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AlexMexico

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Relatos publicado por AlexMexico

  1. AlexMexico
    Mis tardes y veladas en el pueblo de Consuegra pasaban entre grandes banquetes para la cena y extraños juegos de cartas inglesas. Entre todas ellas, la celebración del cumpleaños de July, la madre de mi amiga Henar, a quien cantamos el famoso cumpleaños feliz y, en honor a mi presencia, las mañanitas mexicanas 
    Mi estancia en la enorme casa de la abuela con Henar y su tío Paquito había devenido en noches de café y películas. Y ya que una de las amplias habitaciones de la morada estaba destinada sola y únicamente al resguardo de una gran colección de libros y filmes nuestro catálogo era más que suficiente para saciar nuestro cinéfilo apetito.
    Pero si soy sincero, a uno de los que más adoraba dentro de la familia de Henar era a su hermano Álvaro. Y es que el destino nos cruzó precisamente durante las vacaciones de verano, cuando él tenía el tiempo libre suficiente para disfrutar conmigo de los mejores tours
    Más eso no era lo mejor, sino que el buen muchacho ostentaba la maravillosa profesión de historiador, lo que lo convertía en la persona más interesante con quien pudiera haber compartido mis visitas por el centro del país
    Una de sus cuantiosas ofertas fue visitar el Parque Natural Hoces del Río Duratón, una particular formación geológica tallada por una vertiente del río Duero; uno de los parques nacionales más visitados en España.
    Así, uno de esos días, manejamos a escasos kilómetros al noroeste de la aldea. Cerca de la ciudad de Sepúlveda había una desviación que dirigía hacia el parque. Aparcamos el coche al pie del camino de ripio que le seguía e ingresamos sin pagar cuota alguna
    Existen distintos senderos para recorrer el paisaje por lo alto de las montañas. El que nosotros tomamos era de unos escasos 15 minutos.
    Las primeras tomas que se asomaron desde lo alto mostraban a un azulado río Duratón que serpenteaba entre altos acantilados de casi 100 metros.

    El follaje de un tono verde seco cubría algunos de los puntos en las laderas, creando la única escasa sombra del lugar.

    Aún con capas de bloqueador solar sobre mi piel, buscaba con recelo algún refugio ante los potentes rayos  mientras capturaba las mejores fotografías posibles en la orilla de los barrancos.

    Muy lejos desde las alturas se podían divisar algunas de las aves que anidaban en las paredes rocosas, cuidando de sus bebés y alimentado a sus familias. El parque es bien conocido por poseer una de las mayores colonias de buitres leonardos en el país y en Europa, convirtiéndola en una reserva natural de mucha importancia en los ecosistemas ibéricos.

    Deseando poder descender un poco más para su mejor avistamiento, mi envidia se desató al mirar un par de personas remando en kayak a lo largo del río. En algunos puntos del parque se pueden rentar barcas para su recorrido… de haberlo sabido antes, me hubiera visto literalmente sobre las aguas de su cauce 

    Aunque existen varios puntos que sirven de miradores a lo largo del complejo, el más famoso por sus hermosas vistas era el peñasco sobre el que nos encontrábamos. Además, otro singular atractivo se erguía allí majestuosamente.
    Una especie de capilla, que parecía estar hecha de la misma roca de las montañas, se levantaba al final del acantilado.

    Álvaro me hizo saber que aquella figura románica databa de la lejana Edad Media. Había sido construida por San Frutos en el siglo VII, por lo que ahora se llama la Ermita de San Frutos, quien es considerado el patrón de toda la provincia de Segovia.

    Sin embargo, la construcción actual fue edificada cuatro siglos más tarde, y fue después completada con un monasterio que se encuentra más abajo.
    El priorato se encuentra sobre un balcón que sobresale de la meseta, y está dividido del resto de la montaña por una grieta, que se une al resto de la planicie por medio de un puente de piedra. Es aquí donde Álvaro me ha contado la leyenda que se ha divulgado sobre este peculiar y lejano sitio:
    La grieta es llamada La Cuchillada, y según los rumores, ésta fue abierta milagrosamente por San Frutos para detener a los moros (musulmanes), quienes lo perseguían a él y a otros pueblerinos de Sepúlveda, durante la invasión del Islam en la península. De esta forma, todo aquello después de la grieta es considerado terreno sagrado

    Un altar cilíndrico, un campanario y algunas paredes de la iglesia es lo que sigue todavía en pie. Aunque allí se encuentran aún las reliquias del ahora santo.
    Pasando de largo la ermita se llega al último peldaño de la superficie plana, donde se tienen las mejores vistas del río y de su cañón.

    Sentarme ahí, con semejante paisaje a mis pies, me hizo sentirme nuevamente agradecido por haber decidido viajar a España, y por haber sido bienvenido por gente tan maja como Henar y su familia
    De vuelta al pueblo, hemos parado en una tienda local para comprar algunas cosas. Y a la orilla de la carretera algo me hizo bajar del coche.
    Una interminable serie de sembradíos de girasoles se extendía por las planas llanuras de tierra y pasto.

    El vivo color amarillo de los pétalos de cada flor, sumado a su hipnotizante centro de un marrón rojizo, adornaban la hojarasca verde que crecía a grandes alturas por todo el campo.

    Las más maduras parecían cuidar de sus hermanas menores, que se esforzaban poco a poco por abrir sus hojas en todo su esplendor.

    Con aquella colorida postal me despedí de otro hermoso viaje en la campiña segoviana que perduraría para el recuerdo  y que me recordaba una vez más que lo bello de España iba mucho más allá que la gran ciudad de Madrid.
  2. AlexMexico
    A mi triunfal arribo a Madrid, todas las sensaciones dentro de mi corazón se aceleraban al mismo tiempo Era increíble cómo después de 12 horas me hallaba ahora a 9000 kilómetros tan lejos de casa y cómo, de repente, después de 8 meses de haber despedido a mis amigos españoles en México, volvía a reencontrarme con una de ellas: Henar, quien me esperaba fuera del Aeropuerto de Barajas mientras fumaba un pitillo.
    Totalmente embelesados por nuestra pronta y tan espontánea comparecencia, subimos a su camioneta y condujimos por la carretera estatal que circunvala a la localidad de Madrid, sede de la capital de la comunidad homónima y de un estado nación que, hasta el momento, me recibía con la mejor de sus caras
    Cada palabra y gesto de emoción que emanaba de la boca de Henar eran opacados por las postales que tras la ventana dejaban al desnudo a un Madrid cálido y vivaz. La imagen de una Europa templada y fría desaparecía vertiginosamente con el sol, que a las 19 horas seguía en un álgido punto de potencial luz… qué candor el mío para cualquiera que me veía portar un enorme abrigo de invierno en mitad de agosto ?
    El tamaño de Madrid y su zona metropolitana no se comparaba en lo absoluto con el de la Ciudad de México, misma que nos había acogido unos meses atrás; pero su extensa dimensión nos permitió aprovechar el tiempo para ponernos al día, mientras nos paseábamos por las periferias rumbo al sur de la metrópoli.
    Mi primer destino en la Iberia española era el barrio capitalino que había visto nacer a Henar y su familia: el distrito de Carabanchel.
    Albergue de una importante historia, cultura, identidad y de una amplia diversidad de población proveniente de todo el país (y el extranjero), Carabanchel me dio un sonriente saludo de acogida en la gran ciudad

    Decenas de madrileños se paseaban en bermudas y faldas bajo las carpas de los negocios al pie los edificios habitacionales. El verano invitaba a todos a salir de sus casas, y los coloridos árboles de matices otoñales incitaban a cualquiera a disfrutar de la tarde bajo sus poblados follajes.

    No era diferente el caso para el padre de Henar, quien disfrutaba de una cañita (cerveza de barril en vaso) cuando ambos llegábamos a casa.
    Y tras ser advertido por Henar sobre lo agresivo que podía sonar el tono de voz de los españoles (especialmente el de su familia), fui recibido con un fuerte abrazo por su hermano y su madre, quien con un banquete que ocupaba la totalidad de la mesa exclamó la mejor de mis recepciones: ¡BIENVENIDO A ESPAÑA!
    La gama gastronómica más popular y representativa de España se posaba como un bufete infinito que me exhortaba a sentarme, no sin antes otorgar a July (madre de Henar) los presentes que desde México había cargado conmigo: un par de magnetos y una botella de tequila Jimador
    Con el estómago saciado desde que bajé del avión, mi apetito velozmente escindió ante tal variedad culinaria, que incluía: salmón a la plancha, croquetas, jamón serrano, jamón york, queso de tetilla, paté, lonchas de chorizo, tortilla española y pan de baguette. Todo mientras el sol descendía poco a poco sin ponerse completamente.
    Tras el exquisito banquete y un shot de tequila, que obligadamente July se bebió por cortesía subí a darme una ducha y tratar de conciliar el sueño, no sin antes avisar a todos en México que había llegado con bien hasta las tierras hispánicas.
    La casa de Henar era sorprendentemente cómoda y grande  desde su amplio patio trasero hasta su ático y la habitación de invitados. No obstante, ella amablemente me concedió su alcoba, en la que vi ocultarse el sol, nada más y nada menos, que a las 10 pm  Algo extraño para mí, pero común para un verano español (quienes raramente todavía utilizan la hora del centro de Europa).
    El usual y perverso jet lag no me permitió despertarme más temprano que las 12 pm del siguiente día Y un poco avergonzado por el prolongado sueño, bajé a saludar a una familia que, a finales de sus vacaciones de verano, se preparaba para su última escapada de la temporada.
    Mientras trataba de adaptarme a los desayunos españoles (café y pan) Henar me contaba que ese día partirían todos al pueblo, donde compartirían algunos días con el resto de la familia. Por suerte, yo también estaba invitado, y vi allí la mejor oportunidad de codearme con el ambiente más típico de que de España se pudiera imaginar
    Pero antes de partir necesitaba algo más: casualmente no había traído desde México pantalones cortos, y visto el abrasador calor que en Madrid se sentía  Henar me llevó al mejor lugar para las compras en España. No estoy hablando de la primera boutique de Zara ni de marcas excesivamente costosas. Más todo lo contrario, y acudimos directamente a Primark.
    Como cadena irlandesa especializada en ropa y accesorios a precios bajos, Primark me ofreció todo lo necesario para el resto de mi estadía en Europa. Y no solamente hallé mis deseados pantaloncillos, sino gorros, guantes, bufandas y camisas a precios que increíblemente no sobrepasaban los 5 euros por prenda 
    Con todo un guardarropa renovado en mi maletín, alistamos todo para pasar algunos días lejos de Madrid, misma que conocería a fondo una semana más tarde.
    Casi al caer la noche dejamos la ciudad y tomamos la carretera estatal norte rumbo a la comunidad de Castilla León, hogar del antiguo reino de Castilla, de la lengua castellana y lugar de nacimiento de la unificación de toda España.
    Al este de la provincia de Segovia, colindante a la cercana comunidad madrileña, se hallaba Sepúlveda y sus pueblos circundantes. Uno de ellos, nuestro hogar por los próximos cinco días: Consuegra de Murera.
    Cuando me hablaron del pueblo de la familia había imaginado una especie de ranchería o comunidad rural con casas grandes y alejadas una de la otra (como suelen lucir en México). Pero Consuegra fue algo que nunca en mi vida había visto…
    Todas las casas colindaban una con la otra, sumando no más de 35 hogares, y el conjunto de edificaciones no sobrepasaban ni media hectárea Todo ello en el medio de una vasta llanura de verdes cultivos. He aquí una foto aérea para su mejor visualización:

    En la plaza central de la diminuta aldea, un grupo de niños yacían sentados con sus madres, disfrutando de un show infantil que se proyectaba en un vetusto muro de la parroquia, al mero estilo de Cinema Paradiso 

    Llegamos directamente a la casa de los padres de Henar, quienes me dirigieron a la antigua casa de la abuela, una enorme morada de ancianas paredes de piedra. Allí, el singular tío Paquito me recibió, tal como me habían descrito a su afanado personaje.
    Desviviéndose por ser el mejor anfitrión de España, en pocos minutos me contó la historia de la casa, del pueblo y de él mismo, mientras todos preparaban la mesa para la cena.
    Aquella templada noche dormí tan cómodamente que olvidé por completo la diferencia de horario, y me dije afortunado de compartir mis primeros días con tan benévola familia
    El despertar para mí y Henar fue temprano la siguiente mañana  cuando Álvaro, su hermano (quien no tenía ningún problema para levantarse al alba) nos echó de la cama para aprovechar el día: eran las fiestas de Los Santos Toros de Sepúlveda y era algo que yo no podía perderme.
    Retirando las lagañas de mis ojos, me llevaron a la plaza de toros del municipio, a lo cual rápidamente protesté. Las corridas de toros no es algo de mi agrado
    Más Henar y Álvaro me hicieron saber que mi filosofía no era ajena al pensar de muchos españoles, quienes poco a poco se han ido mostrando en contra de los brutales eventos. Así, en las fiestas de Sepúlveda el llamado “Encierro” sólo consistía en soltar a los toros para correr por las calles y encerrarlos al final en su respectivo corral.
    Como nosotros no llegamos al encierro, entramos a la plaza para coger un sitio. Otro espectáculo tendría lugar, esta vez solo con pequeños novillos.
    El sol apenas se levantaba, y la mayoría de los asistentes parecían no haber dormido. De hecho, habían seguido la fiesta toda la noche hasta el amanecer esperando con ansias el tan anhelado encierro.
    Grupos de jóvenes borrachos con camisas del mismo color formaban porras y cantaban orgullosos los himnos de sus pueblos. Ninguna de sus palabras castellanas eran descifrables para mí lo cual denotaba su procedencia meramente rural.

    Llegó el esperado momento, y el novillo fue soltado al centro de la pista. La cría desorientada caminaba de un lugar a otro, sin hacer mucho más que mirar al público.

    Algunos empezaron el show, y bajaron de sus gradas para correr con la vaquilla, quien los perseguía amenazando sus traseros con sus desafilados cuernos.

    Los más osados se acercaban a sólo centímetros de ella, y el célebre “olé” se vociferaba en todo el anfiteatro.

    Niños, ancianos, jóvenes y adultos disfrutaban entre familiares y amigos el espectáculo animal, manteniendo el fuerte vínculo que el pueblo hispano tiene con sus tradiciones más arraigadas. Sin duda, la primera típica postal que España me dió de sí 
    Desde lo alto de las tarimas se asomaba la parroquia de Sepúlveda y parte de su pueblo, esperando a ser visitado por el recién llegado turista mexicano

    Sepúlveda es cruzado por las hoces que forma el río Duratón, afluente del río Duero, cuyo cauce ha formado una especie de cañón. Así, desde sus alturas, puede apreciarse un hermoso y singular paisaje de tonos que van de los marrones a los verdes intensos.

    Sumergirme en las calles de Sepúlveda fue como volver en la línea del tiempo hasta la misma Edad Media peninsular
    Los autos de modelo reciente aparcados en sus orillas se combinaban contrastantemente con la antigua arquitectura castellana, que Sepúlveda y su gente han sabido conservar de manera sensacional.

    Cada ladrillo de arcilla coronado por tejas y pequeñas chimeneas podría haber sido capaz de contarme una historia diferente, sobre todas las auténticas generaciones que han pasado por el interior de cada añejo edificio.

    Vaporosos tonos beige orillaban las escoradas rúas, que en su centro lucían decenas de locales y visitantes que gozaban de un verano más en la campiña española. Y para mí, quizá el visitante de procedencia más lejana presente en aquel momento, cada molécula en la atmósfera representaba un universo de cultura que deseaba conservar en mis recuerdos.

    La estructura de una ciudad que parecía amurallada situada sobre la irregular figura de una colina me recordaba mucho a los cuentos de caballeros y dragones, y me llevaba de vuelta a lo que mi imaginación era capaz de crear durante los juegos de mi infancia
    El centro de la villa se hallaba atiborrado de lugareños y vacacionistas que se empapaban, perdidos en entre el pueblo, de la honra de los sepulvedanos. Las fiestas ya habían dado comienzo y eso se sentía en cada pequeño rincón
    De pronto, la multitud se reunió al pie de uno de los edificios, donde un simpático hombre incitó a todos a cantar el himno a San Miguel, patrón de la comunidad.
    Tras dos fervientes ¡Viva San Miguel! Todo se preparó para el siguiente evento: el encierro de toros infantil.
    El público se hacinó en ambas orillas de la callejuela empedrada para dejar paso al desfile de infantes, quienes se oían venir a lo lejos gracias a sus gritos y clamor.
    Los primeros pequeños aparecieron. Algunos de la mano de sus padres, otros en grupo con sus amigos, y otros solos corriendo desesperadamente para huir del monstruo amenazador que venía tras de ellos.
    Cada uno sostenía en una de sus manos una hoja de periódico enrollada. Esa era su mejor arma para defenderse de cualquier ataque.
    La indomable bestia apareció: una figura de felpa que simulaba un toro era empujada por un sujeto desconocido. La vaca se posaba sobre una carreta a ruedas que facilitaba su deslice por las calles empedradas. Y por delante, sus enormes cuernos desafiaban a cualquiera que se le pusiera enfrente ?

    Gritos y algunos llantos se escuchaban pasar mientras la muchedumbre infantil escapaba de ser la próxima carnada. Y los más valientes se acercaban al falso bovino para golpearlo con sus periódicos y hacerse respetar 
    Al final de la corrida, otro grupo de adultos corría hacia ellos. Pero esta vez, lo hacían para ayudarlos.

    La cuadrilla de paramédicos se apresuraba con su ambulancia para auxiliar a los heridos durante el encierro. Hombres vestidos de enfermeras rociaban agua a cualquiera que se le cruzara para tratar de curar sus heridas, así no hubieran participado en la novillada
    De esta forma es como los sepulvedanos iniciaban a sus niños en los ritos patronales propios de su comunidad. El resto de la jornada, era solo fiesta y más fiesta.
    Las orquestas hacían bailar a chicos y grandes en el medio de las plazas. Y no faltaban los trasnochados y pasados de copas que sacaban a bailar a cualquiera que caminara a su lado.
    Terminamos nuestra tarde en Sepúlveda probando una de sus mejores delicias: los pedruscos. Panes rellenos de chorizo de aproximadamente un euro que saciaron mi hambriento paladar antes de volver a casa
    A nuestro retorno, la familia no estaba en casa. Todos se habían dirigido al único bar del pueblo, y así ponerse al corriente con los últimos chismes sabidos.

    Pueblo de Consuegra de Murera
    Henar, July, su hermana Mary, tíos, tías, primos y parientes se aglutinaron todos fuera de la cafetería para disfrutar de otra soleada tarde en la canícula.
    El pueblo no debía tener más de 30 habitantes permanentes Pero ese número fácilmente podía triplicarse durante el verano, cuando todos los antiguos residentes y familiares regresaban para un sublime reencuentro anual
    Pese a mi insistencia en pagar mi propia cuenta, cada persona se disponía a invitar una ronda de bebidas, donde no me incluyeron a mí pero sí a mi brebaje, el mejor sin duda que España me otorgaría:
    Si bien en México nunca me consideré un fanático del vino, sabía que no podía vivir en España sin sumergirme en la cultura vinícola. Y por recomendación de Henar, comencé mi experiencia con el tinto de verano, una placentera mezcla de vino tinto con hielo y refresco de limón. Una combinación que muy pocos debían conocer en mi país, pero que definitivamente fue la mejor forma de adentrarme en su consumo

    Uno tras otro, los vasos con tinto de verano pasaban por mis manos tantas veces como el mesero se acercaba con su charola, y nos ofrecía una nueva ronda de las célebres tapas españolas   Chorizo, jamón serrano, jamón york, queso, paté, tomate, aceite de oliva, tortilla de huevo…
    La deliciosa cobertura de cada pieza de pan era tan abrasadora como el fervor de los españoles, quienes me habían hecho sentir, sin duda, que España había sido el mejor destino elegido para realizar mi intercambio estudiantil
  3. AlexMexico
    Hasta el año 2012 el punto más lejano que mis inquietos pies habían alguna vez pisado era la estrepitosa Guatemala, a donde ingresé sin pasaporte y sin documento alguno que me protegiera en el extranjero como ciudadano mexicano (bastante arriesgado para cualquiera ).
    Al finalizar aquel año daría el adiós a un grupo de inigualables amigos, que como una familia foránea, me habían acogido en la capital mexicana, y ahora partían de regreso a su lugar de origen. El más remoto de ellos, España, donde cuatro de mis compañeros habían sido patriados desde el primer momento en que vieron la luz.
    Mis deseos de volver a verlos me orillaron a buscar hasta la oportunidad más recóndita para partir en un viaje relámpago hacia la madre patria… y como una aguja en un pajar, esperaban por mí las becas de movilidad estudiantil, que recién habían firmado un nuevo convenio con la Universidad de Santiago de Compostela, en la punta gallega del país ibérico.
    Con algunas dudas sobre mis posibilidades de obtener la subvención, pero sin nada que me detuviera a solicitarla, pocas semanas pasaron para que me fuese informado que había sido uno de los afortunados seleccionados para partir a Europa a mediados del 2013, año en que se consumaría el primer gran viaje de mi vida
    Y con solo información nubosa sobre el destino que me esperaba, me vi inmerso en toda serie de trámites y eventos que me iniciaron en un ritual burocrático, que pronto se volvería rutina para un novato como yo  procedimientos mismos del que todo viajero primerizo debe estar enterado.
     
    PREPARATIVOS PARA EL EXTRANJERO
    Desde la remota Edad Media eran utilizadas por las autoridades locales de los principados europeos pequeñas papeletas que permitían el pase por las puertas (o portes) de las ciudades. Es quizá la forma en que nacieron los famosos pasaportes, que aunque devotos de un mundo del que todos somos dueños, y en el cual merecemos libre tránsito, tras décadas de guerras y atentados es necesario un control de quién entra y sale de cada estado nación.
    Por ello, el pasaporte es nuestro primer paso en aras de salir del país. En algunos casos específicos no será necesario portarlo, pero ello solo se reducirá a los miembros del Espacio Schengen (Unión Europea, Suiza, Noruega e Islandia, con excepción de Irlanda y Reino Unido) y a los miembros del Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay, Bolivia, Uruguay y Venezuela). Siempre que viajen dentro de los territorios del espacio común, bastará con mostrar su carné de identidad nacional. Para todos los demás, el pasaporte siempre nos será solicitado.

    Puede que el trámite o renovación de un pasaporte nos produzca algunos dolores de cabeza, con las citas anticipadas, los pagos al banco nacional y la recopilación de algunos documentos  pero poseer este pequeño cuadernillo nos llenará de satisfacción, sobre todo al verlo repleto de rúbricas que marcarán nuestra entrada y salida a cada país de tal suerte que nos convertiremos en afanados coleccionistas de sellos.
    El pasaporte nos abrirá la puerta a la mayoría de los países del mundo, pero es aquí donde jugarán un papel importante las relaciones exteriores: depende del país en el que hayamos nacido tendremos la suerte o no de transitar fácilmente con solo este documento en mano  Si no es el caso, tendremos que tramitar un visado para el país que nos recibirá.
    De esta forma, conforme a los acuerdos y relaciones que haya entre las naciones, éstos pedirán la posesión de una visa o no a los turistas que los visiten. Así, los latinoamericanos necesitaremos visa para ingresar a Estados Unidos, los gringos la portarán para ingresar a Rusia y prácticamente todos la necesitarán para visitar Corea del Norte Por ello, es importante informarnos desde antes si nuestro destino exige dicho trámite y acudir a su embajada local lo antes posible.
    La mayor parte de los países permiten a los visitantes en condición de turistas permanecer de 90 a 180 días dentro del territorio nacional (aunque puede variar mucho de un estado a otro). Solo se nos permitirá quedarnos más tiempo si poseemos alguna de las otras modalidades de visado internacional: visa de trabajo, visa diplomática, visa de matrimonio o, como en mi caso, visa de estudiante

    Un detalle importante a mencionar es que no compremos nuestro boleto de avión antes de recibir un visado ‼️ pues las autoridades migratorias del país destino son quienes decidirán las fechas de vigencia del mismo, y no nos convendrá haber comprado un vuelo que llegue dos días antes de nuestra fecha de entrada permitida, ni diez días después de nuestra fecha de salida En dicho caso, se nos podrá negar el ingreso al país, o tendremos que pagar una multa por cada día extra (como desafortunadamente me pasó en Perú, donde debí pagar un dólar por cada uno de los 14 días que permanecí de más  ).
    Con suerte, será suficiente para nosotros portar nuestro pasaporte y correspondiente visado para viajar por todo el mundo… pero cada país, libre y soberano, pondrá sus propios requisitos de ingreso, que además de pasaporte y visa, pueden incluir otros documentos como: reservas de hotel o cartas de invitación de ciudadanos locales, estados de cuentas de tarjetas de crédito o débito, cartillas de salud con ciertas vacunas obligatorias, boleto de transporte de salida del país y comprobante de un seguro médico de gastos mayores.
    Comúnmente podemos hallar este tipo de información en el sitio web del Ministerio de Asuntos Exteriores de cada estado. Y, por experiencia, debo decir que rara vez se nos solicitarán tales papeles. Pero es aquí donde el oficial de migración, comúnmente clasista, racista y soberbio, tendrá el libre albedrío de pedirnos o no los documentos, y será él quien tenga la última palabra Así que más nos vale ir preparados ante cualquier situación que se nos presente.
    Así nos sea o no exigido un seguro médico, será necesario ante cualquier caso de emergencia. Aunque la salud sea un derecho humano básico y universal, rara vez un país cubrirá los gastos de seguridad de una persona que no sea ciudadana local ‼️ Y me tomo la molestia de hacer otra mención: si bien nuestros consulados estarán siempre ahí para abogar por nosotros fuera de nuestro país natal, ellos NO tienen la obligación de pagar por nuestros servicios médicos.
    Claro está que en algunos casos serán otros quienes puedan costear cualquier daño a nuestra persona, como los accidentes de transportes (en los que las compañías nos otorgarán un seguro de viajero) o en casos extremos donde el estado se vea involucrado.
    Existen muchas compañías de seguros, y vale la pena cotizar con cada una de ellas. Para darse una idea general, yo pagué cerca de 280 USD por un seguro con cobertura de 180 días.
    Dicho todo esto, con mi pasaporte, visa y seguro médico en mano, fue momento de buscar mi pase de abordaje
     
    BOLETOS DE AVIÓN
    La fastidiosa búsqueda por el mejor ticket de avión fue quizá el trabajo más arduo de toda la jornada sobre todo si tomamos en cuenta que casi siempre es el mayor gasto que tendremos en un viaje de esta naturaleza.
    Para aquel entonces nunca había tomado un vuelo, y la corta experiencia de mis familiares y amigos reducía mis posibilidades a muy pocas
    En un principio fue común pensar que las únicas aerolíneas que tendrían un vuelo México – España serían Aeroméxico e Iberia, y que en el resto de ellas, al verse obligadas a hacer escalas, el precio se elevaría mucho más. Pero para mi sorpresa, ambas compañías ofertaban vuelos excesivamente caros para la temporada en que yo debía arribar
    Los buscadores de internet no me auxiliaban mucho, al mostrarme los costos sin impuestos incluidos, que me ofrecía una idea errónea del precio total. Y si intentaba comprar alguno con la tarjeta de crédito de mi padre, dejaban a un lado la modalidad de pago a meses, y no hace falta hablar de los cuantiosos intereses
    Al final, descubrí que la mejor manera de adquirir los vuelos es cotizarlos desde las páginas oficiales de las aerolíneas siempre tratando de ser flexible con nuestras fechas. Si tenemos la totalidad del dinero en nuestra cuenta bancaria nos convendrá comprarlo en una sola exhibición, a menos que la compañía nos ofrezca una promoción de pagos sin intereses.
    Como no fue así mi caso, me vi obligado a recurrir a una agencia de viajes  donde pudimos hallar una manera de pago favorable con una tarjeta de crédito departamental. Finalmente, la aerolínea elegida fue la prestigiosa Lufthansa, ya que al no poseer visa de tránsito estadounidense no podía hacer escala en ningún aeropuerto con American Airlines 
    Por supuesto, toda agencia de viajes cobrará un precio extra por la gestión y expedición del boleto. Es mejor, desde luego, hacer la compra nosotros mismos. Para ello (como muy tarde lo supe) podemos usar las alarmas de los buscadores de vuelos, como skyscanner o despegar, quienes nos avisarán cuando salga un vuelo acomedido a nuestra fecha y presupuesto
     
    AEROPUERTOS
    No debe existir en el mundo un lugar más concurrido y agobiante que un aeropuerto internacional (aunque también quizá la bolsa de valores de Nueva York ).
    Una noche antes de mi partida recibí un correo electrónico de la compañía, pidiéndome realizar lo antes posible mi check-in, concepto que hasta entonces solo conocía en los hoteles
    Siendo éste último un requisito que se puede realizar en línea o de manera presencial en los kioscos del aeropuerto, vale la pena hacerlo con la mayor antelación posible (entre 72 y 24 horas antes, según la compañía). De todas formas, no pude cambiar mi asiento, que como todo mundo sabe, no son nada buenos cuando se encuentran en medio de una fila de tres No tener acceso al pasillo de forma directa es, sin duda, un gran inconveniente del que uno se da cuenta en un vuelo nocturno de más de 10 horas de duración
    Confirmado mi viaje, me preocupé por imprimir mi pase de abordar que, cabe decir, de nada nos sirve cuando necesitamos documentar una maleta en el mostrador de la aerolínea. Pero debemos tener cuidado. En todos nuestros viajes aéreos debemos verificar las políticas de la empresa, pues hay quienes extienden el pase de abordar en ventanilla de forma gratuita, y hay quienes lo hacen por un costo extra (y hasta una hora determinada). Así que nunca está de más imprimir nuestro boleto desde el momento del check-in en línea (o al menos, llevarlo en nuestro Smartphone o tablet).
    Llegar por primera vez al aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México fue como adentrarme en una telaraña gigantesca  donde yo era el último eslabón de la cadena alimenticia, listo para ser devorado

    Una marabunta humana corría en todas direcciones de la desmedida terminal número 1 siempre cargando sobre sus hombros la inapelable presión del tiempo. Y acatando las órdenes de mi pase de abordaje, me vi en la entrada del aeródromo 3 horas antes de mi partida, que devendrían en una prolongada e innecesaria jornada de espera 
    Tan cándido como todo principiante, busqué apresuradamente la ventanilla de Lufthansa, pensando en si el tiempo que me quedaba era suficiente para mi documentación.
    Después de una escrupulosa búsqueda advertí la extensa fila que se formaba tras la ventanilla de la aerolínea, tras lo cual mi desesperación podía más que mi paciencia
    Con dos o tres hojas de la reserva y el check-in en mis manos, el empleado del mostrador me miró como a un inocente cordero adentrándose en el matadero. Me sonrió y tomó las hojas; luego me dijo: esto no sirve de nada, no lo necesitas.
    Con tan solo mi número de pasaporte, buscó mi reserva y procedió a pesar mi maleta. En ese momento me sentía más dentro del avión que fuera, y el desasosiego entonces subió hasta las nubes
    Por tal conmoción, no pude analizar la siguiente frase que de la boca del hombrecillo salió:
    “Nuestro vuelo está sobrevendido. Estamos ofreciendo una compensación de 400 euros a los pasajeros que deseen quedarse en tierra una noche más, y quieran salir en el vuelo de mañana a la misma hora.”
    Un día antes había acordado con mi amiga Henar nuestro encuentro en el aeropuerto de Madrid, y no deseaba hacerla cambiar de planes. Por tanto, rápidamente rechacé la oferta.
    Con mi boleto en mano y mi mochila rumbo al portaequipaje, corrí a encontrarme con mis padres. Fue entonces cuando reaccioné ante la situación  no había rechazado 400 pesos mexicanos ¡Había rechazado 400 euros gratis! ¡Por una noche menos en Madrid que nada más me costaba! Vaya lío, pensé Pero ya nada podía hacer
    Resignado a partir sin 400 euros más en la bolsa, mi siguiente paso fue hallar una casa de divisas para cambiar mis últimos pesos por algunos euros en efectivo. Y aquí es donde debo recomendar, siempre tratar de cambiar fuera del aeropuerto, pues dentro del mismo las monedas suelen casi siempre ser más caras a la venta
    Con más de dos horas por delante, me di cuenta de la exageración de ser tan preventivo, y de lo aburrido que puede ser llegar tres horas antes de un vuelo, cuando la puerta de abordaje cierra aproximadamente media hora antes del despegue.
    Paseándome entre los negocios de comida rápida y la muchedumbre fue como decidí matar el tiempo, hasta que mis padres decidieron partir de regreso al hotel. Entonces llegó el momento de la primera gran despedida cuando su retoño se aventuraba completamente solo a 9000 kilómetros de distancia.

