de migración. Aquello no era muy común dentro de la Unión Europea y el espacio Schengen, que se rigen bajo los términos de libre tránsito. Pero los suecos lo vieron muy necesario a partir de la inauguración del puente Øresund, ya que facilitó por mucho la entrada al país, a diferencia de los ferrys, único medio de transporte además del avión para poder llegar a Suecia desde Dinamarca antes del año 2000.
    Tras la revisión de nuestros papeles, la policía sueca dio el aviso para que nuestro tren pudiera partir, y comenzamos así la travesía por Øresund, el puente-túnel que conecta a Copenhague con Malmö.
    Los 7845 metros de longitud de esta increíble infraestructura marcaron un hito en la historia de Europa entera. Antes de que este puente existiera, La Unión Europea se encontraba dividida en dos, ya que Finlandia y Suecia se encontraban incomunicadas por tren y carretera con el resto de los países miembros.

    Øresund hizo más rápido y económico el tránsito de Dinamarca a Suecia, haciendo prácticamente desaparecer a los ferrys que conectaban Copenhague con Malmö en el pasado. Así, antes del año 2000, llegar a Suecia en tren o carretera significaba darle la vuelta a Europa entera atravesando Rusia y Finlandia hasta casi el círculo polar ártico. Hoy la ingeniería ha hecho de aquello un vago recuerdo del pasado.
    A las 3 de la tarde mi tren arribó a la estación Trangeln, donde Andreas me encontró para guiarme hasta su apartamento no muy lejos del centro de la ciudad.
    El barrio residencial donde Andreas compartía piso con una chica parecía bastante tranquilo. En general, me hizo saber, la vida en Suecia suele serlo. Y tras haber pasado un semestre de intercambio en México estudiando periodismo y de haber visitado el carnaval de Veracruz (mi ciudad natal), Andreas sabía que Suecia es, en efecto, un país muy tranquilo.

    Los edificios en ladrillos y tejados en picada no se alejaban mucho de lo que acaba de ver en Dinamarca y sus ciudades. Pero de algo no había duda, Malmö contaba con una gran cantidad de inmigrantes.

    En cada esquina, banderas de diferentes naciones, sobre todo la de Irak y Siria, aparecían en las fachadas de tiendas y restaurantes. Andreas me hizo saber que durante los últimos años, Suecia había acogido a una gran cantidad de refugiados de países del Medio Oriente. Eso, para él y la mayoría de los suecos, no representaba problema alguno.
    Paramos a almorzar un falafel, famoso platillo de garbanzos que resultaba ser la comida favorita de Andreas. No cabía duda de la influencia que el Medio Oriente había traído hasta Suecia.

    Por la tarde él tuvo que partir al trabajo en una estación de radio local, donde ejercía como periodista. Yo por mi parte, compré un poco de comida y me quedé en casa a trabajar. La lluvia no parecía cesar y necesitaba algo de reposo después de una jornada de hitchhiking por las islas del Báltico.
    La siguiente mañana el cielo parecía seguir un poco enfadado, y la lluvia continuaba cayendo sobre Malmö. Así que un buen desayuno y un café en casa fue excelente para acompañar una mañana nublada.
    Pero al salir a la calle el sol me volvió a sonreír. Y un paseo por el centro de Malmö, sus jardines y sus canales, fueron perfectos para comenzar el día.

    Si había algo más que llamara mi atención además de la cantidad de inmigrantes del Medio Oriente, era sin duda la diversidad de hermosas aves que me topaba en cada esquina.

    Los canales, por supuesto, se colmaban de patos que nadaban sobre las frías aguas de primavera.

    Pero había un tipo de aves en específico que cautivaron mi mirada. El color negro azulado y la dura mirada de los cuervos escandinavos eran ya una mítica figura de los pueblos nórdicos que vivía en mi cabeza. Pero tenerlos de frente me llevó al mundo virtual de Age of Mythology, videojuego donde los nórdicos y sus cuervos eran mi elección preferida cuando era un niño.

    Los patos tienen su encanto para todos. Pero el contraste de ambos volando y caminando sobre el mismo lugar me hizo saber que me encontraba ya en Escandinavia. 
    Los jardines centrales de Malmö dejan ver la oposición entre las casona y palacios del siglo XIX con los modernos edificios que la destacan como una ciudad de suma importancia actual.

    En la Möleplatsen hay incluso molinos de viento que recuerdan la manera en que Malmö procesaba sus granos aprovechando la energía eólica de las fuertes corrientes del mar Báltico que azotan la ciudad.

    Los canales que rodean el centro histórico también sirvieron para defender el Castillo de Malmö, una de sus edificaciones más emblemáticas.
    Aunque no fue formalmente un castillo, ya que nunca sirvió de residencia real, fue una de las fortalezas más prominentes del Reino de Dinamarca, ya que fue construida cuando Escania y el sur de la actual Suecia fueron dominados por los daneses.

    Las orillas del casco viejo de Malmö introducen pintorescos edificios, muchos de ellos neoclásicos, que muestran el empeño que Suecia puso en la ciudad una vez que pasó a formar parte de su reino.

    La mayoría de las construcciones del centro histórico datan del siglo XIX, y la alcaldía los ha sabido conservar casi intactos para el deleite de los turistas, y de los afortunados residentes que pueden darse el lujo de vivir ahí.

    Las construcciones de ladrillo rojo sin duda destacan la enorme influencia que Dinamarca ha tenido sobre Malmö y sobre Suecia. Increíblemente, aún siendo el más pequeño de los países nórdicos, Dinamarca fue el más poderoso de ellos, logrando someter y unificar los tres reinos en la unión de Kalmar en la Edad Media, época en la que las monarquías de Noruega, Suecia, y Dinamarca, junto con sus territorios que incluían Islandia, Groenlandia, las islas Feroe y Finlandia, formaron un solo estado.

    La unión no floreció gracias al recelo de los suecos hacia Dinamarca, quienes se separaron de en 1523, mientras Noruega y Dinamarca lo hicieron hasta 1814.
    Pero caminar por Malmö y cualquier otra ciudad nórdica deja ver lo cercanas que estas naciones han estado desde la era vikinga, tanto así que la única diferencia entre las banderas de Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia e Islandia son sus colores.
    Tomé la famosa calle de Lilla Torg, uno de los lugares preferidos por los turistas. El paseo está orillado por bajos edificios de ladrillo y madera que recuerdan un poco a los pueblos alemanes. Una cerveza bajo el sol primaveral era necesaria para aquella tarde.

    Pero el sitio elegido fue la Stortorget, el corazón de Malmö. Es la plaza central desde la cual se empezó a construir el resto de la ciudad en época de los daneses. Antiguamente se utilizaba como mercado. Hoy, con el Ayuntamiento y una estatua de Carlos X Gustavo, es un sitio de encuentro de locales y turistas para disfrutar de la vida que Malmö ofrece.

    El canal de agua salada que rodea al centro histórico lo divide de la estación central de trenes y autobuses, ubicada en el Västra Hamnen, donde me encontré nuevamente con Andreas para pasar la tarde antes de que volviera al trabajo.

    El puerto occidental de Malmö tuvo su auge con una multitud de fábricas, siendo uno de los principales puertos que unía al mar Báltico con el mar del Norte. Pero la crisis de los 70s llevó a las empresas a la bancarrota.
    Pero tras el cierre de las compañías marítimas, Västra Hamnen no quedó en el abandono. Al contrario, la ciudad supo aprovechar el hermosos espacio junto al mar y lo convirtió en una lujosa zona residencial.

    Centros comerciales, edificios de viviendas, rascacielos, un paseo marítimo y hasta instalaciones de la Universidad de Malmö se ubican ahora en la extensa área junto al Báltico en la que todos quisieran vivir.

    El más famoso de sus edificios es el Turning torso, un rascacielos neofuturista diseñado por el español Santiago Calatrava, que posee el título, nada más y nada menos, que del rascacielos más alto de Escandinavia y el primer edificio retorcido del mundo. Cuesta trabajo imaginar vivir en un apartamento de tal estilo.

    Nos alejamos un poco de Västra Hamnen hacia la playa Ribersborg, un largo corredor de arena y jardines desde los que el puerto occidental parece pequeño.

    Al girar la cabeza al otro lado, incluso es posible ver la costa de Copenhague y el enorme puente Øresund. Nunca creí que Suecia y Dinamarca estuvieran a tan corta distancia una de otra.

    Pero Andreas me había llevado hasta Ribersborg por algo más. ¿Quieres hacer algo verdaderamente sueco? —me preguntó—. Entonces no puedes irte sin haber visitado un sauna.
    Me llevó entonces hasta la entrada de la Ribersborg Kallbadhus, la casa de baños al aire libre ubicada justo sobre las aguas del mar Báltico.

    Aunque las saunas son usadas en prácticamente todo el mundo, su origen se remonta a miles de años en los pueblos escandinavos, principalmente en Finlandia. La palabra sauna es prácticamente la palabra de origen finés más usada en todo el mundo. 
    Los escandinavos, incluyendo los suecos, tienen una estrecha relación con las saunas. No es solo un baño, es un ritual, una tradición casi espiritual que sirve también como forma común de socialización.
    La Ribersborg Kallbadhus es una casa de baño de madera construida sobre la costa de Malmö. Es la única al aire libre en la ciudad, lo que la convierte en la más famosa de todas, y la preferida por muchos, y por Andreas también.

    Al entrar, los pasillos dividen a las personas en dos grupos, hombres y mujeres. La desnudez es algo común y no mal visto en Suecia y los países nórdicos. Aunque por respeto y tradición, los hombres y mujeres siguen separándose entre sí.

    Por supuesto, las fotografías dentro de la casa de baño están prohibidas. Así que dejamos nuestras cosas en los casilleros. Pagamos 40 coronas suecas (unos 4 euros), nada mal par un sauna tan lindo como aquel.
    El ritual comienza con una ducha para desinfectar el cuerpo y eliminar suciedades. El uso de ropa está prohibida en todo momento. Y mi inhibición, por supuesto, se hizo notar. Pero Andreas y el resto de los suecos a mi alrededor me hicieron sentir como en casa. La desnudez, como en toda Escandinavia, debería ser vista con la misma naturalidad en todo el mundo.
    Aún desnudos, la toalla y unas sandalias son necesarias para no quemar nuestros cuerpos. La sauna entera está hecha de madera y la temperatura al interior puede llegar hasta los 100°C. Así que tocar la madera con el trasero y los pies desnudos no es una buena idea.
    La principal diferencia entre una sauna turca y una finlandesa es la humedad  —me explicó Andreas—. En el baño turco la humedad es muy intensa, incluso llega al 100%. El baño finlandés es mucho más seco, y eso puede notarse al interior, donde la vista no es nula, al contrario del sauna turco. 
    Pero la enorme dificultad para respirar a una temperatura tan alta y el exceso de sudor (principal objetivo para eliminar toxinas del cuerpo) no fue la parte más complicada de aquella tarde. Después de unos minutos Andreas me invitó a salir. Al exterior, junto al mar, con la fría brisa del mar Báltico golpeando mi cuerpo desnudo.

    Estás loco —le dije—. Aunque ya era oficialmente primavera en Suecia y con el sol sobre nosotros, los vientos del Báltico son extremadamente fríos, especialmente para alguien de la costa mexicana como yo.
    No tiene caso venir a un sauna sin realizar al menos una vez el cambio de temperatura —me hizo saber—. Y tenía toda la razón. El baño de sauna consiste en cambiar al menos dos veces la temperatura corporal para estimular la circulación y eliminar las toxinas.
    Así que allí estaba, completamente desnudo frente a las aguas bravas del mar Báltico. Una escalera me invitaba a descender a un chapuzón, en las playas cuya temperatura oscilaba los 6°C.
    Andreas se aventó un clavado. ¡Vamos! ¡No lo pienses, hazlo ya! —gritó al mismo tiempo que su cuerpo temblaba de pies a cabeza dentro del mar. Y con todo el temor del mundo puse mis pies sobre la escalera, dejando mi toalla sobre el pasillo de madera.

    Primero los pies, luego las piernas, y de un solo chapuzón dejé sumergir mi cuerpo que instantáneamente se congeló.
    Luego de 10 segundos en los que no pude ni siquiera pensar, salí del mar y cogí mi toalla para secarme. ¡No puedo creerlo! —exclamé a mí mismo—. ¡Nadé desnudo en el mar Báltico en aguas de 6°C!
    Andreas salió tras de mí y me llevó de vuelta al sauna de vapor. Para ese momento, mi cuerpo se sentía aliviado, limpio, relajado, liberado. Ahora entendía por fin el concepto del sauna. Me había sumergido no solo en el mar Báltico, sino en el estilo de vida común de los habitantes escandinavos.
    Al final de la tarde, sentí que mi cuerpo flotaba. Había perdido pesadez, no sentía frío, calor, cansancio ni estrés. El sauna me había mostrado las maravillas por las cuales su fama llegó mucho más allá de la península escandinava.
    Andreas volvió al trabajo y yo a su apartamento para una última cena en casa. Al siguiente día me embarcaría en una travesía hacia el otro lado de la península, para salir por un tiempo de la Unión Europea, no así de Escandinavia y sus increíbles tradiciones nórdicas.
  14. AlexMexico
    Ser miembro de Couchsurfing comenzaba a rendir verdaderos frutos durante mi primer viaje en Europa. Había ahorrado una enorme cantidad de dinero en comparación a lo que hubiese pagado en hostales. Aunque para ser sinceros, ese dinero no existía. Mi presupuesto se acortaba cada vez más y lo reservaba exclusivamente a la comida y a cualquier emergencia.
    Si bien al llegar a España había experimentado ya la sensación de un reencuentro con amigos a miles de kilómetros de mi hogar, estaba por vivir la primera experiencia real de un intercambio Couchsurfing (para los que no conozcan la comunidad, echen un vistazo a su página web).
    Unos ocho meses atrás, cuando apenas llevaba unas cuantas semanas inscrito en la comunidad, había hospedado en mi ciudad natal a Maciek, el primer polaco que tuve el gusto de conocer.
    Un aventurero de 27 años, Maciek había recorrido los miles de kilómetros desde Ushuaia (el poblado humano más al sur del planeta, ubicado en la punta meridional de Argentina) hasta llegar a mi ciudad, Veracruz, en la costa este mexicana. Todo ello sin gastar un solo centavo en transporte, valiéndose solo de su dedo pulgar para conseguir rides en la carretera.   
    Y los cuatro días en mi casa no fueron su último destino. Alcanzó la punta norte de Alaska en menos de ocho meses desde su partida.
    Su historia y su capacidad de hablar casi siete lenguas distintas (polaco, inglés, rumano, ruso, español, portugués y francés) maravillaron a mi familia y amigos. Y a mí, por supuesto.
    Y al otro lado del mundo, a 10 000 kilómetros de Veracruz y sus calientes playas, ahora en medio de la nieve y de un crudo invierno, Maciek me había escrito para invitarme a visitar su ciudad: Cracovia.
    De hecho, él era oriundo de Toruń, al norte de Polonia. Pero vivía ahora con su novia en un apartamento de Cracovia trabajando como diseñador independiente.
    Por mi parte, había encontrado un trayecto en bus bastante barato desde Budapest, ciudad encantadora de la que partí para despedir el mes de enero.
    Y sin esperar nada más que nieve por las ventanas, atravesamos Eslovaquia para adentrarnos en Polonia, un histórico y olvidado país del que poco se sabe, más allá de su destrucción en la Segunda Guerra Mundial.
    Ansioso por descubrir más a fondo sus rincones llegué, otra vez, con una hora de retraso a la estación. Pero Maciek había aguardado pacientemente por mí.
    Caminamos hasta su casa al sur de la ciudad, atravesando el río Vístula, que divide Cracovia en dos.
    Me presentó a su novia, quien me recibió con mucho entusiasmo, sabiendo ya que yo había hospedado a su novio meses atrás en México. Me preparó un té y me dejó instalarme en el sofá de su sala, junto a su simpático gato.
    La noche no tardó en caer, que en el invierno polaco es a las 16 horas cuando el sol se oculta sin dejar nada más que la fría y oscura nieve.
    Menos mal que tenía compañía, y no tenía que pasar aquella tenebrosa noche solo en un hostal.  Y para amenizar un poco más las cosas Maciek y su novia invitaron a dos amigas suyas a casa, una de ellas una polaca judía nacida en Londres, a donde sus abuelos habían huido antes de la invasión nazi.
    Aquella chica, de la que lamentablemente solo conservo una foto y no su nombre, nos invitó a su peculiar apartamento a beber una botella de vodka, brindándome así la mayor experiencia polaca de mi vida. Vodka en la nieve.

    Y si tuviera que describir su casa en una palabra sería “acogedora”. Para decirlo más fácil, se trataba de un ático. La parte alta de una antigua casa de madera con dos piezas (salón y cuarto) decorada con velas, lámparas tenues, columpios colgantes del techo inclinado, tapetes árabes e instrumentos alternativos. Sin duda alguna se trataba de un grupo de amigos hipster.

    Una cámara análoga, una lista de películas poco conocidas, fotografías antiguas en las paredes, drinking games que trataban problemas existenciales…
    Yo no me opuse a nada. Después de todo, de eso se trataba un intercambio cultural. Mi último momento con Maciek había sido bailando música latina en el Festival de Salsa de Veracruz y bebiendo cerveza vestidos en bermudas y sandalias en el balcón de mis amigos. Ahora me tocaba sumergirme en una fría noche hipster con polacos. Son las cosas de la vida.
    La siguiente mañana Maciek me llevó a un mercado de pulgas, donde encontré algunos utensilios viejos que databan de la época comunista, en que la Unión Soviética gobernaba el país. Luego de ello estuvo dispuesto a enseñarme un poco de la ciudad que ahora le acogía.

    Cracovia no es la capital de Polonia, pero es un nombre que, por lo menos, a muchos les suena conocido.
    Es la segunda ciudad en tamaño, población e importancia en el país, después de Varsovia. Un punto de referencia cultural, estudiantil e industrial para el este europeo.
    No por nada fue una de las ciudades que muchos emigrantes eligieron cuando arribaron a esta zona del continente, entre otros los judíos.
    Aunque todos conocemos la trágica historia que vivió Polonia de 1939 a 1945, en especial la comunidad judía ante la invasión de los nazis, el barrio judío de Cracovia, Kazimierz, es uno de los que quedaron en pie después de la Segunda Guerra Mundial.

    Así, en Kazimierz algunas sinagogas todavía se yerguen en su esplendor, casi intactas. Aunque hoy ya no es un vecindario exclusivamente judío, una de las sinagogas todavía está abierta al culto.

    Las calles de Kazimierz son también el lugar donde se grabaron las escenas urbanas de La lista de Schindler, el filme de Steven Spilberg que mereció el Oscar a la mejor película en 1993.