    Entre bendiciones y caricias, me dirigí al control de seguridad, para ingresar por fin a la sala de espera.
    Es conveniente saber qué portar y qué no portar en los controles, sobre todo si contamos con una maleta de mano que viajará con nosotros a bordo de la cabina del avión.
    Líquidos en botes de más de 100 mililitros y fuera de bolsas de plástico están prohibidos !! Bebidas, alimentos, artículos inflamables, puntiagudos, gases, elementos corrosivos, alcoholes, todo ello está por demás prohibido.
    Lo mejor es ir preparado y evitarnos de pena de perder algo en manos de los guardias, quienes deliberadamente tirarán nuestras cosas a la basura Aunque cabe decir que algunos aeropuertos son menos estrictos. Pero ni hablar de los de Estados Unidos o Alemania, donde por ninguna súplica nos dejarán portar nada de lo acordado
    Tras casi desnudarme para pasar el escáner, cogí mi maleta y proseguí a la oficina de migración, donde me obsequiaron mi papeleta de salida del país. Después, no había más que esperar el momento del abordaje
     
    VUELOS
    Para mi suerte, mi primer vuelo sería en un gigantesco avión Boeing 747, que con tan solo verlo por fuera me hacía pensar en lo valientes que eran los pilotos al poner al aire tan monumental estructura artificial
    El control de abordaje suele ser bastante lento, sobre todo para vuelos internacionales tan demandados. Y como había decidido viajar con Lufthansa, la mejor aerolínea de Alemania, haríamos una escala en Fráncfort, ruta sumamente cotizada desde todos los puntos del planeta.
    Personajes de todas las edades y razas subían lentamente al interior de la nave. Buscaban sigilosamente su asiento, auxiliados por las hermosas azafatas de acento germánico
    Su perfecta adaptación políglota nos daba la bienvenida en tres idiomas diferentes, hasta que tomábamos nuestro asiento en los pasillos de clase turista.
    El aire acondicionado era perfecto para la época, lo cual me hizo arrepentirme rápidamente de la ostentosa vestimenta que había decidido portar aquel día, con dos suéteres al hombro que terminaron en el portaequipaje de cabina  No hay nada mejor que viajar cómodos, con ropa holgada y suave que nos permita circular la sangre tras largas horas en la misma posición
    El rápido ascenso dejó a nuestros pies la inmensidad de la capital mexicana, de la que me despedía para no volverla a ver hasta dentro de seis largos meses
    Las 12 horas de vuelo que se venían encima me hacían preguntarme cómo sobreviviría a tan incómodo asiento No se trataba del cojín, ni de la atención al pasajero, sino del reducido espacio con que Boeing y Airbus diseñaban las sillas en la clase económica (que claro, por algo se llamaba económica).
    Verme atrapado entre dos pasajeros alemanes que se disponían a dormir toda la noche me decía al oído: no bebas más agua, no querrás pararte al baño… pero era simplemente inevitable
    Por fortuna, el hombre a mi derecha se mostró siempre tan amable, al dejarme salir en repetidas ocasiones, mismas en las cuales aprovechaba para estirar mis entumidas extremidades
    Una apetitosa cena, un saludable desayuno, aperitivos para mis películas y cero bebés en llanto hicieron de mi primer vuelo una mejor estadía de la que había imaginado. Y tras medio día en el aire por fin arribamos al increíble aeropuerto internacional Frankfurt am Main, uno de los más grandes de Europa y de los más transitados en el mundo
    Realizar una conexión en el aeropuerto de Fráncfort es una cosa de locos descender del avión, pasar por migración, enfrentar la entrevista del gendarme, buscar la línea de conexión, descubrir que tu vuelo parte de la otra terminal, hallar el aerotren que te llevará a la otra terminal, caminar largos pasillos, llegar al control de seguridad, enfrentar una extensa y lenta fila, enfrentar a la seguridad alemana…
    Debo aceptar que el aeropuerto es muy amigable con los pasajeros, poseedora de múltiples señalizaciones y policías bien informados. Pero la inmensidad del complejo y la cantidad de gente que transita es simplemente una demencia
     
    REENCUENTROS Y SUEÑOS CUMPLIDOS
    Al fin a bordo del segundo y último avión, viajamos pocas horas hasta el Aeropuerto de Barajas en Madrid
    Siguiendo mi instinto de burocracia, buscaba la oficina de migración para recibir mi sello de entrada al país; pero ahora conocía el funcionamiento de los bloques económicos: la Unión Europea funciona como un solo país en cuestiones de migración, por lo que solo se sella en el primer país de entrada.
    Seis meses después de mi promesa, hallé fuera del aeropuerto a mi amiga Henar, fumando un cigarrillo en espera de mi arribo. Un fuerte abrazo me dio la bienvenida a tierras ibéricas, donde pasaría mis próximos seis meses, repletos de aventuras inimaginables aguardando por mí
    Es así como comienzo los relatos de mis aventuras por el viejo continente...
  4. AlexMexico
    El frío mes de enero había llegado y las vacaciones habían terminado para la mayoría en España. Para mí también. Aunque para ser sinceros yo seguía en Madrid, sin tener una idea muy clara de qué es lo que haría hasta volver a Santiago de Compostela para hacer mis últimos exámenes semestrales a mediados del mes.
    Mi familia había regresado a México después de pasar dos semanas conmigo durante las navidades. E incapaz de pagar más noches en el hotel y en vista de los ocho días libres que me quedaban por delante, decidí usar el arma que como viajero siempre tenía guardada: Couchsurfing.
    En mi ardua búsqueda por los múltiples perfiles de couchsurfers en Madrid fue Agustín, un argentino del norte, quien aceptó mi solicitud y decidió alojarme por algunos días. Él, al igual que yo, hacía un semestre de estudios en España.
    Así que inicié el año 2014 mudando mis maletas del hotel a la casa de un desconocido. Un couchsurfer más que me llevaría a lo inesperado.
    Agustín vivía en el barrio de La Latina, al oeste de la ciudad, en un piso bastante cómodo junto con un español y una alemana. Y como yo, pasaba sus primeros días de enero relajándose en casa, pues no volvería a clases dentro de un corto tiempo.
    Pese a su considerada oferta de alojo en su casa yo no quería sentirme un parásito,  viviendo una semana entera con él sin hacer nada de interés, pues ya había visitado la mayoría de las cosas en Madrid.
    Y como mi cuenta bancaria lucía casi vacía y debía guardar la mayoría para mi viaje final (que ya había planeado) creí que sería una buena idea aventurarme a hacer algo bastante nuevo para mí: viajar haciendo hitchhiking (pidiendo rides en la carretera).
    Deseaba explorar un poco más el sur de la península, y llegar de ser posible a las ciudades andaluzas de Córdoba y Sevilla, de las que todo mundo me había hablado maravillas.
    Cuando le dije esto a Agustín en él surgió un cierto interés. Tampoco tenía muchos planes y tampoco había conocido el sur. Y cuando supe que él era un hitchhiker experimentado en su natal país, no dudé en invitarlo a unirse a mi travesía.
    En los próximos días planeamos nuestro viaje juntos, tomando en cuenta dos cosas importantes que a ambos nos faltaban: una chaqueta invernal para él y una buena mochila para mí.
    Había conseguido una mochila de backpacker en México, pero era demasiado grande para unos cuantos días de viaje. Además resultó ser de mala calidad y se habían roto los tirantes. Fue entonces que decidí invertir en una buena maleta que resistiese las peripecias de un buen viajero.
    Por 40 euros una Boomerang de 40 litros en El Corte Inglés fue la mejor promoción. Y para Agustín una casaca que una amiga suya en Madrid le prestó lo protegería del invierno andaluz, que nos habían contado podía ser bastante crudo por las noches.
    Con todo listo partimos apenas pasado el Día de Reyes y apenas comenzado el año. Ahora Agustín y la carretera eran mis guías, a quienes había entregado mi confianza plena para que me llevasen hacia el sur gastando lo menos posible.
    Nuestra aventura comenzó en Getafe, al sur de la ciudad de Madrid, lugar que habíamos leído era el mejor para coger un ride.
    Pero la carretera era demasiado amplia, había un distribuidor vial, mucho tráfico y poca esperanza de que alguien parase.  Como viejo hitchhiker, Agustín supo que debíamos movernos, y caminamos hacia una calle contigua a la autopista, un poco escondida y donde nos posamos frente a una tienda de autoservicio.
    En pocos minutos un hombre paró, y nos dijo que ese no era lugar para conseguir un aventón. Nos dejó subir al auto y nos ofreció dejarnos en la próxima gasolinera, donde podríamos conseguir algo mucho más fácil.
    Avanzamos apenas unos pocos kilómetros sobre la carretera nacional A-42, que llevaba hacia Toledo y luego hacia Andalucía. El hombre nos dejó en la estación de gas y siguió su camino. Él iba apenas un pueblo más adelante y no tenía sentido que nos llevase hasta allí.
    Así que tomamos nuestras mochilas y todo nuestro entusiasmo para levantar el dedo a cada auto que pasaba.
    Creímos que sería mejor si la gente sabía a dónde queríamos ir. Así que cogimos un pedazo de cartón y escribimos con un marcador y en letras grandes “Córdoba”. Con suerte mucha gente regresaría de sus vacaciones con dicha dirección.
    En menos de media hora apareció una patrulla. En seguida el policía que la conducía se orilló frente a nosotros y nos llamó. No había de qué preocuparse, no iríamos a la cárcel. Pero nos dijo que “hacer dedo” estaba prohibido en España. Y no se multaba a quien pedía el aventón, sino a la persona que recoge. Así que nos invitaron a caminar hacia la gasolinera y pedir individualmente de coche en coche si nos podían llevar. Pero no junto a la carretera. No donde pudiésemos distraer a los conductores.
    Eso nos decepcionó bastante y bajó nuestros ánimos hasta el suelo. ¿Cómo se supone que haríamos dedo sin estar en la carretera?
    Si no queríamos ser arrestados no teníamos más opción que acatar las órdenes del oficial.
    Desanimados, volvimos a la estación de gas y nos paramos justo en la entrada/salida, donde todos los conductores podían vernos con nuestro letrero.
    Uno tras otro pasaban y a nadie parecía causar alguna sensación nuestra rara presencia. Ahora entendía lo que era ser ignorado. Era mi primera vez haciendo dedo y estaba descubriendo el verdadero significado de “paciencia”.
    Agustín parecía estar más tranquilo. Su experiencia en viajes le había enseñado varias duras lecciones. Pero aceptó que en Argentina había sido más fácil ser recogido. Eso me preocupaba aún más. 
    Decidimos probar suerte preguntando directamente a los conductores, como nos lo había sugerido el policía. Para ello debíamos poner nuestra mejor cara, una buena sonrisa y entonces abordar a la gente. Tarea dura. Y ante la cual también fracasamos.
    Teníamos algo de comida en la maleta, pero mi hambre era voraz. Y combatiendo a todos mis males que me detenían ante gastar dinero, me dirigí hambriento al Burger King de enfrente y compré una hamburguesa de un euro. No era lo mejor, pero era barata y llenó mi estómago por un momento.
    Habían pasado más de tres horas desde que estábamos en la estación. Y más de cinco horas desde que salimos de Madrid. Nunca creí que coger un ride fuera tan difícil.
    Agustín quiso intentar con uno de los camioneros que conducía un enorme tráiler. “Normalmente ellos viajan solos y no les cae mal algo de compañía”, dijo. Tenía lógica, y no teníamos nada que perder.
    El hombre era pequeño, de un metro sesenta quizá. Moreno, barrigón, una cachucha en la cabeza, una coca cola en la mano. Era la típica imagen de un trailero.
    Cuando nos acercamos él sabía lo que buscábamos. Y desde pronto nos advirtió que solo podía llevar a uno de nosotros. “Me detienen si descubren que llevo más de un pasajero. Lo siento chavales”.
    Por un momento pensé en ofrecerme a ir con él y dejar que Agustín probase suerte con algún otro camionero. Estaba desesperado y nadie parecía estar interesado en llevarnos. No teníamos tienda de campaña y no podíamos acampar allí, ni pretendíamos pagar un hotel en la carretera si se hacía de noche.
    Pero habíamos iniciado esto juntos y así debíamos llegar a nuestro destino. Dividirnos no era una buena opción.
    El camionero nos invitó a fumar un porro detrás de unos almacenes. Estaba actuando demasiado extraño, para mí. Pero no para Agus. Él sabía cómo eran los camioneros, y sabía que había que seguirles el juego para ser llevados. Así que fuimos con él, más ninguno de los dos tocó el porro de marihuana. ‼️
    De hecho, Agustín sabía el riesgo que corríamos si cargábamos con marihuana por la carretera haciendo dedo. Sobre todo en un país como España. Por ello, él dejó toda su mercancía en casa y yo, bueno, yo no soy precisamente fan de la marihuana.
    Finalmente el camionero se fue, y no aceptó llevarnos a ambos. Y más decepcionado que antes volví a la gasolinera y me senté frente a mi mochila con el letrero en mano, que ahora decía solo “Andalucía”.
    Ante mi cara larga, cansado y aún con hambre, un hombre de unos 35 años se me acercó y me dijo: “Os he visto desde que llegué a comer al restaurante. Pensé que ya habían cogido un aventón. Yo voy a Granada, si les sirve de algo”.
    Mi cara se iluminó. A alguien le importábamos. Alguien considerado y solidario quería ayudarnos. Era lo mejor que me había pasado en mucho tiempo. Todo ello pensé en pocos segundos antes de soltar de mi boca un: “¡claro, nos sirve de mucho! ¡aceptamos!”.
    Corrí a buscar a Agus, quien aún probaba suerte con quienes ponían gasolina en sus coches. Grité: “¡deja eso, que ya tenemos ride!”.
    Nos apresuramos y alcanzamos al chico en su auto, de quien lamentablemente no recuerdo su nombre. Solo sé que estaba casado con una chica inglesa y que él, en su no lejana juventud, también había viajado a dedo por España e Inglaterra. Ahora entendía el porqué se había solidarizado con nosotros.
    Ahora nos dirigíamos a Granada. Una vez más me dirigía a la perla de Andalucía, a la antigua capital nazarí en la que dos meses antes había vivido una de mis mejores fiestas junto a mi amiga Henar y Alex. ¡Pero qué importaba! Podíamos intentar ir a Córdoba después. Al menos teníamos transporte y un destino seguro.
    Desde un día antes habíamos enviado solicitudes de Couchsurfing a varios perfiles en Córdoba. Ahora, lo primero que hice al subirme al auto, fue enviar muchas otras solicitudes a los perfiles de Granada. Con suerte alguien nos acogería aquella fría noche.
    Pasamos unas tres horas en el viaje hablando con nuestro nuevo amigo y escuchando sus viejas aventuras en Jaén e Inglaterra.
    Cuando nos preguntó si teníamos ya un lugar dónde dormir yo esperaba fervientemente que él nos ofreciese un pequeño rincón en su casa.  Pero no podíamos pedirle más. Y ahora todo dependía de los couchsurfers.
    Llegamos a Granada cerca de las 7 pm. El chico nos dejó cerca del centro de la ciudad, junto a un centro comercial. Dimos las gracias y lo vimos partir. Ahora estábamos nuevamente solos. Y sin respuesta de ningún couch, nos dispusimos a caminar y buscar algún sitio para dormir. La noche era fría y dormir en un parque no era una buena alternativa.
    Yo ya había estado en Granada y conocía las calles del centro. Aunque la vez pasada me había alojado en el apartamento del primo de Henar. Y sin otra alternativa, decidí buscar un hostal en Hostelworld y dirigirme al lugar con el precio más bajo.
    Mientras tanto, nos topamos con un mochilero en la calle principal que parecía algo perdido. Su nombre era Keiran, un neozelandés de origen iraní que estaba en España para trabajar como voluntario en una granja de la Sierra Nevada.
    Le hablé en inglés y le dije que estábamos buscando un hostal. Él respondió que debía hacer lo mismo y decidimos buscar uno juntos.
    Caminamos hacia la parte norte de la catedral, donde un hostal ofrecía una noche por 8 euros. Era un precio imposible, pero era temporada baja y era Granada, la ciudad (casi) más barata de España.
    Aceptamos sin dudar y tomamos una cama en una habitación compartida por dos noches. Así podríamos disfrutar de la ciudad sin tantas prisas.
    Agotado, pero feliz de haber logrado mi primer viaje a dedo,  invité a los chicos a comer unas tapas en uno de los mejores bares en los que había estado en la ciudad, junto a la Gran Vía, donde por 2.5 euros recibimos una cañita (cerveza), un bagel, ensalada de pasta y papas fritas.
    Al día siguiente quise mostrarles un poco de lo que bueno que tiene Granada, y de lo que yo había podido disfrutar dos meses atrás.
    En el hostal conocimos a otros dos argentinos. Uno de ellos era Nacho, quien también había estudiado un semestre en Madrid y ahora estaba de vacaciones.
    Los cinco entonces decidimos dar un paseo por la ciudad, comenzando por la imponente catedral, donde están las reliquias de los Reyes católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.

    A sus pies me abordó una gitana, quien no dudó en tomarme de la mano y empezar a “leer mi futuro”, sin que yo se lo hubiese pedido.
    La mujer habló tan rápido que pocas fueron las palabras que entendí. Pero al final pude entender perfectamente su mensaje: “algunos euros para ayudarme”.
    No tenía casi dinero. Tenía que comer y sobrevivir unos días más antes de llegar a Santiago. Así que le dije sutilmente que no.
    Después de ello su semblante cambió. Su rostro lucía enojado y comenzó a hablar en un idioma extraño. Yo me alejé rápidamente, un poco atemorizado, para ser honesto. Ahora veía por qué la mayoría de la gente huía de ellos.
    En vista de que ninguno de los argentinos ni Keiran quería pagar la entrada a la Alhambra, la mejor atracción de Granada, decidí llevarlos al Albaicín para recorrer sus callejuelas de estilo árabe hasta llegar a las antiguas casas de los gitanos en el Sacromonte.
    En una de ellas pudimos entrar para admirar las pinturas de uno de los artistas que vivió allí hace varios años. Y aprovechamos su patio exterior para tomar un descanso y para que los argentinos me enseñasen el arte del mate.
    Como buenos argentinos, los tres cargaban su mate con hierba y un termo con agua caliente para beberlo cuando les diese la gana. Y el mejor momento era allí, sentados en círculo en el maravilloso barrio gitano de Granada.
    Después los llevé hasta el mirador del Sacromonte, donde tuvimos una vista espectacular de la Alhambra con la Sierra Nevada a sus espaldas.
    Es increíble cómo Granada, a tan solo unos kilómetros de la playa, es el único lugar en España del sur donde se puede hacer esquí en el invierno.

    Y para completar aún más la postal, un par de músicos tocaban y cantaban flamenco sentados frente al imponente palacio nazarí, a quienes no dudé en comprarles uno de sus CDs. 
    Sin duda, volver a Granada era algo que no me molestaba en lo más absoluto. Y fue el momento para aceptar que Granada es mi ciudad favorita en España. Una ciudad a la que podría volver a cada instante.
    Bajamos del Sacromonte y el grupo se separó. Algunos volvieron al hostal y Agustín y yo seguimos caminando por el Albaicín, conociendo sus hermosas casas por dentro y por fuera.
    Terminamos nuestro tour en el Callejón de los Tristes, al pie de la Alhambra, de donde volvimos al hostal a comer y descansar un poco para el próximo día, en que nos aventuraríamos nuevamente para coger un ride, esta vez más al oeste, hasta la ciudad de Sevilla.

  5. AlexMexico
    Hacía apenas ocho días que había comenzado el año y yo despertaba bajo una litera en un hostal de bajo costo en la antigua ciudad de Granada.
    En la cama de al lado dormía Agustín, el argentino que me había hospedado en Madrid y con el que por azar había terminado haciendo un viaje por Andalucía. Y más allá de su risueña personalidad, era su experiencia como hitchhiker lo que me hacía depender de él para seguir con mi aventura.
    Aquella mañana me desperté muy temprano y levanté a Agustín para dejar el hostal. Cogimos nuestras mochilas y ni siquiera nos despedimos de Nacho y Keiran, el argentino y neozelandés con los que habíamos recorrido la ciudad el día anterior, a quienes no quisimos despertar de su profundo sueño.
    Agustín llevaba lista la información que había encontrado en hitchwiki.org, la página web que fungía como una de las mejores guías de hitchhikers en el mundo. Debido a nuestro corto presupuesto y nuestro tiempo libre, viajar de aventón seguía siendo la mejor opción.
    Así, tomamos un bus en la Gran Vía de Granada y descendimos en la última parada, muy cerca de la intersección con la carretera nacional A-92. Nuestro objetivo era llegar a Sevilla, a 250 km al oeste.
    De entrada, sabíamos ya muy bien que hacer dedo en España estaba prohibido. “Distraen a los conductores” nos dijeron los policías la vez pasada. Así que debíamos encontrar un sitio discreto y funcional.
    Una tienda de autoservicio con una estación de gas cerca de una zona industrial fue la elección tras la cual no tendríamos que caminar mucho y perder más tiempo, como nos pasó en Madrid.
    Al menos eran apenas las 8:30 am y empezamos casi cuatro horas más temprano que nuestra vez anterior al sur de la capital española. Esperábamos tener más suerte y ser levantados lo más pronto posible. No queríamos esperar más de una hora.
    Cuando empezaba a desesperarme un poco la meta se cumplió, y un coche se estacionó. El conductor era un señor de unos 45 años que usaba una gorra blanca y lentes oscuros. Quizá no era la persona que denotaba más confianza en el mundo, pero aceptamos el ride.
    Esta vez no habíamos usado aún nuestro letrero, esperando que nos pudieran llevar lo más cerca de Sevilla. Y así sería.
    Dijimos al hombre que queríamos llegar hasta Sevilla, pero que cualquier lugar en la carretera A-92 nos sería bastante útil. A ello nos propuso dejarnos unos 50 km más adelante, pues después se desviaría a su pueblo.
    La travesía comenzó. Agustín se sentó adelante y yo en el asiento trasero. El clima era bastante bueno, con un cielo despejado y un quemante sol. Pero se sentía algo de frío y el viento entrando por las ventanas bajaba la temperatura al interior.
    El hombre manejaba bastante rápido. No dudé ni un minuto en usar el cinturón. Su forma de hablar era extremadamente rápida. Y si a ello sumamos su fuerte acento granadino una plática con él era un reto imposible.
    Antes de que Agustín y yo pudiésemos decir una sola palabra, él comenzó a contar su historia como candidato a un puesto popular en Granada. Nos contó sobre su campaña, sobre las relaciones políticas, sobre sus viajes y sobre ‘sus chicas’. Sí, sus chicas.
    Agustín volteó a verme con una cara de intriga. Yo tenía la misma expresión. Sabíamos que debíamos seguirle la corriente. Pero era difícil de creer que un hombre como él pudiera haber hecho las ‘cosas’ que nos dijo con tantas bellas mujeres. Realmente no queríamos escuchar más.
    Antes de que pudiésemos cambiar el tema llegamos a una bifurcación en la que dobló rápidamente y descendió por un pequeño pueblo. Agustín y yo preguntamos si podíamos quedarnos en la carretera. “Aquí será mejor”, nos dijo. “Pasan muchos camioneros y gente que los puede recoger”.
    Queríamos que parara lo más pronto posible; pero nos llevó hasta la calle principal de aquel poblado. No tuvimos opción.
    Bajamos del auto y le dimos las gracias, a lo que él contestó con un simple “¡suerte!”.
    Rápidamente abrí Google Maps para saber nuestra ubicación exacta. Por suerte, el hombre no había mentido, y estábamos en el camino hacia Sevilla, en un pueblo llamado Loja. Pero estar dentro de aquella villa no nos servía de mucho. No era verdad que pasaban camiones. De hecho, casi ningún coche transitaba.
    Según mi mapa, debíamos caminar hacia la salida del pueblo nuevamente para alcanzar la carretera A-92. En vista de la pendiente por la que bajamos en el auto decidimos probar por el otro lado. Así que empezamos a andar con nuestras mochilas al hombro.
    Intentamos parar a los coches que pasaban, pero ninguno se detenía. Teníamos algunas frutas y cereales en las bolsas que decidimos comer para tener fuerzas.

    Las calles del pueblo comenzaron a inclinarse, y de pronto nos vimos en una dura cuesta que parecía cada vez más lejos de una verdadera autopista.

    Pueblo de Loja
    Seguramente muchos habitantes se preguntaban qué hacían dos chicos como nosotros perdidos en aquel remoto sitio. Nosotros tampoco lo sabíamos.
    La tranquilidad y lejanía lo hacían lucir desde algunos puntos como un pueblo fantasma, del que no queríamos más que salir.

    Después de casi cuarenta minutos a pie, por fin encontramos una salida a la carretera, donde los coches pasaban a toda velocidad.
    Aquella zona era bastante estrecha y no teníamos mucho sitio donde pararnos para hacer dedo. Así que nos mantuvimos detrás de las vallas metálicas levantando el brazo a todo conductor.
    En menos de dos minutos un chico joven se detuvo y nos dijo: “¡suban rápido!”. “No pueden pedir aventón aquí, ¿lo sabían?”. “Sí”, contestamos.
    Claro que lo sabíamos, pero no teníamos muchas opciones. Aquel hombre nos había dejado en medio de ese pueblo y era nuestra única salida.
    El chico condujo unos cuantos kilómetros adelante y nos dejó en una zona mucho más tranquila, con menos tráfico y más espacio a los lados. Él no iba hacia Sevilla, así que nos dejó a nuestra suerte, de vuelta en la A-92.
    Dimos las gracias y nos preparamos nuevamente para comenzar. Habíamos avanzado 50 km en casi tres horas; pero aún era temprano y podíamos alcanzar nuestro objetivo.
    Con nuestra mejor sonrisa y entusiasmo volvimos a convertirnos en los locos de la carretera, deseando no toparnos con un policía.
    Pero esta vez todo parecía diferente. Casi no pasaban coches y no escuchábamos un solo ruido a kilómetros de distancia. Eso nos asustaba un poco. ¿Sería posible conseguir un ride en esas condiciones?
    Seguimos intentando con cada escaso coche que pasaba frente a nosotros. Era extraño que siguiendo en la A-92 el tráfico hubiese disminuido tan de repente. Quizá todos habían virado hacia los pueblos granadinos.
    Otra vez mi cabeza empezó a doler. Ahora solo dependía de mi botella de agua y mi comida embolsada. En ese sitio no había un Burger King, una tienda, un baño… no había nada.

    Esperando un ride en la A-92
    Agustín nunca perdió el entusiasmo. Estaba ya acostumbrado y solo se reía de mí, a lo que yo replicaba enojado: “¡¿por qué nadie nos recoge?!”. Pero no era obligación de nadie. Era mi culpa estar allí parado en medio de la nada. Así que no tenía derecho a enojarme. Ni con los conductores, ni con Agus ni con nadie. Solo conmigo.
    Tras una hora y media de espera un auto se detuvo unos metros más adelante. Ambos cogimos las mochilas y corrimos hacia él.
    Del coche bajaron dos altos, rubios y musculosos hombres, que pronto nos dijeron con un extraño acento: “vamos a Córdoba, ¿les sirve?”.
    Agus y yo nos miramos y asentamos con la cabeza. Deseábamos mucho llegar a Sevilla; pero habíamos esperado ya mucho tiempo en la autopista, y no pensábamos aguardar hasta que cayera la noche. “Córdoba está bien” dijimos con resignación.
    Los hombres abrieron la cajuela para meter nuestras mochilas, no sin antes preguntar: “¿no tienen drogas?”. Contestamos con un rotundo “no”. “¿Seguros?”, insistieron. “No usamos drogas”, replicamos tranquilamente.
    Entramos todos al coche y Agus y yo nos miramos nuevamente. Parecía que todas las personas que nos recogían resultaban ser algo extrañas. “¿Seguros que no tienen drogas?”, volvieron a preguntar. “Porque si tienen drogas van a arrestar al conductor y no a ustedes”.
    Esta vez reímos de una manera incómoda, pero seguimos firmes antes la verdad. No teníamos drogas. 
    Los dos hombres resultaron ser de nacionalidad rumana y formaban parte del ejército. Ahora todo tenía sentido.
    En unos cuantos minutos ambos empezaron a hablar en rumano, y Agus y yo no sabíamos qué pensar. Confiamos ciegamente en ellos como lo habíamos hecho con el resto de las personas. Cuando uno viaja a veces no hay otra opción que ser optimista y creer que “los buenos somos más”.
    Mi dolor de cabeza no había desaparecido aún, y cuando entramos de lleno a la carretera no pude evitar recostarme sobre el asiento y dormir. Agustín intentó mantenerme despierto, pero no funcionó, y como muy mal compañero de viaje lo dejé hablando solo con los extraños rumanos.
    Un zarandeo en mi hombro me despertó una hora después para saber que habíamos ya llegado a Córdoba.
    Bajamos del auto y dimos las gracias otra vez, agradeciendo no haber sido víctimas de un par de rumanos asesinos, como quizá lo habíamos imaginado muy dentro de nosotros.
    Aunque no había eliminado el viaje a Córdoba que había publicado en Couchsurfing dos días antes, ninguna persona nos había invitado o había aceptado nuestra solicitud de alojo, lo que quería decir que, nuevamente, debíamos buscar un hostal para dormir.
    Caminamos hacia el centro de la ciudad mientras yo buscaba un albergue barato en Hostelworld. Para nuestra sorpresa el mismo hostal en el que nos quedamos en Granada tenía una sucursal en Córdoba con el mismo precio por noche  (solo 8 euros). No dudamos en dirigirnos hacia él para dejar nuestras maletas y descansar.
    Cuando llegamos nos topamos con que Nacho, el argentino que conocimos en Granada, ahora estaba en el hostal de Córdoba. Él había sido menos aventurero que nosotros, y había pagado un Blablacar  para llegar a la ciudad.
    Hicimos nuestro check-in y subimos a la habitación, donde decidí tomar una verdadera siesta para reponerme del estrés, del cual Agustín solo se seguía riendo. “Pobre novato” debió pensar seguramente.
    Por la noche comimos juntos la cena y planeamos un poco nuestra visita a Córdoba al siguiente día.
    Aunque nuestra meta inicial fue Sevilla, la suerte nos llevó hasta una de las ciudades más importantes e históricas de Europa, de la que poco sabíamos entonces.
    En cuanto comenzamos a caminar por la Judería de la ciudad, con sus estrechas y coloridas calles, supimos el milenario mestizaje que la ciudad había vivido desde tiempos antiguos. Pero realmente antiguos.

    Córdoba fue la capital de Hispania durante la República Romana y la provincia Bética durante el Imperio. Desde entonces su brillo ha sido incandescente en toda la península y todo el continente europeo. Y ello denota la vejez de sus calles que han estado habitadas desde hace más de dos mil años. 
    Por tanto, los judíos no fueron los únicos que habitaron dentro de sus muros y que dejaron vestigios para la posteridad. Los romanos, como es costumbre a lo largo de todo su antiguo imperio, no pudieron quedarse atrás.
    Así llegamos sorprendidos a las ruinas del templo romano. Tal y como el gran acueducto romano de Segovia, este templo se dice que data del siglo I d.C. Es decir, tiene ya dos mil años en pie.

    Si bien las interpretaciones de sus increíbles construcciones de mármol y su ubicación han sido múltiples, la más aceptada es que era un templo de culto imperial. Es decir, para adorar a los emperadores divinizados.
    Más adelante llegamos a la famosa Plaza Mayor de Córdoba, una de las tantas en toda España.
    El concepto de Plaza Mayor, que muy poco se ve en Latinoamérica, nace del deseo de los Reyes Católicos de formar plazas de enorme espacio interior para poder realizar el mercado y en la cual debe estar emplazado el Ayuntamiento.

    Como es costumbre hoy en el país, la Plaza Mayor de Córdoba se ve orillada por multitud de tiendas y restaurantes que ofrecen a los turistas una típica comida española, con tapas y un café con leche.
    Además de ella, en Córdoba son muy famosos los patios interiores, que hoy son declarados Patrimonio de la Humanidad, al igual que el resto del centro histórico de la ciudad.

    Debido al clima caluroso de la ciudad, desde los romanos y los musulmanes que se establecieron aquí decidieron diseñar las casas con patios en su interior para aumentar la entrada de aire a los hogares.
    Hoy existe, incluso, un concurso de patios en el que los propietarios de las casas decoran sus patios al principio del mes de mayo para conseguir el mayor prestigio.
    Al extremo norte de la ciudad nos topamos con una de las antiguas puertas de entrada de la ciudad que formaban parte de la muralla. Hoy es solo un vestigio del esplendor de Córdoba.

    Si bien estábamos en pleno invierno, las callejuelas de la ciudad tenían mucha más vida que el resto de las frías urbes de Europa. Los célebres naranjos y las macetas decoraban cada acera y daban a Córdoba un vivaz tono veraniego.
    Justo antes de llegar al río que cruza el centro histórico nos detuvimos para admirar el Alcázar de los Reyes Cristianos, una de las joyas de la ciudad.

    El alcázar representa tres etapas de construcción. Primero fue la residencia del emperador romano; durante la invasión de los moros fungió como un alcázar andalusí; y tras la conquista de Córdoba por los reinos cristianos peninsulares pasó a ser un alcázar de defensa militar mandado a construir por el Rey Alfonso XI de Castilla.

    Esto deja entrever la importancia que ha tenido Córdoba a lo largo de la historia. Los historiadores y cronistas dicen que Córdoba fue la ciudad con mayor esplendor, influencia cultural y la más poblada durante el siglo X d.C., con más de un millón de habitantes. 
    En aquella época la tasa de alfabetización de niños y niñas era muy alta en comparación con la del resto del mundo. Su universidad y biblioteca pública eran de las más grandes y reconocidas en el continente. Las ricas mujeres francesas solían mandar a confeccionar sus elegantes vestimentas a Córdoba. La ciudad contaba con un sistema de agua con acueductos, baños púbicos y jardines.

    Los moros instalaron también una serie de molinos sobre el río Guadalquivir para poder moler el trigo con la fuerza de la corriente.
    Pero la época dorada de Córdoba no se puede entender de mejor manera que visitando su mayor monumento arquitectónico y cultural: la mezquita-catedral de Córdoba.
    No se puede entender la historia de España sin entender la mezcla de cultural que el país sufrió durante siglos. Romanos, judíos, musulmanes, reinos cristianos…
    La península casi entera estuvo ocupada por los musulmanes durante más de 700 años, quienes instauraron un Emirato independiente y posteriormente un Califato. En ambos casos, Córdoba fue su capital.
    Y a pesar de los esfuerzos por parte de los reinos católicos por expulsar todo rastro del islam de España, su influencia y vestigios serían imposibles de esquivar, habiendo dejado su cultura en la lengua castellana, el arte, la genética, la gastronomía y, por supuesto, la arquitectura.

    La antigua mezquita de la ciudad fue la más grande del mundo después de La Meca. De hecho, fu construida sobre una basílica visigoda que ya existía y funcionaba desde el siglo V. Pero tras la reconquista hispánica la diócesis católica la convirtió rápidamente en una catedral.

    Sin embargo, y para el bien de nosotros, no mandaron a destruir ninguno de sus muros, sino que adaptaron la construcción con los elementos cristianos necesarios: un campanario, un altar, un coro y una capilla mayor.
    Entré con Agustín y Nacho al llamado Patio de los Naranjos, desde donde se tiene una buena vista de la torre del campanario.

    Como ya me venía acostumbrando en España, había que pagar 8 euros para poder conocer la mezquita-catedral por dentro. 
    A mí me parecía lo más absurdo del mundo tener que pagar por ver una iglesia cristiana, y siempre me rehusé a hacerlo  (ni siquiera en la Basílica de San Pedro en el Vaticano es necesario pagar).
    Así que usamos el viejo truco: dijimos que éramos católicos y que queríamos entrar a misa.
    El vigilante en la entrada no nos creyó, y nos dijo que si queríamos tomar fotos y visitar teníamos que pagar. Replicamos diciéndole que, en verdad, queríamos entrar a misa.
    Por supuesto todos sabíamos que era mentira. Pero en “la casa de Dios” no nos podía negar la entrada.
    Esperamos unos minutos hasta que la misa iba a comenzar. Tenía muchos años que no escuchaba una misa completa. Pero mis ganas de conocer la mezquita-catedral por dentro eran mucho más fuertes.
    El coro y la capilla no eran nada de qué sorprenderse después de haber visitado tantas iglesias católicas en España. Pero alrededor del altar todo el ambiente cambiaba.

    Los arcos de medio punto y la arquitectura omeya eran para mí algo simplemente increíble. Estaba seguro de que ninguna iglesia cristiana en el mundo podía lucir así al interior de sus muros. 

    Las decoraciones musulmanas siempre me parecieron exquisitas. Quizá no tenían el mismo esplendor que los palacios nazaríes en Granada, pero sin duda denotaban el verdadero esplendor que Córdoba había vivido un milenio atrás.
    Cada pequeño muro de aquel templo espiritual representaba siglos de lucha interminable entre religiones basadas en el mismo principio. Un símbolo que hoy, en el siglo XXI, debería decirnos algo más sobre el respeto a las creencias.

    Las fachadas exteriores de la mezquita eran solo eso para nosotros: una mezquita. Si no fuera por el campanario luciendo en lo alto de su estructura, la totalidad de aquel monumento nos diría que hay cientos de musulmanes sobre el suelo orando en dirección a La Meca.

    Caminamos hacia el otro lado del río para admirar de mejor forma la catedral y cruzar otro de los símbolos de Córdoba: el puente romano. Un vestigio más que pone en evidencia la milenaria historia de una ciudad que, sin duda, me había robado el aliento.

    Aquella misma tarde contactaríamos junto con Nacho a un conductor por Blablacar para llegar a Madrid por la noche. Esta vez preferíamos pagar cinco euros y viajar cómodos que pasar horas en la carretera para terminar en un destino que no era el nuestro.
    Conocer a Agus me había dado mi primera experiencia como hitchhiker, misma que repetiría por mi cuenta un año más tarde. Ahora era tiempo de volver a la gran ciudad de Madrid y estudiar para los exámenes que me esperaban en Santiago.
  6. AlexMexico
    El fin de una larga estadía fuera de casa es siempre un momento triste. No importa dónde estemos, las despedidas nunca son fáciles para nadie. Y tampoco para mí.
    Para mediados de enero había pasado ya cinco meses en España, y prácticamente cuatro meses viviendo en Santiago de Compostela, una ciudad que me había dado mucha lluvia y nuevos amigos.
    Mi vuelo de vuelta a México estaba programado para el 12 de febrero, lo que quería decir que al terminar mis exámenes me quedaban todavía más de veinte días libres en Europa.
    Era invierno, un frío invierno, y mi presupuesto se había reducido a pocos pesos en mi cuenta bancaria. Por lo que en un principio mis planes no iban mucho más allá de quedarme en la ciudad o esperar mi partida en Madrid. Pero en el mes de diciembre recibí mi mejor regalo de Navidad.
    Mi universidad me envió un correo notificándome de un último depósito antes del día 20. Había hecho todo lo posible por dejar mi apartamento antes y no generar más gastos hasta antes de regresar. Pero ese último depósito salvó mis últimas vacaciones.
    Sin dudarlo mucho tiempo me dirigí a la mejor página web de viajes que había conocido en Europa, www.drungli.com (aunque debo decir que funcionaba mucho mejor hace tres años que el día de hoy).
    Su secreto era buscar el vuelo más barato con un origen y una fecha específica, sin importar el destino y la clase de aerolínea. Con un botón que decía “take me anywhere”, drungli me dirigió a todas las aerolíneas lowcost de Europa para armar mi próximo viaje de manera aleatoria.
    Y habiendo gastado menos de 250 euros visitaría nueve ciudades a lo largo del continente, desde la costa española hasta la fría Europa del este. Y mi primer destino era Barcelona.
    Al abordar el avión en el aeropuerto de Santiago intenté no pensar en lo que dejaba atrás y, más bien, pensar en lo que venía por delante.  No quería llegar a Barcelona empapado en lágrimas pensando en los inolvidables meses que viví como un estudiante en Galicia. “Todavía no termina”, me dije. Y miré los increíbles viajes que me esperaban.
    Como siempre, mi viaje fue planeado en su totalidad con transportes baratos y Couchsurfing, la mejor red de huéspedes de la que me he valido hasta ahora.
    Llegué cerca del mediodía al aeropuerto de Barcelona-El Prat, donde mi nuevo host, Eloi, me recogió en su coche.
    Aunque estábamos a mitad de enero, el día era bastante soleado y me hacía olvidar un poco al triste, gris y nublado cielo de Galicia. Eloi me recibió con una gran sonrisa y eso me hizo olvidar un poco la melancolía que recorría mi mente.
    No obstante, me sorprendí de la bondad que se podía encontrar en Couchsurfing cuando me enteré de que él había pedido el fin de semana libre para poder pasar conmigo algún tiempo, y que había rentado el coche en una comunidad de car sharing solo para poder recogerme en el aeropuerto.
    “No era necesaria tanta bondad”, le dije. “Eres mi primer couchsurfer y quiero ser el mejor anfitrión”, respondió.
    Sin nada más que decir que un sincero “gracias”, me llevó hasta su estudio-apartamento ubicado en el céntrico barrio de Gracia.
    Nacido y criado en Barcelona, Eloi conocía a la perfección la ciudad como para poder mostrarme lo mejor en aquel fin de semana. Y aprovechando el sol del mediodía salimos a recorrer un poco la ciudad, no sin antes parar a comer unos buenos pinchos españoles, que incluían tortilla de patatas, croquetas y un quiche bastante francés.
    La historia de Cataluña, y especialmente de Barcelona, me había llevado hasta allí con un sinfín de dudas.
    Había visto la reacción de los madrileños al perder las elecciones para los Juegos Olímpicos del 2020, mismos que Barcelona ya ha tenido en 1992 y que es una más de sus eternas rivalidades. Había leído mucho sobre la intención de Cataluña de separarse de España. Había escuchado ya a dos catalanes hablando catalán. En fin, Barcelona parecía ser una ciudad única que podría hacerme sentir fuera de España estando dentro de España… y no estaba tan equivocado.
    Nuestro tour comenzó en el emblemático Paseo de Gracia, una de las principales avenidas de la ciudad que cruza el distrito central de Ensanche. Es una especie de Campos Elíseos de Barcelona.
    No son solo las tiendas a sus costados lo que la hacen tan famosa, sino los numerosos y curiosos edificios que dotan de identidad a la ciudad.
    No se puede hablar de Barcelona sin mencionar a Antoni Gaudí, uno de los arquitectos más famosos en la historia. Y para quien no lo conozca, basta solo googlear su nombre y echar un vistazo a sus inigualables creaciones.
    Antoni Gaudí fue conocido por su incomparable manera de diseñar edificios, a veces recurriendo a la maquetación sin un plano previo, o improvisando ideas a la marcha ya en la etapa de construcción.
    Su imaginación lo llevó a límites extremos en su época (finales del siglo XIX y principios del XX), esquivando las formas geométricas y dejándose inspirar por la naturaleza, lo que finalizó en el nacimiento del modernismo catalán y en edificios de formas totalmente orgánicas.
    Uno de los mejores ejemplos es la Casa Batlló, número 43 del Paseo de Gracia, cuyo primer dueño fue precisamente la adinerada familia Batlló.

    Su fachada no era algo que pudiera comparar con ningún imaginario previo. Su alocado diseño era simplemente algo que no creía posible a principios del siglo pasado.
    Columnas parecidas a huesos humanos, balcones en forma de antifaz, ventanas de colores y paredes decoradas con restos de mosaicos y azulejos que formaban un conjunto vívido y primaveral, adornado en su parte superior por una cruz de cuatro brazos que denota el amor que Gaudí poseía por la religión católica.

    Para mí era algo así como una casa sacada de un cuento de hadas. Pero allí no acababa lo mejor.
    A lo largo de la avenida Eloi me mostró varias de las obras más importantes de la arquitectura modernista catalana, que incluían obras de maestros un poco menos conocidos a nivel mundial, como Lluis Domènech y su maravillosa Casa Lleó Morera.

    Otro gran arquitecto fue Josep Puig, creador de la Casa Amatller, un edificio con una fachada plana de forma triangular que mezcla el gótico, el flamenco y el increíble modernismo que da como resultado una casa de ensueño donde cualquiera quisiera vivir.

    Al final del paseo llegamos a una enorme plaza desde donde comenzaba otra famosa avenida llamada Las Ramblas, famosa por estar orillada por restaurantes, cafés, comerciantes de prensa, flores, aves, artistas callejeros y un sinfín de atracciones que la hacen lucir llena a todas horas de la tarde.

    En el extremo sur llegamos al Puerto Antiguo de Barcelona, repleto de pequeñas embarcaciones y yates privados y cuna de la ciudad fundada hace cientos de años.

    A su alrededor hay numerosas atracciones, como un centro comercial, un acuario, un lujoso hotel y el moderno World Trade Center, dotando a Barcelona de instalaciones de talla mundial.

    El puerto antiguo es un lugar perfecto para relajarse dentro de una zona metropolitana de más de cinco millones de habitantes.

    Volvimos a pie por la ciudad antigua serpenteando el llamado Barrio Gótico, el vecindario más antiguo de la urbe que forma el centro histórico actual.

    Eloi me mostró los edificios más emblemáticos de la antigua Barcelona, como el Palacio de Gobierno de Cataluña y la Catedral de la ciudad.

    Catedral de Barcelona
    Todos aquellos edificios se ubican sobre las antiguas ruinas de lo que fue un asentamiento romano que hoy testifica el cambio de la humanidad a través de los siglos.
    Volvimos a casa para descansar, mientras yo sentía un ligero ardor en la garganta. “Es el frío”, me dije. Algo normal que intenté ignorar y esperé que mejorara mientras dormía.
    El sábado por la mañana Eloi me dejaría a mi suerte. Él tenía cosas que hacer y decidimos vernos al final de la tarde.
    No muy lejos de Gracia caminé hacia el monumento más emblemático del arquitecto Antoni Gaudí y que se ha convertido en el ícono de Barcelona por excelencia: la Sagrada Familia.
    Con el título oficial de la Iglesia católica de Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, su belleza no solo radica en su fachada exterior, sino en la cantidad de enigmas que envuelven su construcción.
    Antoni Gaudí inició su construcción en el año 1882 y en sus planos hizo toda una síntesis de la arquitectura naturalista y de su estilo personal, siendo la obra cúspide del arquitecto.
    Pero Gaudí murió y solo fue testigo físico de la cripta y del ábside, dejando los planos listos para la continuación de su construcción. Pero descifrar los planos de un arquitecto como él no es una tarea fácil.
    El templo no ha sido terminado y se sigue construyendo con donaciones de origen privado, lo que quiere decir que su construcción ha durado más de 130 años.
    Es por ello que la expectativa de visitar la Sagrada Familia se rompió cuando la vi rodeada de grúas y cubierta por mallas de contención. Sin embargo, estudiar sus fachadas exteriores es todo un viaje a la extraña mente de Gaudí.

    Los detalles ornamentales del llamado Pórtico de la Fe posee un gran número de esculturas que representan la vida de la Virgen María. Y verlas de pies a cabeza significa perderse por un instante en un mundo imaginario que solo Gaudí pudo concebir.

    Las formas orgánicas inspiradas en la naturaleza son también evidentes en todo el edificio, dejando el legado de Gaudí para la posteridad de la ciudad.
    Más al sur llegué a la Plaza Monumental de Toros de Barcelona, que hoy sirve para realizar eventos musicales y deportivos. Pero es otro testimonio de una tradición española que sobrevive ya en pocos lugares del país, debido al cambio de mentalidad de las nuevas generaciones y a las leyes de protección animal.

    Un detalle interesante que noté al caminar por las calles de la ciudad fue la cantidad de banderas catalanas que vi colgadas en los balcones de los apartamentos. Por supuesto, entendí su significado como símbolo de la lucha separatista de los catalanes en España.

    Cataluña tiene una historia lejana y cercana con el resto del país, habiendo sido un principado adjunto al Reino de Aragón que poseía su propia lengua y una cierta independencia cultural y económica diferente a la castellana, corona misma que logró incorporar a Cataluña dentro del Reino Español.
    El idioma catalán ha sufrido a lo largo de los siglos. Ha estado a punto de perderse en muchas ocasiones, siendo la más reciente la dictadura de Franco, donde fue estrictamente prohibido.

    Hoy Cataluña lucha por regresarse a sí misma lo que intentó serle arrebatado; pero muchos quieren más que eso. Quieren que Cataluña sea un país soberano reconocido por España y por el mundo.

    Caminé hacia el sur por la calle Carrer de la Marina que me llevó justo hasta la costa donde se estableció la Villa Olímpica en 1992.

    Aunque era pleno invierno y la temperatura no era precisamente la más cálida, las playas de Barcelona me dieron esa brisa mediterránea que necesitaba para continuar los siguientes días en el resto de la fría Europa.

    Habiendo vivido toda mi vida en la costa este de México la playa será algo que siempre me hará falta, esté donde esté.

    El litoral barcelonés cuenta con nueve playas de alto nivel con todo el equipamiento necesario para dar a los turistas y locales la mejor de sus estadías.
    El arte en Barcelona es algo común de encontrar en cada rincón de la metrópoli, y la playa no puede quedarse detrás.

    Tras relajarme unos instantes frente al mar volví a girar al norte rumbo al Parque de la Ciudadela, que aloja al parlamento catalán, algunos museos y al célebre Arco del Triunfo de Barcelona, que recuerda al mundo la importancia de la ciudad que alojó dos veces una Exposición Universal en 1888 y en 1929.

    Al caer el ocaso me reuní con Eloi y sus amigos en un bar local para probar algunas cervezas.

    Eloi resultó ser un VJ profesional. Sí, VJ. Un Video Jockey. Se encargaba de todos los efectos de video para algunos de los mejores clubes nocturnos de la ciudad.
    Y como buen sábado en la noche no quiso dejarme ir sin conocer la famosa vida nocturna de Barcelona. Así que volvimos a casa para cambiarnos de ropa y fuimos junto con una de sus amigas a uno de los clubes donde él trabajaba.
    Para ese entonces mi garganta estaba casi cerrada. Había comprado algunas pastillas para chupar. Pero el ardor era cada vez más intenso. Y tristemente decidí no beber nada frío para evitar empeorarla.
    Le entrada de la discoteca estaba repleta, como de costumbre. Pero Eloi conocía a todos, y como los más privilegiados tuvimos una entrada gratis y exclusiva antes que los demás. Era entonces que me daba cuenta de la suerte que Couchsurfing me podía brindar.
    La discoteca era enorme, con varias salas de música electrónica. Algunas más lounge, algunas más chill out. Y la más grande, por supuesto, con la mejor música tecno house del momento.
    Me sentía decepcionado por estar en una de las mejores discotecas de Barcelona con entrada gratis sintiéndome no del todo bien por mi garganta. Pero decidí ignorarlo.
    Eloi y su amiga me ofrecieron algunos tragos sin mucho hielo, a lo que accedí para integrarme un poco al ambiente. Estaba en una noche de sábado en Barcelona con dos chicos muy agradables y debía tratar de disfrutarlo.
    La noche de fiesta terminó para nosotros muy cerca de las 6 a.m., cuando volvimos los tres al apartamento para dormir, ya derrotados.
    A la siguiente mañana la lucha por despertar fue bastante ardua. Eloi tenía dolor de cabeza y yo no soportaba el dolor en mi garganta.
    Pero comimos algo para reponernos y salimos un poco para aprovechar el día antes de que el sol se ocultase. Era mi último día en la ciudad y no podía irme sin conocer otra de las joyas de Gaudí: el Parque Güell.
    En 1900 el empresario Eusebi Güell encargó al ya famoso Gaudí una villa alejada del ruido de la ciudad para familias adineradas, rodeadas por la belleza natural de la zona.
    El resultado fue este parque surrealista que hoy está abierto como un sitio público para los barceloneses y turistas.

    Es otra de las muestras del amor de Gaudí por la arquitectura orgánica y naturalista que comenzó a practicar a principios del siglo XX.

    La entrada al parque está marcada por un par de pabellones que parecen dos pequeñas casas de jengibre donde vive algún personaje de un cuento de hadas, coronadas por techos de mosaicos y una colorida cruz católica en lo alto.

    Tras ella subimos por una escalera donde se hallan dos fuentes y una escultura que se ha convertido en el símbolo del parque. El llamado Dragón de la Escalinata, o Dragón de Gaudí. Aunque más bien simula ser una salamandra.

    Todas esas pequeñas y particulares esculturas denotan el perfeccionismo de la técnica trencadís, que él mismo creó, donde juntaba pequeños restos de mosaicos de distintos colores para tapizar una figura.
    En lo alto de la escalinata llegamos a lo que parecía ser una imitación de un antiguo templo griego, con columnas estriadas que parecen ser de mármol, aunque no lo son.

    Dichas columnas sirven para sostener la explanada principal del parque, donde ya se acumulaban algunos charcos de agua que avisaban una lluviosa noche en Barcelona.

    La explanada está completamente delimitada por un banco ondulante decorado de la misma manera que el pequeño dragón y que simula la forma de las olas en la costa, que podía verse a lo lejos hacia el sur.

    Con Eloi y su amiga comiendo un bocadillo
    La situación geográfica del parque es la mejor manera de alejarse del bullicio y de tener una vista panorámica de la capital catalana.

    Tras una agradable caminata por sus pórticos y de un buen bocadillo español volvimos al coche para manejar al sur.

    Eloi quiso terminar mi visita con el antiguo Castillo de Montjuic, una fortaleza en ubicada en una de las colinas de la ciudad.

    Por desgracias la noche ya había caído, y el acceso estaba ya cerrado. Era el precio por haber tenido una gran noche de fiesta y de haberse levantado tarde… pero todo había valido la pena.
    Regresamos a casa y despedimos a su amiga, quien partió esa misma noche a un pueblo cerca de la ciudad. Al siguiente día sería yo quien se despediría de Eloi, dándole las gracias por haber sido un grandioso host y por haberme regalado tres increíbles días en Barcelona. Sin duda, había cumplido su objetivo de ser un excelente anfitrión.
    Tomé el metro hacia el aeropuerto para coger mi vuelo al próximo destino que drungli había elegido para mí: Ámsterdam.
  7. AlexMexico
    Ser miembro de Couchsurfing comenzaba a rendir verdaderos frutos durante mi primer viaje en Europa. Había ahorrado una enorme cantidad de dinero en comparación a lo que hubiese pagado en hostales. Aunque para ser sinceros, ese dinero no existía. Mi presupuesto se acortaba cada vez más y lo reservaba exclusivamente a la comida y a cualquier emergencia.
    Si bien al llegar a España había experimentado ya la sensación de un reencuentro con amigos a miles de kilómetros de mi hogar, estaba por vivir la primera experiencia real de un intercambio Couchsurfing (para los que no conozcan la comunidad, echen un vistazo a su página web).
    Unos ocho meses atrás, cuando apenas llevaba unas cuantas semanas inscrito en la comunidad, había hospedado en mi ciudad natal a Maciek, el primer polaco que tuve el gusto de conocer.
    Un aventurero de 27 años, Maciek había recorrido los miles de kilómetros desde Ushuaia (el poblado humano más al sur del planeta, ubicado en la punta meridional de Argentina) hasta llegar a mi ciudad, Veracruz, en la costa este mexicana. Todo ello sin gastar un solo centavo en transporte, valiéndose solo de su dedo pulgar para conseguir rides en la carretera.   
    Y los cuatro días en mi casa no fueron su último destino. Alcanzó la punta norte de Alaska en menos de ocho meses desde su partida.
    Su historia y su capacidad de hablar casi siete lenguas distintas (polaco, inglés, rumano, ruso, español, portugués y francés) maravillaron a mi familia y amigos. Y a mí, por supuesto.
    Y al otro lado del mundo, a 10 000 kilómetros de Veracruz y sus calientes playas, ahora en medio de la nieve y de un crudo invierno, Maciek me había escrito para invitarme a visitar su ciudad: Cracovia.
    De hecho, él era oriundo de Toruń, al norte de Polonia. Pero vivía ahora con su novia en un apartamento de Cracovia trabajando como diseñador independiente.
    Por mi parte, había encontrado un trayecto en bus bastante barato desde Budapest, ciudad encantadora de la que partí para despedir el mes de enero.
    Y sin esperar nada más que nieve por las ventanas, atravesamos Eslovaquia para adentrarnos en Polonia, un histórico y olvidado país del que poco se sabe, más allá de su destrucción en la Segunda Guerra Mundial.
    Ansioso por descubrir más a fondo sus rincones llegué, otra vez, con una hora de retraso a la estación. Pero Maciek había aguardado pacientemente por mí.
    Caminamos hasta su casa al sur de la ciudad, atravesando el río Vístula, que divide Cracovia en dos.
    Me presentó a su novia, quien me recibió con mucho entusiasmo, sabiendo ya que yo había hospedado a su novio meses atrás en México. Me preparó un té y me dejó instalarme en el sofá de su sala, junto a su simpático gato.
    La noche no tardó en caer, que en el invierno polaco es a las 16 horas cuando el sol se oculta sin dejar nada más que la fría y oscura nieve.
    Menos mal que tenía compañía, y no tenía que pasar aquella tenebrosa noche solo en un hostal.  Y para amenizar un poco más las cosas Maciek y su novia invitaron a dos amigas suyas a casa, una de ellas una polaca judía nacida en Londres, a donde sus abuelos habían huido antes de la invasión nazi.
    Aquella chica, de la que lamentablemente solo conservo una foto y no su nombre, nos invitó a su peculiar apartamento a beber una botella de vodka, brindándome así la mayor experiencia polaca de mi vida. Vodka en la nieve.

    Y si tuviera que describir su casa en una palabra sería “acogedora”. Para decirlo más fácil, se trataba de un ático. La parte alta de una antigua casa de madera con dos piezas (salón y cuarto) decorada con velas, lámparas tenues, columpios colgantes del techo inclinado, tapetes árabes e instrumentos alternativos. Sin duda alguna se trataba de un grupo de amigos hipster.

    Una cámara análoga, una lista de películas poco conocidas, fotografías antiguas en las paredes, drinking games que trataban problemas existenciales…
    Yo no me opuse a nada. Después de todo, de eso se trataba un intercambio cultural. Mi último momento con Maciek había sido bailando música latina en el Festival de Salsa de Veracruz y bebiendo cerveza vestidos en bermudas y sandalias en el balcón de mis amigos. Ahora me tocaba sumergirme en una fría noche hipster con polacos. Son las cosas de la vida.
    La siguiente mañana Maciek me llevó a un mercado de pulgas, donde encontré algunos utensilios viejos que databan de la época comunista, en que la Unión Soviética gobernaba el país. Luego de ello estuvo dispuesto a enseñarme un poco de la ciudad que ahora le acogía.

    Cracovia no es la capital de Polonia, pero es un nombre que, por lo menos, a muchos les suena conocido.
    Es la segunda ciudad en tamaño, población e importancia en el país, después de Varsovia. Un punto de referencia cultural, estudiantil e industrial para el este europeo.
    No por nada fue una de las ciudades que muchos emigrantes eligieron cuando arribaron a esta zona del continente, entre otros los judíos.
    Aunque todos conocemos la trágica historia que vivió Polonia de 1939 a 1945, en especial la comunidad judía ante la invasión de los nazis, el barrio judío de Cracovia, Kazimierz, es uno de los que quedaron en pie después de la Segunda Guerra Mundial.

    Así, en Kazimierz algunas sinagogas todavía se yerguen en su esplendor, casi intactas. Aunque hoy ya no es un vecindario exclusivamente judío, una de las sinagogas todavía está abierta al culto.

    Las calles de Kazimierz son también el lugar donde se grabaron las escenas urbanas de La lista de Schindler, el filme de Steven Spilberg que mereció el Oscar a la mejor película en 1993.

    De hecho, la fábrica real (Deutsche Emailwaren Fabrik) donde Oscar Schindler empleó a miles de judíos para salvarlos de ser deportados a los campos de concentración, se encuentra al sureste de Cracovia, convirtiéndola en otra atracción turística.
    Cracovia es también el lugar donde crecieron celebridades como Karol Józef Wojtyła (el Papa Juan Pablo II) y Roman Polanski (director de El pianista), quien de hecho fue un sobreviviente judío del gueto durante el holocausto, cuyos padres fueron asesinados en Auschwitz.
    Pero las cosas en Cracovia no son del todo malas. La historia es solo cosa del pasado. Así que Maciek se encargó de mostrarme su mejor cara. Y eso incluía, por supuesto, la comida.
    Me llevó entonces a un pequeño puesto que parecía ser de comida rápida, en el centro de la ciudad. Me contó que era el mejor sitio para probar el platillo estudiantil por excelencia: la zapiekanka.

    No es nada complicado. Se trata de medio pan tipo baguete servido con algún tipo de carne, embutido o champiñones, queso derretido, vegetales y kétchup para decorar.
    No es el mejor platillo del mundo, pero sacia el hambre por solo 10 eslotis (unos 2.5 euros).
    Luego de comer Maciek tuvo que dejarme para volver a casa a trabajar. Así que me dije a conocer Cracovia por mi cuenta.
    Me dirigí primero al sur del centro histórico, donde se distingue desde lejos la colina de Wawel. Y en su cima se alza uno de los mayores elementos históricos de Polonia: el Castillo de Wawel.

    No muchos saben la fuerza que alguna vez poseyó el Reino de Polonia, que durante más de 700 años gobernó más allá de los territorios que actualmente posee el país, hasta que en el siglo XVIII fue repartido entre las tres potencias adyacentes: los imperios de Prusia, Austria y Rusia.
    Y como todo reino en Europa, Polonia tuvo su propio castillo amurallado que sirvió como residencia para la familia real.

    El Castillo de Wawel fue por tanto el centro político del Estado durante muchos siglos, y hoy permanece orgulloso como muestra de una nación que ha resurgido de las cenizas repetidas veces.

    Polonia no solo se vio invadida por las potencias extranjeras durante los siglos XVIII y XIX, sino durante la Segunda Guerra Mundial con el Tercer Reich Alemán y durante la Guerra Fría, como una república satélite de los soviéticos.
    Hoy el gobierno conserva cuidadosamente el complejo del castillo, que alberga un enorme museo de arte.

    Es difícil describir el castillo en pocas palabras, ya que por las repetidas guerras que ha sufrido la ciudad durante su historia el conjunto de edificios que se agrupa alrededor de un patio central ha sido modificado constantemente.
    Así, mientras las murallas tienen un estilo medieval románico, muchas construcciones lucen fachadas completamente renacentistas o góticas.

    Pero sin duda el edificio que más destaca entre todos es la Catedral de San Wenceslao y San Estanislao, mejor conocida como Catedral de Wawel.

    Se trata del santuario religioso más importante de Polonia, ya que en su interior fueron coronados todos los reyes del antiguo reino.
    A primera vista me pareció un grupo de torres separadas. Pero todas forman parte del mismo templo.

    Esto se debe a la cantidad de reformas que añadieron los distintos monarcas a lo largo de sus más de mil años de historia, cuando el cristianismo llegó a Polonia, siendo hoy uno de los países más fuertemente católicos del mundo.
    Los estilos arquitectónicos que más saltaron a mi vista fueron el gótico y el renacentista, testigos de los distintos gustos artísticos de cada época.

    El conjunto de Wawel fue declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, al igual que el antiguo barrio de Kazimierz. Ahora me faltaba conocer el resto del patrimonio que la ciudad resguardaba en su centro histórico.
    Por suerte la nieve había ya comenzado a derretirse, haciendo un poco menos difícil mi paseo por las calles. Aunque, sinceramente, a veces prefería la nieve densa que la nieve a medio derretir, una insoportable trampa para mis pies.