    De hecho, la fábrica real (Deutsche Emailwaren Fabrik) donde Oscar Schindler empleó a miles de judíos para salvarlos de ser deportados a los campos de concentración, se encuentra al sureste de Cracovia, convirtiéndola en otra atracción turística.
    Cracovia es también el lugar donde crecieron celebridades como Karol Józef Wojtyła (el Papa Juan Pablo II) y Roman Polanski (director de El pianista), quien de hecho fue un sobreviviente judío del gueto durante el holocausto, cuyos padres fueron asesinados en Auschwitz.
    Pero las cosas en Cracovia no son del todo malas. La historia es solo cosa del pasado. Así que Maciek se encargó de mostrarme su mejor cara. Y eso incluía, por supuesto, la comida.
    Me llevó entonces a un pequeño puesto que parecía ser de comida rápida, en el centro de la ciudad. Me contó que era el mejor sitio para probar el platillo estudiantil por excelencia: la zapiekanka.

    No es nada complicado. Se trata de medio pan tipo baguete servido con algún tipo de carne, embutido o champiñones, queso derretido, vegetales y kétchup para decorar.
    No es el mejor platillo del mundo, pero sacia el hambre por solo 10 eslotis (unos 2.5 euros).
    Luego de comer Maciek tuvo que dejarme para volver a casa a trabajar. Así que me dije a conocer Cracovia por mi cuenta.
    Me dirigí primero al sur del centro histórico, donde se distingue desde lejos la colina de Wawel. Y en su cima se alza uno de los mayores elementos históricos de Polonia: el Castillo de Wawel.

    No muchos saben la fuerza que alguna vez poseyó el Reino de Polonia, que durante más de 700 años gobernó más allá de los territorios que actualmente posee el país, hasta que en el siglo XVIII fue repartido entre las tres potencias adyacentes: los imperios de Prusia, Austria y Rusia.
    Y como todo reino en Europa, Polonia tuvo su propio castillo amurallado que sirvió como residencia para la familia real.

    El Castillo de Wawel fue por tanto el centro político del Estado durante muchos siglos, y hoy permanece orgulloso como muestra de una nación que ha resurgido de las cenizas repetidas veces.

    Polonia no solo se vio invadida por las potencias extranjeras durante los siglos XVIII y XIX, sino durante la Segunda Guerra Mundial con el Tercer Reich Alemán y durante la Guerra Fría, como una república satélite de los soviéticos.
    Hoy el gobierno conserva cuidadosamente el complejo del castillo, que alberga un enorme museo de arte.

    Es difícil describir el castillo en pocas palabras, ya que por las repetidas guerras que ha sufrido la ciudad durante su historia el conjunto de edificios que se agrupa alrededor de un patio central ha sido modificado constantemente.
    Así, mientras las murallas tienen un estilo medieval románico, muchas construcciones lucen fachadas completamente renacentistas o góticas.

    Pero sin duda el edificio que más destaca entre todos es la Catedral de San Wenceslao y San Estanislao, mejor conocida como Catedral de Wawel.

    Se trata del santuario religioso más importante de Polonia, ya que en su interior fueron coronados todos los reyes del antiguo reino.
    A primera vista me pareció un grupo de torres separadas. Pero todas forman parte del mismo templo.

    Esto se debe a la cantidad de reformas que añadieron los distintos monarcas a lo largo de sus más de mil años de historia, cuando el cristianismo llegó a Polonia, siendo hoy uno de los países más fuertemente católicos del mundo.
    Los estilos arquitectónicos que más saltaron a mi vista fueron el gótico y el renacentista, testigos de los distintos gustos artísticos de cada época.

    El conjunto de Wawel fue declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, al igual que el antiguo barrio de Kazimierz. Ahora me faltaba conocer el resto del patrimonio que la ciudad resguardaba en su centro histórico.
    Por suerte la nieve había ya comenzado a derretirse, haciendo un poco menos difícil mi paseo por las calles. Aunque, sinceramente, a veces prefería la nieve densa que la nieve a medio derretir, una insoportable trampa para mis pies.

    No obstante, pude disfrutar de mi caminata sin copos de nieve ni viento que golpeasen mi cara, sintiéndome libre de mirar a todos lados para estudiar cada detalle de la antigua Cracovia de hoy.

    A diferencia de ciudades como Berlín, muchos de los edificios en Cracovia permanecen intactos tras los horrores de la guerra, dejando al descubierto las maravillas arquitectónicas de la urbe.

    Desde iglesias góticas medievales hasta lujosas viviendas renacentistas.

    El corazón de la metrópoli lo marca sin duda la gran Plaza del Mercado, la plaza medieval más grande de Europa.

    Su nombre se debe al edificio que se posa en el medio. El Sukiennice, o Lonja de los Paños, es una síntesis de la arquitectura polaca, donde por muchas décadas se llevó a cabo el trueque comercial de productos tan diversos como especias, textiles, seda, cuero y minerales, lo que demuestra el poder económico que alguna vez poseyó Cracovia.
    Al este de la explanada se encuentra otro monumento religioso de suma importancia para la ciudad. La Basílica de Santa María.

    Otro deleite del gótico polaco, su peculiaridad está en la desigualdad de sus torres, que resguardan una leyenda.
    Se dice que ambas fueron construidas por dos hermanos arquitectos, quienes hicieron una apuesta para ver quién construía la torre más alta en menos tiempo. En la faena, uno de ellos mató al otro. Tiempo después, el homicida arrepentido se tiró desde la torre que él mismo construyó.
    Verdad o mentira, es otro ícono distintivo de Cracovia que marca una estampa para cualquier turista que, como yo, recorre la inmensidad de su patio central.

    Y del otro lado, al oeste de la Lonja, se posa majestuosa una torre barroca que vigila la totalidad de la villa.

    Se trata de la Torre del Ayuntamiento, el único vestigio que queda del antiguo palacio de gobierno local de Cracovia, que hoy sirve como sala de exposiciones permanentes sobre la Plaza del Mercado.
    Finalmente caminé rumbo al norte para toparme con un trozo de la antigua muralla de la ciudad.

    La barbacana es uno de los últimos recuerdos de lo que alguna vez fue una de las metrópolis medievales más poderosas del este europeo.

    Al volver a casa de Maciek y atravesar el río tuve una increíble vista nocturna del Castillo de Wawel, una perfecta postal para recordar lo mejor de Cracovia.

  15. AlexMexico
    Uno de mis mayores retos estaba por cumplirse, al lograr salir de Suiza sin haber vaciado mi cuenta bancaria y todavía con dos países frente a mí.
    Junto a la central de trenes de Zúrich, en un extenso estacionamiento, aparcaban tres autobuses verdes frente a los que esperábamos un grupo de diez personas. En Europa las terminales de buses al aire libre son cosa común. Y solo bajo un diminuto techo nos refugiábamos de la fría noche.
    Un par de argentinos volvían a reafirmar su prototipo. Mochileros cargando instrumentos musicales y un porro de marihuana que me ofrecieron y preferí rechazar.
    Aunque ese churro me prometía una noche de sueño sin interrupciones, no podría cambiar lo que estaba por venir.
    A las 10 de la noche abordé mi Flixbus hacia Innsbruck, una perdida ciudad al oeste de Austria que no quería dejar pasar. Aquella empresa de transporte me había sorprendido con sus precios tan bajos por toda Europa y era, por supuesto, la opción más barata para cruzar la frontera suiza.
    El arribo a Innsbruck estaba pronosticado hacia las 6:30 a.m. Y así, me dispuse a dormir y ahorrar una noche de hospedaje.
    Pero a las 3 de la mañana las luces se prendieron. El conductor detuvo el vehículo en un oscuro parking y todos empezaron a bajar.
    Mis ojos apenas podían abrirse. Me puse mis lentes para ver algo más que lagañas y nubosidad. Bajé del bus con mi boleto en mano y pregunté al chofer qué estaba pasando.
    “Esta es la última parada”, dijo. “No, yo compré mi boleto hacia Innsbruck”, repliqué. “Es otro bus. Tienes que esperar hasta las cinco”.
    Aquella era una dura lección de viaje. Siempre leer los detalles del traslado. Mi boleto era, efectivamente, un viaje sencillo de Zúrich a Innsbruck. Pero incluía una escala de dos horas en Múnich, Alemania.
    ¿Cuándo había yo visto un viaje en bus con conexiones de ese tipo? Las cosas no funcionan siempre como en mi país. Y no quedaba más remedio que esperar dos largas horas en una perdida terminal de Múnich, a donde había planeado viajar dos días después.
    ¿Qué hacer a las 3 de la fría madrugada en Múnich? No hay muchas respuestas. Pero de unas escaleras se veían bajar grupos de jóvenes, que parecían venir (o ir) de fiesta.
    Subí para saber qué se escondía sobre el montón de coches estacionados. Un supermercado y algunas tiendas cerradas. Pero hay afortunadamente una marca que ha pensado en todo: Mc Donald’s.
    Si debo dar una medalla a dos marcas que han salvado mis viajes esas son Mc Donald’s y Starbucks. Siempre que se necesite un techo donde escapar del frío, un baño limpio o internet gratuito, ellos dos estarán en una esquina no muy lejana. Muchas veces a cualquier hora del día.
    Y para los jóvenes alemanes Mc Donald’s no es más que la mejor y única opción donde encontrar algo que comer luego de una noche de cerveza y electrónica.
    Una hamburguesa y 1 hora de wi-fi gratuito después, bajé de vuelta a la terminal para abordar mi bus. Esta vez esperaba que fuera el definitivo, sin más escalas sorpresas que me despertasen en el camino.
    Antes de las siete, cuando todavía no salía el sol, llegamos a Innsbruck. La mañana era muy fría, y en la densa oscuridad podía ver ligeramente la silueta de las montañas que rodeaban la ciudad. Era la razón por la que viajé con tanto esmero hasta esa remota villa alpina.
    Innsbruck es una ciudad pequeña. No muchos couchsurfers pueden encontrarse allí. Y consecuentemente, ninguno de ellos pudo acogerme durante mi visita. Fue el momento entonces de descubrir una nueva forma de alojamiento.
    Llegando a Francia abrí una cuenta en AirBnB. Mi compañero de piso en Lyon estaba inscrito como huésped, y algunos amigos en México ya lo habían probado. Para mí no era más que un Couchsurfing pagado.
    Y como los hostales en Innsbruck parecían no bajar de los 50 euros (al menos en esa época del año), AirBnB sería mi respuesta. Por solo 16 euros la noche, Rashed me hospedaría en un pequeño apartamento no muy lejos del aeropuerto.
    Aunque los check-in suelen ser a partir del mediodía, Rashed me recibió a las 7 a.m. No tenía dónde dejar mi mochila. Además, una buena ducha no me venía nada mal después del agotador viaje nocturno.
    Rashed parecía un chico solitario. Hacía una maestría en la Universidad de Innsbruck y sus días los pasaba estudiando. Pero tras una pequeña charla me mostró una dura y actual cara de Europa. Rashed era sirio.
    Hacía ya algunos años que había escapado de su país. El gobierno austriaco lo había ayudado otorgándole una beca y un apartamento para que pudiera continuar su vida lejos de Damasco.
    Afortunadamente su familia estaba bien. Vivían ahora en Alemania, separados de su hijo y de la vida que alguna vez forjaron en un país que ahora está destruido por la guerra.
    Los refugiados se han convertido en un tema común en Europa. Aunque la apertura de muchos países para recibir extranjeros es algo que alabar, el éxodo en pleno siglo XXI es una cosa dura de creer. Pero Rashed y su historia me mostraron la realidad. Y AirBnB era una forma para él de conocer gente nueva y distraerse en una ciudad totalmente opuesta a la que lo vio nacer.
    Por suerte para mí, una ciudad opuesta a la mía era justo lo que estaba buscando. Y sin desaprovechar mi único día de visita, salí a conocer Innsbruck desde antes de que su gente despertara.
    Pocas personas han oído hablar de Innsbruck, apesar de ser una de las ciudades más importantes de Austria. Pero para los que la conocen lo hacen por una razón: los Alpes.

    Innsbruck se encuentra justo en un callejón ladeado por la cordillera de los Alpes, las montañas más grandes de Europa. Y no era otra la razón por la que aquella remota villa me había atraído hasta sus suelos.

    No importa por dónde caminara, las montañas estaban allí. Observando todo. Vigilando la ciudad. Dibujando su silueta sobre un hermoso cielo azul que me sonrió esa mañana.
    Innsbruck es el sitio ideal para los amantes de los deportes de invierno. Yo no soy uno de ellos. Y el otoño, para mí, era el momento ideal para visitar aquellas majestuosas montañas que resguardaban un etéreo frío en su valle interior. Nada que no pudiera soportar después de mis anteriores viajes por Europa.
    Con un escaso conocimiento de las actividades específicas que en Innsbruck podía hacer, decidí caminar hacia el centro histórico para buscar la oficina de información turística.
    La corriente del río Eno podía escucharse desde lejos y dejaba al desnudo la placidez de la que goza la ciudad. Y desde cualquiera de sus orillas la vista era increíble.

    Tras cruzar uno de sus puentes, el centro histórico de Innsbruck no tardó en aparecer y mostrar su cara más colorida.
    Los edificios barrocos y modernistas demuestran lo mucho que sus habitantes se han preocupado por conservar su pasado lo más intacto posible.

    Y no por nada Innsbruck sigue siendo un enorme punto turístico de Austria. No muchas ciudades pueden ofrecer un hermoso casco viejo con un lienzo de montañas como imagen de fondo.

    Los negocios alrededor de la calle Maria-Theresien apenas abrían sus puertas cuando yo ya había tomado la mayoría de mis fotos.
    En medio de ella la columna de Santa Ana se posa como uno de los principales monumentos de la ciudad, coronando las antiguas edificaciones que la custodian.

    Entre ellas está la Casa Helbling, una famosa y lujosa morada que data de la Edad Media y que fue redecorada al estilo rococó.

    Pero el más famoso de todos los monumentos es el simpático tejadillo de oro.
    Un balcón mandado a construir por el emperador Maximiliano I y que fue recubierto con tejas originales de cobre doradas al fuego. Sin duda, una excéntrica manera de poseer el mejor de los miradores de Innsbruck en aquel entonces.

    Frente al tejado corre la avenida principal del centro, que se flanquea por construcciones góticas, cuyas arcadas hasta el día de hoy alojan a mercantes que tratan de ofrecer lo mejor de Innsbruck a los locales y turistas.

    A solo unos metros detrás de sus callejones se asoma el palacio imperial, otra obra de Maximiliano I.
    Innsbruck es la capital de Tirol, estado austriaco que alguna vez fue un principado. El palacio imperial sirvió como residencia de los príncipes en tiempos del Imperio Romano-Germánico y del Imperio Austrohúngaro. Y hoy parece como si el tiempo simplemente no hubiera pasado.

    Como todo palacio imperial de Europa, el de Innsbruck es poseedor de un extenso jardín imperial, que sirvió para el recreo de la familia real alguna vez.

    Toda la belleza del centro histórico de Innsbruck parecía destacar por sí misma. Pero algo la descollaba todavía más. Los Alpes.

    Los paisajes montañosos que atraviesan todo el centro de Europa, desde la Costa Azul francesa hasta los valles del Danubio al este, fueron unos de los puntos estratégicos de las civilizaciones que allí se establecieron.
    Innsbruck está justo en el medio de dos subcordilleras. La Nordkette al norte y la Patscherkofel al sur, ambas de más de dos mil metros de altura (aunque nada comparado con mi viaje a las alturas de los Andes, a mucho más de cuatro mil).

    La situación de Innsbruck la dota de un clima boreal. Así, la nieve nunca desaparece de sus picos montañosos.
    Y aunque una Innsbruck cubierta en nieve debe tener su encanto, para mí no había nada mejor que un suelo seco y un cielo despejado. Así que la pregunta obligada surgió. ¿Se podría subir a las montañas?

    La oficina de turismo podía asemejarse fácilmente a una librería. Con folletos en vez de libros. Pases de un día a una semana ofrecían los highlights de la ciudad. Pero nada de eso me interesaba. Yo quería ir a la montaña.
    La única opción que los empleados me daban era la joya turística de Innsbruck: el teleférico a Nordkette.
    Desde hace ya varios años subir hasta lo más alto de la cordillera que rodea Innsbruck en su zona norte es sumamente fácil gracias al teleférico. Desde el centro de la ciudad en tan solo 20 minutos se puede alcanzar la cima.
    Pero, como era de esperarse, el precio no era el más asequible. Un viaje ida y vuelta rondaba los 35 euros. Solo transporte incluido.
    Cogí un mapa y salí un poco decepcionado. Aunque la verdad no me había sorprendido. Pero las montañas seguían ahí, vigilando todo. Y me llamaban a gritos que no era capaz de ignorar.
    Así que crucé el río y caminé cuesta arriba. Seguiría el cable funicular hasta donde me fuera posible. La primera estación era en el zoológico alpino y parecía no estar muy lejos.
    Las laderas de los Alpes parecían el lugar preferido para muchos de los residentes de Innsbruck, que las habían elegido como lugar de vida permanente.

    La mayoría de aquellas casas simulaban una cabaña, dotando a Innsbruck de un paisaje 100% alpino, si se ignoraban las construcciones modernas.

    Desde el zoológico el camino se volvía más agotador. Cada vez había menos calles y quedaban los senderos de tierra, preferidos por ciclistas y montañistas, deportes bastantes comunes en Austria.
    Para ese entonces estaba ya bastante oxidado. Hacía tiempo que la altura no era parte de mi vida y subir senderos de montaña no era algo que hiciera seguido.
    Mis esfuerzos me llevaron hasta la siguiente estación, Nordpark, cuya estructura simula los techos de un glaciar.

    La gente que paga su ticket puede subir y bajar del funicular en las estaciones de escala. Y lo hacen no solo por admirar la escultura de metal. Lo mejor de Nordpark es su mirador.

    Su poca altura es ya suficiente para ofrecer una vista panorámica espectacular de la ciudad y de la cordillera Patscherkofel.

    El río Eno queda al descubierto y muestra su intenso color azul, cuyas aguas resbalan desde las cumbres nevadas que así presumen su pureza.

    Un bocadillo en la terraza de Nordpark fue sumamente relajante. Pero hacía falta ahora voltear atrás.
    Las montañas se hacían mucho más escarpadas. Los cables del teleférico se hacían cada vez más verticales. Y a la vista ningún sendero o escaleras hacia la cima parecían invitarme a subir.

    Las últimas paradas, Seegrube y Hafelekarspitze estaban a más de 2000 metros de altura y prometían las mejores vistas y actividades en toda Innsbruck. Un restaurante, bares y hasta una discoteca en las alturas. Una estación de ski, actividades deportivas, un iglú artificial. Toda una pequeña ciudad en lo alto de los Alpes.
    Pero al parecer la única forma de llegar era por el teleférico. Y ni eso me convencería de pagar 35 euros.
    Me alejé entonces un poco de la estación y dejé el teleférico atrás. Seguí a un grupo familiar que caminaba por un sendero que se adentraba en el bosque. Un letrero apareció entonces: “Willkommen auf der Nordkette”, dando la bienvenida a Nordkette.