    No obstante, pude disfrutar de mi caminata sin copos de nieve ni viento que golpeasen mi cara, sintiéndome libre de mirar a todos lados para estudiar cada detalle de la antigua Cracovia de hoy.

    A diferencia de ciudades como Berlín, muchos de los edificios en Cracovia permanecen intactos tras los horrores de la guerra, dejando al descubierto las maravillas arquitectónicas de la urbe.

    Desde iglesias góticas medievales hasta lujosas viviendas renacentistas.

    El corazón de la metrópoli lo marca sin duda la gran Plaza del Mercado, la plaza medieval más grande de Europa.

    Su nombre se debe al edificio que se posa en el medio. El Sukiennice, o Lonja de los Paños, es una síntesis de la arquitectura polaca, donde por muchas décadas se llevó a cabo el trueque comercial de productos tan diversos como especias, textiles, seda, cuero y minerales, lo que demuestra el poder económico que alguna vez poseyó Cracovia.
    Al este de la explanada se encuentra otro monumento religioso de suma importancia para la ciudad. La Basílica de Santa María.

    Otro deleite del gótico polaco, su peculiaridad está en la desigualdad de sus torres, que resguardan una leyenda.
    Se dice que ambas fueron construidas por dos hermanos arquitectos, quienes hicieron una apuesta para ver quién construía la torre más alta en menos tiempo. En la faena, uno de ellos mató al otro. Tiempo después, el homicida arrepentido se tiró desde la torre que él mismo construyó.
    Verdad o mentira, es otro ícono distintivo de Cracovia que marca una estampa para cualquier turista que, como yo, recorre la inmensidad de su patio central.

    Y del otro lado, al oeste de la Lonja, se posa majestuosa una torre barroca que vigila la totalidad de la villa.

    Se trata de la Torre del Ayuntamiento, el único vestigio que queda del antiguo palacio de gobierno local de Cracovia, que hoy sirve como sala de exposiciones permanentes sobre la Plaza del Mercado.
    Finalmente caminé rumbo al norte para toparme con un trozo de la antigua muralla de la ciudad.

    La barbacana es uno de los últimos recuerdos de lo que alguna vez fue una de las metrópolis medievales más poderosas del este europeo.

    Al volver a casa de Maciek y atravesar el río tuve una increíble vista nocturna del Castillo de Wawel, una perfecta postal para recordar lo mejor de Cracovia.

  8. AlexMexico
    Aquellos tres increíbles días en Barcelona serían los últimos que pasaría en España por algún tiempo. Si bien el frío había logrado ya que cogiera una infección en la garganta y mi tos no paraba, nada me prevenía del frío al que luego encararía.   
    El lunes al mediodía tomé mi vuelo desde el aeropuerto de Barcelona-El Prat hacia la emblemática ciudad de Ámsterdam. La capital neerlandesa sería la única ciudad de aquel país que podría visitar. Y aunque mi presupuesto ya estaba más que reducido, aprovecharía al máximo mis dos días en la ciudad.
    Por suerte, mi viaje fue un tanto más confortable que los últimos que había hecho. Esta vez elegí la aerolínea Vueling, cuya reputación es mejor que la famosa Ryanair. Y al llegar al aeropuerto Schiphol de Ámsterdam todo mejoró.
    Las instalaciones de aquel aeropuerto de lujo me dejaron boquiabierto. Y bien me lo había ya dicho mi hermano. No por nada ha sido catalogado como uno de los mejores aeropuertos del mundo.
    Pero mi intención no era quedarme entre aviones y un suntuoso mobiliario. Mi nuevo host me esperaba en casa y la ciudad aguardaba por mí.
    Me dirigí al tren que conecta a Schipol con la zona metropolitana de Ámsterdam. Un precio bastante caro; pero al abordar entendí el porqué.
    Los trenes neerlandeses son de primer nivel. Y aunque por nada del mundo estaba dispuesto a pagar la primera clase, definitivamente me sentía en ella.
    Con wi-fi gratuito a bordo pude fácilmente localizar la dirección de mi anfitrión. El reto fue después llegar a ella sin ayuda de internet. Era tiempo de hacer las cosas a la forma antigua.
    En la estación de trenes de Ámsterdam tomé un tranvía que me llevó por el centro histórico de la ciudad. Ya desde antes de subir me había percatado de lo complicado que podía ser andar por la ciudad con un plano simétrico de sus calles, pero no cuadrado, sino semicircular.
    Unos minutos después de caminar llegué por fin al apartamento de Neil, un escocés nativo de Glasgow que me hospedaría por las siguientes dos noches.
    Vivía en uno de los antiguos edificios del centro histórico de Ámsterdam. Una de las tan famosas y alargadas construcciones por las que subir las rechinantes escaleras de madera era todo un reto, ubicadas en un estrecho pasillo con varios centímetros de altitud por cada escalón.
    Su apartamento era oscuro y se componía de dos piezas y un pasillo. El salón principal con una pequeña cocina y una mesa de madera que servía de comedor. La otra pieza con una cama y un closet en la esquina. Ventanas grandes y sin cortinas, desde las que todos los vecinos podían ver el interior. El baño era viejo y poseía una calefacción de gas. Todo el resto del inmueble estaba completamente vacío.
    Mi “cama” se compondría de dos cojines tirados en el frío suelo de madera.   Pero era todo lo que había. Neil era la única persona que había aceptado mi solicitud, y no podía externar ninguna queja. Así funciona Couchsurfing.
    Neil se quedaría en casa por la tarde, mientras yo decidí salir a dar un paseo por la ciudad.
    Es verdad que la mayoría de los turistas jóvenes se sienten atraídos por Ámsterdam y viajan hasta ella por su ambiente liberal, con la prostitución y la venta de drogas legalizadas. Pero ese no era mi caso (no principalmente). Ámsterdam ha sido una pequeña pero importante y bella ciudad en Europa a lo largo de los siglos y yo estaba allí para descubrir todos sus rincones.
    Y una de las cosas más cautivadoras de la ciudad es sin duda su plano urbano, trazado desde hace tres siglos.

    En aquel entonces se construyó una serie de canales de forma semicircular que atravesaban todo el centro histórico de la ciudad.
    Los Países Bajos (o Nederland en su idioma oficial) obtienen su nombre precisamente por ser tierras bajas. La cuarta parte de su territorio se encuentra al nivel del mar o por debajo del mismo.  
    Esto quiere decir que los Países Bajos, incluida Ámsterdam, han estado siempre bajo la amenaza de inundaciones, sobre todo durante el último siglo con el calentamiento global.   
    Los canales que hoy dibujan las distintas parcelas que conforman la capital son solo parte del increíble plan de ingeniería con el que Holanda batalla el cambio climático. Y el resultado ha sido simplemente mágico.

    No por nada Ámsterdam es llamada la Venecia del norte.

    Pero a diferencia de Venecia, en Ámsterdam no había un tráfico enorme de góndolas. Quizá también por el crudo frío que había al exterior, que no hacía del todo agradable un viaje en barca.   
    Pero desde que caminé por la calle Kinkerstraat, donde vivía Neil, hasta toparme con los canales del centro, mi precaución como peatón no fue precisamente ante los coches.
    Al cruzar la primera avenida casi fui atropellado. Y no por un automovilista. Sino por un ciclista.   

    Más del 50% de los vehículos en la ciudad son bicicletas. Hay más de 7 millones. En Ámsterdam, al igual que en el resto del país, el medio de transporte más usual es la bicicleta. Y podía entender por qué.
    Desde el primer momento pude notar la escasez de coches aparcados en el centro. A su vez, existía una ausencia de parkings. Y los que había parecían extremadamente caros.

    Las calles del centro de Ámsterdam están hechas para peatones y ciclistas. Eso me quedó bastante claro cuando los numerosos ciclistas me hicieron ver con sus pitidos que no debía caminar por la ciclopista, sino por la acera. Vaya falta de cultura vial que me hacía.
    Una vez entendido, seguí con mi marcha por la ciudad.
    Como bien había dicho, mi presupuesto para este viaje era ya de pocos euros. Mis vuelos y hospedaje estaban ya resueltos. Pero no podía darme tantos lujos. Y al toparme con una tienda de delicioso queso edam sabía que era uno de esos lujos al que debía resistirme.   

    Seguí los caminos acuáticos sin preocuparme del destino final. Era complicado tener un sentido de la orientación en una ciudad formada por decenas de pequeñas islas.

    En cada encantador puente me detenía para tomar una foto con el bello reflejo de sus edificios sobre el agua, sobre la que flotaban multitudes de botes.

    Y no todos eran botes destinados a paseos turísticos. En Ámsterdam existen casas flotantes.

    Esta forma de alojamiento nació durante la Segunda Guerra Mundial derivado de la escasez de vivienda. Hoy es un método un poco más barato que el alquiler o compra de un apartamento, aunque estas embarcaciones también pagan un impuesto por estacionarse, un mantenimiento periódico y un seguro. Eso sí, en caso de un cambio climático y del aumento del nivel del agua una casa flotante no sufrirá ningún daño.
    Además del queso, los ríos y las bicicletas, otra de las cosas por las que Ámsterdam es mundialmente conocida es por la fabricación de diamantes.

    Desde hace cientos de años los amantes de estas piedras preciosas vienen a la ciudad para pulir diamantes a sus más altas exigencias. Por supuesto, comprar un diamante tampoco era algo que cupiera dentro de mi presupuesto de viaje.
    Después de cruzar varios canales llegué hasta la que se puede llamar la isla central de Ámsterdam, donde se encuentran las principales construcciones del antiguo centro histórico alrededor de la Plaza Dam, la plaza central de la ciudad.
    Entre los edificios más conocidos está el Palacio Real de Ámsterdam, que cabe mencionar, es una de las cuatro residencias de la Familia Real del Reino de los Países Bajos en todo el país. Así que no, usualmente los reyes y príncipes no están viviendo allí.

    Justo al lado se yergue una enorme e imponente iglesia gótica llamada Nieuwe Kerk, o iglesia nueva.

    Los Países Bajos son bien conocidos por haber sido uno de los primeros países que toleraba la variedad de creencias religiosas, evitando así los conflictos entre católicos y protestantes.
    Estación central de Ámsterdam
    Caminé hasta la punta norte de la isla para alcanzar la Estación Central de la ciudad y comprar algo de comer. Lamentablemente en un viaje barato no se puede comer en grandes restaurantes. Y un sándwich en un fast food es a veces la opción más cómoda. Sobre todo en Europa occidental.

    Basílica de San Nicolás
    Allí mismo visité la Basílica de San Nicolás, otro pequeño símbolo de la ciudad. Y decidí volver a pie detrás de ella para recorrer otro símbolo icónico holandés. El Barrio Rojo de Ámsterdam.
    Además de evitar las guerras religiosas que han desolado desde siempre a Europa y el mundo, la tolerancia de diversidad de pensamientos en los Países Bajos ha dado pie a la apertura de mentes en cara al sexo.
    Así, para los neerlandeses las discusiones sobre la orientación sexual, la inseminación artificial, la prostitución o el aborto son cosas del pasado.

    El Barrio Rojo (o Red Light District en inglés) es precisamente una muestra de la libertad de expresión sexual que vive la ciudad desde hace décadas.
    En Ámsterdam la prostitución es completamente legal. Las prostitutas tienen los mismos derechos que el resto de los trabajadores en Países Bajos. Seguridad social, vacaciones y, por supuesto, pagan impuestos.
    El Barrio Rojo recibe su nombre por la cantidad de anuncios y letreros que se alumbran en tonos rojos, induciendo al sexo.

    Las prostitutas (vaya si eran bellas) se exhibían de forma muy natural en vitrinas y escaparates como productos a la venta, llamando a todo hombre (y hasta mujer) que caminaban frente a ellas. Tomarles fotos estaba prohibido.
    ¿El precio por sus servicios? Había que averiguarlo. Algo que todos los turistas jóvenes no dudaban en hacer. Pero no duraban mucho en salir de la tienda. Seguramente no podían darse el lujo de pagar por sexo con una chica tan bella (y encima pagar el impuesto incluido).  
    El resto del Barrio Rojo está igualmente tapizado por banderas de arco iris que anuncian un ambiente gay friendly, sea en cafés, restaurantes, cines, saunas, discotecas o clubes de sexo. En Ámsterdam hay diversión sexual para todas edades y gustos (claro, teniendo la mayoría de edad, que asciende a los 21 años).

    Volví a casa de Neil para reposar un poco. Había comenzado a llover y necesitaba refugiarme del frío.
    Neil parecía bastante desolado. Todo el tiempo fumaba marihuana en casa y escuchaba música soul. No quería salir. Eso me desconcertaba un poco.
    Poco después me contó que se había mudado a Ámsterdam desde Glasgow para cambiar su vida. Había pasado tragos muy amargos en casa, con una esposa que estaba ahora en el hospital psiquiátrico y que no quería volver a verlo. Y tenía solo 30 años.   
    Sumado a su fuerte acento escocés difícil de comprender, yo no tenía una idea de qué podía decirle. Yo estaba en Ámsterdam de vacaciones y lo que menos quería era pensar en la depresión de alguien más. Pero sabía que tan solo el hecho de hacerle compañía le haría bien. Yo era su primer couchsurfer, después de todo.   
    Pero entonces dimensioné también lo inmensamente abiertos que debemos ser al usar una red como Couchsurfing. Un día antes estaba con Eloi, quien me había llevado de fiesta gratis por Barcelona. Hoy estaba escuchando a Neil contar su triste historia mientras fumaba marihuana frente a mí.   
    Pero no dejé que las cosas salieran mal y cociné un buen estofado de pollo para amenizar un poco la noche.   
    Al siguiente día salí por la mañana hacia otro de los destinos más conocidos y visitados de la ciudad: la casa de Ana Frank.
    Pocos años antes había leído El diario de Ana Frank, uno de los testimonios más sinceros sobre la persecución de los judíos y otras minorías durante el Tercer Reich de Hitler.
    Como todo el que ya haya leído el libro sabrá, Ámsterdam fue la ciudad donde Ana Frank creció junto con su familia judía (aunque todos nacieron en Alemania). Cuando los alemanes invadieron los Países Bajos, su padre Otto logró trasladar a toda la familia al anexo secreto (como Ana Frank lo llamaría) que se alzaba en la parte trasera del edificio donde trabajaba con sus empleados.
    Los 25 meses que pasaron allí escondidos de la Gestapo junto con otra familia judía y un dentista, Ana escribió sus vivencias como una adolescente que soñaba con que acabara la guerra y poder cumplir su sueño de ser una famosa escritora cuando creciera.
    Por supuesto, nada de eso fue posible. En agosto de 1944 Ana y su familia fueron delatados por algún vecino y descubiertos por la policía alemana, quienes los deportaron a los campos de concentración donde todos, excepto Otto, murieron.
    Miep Gies, una de las personas que ayudaron a ambas familias en el anexo, encontró el diario de Ana y varias hojas sueltas donde expresó todos sus sentimientos durante su estadía. Cuando Otto volvió de la guerra, Miep le entregó el diario de su hija, mismo con el que hizo realidad el sueño de Ana.
    Hoy es uno de los libros más vendidos en la historia, siendo una lectura habitual y obligatoria en muchos países, como en Estados Unidos.
    Y para todos los que hemos leído el libro es también obligatorio visitar la Casa-Museo Ana Frank al ir a Ámsterdam.

    Hoy toda la esquina de la calle Prinsengracht con la calle Westermarkt, al lado de la iglesia de Westerkerk, se ha convertido en un moderno museo que en su primer piso aloja exposiciones interactivas y multimedia sobre la vida de Ana Frank y la ocupación nazi en los Países Bajos.

    Iglesia de Westerkek, que puede ser vista desde la casa de Ana Frank
    Al final del museo se hallan las escaleras que llevan hasta una réplica del librero que solía ocultar la entrada al anexo secreto. Y tras el librero las escaleras de madera que llevan al pequeño escondite donde vivieron hacinadas aquellas ocho personas.
    Los cuartos eran de verdad pequeños. En el baño apenas y se podía sentar. La zona más confortable parecía ser el ático, donde Ana escribió muchas de sus notas y donde se veía con Peter, de quien se cree estaba enamorada.
    Dentro del museo está prohibido tomar fotografías. Pero sin duda vale la pena poder ver con nuestros ojos algo que solo existía en nuestra imaginación, con las detalladas descripciones que Ana hizo del anexo.
    La casa, como la mayoría del centro de Ámsterdam, tiene una típica arquitectura alargada con una fachada plana y con un gancho en lo alto.

    La curiosa forma de los hogares en la ciudad se debe a los altos impuestos que debían pagar las viviendas por el ancho de su terreno ocupado. Lo que quiere decir que entre más angosta fuera la casa menos impuestos pagaría. Ahora la típica postal de Ámsterdam cobraba sentido.

    Para alegrar un poco más mi día y no pensar solo en la guerra y el holocausto en Holanda, salí de la casa y caminé a las afueras del centro histórico, rumbo a una zona de museos que se encuentra detrás del Rijksmuseum, o Museo Nacional de Ámsterdam.

    Aunque mi presupuesto tampoco alcanzaba para entrar a todos los museos, pude disfrutar de una tarde fría, pero sin lluvia, en el Museumsquartier (cerca está también el museo de Van Gogh), donde los locales se divertían en una enorme pista de hielo.
    Cuando volví a casa, para mi sorpresa, Neil estaba de humor para salir a dar una vuelta por la ciudad. Quería mostrarme un buen lugar donde podría probar un buen postre holandés. Como buen invitado acepté a su propuesta.
    Nos dirigimos hacia el Barrio Rojo nuevamente y entramos a una de las coffee shops, restaurantes donde está permitida la venta de cannabis y hachís.

    El ambiente dentro del café era tal y como me lo esperaba. La música reggae de Bob Marley sonaba en el fondo. La empleada en la barra usaba rastas y una pañoleta en el cabello. Las luces eran fluorescentes.

    Me sorprendió ver el menú y pasar mi mirada por la enorme cantidad de tipos de marihuana que tenían a la venta. Pero ahora la droga en Países Bajos estaba desmitificada para mí.
    La gente cree que todo mundo vende y consume droga en el país. Pero no es así. La venta y consumo están legalizados, pero controlados por el estado. Así, los coffee shops no pueden tener más de medio kilo de marihuana en el local, y los clientes no pueden consumir más de 5 gramos diarios.

    Yo no soy el mayor conocedor de drogas en el mundo. Y, sinceramente, son muy pocas las veces que he fumado marihuana. Así que Neil y la empleada me ayudaron a elegir el producto más suave para mí. Un muffin de chocolate con cannabis. 
    La marihuana se vende de distintas formas. Por gramo, por joint (porro) o en pastelillos. Y claro, un dulce muffin haría para mí la experiencia más agradable.   
    Decidí comerlo con tranquilidad, mientras Neil fumaba su porro sentado en la barra. No sentí nada especial. Nada fuera de lo normal. El chocolate era rico y la consistencia perfecta.
    Neil me propuso ir a casa y descansar. Asentí con la cabeza y salimos del coffee shop.
    Justo a mitad del camino cruzamos un puente por uno de los muchos canales de la ciudad. Y allí, todo comenzó a moverse.   
    Las calles, los puentes, los reflejos en el agua, los ciclistas, las casas alargadas, las luces rojas, las vitrinas, las barcas, incluso la llovizna.
    Mis ojos y mi mente comenzaron a divagar por cada pequeño detalle que se cruzaba frente a mí. Era oficial. Estaba drogado en Ámsterdam.
    El cliché más célebre de la ciudad estaba recorriendo mi cuerpo. Neil me llevó a casa, donde vimos una rutina de comedia de un buen actor escocés en su ordenador. No hace falta decir que para ese entonces todo me daba risa.  
    La sensación de aquel muffin fue algo distinto a lo que había probado. Pero era una experiencia y nada más.
    Al siguiente día tomaría un vuelo de vuelta a Alemania, donde un crudo invierno y otro tipo de experiencias me esperaban.
    Pueden ver todas las fotos en el álbum dela derecha
  9. AlexMexico
    Mis azares por el aire habían cesado con mi arribo a Berlín. Luego de tres días en la antigua capital prusiana era hora de retomar la ruta para adentrarme en la desconocida Europa del este. Pero en el momento en que recorrimos el primer tramo hacia la ciudad de Dresde no sabía si comprar un ticket de bus en pleno mes de enero había sido exactamente una buena idea.   
    Ambos costados de la carretera se encontraban colmados de nieve. Por las ventanas poco se podía ver con la niebla y la ventisca que soplaba intensamente contra nosotros.   Solo las débiles siluetas de los árboles pelones podían ser divisadas desde nuestro cálido interior.
    Pero antes de tocar la frontera este alemana todo simuló mejorar, y aunque la nieve no desaparecía, el viento parecía haber dimitido.
    Perdido en la segunda lectura de La insoportable levedad del ser, poco me percaté de nuestro ágil cruce hacia la República Checa, cuya capital esbozaba ya en mi mente como escenario principal de la célebre obra de Milán Kundera, ciudad misma a la que en menos de una hora comparecería.
    Si bien acababa de pasar seis días en los Países Bajos y Alemania y mis saberes del neerlandés y alemán eran prácticamente nulos, debo confesar que me sentía más intimidado por encarar a los checos que a la gente de otros países. Desde mi primer intento por leer un letrero en aquel lejano e inusitado idioma mi cerebro se nubló y mi cuerpo regresó a la realidad Un crudo, oscuro y solitario invierno en Europa del este era lo que me esperaba para los próximos días.
    Pero estaba en Praga. Una ciudad soñada por muchos, amada por muchos, deseada por muchos. Y estaba allí para descubrir la verdadera razón.  
    Era cerca del mediodía, y sabía que si quería aprovechar la escasa luz invernal debía apresurarme. Mi primer paso era encontrar la casa de Mike, el couchsurfer que me hospedaría en el sexto distrito de la ciudad.
    Tomé el metro y descendí en la parada Dejvická, que Mike bien me había indicado. Antes de saber que Google Maps puede funcionar sin conexión (si antes de abandonar una red wi-fi abrimos la aplicación para que encuentre nuestra ubicación) guardé la captura de pantalla para seguir el camino de la estación hasta su dirección postal.
    Hallarla no fue difícil. Pero había un pequeño problema. El edificio no tenía timbres.
    Miré a mi alrededor. El vecindario parecía bastante solitario, sumado a la sábana blanca que se extendía por la nevada que recién había caído aquella mañana.
    Los teléfonos públicos parecían ya no existir. Y además de todo no había todavía cambiado mis euros por coronas checas.   
    Caminé un poco más al norte hasta alcanzar un ingente edificio que simulaba ser un hotel. Allí seguro encontraría wi-fi.
    Mis gajes me llevaron hasta la recepción, donde el host se aproximó demandando mi reservación. Me escudé al decir que me vería con alguien, y me atreví a pedir la red de internet. Sorprendido, la obtuve sin ningún problema.   
    Y después de mandarle un mensaje, Mike bajó para recibirme en el corredor de su edificio, a unas cuantas cuadras al sur del hotel.
    Su apartamento resultó ser una especie de albergue temporal para estudiantes extranjeros. Dos chinos (él incluido), una azerbaiyana, una siria y un hindú. Ningún checo.
    Todos asiáticos. Todos hablantes de inglés. Todos en Praga como parte del mismo programa: Erasmus Mundus. Y ello quería decir, desde un principio, que se trataba de muy buenos estudiantes.   
    Un año atrás había oído hablar de Erasmus Mundus en una expo de Euro-posgrados. Se trata de un programa auspiciado por la Unión Europea (como el Erasmus original). La diferencia es que la versión Mundus apoyaba también a ciudadanos no europeos para estudiar sus posgrados en Europa. 2000 euros al mes, planes de estudio en inglés y francés, dos años en tres ciudades diferentes. Parecía ser un paraíso.
    Pero obtener una de las becas no es nada fácil. Tanto que en cada programa pueden aceptar a solo 14 personas no europeas por año. Lo que quiere decir que aquel grupo de asiáticos había competido con prácticamente todo el planeta para poder estudiar gratis una maestría en su vecino continente.   
    Mike me mostró el piso y me dio algunos consejos para visitar la ciudad. Él tenía cosas por hacer y no podría salir conmigo. Aunado a que debido al frío pocos querían realmente salir.
    Pero yo no podía dejar que la calefacción y el cómodo sofá me invitaran a una siesta cuando la capital más bella de Europa central esperaba fuera por mí. Así que volví a la estación de metro y me dirigí rumbo a la Plaza de Wenceslao.
    Esta amplia explanada toma más la forma de un bulevar que de una plaza, por su extensión alargada de sureste a noroeste.
    Ha sido sede de importantes momentos en la historia del país, como la Revolución de Terciopelo y la Primavera de Praga.

    Con el edificio neoclásico que alberga al Museo Nacional Checo en su extremo sur, se marca el inicio del centro histórico de la ciudad, que desde 1992 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y fue allí donde comenzaría mi fría caminata de enero.  
    Praga es bien conocida por su historia medieval, sus alianzas y rupturas con imperios y bloques extranjeros, por su cerveza, por sus escritores y por su hermosa arquitectura. Y por esto último es también llamada la ciudad de las torres. Un nombre que, sin duda, se ganó con creces.

    Una de las primeras torres que fácilmente se asomó ante mis ojos al caminar por las estrechas calles del primer distrito de la ciudad fue el Campanario del Antiguo Ayuntamiento.

    El torreón es una de las imágenes más conocidas de Praga, no solo por su altura, sino por el antiguo reloj astronómico que posee en una de sus paredes. No es extraño entonces que cientos de turistas la visiten cada día para subir hasta su punta y tener una vista panorámica de la urbe.
    Y la mejor perspectiva que pueden tener es la de la Plaza de la Ciudad Vieja, una de las más antiguas y hoy atracción turística.

    La milenaria historia de la ciudad la ha dotado de múltiples estilos arquitectónicos a lo largo de su territorio. Pero en la Plaza de la Ciudad Vieja el estilo gótico es el que más resalta a los ojos. Sobre todo en la Iglesia de Týn.

    Esta imponente iglesia medieval fue la más importante de la antigua Praga, y aunque hoy se ostenta solo como un templo más es sin duda una de las estampas más célebres para los visitantes, que la ven más como un castillo por sus dos increíbles torres.
    Del lado este yace el Palacio Kinský, sede de la Galería Nacional, mientras al norte se alza la Iglesia de San Nicolás, un tanto menos conocida.

    Palacio Kinský
    La plaza fue mi punto de partida para recorrer la calle Pařížská, la París de Praga.
    La arteria lleva el nombre de la capital francesa porque fue construida a finales del siglo XIX como una copia de los Campos Elíseos. Y aunque no se le asemeja casi en nada a la famosa avenida parisina, en la que ya había estado un mes atrás, sus encantadores 400 metros lograron cautivarme.  
     

    A ambos costados se posan enormes edificios de fachadas tan coloridas y detalladas que claramente se ha tratado siempre de un barrio sumamente burgués.

    Y eso me quedó claro al pasearme frente a las boutiques y joyerías que al nivel de la acera muestran sus mejores prendas para las billeteras más acaudaladas. Visiblemente no era algo para mí.

    La calle me llevó hasta las orillas del río Moldava, afluente que divide a la ciudad. En la otra orilla apareció el enorme Palacio de Gobierno de la República Checa.

    El lado oeste del Moldava se encuentran los barrios Hradčany y Malá Strana, conocidos como el Barrio del Castillo y el Barrio Pequeño.

    La silueta que ambos vecindarios dibujaban lucía simplemente encantadora, con la catedral en su punta y sus tejados en “V”.   

    Pero mi visita a esa parte de la ciudad aguardaría para el siguiente día. Por ahora, mientras el sol se ocultaba, una caminata por el malecón Smetanovo y las vistas de Praga eran todo lo que necesitaba… Hasta que el frío se volvió insoportable. Entonces fue momento de probar una buena cerveza checa en una taberna local.  
    Caminé hasta el metro más cercano y volví hacia el distrito 6 para buscar algo de comer y regresar a casa.
    Hasta entonces había olvidado cambiar mis euros por la moneda local. Pero nada que mi fiel tarjeta de débito no pudiera arreglar en el supermercado. Mas la expresión del hombre en la caja cambió mi suerte, cuando me hizo saber que mi tarjeta no pasaba por la terminal
    Era la primera vez que ocurría; pero él parecía no creer. Nadie en la tienda hablaba siquiera un poco de inglés. Y sin efectivo alguno me vi obligado a cancelar mi compra e irme con las manos vacías.   
    Por suerte, Mike había cocinado un buen arroz chino, del que amablemente me convidó. Mi primera tarea al próximo día sería definitivamente cambiar mi efectivo por coronas checas.   
    La mañana siguiente amaneció aun más fría. Los techos al norte de Praga se cubrían de nieve, y más al centro el paisaje no cambiaría mucho. —Pero debo resistir —me dije. Y sin perder más tiempo caminé hacia el sur. Y tras cambiar por fin mis monedas alcancé mi principal destino por el que había ido a la capital checa: el Castillo de Praga.
    Se trata nada más y nada menos que del castillo antiguo más grande del mundo, y forma también parte, por supuesto, del Patrimonio de la Humanidad de Praga.

    La entrada norte del complejo me recibió con una manta blanca de nieve que se había deshelado en el concreto, pero no en los alrededores de la fortaleza.

    Desde el ala norte sobresalían las torres de la enorme catedral que nos daba la bienvenida a todos los visitantes. Pero algo mucho más curioso nos recibía a la entrada.   
    Dos guardias de seguridad, mejor dicho centinelas, que resguardaban el acceso al complejo tal como los guardias de la familia real inglesa.   

    Me era difícil imaginar cómo, a unos -8°C, podían mantenerse completamente inmóviles por un tiempo tan prolongado.   
    Y tras comprar mi ticket de acceso por unas 250 coronas, me trasladé de repente a la Edad Media y a más de mil años de historia del extinto Reino de Bohemia.   
    El elemento más simbólico y más notable de toda la fortaleza es, sin duda, la Catedral de San Vito, otra joya del arte gótico en Praga.

    Con ello cabe destacar que el castillo no fue solamente residencia de los reyes de Bohemia, emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, presidentes de Checoslovaquia y la República Checa con su remodelado Palacio Real, sino que también ha acogido a los obispos y arzobispos de Praga, muchos de los cuales se encuentran enterrados allí.

    La suntuosa catedral es uno de los vestigios de la época dorada de Praga, que dio comienzo con el emperador Carlos IV del Sacro Imperio Romano Germánico en el siglo XIV.

    En aquella época el Papa era la única persona con el poder para coronar a emperadores en la Europa cristiana. Ello deja de manifiesto el poder que reinaba en el castillo. Los monarcas que eran coronados en aquel majestuoso templo no solo heredaban los territorios de Bohemia (actual República Checa), sino de todo el Imperio Romano Germánico y sus consiguientes dominios (que hoy abarcan Alemania, Austria, Eslovaquia, Eslovenia, Suiza, Liechtenstein, Luxemburgo, partes de Italia, Polonia, Hungría, Países Bajos, Francia y Bélgica).
    Durante el reinado de Carlos V, por ejemplo, se decía que en su reino nunca se ponía el sol, ya que al ser hijo de monarcas españoles y nieto de los Habsburgo heredó la mitad de Europa y las colonias del Imperio Español en América, Filipinas y África.
    La zona del Palacio Real abierta al turismo también me mostró un poco más de la lujosa e increíble historia de los gobernantes de aquellas lejanas pero poderosas tierras.

    El salón de baile, por ejemplo, deja imaginar la opulencia de las noches que allí se organizaban con la aristocracia bohemia y sus grandes banquetes.

    Los libreros antiguos revelan siglos de escritura resguardados como un imprescindible tesoro arqueológico.

    El Salón del Trono es, ciertamente, el cuarto más maravilloso de todos. Y no solo por atestiguar la silla real donde decenas de reyes se sentaron, sino por la presencia de la Corona Real de Bohemia.
    Y esta vez no hablo de un imperio intangible, sino de una verdadera corona.   Una corona chapada en oro y decorada con verdaderas y preciosas joyas.

    Soy consciente de que, muy probablemente, esa corona no fuese la original. No a la mano de todos los turistas tras un vidrio antibalas y sin ningún otro sistema de seguridad. Pero la sola idea de verla me generó mucha emoción.   
    Al salir del Palacio llegué a una pequeña plaza tras la Catedral y frente al antiguo Convento de San Jorge.