    Tras él, un mapa dibujaba la telaraña de senderos que se tejían por el bosque de montaña. Y aunque poco conocía hasta dónde me llevarían, no dudé en adentrarme y conocer más de cerca las montañas de Nordkette.

    Los primeros pasos me llevaron hasta algunos restaurantes y resorts en mitad del bosque a los que se puede llegar todavía en automóvil. Son sitios perfectos para un domingo familiar.
    Pero al rebasarlos el bosque se hacía más denso por varios kilómetros, y la ciudad desaparecía entre el saturado follaje.

    Por el contrario, las montañas parecían acercarse, y sus serpientes de nieve se hacían más visibles mientras la tarde avanzaba.
    Las horas se me habían ido volando. Y una caminata solitaria por el bosque era justo el pretexto perfecto para no fijarme en la hora.

    Todo allí era paz. La naturaleza en su máximo esplendor. Una ciudad así era de envidiarse. Era imposible pasar un fin de semana aburrido con tal cantidad de senderos por recorrer.

    Los ciclistas me rebasaban cada diez minutos. Al parecer yo era de los pocos que se habían sumergido tanto sin un vehículo conmigo. Menos mal que mis botas todo terreno soportaban hasta lo peor.

    El calor comenzó a sofocarme y me obligó a quitarme los abrigos. Una y otra vez. Así es el montañismo. Así es sudar en un clima hemiboreal.
    Los colores alpinos no dejaban de sorprenderme. Y sus tonos otoñales me hacían saber que aquel viaje en octubre fue la mejor decisión que pude haber tomado.

    Todo aquello era algo difícil de encontrar en mi país. Quizá viajar 10,000 km no era necesario, pero indudablemente jamás me arrepentiría.

    El laberinto de caminos me llevó hasta una solitaria iglesia que también servía de parking. Los coches me anunciaban que estaba de vuelta en la ciudad.

    Eran casi las 4 de la tarde, y había recorrido unos 10 km al pie de las montañas.

    Para ese entonces el calor se me había ido, y un fuerte viento helado subía desde el valle y me aventaba hacia atrás. El clima había cambiado radicalmente en un segundo y sabía que existían probabilidades de lluvia.

    Apresuré mi paso y crucé el resto de bosque casi corriendo. Cuando llegué a la ciudad un grupo de nubes negras había oscurecido el panorama.

    El viento aceleraba la corriente del río y provocaba un tenebroso zumbido en mis oídos. Momento justo para meterme a un restaurante, comer una hamburguesa y tomar una buena cerveza.
    Antes de que oscureciera volví a casa de Rashed para tomar un baño y relajarme en la calefacción. No quería dormir tan tarde. Un bus aguardaría por mí el siguiente día para llevarme a la frontera norte de vuelta con sus vecinos los alemanes.

    Los Alpes me habían maravillado más de lo que esperaba. Ahora era tiempo de que un castillo de cuentos lo hiciera.
  16. AlexMexico
    A tan sólo dos horas de mi ciudad se encuentra la capital del Estado de Veracruz: Xalapa.
    A pesar de nuestra cercanía, ambas ciudades son muy distintas. Si bien el puerto de Veracruz se ha posicionado como un sitio turístico de playas, fiestas, mariscos y baile, Xalapa, que ostenta el título de "ciudad de las flores", ofrece un ambiente más dirigido a la oferta de establecimientos y eventos culturales, como cinetecas, obras de teatro, arte callejero y música.

    No es de extrañarse, pues es la sede de la Universidad Veracruzana, y resaltan sobre las demás, la facultad de humanidades y la facultad de artes, que se ven llenas de jóvenes al estilo hipster, hippie y alternativo, que gustan de este tipo de ofertas.
    Xalapa, con su clima templado húmedo y su paisaje rodeado de montañas y bosque, es la ciudad ideal para alojar al Hay Festival, un encuentro cultural donde se reúnen literatos, cineastas, artistas visuales, músicos, periodistas y ecologistas en mesas de diálogo, y tratan temas de vanguardia para cada especialidad.

    Asistí con un amigo a la primera edición del festival, que se llevó a cabo en octubre del 2011. Cuál fue nuestra sorpresa al encontrarme allí a la mitad de mis compañeros de carrera (que está en Veracruz). Así que decidimos unirnos con algunos para pagar juntos una noche en un hotel barato.
    Xalapa es una ciudad de calles empinadas, pero es mágico caminar entre ellas. Pasadizos estrechos y callejones repletos de puestos ambulantes que venden pulseras, incienso, tatuajes, artesanías, té, café, utensilios esotéricos y libros.

    Cafeterías, pizzerías, restaurantes y bares. Todo a precios bastante económicos, precios que nunca he podido hallar en mi ciudad natal.
    Personas vestidas de maneras extravagantes; faldas largas y coloridas, bufandas a cuadros, rastas en el pelo, sandalias bajo la lluvia...
    Había visitado Xalapa en repetidas ocasiones. Pero hacerlo durante el Hay Festival tiene su propio encanto. Puedes ir caminando por la acera y toparte a tu escritor favorito, al director de cine que tanto admiras, al poeta que te inspiró a declararle el amor a tu pareja o al músico de tus sueños.

    A mí me pasó algo curioso. Después de asistir a varias conferencias, terminé por error en una a la que no deseaba asistir. Ni siquiera la había visto en el programa. Se trataba de una ponencia de un caricaturista neoyorkino, llamado Peter Kuper. Presentó su libro "Diario de Nueva York" y el más reciente hasta entonces "Diario de Oaxaca". Su ilustración me cautivó tanto que terminé por comprar ambos ejemplares. Después de leerlos, me enamoré de su trabajo.
    Creo que el Hay Festival es una buena manera de descubrir algunas pasiones perdidas y de reforzar las habidas. El acercamiento a personalidades que a veces vemos lejanas a nosotros puede poner nuestros pies en la tierra y observarlos como los seres humanos que son.
    Pero si no tienen la oportunidad de visitar Xalapa durante los días del Festival, ofrece muchas cosas en todas las épocas del año. Un museo interactivo de ciencia y tecnología. El museo de antropología e historia más importante del estado. Un campus universitario enorme, verde y floreado, con lagos en el medio e infinidad de salas de exposición y sitios de interés. Además, alrededor de la ciudad hay un sinfín de opciones para la recreación, como el Cofre de Perote (un volcán extinto de 4,280 msnm) Coatepec (un pequeño y mágico pueblo) y las cascadas de Xico, de las que hablaré en otra ocasión.

  17. AlexMexico
    Después de la primera y helada noche en Granada, tras un día entero de recorrer su centro histórico durante el Día de Todos los Santos (lo equivalente al Día de los Muertos en México) mi susto por planear escasamente el viaje en una temporada alta había pasado.
    Henar y Alex habían sido quienes me habían invitado, y con quienes había viajado desde Madrid. Mas poco sabían de la enorme lista de espera que genera visitar el principal atractivo de la ciudad, que resulta ser el más visitado de toda España. De tal suerte que arribamos a Granada sin boletos para acudir a la Alhambra, mientras la totalidad de la metrópoli se hallaba atestada de turistas por el puente vacacional
    Pero la fortuna nos sonrió, y un día antes conseguimos tres pases en un dispensador de una tienda local
    Así, me levanté en el que sería mi último día en la perla del sur español con todo el ánimo del mundo. Tomé una ducha y un ligero desayuno en el piso de Sergio (un primo de Henar que nos había dejado todo el apartamento a nuestra disposición).
    Pero Henar y Alex no parecían tener el mismo entusiasmo que yo Había olvidado por algunos minutos lo que para Henar significaba levantarse temprano  Aquello era casi sinónimo del ahorita mexicano (un periodo de tiempo prácticamente desconocido) que ella había conocido un año atrás.
    Ambas se habían desvelado charlando en el balcón, y las cálidas sábanas parecían no dejarlas mover un solo músculo
    Comenzaba a desesperar. Y es que la demanda turística es tan fuerte que el Patronato de la Alhambra controla a la perfección el acceso limitado de personas por día al monumento, con el fin de conservarlo en buen estado. De esta forma, el horario indicado en el boleto es el único horario en que se puede ingresar al recinto. Y si no estaba a las 10 a.m. en la entrada, jamás me perdonaría haber perdido mi oportunidad de verlo con mis propios ojos
    Así que Henar no quiso mentir, y me invitó a acudir yo solo, en vista de lo poco probable que era que con ellas llegase temprano Intentaría vender sus boletos a alguna pareja que encontrase y así recuperar algo del dinero.
    Y con mi cámara y tres tickets en mi mochila comencé a caminar rumbo al este de la ciudad. La mañana era soleada y parecía que Granada me ofrecería hermosos paisajes aquel día

    Caminando por Granada
    La Alhambra se emplaza en lo alto de una colina al oriente de la mancha urbana, justo al sur del distrito del Albaicín, desde donde un día antes había tenido perfectas vistas nocturnas del complejo

    Vista nocturna de la Alhambra desde el Sacromonte, Albaicín
    Y desde el Paseo de los Tristes, una hermosa avenida al pie del cerro donde me topé con un bailarín de flamenco, tomé un largo y empinado sendero cuesta arriba, que lleva directo hasta la Alhambra.

    Existen dos entradas para los visitantes, una libre y otra de paga. La libre permite acceder solamente a los pasillos exteriores y apreciar los monumentos desde fuera. Es por la de paga donde se permite el acceso a cada uno de los múltiples componentes del recinto.
    La Alhambra es una especie de ciudadela, llamada ciudad palatina. Esto quiere decir que, más allá de un solo palacio, es una ciudad en sí, con calles, bloques, edificios y una muralla que la rodea.
    Aunque se estima que en aquella colina se habían erigido ya algunas construcciones en tiempos de los romanos, fueron los musulmanes quienes dieron forma a este monumental Patrimonio de la Humanidad.
    La ciudad de Granada tiene una larga e interesante historia. Es una ciudad que ha sido habitada por numerosos grupos étnicos, desde los romanos y visigodos hasta los gitanos y pueblos cristianos. Pero es indudable la potencial presencia árabe que ha dado pie a buena parte de su identidad, misma que ha influido al resto de España y de todos los países hispanos.
    Tras la invasión de la península ibérica en manos de los moros, se creó el Emirato de Córdoba (posterior Califato de Córdoba) que finalmente se dividió en varios reinos islámicos llamados taifas después de una guerra civil. Uno de ellos fue el Reino de Granada, dominado desde el siglo XIII por la dinastía nazarí.
    Fue durante el Reino Nazarí, específicamente con su fundador, Muhammad I Al-Ahmar, que los sultanes deciden retomar las ruinas de esta vieja colina y erigir allí lo que sería su hogar por las próximas décadas. Y vaya hogar que se montaban aquellos reyes.
    En la punta sur de la ciudadela se halla el pabellón de acceso, bastante bien controlado por guardias de seguridad con un escáner automático, y donde se ofrece todo tipo de información turística. Allí conseguí que dos australianos pagaran 10 euros cada uno por los tickets que Henar y Alex no usaron (el precio normal fue de 14 euros).
    Y con un poco de plata restaurada ingresé primeramente a los jardines del Generalife.
    No es de extrañarse que con siete siglos de presencia en la península ibérica los musulmanes hayan creado espacios de recreo tan dignos como los mismos jardines ingleses o los aposentos de María Antonieta en Francia

    Entrada al Generalife
    Lo sorprendente es la delicadeza y el exquisito gusto que los mismos tenían en la temprana Edad Media. Y es que el Generalife como hacienda de esparcimiento fue mandado a construir a partir del siglo XII.
    Los sultanes nazaríes se creían más que merecedores de un simétrico y arbolado espacio donde pudiesen despejar sus mentes de las obligaciones que gobernar un reino implican. Y el Generalife, al este de la Alhambra, tenía todo para satisfacerlos

    Huertos, jardines ornamentales, patios, torres, edificios, fuentes, paseos cipreses… No es necesario ser miembro de la realiza para sentirse halagado con algo tan refinadamente confeccionado

    Y el pequeño laberinto vergel y fuentes que reciben al turista en el auditorio de ingreso no es lo más asombroso que el Generalife se tiene guardado. El acceso a la parte más alta del Palacio del Generalife, que aún se mantiene en pie, ofrece un primer acercamiento al recinto de la Alhambra.

    Vista desde el Palacio del Generalife
    Y más allá de este palacio los patios y jardines siguen apareciendo en lo alto de la colina, donde los restos arqueológicos sirven de miradores. Y su nombre, el mirador romántico, es simplemente la denominación perfecta

    Una magnífica vista del ala norte de la ciudadela, segunda parada tras descansar un poco los pies
    Volví al pabellón principal, donde una pequeña puerta medieval me dio el acceso al complejo de la Alhambra, totalmente bordeada por su antigua muralla.
    Los primeros metros al sur de la ciudadela están repletos de restos arqueológicos y pequeños jardines que nos dan una remota idea de cómo se constituía aquel lugar hace siete siglos.
    Pronto aparece el Convento de San Francisco, que hoy se ostenta como un Parador Turístico. Solía ser una casa andalusí, pero fue convertida en convento tras la Toma de Granada por los Reyes Católicos en 1492.

    Convento de San Francisco
    Más adelante me topé con una capilla, Santa María de la Alhambra. Algo curioso en ella fue descubrir un cuadro de la Virgen de Guadalupe en su interior (virgen mayormente venerada en México).

    Hasta ahora, la Alhambra no parecía ser el palacio árabe del que todos hablaban, con tantos elementos cristianos en su interior Pero debía comprender que aquel sitio dejó de ser meramente islámico hacía ya cinco siglos. Y el enorme Palacio de Carlos V también me lo comprobó.

    En la parte occidental la ciudadela se yergue este castillo de base cuadrada que denota una de las principales construcciones renacentistas de España.

    Palacio de Carlos V
    Claro está, fue mandado a construir por el Rey Carlos V para él y su esposa Isabel de Portugal. Su enclave en el centro de la Alhambra simbolizó el triunfo de la cristiandad sobre el islamismo, y cambió para siempre la configuración urbanística del recinto.
    Su fachada completamente renacentista contrasta con su interior que parece transportarnos a la época romana, con un gigantesco patio circular delimitado por columnas grecorromanas, de cuyas puertas parecía que habrían de salir leones de su jaula

    Hoy en su interior existe un Museo de Bellas Artes y una sala de exposiciones temporales.
    Detrás del palacio me topé con la excepcional figura de una puerta que, ahora sí, parecía ser árabe La Puerta del vino, así como el resto de sus hermanas, permitían el acceso a todo el complejo de la Alhambra en la antigüedad. Y caminar por sus exquisitamente talladas paredes es algo que no tiene ningún precio

    Fue momento entonces de dirigirme a la joya de la Alhambra: los Palacios Nazaríes.
    En la línea septentrional del complejo se mantienen todavía en pie (menos mal) algunos de los grandes palacios que fueron mandados a construir por los sultanes nazaríes como su residencia personal en el reino, además de haber servido como sede de la corte y funciones administrativas.
    Hay dos principales palacios construidos en distintas épocas: el Palacio de Comares y el Palacio de los Leones. El primero al que se puede acceder por la puerta de los jardines es el Palacio de Comares.

    Entrada a los Palacios Nazaríes
    Yusuf I fue el encargado de erigir este magnífico aposento, que me dio la bienvenida con una bella fachada bañada en oro en el llamado Cuarto Dorado.

    Fachada del Palacio de Comares
    Lo ostentoso de la arquitectura de los nazaríes no quedaba explayada del todo con esa detallada pared brillante. Al cruzarla pude acceder al delicioso y escultural Patio de los Arrayanes. ¿Qué tiene de peculiar? La alberca que se posa en medio.

    El agua fue un elemento importante que los arquitectos de la Alhambra siempre tomaron en cuenta a la hora de confeccionarla. Pero el reflejo de ese estanque bajo la Torre de Comares y los arrayanes plantados en sus orillas es simplemente mágico, y no por nada constituye quizá la fotografía más simbólica de la Alhambra
    La torre sirvió como un salón de embajadores adornada con frases del Corán y alabanzas a Dios. Pero un pequeño pasillo al extremo sur del patio comunica con el contiguo Palacio de los Leones, que sirvió de residencia a los sultanes.

    Pasillo al Palacio de los Leones
    Fue mandado a construir por Muhammad V, quien también quiso integrar la arquitectura con el agua, siendo la función de la famosa Fuente de los Leones repartir el agua a todo el palacio.

    Patio de los Leones
    Algo curioso de este patio es que la fuente es de las pocas esculturas de animales que existen en el arte islámico pues el Corán reprueba representar cualquier ser animado, de la misma forma en que se prohíbe representar a Mahoma.
    El patio se rodea de una galería repleta de bellas columnas de mármol decoradas hasta en su más mínimo detalle  

    Si para entonces pensaba que el arte barroco involucraba demasiados detalles en su arquitectura es porque no había sido testigo de lo elaborado que el arte islámico es

    Al lado norte del patio pudimos acceder a un hermoso mirador que pudo haber sido utilizado como tocador de la reina de Portugal. Fuese o no verdad, me dio maravillosas vistas del barrio del Albaicín.

    Y al oriente, el majestuoso Partal se dejó ver en lo alto de la montaña.

    Esta edificación fungió como residencia del sultán Yusuf III, y hoy conserva una maravillosa estructura al norte de la colina.

    Una alberca de espejo, un jardín ornamental, un palacio y una torre de vigilancia conforman otra hermosa postal de la Alhambra que contrasta mágicamente con el resto de las peculiares construcciones granadinas
    Mi última parada fue al oeste de la colina, en la Alcazaba, una de las construcciones más antiguas de la Alhambra.

    La Alcazaba fue la zona militar encargada del resguardo y defensa de la ciudadela y fue constituida a lo largo del siglo XI.

    Esta parte del complejo es la que más no recordaría al concepto típico de castillo europeo, como una alta fortaleza con una Torre del Homenaje en su punto más álgido.

    Es, sin embargo, desde la Torre de la Vela, la más occidental de todas, de donde se tienen vistas maravillosas del centro de Granada

    Centro de Granada, con su catedral
    Un cuarteto de banderas ondeaban en lo alto de la torre, poniendo en manifiesto la evolución que aquella vieja ciudad había vivido durante tantos siglos.

    De la bandera de Granada y de Andalucía hasta la bandera de España y de la Unión Europea, Granada es hoy lo que es gracias a los años de su magnífica y pluricultural historia, que la vuelven la capital perfecta para estudiantes y turistas que desean conocer en un mismo lugar lo que europeos, musulmanes y gitanos pueden ofrecer.
    Granada fue el último lugar de toda la península con presencia de musulmanes, y el año de su caída (1492, que coincide con la caída de Constantinopla) marca el final de toda una era, la Edad Media. A partir de aquí, se unificarían todos los reinos cristianos de lo que hoy es España en manos de los Reyes Católicos, daría comienzo la Era Moderna con el Renacimiento de las ciencias, las artes, el conocimiento y con las conquistas europeas del continente americano.
    Granada es todo un símbolo mundial que merece ser visitado. No solo para deleitarse entre sus callejuelas, sus tapas y su flamenco, sino para comprender lo que su historia y lo que su asombrosa Alhambra representan: la unión de las culturas y el principio y fin de toda una era.
    No había mejor manera de despedirme de Granada que fotografiándola desde su majestuosa Alhambra, a donde meses después el viento me llevaría de vuelta

    Pueden ver todas las fotos de Granada en estos álbumes:
     
  18. AlexMexico
    Y no, no hay apaches ni indios pieles rojas en Teotihuacán, si es lo que están pensando. El título de mi nuevo relato se adquirió a pulso por una sencilla razón: olvidar el bloqueador solar en casa   De verdad, cada vez que visiten una ruina arqueológica ¡No olviden colocarse protector solar!
    Después de esta advertencia, haré un pequeño anuncio promocional. Uno de mis amigos españoles con el que viajé por todo México ha realizado (con mi coautoría) una serie de videos de viaje llamados "Un Mundo en la Mochila". Son videos al estilo amateur que les puede dar la oportunidad de conocer de manera diferente y más atractiva todo sobre los lugares que describo en mis relatos Así que a partir de ahora, en los relatos que lo ameriten, dejaré al final la liga del video para que le echen un vistazo.
    La ciudad de Teotihuacán es motivo de misterios, leyendas, ritos espirituales y teorías. No por nada es la zona de monumentos arqueológicos con mayor afluencia de turistas en todo México, aún más que Chichen Itzá y Palenque.
    Aunque en lo personal me han cautivado más las antiguas ciudades mayas (en relatos futuros sabrán por qué), la vividez y el brillo que emana Teotihuacán es digno de admirar desde todos sus ángulos.
    Si bien el Museo Nacional de Antropología e Historia (del cual hablé ya en mi relato anterior) tiene la colección más completa de vestigios de las culturas mesoamericanas en México, para vivirlas de verdad no hay nada mejor que verlo con sus propios ojos.
    Llegar a Teotihuacán no es nada complicado. Mis amigos y yo fuimos a la Central de Autobuses del Norte de la Cd. de México y desde ahí tomamos un autobús, que no demoró más de 45 minutos en arribar a las ruinas.
    Una vez que descendimos al sendero de tierra y nopales (no confundir nopal con cactus, búsquenlo en google) no hizo falta más que seguirlo. Después de unos minutos nos topamos con un grupo de Voladores de Papantla.
    Estos singulares hombres de origen totonaco (aunque hoy en día los hay de todas etnias) hicieron famoso su ritual religioso, que muchos piensan, fue adoptado y modificado por los aztecas para celebrar la fertilidad y acercarse al Dios del Sol.

    El rito consiste en un palo de más de 20 metros de altura; en su punta se encuentra una cruz giratoria (representa los 4 puntos cardinales) sobre la que baila el caporal, quien toca la música con un tambor y una flauta. A cada extremo de la cruz va atada una cuerda, que en su otro extremo sostiene por la cintura a un volador, quien se lanza al vacío desde la cruz cuando ésta comienza a girar. De tal forma, poco a poco los voladores van bajando mientras dan vueltas alrededor del asta, hasta llegar al suelo donde forman un círculo abierto. Sus vestimentas son muy coloridas y todo el espectáculo es realmente fantástico Además, para hacerlo, muchos de estos indígenas se preparan años, siendo más una preparación espiritual que física.

    Después de pasar a los voladores, se debe entrar por un pequeño museo para comprar el billete de admisión, que para estudiantes, ancianos y otros sectores es totalmente gratis, aunque el domingo lo es para todos (como es de esperarse, se atesta de gente).
    En nuestro caso, una chica practicante de la Escuela del Instituto de Antropología e Historia se acercó para ofrecernos una visita guiada sin costo, aunque normalmente se debe pagar por ello. Rápidamente aceptamos
    La primera visita la hicimos a la antigua ciudadela de Teotihuacán, que fue el centro político de la ciudad. En principio nos costó mucho trabajo subir algunos escalones que llevan al templo central. Una de las características de todas las pirámides en las que he estado es que tienen escalones muy altos lo que es un poco extraño, pues étnicamente los antiguos pobladores eran de estatura baja; pero probablemente esos escalones eran usados también como gradas.
    El templo central de la ciudadela es la pirámide de la Serpiente Emplumada, una de las principales deidades de las culturas mesoamericanas al que se le conoce como Quetzalcóatl. Lamentablemente esa pirámide no se puede escalar, pues ya está bastante dañada y, por tanto, reconstruida, debido a su explotación turística, y está a punto de perder su título de Patrimonio de la Humanidad.

    Aún así, el templo se puede admirar desde los escalones que bajan a su entrada. Una de las cosas que más nos maravillaron fueron las esculturas de la cara de la serpiente emplumada que se asoman por los costados. Los historiadores dicen que las plumas con las que se representa a dicho dios son iguales a las del Quetzal, el ave sagrada de los mayas que habita en la península de Yucatán. Las figuras a los lados de Quetzalcótal podrían ser el rostro de Tláloc, el dios de la lluvia.
    Más tarde, empezamos una caminata para conocer lo que fueron las casas de los ciudadanos de Teotihuacán. Algunas, las que se creen fueron zona de la aristocracia, otras para los guerreros y otras para la clase obrera. Las casas, por supuesto, lucen bastante deformadas; sólo se pueden apreciar los trazos de sus cimientos, lo que da una idea de cómo estaban divididos los cuartos por dentro.

    Cuando la guía terminó el recorrido, mis amigos y yo partimos hacia el primer objetivo: subir la pirámide del Sol, la segunda más grande en Mesoamérica.
    En el camino, nos topamos con varias plataformas que parecían pirámides a medio construir. Nos enteramos que, se cree, podían haber sido usadas por los aztecas para realizar sacrificios humanos. Así que no dudamos en actuar un antiguo sacrificio y dar gracias a los dioses aztecas por cierto, eso lo tenemos grabado.

    Cuando nos vimos al pie de la pirámide del Sol, nos quedamos con la boca abierta. Basta decir que suele ser comparada con la Gran Pirámide de Keops en Giza, por su magnitud. Entonces, decidimos dar el primer paso.

    Subir esas escaleras puede ser un reto extremo para muchos. Pero vaya que vale la pena. Como dije antes, casi todas las estructuras antiguas tienen escalones muy altos; la manera recomendable de subirlos es en zig zag, y no de forma recta hacia la cúspide.
    Cuando nos hallamos por fin en la cima (que en realidad es como el segundo o tercer piso, pues no se permite escalar hasta la punta) pudimos divisar desde un ángulo maravilloso la pirámide de la Luna, cuya forma, curiosamente, se asemeja a la montaña que tiene detrás. La guía nos dijo que los teotihuacanos se guiaron en las colinas que rodean al valle para construir los edificios.

    Después de unos minutos descansando en la orilla de la plataforma, comenzamos a sentir los estragos de haber olvidado el bloqueador solar en casa. Nuestra piel se empezó a tornar roja y eso no es nada divertido.

    Cuando descendimos la pirámide, sólo nos faltaba una cosa más por hacer: subir la pirámide de la Luna, de menor altura que su hermana. Para ello, debimos recorrer toda la Calzada de los Muertos. Ésta fue la avenida principal de la ciudad, pues conecta ambas pirámides con la ciudadela y el templo de la serpiente emplumada. Se llama así porque cuando fue descubierta los arqueólogos encontraron muchos cadáveres a las orillas de la calzada. Se cree que son los restos de los sacrificios humanos que se realizaban en las pequeñas plataformas a los costados de la calle.

    Algunas personas creen que la ciudad de Teotihuacán está cargada con energías astrales o espirituales, y hacen todo tipo de rituales de meditación a lo largo de la calzada.
    Al finalizar el sendero, quedamos justo frente a la gran pirámide lunar, y echando una bocanada de aire antes, dijimos: "¡Vamos! ¡Nosotros podemos!"... sólo unos escalones más y nos vimos en la cima de la segunda pirámide

    Desde aquí se tiene una vista frontal magnífica de toda la Calzada de los Muertos y, por tanto, de casi la totalidad de la ciudad. Fue un momento de relajación absoluta, después de largas caminatas y exponer nuestra piel al sol de verano. Después de minutos de tomar fotografías y mirar el paisaje, bajamos nuevamente y emprendimos nuestra caminata a la parada del autobús que nos retornaría a la ciudad de México.
    Se que hay ocasiones en que se puede conocer Teotihuacán desde un globo aerostático, debe ser sorprendente. Así que, si su billetera lo permite, no duden en hacerlo
    También les dejo el link del álbum completo de mis fotos
    Y la liga del video de Un Mundo en la Mochila, el primer capítulo de toda la serie, que en realidad trata sobre el D.F. A partir del minuto 21:30 podrán mirar todo sobre Teotihuacán
     
  19. AlexMexico
    Luego de un día entero de caminar por la riviera del río Urubamba y de viajar 6 horas en una incómoda van a través de las curveadas carreteras de montaña, retornamos a Cuzco sólo para estacionar nuestros cuerpos nuevamente y disponernos a otra travesía. Jennifer, René y yo nos dirigimos juntos a la estación de buses, en donde pronto regateamos por el precio más barato para llegar a Puno, que se fijó en 30 soles (cerca de 10 USD), bus en cuyos asientos caímos literalmente derrotados
     
    Parecía que la mayoría de los viajeros seguían esa ruta. A pesar de que Puno era la ciudad costeña del Titicaca más cercana, y desde cuyas cercanías se pueden visitar las islas flotantes de Uro (en donde supuestamente siguen viviendo descendientes incas autóctonos), parecía que no prometía mucho. Había recibido ya cuantiosos comentarios sobre la suciedad, la calumnia y lo poco que la ciudad podía ofrecer. No obstante, era la parada obligada antes de cruzar a mi todavía incógnito destino: Bolivia.
     
    Como buen (o mal) viajero, me lancé completamente a la aventura, sin haber investigado tan si quiera un poco sobre lo que Bolivia podía ofrecerme. De esta forma, quise dejar que me sorprendiera por sí misma
     
    Jennifer y René se dirigirían a La Paz (destino que Nico y Rocío, la pareja argentina que conocí en Cuzco, me habían dicho que visitarían). Pero no quería dejar pasar la oportunidad de estar en la costa del lago más alto del mundo.
     
    Llegamos a Puno cerca de las 6 am, y la verdad es que el desaseado horizonte que vi por la ventana no me había entusiasmado mucho. Tan solo unos pasos dentro de la estación de buses comenzaron a acercarse los caza-turistas, siendo el destino que más promovían a gritos y voces el pueblo de Copacabana.
     
    Se trata de una pequeña ciudad boliviana a sólo 8 km de la frontera con Perú, justo en la costa del lago Titicaca, al pie de la famosa Isla del Sol, isla sagrada de los antiguos incas. Con su insignificante magnitud, su mágica línea costera, sus precios reducidos y su excelente ubicación geográfica, era el destino perfecto para mí Así que negociamos con la primera señora que se apareció y pagué el reducido precio de 10 soles (3.3 USD) por llegar a Copacabana en un bus turístico, que nos esperaría en la frontera para hacer los trámites necesarios.
     
    Después de un desayuno con los colombianos, abordamos el bus y acaparamos los asientos traseros. Entre la multitud de jóvenes turistas de todas nacionalidades que se amotinaron en el vehículo, un español llamado Asier, se sentó junto a mí.
     
    En mi nostalgia por volver a pisar tierras españolas después de haber vivido seis meses en Galicia, entablé rápidamente conversaciones con Asier, cuyo acento delató rápidamente su procedencia vasca, origen que el terramozo desconoció cuando se acercó a entregarnos la boleta de entrada a Bolivia, que debíamos llenar y entregar en la oficina de migración.
     
    Asier me pidió mi bolígrafo prestado, y fue que pude notar que ninguna de sus manos tenía dedos. Más allá de los prejuicios o de incómodas preguntas, su habilidad para escribir me cautivó, y más después de que me contara que estudiaba para ser profesor de educación física en España Sin duda, son de esa clase de seres humanos que nos enseñan que no existe obstáculo para cumplir nuestros sueños.
     

    Paisaje fronterizo entre Perú y Bolivia
     
    Luego de pocas horas el bus se detuvo en la frontera, donde todos descendimos con nuestro pasaporte en mano. René y Jennifer pronto desaparecieron de mi vista, cuando se alejaron en un taxi rumbo a un café-internet, donde debían imprimir una carta de no antecedentes penales que les era solicitada por Bolivia
     
    Nos movimos poco a poco de una oficina a otra, donde sellaron nuestra salida y entrada de ambos países. La vista era hermosa hacia el inmenso lago, que pronto serenó los exhaustivos papeleos migratorios por los que habíamos pasado. Todos volvimos al bus, ansiosos por llegar a nuestro destino; pero al parecer, a Jennifer y René no les había ido tan bien.
     

    Primeras vistas del lago Titicaca
     
    El chofer arrancó el bus cuando ellos aún no volvían. Me levanté furioso y pedí que se detuviera petición a la que el conductor respondió: “no es mi culpa que se tarden tanto”. Mientras replicaba enfadado a su supuesta promesa inicial de “esperar a los pasajeros en sus trámites migratorios”, los colombianos aparecieron caminando lentamente hacia el bus, con sus rostros evidentemente irritados.
     
    Les abrí la puerta mientras el bus seguía avanzando lentamente y traté de consolarlos, sin saber aún qué había ocurrido. Tomaron asiento y Jennifer recargó su cabeza sobre el pecho de su novio, con lágrimas de enojo en sus ojos. René me contó lo mal que los oficiales de migración los habían tratado:
     
    Ellos hicieron fila como todos, pero los oficiales no respetaron su turno, y los dejaron hasta lo último. Una vez adentro, pidieron sus pasaportes, carta de migración y de antecedentes penales, que ambos tenían en orden. De repente, las solicitudes estúpidas comenzaron: cartillas de vacunación, vacuna de la fiebre amarilla, reservas de buses y de hoteles, cartas de invitación de bolivianos, estados de cuenta de tarjetas bancarias, boleto de salida del país… Según la legislación, el país está en su derecho de pedir dichos requisitos, pero fue solo a los colombianos a quienes se los solicitaron ¿por qué no a los brasileños, por qué no a los europeos, por qué no a mí? Son las ocasiones en que pienso que la nacionalidad es sólo una manera estúpida de separarnos y marcar tontas diferencias entre seres humanos que deberíamos ser tratados por igual, sin importar raza, sexo, edad o procedencia. Ante este sueño utópico, el asunto se arregló (por supuesto), con un soborno solicitado por los mismos oficiales, el que René y Jennifer no tuvieron opción de rechazar.
     
    Después de la mala experiencia, no sabía qué pensar de Bolivia, y traté de dejar mi mente en blanco para reescribir mi historia en este nuevo país. Después de todo, este tipo de cosas no me asustaban, ya que también suceden en México
     
    Sólo unos pocos kilómetros adelante llegamos a la ciudad de Copacabana, siendo casi las primeras construcciones que se avistan desde que se cruza la frontera. El autobús aparcó y anunció su salida próxima para quienes seguirían su camino hasta la ciudad capital, recorrido que tomarían Jennifer y René. Así que luego de bajar a estirar sus piernas y conocer un poco del menudo pueblo, se despidieron de mí, esperando volvernos a encontrar en alguna otra parte del subcontinente. De esta forma, me quedé al lado de Asier para seguir mi aventura.
     

     
    No hace falta describir la modestia con que el pueblo nos recibió. Si bien los edificios de ladrillos sin repello, las azoteas llenas de ropa tendida y las cholitas paseándose con sus múltiples hijos y extravagantes sombreros no difieren mucho de la imagen peruana, notamos pronto la diferencia en los precios todavía más baratos que en su país vecino.
     
    Comenzamos la odisea de la búsqueda de un hostal, donde el precio no era lo que nos incomodaba, sino a dificultad para conseguir wifi las 24 horas y agua caliente para ducharnos Los pocos que ofrecían conexión a internet lo hacían sólo durante algunas horas y en la recepción, o había que pagar extra para la renta de un ordenador.
     
    Por fortuna encontramos el sitio ideal: el Hostal Arco Iris. 15 bolivianos por noche (2 USD) en una habitación privada para dos personas, baño compartido con agua caliente (con derecho a sólo una ducha por día) e internet gratuito Las camas no fueron lo más cómodo del mundo, pero no se podía esperar mucho por tal precio.
     
    Después de avisar a mi familia y amigos que había llegado con bien, tomé una ducha y lavé un poco de ropa en el lavamanos. El dueño del hostal me regañó y me dijo que estaba prohibido hacerlo, que para eso había lavanderías. Un momento después, con los ánimos menos álgidos, me explicó que en Copacabana el agua escasea (cosa rara para mí, pues se encuentra junto un enorme lago ). Tratando de no ser grosero y sin hacer tantas preguntas, acepté su petición de lavar en la azotea, con el agua que reservaban para lavar las sábanas, y que se encontraba en un gran tambo de fibra de vidrio.
     
    En seguida comencé a entender las situaciones en las que me encontraba y lo sutil que debía ser al tratar a los bolivianos. Su apertura al turismo no data de mucho tiempo atrás, y en sitios como Copacabana la mayoría de los establecimientos turísticos son atendidos por personas indígenas, que pocas veces tienen estudios, y mucho menos cursos de atención al cliente. En su afán por conseguir algo de dinero para vivir, han abierto sus culturas y tradiciones al capital extranjero globalizado para que gente como yo los pueda conocer a precios realmente bajos. A pesar de lo grosero que pudieran sonar para mí, debía ser respetuoso; después de todo, ahí yo era el invasor.
     
    Además de reflexionar sobre el choque cultural que estaba a punto de vivir, esos minutos en el techo me sirvieron para que mi piel se enrojeciera y me diera cuenta de la altura a la que estábamos (3840 msnm), donde los rayos del sol queman mucho más
     
    Al terminar, bajé por Asier y nos decidimos a conocer el pueblo, no sin antes colocar una buena capa de protector solar sobre mi ya rojiza piel. Nos dirigimos primero al Cerro Calvario, un pequeño montículo que domina la ciudad y desde donde pretendíamos tener una vista panorámica.
     
    Desde la primera calle empinada mis pulmones empezaron a sufrir de la altura andina, a la que supuestamente ya debía estarme acostumbrando. Cada paso parecía una eterna lucha por respirar mientras mi piel experimentaba una extraña sensación térmica, acompañada de una tez caliente cuyos poros sudaban frío. Como dije, los rayos del sol penetraban más fuerte, y a su vez, los gélidos vientos de montaña soplaban contra nosotros, haciéndonos poner y quitar el suéter cada pocos minutos.
     