    A su costado se alza otro gran templo, la Basílica de San Jorge.

    Desde allí comienza una especie de avenida que desciende por la colina hacia una gran torre en su entrada, la llamada Torre Blanca.

    Allí pude visitar el interior de algunos edificios de piedra que resguardaban antiguos utensilios de la época, la mayoría forjados en hierro o en madera.

    Pero la “avenida” más encantadora dentro del castillo es el Callejón del Oro.
    Es una pequeña calle orillada por menudas casitas de colores en las que apenas cabe un ser humano de estatura promedio.

    Aquellas viviendas, que parecen sacadas de un cuento, solían estar habitadas por orfebres desde el siglo XVI hasta finales de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, uno de los personajes más famosos de Praga, Fran Kafka, vivió allí durante un año.

    Hoy deshabitadas, exhiben la forma de vida de la pequeña localidad, con muebles y utensilios que recuerdan a una casa de muñecas.  
    La rúa principal descendía hasta el final de la muralla, donde llegué a un mirador que me sirvió de descanso con el mejor panorama de la ciudad.

    Desde allí se tiene la vista de Malá Strana, o la Ciudad Pequeña. Es decir, la parte occidental de Praga.

    Sus tejados naranjas estaban escarchados por la nieve que había azotado la capital por ya varios días. Pero al menos aquella tarde Praga me dejaba disfrutar de un paseo sin ventiscas y de una atmósfera casi totalmente despejado.   

    Bajé hasta la rivera del Moldava, repleta de aves acuáticas que batallaban por los pequeños trozos de pan que allí se habían arrojado.

    La vista dejaba ver una cúpula católica, la Torre del Campanario y, la más emblemática de todas, la Torre del Puente de Carlos.

    Otro de los íconos que legó el poderoso emperador bohemio y otra estructura gótica más que para muchos representa su máximo esplendor en la ciudad.
    Pero antes de dirigirme a aquel augusto puente regresé un poco hacia el lado oeste, para no perderme de una buena caminata por Malá Strana.
    En el avión de Barcelona a Ámsterdam había cogido la revista de la aerolínea que ponen en la parte trasera del asiento (cosa que normalmente no suelo hacer).
    Un artículo me llamó la atención. Se llamaba Praga: el Hollywood de Europa.
    Según el autor, entre todas las ciudades europeas Praga tenía el centro histórico mejor conservado y auténtico de todos. Y ello la hacía el escenario preferido para los cineastas que buscaban la atmósfera perfecta para las películas de época, sobre todo de la era renacentista.
    Malá Strana es llamada la Perla del Barroco. Y vaya que merece el seudónimo.

    Sus callejuelas están flanqueadas por encantadores edificios de colores pastel que me recordaron a los aposentos de María Antonieta en Versalles.

    Si bien sus plantas bajas están llenas de negocios locales y restaurantes, no hay una invasión masiva de publicidad o elementos posmodernos que irrumpan en demasía con el origen antiguo del vecindario.

    Estaba seguro de que si lograse quitar todos los coches de las calles y los letreros de señalización y publicidad podría fácilmente filmar una película renacentista. Solo necesitaría un excelente vestuario y a Keira Knightley, claro está.  
    La Ciudad Pequeña se yergue al pie del castillo. Pero al caminar al extremo oeste se alcanza una colina de considerable altura, desde la que tuve otra panorámica más de la ciudad de las torres.

    Directamente desde la Iglesia de San Nicolás, una de las tantas en Malá Strana, llegué hasta la puerta de entrada del Puente de Carlos, el más famoso de Praga y uno de los más célebres en el mundo.

     
    El puente fue mandado a construir por el rey Carlos I de Bohemia, mismo que erigió la catedral en el castillo, para unir a las antiguas dos ciudades que se encontraban separadas por el río Moldava.
    A sus costados se alzan 30 estatuas de distintos santos y patronos venerados en la época, que adornan los 500 metros por los que se prolonga la magnífica estructura.

    El legado dorado del emperador para la ciudad y para los checos es quizá el más conocido por el mundo fuera del país. Y no cabe duda del porqué.
    Debo admitir que cruzar aquel puente fue una de las cosas más mágicas que he hecho en mi vida. Más que contemplar la Torre Eiffel, más que el Palacio Real de Madrid; más que nadar en el Mediterráneo y quizá más que comer una salchicha en un mercado navideño en Alemania.   

    A pesar de la multitud de turistas, el Puente de Carlos me dejó en claro por qué Praga es tan admirada por todos. Y por qué aquella revista la catalogó como una ciudad de película.   

    Después de otra buena cerveza en una taberna volví al apartamento de Mike y descansé mi última noche en la República Checa. Temprano tomaría otro bus para seguir conociendo el legado del Imperio Germánico por la Europa Central.
    Pueden ver todas las fotos en los siguientes álbumes:
    Praga parte I
    Praga parte II
  10. AlexMexico
    Mientras más me aproximaba al levante de Europa, casi culminado el mes de enero, más desdeñaba la temperatura de los cero grados centígrados, que ahora lucían casi como un anhelado verano para mí.  
    Praga había sido mi primera parada en la Europa Central y no me había dado nada de qué arrepentirme. Pero cada vez me movía más al este del continente y, francamente, se acentuaba mi cobardía por encarar al invierno oriental.   
    Mi última mañana en la capital de la República Checa tomé el bus que me llevaría 300 kilómetros al sur, justo al lado del legendario río Danubio, el más largo de la Unión Europea que por siglos marcó la frontera norte del Imperio Romano.
    Me adentré entonces en los actuales territorios de Austria, el sexto país en mi lista. Viena estaba justo en el paso hacia mi último destino del este, y era obligado hacer una escala en la centenaria ciudad imperial.
    En ella vivía entonces Matthías, un austriaco (originario de Graz) estudiante de Relaciones Internacionales que había hecho su intercambio en la Universidad Autónoma de México, y a quien había conocido hace poco más de un año atrás.
    Para mi suerte, cursaba el último año de su carrera en la capital austriaca antes de volar a México para reencontrarse con su novia. Y antes de desalojar su apartamento me ofreció gentilmente hospedarme en él durante mi estancia.   
    El único problema era que él debía trabajar hasta las 6 p.m. aquel día. Viajar en enero, durante los exámenes finales, no era una buena idea del todo si quería hacer Couchsurfing. Así que desde mi arribo al mediodía debía cargar mi mochila hasta que cayera la noche sobre la ciudad.
    Desde la estación de bus tomé el metro hacia el centro histórico, exactamente a la parada Stephansplatz.
    La estación lleva ese nombre por encontrarse justo al lado de la Plaza de San Esteban, y más específicamente, de la Catedral de San Esteban.

    Su torre de campanario de 136 metros de altura es uno de los símbolos de Viena y el elemento gótico más representativo de todo el país.

    Desde que salí del cálido subterráneo para ver el imponente templo me di cuenta de que la ropa térmica, mis dos jersey y mi chaqueta no serían suficientes para aguantar toda una tarde al aire libre en Viena.
    Aunque la nieve en las aceras estaba casi por completo derretida, la sensación térmica bajaba hasta unos 9 grados bajo cero. Y, al igual que me ocurrió en Berlín, eso convertía en un reto tomar una buena fotografía, lo que implicaba sacar mis manos de los bolsillos y exponerlas al gélido ambiente. Y sabía que con mi pesada mochila sobre mi espalda, aquella sería una larga y fatigante jornada.   
    Desde la Plaza de San Esteban también era visible la Iglesia de San Patricio, un templo barroco que hoy ha sido transferido al Opus Dei.

    Justo cuando comencé a caminar hacia el sur para alcanzar la avenida principal del centro, una fuerte nevada comenzó a caer. No era una nevada de ensueño, sino todo lo contrario. El viento bufaba con lozanía y sin piedad, atizando mi rostro con sus helados copos que se hacían cada vez más gruesos. 
    Mi afelpado gorro y mi cubreorejas devinieron en un nada absoluto que se vieron incapaces de proteger mi cara de aquel blanco infierno. Y me dispuse pronto a resguardarme en el café más cercano, donde aproveché para comer algo caliente.
    Entonces lo decidí: ¡no volvería a viajar en invierno! Al menos no a Europa Central.   
    Cuando la ventisca abdicó pude por fin salir en paz. Di la última bocanada de un abrasador aire antes de dejar la holgura de la cafetería y me enfrenté de nuevo a la cana atmósfera que inundaba Viena.
    Caminé hacia el sur hasta alcanzar la RingStraße, la avenida de circunvalación que rodea el centro de la ciudad.
    Hasta 1857 estaba ocupada por la muralla que rodeaba la capital austriaca. Hoy es un amplio bulevar que posee en ambas orillas monumentos increíbles que han sido declarados por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, lo que lo convierte en uno de los atractivos más visitados por los turistas.
    Uno de los más célebres es, por supuesto, el Teatro de la Ópera Estatal de Viena.
    Viena es bien conocida por ser la capital musical de Europa y, para muchos, del mundo. No por nada la imagen de Mozart, nacido en Austria, aparece en casi la mitad de los souvenirs que se venden en las tiendas.   
    El edificio posee, de entrada, una historia bastante controversial. Por más bello que parezca, su construcción a mediados del siglo XIX causó una decepción en los vieneses, quienes esperaban mucho más de la nueva casa de la música nacional. Eso ocasionó nada menos que el suicidio del primer arquitecto y la muerte por infarto del segundo, quienes nunca vieron terminada su obra neorenacentista de la que hoy goza la metrópoli.

    Al verme frente al inmenso y emblemático edificio y tocar mi billetera supe de inmediato que Viena sería otra ciudad a la que debería volver. Un concierto en la Ópera y la entrada a sus innumerables museos sumaba una cuantiosa suma. Y era algo que, lamentablemente, no podía darme el lujo de pagar. No si quería comer y asegurarme de no dormir en la calle   Y la Ópera no fue el último lugar al que desearía haber podido entrar.
    Unos metros al oeste, siguiendo la RingStraße, me topé con el inmenso Palacio Imperial de Hofburg, residencia antigua y actual del poder ejecutivo de la nación austriaca.

    Sus numerosas salas y estancias albergaron a las familias imperiales de Austria durante más de seis siglos, que vieron pasar por su territorio a un ducado, un archiducado y un imperio que tuvo su fin al final de la Primera Guerra Mundial, cuando el país abandonó la monarquía para convertirse en una república.
    Con el mapa de la ciudad en mis torpes manos envueltas con unos débiles guantes que poco me ayudaban, llegué a la parte sur del palacio desde los jardines imperiales, que para entonces no eran otra cosa que una enorme manta de nieve.

    Exquisitas estatuas de mármol se posaban por toda la extensión de los huertos, que fusionaban su blanco con el de la escarcha a su alrededor.

    Pero el monumental palacio parecía no mostrarme su mejor ángulo. No con la docena de edificios que, de hecho, componen el complejo, entre los que se encuentran el Museo de Etnología, la Biblioteca Nacional de Austria y la Escuela Española de Equitación, todos ellos destinos que pueden ser visitados por separado por precios individuales que no me vi dispuesto a costear.  
    Por el contrario, preferí caminar hacia la Maria-Theresien-Platz para fotografiar los exquisitos edificios que la flanquean.

    La plaza pública está justo al lado de la RingStraße y está dedicada a la emperatriz María Teresa, cuya estatua se posa en el medio.

    Los dos formidables edificios gemelos (de hecho, casi gemelos) en sus extremos norte y sur fueron mandados a construir a finales del siglo XIX por el emperador Francisco José I para dar cabida a las colecciones privadas de la realeza de una forma digna de la misma. Hoy, al ser bienes públicos, albergan al Museo de Historia Natural y al Museo de Historia del Arte.

    Y si creía ya haber visto suficientes museos en el centro de la capital austríaca, solo bastaba voltear al oeste de la plaza y admirar el Museumsquartier.

    Es el octavo complejo cultural más grande del mundo, y fue edificado en el 2001 para albergar a otros tantos museos, centros de convenciones, estudios y espacios de exhibición que hacen de Viena otra capital cultural del mundo.
    Pero no había terminado.
    Del lado este de la Maria-Theresien-Platz otra plaza más grande, también flanqueada por museos, se extendía bajo la nieve.

    La famosa Heldenplatz, o Plaza de los Héroes por las estatuas de los heroicos jefes miliatres del Imperio, es justo donde hace ochenta años Hitler anunciaba la anexión de Austria al Tercer Reich.

    Pero la plaza no es solo célebre a causa del discurso nazi que opacó la historia del país, sino por la magnitud de las construcciones que se posan a su alrededor.
    Allí estaba el resto del Palacio de Hofburg, la cara que me había estado ocultando ante su enorme extensión.

    Y por si fuera poco, y nada sorprendente ya, su interior resguardaba otro puñado de museos y salones imperiales que tampoco podía atreverme a pagar. ¡Vaya decepción!   

    Estaba en Viena, capital de la música y los museos, parado frente a uno de los palacios más lujosos y emblemáticos de la monarquía europea, sin dinero para entrar.   
    Pero no todo era tan malo. Estar allí era mejor que no estarlo. Aun con la nieve. Aun con el frío. Aun con mi mochila al hombro sin un lugar donde alojarme hasta que llegase la noche.   
    Para calmar un poco mis ansias y mi depresión financiera caminé un poco más al norte de la RingStraße, donde se asomaba otra torre icónica de la ciudad entre un nublado cielo.

    Se trataba del Ayuntamiento de Viena, un maravilloso edificio neogótico frente al cual se había instalado una pertinente pista de patinaje para el recreo de los residentes y turistas.

    En la otra esquina, los patinadores podían deleitarse con la fachada del Burgtheater, el Teatro Nacional de Viena.
    Allí, mirando a los pequeños caerse sobre el rígido hielo, tomé un poco confortable descanso bajo el frío para coger el wi-fi gratuito que la ciudad me ofrecía y enviar un mensaje a Matthias, avisando de mi situación actual.

    Sabiendo que en poco tiempo podría reunirme con él, sin tener que esperar necesariamente la oscura noche, di mi última caminata hacia el norte de la RingStraße, hasta alcanzar la iglesia Votivkirche, donde pude tomar el metro hacia el sur de la ciudad.

    Me reuní finalmente con Matthias en su increíble apartamento, muy distinto al que rentaba en la ciudad de México cuando lo conocí.  
    Su bienvenida no pudo haber sido más reparadora. En aquella fría noche entrar a un cálido departamento adornado con papel picado de colores y botellas de salsas picantes mexicanas me reconfortó después de la dura caminata, y me llevó por un instante de vuelta a mi país, al que Matthias parecía amar y extrañar.
    Sin embargo, esa noche no cocinaría algo mexicano. Y decidió, por el contrario, hacerme degustar un básico platillo austriaco: una salchicha vienesa con mostaza y raíces.   
    Era muy parecida a las bratwurst alemanas, pero esas raíces le dieron sin duda un toque distinto. Aunque para ser sincero, eran demasiado picantes para mí. Un picor muy distinto al de los pimientos mexicanos a los que estoy acostumbrado.   Pero a Matthias parecía no molestarle en lo absoluto.
    Tras un poco de crema muscular en mis hombros y encogido en mi saco de dormir, quien se había convertido en mi segundo mejor amigo durante el viaje (el primero eran mis botas), concilié el sueño sobre el sofá del salón, recobrando mis energías para la siguiente mañana.
    Matthias vivía en el suroeste de la ciudad, en un barrio residencial un poco alejado del centro. Pero para mi conveniencia, justo al lado se encontraba uno de los atractivos más famosos de la ciudad y, quizá, el más visitado: el Palacio de Schönbrunn.
    Es conocido como “el Versalles vienés”, y con justa razón.

    Como muchas de las monarquías europeas que construían castillos residenciales y de recreo a las afueras de las grandes ciudades, los austriacos no podían quedarse atrás.

    Pero esta maravilloso mansión no solo fue declarado Patrimonio de la Humanidad como un símbolo de Austria, sino también como el mayor ícono de una de las familias más influyentes en la historia desde la Edad Media hasta la Contemporánea: la dinastía de los Habsburgo.
    Es casi imposible que algún país europeo (incluso, muchos no europeos) no haya pasado por las manos de algún rey o emperador de esta familia real. Vaya, incluso México tuvo un emperador Habsburgo.
    Las tierras gobernadas por estos poderosos hombres abarcaron prácticamente todo el planeta, desde las provincias más cercanas a Viena (convertida en su capital imperial por excelencia) hasta los confines de la América colonial y las islas asiáticas, durante el mandato de Carlos V.
    Austria no formó parte solamente del Imperio Austrohúngaro, constituido apenas hace dos siglos, sino que por cientos de años fue un archiducado del Sacro Imperio Romano Germánico, muchos de cuyos gobernantes reinaron desde Viena y, específicamente, desde el Palacio de Schönbrunn.
    Pero este castillo es también conocido como el “palacio de verano”, ya que el Hofburg, en el centro de la ciudad, era ocupado por la familia real en el invierno.

    Dos palacios de excéntricas magnitudes. Enormes jardines como patio de recreo, que entonces me recibieron repletos de nieve, por supuesto. Fuentes con esculturas de historias míticas de la Antigüedad. Glorietas descomunales marcando nodos en los hermosamente simétricos caminos del bosque trasero.

    Y una vista impresionante desde su colina superior.

    No cabe duda de que los Habsburgo supieron llevar una buena vida.   Y supieron también cómo dejar el mejor legado a su futuro país republicano, con galerías, colecciones, salas, teatros, científicos y artistas inigualables en el mundo.
    Mi visita en la capital austriaca finalizaría con una cara totalmente opuesta a la entonces vista, cuando me vi con Matthias para visitar la zona norte de la ciudad.

    El distrito financiero ubicado justo en la orilla del río Danubio es también un sitio de recreo para los locales, según me contó Matthias. Un lugar que, en verano, luce lleno de jóvenes y familias que toman el sol en las pequeñas islas del río y hacen parrilladas para aprovechar al máximo el calor centroeuropeo.

    Para mí fue, por supuesto, una experiencia diferente, con el río casi congelado frente a mis ojos.   
    Al siguiente día por la mañana partiría en un bus por toda la rivera del Danubio, que me llevaría a otra de las grandes capitales imperiales europeas.
  11. AlexMexico
    En medio de otra helada mañana me despedí de Matthias y de su afable morada y le deseé un agradable viaje de vuelta a México, donde pronto se mudaría con su novia. Por mi parte era hora de tomar el tercer bus de mi travesía, dirigiéndome cada vez más al este de Europa.
    Matthias y su roomie austriaco me habían acogido de la mejor manera en Viena y ahora me despedía de la capital de los Habsburgo para encaminarme a otra alucinante ciudad imperial: Budapest.
    Para ese entonces empezaba a cansarme de la nieve y del frío. No había podido ver el sol desde que estaba en Barcelona unos diez días atrás, y estaba al punto de quemar mis manos para hacerlas entrar en calor. No había más que resistir Y como ya era costumbre, y con lo difícil que era conseguir un bus con wi-fi en aquel entonces, antes de salir de casa escribí un mensaje a Richard, mi couchsurfer en Hungría, diciéndole que arribaría en unas tres horas. Prometió esperarme en la estación de buses para luego llevarme a su piso. Él tampoco tenía internet fuera de casa y todo dependía de nuestra conexión a un módem.
    El viaje fue cómodo y por la ventana no vi más que una extensa capa de blancura eterna, a lo que ya me había acostumbrado y a lo que pronto le perdí el encanto.
    Pero, dormido, no me di cuenta de que el bus iba con retraso, y que a la hora en que debía verme con Richard nosotros seguíamos en medio de la carretera, sin señales de llegar a la ciudad.
    Comencé a preocuparme y a buscar una solución. Pero a bordo de aquel bus nada podía hacer. Solo esperar a que llegásemos lo más pronto posible y buscarlo en la estación.
    El bus aparcó una hora más tarde en la calle fuera de la central. Incluso esperar por mi equipaje parecía un minuto eterno. Temía que Richard se hubiera ido ya.
    Corrí hasta la estación y volteé por todas partes, sin poder encontrarlo. Solo tenía unas cuatro fotos de él guardadas en mi móvil y me había dicho que llevaría una chaqueta y zapatos de color azul.
    Empecé a repasar en mi mente qué debía hacer. Había escuchado a hablar a unos españoles en el bus y quizá podía unírmeles para ir al hostal que ellos ya tenían reservado. Pero no podía gastar mucho. No en el medio de viaje por Europa.
    Pero de pronto un chico apareció sosteniendo un letrero con su mano derecha que decía “Alexis” en una caligrafía algo difícil de leer. ¡Era Richard! ¡Couchsurfing funcionaba! Y eso me hacía muy feliz.   
    Corrí y le grité por la espalda para que se detuviese. Le pedí perdón repetidas veces, a lo que contestó: “Estuve a punto de irme, he esperado más de una hora. Pero no quería dejarte solo aquí”. Nada más podía replicar que un sincero “gracias”.   
    Cogimos entonces un bus local hacia su apartamento en el este de la ciudad. Tenía la pinta de ser una zona bastante popular, quizá de los años del comunismo. Edificios de varios pisos amontonados uno junto al otro con colores neutros que no se preocupaban por su imagen urbana, sino por cumplir su objetivo como vivienda humana.
    Richard me había dicho que normalmente vivía con su novia. Pero entonces era invierno y había decidido mudarse con su padre por unos meses, ya que la calefacción suele ser muy cara y debía ahorrar algunos florines.
    Pensé entonces que sería lo más interesante que podía pasarme en mi viaje. Conocer a una familia húngara. Además, todo mundo podría esperar vivir mejor con sus padres que por sí solo. La comodidad del hogar. Pero al llegar me llevé una no muy grata sorpresa.
    Los pasillos del edificio parecían una cárcel, con varias rejas que encerraban los conjuntos de apartamentos. Y al abrir la puerta del suyo pude ver una caja de unos 30 metros cuadrados abarrotada de cosas que parecía denotar el cuarto de un gueto judío de los años 40.   
    Un pequeño pasillo de unos cuatro metros de largo que funcionaba como “recepción” y cocina al mismo tiempo, con los sartenes, cacerolas y utensilios colgados de la pared, y la alacena que se colmaba por productos de abarrotes que saltaban hasta el suelo.
    Una parrilla llena de grasa y cochambre y una pequeña barra de madera donde apenas y se podía cortar una cebolla sin siquiera rozar el resto de los alimentos.
    Un cuarto de unos 7 metros cuadrados con papeles y un escritorio funcionaba como la oficina del anciano padre, a quien saludé con la mejor sonrisa. Pero él solo hablaba húngaro y ruso, así que nos limitamos a saludarnos con las manos y un buen gesto de cortesía.
    El cuarto más grande, que sería mi “dormitorio” por dos días, no era más que dos armarios de madera cuyas puertas era imposible cerrar por la cantidad de ropa que salía de ellas. Y en el suelo restante se tendía un colchón matrimonial. Sin cama, sin cabecera. Solo el viejo colchón con montones de ropa sucia encima.  
    “Aquí dormirás hoy”, me dijo Richard. “No te preocupes, yo puedo dormir en el suelo, el colchón es para ti”. No pude evitar mover mis ojos por toda la habitación buscando un pedazo de suelo donde él pudiese acostarse. Quizá bajo ese montón de ropa haya un espacio libre, me dije.
    Pero lo peor no lo había visto aún. Tenía que orinar.
    Pedí a Richard si podía usar su baño, que estaba a la entrada del pasillo a la izquierda. Y al abrir la puerta vi por primera vez el baño del infierno. Una bañera amarillenta (que parecía haber sido blanca en el pasado) llena de manchas de mugre, moho y un tapón con pelos. Un lavabo roto por el que goteaba agua cada dos segundos. Y un antiguo retrete con la cadena sobre la cabeza que parecía nunca haber sido lavado.   
    No pude hacer más que sentir asco al verlo. Aguanté mis ganas de orinar y salí sin tocar un solo elemento de aquel espeluznante cuarto. Sin un lugar donde sentarme en aquel apartamento, me quedé parado repasando en mi mente si de verdad quería quedarme allí.   
    Richard se acercó y me ofreció un sándwich y un vaso de jugo. “Es un sándwich de queso húngaro” me dijo. “Tienes que probarlo”.
    Mi persona no me dejó comportarme de forma grosera y acepté con gratitud la comida, servida en un plato no muy bien lavado.
    Richard era un chico completamente gentil y no quería herir sus sentimientos. Así que lo había decidido. Me quedaría en su casa dos noches y dormiría tapado con mi saco de dormir, no son sus sábanas. Y definitivamente no me ducharía en dos días. Y buscaría un McDonald’s. No pensaba utilizar aquel retrete infernal.   
    Anonadado entre aquellos cuatro muros esperé a que Richard se cambiara y entonces salimos a la ciudad. Tomamos de nuevo un bus para llegar hasta el centro, precisamente hasta la estación de tren.
    Allí me dijo que me dejaría solo. Él trabajaba como mesero en eventos nocturnos y aquella noche tenía una fiesta que atender.
    Así que pedí un mapa en la oficina de turismo y empecé a caminar por el helado suelo de Budapest.
    La capital húngara es una ciudad que ha vivido miles de proezas. Situada en el medio del continente europeo, siempre ha sido de interés para muchas culturas e imperios adyacentes.
    Y su situación geográfica es quizá uno de sus mayores atractivos. Y sobre todo al ser cruzada por el río más famoso de Europa, el Danubio.
    Esta enorme corriente de agua que marcó por siglos la frontera norte del Imperio Romano permitió a ciudades como Budapest y Viena navegar por el continente y comerciar con los reinos circundantes.
    Pero hoy, quizá, el símbolo más conocido del río es el magnífico Parlemento, o Országház, en húngaro.

    Hungría puede presumir de tener el tercer edificio del Parlamento más grande del mundo. Y para mí, el más bonito que he visto en mi vida.
    Nunca la casa de la legislatura había sido tan exquisitamente elaborada como en la Budapest del siglo XIX, y hoy se alza como la construcción más fotografiada y célebre del país.

    Y para verlo desde el mejor ángulo fue mejor caminar hacia el lado oeste del río, en la antigua Buda. Cabe mencionar que la ciudad actual fue creada en el siglo XIX de la fusión de dos antiguas fronteras búlgaras: Buda al occidente y Pest al oriente del Danubio.
    Una vez en el oeste caminé por sus antiguas iglesias, algunas datan de la lejana Edad Media.

    Y desde las orillas bajas del afluente pude divisar el Castillo de Buda, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Se trata de la antigua residencia de los reyes húngaros, un palacio repetidas veces reformado que se alza en la cima de la colina Kelenföld.
    Ha sido ocupado por los húngaros, los otomanos, los Habsburgo, los nazis y los soviéticos. Pero hoy, tras muchas restauraciones, es sede de varios museos y de la Biblioteca Nacional.
    La mejor vista del complejo arquitectónico la tuve al atravesar el Puente de las Cadenas, uno de los puentes más famosos en Europa.   

    Aunque parezca difícil de creer, fue hasta hace apenas dos siglos que se iniciaron los planos para construir el primer puente que uniera ambas orillas del Danubio. Antes se atravesaba en pequeñas embarcaciones o a caballo durante el invierno, cuando la superficie estaba congelada.
    Richard me explicó que se construyó gracias a las donaciones de un conde, quien esperó una eterna semana para encontrar un navegante que circundara los bloques de hielo.

    La imagen actual del puente difiere de la original, por supuesto, tras el asedio nazi durante la Segunda Guerra Mundial, quienes lo dinamitaron junto con otros monumentos húngaros.
    De vuelta en la zona de Pest, al este del río, caminé hacia la Basílica de San Esteban, una de las iglesias cristianas más famosas de la ciudad.

    Y no solo por su bella fachada neoclásica que mira en dirección al Danubio, sino por alojar las reliquias del primer rey húngaro y fundador del país, Esteban I de Hungría, o I István, en húngaro.

    Al caer la noche me dirigí al distrito Erzsébetváros para ver la segunda sinagoga más grande del mundo. La llaman la Gran Sinagoga de la Calle Dohány, o simplemente Gran Sinagoga de Budapest. Su fachada me dejó un poco intrigado, trayéndome a la mente un palacio árabe o algo parecido.

    Antes de volver a casa supe que debía cenar e ir al baño en algún restaurante local, evitando a toda costa cualquier movimiento innecesario en el apartamento de Richard.   No obstante tenía que volver para dormir. Y al siguiente día Richard me mostraría algunos otros secretos de su ciudad natal.
    Esta vez tomamos el metro, que según me contó, es el segundo metro más antiguo del mundo, solo después del de Londres. Después leería que, de hecho, la línea 1 ha sido declarada también Patrimonio de la Humanidad.
    El vetusto tren nos llevó hasta la Plaza de los Héroes, una de las plazas principales en la ciudad.
    En el centro se alza una columna sobre la que se posa la estatua del arcángel Gabriel, que gobierna toda la explanada erigida como conmemoración del primer milenio de Hungría, fundada según los historiadores en el siglo IX.

    A ambos costados del arcángel lucen las estatuas de los líderes de las siete tribus magiares que fundaron el país, según cuentan las leyendas, incluido San Esteban, primer rey de Hungría.

    Y a los extremos de la plaza se engalanan también dos hermosos edificios que resguardan el Museo y el Palacio de Bellas Artes.

    Todo ello hace de este conjunto también parte del patrimonio de Budapest. Una ciudad que hasta entonces me sorprendía más y más.  
    Y para terminar mejorar aún más nuestro tour Richard me llevó a un sitio un poco menos conocido de la capital. El Castillo de Vajdahunyad.

    Al verlo por primera vez me pregunté por qué la gente lo apreciaba menos que el resto de los increíbles monumentos que se esparcen por la ciudad. La respuesta está en que no es un castillo original, sino una réplica de uno ya existente en Transilvania, hoy Rumania, zona que perteneció por algún tiempo al reino húngaro.

    Durante una exposición del Imperio Austrohúngaro en la ciudad a finales del siglo XIX el castillo se construyó inicialmente con cartón. Pero hoy alumbra su alrededor con sus paredes de ladrillo y torres que encontré escarchadas por la nieve.

    Y sinceramente poco me importaba que fuese una vil copia. Podía así darme una idea de cómo era Transilvania.   

    Para terminar nuestro recorrido Richard me llevó hasta la colina Kelenföld para tener una mejor vista del impresionante Danubio y del este de la ciudad, que para entonces parecía toda blanca cubierta por una espesa neblina.

    Al caer la noche las luces del Parlamento se encendieron, dejando al descubierto un bello y amarillento resplandor de la gloria de un imperio desaparecido, pero que dejó lo mejor de sus vestigios en esta mágica ciudad.

    Recorrimos entonces un poco la ciudadela, que alberga el complejo del Castillo de Buda, al que no podía pagar por entrar. Pero bastaba al menos con caminar entre sus columnas iluminadas en la densa oscuridad del invierno.

    Dentro de las murallas se encuentra también la bella Iglesia de San Matías, una de las más antiguas de Budapest.

    Una de las cosas curiosas en aquella ciudad es que fue gobernada por los otomanos durante casi 140 años. Y en ellos, las iglesias católicas, como la de San Matías, fungieron como mezquitas. Pudo pasar todo lo contrario a lo que había visto en Córdoba: una mezquita donde se celebraban misas católicas.
    Pero la invasión otomana dejó un gran vestigio en Hungría y en Budapest que la convierten también en un símbolo mundial: los baños termales.
    La tradición de las termas turcas llegó al país y fue muy bien recibido. Hoy Budapest es llamada la Ciudad de los Balnearios, por la cantidad de aguas termales que posee, siendo los baños más famosos los de Széchenyi, los más grandes de Europa.
    Pero además de no tener mucho tiempo, sabía que no podría pagar un buen baño medicinal. Así que lo dejaría para la próxima ocasión.   
    Cuando el frío nos impedía mantenernos fuera Richard me invitó a un pub cercano que frecuentaba usualmente.
    A pesar de la incómoda habitación en la que me había invitado a dormir no dudé en agradecerle la amabilidad de mostrarme su ciudad y recibirme con los brazos abiertos (ignorando la suciedad de su hogar). Así que lo menos que podía hacer era invitarle una cerveza.

    Antes de volver a casa pasamos por el Palacio de la Ópera, sede de una de los mejores espectáculos de música del mundo, aunque quizá no mejor que en Viena. De todas formas, es de saberse que el edificio fue erigido durante el reinado de los Habsburgo en Hungría, amantes eternos de la buena ópera.