    El vigor se suavizó cuando alcanzamos el primer mirador, donde tomamos un descanso. La vista que el cerro nos ofreció fue simplemente maravillosa. La plenitud del lago Titicaca se abrió frente a nuestros ojos, dibujando en el horizonte la silueta de la Isla del Sol, sometida por las nubes que lucían mucho más bajas que lo normal. Ahora me daba cuenta de que en verdad estaba en el lago más alto del mundo
     

     
    En el mismo mirador se hallaba una pareja que parecían recién casados, a los que un hombre (quien creemos era un chaman) realizaba una especie de ritual espiritual. Las palabras que salían de su boca eran una mezcla de castellano con quechua, a las que pudimos entender cosas como “que dios los bendiga”, “bendiga a este nuevo ser”. Concluimos que estaba bendiciendo a un bebé que venía en camino. Pasaba un anafre con incienso alrededor suyo. Luego tomó cerveza de una botella de vidrio y la escupió por todo el piso. Después la escupió al aire, salpicándonos hasta a nosotros. Al final, formó una cruz cristiana en el suelo con la espuma del licor. Es interesante ser testigo de la mezcla de tradiciones que la conquista religiosa española trajo consigo 5 siglos atrás.
     

     
    Seguimos nuestro camino hasta la cima. Para ese entonces, parecía que mis piernas subían, pero mi dignidad resbalaba por los suelos, cada vez que una cholita anciana me pasaba al lado, escalando tan rápido como si el cansancio no existiera en su organismo haciéndome ver como un debilucho con pésima condición física (lo cual quizá no se aleje tanto de la realidad).
     
    En la punta del cerro (ya a 4100 metros de altura ) nos recibieron unas pequeñas capillas en fila, que parecen ser lápidas, al final de las cuales se erige una más grande que alberga la imagen de una virgen. Es la Virgen de Copacabana, venerada en toda Bolivia. A sus alrededores, decenas de personas vendían figurillas de casas y coches hechas de plástico y yeso. La tradición hace que uno ofrezca a la virgen la figurilla del objeto que le gustaría recibir, en señal de petición de ayuda a la misma.
     

     
    Bajamos a la parte frontal de la cima para tener mejores vistas. Toda la ciudad se extendió frente a nosotros, dándonos una estampa entre el rojizo de sus ladrillos, el verde de su colina, el azul de sus aguas y el blanco/grisáceo de un cielo que comenzaba a nublarse.
     

     
    Sentados en las escaleras y con el siempre solemne lago frente a nosotros, Asier y yo hicimos amistad con un matrimonio boliviano que dijeron ser profesores. Platicar con ellos me ayudó a tener una lectura diferente sobre la nación que estaba pisando. Pude entender la “fiebre Evo Morales”, el eterno odio entre Bolivia y Chile, la transición de estilo de vida de las comunidades indígenas, la apertura del país ante el mundo, entre otros aspectos sociopolíticos que ahora me hacían sentir verdaderamente adentrado en este viaje no planeado.
     

    Niña boliviana relajándose bajo el ardiente sol andino
     
    Aconsejados por la pareja, decidimos visitar al día siguiente la Isla del Sol, en uno de los múltiples viajes en catamarán que salen temprano desde la bahía de Copacabana. Así que descendimos del cerro para buscar algo que comer y víveres para el siguiente día, ya que nuestra intención era acampar en la isla.
     
    Acudimos al mercado, donde por exiguos 8 bolivianos (1 USD) comí un mogollón de carne molida con arroz, que incluso me duraría para el siguiente día Compramos algunas frutas y volvimos al hostal, donde rápido concebí el sueño.
  20. AlexMexico
    Para el segundo día en Chiapas habíamos modificado un poco los planes; es la ventaja de viajar sin restricciones. Cuando volvimos a San Cristóbal de las Casas el día anterior, mis amigos se habían topado con el negocio de una gringa mientras yo compraba un traje para mi mamá. Esta mujer extranjera (que no hablaba español) se dedicaba a rentar scooters y motocicletas de todo tipo. Cuando me reencontré con ellos, me hablaron del itinerario que la gringa les había recomendado si le rentábamos los vehículos. Se trataba de una visita a los pueblos mágicos alrededor de San Cristóbal. Sin más, aceptamos la propuesta.
    Al siguiente día desayunamos un atole de arroz y un tamal, como de costumbre, y acudimos al local de la señora para salir temprano hacia nuestra travesía. Cuál sería nuestra sorpresa al descubrir que no sólo los mexicanos somos impuntuales   (fama que ha acaecido en la cultura popular, sin importar cuál impuntual sean las otras nacionalidades).
    El local estaba cerrado. Llamamos por teléfono y enviamos mensajes a la chica, quien nos respondía: “Someone should be there soon. Please wait”. Sin otra opción, esperamos por casi una hora fuera del negocio, no sin antes tomar un café en la cafetería del frente.
    Rentamos 2 scooters, pagando cerca de 450 pesos mexicanos por cada una (unos 33 dólares). Así que no fue muy caro, sabiendo que cada uno pagó unos 20 dólares, incluyendo gasolina, y la moto era nuestra por el resto del día.
    Nos pusimos nuestros cascos y partimos rumbo a la aventura. Guillermo y Dany eran los conductores designados, quienes con poca o nula experiencia en motos nos llevaron a Sonia y a mí a sus espaldas. Por supuesto, nunca dejé de sostener mi cámara en mano para grabar a Daniel y tomarnos fotos. Después de unos minutos en la carretera empecé a arrepentirme de haber usado una bermuda aquel día, ya que el gélido viento otoñal penetraba mis piernas, a pesar del sol de mediodía sobre nosotros

    El paisaje de Chiapas es semi-montañoso, y en la zona oeste no es tan verde como en la selva de oriente. Los pastos son más áridos y el clima es más seco. En invierno se pueden llegar a temperaturas por debajo de los 0 grados.
    Después de poco rato perdidos en la autopista errónea, llegamos a San Juan Chamula, un pueblo mágico a 10 km. de San Cristóbal. Ésta población adquiere una fama significativa al ser uno de los pueblos indígenas más autóctonos del sur del país. Más del 90% de sus habitantes son descendientes de los tzotziles (de origen maya).
    Cuando llegamos, mientras buscábamos dónde estacionar las motocicletas, un numeroso grupo de niñitas tzotziles corrieron hacia nosotros ofreciéndonos todo tipo de prendas y accesorios: bufandas, pulseras, cinturones, collares, etc. Esto es muy común en todo Chiapas; de repente uno se ve rodeado de niños vendedores.

    Era difícil decirles que no a todas: “No he comido en todo el día. Por favor, cómprame una bufanda, te la dejo barata”. Antes de poder decir que no, una pequeña se escabulló entre las demás y amarró una pulsera a mi muñeca sin que yo me diera cuenta. Lo mismo pasó con mis compañeros. “Es un regalo de nosotras porque ustedes están muy guapos”. Vaya forma de estafarnos jaja.
    No quisimos ser groseros con ellas, así que hicimos un trato. Les dijimos que cuidaran nuestras motocicletas mientras estaban vendiendo. Cuando regresáramos, les compraríamos una prenda y la pulsera que nos habían “regalado”. Nos preguntaron nuestros nombres y aceptaron la oferta. “Aquí te espero Alexis; aquí te espero Daniel”.
    Después de negociar con las pequeñas (nunca había hecho algo parecido ) caminamos hacia la única iglesia del pueblo. Desde entonces nos dimos cuenta de lo difícil que sería tomar fotografías y grabar en ese lugar, pues la gente es muy supersticiosa y se espanta fácilmente con una cámara o un celular. Así que fuimos muy discretos.
    La iglesia de San Juan Chamula es una de las cosas más interesantes que he visto en mi vida: los misioneros españoles construyeron este templo para evangelizar al pueblo indígena a la religión católica. No obstante, sus planes no salieron como lo esperaban.
    Antiguamente existían dos iglesias en el pueblo, pero una se cayó durante un terremoto. Los habitantes pensaron que los santos no habían cuidado bien del templo, así que tomaron sus estatuas, les cortaron los brazos y los colocaron a los costados del templo central (como forma de castigo), incluyendo a la Virgen de Guadalupe y a Jesucristo. Ahora creen que los santos reflejan la maldad.

    De esta forma, la iglesia no tiene un altar, no posee bancos ni asientos. Nadie venera a los santos católicos. Un señor nos dijo que solamente hay un sacerdote que da una misa los domingos, y que el único sacramento que adoptaron los tzotziles fue el bautismo.
    Cuando entramos al templo, no nos dejaron tomar fotos ni grabar. Había varios grupos de indígenas hincados formando un círculo sobre un montón de paja que habían colocado en el suelo, rodeados de muchas velas. Hablaban en su dialecto, por lo que no entendíamos nada de lo que decían. Algunos tomaban un pollo por las patas y se lo pasaban alrededor de sí mismos. Un señor nos explicó que es su forma de limpiar el alma. El pollo absorbe todas las malas vibras, y al final lo matan para deshacerse de ellas.

    Nos dimos cuenta que aquella iglesia que por fuera parecía ser un templo católico común y corriente no era más que el lugar donde los indios llevaban a cabo sus ritos sagrados que, muchos creen, siguen vivos desde la era maya. Incluso, la cruz que se erige en su patio no es una cruz cristiana, sino el árbol de la vida de los mayas. Se diferencia del símbolo cristiano por tener una base de escalones (que representan los niveles del supramundo, o el mundo de los vivos). Su estructura data de siglos antes de la llegada de los españoles. Su parecido con la cruz cristiana es increíble, pero en realidad la forma intenta asemejarse al árbol de ceiba (en dialectos mayas wacah chan o yax imix che), oriundo de las selvas del sureste mexicano y Centroamérica, el cual los mayas adoraban como al árbol de la vida. Es por eso que esta cruz aparece cubierta de raíces y ramas.
    Anonadados por la mezcla cultural de este mágico entorno, dimos una última vuelta por las calles y el mercado local, cuya pobreza es desafortunadamente común en esta zona del país.

    Regresamos por nuestras motocicletas y encontramos a las niñas ahí paradas, que habían cumplido su promesa con satisfacción. Les dimos unas mandarinas que habíamos comprado en el mercado, para que pudieran comer algo. Compré un cinturón a una de ellas y conservé la pulsera que me había amarrado al brazo, cumpliendo así nuestra parte de la promesa. Después de darles las gracias, regresamos a nuestro camino.
    Recorrimos un poco algunos de los pueblos aledaños, sin hacer paradas muy prolongadas. Decidimos retornar a la dirección opuesta, al este de San Cristóbal, pues nos habían habado de unas cuevas que prometían ser buenas.

    Recargamos un poco de gasolina cuando nos vimos de nuevo en San Cristóbal de las Casas. Lo pasamos de largo y nos sumergimos en una autopista montañosa con mucho más tráfico que en la anterior carretera. De pronto comenzamos a vernos rodeados de bosques de coníferas; es increíble cómo los ecosistemas cambian tan drásticamente sus límites. Unos 10 kilómetros adelante, llegamos a las Grutas de Racho Nuevo.
    Es un sitio bastante turístico, pues más allá de las cuevas hay zonas de picnic, camping, juegos infantiles, caballerizas, restaurantes y tiendas. Dejamos las scooters en el estacionamiento y entramos a las cuevas, de forma gratuita. La gruta tiene las típicas formaciones rocosas de subsuelo abierto: estalactitas y estalagmitas por todos lados. Para el ingreso a los turistas hay un camino con vallas iluminado artificialmente, por supuesto. La humedad se siente a lo largo de todo el corredor de piedra y el frío empieza a hacerse más crudo al introducirse cada vez más.

    Llegamos al fondo del camino y volvimos. El hambre comenzaba a jugarnos malas pasadas en la panza. Sonia y yo practicamos un poco con las motos, aprovechando el campo abierto del parque, libre de automóviles.
    Regresamos a la autopista y retornamos hambrientos a San Cristóbal, donde antes de volver con doña Carmelita, comimos un pollo asado con tortillas y salsa picante. Nada mejor para saciar el estómago.
    Les dejo el link con la parte de las fotos:
    Y la primera parte del capítulo 7 de Un Mundo en la Mochila de mi amigo Daniel, donde pueden ver lo acontecido en este relato y el anterior grabado en video en HD y a todo color
     
  21. AlexMexico
    En medio de otra helada mañana me despedí de Matthias y de su afable morada y le deseé un agradable viaje de vuelta a México, donde pronto se mudaría con su novia. Por mi parte era hora de tomar el tercer bus de mi travesía, dirigiéndome cada vez más al este de Europa.
    Matthias y su roomie austriaco me habían acogido de la mejor manera en Viena y ahora me despedía de la capital de los Habsburgo para encaminarme a otra alucinante ciudad imperial: Budapest.
    Para ese entonces empezaba a cansarme de la nieve y del frío. No había podido ver el sol desde que estaba en Barcelona unos diez días atrás, y estaba al punto de quemar mis manos para hacerlas entrar en calor. No había más que resistir Y como ya era costumbre, y con lo difícil que era conseguir un bus con wi-fi en aquel entonces, antes de salir de casa escribí un mensaje a Richard, mi couchsurfer en Hungría, diciéndole que arribaría en unas tres horas. Prometió esperarme en la estación de buses para luego llevarme a su piso. Él tampoco tenía internet fuera de casa y todo dependía de nuestra conexión a un módem.
    El viaje fue cómodo y por la ventana no vi más que una extensa capa de blancura eterna, a lo que ya me había acostumbrado y a lo que pronto le perdí el encanto.
    Pero, dormido, no me di cuenta de que el bus iba con retraso, y que a la hora en que debía verme con Richard nosotros seguíamos en medio de la carretera, sin señales de llegar a la ciudad.
    Comencé a preocuparme y a buscar una solución. Pero a bordo de aquel bus nada podía hacer. Solo esperar a que llegásemos lo más pronto posible y buscarlo en la estación.
    El bus aparcó una hora más tarde en la calle fuera de la central. Incluso esperar por mi equipaje parecía un minuto eterno. Temía que Richard se hubiera ido ya.
    Corrí hasta la estación y volteé por todas partes, sin poder encontrarlo. Solo tenía unas cuatro fotos de él guardadas en mi móvil y me había dicho que llevaría una chaqueta y zapatos de color azul.
    Empecé a repasar en mi mente qué debía hacer. Había escuchado a hablar a unos españoles en el bus y quizá podía unírmeles para ir al hostal que ellos ya tenían reservado. Pero no podía gastar mucho. No en el medio de viaje por Europa.
    Pero de pronto un chico apareció sosteniendo un letrero con su mano derecha que decía “Alexis” en una caligrafía algo difícil de leer. ¡Era Richard! ¡Couchsurfing funcionaba! Y eso me hacía muy feliz.   
    Corrí y le grité por la espalda para que se detuviese. Le pedí perdón repetidas veces, a lo que contestó: “Estuve a punto de irme, he esperado más de una hora. Pero no quería dejarte solo aquí”. Nada más podía replicar que un sincero “gracias”.   
    Cogimos entonces un bus local hacia su apartamento en el este de la ciudad. Tenía la pinta de ser una zona bastante popular, quizá de los años del comunismo. Edificios de varios pisos amontonados uno junto al otro con colores neutros que no se preocupaban por su imagen urbana, sino por cumplir su objetivo como vivienda humana.
    Richard me había dicho que normalmente vivía con su novia. Pero entonces era invierno y había decidido mudarse con su padre por unos meses, ya que la calefacción suele ser muy cara y debía ahorrar algunos florines.
    Pensé entonces que sería lo más interesante que podía pasarme en mi viaje. Conocer a una familia húngara. Además, todo mundo podría esperar vivir mejor con sus padres que por sí solo. La comodidad del hogar. Pero al llegar me llevé una no muy grata sorpresa.
    Los pasillos del edificio parecían una cárcel, con varias rejas que encerraban los conjuntos de apartamentos. Y al abrir la puerta del suyo pude ver una caja de unos 30 metros cuadrados abarrotada de cosas que parecía denotar el cuarto de un gueto judío de los años 40.   
    Un pequeño pasillo de unos cuatro metros de largo que funcionaba como “recepción” y cocina al mismo tiempo, con los sartenes, cacerolas y utensilios colgados de la pared, y la alacena que se colmaba por productos de abarrotes que saltaban hasta el suelo.
    Una parrilla llena de grasa y cochambre y una pequeña barra de madera donde apenas y se podía cortar una cebolla sin siquiera rozar el resto de los alimentos.
    Un cuarto de unos 7 metros cuadrados con papeles y un escritorio funcionaba como la oficina del anciano padre, a quien saludé con la mejor sonrisa. Pero él solo hablaba húngaro y ruso, así que nos limitamos a saludarnos con las manos y un buen gesto de cortesía.
    El cuarto más grande, que sería mi “dormitorio” por dos días, no era más que dos armarios de madera cuyas puertas era imposible cerrar por la cantidad de ropa que salía de ellas. Y en el suelo restante se tendía un colchón matrimonial. Sin cama, sin cabecera. Solo el viejo colchón con montones de ropa sucia encima.  
    “Aquí dormirás hoy”, me dijo Richard. “No te preocupes, yo puedo dormir en el suelo, el colchón es para ti”. No pude evitar mover mis ojos por toda la habitación buscando un pedazo de suelo donde él pudiese acostarse. Quizá bajo ese montón de ropa haya un espacio libre, me dije.
    Pero lo peor no lo había visto aún. Tenía que orinar.
    Pedí a Richard si podía usar su baño, que estaba a la entrada del pasillo a la izquierda. Y al abrir la puerta vi por primera vez el baño del infierno. Una bañera amarillenta (que parecía haber sido blanca en el pasado) llena de manchas de mugre, moho y un tapón con pelos. Un lavabo roto por el que goteaba agua cada dos segundos. Y un antiguo retrete con la cadena sobre la cabeza que parecía nunca haber sido lavado.   
    No pude hacer más que sentir asco al verlo. Aguanté mis ganas de orinar y salí sin tocar un solo elemento de aquel espeluznante cuarto. Sin un lugar donde sentarme en aquel apartamento, me quedé parado repasando en mi mente si de verdad quería quedarme allí.   
    Richard se acercó y me ofreció un sándwich y un vaso de jugo. “Es un sándwich de queso húngaro” me dijo. “Tienes que probarlo”.
    Mi persona no me dejó comportarme de forma grosera y acepté con gratitud la comida, servida en un plato no muy bien lavado.
    Richard era un chico completamente gentil y no quería herir sus sentimientos. Así que lo había decidido. Me quedaría en su casa dos noches y dormiría tapado con mi saco de dormir, no son sus sábanas. Y definitivamente no me ducharía en dos días. Y buscaría un McDonald’s. No pensaba utilizar aquel retrete infernal.   
    Anonadado entre aquellos cuatro muros esperé a que Richard se cambiara y entonces salimos a la ciudad. Tomamos de nuevo un bus para llegar hasta el centro, precisamente hasta la estación de tren.
    Allí me dijo que me dejaría solo. Él trabajaba como mesero en eventos nocturnos y aquella noche tenía una fiesta que atender.
    Así que pedí un mapa en la oficina de turismo y empecé a caminar por el helado suelo de Budapest.
    La capital húngara es una ciudad que ha vivido miles de proezas. Situada en el medio del continente europeo, siempre ha sido de interés para muchas culturas e imperios adyacentes.
    Y su situación geográfica es quizá uno de sus mayores atractivos. Y sobre todo al ser cruzada por el río más famoso de Europa, el Danubio.
    Esta enorme corriente de agua que marcó por siglos la frontera norte del Imperio Romano permitió a ciudades como Budapest y Viena navegar por el continente y comerciar con los reinos circundantes.
    Pero hoy, quizá, el símbolo más conocido del río es el magnífico Parlemento, o Országház, en húngaro.