    Regresamos a casa no muy tarde para que pudiese descansar. Otro bus matutino me esperaba, esta vez rumbo al norte, adentrándome cada vez más al crudo invierno de Europa del este.
  12. AlexMexico
    Hacer planes en Alemania se había convertido en una tarea meramente complicada. Aunque confiar en los alemanes es una tarea evidentemente sencilla, hacer lo mismo con los sistemas de transporte no lo es.
    La ciudad de Stuttgart, capital del estado federado de Baden-Wurtemberg, se encuentra a solo 40 km de Tübingen, donde había pasado mi fin de semana junto a Ülrich. Si bien su recomendación fue no “desperdiciar” tiempo en Stuttgart, decidí pasar aunque sea un día en la ciudad. Después de todo, quedaba obligadamente a mi paso.
    Stuttgart era el lugar de residencia de otro couchsurfer al que había hospedado en México meses antes: Thomas, quien estudiaba una maestría en ingeniería de energías renovables. La ciudad es un ejemplo en calidad de vida e innovación sustentable, junto con muchas otras del sur de Alemania.
    Como muchos otros universitarios alemanes, Thomas vivía en un diminuto cuarto, parte de un complejo habitacional para estudiantes. Y su espacio y disponibilidad para alojarme no eran suficientes.
    Encontrar otro hospedaje en Couchsurfing no fue fácil. Pero los viajes públicos dieron buenos resultados, específicamente durante aquel viaje centroeuropeo. Así, recibí una invitación de Moritz, otro estudiante universitario, para quedarme en su dormitorio. Pero se trataba de una invitación bastante particular.
    Moritz se encontraba de viaje en Italia. Su cuarto había quedado solo por unos días, y su noble corazón no quiso desperdiciar esa disponibilidad para hacerme pagar un hotel durante mi estadía.
    Fue la primera vez que un couchsurfer se ofrecía a hospedarme sin siquiera poder conocerlo en persona. No me lo podía creer. Pero restaurar la confianza en la humanidad es precisamente uno de mis objetivos en Couchsurfing. Y vaya si los alemanes sabían cómo hacerlo.
    Fue así como Moritz me dejó instrucciones a mí y a su amigo Farzad, a quien le había dejado las llaves y con quien me encontraría en la estación de S Bahn más cercana para guiarme a su casa. La cita era el sábado por la noche a las 9 p.m., minutos después de que mi bus estaba programado para llegar a Stuttgart.
    Pero Flixbus, la empresa alemana de bajo costo con la que había hecho la mayoría de mis trayectos, parecía funcionar a la perfección en el resto de los países. Menos en Alemania.
    Y aquella tarde en la estación de Tübingen, mi autobús llegaría con una hora de retraso, como ya no era sorpresa para mí.
    Me apresuré a usar el wi-fi del autobús y avisar a Farzard que llegaría un poco más tarde. —Avísame cuando vayas llegando a la estación de Stuttgart —me dijo—. Así yo calcularé el tiempo para esperarte en la estación de tren.
    Accedí a su petición al no encontrar ningún inconveniente en ello. Pero a mitad de la carretera, cuando la oscuridad había ya caído sobre todos, el autobús se detuvo en un aparcamiento y todos comenzaron a bajar.
    Parecía que la escena de mi tren a Múnich se repetía. Pero esta vez no volvería a perder mi bus, pensé.
    La gente comenzó a abordar un camión que estaba al lado, encendiendo ya sus motores para arrancar. Todo era confuso, y las incognoscibles frases en alemán pasaban de un lado para otro.
    Una vez de vuelta en el camino, aquel inconveniente que creía ausente se manifestó. El nuevo autobús no tenía wi-fi.
    Todo parecía ir en mi contra cuando de transportarme en Alemania se trataba. Pero siempre hay una solución para todo. Y la escala en el aeropuerto de Stuttgart me la dio. Una intensa red de internet con la que rápidamente avisé a Farzard mi ubicación. Y con una enorme incertidumbre, quedé de verlo en la estación S Bahn 40 minutos más tarde.
    A pesar de mi indeseable impuntualidad (más bien, la del autobús), Farzard esperó pacientemente y me llevó hasta el apartamento de Mortiz. Un edificio estudiantil al este de la ciudad, muy cerca del río Neckar.
    La sensación fue extraña. Entrar a un cuarto donde nadie me esperaba. Un lugar donde nadie me conocía y donde nunca antes había estado. Un par de estudiantes me vieron cuando fui al baño. Y solo asintieron con la cabeza, en motivo de saludo.
    Muchos de ellos eran extranjeros, incluido Farzard, quien había nacido en Irak. Las banderas en sus puertas y la increíble variedad de comida en la cocina denotaban un ambiente afable e internacional.
    Avisé a Moritz que ya había llegado. —Ponte cómodo y coge lo que quieras del refri —me dijo—. Intenté no abusar de su hospitalidad y me dediqué exclusivamente a dormir.
    A la mañana siguiente salí temprano de la habitación. Tras tomar un desayuno y una merecida ducha, tomé el tren al centro de la ciudad, donde un típico y pacífico domingo me esperaba sin mucho que hacer.
    La Hauptbahnhof, estación central de Stuttgart, me dio la bienvenida al casco histórico, donde algunos pequeños negocios y la oficina de turismo abrían para recibir a los pocos visitantes.
    Pronto un área verde detrás de los comercios llamó mi atención y al lente de mi cámara.
    El Oberer Schlossgarten son los antiguos jardines reales, donde el sol iluminaba el Teatro Estatal de Ópera y la fachada norte del palacio real.

    Las musas griegas en mármol me dirigieron hasta la Schlossplatz, la plaza central de la ciudad.

    Las agudas vibraciones vocales de una chica resonaban por toda la explanada. Intentaba ganar algunos euros interpretando las melodías de Adele.
    Y como es común en las plazas públicas, no era la única intentando ganar dinero. Otro sujeto entretenía a los niños con burbujas de jabón que flotaban en todas direcciones.

    El obelisco, que conmemora al rey Wilhelm, se posa en medio de la plaza, entre un antiguo edificio parlamentario y el llamado Palacio Nuevo de Stuttgart.

    El Neue Schloss, de estilo barroco, sirvió en el siglo XVIII y principios del XIX como residencial de los reyes de Wurtemberg.

    Stuttgart es actualmente capital del estado Baden-Wurtemberg. Pero por muchos siglos, ambos estados estuvieron separados independientemente como el Ducado de Baden y el Reino de Wurtemberg, que evolucionó de condado a ducado, y posteriormente a reino.
    Todo esto puede ser muy complicado de entender, ya que Alemania como la conocemos hoy, no se formó sino hasta los tardíos años del siglo XIX.

    Nadie puede negar, sin embargo, que Stuttgart fue una ciudad próspera e importante dentro del Sacro Imperio Romano Germánico y del posterior Imperio Alemán. Tanto que, durante la partición de las dos Alemanias en la Guerra Fría, Stuttgart compitió contra Fráncfort y Bonn para ser la capital de la Alemania occidental.
    El palacio real es hoy solo el recuerdo de las épocas monárquicas de lo que vivió el territorio alemán en su momento. Aunque se sigue utilizando como sede de algunos ministerios.

    Y a pocos pasos del Palacio Nuevo me encontré con el Castillo Antiguo de Stuttgart, cuya fachada renacentista no remonta precisamente al medievo, época en que fue construido, sino al Renacimiento.

    Las grandes aspiraciones de muchos de los reinos e imperios europeos hacían a las familias reales abandonar aquellos antiguos alcázares de piedra y mudarse a los enormes e imponentes palacios que mandaban a construir con las riquezas de su estado. Stuttgart es solo otro de muchos ejemplos así.

    El castillo me abrió paso a la Schillerplatz, una plaza mucho más menuda y discreta, flanqueada por antiguas casas y la Stiftskirche, una famosa iglesia evangélica.

    Había quedado con Thomas de verlo por la tarde en su apartamento, para luego reunirnos con sus amigos. Y como todavía tenía mucho tiempo de sobra y pocas ideas de qué hacer, me dirigí a una de las atracciones más visitadas de la urbe. El Museo Mercedes-Benz.
    Stuttgart es la sede de la compañía automovilística multinacional que se dice responsable de la invención del automóvil. Y como casi todas las marcas de automóviles en el mundo, ha creado su propio museo para exhibir sus modelos a lo largo de la historia.
    El Museo Mercedes-Benz es increíble desde el momento en que uno se para enfrente. Su arquitectura ultramoderna se impone desde varios metros a la redonda, haciéndose notar ante todos.

    Entonces me di cuenta de que el centro histórico estaba vacío porque la mayoría de los turistas vienen a Stuttgart por el Mercedes. La fila era enorme. Quizá debí haberme anticipado un poco más, pensé.
    Casi una hora más tarde, pude comprar mi ticket de entrada. Me introduje en el flamante museo y tomé el elevador al último piso, donde comienza el recorrido perfectamente diseñado.

    Alemania fue uno de los países que más rápidamente se adaptó a la Revolución Industrial. Si bien el Reino Unido fue la cuna de dicho movimiento que marcó el comienzo de la Era Moderna, en la segunda mitad del siglo XIX Alemania, Francia, Estados Unidos y Japón fueron rivales que pronto se convirtieron en potencias mundiales gracias a su industrialización.
    A partir de 1871 y hasta 1914, Europa vivió un periodo de paz y esplendor conocido como la belle époque. Las cuatro décadas se caracterizaron por la ausencia de guerras, la expansión del imperialismo europeo, el pensamiento científico sobre el teológico, el crecimiento económico capitalista y por un avance tecnológico nunca antes visto.

    El ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo y el teléfono fueron inventos que cambiaron el rumbo del mundo para siempre. La aristocracia poco a poco perdía el poder político ante la importancia que había cobrado la burguesía. La gente empezó a migrar a las ciudades y las necesidades mercantiles cambiaban día con día.

    En ese contexto, un empresario alemán llamado Carl Benz haría uno de los aportes más significativos al mundo moderno. Una de sus empresas, Benz & Cie, producía motores industriales de gas. En 1885 instaló uno de esos motores a un triciclo, que condujo por la ciudad de Mannheim.

    El año siguiente, Carl solicitó al gobierno alemán la patente de aquel triciclo, considerado el primer vehículo automotor de combustión interna de la historia.

    Tras la asociación con otros dos expertos en administración y ventas, se funda la empresa Daimler-Benz, convirtiéndose en los padres del automóvil.

    Muchas personas no creían en el invento, ya que la gasolina no era fácil de conseguir. Sumado a las bajas velocidades en comparación al ferrocarril, ya bastante usado en aquella época.

    El emperador Guillermo II de Alemania llegó a decir “Yo creo en el caballo. El automóvil no es más que un fenómeno transitorio”.

    Y aunque el caballo sigue formando parte importante del transporte de hoy, no cabe duda que Guillermo II nunca se imaginó lo que Carl y la Daimler-Benz acababan de crear.

    Las exposiciones universales formaron parte importante de la belle époque, ya que mostraron los grandes avances en la invención tecnológica y las últimas tendencias en el arte, además de la diversidad etnográfica de los vastos imperios europeos de la época.
    La exposición de París en 1889 fue una de las más importantes. Además de ser la fecha de inauguración de la emblemática Torre Eiffel, fue cuando Daimler-Benz mostró uno de sus primeros prototipos de automóvil al mundo entero.

    Tras ello, varios fabricantes de autos comenzaron a aparecer en el mundo, como la Ford, la Peugeot y la Renault.
    Aunque la compañía sigue teniendo el nombre de Daimler AG, la marca Mercedes-Benz es todavía más famosa. Y su historia es bastante atractiva.
    Un empresario austrohúngaro llamado Emil Jellinek, decidió convertirse en un vendedor de los autos DMG, llegando a ser su agente y distribuidor principal, debido al éxito de la empresa. En 1899 condujo sus propios autos en la “semana de la velocidad” en la Costa Azul francesa, que se celebraba cada marzo.
    Apodó a su coche “Mercedes”, siendo este el nombre de su hija. Tras la popularidad, siguió usando el seudónimo de Mercedes para todos los autos que vendía. La serie Mercedes llegó a ser tan famosa que pasó a reemplazar el nombre oficial de la compañía Daimler-Benz. Así nace Mercedes-Benz, famoso hoy por sus autos de lujo y camiones.
    El actual logotipo de la marca simboliza los tres espacios donde los motores Mercedes-Benz son exitosos: aire, tierra y mar.

    Los seis pisos de los que se compone el museo, por los que fui bajando poco a poco en una escalera espiral, explican la historia de la empresa y del automóvil, desde su nacimiento hasta la actualidad.

    Paulatinamente van mostrando los modelos que en cada época estaban de moda, desde los más rústicos y funcionales hasta los más lujosos y exclusivos.

    Cada piso posee una sala de exhibición temática, donde se muestran los coches Mercedes catalogados por su función.
    La sala de transporte público muestra, por ejemplo, la diversidad de autobuses que han transportado pasajeros alrededor del mundo. Desde la compañía nacional argentina de transporte hasta un camión urbano de Afganistán de los años 60s.

    La sala de modelos clásicos es un deleite para todo amante del automóvil. Coches que parecen haber sido sacados de una película de Hollywood.

    La sala de servicios públicos exhibe modelos tan exóticos de camiones de bomberos, ambulancias, patrullas policiacas o gruas remolcadoras.

    La sala de coches famosos contiene el Mercedes donde se transportaba la princesa Diana cuando sufrió el mortal accidente en el túnel de París, y el célebre papamóvil, en el que tantas veces se vio viajando al Papa Juan Pablo II.

    Los últimos pisos son el juguete preferido de todos. Los autos de carreras.

    En ellos se han ganado competencias de Fórmula 1, NASCAR e infinidad de rallys automovilísticos en todo el mundo, siendo uno de los más famosos el de Mónaco.
    En esos momentos no importaba mi escaso interés por los coches. Aquellos relucientes modelos me hacían anhelar conducir uno de aquellos increíbles ejemplares.

    131 años de historia automovilística perfectamente resumidas en seis plantas hicieron del Museo Mercedes-Benz una muy buena inversión de tiempo y dinero en Stuttgart. Una mucho más divertida que un domingo en el centro histórico. Aunque reunirme con Thomas el resto de aquella tarde sería otra inesperada pero entretenida idea.
    Nos vimos en su casa cerca de las 4 de la tarde, para preparar una ensalada de tomate y dirigirnos al apartamento de uno de sus amigos.
    Se trataba de una fiesta sorpresa para uno de los chicos que pronto emigraría a Leipzig, una de las ciudades más trendy para los jóvenes alemanes hoy en día.
    El variado buffet de panes, aderezos, ensaladas, bocadillos y bebidas no fue lo más sorpresivo, sino encontrarme con una habitación llena de alemanes que bailaban forró, el famoso baile brasileño.
    ¿Alemanes bailando? Sí. Y vaya que sabían moverse.
    El forró es un conjunto de bailes que nacieron en el noreste de Brasil a principios del siglo pasado. En los últimos años se ha extendido su fama a varios rincones de Europa, siendo Stuttgart el punto principal de esta lejana danza.
    La ciudad alberga cada año el Festival de Forró de Domingo, el más grande del mundo, con más de 500 participantes.
    Mis ojos no podían creer que un grupo de rubios alemanes estuvieran descalzos en una sala con piso de madera juntando sus cuerpos sudados y moviendo sus caderas al son de ritmos latinos.
    Era sin duda lo que menos esperaba ver en mi viaje por Alemania.
    No quedaba nada más por hacer que pedir mi vaga participación en la clase. Y sin dudarlo, tomé a una pareja con quien bailar para imitar los pasos de la instructora.
    Thomas me presentó ante todos como un turista mexicano. Mis raíces latinas hicieron creer a todos que podía fácilmente mostrar mis mejores pasos. Pero el forró es algo que había visto solo en películas brasileñas. Nunca lo había bailado.
    Mover las caderas es algo no muy necesario en el baile, cosa a la que estoy acostumbrado con la salsa, la bachata o el reggaeton.
    El forró implica movimientos un tanto más lentos, aunque con la misma sensualidad que muchos de los bailes latinos.
    La cena y la bebida pasaron sin duda a segundo plano con las horas que pude practicar forró con aquel simpático e inusual grupo de alemanes.
    Ellos y la excepcional hospitalidad de Moritz (a quien hasta hoy no he conocido en persona) rompieron todavía más esa imagen fría que de los alemanes se tiene en varias partes del mundo.
    Stuttgart había sido, después de todo, un buen destino a visitar. Quizá no tiene el casco viejo o el castillo más impresionante del país. Pero una caravana de históricos autos y la alegría de su gente son lo que escribieron una perfecta página más en mi diario de viajes.
  13. AlexMexico
    Cuando llegué a Francia en septiembre del 2016 tenía ya en mi cabeza el calendario escolar que regiría mis días de vacaciones durante los siguientes ocho meses en el país.
    Aunque no suelo ser un arduo planificador de mis viajes, y me gusta dejar la mayoría a la improvisación, algo era seguro: no quería volver a viajar con un frío de -10°C en Europa (como lo había hecho dos años atrás).
    Sin embargo, había dejado todavía varios destinos pendientes en mi lista. Y lo único que me tocaba hacer era elegir la mejor temporada para visitarlos.
    Así, el principal objetivo de mi viaje por Europa Central fue visitar los Alpes en Innsbruck y el castillo de Neuschwanstein en Baviera, cuya mejor fecha fue sin duda el otoño de octubre, cuando el clima está todavía bastante templado.
    El resto de los destinos fueron elegidos porque quedaban al paso. Aunque todos me habían dejado un excelente sabor de boca.
    Después de visitar Núremberg, al norte de Baviera, debía volver poco a poco a Francia, para estar de vuelta en Lyon el 2 de noviembre. Y al atravesar el vecino estado alemán de Baden-Wurtemberg, la parada obligada era Stuttgart, su ciudad capital. Sin embargo, antes de reservar mis boletos, un nombre vino a mi mente.
    Ülrich, un chico alemán que un año atrás había hospedado en México a través de Couchsurfing, me había dicho alguna vez que estudiaba en una ciudad al sur de Alemania, muy cerca de la frontera con Francia.
    No temí pedir todos sus consejos. Y como estudiante de antropología, era de esperarse que me recomendara no parar en Stuttgart, una metrópoli moderna de hormigón y cristal.
    Y poca fue la sorpresa entonces cuando me invitó a visitarlo en su casa, en la pequeña e histórica ciudad de Tubinga (a la cual me gustaría referirme por su nombre en alemán, Tübingen).
    Fue así como Ülrich hizo un espacio en su fin de semana para mí. Y un viernes por la mañana me dirigí a la terminal de autobuses de Núremberg para tomar mi camino al suroeste alemán.
    El mayor pasmo de todo mi viaje había sido, sin duda, haberme quedado sin línea telefónica, que la compañía francesa había cancelado por un malentendido. El wi-fi y mi Samsung Galaxy se convirtieron entonces en mis mejores amigos.
    Por otro lado, el sistema de transporte alemán se había vuelto mi peor enemigo. Me había ya obligado a llegar tarde en dos ocasiones y perder un bus. En tan solo 4 días.
    Transcurría entonces el quinto día y la historia se repetía. Mi autobús a Tübingen llegó con una hora de retraso a la estación.
    Sin más corajes que hacer, avisé en cuanto pude a Ülrich sobre mi demora. La débil red de internet a bordo era mi único medio de comunicación, y mi mejor arma hasta entonces eran las citas a la antigua: “nos vemos bajo el reloj de la estación a las 10:30”.
    Una hora y media después de lo esperado descendí en un frío estacionamiento, donde Ülrich me esperaba sosteniendo su bicicleta.
    Una de las mejores cosas de Couchsurfing son los reencuentros. Un año atrás él y yo habíamos disfrutado de las playas soleadas de Veracruz, del tequila y los tacos en la fiesta de cumpleaños de mi prima junto a su buen amigo Luis. Ahora caminábamos a su apartamento en una templada tarde de otoño, a más de 9,000 km de distancia.
    La Universidad Autónoma de Guadalajara lo había acogido durante un semestre de intercambio. Ahora estaba ya por terminar su tesis para titularse en Antropología.
    Nada podía sorprenderme ya de los científicos sociales, después de haber pisado tantas facultades de Humanidades en mi vida. Ülrich era uno más de aquellos que en su dificultad por encontrar un trabajo que les dé dinero haciendo lo que les gusta, entregaba paquetes a domicilio a bordo de su bicicleta.
    Al menos en Alemania eso es suficiente para pagar una renta. Un peculiar apartamento en el ático de una vieja casa junto al bosque.
    Ülrich me invitó a pasar, no sin antes dejar mis zapatos en la entrada. Pocos europeos disfrutan de caminar con calzado dentro de sus casas, me atrevería a decir.
    Un largo pasillo con al menos seis cuartos a ambos lados componían la totalidad de un típico piso estudiantil. Algo por lo que ya había pasado repetidas veces. Pero nunca es malo volver por un día a la vida universitaria.
    De la caótica alacena sacó un par de patatas, tomates, una cebolla y dos salchichas Frankfurt del refrigerador. Podrá ser antropólogo, pero al fin alemán, pensé.
    Tras aquel tradicional almuerzo, salimos de casa para aprovechar la tarde. Y mientras nos poníamos al día con lo sucedido en nuestras vidas, las calles de Tübingen comenzaron a aparecer frente a mí.

    La ciudad se sitúa justo al lado de la famosa selva negra, un macizo montañoso al suroeste de Alemania famosos por sus abundantes áreas boscosas y, claro, por sus pasteles y postres.
    Rápidamente otro típico y mágico pueblecillo germano es lo que penetró mis ojos al descender las rúas de la ciudad.

    No sé si hay manera de que las casas al estilo alemán, forradas con triángulos de madera y con un tejado en V, pudiesen llegar a cansarme. Después de ya 4 lugares recorridos en Baviera, empezaba a creer que no.
    La plaza central de Tübingen fácilmente me podía remembrar al recién visitado Ruthenburg, a Füssen, al centro de Núremberg o la Plaza Römer en Frankfurt, en la que había recorrido el mercado de Navidad.

    Pero Tübingen guarda en sí una característica que las diferencia de todas ellas.
    La ciudad aloja una de las universidades más antiguas del país. Se le considera de hecho una de las cinco ciudades clásicas universitarias de Alemania, junto con Marburgo, Gotinga, Friburgo y Heidelberg.
    Ülrich formaba parte de los 24 mil estudiantes matriculados, de los cuales 15 mil viven en la ciudad. Una tercera parte de la población de Tübingen son universitarios. Así que encontrarme con jóvenes en las calles no era nada extraño.

    Y aunque el centro histórico y la urbe tienen su encanto personal, es sin duda el ambiente juvenil lo que le da el toque especial. Ahora sabía por qué Ülrich lo prefería ante lugares como Stuttgart.

    El principal punto a donde lleva el casco antiguo es a la iglesia de Tübingen.

    El edificio de estilo gótico domina lo alto de la colina central, siendo su torre el punto más alto, desde donde se ofrecen vistas increíbles. Pero viajar con un antropólogo a veces significa no querer pagar por atracciones turísticas tan banales. Así que pasamos de ella y seguimos de largo nuestro camino.
    Tras comprar un croissant y un pan berliner, llegamos a la calle Mülhstrasse, que nos condujo hasta el pequeño puente Eberhardsbrücke, que se posa sobre el río Neckar, el afluente de la ciudad.

    Unas pequeñas escaleras nos bajaron hacia el parque Neckarinsel, un mezquino y largo islote que funge como la mejor área verde del centro histórico.

    Desde allí tuvimos hermosas vistas de la riviera, sobre la cual se yerguen antiguas casonas tradicionales al pie del castillo de Tübingen.

    El palacio es pequeño a comparación de muchos de sus hermanos en Alemania. Hoy resguarda varios museos históricos y muchas de las oficinas y aulas de la universidad. Vaya vivencia poder estudiar en un castillo medieval como ese, pensé.
    En la misma orilla del Neckar se sitúa otro de los edificios más famosos de la ciudad. La Torre de Hölderlin. Es una antigua casa real que sirvió como residencia y lecho de muerte del poeta alemán Friedrich Hölderlin. Hasta entonces permanecía cerrada por remodelación,

    Antes de volver a casa Ülrich me llevó a conocer a algunos de sus amigos en un bar local.
    Una cerveza y un pretzel no podían faltar para el ocaso. Y, cómo no, una partida de futbolito. Aunque para alguien como yo, ganarle a un alemán fanático del fútbol era una hazaña un tanto imposible de lograr.
    Al caer la noche volvimos a casa bastante cansados, atravesando la ciudad que poco a poco cobraba una bohemia y simpática vida.

    Al siguiente día por la mañana, después del desayuno, Ülrich me llevó a un mercado de pulgas.
    Los mercados de pulgas son famosos en Europa. Se instalan normalmente en zonas extensas al aire libre, como áreas verdes, y venden todo tipo de artículos de segunda mano.

    Antigüedades, ropa, electrónicos, vajillas, utensilios del hogar, decoración, muebles, libros, y no puede faltar la comida.

    Aunque el desayuno había pasado hace poco, comer una salchicha bratwrust nunca está de más en Alemania.
    En nuestro camino a la ciudad nos topamos con otra antigua casona que se posaba junto al río. Un castillo que se asomaba entre las copas del bosque. Ülrich me explicó que se trataba nada menos que de la casa de una fraternidad.

    Las studentenverbindung son asociaciones estudiantiles en Alemania que funcionan de forma similar a las de Estados Unidos. Algunos de ellos son asociados a la masonería, y poseen reglas estrictas de ingreso y códigos de discreción sobre lo que pasa dentro.
    Poco podía Ülrich contarme sobre lo que ocurría dentro de aquel castillo. Pero me dejó en claro que el poder de las fraternidades va mucho más allá de los consejos griegos que comúnmente veo en las películas americanas. Incluso con las mismas novatadas.
    Volvimos a pie al costado del río Neckar, disfrutando del otoño que había colmado ya el follaje con sus vivaces y cálidos colores.

    Un grupo de jóvenes se asomaron entre la hojarasca navegando en el Neckar a bordo de sus kayaks, práctica que según Ülrich es bastante típica en la ciudad cuando las temporadas lo permiten.

    El parque Neckarinsel sirve también como embarcadero para aquellos que prefieren de un recorrido acuático que uno terrestre. Y la torre Hölderlin y el castillo vigilan siempre atentos a sus pies.

    La tarde en Tübingen no podía terminar sin probar un platillo típico de Baden-Wurtemberg, famoso en toda Alemania.
    Ülrich me llevó entonces a una taberna local para comer un plato de Käsespätzle. Son básicamente copos de pasta que se preparan con harina y huevo y se sirven con cebolla y mucho queso.

    Terminar aquel plato fue toda una odisea. Pero un tradicional apfelsaft (jugo de manzana mineral) me ayudó a pasar la comida.
    La tranquila vida en Tübingen me dio ese par de días que necesitaba, después de tanto estrés y movimiento por las ciudades del centro de Europa y los Alpes.
    Volver a la vida estudiantil nunca es algo que me moleste realmente. Y aunque sabía que Ülrich ansiaba poder finalizar su tesis de Antropología para dejar Tübingen atrás, yo me iría deseando volver para perderme en su selva negra.
  14. AlexMexico
    Tras los inauditos retrasos que hasta ahora había vivido con el sistema de transporte alemán, visitar dos ciudades un mismo día parecía una misión imposible en mi viaje por el centro de Europa. Y una tarea cansada que no pretendía experimentar.
    Pero Rothenburg estaba más cerca de Núremberg de lo que había imaginado. Y mi anfitrión, Sadettin, llenó una tesis de razón cuando me dijo: “si viniste a Núremberg sin haber visitado Rothenburg te vas a arrepentir cuando vuelvas a casa”.
    Fue gracioso, entonces, haber llegado a Núremberg sin visitar primero Núremberg. Pero aquel jueves de octubre nos propusimos sacar el mayor provecho del día. Y así lo hicimos.
    Antes de la 1 p.m. estábamos ya de vuelta, después de haber viajado hasta Rothenburg en una telaraña de transbordos en tren. Es difícil encontrar en Couchsurfing anfitriones que, como Sadettin, se tomen el día libre para mostrar a los viajeros los rincones más bellos de su ciudad natal. Sin lugar a dudas había corrido con mucha suerte.
    Sadettin es uno de muchos chicos nacidos en Alemania que descienden de una larga lista de familias turcas. Cosa que poca gente en el mundo sabe, lo cual me incluía a mí.
    La expresión en mi cara al enterarme que el Döner Kebab es un platillo alemán probó aquel mismo estupor que sorprende a la mayoría (bueno, un platillo alemán creado por inmigrantes turcos).
    Sin embargo, Sadettin, como el resto de los turco-alemanes, son una viva y sugestiva mezcla entre occidentales y orientales que aman ambas culturas. Y por ello, Sadettin no vaciló en querer mostrarme su ciudad y su centenaria historia.
    Núremberg es parte del estado alemán de Baviera, en su frontera norte. También forma parte de la histórica región de Franconia, que nació a partir del antiguo Ducado de Franconia.
    Sin embargo, la triste realidad es que la mayoría de las personas que hablan hoy de Núremberg lo hacen por otra razón: la Segunda Guerra Mundial. Y no solo como el resto de las ciudades alemanas. Más adelante hablaré del porqué.
    Pero Núremberg ha sido uno de los puntos más centrales en toda la historia de Alemania. Y todo comenzó en la lejana Edad Media.
    Tras siglos de haber caído el Imperio Romano de Occidente, un hombre llamado Carlomagno se dio a la tarea de hacer renacer a Roma. Si bien, su hazaña no fue posible, su herencia dejó a dos grandes imperios que dominaron con hegemonía el centro del Europa por varios siglos: el reino de los francos y el naciente Sacro Imperio Romano Germánico (que casi un milenio después daría nacimiento a Alemania).
    Este último fue por muchos años el favorito del Papa, quien era el encargado de coronar a los emperadores europeos.
    El Sacro Imperio Romano Germánico reinó varios territorios de la Europa Central por casi mil años. Pero nunca estuvo realmente unido como un solo estado nación. De hecho, era una agrupación de varios reinos, ducados, señoríos y ciudades estado, cuyo máximo líder era el emperador, quien se encargaba de que sus miembros no lucharan entre sí.
    De todos los territorios que formaban el vasto imperio, pocos fueron los que gozaron de una verdadera libertad política. Y entre las escasas ciudades privilegiadas se encontraba Núremberg.

    En el año 1219, Núremberg fue nombrada Ciudad Imperial Libre. Esto le concedía el honor de rendir cuentas directamente al emperador, y no a duques, marqueses, príncipes, obispos ni a ningún otro tipo de señorío feudal, como en el resto de los estados miembros del imperio.
    Esto hizo de Núremberg una ciudad siempre a la vanguardia. Su riqueza dependía solo del emperador, por lo que su arquitectura pronto se distinguió de las demás ciudades. Sobresalió en arte, política y comercio. Y aquel brillo que emanaba de Núremberg es posible todavía admirarlo hoy (aunque la totalidad de la ciudad haya sido reconstruida).

    Una de las mayores atracciones en su centro histórico es el llamado triángulo gótico, un conjunto de tres majestuosas iglesias que combinan lo hermoso del arte gótico sobre cimientos románicos construidos anteriormente.
    La primera con la que Sadettin y yo nos topamos caminando desde la estación de tren fue con la Iglesia de San Lorenzo, que si bien fue construida antes de la Reforma Protestante, es usada ahora para el culto evangelista.

    Núremberg fue, de hecho, una de las primeras ciudades en aceptar el protestantismo cristiano tras las ideas de Martín Lutero, lo que no agradó a muchos de sus vecinos católicos. Pero finalmente dio el ejemplo, ya que el protestantismo acabaría expandiéndose por casi la totalidad del imperio, además de estados vecinos como Holanda, Inglaterra y los países escandinavos.
    Pronto alcanzamos el río Pegnitz, que atraviesa la ciudad de oeste a este, y en cuya orilla se yergue el antiguo hospital.

    Es difícil creer como algo tan poco regocijante, como un hospital, pudiese haber sido construido con tan exquisito gusto. Era así como Núremberg me mostraba que fue una verdadera joya del imperio.

    Al cruzar el puente arribamos al punto más icónico de la ciudad, el Hauptmarkt. Es la plaza central, antiguamente utilizada para que los mercaderes vendieran sus productos.

    Si bien la plaza poco me llamó la atención, es el ícono más reconocido de Núremberg, pues en ella se emplaza cada año el mercado navideño más grande de Alemania.
    Cualquiera hubiera maldecido no haber llegado en Navidad. La verdad es que tres años atrás los mercados navideños de Frankfurt y Heidelberg fueron mi mejor regalo de cumpleaños. Así que no tenía mucho de qué quejarme.
    Aún así, en un día normal como aquel, el Hauptmarkt tiene varias cosas por ofrecer. Y dos de ellas acaban con el triángulo gótico.
    A la derecha está la iglesia Frauenkirche, o iglesia de Nuestra Señora. Es la única del triángulo que permanece todavía como católica. Y es, sin duda, la figura más imponente de la plaza central. Una figura difícil de escapar a la vista.

    Y unos pasos más adelante, el triángulo se cierra con la iglesia de San Sebaldo, que combina sus principios románicos con lo gótico, y es considerado el templo cristiano más antiguo de Núremberg.

    Justo al costado de la iglesia, Sadettin me llevó a un pequeño y acogedor restaurante, que dice ser el más famoso para los turistas.
    Son muchos los lugares en Alemania que se presumen como la cuna de las salchichas. Y Núremberg no es la excepción. Es por ello que la taberna tradicional Bratwursthausle sirve como platillo principal las famosas bratwurst.

    Aunque más pequeñas que las otras que había probado antes, las bratwurst son un bocadillo alemán del que nunca me cansaré. Y lo mejor para coger fuerzas y continuar con un día de viaje.

    Más adelante llegamos a una pequeña plaza triangular flanqueada por casas del más puro estilo alemán. Sadettin me había platicado desde antes sobre el personaje más famoso de Núremberg, un pintor cuyo nombre en pronunciación alemana no pude reconocer. —Creo que no conozco su obra —le dije—.

    Pero la estatua en el medio de la plaza me llevó a una epifanía: Alberto Durero (Albrecht Dürer en alemán).

    —Es el hombre que hizo la primera selfie de la historia —afirmó Sadettin—. Por eso es tan conocido.
    Pero para mí, Alberto Durero es mucho más allá del pintor renacentista más destacado de Alemania. Y su obra me cautivó mucho más allá de su autorretrato (uno de los primeros de la historia).
    En una clase en la Universidad de México, analizamos el caso del “rinoceronte de Durero”.
    En 1515, un rinoceronte llegó a Lisboa desde la India como un regalo para el rey de Portugal. Es de saberse que en aquel entonces no era común poder admirar a un animal tan exótico como ese, mucho menos en Europa.
    Gracias al afán del rey Manuel I de Portugal por coleccionar fauna exótica, se organizó una pelea entre un elefante y el pobre rinoceronte, para demostrar que ambas criaturas eran “enemigos naturales”.
    Al festín acudieron cientos de espectadores, ansiosos por admirar a los paquidermos. Pero tan solo cinco minutos después, el elefante huyó asustado por la muchedumbre, y los guardias retiraron al rinoceronte de los ojos del público.
    Una carta anónima arribó a Núremberg junto con un boceto que representaba al animal. Ambos llegaron a manos de Durero, quien sin nunca haber podido presenciar con sus propios ojos un rinoceronte, realizó un dibujo a tinta y un grabado posterior.

    Si bien, el grabado de Durero no es una representación cien por ciento fiel de un rinoceronte real, me sorprendió saber cómo un artista de su talla pudo trazar tal obra de arte con tan solo un pequeño boceto y una descripción escrita.
    El grabado de Durero se tomó como una referencia real de los rinocerontes por casi tres siglos. Incluso, su grabado apareció en los libros de textos alemanes hasta 1930.
    El rinoceronte de Durero fue para mí (estudiante de Ciencias de la Comunicación) la mejor clase de la influencia de la imagen audiovisual en la sociedad. Y ahora me hallaba en Núremberg, su ciudad natal, posado frente a su hermosa casa que, sorprendentemente, permaneció intacta durante la Segunda Guerra Mundial.

    Los ojos de Sadettin quedaron estupefactos al saber que, en efecto, conocía algo sobre la obra de Durero. Y si bien poco podía asombrarme más que aquel rinoceronte, me llevó al último rincón del antiguo centro histórico.

    Subimos entonces las pendientes de piedra que llevaban hasta el Keiserburg, el castillo imperial de Núremberg.

    El casco viejo de la ciudad se encuentra todavía amurallado por una pared de piedra circular. El castillo de Núremberg es una muralla dentro de otra muralla. Y cruzarla es volver a la Edad Media alemana.
    Desde cualquiera de los puntos es posible ver una de las edificaciones más altas de la urbe: la torre del pecado que, al igual que la casa de Durero, sobrevivieron los ataques de los Aliados.

    El castillo resguarda todavía algunos de los tesoros del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, ya que en su interior acogió a personalidades tan poderosas como Carlos IV y Carlos V, en cuyo reino se dice que nunca se ponía el sol, pues unió a las coronas germánica y española, heredando territorios en Europa, Filipinas, la costa de África, las islas del Atlántico y América.

    Sadettin me contó que, algo que pocos turistas saben, es que algunos edificios del castillo sirven actualmente como albergue juvenil.

    Como todos los alcazares de Europa, el de Núremberg se sitúa en lo alto de una roca de arenisca. Y como el resto de sus hermanos, ofrece vistas increíbles de la ciudad.

    Por suerte, el sol todavía no se había ocultado, y pese a la leve neblina que cubría el aire, pude disfrutar del panorama a nuestros pies.

    Como dije al principio, Sadettin y yo nos habíamos propuesto sacar el mayor provecho de aquel día. Y todavía con algunas horas de luz solar, decidió mostrarme una cara menos agradable de la ciudad. Una a la que yo me había resistido.
    Todo lo que yo había podido disfrutar hasta entonces no es, lamentablemente, lo que viene a la cabeza de la mayoría de las personas cuando piensan en Núremberg.
    La realidad es que, gracias a su riquísima historia imperial, Núremberg fue elegida por Hitler y el Partido Nazi como sede de sus congresos. Ello dio a la metrópoli la imagen de ser la ciudad más alemana del mundo, aunque muchos de sus habitantes no simpatizaran con la ideología de los nazis.
    Haberse convertido en la capital nazi no la favoreció en nada. Pero hoy quedan todavía algunos de los vestigios que recuerdan lo que Núremberg, Alemania y todo el mundo no quisieran volver a vivir.
    Los nazis intentaron construir una réplica del coliseo romano, cuyo objetivo sería albergar los congresos del partido, con una capacidad prevista de 50,000 personas.

    A causa de la guerra, el edificio nunca fue terminado, y hoy alberga al Centro de Documentación sobre la Historia de los Congresos del Partido Nazi. El Dokucentrum muestra exposiciones sobre los orígenes del antisemitismo en Alemania, el ascenso de Hitler al poder, la persecución de judíos, comunistas, y en general, del Holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Algo que, verdaderamente, ya no me hacía falta volver a ver.
    Justo al lado del Coliseo entramos al célebre Campo Zeppelin.
    Esta gigantesca explanada, que sirvió para hacer las pruebas de vuelo de Ferdinard von Zeppelin, fue la predilecta por Hitler para celebrar sus congresos al aire libre.

    Todo el campo es una obra de arte de la propaganda y la mercadotecnia.
    En él se reunían más de medio millón de miembros del partido nacionalsocialista, cuyos congresos eran liderados por Hitler desde una tribuna construida en 1934, un año después del ascenso del líder al poder como canciller.
    La explanada fue diseñada para que Adolf saliese desde una puerta en lo alto y bajase por unas escaleras, mientras era alabado por sus fieles seguidores del Tercer Reich.

    Una vez abajo, subía a un estrado, a donde ascendía como un verdadero Dios, convirtiéndose en el líder supremo de toda Alemania y Europa.

    Sus célebres discursos en el campo, obras de dialéctica y odio creadas por sus manos derechas, fueron filmados para la película propagandística El triunfo de la voluntad, que bastante influencia ejerció en el esparcimiento del ideal nazi en la población alemana.
    El Campo Zeppelin permaneció intacto durante los bombardeos de 1945. Núremberg viviría ese mismo año los juicios más famosos de la historia del mundo, donde se condenó a los miembros del partido por todos los crímenes de guerra cometidos, así como a médicos, jueces y a todo aquel que hubiese apoyado la política sanguinaria de los nazis.
    Pararme en el mismo lugar donde Hitler difundió su odio y hambre de poder fue sin duda una sensación amarga. Pero el Campo Zeppelin es un lugar que nadie quiere dejar de ver cuando visita Núremberg, hoy convertida en un símbolo de los derechos humanos.
    Desde mucho antes sabía que visitar Alemania significaba toparse día con día con historias y lugares famosos en la segunda guerra. Es un trago amargo con el que hay que saber lidiar. Y una de las cosas que aprendí para subir mis ánimos es que la comida siempre ayuda.
    Así, Sadettin me llevó a un restaurante cerca de su casa para cenar junto con su novia.
    La elección fue un Schaüferle, un platillo típico del sur de Alemania y de la histórica región de Franconia.
    Se trata de un guiso del omóplato del cerdo, servida la carne junto con una especie de chicharrón junto, bañada en una salsa dulce. El plato iba acompañado, como muchas cosas en el sur de Alemania, de una ración de Klöße.

    Tras una buena cerveza y mi estómago a reventar (los alemanes siempre lo logran) volvimos a casa de Sadettin para descansar después de nuestra larga jornada.
    Al otro día otro couchsurfer, uno que había tenido el placer de hospedar en México, me recibiría en el vecino estado de Baden-Wurtemberg, y así diría adiós a la bella e imperial Baviera.
  15. AlexMexico
    Cumplidos apenas tres días en Baviera, en el sur de Alemania, todo me había gustado hasta entonces. La gente, la comida, la arquitectura, la historia. Pero una cosa no se había ganado todavía mi corazón: el transporte.
    Aunque Alemania sea bien conocida en el mundo por su extrema puntualidad y rigidez en el servicio, me había llevado un par de decepciones con los trenes bávaros. Solo esperaba que nada malo volviera a ocurrir.
    La tarde noche del 26 de octubre, volví temprano al apartamento de Dominik, en el centro de Múnich, para decir adiós y coger con un relativo tiempo de anticipación el tranvía hacia la estación central. Aquella noche tomaría mi autobús a Núremberg, donde otro couchsurfer, Sadettin, me hospedaría por dos noches.
    Pero justo al subir al tranvía, una voz emitió un aviso en alemán. Luego todos bajaron del vagón.
    Mi cara podía describirlo todo. Otra vez estaba consternado. —¿Por qué bajamos? —pregunté en inglés, esperando que alguien me entendiera. Ha habido un accidente y suspendieron la línea por al menos una hora —respondió un chico a mi lado.
    No debía anticiparme, pensé. Seguro que hay buses u otro transporte a la estación central. Es a donde todos se dirigen, después de todo. Pero ningún otro transporte aparecía. Solo coches particulares a toda velocidad.
    —Si tienes mucha prisa podemos pagar un taxi juntos a la estación —me dijo el mismo chico—. Yo también tengo que llegar.
    Pero sin duda, ambos éramos extranjeros. Ningún taxi aparecía en la avenida, y los pocos que transitaban no paraban con solo alzar nuestro dedo. A los taxis en Múnich hay que marcarles por teléfono o cogerlos en un estacionamiento especial. Y sin línea telefónica ni plan de datos, pedir un Uber me era imposible.
    ¿Podía caminar? Era demasiado tiempo a pie. ¿Tomar el metro? La estación más cercana estaba a un kilómetro más o menos. Y correr con mi mochila al hombro no era una opción fácil.
    Por fin apareció un bus, con el letrero “Haupbanhof” en su parte superior. Solo esperaba que pudiese llegar a la central en menos de 15 minutos, el tiempo exacto que me quedaba antes de que mi bus partiera.
    Pero en Alemania pedir a los transportistas aumentar la velocidad es inusitado. Los límites son bastante bien respetados. Y tomando en cuenta la cantidad de gente al interior, sabía que eso tomaría demasiado tiempo.
    Tras varios minutos sentado mirando encolerizado por la ventana, una mujer advirtió mi desespero y dijo: “deberías bajar aquí y tomar el metro, llegarás más rápido así a la estación central”.
    No dudé en tomar su sabio consejo y corrí a las escaleras hacia el subterráneo. Aunque el horario marcado por el tren me hacía saber que mi única esperanza es que mi bus a Núremberg hubiera sido retrasado, al menos 10 minutos.
    Llegué esperanzado a la estación central, y ningún bus aparcaba en el estacionamiento, lo cual rebullía todavía más mi respiración. —¿El Flixbus a Núremberg de las 8:30? —pregunté al guardia—. Acaba de irse hace 10 minutos —respondió. Vaya suerte la mía.
    No pude hacer nada más que acercarme a la taquilla y preguntar por la siguiente corrida, que por suerte era a las 9:45 de esa misma noche. Caminé al McDonald’s más cercano para conectarme al wi-fi, y así contarle mi triste historia a Sadettin, a quien hice saber que llegaría más tarde de lo esperado mientras las saladas y saturadas grasas de una Big Mac mitigaban mi irritación.
    Debía dejar el cólera a un lado. No podía enojarme por que hubiese habido un accidente justo ese día, a esa hora en mi camino a la estación central. Las cosas pasan. Es lo que mis viajes me han enseñado.
    Resignado, intenté dormir un poco a bordo del autobús. Llegué a Núremberg a la medianoche y me vi obligado a pagar un taxi al apartamento de Sadettin. Después de lo que había pasado, mi intención no era caminar varios kilómetros con mi mochila en mitad de la noche.
    Sadettin es uno de tantos descendientes turcos que viven hoy en Alemania. Durante los años de posguerra, el gobierno alemán incitó a la contratación de mano de obra extranjera para incentivar el crecimiento económico de la federación.
    Hoy más de 2 y medio millones de personas en Alemania provienen de Turquía, y en muchas zonas, el turco es todavía un idioma sumamente hablado.
    Por eso no me sorprendí cuando aquel chico moreno, barbón y velludo me abrió la puerta. Su primo dormía ya en el cuarto contiguo, y en silencio subí hasta la habitación donde me quedaría.
    Antes de dormir, Sadettin me explicó un poco de lo que podíamos hacer al día siguiente en Núremberg, y me preguntó si tenía algo planeado en especial.
    Le confesé que sabía muy poco de la ciudad, pero que sería genial si pudiese visitar también algún pueblo cercano.
    —¿Has oído hablar de Rothenburg? —me preguntó—. Por supuesto que sí —le dije—. Es casi el pueblo más famoso de toda Alemania.
    Rothenburg está a solo 70 km de Núremberg, ubicado en la misma región de Franconia. Para cualquiera que no lo conozca, basta mirar las fotos en Google y el cliché más representativo de Alemania vendrá a la mente. Sin duda, no quería perdérmelo.
    Sadettin revisó los horarios de tren y me dijo que era posible ir con un pase regional de un día, que costaba solo 18 euros por los dos. Y con un guía como él, no podía rechazar la oportunidad. Así que acordamos levantarnos temprano para ir directo a la estación de tren.
    Ni siquiera escuché los estruendosos ronquidos de su primo, y dormí como un querubín después de mi agitada noche en Múnich. A las siete de la mañana ambos estábamos listos para el frío exterior.
    Llegar a Rothenburg no fue nada fácil. La red de trenes era como una telaraña, y hacer los dos rápidos transbordos hubiera sido casi imposible sin la ayuda de Sadettin.
    Pero disfrutaba del paisaje matutino y de las pequeñas y rurales estaciones de tren. No muchos tienen la dicha de conocerlas finalmente.

    Llegamos a Rothenburg alrededor de las 10 de la mañana. Y a solo unos metros de la estación encontramos una de las puertas de acceso de su antigua muralla. Ahora me adentraba por fin en la Alemania de la Edad Media.

    Rothenburg nació, según los historiadores, en el año 970, cuando se construyó un antiguo castillo en las orillas del río Tauber, que circunda el centro de la ciudad.

    Desde el siglo XII la ciudad fue nombrada Ciudad imperial libre, un título que la dotaba con la posibilidad de un gobierno autónomo, cuyo único gobernador formal era el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, predecesor de la actual Alemania.

    Pero después de la Guerra de los Treinta Años, Rothenburg perdió importancia y relevancia, por lo que su desarrollo se detuvo. Y ese congelamiento en el tiempo es la razón por la hoy su centro histórico es uno de los mejores conservados de Alemania y de la Edad Media europea..

    Para fortunio de muchos, el pueblo hizo una pausa de varios siglos en el tiempo y hoy es la mejor imagen romántica de Alemania en el mundo. Aunque siendo sinceros, representa más bien a la cultura bávara y franconia, regiones históricas a las que Rothenburg ha pertenecido.

    Si las fotografías no son suficientes para transportarse, quizá la película de Disney, Pinocho, pueda ayudar, ya que sus animadores se basaron en Rothenburg para ilustrar las locaciones.

    Llegar tan temprano nos permitió a Sadettin y a mí recorrer sus calles adoquinadas plenas de tranquilidad, sin el bullicio que normalmente causan los turistas y los chinos que la visitan a diario. Rothenburg es uno de los destinos turísticos más visitados del país, y sin él prácticamente sus habitantes se irían a la bancarrota.
    Sadettin me llevó hasta la Plaza del Mercado, antigua explanada donde los comerciantes vendían los productos locales. Hoy todavía se posa allí el Ayuntamiento de la ciudad, un bello edificio renacentista con elementos góticos en su ostentosa torre.

    La calle del Rathaus hacia el oeste nos llevó directamente hacia una punta rodeada por el río Tauber, donde hace varios siglos se posaba el castillo, destruido por un terremoto.

    De la fortaleza hoy solo quedan los hermosos jardines, el Burggarten.

    Si las vistas eran de por sí magníficas, desde lo alto del viejo castillo deben haber sido exquisitas.

    Y una vez el otoño me gritaba que había sido la mejor temporada para viajar a Baviera.
    Los copos de nieve y los cielos grises pueden tener su encanto para muchos. Pero para mí, no hay nada mejor que los vívidos colores verdes y la hojarasca cayendo para pintar el lienzo perfecto.

    En aquel pacífico parque, hice la pregunta obligada a Sadettin: ¿había Rothenburg sido destruida por los aliados en la Segunda Guerra Mundial?
    Él me contaría que, de hecho, Rothenburg y la región central de Franconia habían sido una de las zonas donde le pueblo alemán mostró más apoyo al partido nazi. De hecho, Núremberg se conoce por ser el centro del nazismo, en lo cual profundizaría más tarde al volver a la ciudad.
    Cuando los aliados tomaron el tercer Reich, Rothenburg fue parcialmente destruido. Por fortuna, la mayor parte de su centro histórico quedó intacto, y la ciudad pudo reconstruirse rápidamente gracias a las donaciones de muchos civiles y de los mismos aliados.

    Dejamos el jardín y volvimos al centro histórico, serpenteando al lado de su centenaria y bien preservada muralla, que nos llevó hasta uno de los museos más famosos en el pueblo, el Criminal Museum.

    Como su nombre lo indica, el museo muestra al público la antigua forma de justicia que gobernaba la ciudad, sobre todo durante el oscurantismo medieval.

    Las formas de tortura más sádicas y la exposición pública de los delitos eran el pan de cada día para quienes decidían faltar a la palabra de Dios.

    Pero ya había visto suficiente de todo ello, en Europa y en México. Mi mezquino interés en el sadismo humano nos llevó entonces a buscar un buen café. Teníamos hambre y era hora de un merecido segundo desayuno.
    Los cafés apenas abrían ese jueves por la mañana. Y a nadie se veía todavía sentado en sus terrazas.

    Un espresso con una pieza de pan fueron más que suficientes. Después de todo, ya estaba bien acostumbrado a los desayunos franceses.

    Justo fuera de la cafetería nos topamos con la postal más conocida de Rothenburg, y una de las imágenes más famosas de Alemania.
    En la intersección entre Untere Schmiedgasse y Kobolzeller Steige se encuentra el famoso Plönlein, quizá la esquina más fotografiada de todo el país.

    Basta con teclear “Alemania”, “Germany” o “Deutschland” en Google y el Plönlein de Rothenburg aparecerá no más allá de la décima imagen.
    No hay una razón específica para ello. Debe ser simplemente la belleza de de su pintoresca fachada, o el hecho de que dos torres flanqueen al edificio central. Sea como sea, es una sensación extraña verse allí parado ante una imagen tan célebre como aquella.

    Terminamos el café y seguimos avanzando, hasta dar con la pared sur de la antigua muralla. Esta vez decidimos subir por una de sus escalinatas.

    Es posible recorrer casi todo el perímetro del centro de Rothenburg sobre su muralla de piedra. Así que Sadettin y yo no dudamos en terminar nuestro paseo por lo alto.

    Los tejados rojizos y las torres medievales son sin duda como Alemania vive en el imaginario social.
    Los clichés siempre han ayudado a los países a crear un posicionamiento de su marca en el exterior. En el caso de Alemania, las salchichas, la cerveza y Rothenburg son buena parte de ese cliché.

    Un puñado de moradas que parecen haber sido creadas por la mente de Charles Dickens y su cuento de Navidad.

    Totalmente enamorado de ese mágico pueblito, volví con Sadettin a la estación central al mediodía para retornar a Núremberg. Teníamos todavía mucho por visitar y el día era bastante joven para hacerlo.
  16. AlexMexico
    Llevaba menos de 12 horas en Alemania y ya había visitado una de sus atracciones más famosas, el castillo de Neuschwanstein. Me encontraba entonces en Füssen, a escasos metros de la frontera con Austria, desde donde había viajado aquella misma mañana.
    Por la diminuta extensión del pueblo decidí no quedarme. Esa misma noche tomaría un tren hacia Múnich, donde ya había conseguido que Dominik, de Couchsurfing, me diera alojo por algunos días.
    Hasta entonces, había viajado a Alemania ya dos veces. Una en 2013 y otra en 2014. Pero ambos fueron viajes relámpago, a Heidelberg, Frankfurt y Berlín, respectivamente. Esta vez me había propuesto tomármelo con calma, y conocer tranquilamente el sur del país.
    Füssen es, como dije, muy pequeño. Su estación de tren no tiene más de un par de salidas por día, a las ciudades más cercanas. Aunque Múnich es la capital del estado de Baviera, al que Füssen pertenece, no hay una corrida que las conecte directamente. De cualquier forma, había ya reservado mi viaje en tren hasta la capital. Haría una conexión en Augsburg y estaría en Múnich no después de las 9 p.m.
    La salida fue puntual, a las 7 p.m., como bien estaba estipulado. Podía notarse que la mayoría de los pasajeros eran turistas que se habían tomado el día para visitar el castillo, y ahora regresaban a su hotel en la gran ciudad.
    Los trenes alemanes parecían cómodos, pero nada comparado con los trenes franceses, pensé. No había conexiones eléctricas ni wi-fi a bordo. Algo poco conveniente para alguien que, como yo, no tenía línea telefónica para comunicarse en el extranjero.
    Luego de más o menos media hora, los altavoces del tren emitieron un mensaje. Un mensaje en alemán. El tren se detuvo en la siguiente estación y abrió sus puertas, como es costumbre.
    La voz de las bocinas volvió a decir algo ininteligible a mis oídos, a lo que todos comenzaron a descender del tren. Rápidamente me quité los audífonos y pregunté a la mujer del asiento de atrás qué estaba pasando. —Creo que hay que bajar —dijo. Tomé mi mochila y salí al andén.
    Acto seguido, el tren separó sus vagones. Algunos corrieron a la parte delantera antes de que sus puertas se cerraran. La parte trasera se encarriló en sentido contrario, mientras la delantera siguió su camino.
    El resto de los pasajeros, que nos quedamos parados en el andén, no supimos con exactitud lo que acababa de ocurrir. Como dije, todos éramos turistas. Todos menos un chico, el único alemán a bordo.
    —El tren a Múnich se canceló, o eso parece —exclamó—. El próximo sale a las 10:00 p.m. —Imposible —pensamos todos.
    La estación era tan pequeña como el pueblo en el que se encontraba. El grupo, de unas 45 personas, se dirigió en conjunto a la taquilla, donde cuestionaron a un policía sobre lo sucedido. El chico alemán nos explicó. Un autobús vendría a recogernos y nos llevaría hasta Múnich.
    La situación era todavía confusa. Varados en medio de un oscuro estacionamiento, no teníamos nada más que esperar.
    Luego de unos 15 minutos el autobús aparcó del otro lado de la estación. La multitud corrió y se abalanzó para coger un asiento. No podía creer que viajaríamos con cuatro personas de pie. No en Alemania.
    Las caras de enojo poco a poco se transformaron en risas, hasta que el chofer afirmó: “no llegaré hasta Múnich, los dejaré fuera de la ciudad”.
    Nadie creía la odisea que estábamos atravesando, no después de haber comprado nuestro ticket directo a la ciudad. El servicio alemán de transporte nos estaba decepcionando, y yo cada vez me preocupaba más por tener un lugar donde dormir.
    Dado a que me había quedado de ver con Dominik a las 9 p.m. en la Haupbanhof (estación central), debía informarle de alguna forma que llegaría más tarde. Pero no tenía línea telefónica.
    Pedí el celular a Lucía, una argentina con la que había hablado momentos antes. Ella vivía en Alemania y tenía un número nacional. Envié un mensaje a Dominik antes de que la batería se agotara (para ese entonces estaba en un 5%). Y vaya sorpresa que me llevé.
    Dominik apenas iba camino a Múnich. Su tren también había sido retrasado.
    Con una gran incertidumbre, el chofer nos dejó fuera de una de las estaciones del S bahn, el tren urbano que conecta a Múnich con las afueras de la ciudad. Todos juntos tomamos el próximo en pasar, en dirección a la estación central.
    Como forma de protesta por lo ocurrido, el grupo entero decidió no comprar el ticket de abordaje. El metro y los trenes urbanos en Alemania pueden ser abordados sin ticket, ya que nada impide subirse. Todo recae en la confianza de que el ciudadano adquiera el boleto. De lo contrario, solo un controlador de la empresa de transporte puede multar a la persona. Nosotros corrimos el riesgo. Nadie pensaba gastar más dinero después de lo que nos habían hecho pasar.
    Cuando la batería de Lucía estaba en el 2%, envié un último mensaje a Dominik, diciéndole que estaba a punto de llegar. —Espérame ahí —dijo. Y unos minutos después nos encontramos frente a una tienda de hamburguesas.
    Eran ya casi las 11 de la noche. —Así funciona el sistema de trenes en Alemania —me hizo saber Dominik. Yo, sinceramente, seguía sin poder creerlo.
    Tomamos el tranvía a su apartamento, mismo que compartía con un par de estudiantes. Preparó algo rápido de cenar y no demoramos en irnos a la cama. Al próximo día él iría a su universidad, mientras yo me dispuse a conocer la ciudad.
    Múnich es una de esas metrópolis que vivieron el llamado “milagro alemán”. Lo cual quiere decir que en un relativo corto tiempo se repuso de los desastres de la Segunda Guerra Mundial.
    Y aunque en 1945 Múnich era solo cenizas, hoy su centro histórico está perfectamente reconstruido, y me acogió como a la mayoría de los turistas que llegan a diario, y que convierten a la capital bávara en la ciudad con más visitantes en toda Alemania.

    Aunque los edificios fueron reconstruidos, la mayoría de la arquitectura del casco viejo de Múnich data del siglo XIX, cuando Bavaria pasó de ser un ducado a un verdadero reino, que formó parte de la Confederación Germánica y del Imperio Alemán.

    El símbolo más representativo del esplendor de Bavaria es el Nuevo Ayuntamiento.
    Ubicado en la famosa y concurrida Marienplat, que ha sido el corazón de la ciudad desde su fundación, es considerado por muchos el edificio más hermoso de todo Múnich.

    Su torre de 85 metros de altura se asomó rápidamente entre las callejuelas peatonales que me condujeron a sus pies para admirar la belleza de su estilo neogótico imaginado y diseñado por Georg von Hauberrisser, uno de los mejores arquitectos alemanes exponentes del romanticismo.

    Sea desde la Marienplatz o desde su patio interior, el Ayuntamiento se ha ganado su lugar con creces.

    A pocos pasos me encontré con su hermano, menos querido y admirado, el Viejo Ayuntamiento, un edificio que fue rediseñado en varias ocasiones y que albergaba antiguamente la sede del gobierno municipal.

    Guiado por Google Maps y sus recomendaciones (a las que había echado un vistazo antes de salir de casa) me dirigí al Viktualienmarkt, una famosa plaza al aire libre que ha albergado al mercado local por varios siglos.

    Si bien antes se reservaba a la venta de frutas, carnes, flores, especias y productos de granja, hoy es también un sitio turístico donde pueden encontrarse platillos típicos bávaros. Por supuesto, fue el mejor momento y lugar para comer otro bratwurst, la tradicional salchicha alemana que tanto se había ganado mi corazón.
    Pasado el mediodía caminé hacia el norte del casco viejo para alcanzar la Max-Joseph Platz, que está flanqueada por dos joyas de Baviera: el Teatro Nacional, que alberga a la Ópera estatal, y el Palacio Real de Múnich, antigua residencia de los reyes bávaros.

    Este último se trata del palacio urbano más grande de Alemania. Y después de haber visitado el día anterior el castillo de verano de los reyes de Baviera en Füssen, necesitaba ver ahora su residencia por dentro.
    No es necesario decir que el palacio entero fue bombardeado y reducido a escombros durante la Segunda Guerra Mundial. Pero gracias a los fondos del Plan Marshall, pudo alzarse nuevamente para acercarnos a lo que fue la casa real de los Wittelsbach.

    El salón más prominente y ostentoso es sin duda el antiquarium, la sala de antigüedades de los duques y los reyes.

    A los costados de esta bóveda de cañón se resguardan hasta hoy algunos tesoros de la familia real, provenientes de todos los rincones del mundo y adquiridos durante los siglos de su mandato en el sur de la actual Alemania.

    El antiquarium sirve hoy también como salón para algunos eventos diplomáticos, como el que estaba a punto de llevarse a cabo justo cuando yo lo fotografiaba.
    Otro de los cuartos más bellos que me topé es la Galería Ancestral, un magnífico salón ornamental con madera tallada y detalles dorados donde se exhiben los retratos de la familia Wittlesbach, que gobernó Baviera por siglos, y de donde nacieron dos de los grandes emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico: Luis IV y Carlos VII.

    Una de las cosas que típicamente se encuentran en todos los palacios de Europa son las colecciones de reliquias que los grandes reyes resguardaban con recelo, como una muestra de su poder.
    Figuras de porcelana, vajilla china, telas de seda. Todos los artículos y artesanías más preciados en aquel entonces y hasta ahora.

    Una de las últimas salas para los visitantes es la Galería Verde, que gana su nombre por el matiz de sus paredes, que se adornan por espejos alternados con más retratos de los Wittlesbach.

    Como toda residencia real europea, el Palacio de Múnich cuenta en su ala norte con una pequeña pero significativa extensión de áreas verdes. Los jardines imperiales, que abiertos al público, me regalaron la vívida hojarasca con la que, regocijado, suelo hacer el fondo perfecto para mis fotografías de viaje.

    En medio del otoñal prado, bajo la cúpula de un kiosko, un peculiar sonido me llamó hasta él.

    La voz de una cantante de ópera desde un amplificador de sonido me hacía pensar que alguien transmitía el concierto del Teatro Nacional desde el jardín. Pero para mi sorpresa, era una chica, común y corriente que resultaba ser una soprano. Ella cantaba para el público a cambio de un par de monedas.