    Hungría puede presumir de tener el tercer edificio del Parlamento más grande del mundo. Y para mí, el más bonito que he visto en mi vida.
    Nunca la casa de la legislatura había sido tan exquisitamente elaborada como en la Budapest del siglo XIX, y hoy se alza como la construcción más fotografiada y célebre del país.

    Y para verlo desde el mejor ángulo fue mejor caminar hacia el lado oeste del río, en la antigua Buda. Cabe mencionar que la ciudad actual fue creada en el siglo XIX de la fusión de dos antiguas fronteras búlgaras: Buda al occidente y Pest al oriente del Danubio.
    Una vez en el oeste caminé por sus antiguas iglesias, algunas datan de la lejana Edad Media.

    Y desde las orillas bajas del afluente pude divisar el Castillo de Buda, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Se trata de la antigua residencia de los reyes húngaros, un palacio repetidas veces reformado que se alza en la cima de la colina Kelenföld.
    Ha sido ocupado por los húngaros, los otomanos, los Habsburgo, los nazis y los soviéticos. Pero hoy, tras muchas restauraciones, es sede de varios museos y de la Biblioteca Nacional.
    La mejor vista del complejo arquitectónico la tuve al atravesar el Puente de las Cadenas, uno de los puentes más famosos en Europa.   

    Aunque parezca difícil de creer, fue hasta hace apenas dos siglos que se iniciaron los planos para construir el primer puente que uniera ambas orillas del Danubio. Antes se atravesaba en pequeñas embarcaciones o a caballo durante el invierno, cuando la superficie estaba congelada.
    Richard me explicó que se construyó gracias a las donaciones de un conde, quien esperó una eterna semana para encontrar un navegante que circundara los bloques de hielo.

    La imagen actual del puente difiere de la original, por supuesto, tras el asedio nazi durante la Segunda Guerra Mundial, quienes lo dinamitaron junto con otros monumentos húngaros.
    De vuelta en la zona de Pest, al este del río, caminé hacia la Basílica de San Esteban, una de las iglesias cristianas más famosas de la ciudad.

    Y no solo por su bella fachada neoclásica que mira en dirección al Danubio, sino por alojar las reliquias del primer rey húngaro y fundador del país, Esteban I de Hungría, o I István, en húngaro.

    Al caer la noche me dirigí al distrito Erzsébetváros para ver la segunda sinagoga más grande del mundo. La llaman la Gran Sinagoga de la Calle Dohány, o simplemente Gran Sinagoga de Budapest. Su fachada me dejó un poco intrigado, trayéndome a la mente un palacio árabe o algo parecido.

    Antes de volver a casa supe que debía cenar e ir al baño en algún restaurante local, evitando a toda costa cualquier movimiento innecesario en el apartamento de Richard.   No obstante tenía que volver para dormir. Y al siguiente día Richard me mostraría algunos otros secretos de su ciudad natal.
    Esta vez tomamos el metro, que según me contó, es el segundo metro más antiguo del mundo, solo después del de Londres. Después leería que, de hecho, la línea 1 ha sido declarada también Patrimonio de la Humanidad.
    El vetusto tren nos llevó hasta la Plaza de los Héroes, una de las plazas principales en la ciudad.
    En el centro se alza una columna sobre la que se posa la estatua del arcángel Gabriel, que gobierna toda la explanada erigida como conmemoración del primer milenio de Hungría, fundada según los historiadores en el siglo IX.

    A ambos costados del arcángel lucen las estatuas de los líderes de las siete tribus magiares que fundaron el país, según cuentan las leyendas, incluido San Esteban, primer rey de Hungría.

    Y a los extremos de la plaza se engalanan también dos hermosos edificios que resguardan el Museo y el Palacio de Bellas Artes.

    Todo ello hace de este conjunto también parte del patrimonio de Budapest. Una ciudad que hasta entonces me sorprendía más y más.  
    Y para terminar mejorar aún más nuestro tour Richard me llevó a un sitio un poco menos conocido de la capital. El Castillo de Vajdahunyad.

    Al verlo por primera vez me pregunté por qué la gente lo apreciaba menos que el resto de los increíbles monumentos que se esparcen por la ciudad. La respuesta está en que no es un castillo original, sino una réplica de uno ya existente en Transilvania, hoy Rumania, zona que perteneció por algún tiempo al reino húngaro.

    Durante una exposición del Imperio Austrohúngaro en la ciudad a finales del siglo XIX el castillo se construyó inicialmente con cartón. Pero hoy alumbra su alrededor con sus paredes de ladrillo y torres que encontré escarchadas por la nieve.

    Y sinceramente poco me importaba que fuese una vil copia. Podía así darme una idea de cómo era Transilvania.   

    Para terminar nuestro recorrido Richard me llevó hasta la colina Kelenföld para tener una mejor vista del impresionante Danubio y del este de la ciudad, que para entonces parecía toda blanca cubierta por una espesa neblina.

    Al caer la noche las luces del Parlamento se encendieron, dejando al descubierto un bello y amarillento resplandor de la gloria de un imperio desaparecido, pero que dejó lo mejor de sus vestigios en esta mágica ciudad.

    Recorrimos entonces un poco la ciudadela, que alberga el complejo del Castillo de Buda, al que no podía pagar por entrar. Pero bastaba al menos con caminar entre sus columnas iluminadas en la densa oscuridad del invierno.

    Dentro de las murallas se encuentra también la bella Iglesia de San Matías, una de las más antiguas de Budapest.

    Una de las cosas curiosas en aquella ciudad es que fue gobernada por los otomanos durante casi 140 años. Y en ellos, las iglesias católicas, como la de San Matías, fungieron como mezquitas. Pudo pasar todo lo contrario a lo que había visto en Córdoba: una mezquita donde se celebraban misas católicas.
    Pero la invasión otomana dejó un gran vestigio en Hungría y en Budapest que la convierten también en un símbolo mundial: los baños termales.
    La tradición de las termas turcas llegó al país y fue muy bien recibido. Hoy Budapest es llamada la Ciudad de los Balnearios, por la cantidad de aguas termales que posee, siendo los baños más famosos los de Széchenyi, los más grandes de Europa.
    Pero además de no tener mucho tiempo, sabía que no podría pagar un buen baño medicinal. Así que lo dejaría para la próxima ocasión.   
    Cuando el frío nos impedía mantenernos fuera Richard me invitó a un pub cercano que frecuentaba usualmente.
    A pesar de la incómoda habitación en la que me había invitado a dormir no dudé en agradecerle la amabilidad de mostrarme su ciudad y recibirme con los brazos abiertos (ignorando la suciedad de su hogar). Así que lo menos que podía hacer era invitarle una cerveza.

    Antes de volver a casa pasamos por el Palacio de la Ópera, sede de una de los mejores espectáculos de música del mundo, aunque quizá no mejor que en Viena. De todas formas, es de saberse que el edificio fue erigido durante el reinado de los Habsburgo en Hungría, amantes eternos de la buena ópera.

    Regresamos a casa no muy tarde para que pudiese descansar. Otro bus matutino me esperaba, esta vez rumbo al norte, adentrándome cada vez más al crudo invierno de Europa del este.
  22. AlexMexico
    Por sexto día bajo el cielo chiapaneco, los tenues rayos del sol nos despertaron al penetrar las ventanas de nuestra casa de campaña. Recogimos todo en pocos minutos y despedimos a las cascadas con el sonar del río avanzando por su cauce. Una combi nos esperaba en la entrada del parque para llevarnos, junto con otros viajeros, a la cúspide del estado: la ciudad maya de Palenque.
    Recorrimos cerca de 60 kilómetros para llegar al pueblo de Palenque. Ahí, debíamos tomar otra combi hacia la zona arqueológica. Hicimos una escala para tomar el desayuno. Estando tan cerca de la terminal de autobuses, decidimos comprar nuestros tickets de vuelta a San Cristóbal para esa misma noche, antes de que se agotaran.
    Palenque es un pueblecillo bohemio repleto de mochileros y viajeros al estilo hippie con mucho movimiento. Inspirados por ellos, intentamos hacer autostop para llegar a las ruinas… fracasamos en pocos minutos
    Así que subimos a una van que nos llevó hasta el recinto. Desde que llegamos nos aplicamos repelente de insectos, pues la espesa selva era bastante húmeda y lo que menos necesitábamos eran ronchas en nuestra piel
    Dejamos nuestras mochilas y la carpa en el guardarropa y emprendimos la visita. Cabe mencionar que, a pesar de su lejanía, Palenque es una zona bastante turística; los folletos, guías y vendedores atiborran a uno desde la entrada. Dijimos que NO a todos ellos para recorrerlo por nuestra cuenta.

    Lo primero con que uno se topa al pasar la recepción y el pequeño museo es el conjunto principal de pirámides, siendo la más famosa el Templo de las Inscripciones, ícono de Palenque y construcción bajo la cual se encuentra la tumba del antiguo Rey Pakal. Tras este conjunto se alzan árboles de más de 20 metros de altura Está prohibido subir o entrar en el templo, pues aún se llevan a cabo investigaciones sobre los jeroglíficos en su interior que, según los arqueólogos, cuenta la historia de la ciudad.
    Pronto, Guille se separó de nosotros (como era ya costumbre). Al ver que las tres plazas principales estaban repletas de turistas, Dany, Sonia y yo decidimos comenzar por el final. Descendimos a la zona “olvidada” de Palenque, donde hay edificios más pequeños, como el estadio del Juego de Pelota y el Templo del Conde (donde vivió un explorador francés por dos años cuando vino a investigar las ruinas). Desde la zona baja teníamos también vistas muy bonitas del Palacio, que más tarde visitaríamos.

    Comenzamos a caminar cuesta abajo, guiados por un angosto sendero que se internaba en la selva y donde yacían pequeñas ruinas de piedra que apenas y se asomaban entre la espesa vegetación. En esta zona vivía el pueblo de Palenque, la clase trabajadora y guerrera de la ciudad.

    Es interesante saber que los mayas, al igual que los griegos, no fueron un imperio como tal. Fundaron distintas Ciudades Estado, cada una gobernada por un rey o señor. Las ciudades se comunicaban entre sí y, según se sabe, rara vez ejercían batallas. Palenque fue una de las tres más grandes de ellas, con sus hermanas Chichen Itzá y Tikal.
    Había pocos turistas vagando por estas zonas, lo cual nos tranquilizaba. Exploramos un poco de los suburbios de Palenque y tratamos de imaginar cómo vivía la gente allí hace más de mil años, cuando se cree que “misteriosamente” desaparecieron o abandonaron el lugar. De hecho, cuando los españoles llegaron a México, la mayoría de las ciudades mayas estaban deshabitadas, por lo que la selva reclamó lo suyo y cubrió las construcciones bajo inmensos árboles y montículos de tierra. Los exploradores tuvieron que trabajar arduo para redescubrir sus espléndidas obras. Hoy en día, se cree que sólo un 2% de la ciudad de Palenque está al descubierto y lo demás está bajo tierra (increíble, ¿no es cierto?).

    La caminata fue larga; la ciudad era más extensa de lo que imaginábamos Pudimos ver que bajo muchas de las raíces de los árboles se asomaban trozos de piedra rectangulares, lo que indica que, precisamente, aún falta mucho Palenque por descubrir. Empapados en sudor por la evidente humedad, regresamos al campo abierto y salimos de la selva. Reposamos un poco y seguimos adelante.

    Subimos al Palacio, un conjunto arquitectónico en forma de fortaleza, con 4 torres en sus esquinas y un observatorio astronómico (que ganas me quedaron de quedarme una noche ahí para ver las estrellas desde la mitad de la selva). Desde lo alto, pudimos ver que los turistas habían desalojado la mayoría de la plaza central, así que aprovechamos a tomar fotos, cuidándonos de que ningún guardia nos viera, pues no se podía subir a lo alto de las torres

    Las vistas eran magníficas. El Templo de las Inscripciones lucía todo su esplendor desde allí. Y a nuestras espaldas estaba el Conjunto de las Cruces, una plaza cuadrada con tres templos alrededor. Bajamos para visitar aquellos tres templos, después de encontrar a Guille deambulando solo por las ruinas.

    Los templos hacen alusión nuevamente al árbol de la vida (la ceiba) llamada la Cruz Maya. Sinceramente cuando llegamos ahí, yo ya estaba muy cansado, y no subimos a los tres templos, pues se hallan sobre pequeñas pirámides escalonadas que ya no deseábamos ascender Sentados ahí, escuchábamos los aullidos de los jaguares en la selva; nunca supimos si eran reales o algún niño los hacía con aparatos sonoros que venden como souvenirs. La verdad es que sonaban muy fuerte como para provenir de un pequeño recuerdito.

    Cuando volvimos a la plaza central, un niño nos ofreció darnos un paseo por la selva para ver a los monos y a jaguares. Como ya sabemos que muchos nos tratan de timar, preferimos negarnos. Aunque una vez que se fue, nos metimos nuevamente a la selva para ver si, por casualidad, encontrábamos un mono nosotros solos
    Seguimos a un grupo pequeño de personas que iban frente a nosotros, para no perdernos. Al final, no logramos ver ni siquiera a una pequeña ave pero la belleza de la selva valió la pena.
    Este viaje lo hice hace casi dos años; era diciembre del 2012. Si bien recuerdan, se corrieron rumores de que los mayas habían predicho el fin del mundo para el 21 de diciembre del 2012. Por tanto, había muchas personas vestidas de blanco y realizando alguna especie de ritual sagrado. Al final, todas fueron interpretaciones distintas de los calendarios mayas, que según investigadores tiene una cuenta larga en la que cada 5,200 años se inicia un nuevo ciclo. Así, vivíamos el ciclo del Baktun desde el año 3114 a.C., y terminó el pasado 21 de diciembre del 2012.
    Terminamos el tour muy cansados y volvimos al pueblo de Palenque, donde comimos algo en el mismo sitio y poco tiempo después, tomamos nuestro autobús de vuelta a San Cristóbal. Fue un viaje de 5 horas bastante pesado, pues las vueltas en la carretera nos revolvieron el estómago y, para variar, un niño vomitó en el piso del camión
    Casi a la media noche llegamos a San Cristóbal. Volvimos a la Posada de Carmelita y estaba cerrada. Tocamos a la puerta de su casa (que estaba junto) y amablemente salió su nieto a abrirnos la habitación. Nos dijo que pagaríamos al siguiente día; así que sólo nos aventamos a la cama y descansar merecidamente para nuestro siguiente día, que nos llevaría a destinos que no planeamos nunca.
    Les dejo el link con la segunda parte de las fotos:
  23. AlexMexico
    Un viaje por Europa con aerolíneas lowcost comenzaba a cansarme un poco. Es verdad que había ahorrado casi la mitad de mi dinero comprando mis tickets de avión de forma anticipada, y no un ticket de tren Eurail, como muchos de los viajeros que vienen al viejo mundo hacen.
    Había gastado aproximadamente 220 euros en diez trayectos entre once ciudades de Europa del este y oeste por las que viajaría 22 días. Un ticket de 21 días con Eurail costaba, para los no europeos, 440 euros, lo que permitía coger un tren diario por todo el Espacio Schengen, de cualquier ciudad a cualquier destino y a cualquier hora.
    Pero, ciertamente, viajar con avión tiene sus desventajas. Ello implica mucho tiempo de anticipación para llegar al aeropuerto, que en la mayoría de los casos se encuentra a las afueras de la ciudad. Hay que tomar en cuenta el transporte ciudad-aeropuerto, que no suele ser muy barato.
    Además, con aerolíneas como Ryanair, hacía falta sellar el boleto de abordaje y mostrar el pasaporte en ventanilla antes de pasar al control de seguridad (solo para los no europeos), y para ello también había que hacer una fila.
    Después venía el control de seguridad, que siempre es y será un dilema. Computadora, celular, cinturón, gorros, chaquetas y hasta zapatos fuera para pasar por el lector casi desnudo. Luego toca volver a vestirse y correr hacia la sala de espera.
    Los tiempos de abordaje y despegue se hacen cada vez más eternos. Al final, se ahorra mucho tiempo y dinero para distancias largas en el continente, comparadas con un tren. Pero siempre habrá que pagar un precio.
    Y así viajé nuevamente con la aerolínea Easyjet, que me llevó desde el lujoso aeropuerto Schipol en Ámsterdam hasta el aeropuerto de Berlín-Schönefeld.
    Aunque me había asegurado esta vez de no hacer tantos viajes nocturnos o extremadamente matutinos para no tener que dormir en los aeropuertos, era invierno. Y si bien me había acostumbrado a que en España y México el sol se oculta a las 6 p.m., en el este de Europa, incluido Berlín, anochece a las 4 p.m. Así que llegar a las 5 p.m. a Berlín no me salvó de la oscura y fría noche.
    Al salir del aeropuerto parecía que me había transportado a un mundo paralelo. La oscuridad y ausencia de gente me hizo dudar de dónde diablos estaba entonces. Pero entre la negrura pude sentir debajo y casi sin poder ver, la nieve.
    Hace más de un mes había viajado al suroeste de Alemania para ver los mercados navideños y para conocer la nieve. Pero solo lo primero fue posible. Y aunque había esbozado el instante mágico en que caerían los copos sobre el mercado de Navidad, ahora el verdadero momento había llegado, y fue todo lo contrario.
    Me agaché para coger un poco de nieve con mis guantes. Era como tocar hielo de la nevera. No pude evitar pensar en hacer una bola de nieve y lanzársela a alguien. Pero no había nadie alrededor. Nadie.
    Al contrario de lo que había pensado, caminar sobre la nieve no fue una experiencia grata. En lugar de dar pasos agigantados o hundir mis pies bajo centímetros de ella, la nieve se había barrido por la acera y ahora el suelo estaba mojado y resbaladizo. Y sumado a la oscuridad y mi gran mochila, debía caminar con precaución. 
    Tras unos minutos mirando lo poco que la luz iluminaba el piso, sinceramente no podía pensar otra cosa que en llegar a casa de Ria, mi couchsurfer, y calentarme con un café con leche. Hacía casi -6 grados Celsius y estar solo fuera del aeropuerto en una noche así no es nada agradable.
    Menos mal que había viajado equipado con un guardarropa bastante adecuado. Un par de botas todo terreno, plantillas de peluche y calcetas. Pantalón y playera térmicos, más un suéter, y dos abrigos encima. Una buena bufanda a modo de cubrebocas, guantes, un gorro y orejeras. Nada, excepto mis ojos, estaban al descubierto. Y era una buena elección.
    Solo yo y un argentino estábamos en las vías del metro aquella noche. Escuchar el español en aquel vagón vacío rociado por la blanca escarcha me hizo sentir un poco más cerca de casa, aunque ahora estuviera a casi 10,000 km lejos en mitad del invierno europeo.
    Ria y Maik, su novio, vivían en un barrio residencial al este de Berlín. Encontrar su casa no fue algo complicado. Y al entrar a su acogedora morada, sinceramente, no quise salir más.
    Ambos habían preparado la cena: un puré de trigo con verduras y un poco de té caliente. Ria se desempeñaba como creativa para el teatro, y creaba espléndidas esculturas artesanales para la escenografía de las obras, que se lucían por todo el apartamento. Mientras Maik trabajaba como DJ en un club de Berlín.
    Nos sentamos en el gran salón para conocernos un poco y me ofrecieron un cómodo colchón inflable para pasar la noche. Si quería aprovechar el siguiente día en la ciudad debía levantarme temprano, sabiendo que el sol era escaso en enero.
    Mi frío día comenzó con una leve nevada en el este de Berlín. Definitivamente la nieve era mejor que la lluvia. Al menos no me mojaba. Pero no podía resistir mucho tiempo bajo ella si quería recorrer la ciudad.
    Tomé el metro hasta Alexanderplatz, en el corazón de la ciudad, el punto perfecto para iniciar mi recorrido invernal.
    La plaza solía ser el centro del Berlín del este, capital de la antigua República Democrática Alemana que estaba en manos de la Unión Soviética, en tiempos de la Guerra Fría.
    Aunque Berlín es hoy una de las capitales europeas y mundiales por excelencia, es bien sabido que por más de cuarenta años estuvo dividida por los bloques de la OTAN y la URSS, lo que la convirtió en el símbolo de la Guerra Fría y de la eterna lucha entre el mundo capitalista y comunista.
    Pero lo que hace 27 años era el centro de un mundo separado hoy es un vivo espacio público rodeado por innumerables monumentos y edificios icónicos de Berlín.
    Justo al oeste de la plaza corre el río Spree, el principal afluente de la ciudad. Y en el medio se forma una pequeña isla llamada Spreeinsel, mejor conocida como la Isla de los Museos. Su nombre, claro está, se debe a la cantidad de museos que existen, hoy catalogados como Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
    En ellos se exponen las colecciones de arte y antigüedades que pertenecían a los reyes de Prusia, antiguo reino al que pertenecían Brandemburgo y Berlín.

    Entre los más famosos se encuentran el Museo Antiguo (o Altes Museum), el Museo Nuevo (Neues Museum) y la Galería Nacional Antigua.

    Museo Antiguo
    Pero el más icónico edificio en la isla es sin duda la imponente catedral de Berlín, un enorme templo neobarroco que se alza en el medio de un país mayormente protestante.

    Seguí mi camino hacia el oeste de la ciudad, cubriendo mi boca y casi imposibilitado de sacar mi cámara con mis guantes para tomar una foto. Mis dedos estaban congelados.
    Y si la nieve aún tenía para mí un poco de encanto, se esfumó rápidamente cuando, al llegar a la Universidad de Humboldt, resbalé sobre el hielo y caí de de un solo y fuerte sentón.

    Me vi allí, a mí mismo, tirado sobre el blanco suelo del campus. ¿Qué podía hacer? Solo reír. Y después de mirar a todo mi alrededor (no pude evitar sentir las miradas ajenas) me levanté y continué con mi frente en alto.
    Caminé por todo el bulevar Unter den Linden, una de las principales avenidas del centro, que me llevó hasta el emblema mundial de la ciudad. La Puerta de Brandemburgo.

    Este monumento neoclásico que recuerda a la Acrópolis de Atenas, con la diosa Victoria montada sobre un carro tirado por cuatro caballos, no fungió solo como una puerta de la antigua metrópoli. Entre sus columnas se han sucedido varios de los más importantes sucesos de la Alemania actual.
    El 30 de enero de 1933 15,000 hombres de la SA desfilaron a través de ella, marcando el inicio del nazismo y del ascenso de Hitler como canciller y futuro führer. Pero su fama mundial recae en el gran suceso de 1961: la construcción del Muro de Berlín.
    La muralla que dividiría a Alemania y Berlín por 28 años pasaría exactamente por la Puerta de Brandemburgo, dejándola a la merced y convirtiéndola en “tierra de nadie”.
    Por años fue el símbolo de la Guerra Fría, de la división del mundo entero, de oriente y occidente, de Estados Unidos y Rusia, de la humanidad.
    Así mismo en 1989, al ser derrumbado por fin el muro, pasó a ser el símbolo de la desintegración de la URSS, de la unión de Alemania y del planeta tierra.
    Hoy la puerta es sede de los principales eventos masivos en Berlín, como la celebración del fin de año y algunos conciertos y eventos conmemorativos. No es entonces de extrañarse que todo el tiempo se rodee de turistas y locales curiosos por conocerla.

    Y entre todos ellos, un chico joven de unos 25 se acercó a mí con su celular, hablándome en alemán y luego en inglés. Me pidió tomarle una foto frente a la puerta, a lo que rápidamente acepté.
    “Pero será una foto algo extraña”, me dijo. “¿Por qué?”, pregunté yo. “Porque es para cumplir una apuesta”.
    Luego caminó un poco hacia la puerta y dejó su bolso en el suelo. Se quitó el gorro, la chaqueta y los guantes. Y después empezó a desabotonar su camisa. Ahora sabía de qué se trataba la apuesta.
    Menos mal que no implicaba salir completamente desnudo. Solo sin su camisa. Así que no tardé mucho en tomarle la foto. Si yo me estaba congelando con tanta ropa encima, no podía imaginar lo que quitarse la camisa a -6 grados podía ser.
    Detrás de la puerta se llevaba a cabo una manifestación por un grupo de árabes que pedían la renuncia del presidente Rouhani de Irán. No sabía qué podrían lograr estando tan lejos de su país. Pero las políticas internacionales y la mayoría de las guerras se controlan desde Estados Unidos y Europa, por lo que no resulta extraño que numerosos grupos de migrantes en Alemania se manifestaran en contra del régimen islámico actual.

    Seguí mi camino en dirección oeste hasta entrar al gigantesco parque Tiergarten.
    Por supuesto, durante el invierno no podía esperar otro tipo de paisaje en un jardín que una espesa capa de nieve sobre la escasa vegetación.

    En su interior se encuentran también algunos edificios públicos, como el Reichstag. Fue la sede del parlamento durante el Segundo Imperio Alemán y de la República de Weimar, y hoy punto de reunión del Parlamento de la República Alemana.

    Nadie osaba dar un paseo matutino por aquella fría sábana blanca. Solo yo. Pero estaba en Berlín por solo tres días y tenía que aprovecharlo.

    En el medio del parque, en el cruce de las grandes avenidas que lo atraviesan, se alza la llamada Siegessäule, o Columna de la Victoria, que conmemora las victorias de Alemania en el siglo XIX.

    Para quienes hayan visitado la Ciudad de México alguna vez, seguro les recordará al Ángel de la Independencia.
    Fue en aquel enorme bosque donde vi por primera vez un río congelado. Era algo que solo había visto en las películas. Una textura impresionante que me hacía desear jamás tener que caer sobre su superficie (o peor aún, bajo ella).

    Al llegar a la columna, ya en el Berlín occidental, tomé el camino hacia el lado este, llegando a la famosa Potsdamer Platz.

    Se trata de un centro financiero, como muchos otros. La diferencia recae, nuevamente, en que fue el símbolo del Berlín occidental, y que marcaba la diferencia entre las ideologías y sistemas económicos de occidente y oriente.
    Muy cerca se encuentra una reconstrucción del Checkpoint Charlie, el más célebre de los pasos fronterizos del Muro de Berlín que hoy se muestra como una atracción turística, con todo un soldado estadounidense resguardando la caseta.

    Caminé de vuelta al río, viendo la noche caer sobre mí y la Alexanderplatz, con su torre de telecomunicación sobresaliendo entre toda la ciudad.

    Huyendo del frío y deseando otra taza de té, volví a casa de Ria para descansar y calentarme.
    El siguiente día lo dediqué a conocer un poco los alrededores del barrio donde Ria y Maik vivían.

    Me topé, claro está, con otro día nevado, pero un poco menos frío.

    Tras las iglesias góticas y los panteones cristianos se escondía un barrio residencial lleno de turcos.

    Ria me había hablado un poco sobre la gran influencia que tiene Berlín de aquellos inmigrantes. De hecho, los berlineses suelen decir que el famoso plato dürüm kebab nació en su ciudad, y no en Turquía.

    Lo cierto es que el kebab que comí en Berlín fue el más barato y rico de la historia.
    Todo ello me hacía notar en qué lugar del mundo estaba parado. Definitivamente no me sentía en Alemania. Me sentía en una especie de capital mundial. Con gente de todos colores, nacionalidades, idiomas, vestimentas…
    Y aunque entonces veía muy poca gente en la calle (a causa del frío), me habían contado que Berlín es una de las mejores ciudades para disfrutar el verano en Alemania, y por ello desearía volver en un futuro mucho más cálido.
    Pero ahora había que aprovechar el frío y la nieve. De regreso en México no podría hacerlo. Así que volví con Maik y Ria y nos reunimos con algunos de sus amigos, quienes planearon una tarde de juegos en la nieve en un parque cercano.
    Llevamos un pequeño trineo y una tabla de snowboarding. Todo lo que había deseado hacer en mi infancia ahora lo estaba haciendo. A mis 22 años.

    En el parque había una pequeña colina, donde decenas de niños con sus padres y hermanos se lanzaban por la nieve sin temor alguno.

     
    No hizo mucha falta que me enseñaran cómo usar el trineo. El principio era fácil. Sentarse y deslizarse.

    Pero debo aceptar que la primera vez tuve miedo de caer. ¿Cómo se sentiría golpearme contra la nieve? Era algo que tenía que descubrir. Una experiencia nueva como ver el mar por primera vez. 

    Luego de unos minutos mis dedos y manos estaban completamente congelados, y no sabía qué hacer para calentarlos. Ria tuvo una buena idea.
    Había llevado un termo con vino caliente para degustar. Todos nos amontonamos alrededor de su humeante sabor para ingerir un poco del calor que emanaba. Aunque no servía de mucho.

    Al caer la noche volvimos a casa y no volvimos a salir. La temperatura había descendido a casi -10 grados y estaba claro que era demasiado para alguien de la costa mexicana como yo. 
    Al siguiente día dejaría la acogedora morada berlinesa y prometería volver algún verano. Ahora cruzaría la frontera por carretera, adentrándome en la desconocida Europa del este.
  24. AlexMexico
    Tras los inauditos retrasos que hasta ahora había vivido con el sistema de transporte alemán, visitar dos ciudades un mismo día parecía una misión imposible en mi viaje por el centro de Europa. Y una tarea cansada que no pretendía experimentar.
    Pero Rothenburg estaba más cerca de Núremberg de lo que había imaginado. Y mi anfitrión, Sadettin, llenó una tesis de razón cuando me dijo: “si viniste a Núremberg sin haber visitado Rothenburg te vas a arrepentir cuando vuelvas a casa”.
    Fue gracioso, entonces, haber llegado a Núremberg sin visitar primero Núremberg. Pero aquel jueves de octubre nos propusimos sacar el mayor provecho del día. Y así lo hicimos.
    Antes de la 1 p.m. estábamos ya de vuelta, después de haber viajado hasta Rothenburg en una telaraña de transbordos en tren. Es difícil encontrar en Couchsurfing anfitriones que, como Sadettin, se tomen el día libre para mostrar a los viajeros los rincones más bellos de su ciudad natal. Sin lugar a dudas había corrido con mucha suerte.
    Sadettin es uno de muchos chicos nacidos en Alemania que descienden de una larga lista de familias turcas. Cosa que poca gente en el mundo sabe, lo cual me incluía a mí.
    La expresión en mi cara al enterarme que el Döner Kebab es un platillo alemán probó aquel mismo estupor que sorprende a la mayoría (bueno, un platillo alemán creado por inmigrantes turcos).
    Sin embargo, Sadettin, como el resto de los turco-alemanes, son una viva y sugestiva mezcla entre occidentales y orientales que aman ambas culturas. Y por ello, Sadettin no vaciló en querer mostrarme su ciudad y su centenaria historia.
    Núremberg es parte del estado alemán de Baviera, en su frontera norte. También forma parte de la histórica región de Franconia, que nació a partir del antiguo Ducado de Franconia.
    Sin embargo, la triste realidad es que la mayoría de las personas que hablan hoy de Núremberg lo hacen por otra razón: la Segunda Guerra Mundial. Y no solo como el resto de las ciudades alemanas. Más adelante hablaré del porqué.
    Pero Núremberg ha sido uno de los puntos más centrales en toda la historia de Alemania. Y todo comenzó en la lejana Edad Media.
    Tras siglos de haber caído el Imperio Romano de Occidente, un hombre llamado Carlomagno se dio a la tarea de hacer renacer a Roma. Si bien, su hazaña no fue posible, su herencia dejó a dos grandes imperios que dominaron con hegemonía el centro del Europa por varios siglos: el reino de los francos y el naciente Sacro Imperio Romano Germánico (que casi un milenio después daría nacimiento a Alemania).
    Este último fue por muchos años el favorito del Papa, quien era el encargado de coronar a los emperadores europeos.
    El Sacro Imperio Romano Germánico reinó varios territorios de la Europa Central por casi mil años. Pero nunca estuvo realmente unido como un solo estado nación. De hecho, era una agrupación de varios reinos, ducados, señoríos y ciudades estado, cuyo máximo líder era el emperador, quien se encargaba de que sus miembros no lucharan entre sí.
    De todos los territorios que formaban el vasto imperio, pocos fueron los que gozaron de una verdadera libertad política. Y entre las escasas ciudades privilegiadas se encontraba Núremberg.

    En el año 1219, Núremberg fue nombrada Ciudad Imperial Libre. Esto le concedía el honor de rendir cuentas directamente al emperador, y no a duques, marqueses, príncipes, obispos ni a ningún otro tipo de señorío feudal, como en el resto de los estados miembros del imperio.
    Esto hizo de Núremberg una ciudad siempre a la vanguardia. Su riqueza dependía solo del emperador, por lo que su arquitectura pronto se distinguió de las demás ciudades. Sobresalió en arte, política y comercio. Y aquel brillo que emanaba de Núremberg es posible todavía admirarlo hoy (aunque la totalidad de la ciudad haya sido reconstruida).

    Una de las mayores atracciones en su centro histórico es el llamado triángulo gótico, un conjunto de tres majestuosas iglesias que combinan lo hermoso del arte gótico sobre cimientos románicos construidos anteriormente.
    La primera con la que Sadettin y yo nos topamos caminando desde la estación de tren fue con la Iglesia de San Lorenzo, que si bien fue construida antes de la Reforma Protestante, es usada ahora para el culto evangelista.

    Núremberg fue, de hecho, una de las primeras ciudades en aceptar el protestantismo cristiano tras las ideas de Martín Lutero, lo que no agradó a muchos de sus vecinos católicos. Pero finalmente dio el ejemplo, ya que el protestantismo acabaría expandiéndose por casi la totalidad del imperio, además de estados vecinos como Holanda, Inglaterra y los países escandinavos.
    Pronto alcanzamos el río Pegnitz, que atraviesa la ciudad de oeste a este, y en cuya orilla se yergue el antiguo hospital.

    Es difícil creer como algo tan poco regocijante, como un hospital, pudiese haber sido construido con tan exquisito gusto. Era así como Núremberg me mostraba que fue una verdadera joya del imperio.

    Al cruzar el puente arribamos al punto más icónico de la ciudad, el Hauptmarkt. Es la plaza central, antiguamente utilizada para que los mercaderes vendieran sus productos.

    Si bien la plaza poco me llamó la atención, es el ícono más reconocido de Núremberg, pues en ella se emplaza cada año el mercado navideño más grande de Alemania.
    Cualquiera hubiera maldecido no haber llegado en Navidad. La verdad es que tres años atrás los mercados navideños de Frankfurt y Heidelberg fueron mi mejor regalo de cumpleaños. Así que no tenía mucho de qué quejarme.
    Aún así, en un día normal como aquel, el Hauptmarkt tiene varias cosas por ofrecer. Y dos de ellas acaban con el triángulo gótico.
    A la derecha está la iglesia Frauenkirche, o iglesia de Nuestra Señora. Es la única del triángulo que permanece todavía como católica. Y es, sin duda, la figura más imponente de la plaza central. Una figura difícil de escapar a la vista.

    Y unos pasos más adelante, el triángulo se cierra con la iglesia de San Sebaldo, que combina sus principios románicos con lo gótico, y es considerado el templo cristiano más antiguo de Núremberg.

    Justo al costado de la iglesia, Sadettin me llevó a un pequeño y acogedor restaurante, que dice ser el más famoso para los turistas.
    Son muchos los lugares en Alemania que se presumen como la cuna de las salchichas. Y Núremberg no es la excepción. Es por ello que la taberna tradicional Bratwursthausle sirve como platillo principal las famosas bratwurst.

    Aunque más pequeñas que las otras que había probado antes, las bratwurst son un bocadillo alemán del que nunca me cansaré. Y lo mejor para coger fuerzas y continuar con un día de viaje.

    Más adelante llegamos a una pequeña plaza triangular flanqueada por casas del más puro estilo alemán. Sadettin me había platicado desde antes sobre el personaje más famoso de Núremberg, un pintor cuyo nombre en pronunciación alemana no pude reconocer. —Creo que no conozco su obra —le dije—.

    Pero la estatua en el medio de la plaza me llevó a una epifanía: Alberto Durero (Albrecht Dürer en alemán).

    —Es el hombre que hizo la primera selfie de la historia —afirmó Sadettin—. Por eso es tan conocido.
    Pero para mí, Alberto Durero es mucho más allá del pintor renacentista más destacado de Alemania. Y su obra me cautivó mucho más allá de su autorretrato (uno de los primeros de la historia).
    En una clase en la Universidad de México, analizamos el caso del “rinoceronte de Durero”.
    En 1515, un rinoceronte llegó a Lisboa desde la India como un regalo para el rey de Portugal. Es de saberse que en aquel entonces no era común poder admirar a un animal tan exótico como ese, mucho menos en Europa.
    Gracias al afán del rey Manuel I de Portugal por coleccionar fauna exótica, se organizó una pelea entre un elefante y el pobre rinoceronte, para demostrar que ambas criaturas eran “enemigos naturales”.
    Al festín acudieron cientos de espectadores, ansiosos por admirar a los paquidermos. Pero tan solo cinco minutos después, el elefante huyó asustado por la muchedumbre, y los guardias retiraron al rinoceronte de los ojos del público.
    Una carta anónima arribó a Núremberg junto con un boceto que representaba al animal. Ambos llegaron a manos de Durero, quien sin nunca haber podido presenciar con sus propios ojos un rinoceronte, realizó un dibujo a tinta y un grabado posterior.

    Si bien, el grabado de Durero no es una representación cien por ciento fiel de un rinoceronte real, me sorprendió saber cómo un artista de su talla pudo trazar tal obra de arte con tan solo un pequeño boceto y una descripción escrita.
    El grabado de Durero se tomó como una referencia real de los rinocerontes por casi tres siglos. Incluso, su grabado apareció en los libros de textos alemanes hasta 1930.
    El rinoceronte de Durero fue para mí (estudiante de Ciencias de la Comunicación) la mejor clase de la influencia de la imagen audiovisual en la sociedad. Y ahora me hallaba en Núremberg, su ciudad natal, posado frente a su hermosa casa que, sorprendentemente, permaneció intacta durante la Segunda Guerra Mundial.

    Los ojos de Sadettin quedaron estupefactos al saber que, en efecto, conocía algo sobre la obra de Durero. Y si bien poco podía asombrarme más que aquel rinoceronte, me llevó al último rincón del antiguo centro histórico.

    Subimos entonces las pendientes de piedra que llevaban hasta el Keiserburg, el castillo imperial de Núremberg.

    El casco viejo de la ciudad se encuentra todavía amurallado por una pared de piedra circular. El castillo de Núremberg es una muralla dentro de otra muralla. Y cruzarla es volver a la Edad Media alemana.
    Desde cualquiera de los puntos es posible ver una de las edificaciones más altas de la urbe: la torre del pecado que, al igual que la casa de Durero, sobrevivieron los ataques de los Aliados.

    El castillo resguarda todavía algunos de los tesoros del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, ya que en su interior acogió a personalidades tan poderosas como Carlos IV y Carlos V, en cuyo reino se dice que nunca se ponía el sol, pues unió a las coronas germánica y española, heredando territorios en Europa, Filipinas, la costa de África, las islas del Atlántico y América.

    Sadettin me contó que, algo que pocos turistas saben, es que algunos edificios del castillo sirven actualmente como albergue juvenil.

    Como todos los alcazares de Europa, el de Núremberg se sitúa en lo alto de una roca de arenisca. Y como el resto de sus hermanos, ofrece vistas increíbles de la ciudad.

    Por suerte, el sol todavía no se había ocultado, y pese a la leve neblina que cubría el aire, pude disfrutar del panorama a nuestros pies.

    Como dije al principio, Sadettin y yo nos habíamos propuesto sacar el mayor provecho de aquel día. Y todavía con algunas horas de luz solar, decidió mostrarme una cara menos agradable de la ciudad. Una a la que yo me había resistido.
    Todo lo que yo había podido disfrutar hasta entonces no es, lamentablemente, lo que viene a la cabeza de la mayoría de las personas cuando piensan en Núremberg.
    La realidad es que, gracias a su riquísima historia imperial, Núremberg fue elegida por Hitler y el Partido Nazi como sede de sus congresos. Ello dio a la metrópoli la imagen de ser la ciudad más alemana del mundo, aunque muchos de sus habitantes no simpatizaran con la ideología de los nazis.
    Haberse convertido en la capital nazi no la favoreció en nada. Pero hoy quedan todavía algunos de los vestigios que recuerdan lo que Núremberg, Alemania y todo el mundo no quisieran volver a vivir.
    Los nazis intentaron construir una réplica del coliseo romano, cuyo objetivo sería albergar los congresos del partido, con una capacidad prevista de 50,000 personas.

    A causa de la guerra, el edificio nunca fue terminado, y hoy alberga al Centro de Documentación sobre la Historia de los Congresos del Partido Nazi. El Dokucentrum muestra exposiciones sobre los orígenes del antisemitismo en Alemania, el ascenso de Hitler al poder, la persecución de judíos, comunistas, y en general, del Holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Algo que, verdaderamente, ya no me hacía falta volver a ver.
    Justo al lado del Coliseo entramos al célebre Campo Zeppelin.
    Esta gigantesca explanada, que sirvió para hacer las pruebas de vuelo de Ferdinard von Zeppelin, fue la predilecta por Hitler para celebrar sus congresos al aire libre.

    Todo el campo es una obra de arte de la propaganda y la mercadotecnia.
    En él se reunían más de medio millón de miembros del partido nacionalsocialista, cuyos congresos eran liderados por Hitler desde una tribuna construida en 1934, un año después del ascenso del líder al poder como canciller.
    La explanada fue diseñada para que Adolf saliese desde una puerta en lo alto y bajase por unas escaleras, mientras era alabado por sus fieles seguidores del Tercer Reich.

    Una vez abajo, subía a un estrado, a donde ascendía como un verdadero Dios, convirtiéndose en el líder supremo de toda Alemania y Europa.

    Sus célebres discursos en el campo, obras de dialéctica y odio creadas por sus manos derechas, fueron filmados para la película propagandística El triunfo de la voluntad, que bastante influencia ejerció en el esparcimiento del ideal nazi en la población alemana.
    El Campo Zeppelin permaneció intacto durante los bombardeos de 1945. Núremberg viviría ese mismo año los juicios más famosos de la historia del mundo, donde se condenó a los miembros del partido por todos los crímenes de guerra cometidos, así como a médicos, jueces y a todo aquel que hubiese apoyado la política sanguinaria de los nazis.
    Pararme en el mismo lugar donde Hitler difundió su odio y hambre de poder fue sin duda una sensación amarga. Pero el Campo Zeppelin es un lugar que nadie quiere dejar de ver cuando visita Núremberg, hoy convertida en un símbolo de los derechos humanos.
    Desde mucho antes sabía que visitar Alemania significaba toparse día con día con historias y lugares famosos en la segunda guerra. Es un trago amargo con el que hay que saber lidiar. Y una de las cosas que aprendí para subir mis ánimos es que la comida siempre ayuda.
    Así, Sadettin me llevó a un restaurante cerca de su casa para cenar junto con su novia.
    La elección fue un Schaüferle, un platillo típico del sur de Alemania y de la histórica región de Franconia.
    Se trata de un guiso del omóplato del cerdo, servida la carne junto con una especie de chicharrón junto, bañada en una salsa dulce. El plato iba acompañado, como muchas cosas en el sur de Alemania, de una ración de Klöße.

    Tras una buena cerveza y mi estómago a reventar (los alemanes siempre lo logran) volvimos a casa de Sadettin para descansar después de nuestra larga jornada.
    Al otro día otro couchsurfer, uno que había tenido el placer de hospedar en México, me recibiría en el vecino estado de Baden-Wurtemberg, y así diría adiós a la bella e imperial Baviera.
  25. AlexMexico
    Un verano tornasol en Barranco me acoplaba durante mis últimas semanas en la capital de Perú, en la que había permanecido en total por más de quince días. Cualquiera de los trotamundos que hubiera pisado la acogedora morada donde me recibían (cuyos nombres lucían en las banderas del mapamundi posado a la entrada del apartamento) podía amparar la calidez y sugestión que se experimentaba al estar allí, y lo afanoso que era a veces proponerse salir
     
    Pero mi generosa anfitriona, Karen, había respaldado las buenas recomendaciones que varios de los viajeros me habían dado sobre lo que, según ellos, era uno de los mejores destinos turísticos en Perú, para algunos, mejor incluso que Machu Picchu
     
    Como ella tenía planeado un viaje a la olvidada ciudad de Ayacucho para el fin de semana, decidí aprovechar mis últimos días y mis últimos soles para hacer una expedición exprés hacia el norte, a la ciudad de Huaraz y sus espléndidos alrededores.
     
    Entre las compañías de autobús que ofertaban el transporte desde Lima, me decidí por una de las más baratas y, quizá, menos confiables. Se hacía llamar Transportes Julio César, y por su servicio “emperador” pagué no más que 65 soles (unos 22 USD).
     
    Con una de las peores terminales que podía haber visto en la ciudad, no me esperaba mucho de su servicio Pero el paseo nocturno a bordo fue, sin duda, el mejor del que pude haber disfrutado en toda mi aventura por el sur Un confortable asiento, aire perfectamente acondicionado, terramozas, servicio de wifi completamente funcional, una cena decente sin cargo extra y, lo mejor, sin ninguna escala
     
    400 kilómetros al norte de Lima, el camino hacia Huaraz se tornó mucho más fácil y muy diferente al resto de las abruptas autopistas estatales por las que había viajado dentro del Perú. Esto debido a la simplicidad y la superficie plana de la carretera panamericana, por la que transcurría casi la mitad del recorrido justo al lado de la costa. Y con una cierta ausencia de cadenas montañosas, llegamos a Huaraz a la mañana siguiente, después de unas 7 horas a bordo del autobús.
     
    Inmediatamente me dirigí al hostal que había reservado la noche anterior. Y como aún no era la hora de realizar el check-in, dejé mi mochila guardada y me dispuse a conocer un poco de la pequeña ciudad.
     


     
    Huaraz es la capital del departamento peruano de Ancash. Su ubicación en los Andes centrales la colocan a unos 3000 metros de altura sobre el nivel del mar. Y es precisamente esa ubicación lo que la hace el atractivo principal del norte del país.
     


     
    En esta zona de la cordillera más larga del mundo, las montañas se dividen en dos cadenas que se unen nuevamente algunos kilómetros más al sur. El valle que se forma entre las dos cadenas es llamado el Callejón de Huaylas, y es precisamente aquí donde se emplaza Huaraz.
     


    Ciudad de Huaraz, con la Cordillera Negra al fondo
     
    La magia estratégica en este callejón la dejan al pie de ambas sierras: la Cordillera Negra al oeste y la imponente Cordillera Blanca al este, hogar de los picos más altos de Perú y de toda la zona intertropical del planeta, que superan los 6500 metros de altura.
     


    Huaraz, con la Cordillera Blanca al fondo
     
    Por supuesto, la municipalidad ha sabido aprovechar las maravillas naturales de las que se rodea y las ha abierto al turismo de la forma más sustentable posible, sin incidir negativamente en el equilibrio del ecosistema
     
    Así, cuando el sol ya había salido, recorrí las calles del centro buscando algunas frutas para mi desayuno, al tiempo que las agencias turísticas y las oficinas de gobierno empezaban a abrir sus puertas.
     
    Pregunté en la oficina de turismo cuáles eran las excursiones más baratas y cortas en las montañas del rededor. La mujer me informó sobre algunos recorridos que podría hacer por mi cuenta, con la única ayuda del transporte público. Así mismo, me obsequió un mapa del Parque Nacional Huascarán, dentro del cual corre prácticamente toda la Cordillera Blanca. Con él, podría preguntar en las agencias los precios de las visitas a cada uno de los picos nevados, lagunas y glaciares.
     
    Ya que la mayoría de los viajes partían muy temprano por la mañana, sabía que aquel día debía elegir una actividad pequeña. Así que volví al hostal para ocupar mi cuarto y me alisté para salir a caminar rumbo al noreste del pueblo, para subir hasta el llamado Pinar, desde donde tendría vistas panorámicas de la ciudad y de algunos picos nevados de la Cordillera Blanca
     
    A pesar de algunas rachas de viento frío, el sol me hacía recordar que estábamos en pleno verano. No valía la pena cargar una sudadera conmigo por horas
     
    Dejando el centro histórico atrás, me dirigí hacia el río Quillcay, que cruza la ciudad de este a oeste, y que es orillado por un malecón en ambos lados, repleto de kioscos, áreas verdes, juegos para niños y vendedores de todo tipo.
     
    Pasando el río en el lado oriental de su rivera, la ciudad parecía acabar, con la última de sus avenidas desvaneciéndose al pie de un enorme cerro, donde varias casas de pobres fachadas se amontonaban en sus peligrosas laderas.
     
    Pero la cima de aquel montículo sería quien me daría las vistas que en la oficina de turismo me habían prometido. Entonces me di cuenta que la avenida no desaparecía, sino que seguía su rumbo en una pendiente curva que zigzagueaba por la montaña. Aún así, si seguía por las improvisadas escaleras de tierra que ascendían hacia las chozas, ahorraría algo de tiempo. Después de todo, así es como aquellas familias subían hasta alcanzar sus viviendas
     
    Los locales me volteaban a ver, cual forastero que había osado irrumpir en sus tierras. Los niños paraban de jugar para quedar en silencio, mientras sus miradas no se alejaban de mi agitado ser Con saludos y gestos universales intentaba ser bien recibido por los lugareños, quienes pocas veces mostraban una sonrisa.
     
    Serpenteando entre los perros de bárbaras expresiones, me abrí paso por la favela arbolada, que parecía más pequeña vista desde abajo Hasta que al fin, me vi de vuelta en la avenida, que para entonces se había convertido en una autopista, desde donde contemplé en su totalidad la paisajística mancha urbana de Huaraz con la Cordillera Negra en su fondo, apodada así por la ausencia de picos nevados en ella.
     


     
    Más adelante la carretera giraba en dirección noreste, bordeando al cerro que seguía ascendiendo. Tan solo al dar la vuelta, una de las montañas blancas de la imponente Cordillera Blanca se asomó entre la verde arboleda boscosa que descendía por la ladera sur. Entonces empecé a comprender la belleza natural de Huaraz de la que tanto hablaban los demás viajeros
     


     
    En lo alto de la montaña, enormes cúmulos de nubes negras se apiñaban, amenazando a todo el valle contiguo con torrenciales lluvias. Pero quizá, era solo producto del enfriamiento del aire al subir por la pared de montañas que se topaba a su paso, siendo los Andes los creadores de los monzones que fertilizan a la adyacente selva amazónica.
     


     
    Fuere a donde fuere que se dirigiera la lluvia, no podía vacilar mucho tiempo en mi caminata. Aún cuando el sol brillaba en su máxima plenitud y me quemaba con vehemencia había sido ya advertido sobre la temporada húmeda en la zona.
     
    Continué por el sendero a la orilla de la ruta, que a pesar de todo se presumía bastante vacía. Al mirar hacia abajo por las faldas del cerro, algunos residentes de la verde zona realizaban sus tareas diarias en el bosque, cortando leña, alimentando a sus animales y recogiendo agua de pozos. Aunque vivían a pocos metros de la ciudad, parecían estar aislados en comunidades autosustentables.
     
    En la siguiente curva que tornaba hacia el sur, empezaron a aparecer complejos habitacionales de recreo. Cierto tipo de ranchos a la orilla de la carretera con vistas a las laderas boscosas y las montañas nevadas, destinadas a turistas que buscan un fin de semana lejos de la ciudad con todas las comodidades que un hotel te pueda ofrecer: habitaciones con calefacción, televisión por cable, restaurante, piscina, área de juegos para niños… siempre atendidos por familias humildes de la zona que decidieron hacer de la ubicación de sus viviendas un modo lucrativo de subsistir.
     
    Las rojizas paredes del cerro seguían ascendiendo a la orilla de la autopista poco inclinada, que entre sus caminos serpenteantes y las altas copas de sus árboles, habían ocultado detrás de mí a la formidable cadena montañosa.
     
    Al llegar a la siguiente curva, y con Huaraz a mis pies, me senté un momento a descansar y a leer un poco más de Lewis Caroll. Fue uno de los momentos en que disfruté mi soledad plenamente, sin nadie a mi alrededor que pudiera interrumpir el momento de paz, que a veces tanta falta hace en nuestras vidas
     
    Al avanzar algunas páginas, una tormenta parecía avecinarse sin piedad desde lo lejos Así que no quise permanecer más tiempo y proseguí con mi caminata.
     
    Después de la última curva, el famoso pinar apareció. Un pulmón boscoso en lo más alto del cerro, protegido por una cerca de alambres. La ruta avanzaba junto al enorme cuerpo de pinos, que a la vez dejaba a la vista, finalmente, el esplendor de los nevados del Parque Nacional Huascarán
     


     
    Las puntas de los picos Rima, Churup, Wamashrahu y algunos otros se alzaban con fulgor bajo un cielo de azul intenso oculto tras una tupida masa de nubes. El cuadro era enmarcado por el punto de fuga que formaba la carretera y el denso bosque por el que era orillada.
     


     
    Ningún auto se veía venir por la pista, lo que me permitió tumbarme por unos instantes sobre el concreto con nada, sino mi soledad, los Andes y yo
     


     
    Cuando uno viaja a Sudamérica no puede evitar ser asaltado por las imágenes estereotípicas que espera captar de la misma. La estepa patagónica, la espesa selva amazónica, las frías costas del Pacífico con lobos marinos y los montes andinos. Y ésta era, sin duda, una de las postales que yo aguardaba capturar al sumergirme en la célebre Cordillera de los Andes
     


     
    Mi piel roja reclamaba más bloqueador solar, que por cierto no cargaba conmigo Y los desafiantes nimbostratos acercaban sus cuerpos nubosos cargados con agua hacia mí Decidí que era hora de volver, pues aún tenía una larga caminata de retorno a Huaraz, y no había muchos coches a quienes pedir un ride.
     


     
    Apresuré mis pasos por la pendiente cuesta abajo para bajar lo antes posible del empinado cerro. Pero esta vez no me arriesgaría a correr por las escaleras de tierra de la favela, sino que daría la vuelta entera por la curva de la avenida.
     
    Una vez en la ciudad me sentía seguro, pues tenía dónde resguardarme. Pero antes de poder siquiera cruzar al otro lado del río, un chubasco se soltó sobre toda la ciudad, mientras yo corría por el malecón contiguo al canal
     
    La totalidad de las personas que se entretenían entonces por el paseo, se amotinaron junto a mí bajo el techo de un pequeño kiosco mientras algunas desafiaban al agua y se dirigían a sus labores cotidianas, empapados por la ola torrencial que no parecía cesar.
     
    Suponiendo que podían pasar horas para que se detuviera cuando el agua disminuyó su fuerza corrí directo hasta el hostal, deseoso de bañarme y de ponerme ropa seca.
     
    Decenas de mochileros se hospedaban ese día en el hostal Akilpo. Mientras comía, hice amistad con algunos de ellos, quienes regresaban de largas travesía de hiking por las montañas.
     
    Al final, escuché atentamente todas sus opiniones para decidir, apoyado por la oficina de turismo, cuál era mi mejor opción para visitar durante mi estancia en Huaraz, respaldado por el poco dinero que me quedaba.
     
    Después de un cigarrillo con ellos, salí a cotizar todos los tours con las agencias de viajes. Hasta entonces había hecho posible una increíble aventura por Sudamérica con muy poco dinero, y estaba seguro de que podía hacer lo mismo en Huaraz
     
     
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