    Los discos en el suelo dejaban ver que comenzaba apenas su camino como cantante. Pero dijo ser una estudiante universitaria que necesitaba el dinero para seguir su carrera.
    Fuese lo que fuese, su interpretación nos cautivó a la mayoría. Y habiendo escuchado ópera al aire libre en Múnich, me sentí satisfecho de terminar mi día y volví a casa para cenar con Dominik. Un exquisito risotto.
    Couchsurfing no dejaba nunca de sorprenderme con la calidad de seres humanos que gracias a la red social había conocido. Y Dominik fue otro de esos casos.
    Hace algunos años perdió a su hermana gemela, ante lo cual no quise entrar en detalles. Se había mudado a Múnich y empezado a repartir comida en bicicleta para ayudar a sus padres con los gastos de la universidad.
    Ahora, además de alojar extraños para ayudarlos en su travesía por Alemania (como a mí), ayudaba también en un centro de refugiados, situación en la que muchos países de Europa se vieron inmersos a partir de la guerra en Siria.
    Aunque era mi intención acudir en su ayuda, había que estar registrado en los centros de refugio para poder ingresar. Así que Dominik me alcanzaría en el centro de la ciudad más tarde aquella noche, mientras yo me reuniría con una vieja amiga de la escuela.
    Lo mejor de los viajes es que nunca puede uno predecir lo que sucederá. Y mi reencuentro con Yolanda fue uno de esos imprevistos.
    Ella y yo nos conocimos a los 12 años en la escuela secundaria. Y ahora, muy lejos de México, estudiaba alemán en Múnich, donde pretende quedarse a vivir.
    Así que a mi paso por la ciudad no dudé en contactarla para bebernos una cerveza. Dicho y hecho, Yolanda me llevó a la cervecería más típica y famosa de Múnich: la Hofbräuhaus.
    Sus orígenes son tan lejanos como el año de 1589, cuando el Duque Guillermo V la creó como el proveedor oficial de Weissbier (cerveza típica de Baviera) de la familia real. Hoy es la cervecería más visitada de casi toda Alemania, con más de 35 000 clientes al día. Y entre ellos estuve yo.
    No hace falta decir que los tarros de cerveza en Alemania son enormes. Con un litro es como se suele empezar. Pero Yolanda me lo advirtió. —La cerveza aquí es muy fuerte, con una basta —me dijo. Y tenía razón. No quiero imaginar cómo son las cosas en el Oktoberfest.

    Dominik se nos unió con otro tarro y un pretzel, que es necesario si no queremos que la cerveza se nos suba muy pronto a la cabeza.
    Aunque era martes, el bar estaba lleno y el grupo de música folklórica bávara no dejaba de tocar.

    Un grupo de alemanes con su Lederhosen (pantalones de cuero cortos), típicos de Baviera, me hicieron entonces sentir que estaba de vuelta en Alemania. Y por los próximos días me enamoraría más y más de aquel país.

    Al siguiente día el cielo amaneció algo nublado, pero nada por lo cual asustarse. Dominik me dio algunas indicaciones para llegar caminando al complejo del Parque Olímpico, que data de 1972, cuando la ciudad albergó los Juegos Olímpicos de Verano.

    Es de agradecerse que Múnich no haya dejado morir la infraestructura en la que se invirtieron millones de marcos (antigua moneda alemana) y que ayudó a la urbe y al resto de la República Federal Alemana a crecer durante la Guerra Fría.
    Muchos estadios durante la historia han quedado en el abandono después de su auge en los Juegos Olímpicos. No es el caso de Múnich.

    Es común ver gente corriendo por los senderos del campo. Haciendo picnics, paseando a sus perros, andando en bicicleta o, incluso, volando sus drones.

    El Olympiapark es una de esas áreas verdes que desearía que todas las ciudades del mundo tuvieran. Un lago, cuerpos boscosos y pistas de atletismo no deberían faltar en ningún lugar.
    Y combinado con los modernos monumentos que la Alemania de los 70s erigió para ello, son sin duda un hermoso paisaje que contrasta con la historia de la ciudad.

    Detrás de la icónica antena de televisión que enmarca otra de las postales de Múnich, se encuentra uno de los mayores y modernos atractivos: el Museo BMW.

    Alemania se ha ganado su lugar en el imaginario mundial gracias a muchas cosas: la cerveza, el chocolate, las salchichas, el fútbol… y los coches.
    La industria automovilística creció rápidamente en el mundo en el siglo XX. Y Alemania no se quedó atrás al competir con sus países rivales, Japón, Estados Unidos, Italia, Francia, Suecia…
    Son varias las marcas alemanas posicionadas en el mercado de automóviles. Volkswagen es quizá la mejor. Pero no podemos dejar atrás a la BMW.
    La Bayerische Motoren Werke (fábricas bávaras de motores) empezó como un fabricante de motores para aviones, que se las vio negras tras terminada la Primera Guerra Mundial, cuando le fue prohibido a Alemania fabricar motores durante cinco años.
    Pero la empresa se revolucionó, y se incorporó en la industria del transporte terrestre. Hoy se presume a sí misma como una de las mejores compañías de automóviles del planeta. Y sus edificios lo dicen todo.

    La torre BMW y su complejo anexo, que incluye un centro de visitantes y el museo, expide la modernidad al aire.
    Su arquitectura es exquisita. Pero si algo se lleva el premio es la excelente mercadotecnia de la marca.
    Desde que llegué, letreros en todos los idiomas dan la bienvenida al centro de visitantes. No importa de dónde vengas, la BMW te hace sentir como en casa.

    El interior parecía simular una nave en movimiento que me hizo sentir a bordo de un gigantesco vehículo.

    No hace falta hablar de los coches. Los modelos más lujosos y detallados se exponen en primera fila para el deleite de los transeúntes. BMW no hace ninguna venta directa. Pero todo a su alrededor te hace querer comprar.

    Slogans, colores, imágenes high-tech, texturas metálicas, aparatos interactivos. Todo lo necesario para hacernos tener hambre de manejar.

    La BMW ha pensado en todo. Hasta en los niños. Finalmente, los coches son para el mundo entero. Cualquier puede manejar.

    Cada rincón del centro de visitantes me invitaba a acercarme y palpar de cerca la mejor publicidad física de la que había sido testigo. Un lugar del que no quería salir.

    BMW me dio un acercamiento a algo en lo que usualmente no me intereso: los coches. Y fue el mejor preámbulo para lo que días más tarde vería en Stuttgart, donde otra compañía automovilística me transportaría a todas partes del mundo.

    Aquella tarde volví al apartamento de Dominik, quien me hizo una muy buena oferta: dar un paseo en bicicleta por la ciudad.
    Dominik me llevó primero a la tienda oficial del Bayern Múnich, quizá el equipo alemán de fútbol más conocido en el mundo.
    Si bien es escaso mi interés en el fútbol, no podía irme de la ciudad sin llevar un recuerdo del equipo a mi hermano y mi padre. La mercadotecnia del fútbol es equiparable a la de los coches: no se puede escapar de ella.
    Terminamos el recorrido a orillas del río Isar, con las torres de la catedral en el fondo del paisaje.

    Múnich es una ciudad enorme, y me había regalado de todo un poco: historia, palacios, cerveza, salchichas, autos y fútbol. Ahora era tiempo de saltar a un lugar un poco menos ostentoso, pero muy alemán, finalmente.
  17. AlexMexico
    Las brisas de octubre volvían a hacer de las mañanas en Innsbruck un frío amanecer. Y la capital de Tirol no era el mejor lugar para colocar una terminal de autobuses al aire libre, sin paredes ni techos que me refugiaran de las heladas.
    Pero mi viaje por el centro de Europa, alrededor de los Alpes, era posible en mucha parte gracias a los autobuses de bajo costo. Así que pocas opciones tenía además de estar parado allí, a las 7 de la mañana en medio de las montañas austriacas.
    Por suerte, aquel día nuestro Flixbus no tuvo ningún retraso, y pocos minutos esperamos para poder entrar con desespero a gozar de su calefacción.
    Éramos pocos los pasajeros a bordo en esa primera corrida. El frío y el sueño inmediatamente se esfumaron, cuando el sol comenzó a encalar los paisajes alpinos junto a las ventanas del autobús. Escenas registradas ahora solo en mi mente. Olvidar la cámara en el portaequipaje no fue una buena decisión.
    El callejón bajo la cordillera Karwendel, la cadena más grande de los Alpes del Norte, nos llevó hasta la frontera de Austria con Alemania, abriéndonos las puertas al Estado Federado de Baviera, el territorio más austral de Alemania.
    La mayoría de las personas en ese autobús viajarían directamente hasta Múnich, capital bávara y una de las principales ciudades del país. Pero yo podía esperar para verla. Primero tenía una escala por hacer, una que había esperado tres largos años.
    Cuando el autobús llegó a Füssen, solo dos chicos y yo descendimos de él. La pareja australiana, Tom y Penny, caminaron hacia el mismo rumbo, mientras el pueblo apenas despertaba aquella mañana de lunes.

    A simple vista, Füssen parecía un pueblo perdido de Dios al que poca gente le prestaría importancia. Y a diferencia de mí, Tom y Penny pasarían una noche en él.

    —Vamos a nuestro hotel a dejar las maletas —dijeron—. ¿Te acompañamos al tuyo? La ciudad es muy pequeña. —No —respondí—. Yo tomo un tren hoy por la noche.
    Se ofrecieron entonces a llevarme a su hotel y dejarme guardar mi mochila allí. Liberarme de esa carga por todo un día y sin cobrar ni un euro era de agradecerse.
    A pesar de todo, no era nada raro ver a tres mochileros caminando por las calles de Füssen un lunes temprano. Los Alpes bávaros al sur de la ciudad resguardan, de hecho, uno de los atractivos turísticos más visitados de Alemania: el castillo de Neuschwanstein.
    Un nombre difícil de aprender para muchos. A mí me costó algunos meses poder pronunciarlo. Pero desde que supe que Walt Disney se había inspirado en un alcázar perdido en la frontera austriaca-alemana para construir el castillo de la Bella Durmiente, sabía que era un lugar al que debía viajar mientras estuviera en Europa. Y ya que mi anterior viaje no me había dado el tiempo y dinero para hacerlo, esta era la ocasión perfecta.
    Neuschwanstein (pronunciado “noish-van-stain”) es solo uno de los tantos castillos que todavía sobreviven de los antiguos reinos alemanes. Pero ninguno le gana el título del monumento más fotografiado del país, con más de 1.4 millones de visitantes por año, lo que lo hace uno de los más famosos en toda Europa.
    Tras dejar nuestras mochilas en el hotel, Penny no podía esperar para llegar a las taquillas del castillo. Ninguno de los tres habíamos reservado un boleto y temíamos que nos pudiésemos quedar sin entrar.
    El castillo se encuentra justo al pie de un desfiladero, junto a la cordillera alpina. Lo cual quiere decir que no está precisamente al lado de Füssen, sino a poco más de tres kilómetros desde el centro del pueblo.
    Caminar junto a la carretera es posible. Pero el transporte público es barato y viaja con cierta frecuencia. No obstante, Penny no quería esperar. Así que tomamos un taxi que, por unos diez euros, nos llevó hasta el siguiente pueblo, Hohenschwangau.
    Aquel diminuto pueblo resulta ser el lugar que la familia real de Baviera alguna vez utilizó como sitio de recreo y caza, siendo su residencia principal el palacio de Múnich.
    Mientras en la Edad Media la zona no tenía más que un par de torrejones de defensa, el rey Maximiliano II de Baviera decidió construir en medio del portentoso paisaje el hermoso castillo de Hohenschwangau, un castillo estilo medieval hecho en pleno siglo XIX.

    Este palacio sirvió como residencia de recreo a la familia real a partir de 1837. En él, Maximiliano, su esposa María de Prusia, y sus dos hijos, Luis y Otón de Wittelsbach, pasaron varios veranos juntos, deleitándose junto al lago y los Alpes bávaros.

    Luis de Wittelsbach, heredero al trono de Baviera, vivió buena parte de su juventud en esta alejada área del antiguo reino. Y las ruinas de las fortalezas medievales que se alzaban en el peñasco frente al castillo siempre le causaron una enorme curiosidad. Era allí donde, a la muerte de su padre, se prometería levantar uno de los más majestuosos castillos del mundo.
    Hohenschwangau dejaba en claro que aquel perdido lugar era uno de los más turísticos de Alemania. Si bien en Füssen no vimos mucho movimiento, Hohenschwangau estaba repleto de gente. De verdad, repleto.
    Honestamente, Hohenschwangau vive hoy del turismo que ambos castillos le generan. Cada edificio, casa y construcción está destinado a ellos. Como tienda, restaurante, hotel, cafetería…
    El taxi nos dejó en la entrada de la oficina de turismo, donde la fila no tardó en avanzar y pudimos comprar nuestros boletos para entrar a las 12 p.m.
    Tal cantidad de turistas debía no ser una muy buena señal. Y el boleto especificaba algo que no me esperé de Neuschwanstein: solo pueden visitarse ciertas partes del castillo. Y solo se puede entrar como parte de una visita guiada.
    Los grupos de visita guiada son la cosa que más detesto del turismo. Ser parte de un rebaño, cuyo pastor se dice a explicar lo que quiere y como su horario lo quiera, no es para mí. Pero no tenía opción. Era eso o no entrar.
    Las visitas guiadas se ofrecen en varios idiomas. Pero los horarios más frecuentes son el alemán y el inglés. Por supuesto, acepté el inglés.
    Desde la oficina de turismo comienza un sendero peatonal por el que se puede subir a la cima del peñasco, donde se yergue el castillo. Pero un día antes había caminado más de 10 km por las montañas de Innsbruck. Y al parecer Penny no se sentía con ánimos de subir un desfiladero. Así que optamos por pagar el bus. Un bus para ancianos, discapacitados y perezosos.
    Compramos un bocadillo y cogimos el siguiente bus, que en menos de cuatro minutos nos dejó en medio del boscoso sendero. Desde allí, podía visualizarse ya la grandeza del Neuschwanstein.

    Pero el letrero señalaba una dirección contraria. Entre dos paredes de piedra que abrían un callejón natural.
    El puente Marienbrücke une los dos desfiladeros, que dejan entre sí un colorido abismo por el que cae una cascada de ensueño, misma que el rey Luis II podía ver desde su afanado castillo residencial.

    Tom tenía miedo a las alturas. —Yo también —le confesé—. Pero estas vistas son algo que no podemos permitirnos dejar pasar. Y vaya que tenía razón.
    Del lado contrario a la cascada, el castillo se desnudó en toda su plenitud. Las decenas de chinos en el puente no dejaban de tomar selfies, imposibilitando el movimiento y las tomas del resto de las personas. Pero valía la pena esperar.

    Y aguardar por una foto perfecta conmigo en el cuadro podía parecer lo más importante. Pero no lo era. El solo hecho de estar ahí parado, con las llanuras bávaras y su más exquisita obra arquitectónica llenaba un hueco que mi país natal jamás podría llenar. Un verdadero castillo de hadas.

    La primera vez que oí hablar de Neuschwanstein yo estaba viviendo en España. Pero mis únicas y cortas vacaciones de invierno no me parecieron el mejor momento para ir.
    Pero esperar tres años para ver al castillo rodeado de semejantes colores fue una excelente decisión, me atrevería a decir. Mis vacaciones de otoño en Francia me dijeron “ve, es el momento”. Y definitivamente lo era.

    Si bien las postales del castillo nevado traen a la mente una Navidad de cuento, el follaje de octubre en los Alpes bávaros fueron el mejor lienzo para decorar a Neuschwanstein. Al menos lo fue para mí.

    Luego de varios intentos por tomar una foto donde no saliera un chino, volvimos al sendero y caminamos hacia el castillo.

    La entrada principal estaba en mantenimiento. Pero nada que pudiésemos perdernos. Solo la recepción y los baños. Más adelante llegamos al patio superior, la explanada principal del palacio desde donde se admira la torre cuadrada. Es justo donde todos debimos esperar nuestro turno para entrar.

    El castillo de Neuschwanstein se diferencia por muchas cosas del resto de los castillos en Europa.
    La función principal de un castillo era resguardar de forma segura a la realeza, fungiendo como una verdadera fortaleza además de residencia. El castillo de Neuschwanstein nunca fue pensado como una construcción de defensa. La totalidad de sus edificios se planeó y erigió con el diseño y la belleza como elementos principales. Neuschwanstein fue pensado siempre como una residencia.

    La mayoría de los castillos que aún siguen en pie en el viejo continente han sido modificados con el tiempo, remodelando su diseño y agregando elementos contemporáneos a cada época. Neuschwanstein fue construido de principio a fin, de una sola vez. Los trabajos de restauración nunca modificaron su diseño original.
    Pero la construcción de este tipo de castillos fue de hecho normal durante el siglo XIX, cuando el romanticismo dominaba la Europa Central.
    Neuschwanstein fue descrito por el rey Luis II como el castillo ideal para el caballero medieval. Su visión romántica de la Edad Media inspiró el diseño exterior e interior del complejo, así como las sagas musicales de Richard Wagner, de quien se consideraba fan.
    Su construcción inició en 1868, cuando el joven rey ya tenía acceso casi ilimitado a los recursos económicos del reino. Sus caprichos y demandas subieron de la misma forma que el presupuesto inicial, por lo que la finalización del proyecto se retrasó repetidamente.
    Luis II nunca pudo llegar a ver el castillo terminado, pero pudo vivir en él por al menos 172 días, antes de su misteriosa muerte en el lago Starnberg.
    Justo al mediodía llegó nuestro turno de entrar. Ahora podríamos deleitarnos con lo que Luis II nunca pudo admirar,
    El guía era un calvo y gordo hombre alemán, de una edad algo avanzada. Como es costumbre, nos dieron audífonos y un radio para escuchar más atentamente la explicación del hombre. Pero, vaya. Su acento era terrible.
    —¿Entiendes algo? —me preguntó Penny—. Sí tú no entiendes, menos yo —repliqué—.
    Seguimos a aquel ininteligible guía con un grupo de unas veinte personas, con las que me moví bajo los lujosos techos del castillo, del que me prohibían tomar fotografías. Aún así, me las arreglé para tomar algunas.

    El palacio tiene en total unas 200 habitaciones, pocas de ellas abiertas al público. Entre todas destacan la Sala de tronos y la Sala de los cantores.

    El cisne es el símbolo del castillo, y está presente en muchas de sus salas. Neuschwanstein significa "nuevo cisne de piedra".
    Las paredes de los cuartos y pasillos están decorados con frescos que parecen sacados de un cuento de hadas. Pinturas que inmortalizan las sagas de los caballeros que lucharon por los reinos medievales del Imperio Germánico.

    Entre todos, uno llamó especialmente mi atención. Y no porque fuese el más hermoso que hubiera visto, sino porque parecía más haber sido pintado para La Bella Durmiente que para el verdadero rey de Baviera,

    El castillo de Neuschwanstein se destaca también por ser el primero que incorporó los avances tecnológicos de la era industrial. Poseía una red eléctrica, un sistema de agua corriente, un sistema de campanas operadas con baterías y servicio telefónico. Una verdadera maravilla moderna.
    Si bien el castillo es considerado romántico, su arquitectura exterior e interior incorpora elementos de todas las épocas europeas, desde el románico y gótico hasta el moderno y bizantino.
    Se planeó incluso una sala árabe para el rey, que sin embargo nunca fue concebida, así como una fuente y un jacuzzi exterior.
    La visita duró poco más de media hora. Sinceramente fue un poco desconsoladora. Entre tantos turistas y al lado de un alemán al que poco se le entendía el inglés.
    Pero el escaso número de salas que nos permitieron visitar fue suficiente para darnos por bien servidos. Además, desde los balcones y corredores norte del castillo tuvimos vistas impresionantes de sus alrededores.

    No cabía duda del porqué los reyes habían elegido este remota zona del sur bávaro para pasar sus veranos en familia. Y no dudaba del porqué Luis II había enloquecido tanto con la construcción de dicho monumento.

    El castillo de Neuschwanstein fue nominada como una de las siete maravillas del mundo moderno, pero obtuvo el octavo lugar. Aun así, muy bien merecido.

    Abandonamos el majestuoso palacio y decidimos descender la colina a pie. Era inevitable voltear a ver cómo se asomaba entre el vivaz naranja de las copas de los árboles, y cómo nos decía adiós, dándonos la bienvenida a Alemania.

    Comimos una ensalada en un restaurante local y cogimos el bus de vuelta a Füssen. Busqué mi mochila en el hotel y me despedí de los australianos, que necesitaban desesperadamente una siesta.
    Ya que yo no podía darme ese lujo, caminé un rato por el pueblo y fotografié algunos de sus rincones.

    La tarde había traído la vida de vuelta a Füssen, y sus corredores se llenaron de turistas y locales.

    Bajo los árboles de otoño y vigilado por los Alpes, me senté a esperar la hora de mi tren. Neuschwanstein había sido mi puerta de entrada hacia Bavaria, y ahora su capital me esperaba con mucha cerveza.
  18. AlexMexico
    La ansiedad por los precios baratos en los vuelos lowcost dentro de Europa me había traído hasta el occidente de Alemania al lado de Jacob, quien fuera mi compañero de piso en España y ahora mi colega de viaje.
    Si bien cinco días podía parecer muy poco para una región tan grande, después de haber visitado la pequeña ciudad de Heidelberg estábamos listos para continuar con nuestro objetivo inicial, conocer la ciudad de Frankfurt, a donde habíamos viajado desde Galicia por solo 16 euros.  
    A 100 km al sur tomamos el autobús en la estación central de Heidelberg, en una fría y nublada noche. Sabíamos que había valido mucho la pena desviarnos un poco para sumergirnos en aquella pequeña villa alemana que nos mostró parte de su historia medieval y una navidad de cuento. Pero el tiempo corre rápido y no podíamos dejar pasar la gran metrópoli germánica.
    Eran principios de diciembre, apenas otoño, pero el horario de invierno dejaba notar el oscuro y frío ambiente del norte de Europa, donde a las 17 horas el sol se había esfumado por completo.
    Alrededor de las 7 pm llegamos a la central de autobuses, no muy lejos del centro financiero de Frankfurt. Era allí donde debíamos esperar a Alex, el couchsurfer que nos hospedaría por las siguientes cuatro noches. Y justo frente al enorme símbolo del euro, que marca la entrada a la torre del Banco Central Europeo, apareció él. Después de un trabajo de oficina, como si fuera un trabajo cualquiera. Un trabajo como traductor en el banco que controla toda la eurozona y las divisas internacionales.

    Alex se comportó de forma muy afable desde nuestro arribo. Camino a casa comenzamos a platicar y conocer un poco más de nosotros, algo imprescindible para todos los que busquen hacer Couchsurfing.
    Londinense de nacimiento, judío de familia; una de muchas que había huido en la Segunda Guerra Mundial. Hablaba un español perfecto, con un notable acento de España, además de francés, griego y tailandés, sin mencionar su inglés británico. Había trabajado trece años para el Banco Central Europeo y había hecho de Frankfurt su residencia actual, aunque constantemente viajaba a Tailandia para dar clases de inglés.
    Una historia mucho más larga de la que Jacob o yo podíamos contar.   Y si bien no era alemán, ni Alemania era su país favorito, gracias a él conoceríamos lo mejor de la ciudad, empezando por su adorable apartamento.
    Un moderno edificio a orillas del río Main, que cruza la ciudad de este a oeste, alojaba su apartamento de unos 60 metros cuadrados. Piso de madera perfectamente barnizado, suaves alfombras sobre las que estaba prohibido caminar con zapatos. Dos cuartos luminosos con camas y cobertores calientes, un baño amplio; una cocina completa en acero inoxidable con vajilla nueva y una isla para preparar la comida. Y una sala comedor enorme con vista a la rivera del río y los edificios de la ciudad.

    Aquello era mucho más de lo que Jacob y yo habíamos esperado. Y como muestra de agradecimiento hicimos la cena para tres: un buen estofado de pollo como solíamos hacer en casa.

    Para la siguiente mañana Alex nos dejaría las llaves de su casa, pues normalmente regresaría tarde de la oficina. Mientras tanto Jacob y yo recorreríamos la fría ciudad de Frankfurt.

    Una espesa niebla cubría casi todo el horizonte. Aunque se acercaba el mediodía, el clima era verdaderamente helado. Unos cero grados y un viento proveniente del río que calaba los huesos hasta lo más profundo. Para dos chicos de la costa del Golfo de México que nunca habían visto la nieve eso era demasiado.

    Me sorprendía ver, incluso, cómo la gente corría para hacer sus ejercicios matutinos, sin importar las bajas temperaturas y la constante neblina que opacaba la vista. Pero a todo se acostumbra uno, supongo.   
    Frankfurt es una ciudad antigua que existe, incluso, desde antes de que los romanos se apoderaran de estas tierras. Personajes como Carlomagno vivieron aquí por mucho tiempo.
    Sin embargo, sería el Sacro Imperio Romano Germánico quien le daría por varios siglos su identidad como futura ciudad del Imperio Alemán.
    Pero esto es algo que no se sabe a simple vista. Caminar por Frankfurt no tiene nada parecido a caminar por una villa medieval o a través de castillos imperiales o renacentistas. Caminar por Frankfurt es nadar entre los ríos de acero de la capital financiera de una Alemania ultramoderna.
    Y todo ello tiene una lógica explicación: la Segunda Guerra Mundial.
    Lamentablemente hablar de Alemania a comienzos del siglo XXI es hablar de un país que hasta hace 25 años estaba divido por las potencias mundiales a causa de la guerra más mortífera que haya vivido el planeta.
    Muchas de las grandes ciudades alemanas fueron destruidas por los bombarderos aliados hacia 1944 y 1945. Entre ellas Frankfurt.
    Aunque los vestigios originales y el patrimonio arquitectónico se perdieron casi por completo, con los años se logró reconstruir algunas de las principales estructuras simbólicas de la ciudad.
    Una de las que se logró mantener en pie fue la Iglesia de San Pablo, lugar donde nació el primer parlamento alemán libremente elegido, tras la diseminación del Sacro Imperio Romano.

    Todo esto pudimos aprenderlo en el Museo de Historia de Frankfurt, que con entrada gratuita por ser residentes europeos nos mostró un lado que no conocíamos de la gran metrópoli.
    En su interior, una antigua maqueta es el único recuerdo de cómo lucía la ciudad antes de su destrucción.

    Tras sumergirnos un poco en su historia, seguimos caminando por las calles del centro, para disfrutar una vez más de lo que más nos había enamorado de Alemania: el mercado navideño.

    Como toda buena ciudad alemana, el mercado navideño de diciembre no podía faltar en una urbe como Frankfurt. Heidelberg nos había enseñado un mercado un tanto menos turístico y mucho más tradicional. Ahora tocaba el turno de un mercado más grande, caro y ostentoso.
    La plaza central de Frankfurt alojaba a este encantador laberinto de pasillos de ensueño, la llamada Plaza Römer.

    Se trata de un grupo de viviendas de puro y típico estilo arquitectónico alemán que fueron bombardeadas por los ingleses en la guerra.

    Desde los años ochenta se reconstruyó hasta en el más mínimo detalle el conjunto entero de casas, que hoy dan una idea bastante real de cómo lucía la ciudad antes de los años 40s.

    Las ventanas altas, los barrotes de madera en colores ocre, los tejados en “V”, las puntas góticas y las fachadas cuadradas como pixeles digitales. Era una forma de imaginarse a un pueblo alemán; pero definitivamente no a Frankfurt.
    Y entre aquellas bellas fachadas nos encontramos nuevamente con una navidad adelantada.

    Puestos llenos de chocolates, caramelos, café, té, bombones, galletas, pretzels, bizcochos y todo lo necesario para transportarse a un pequeño cuento en una alejada villa nevada del polo norte.

    Las risas de los pequeños, todos bien abrigados por sus madres, se escuchaban una y otra vez a cada vuelta del carrusel y de los juegos mecánicos que los divertían entre la multitud.
    Esta vez cada figurilla de colección y cada bocadillo en las vitrinas costaban algunos céntimos más que en Heidelberg. Algo normal si pensamos en la proporción de turistas que visitan ambas ciudades.

    Pero no nos importaba. Y si bien ya habíamos probado muchas cosas en Heidelberg, no podíamos resistirnos a aquel platillo que nos enamoró: las salchichas bratwurst.
    Como dije anteriormente, son un tipo de salchichas a la parrilla con unos centímetros más de longitud que las que conocemos normalmente (al menos en países como México). Y como es costumbre, servidas en un pan de bolillo con cebolla asada.

    Mirar atentamente al montón de salchichas y embutidos sobre la parrilla circular que da vueltas sobre la lumbre de leña era realmente reconfortante. Y no solamente por lo apetitoso de su olor para todos los carnívoros, sino también por el calor que emanaba del centro y que compensaba la helada temperatura de nuestros cuerpos expuestos al extremo clima de Frankfurt.
    Tras nuestro obligado bocadillo alemán caminamos un poco más al norte, hasta la famosa calle Zeil, andador peatonal famoso por ser un enorme corredor comercial.
    Aunque no deseábamos comprar nada en especial, la calle guarda un bonito secreto en los edificios que lo rodean, especialmente en el centro comercial MyZeil.
    En el último piso hay una terraza abierta al público, donde también se puede tomar un café y comer algún entremés. Y es desde allí donde se tiene una de las mejores vistas del skyline de Frankfurt, uno de los más grandes y modernos de Europa.

    Frankfurt es bien conocida por ser el principal centro financiero de Alemania. Es sede de múltiples empresas trasnacionales, de uno de los aeropuertos con mayor tráfico del mundo, y ni se diga del Banco Central Europeo, desde donde se controla buena parte del movimiento de divisas mundial.
    Frankfurt es la viva muestra del llamado milagro económico alemán, que logró resucitar a una Alemania destruida por dos guerras mundiales en el mismo siglo.
    A pesar de su destrucción, la ciudad se levantó. Y como parte de la República Federal Alemana, de la que casi fue capital, supo poner en pie la economía de un país dividido por más de 30 años por un simbólico muro hecho por las potencias mundiales que hoy son sus amigas.

    Aquella selva de metal representaba a mis ojos, no solo una capital macroeconómica de Europa, sino el poder de un pueblo reminiscente que supo dejar el pasado atrás.
    Es seguro decir que al caminar por las calles de Frankfurt Jacob y yo no podíamos entender ni una sola palabra de lo que escuchábamos,   aunque Jacob había tomado ya algunas clases de alemán.
    Pero aunque el idioma nos era ajeno, la calidez del pueblo nos hizo sentir verdaderamente como en casa.  

    Quizá fue el espíritu navideño, quizá fue el calor humano en la multitud. Quizá fue que todos estaban de buen humor o que todos querían que consumiéramos algo. Pero los alemanes resultaron ser todo lo contrario a lo que me habían hecho creer en casa: que eran fríos, serios y no les gustaba el contacto humano (una imagen, quizá, proveniente de los nazis).
    El cielo gris y las estructuras de metal que denotaban una frialdad extrema en el paisaje nos hacían regocijarnos entre una multitud tan afable y hospitalaria, de la que no queríamos apartarnos.

    Hacia las 4 de la tarde caminamos de vuelta al río, perdiéndonos entre la altura de los edificios del centro financiero.

    Al volver a la calle Zeil, el cielo cambió en cuestión de unos pocos minutos.
    De un momento a otro las nubes parecieron alejarse, mientras el sol seguía sin aparecer frente a nosotros. Pero su ausencia era poco notable al pintar la ciudad con un hermoso atardecer.

    Las esferas en el medio del paseo peatonal contrastaban la viveza con la que el cielo se tornaba. Y esa misma calle nos llevó hasta el incomparable Teatro de la Ópera.

    Una joya arquitectónica neoclásica que denota los mejores momentos del arte alemán se iluminó de repente con un rosado intenso, mientras las luces del alumbrado público comenzaban a encenderse.

    Los faroles a sus pies parecían candelabros que invitaban a una cena romántica en la plaza, frente a un espectacular paisaje.

    Una fuente de luces azules bailando al compás del ocaso e iluminando el centro de un cielo que se ocultaba poco a poco tras los modernos edificios.

    Filas de árboles escasos de follaje que parecían pedir a gritos los copos de nieve, que poco les faltaba para caer sobre toda la ciudad.

    Cada pincelada rosa y naranja que hacía parecer de todo un fresco de óleo sobre tela me hizo entender por qué siempre vinculaban los atardeceres con el amor. Quizá eso era el amor, pasearse por una ciudad en el extranjero sin ningún otro deseo que estar allí parado, contemplándolo todo.

    El bullicio de la gran ciudad pareció esfumarse mientras el ocaso llegaba a su fin, y dejaba a la vista solo los pequeños puntos luminosos de cada ventana de su skyline, mientras los árboles pasaban a ser solo siluetas laberínticas que se posaban como arañas negras sobre el lienzo.

    El elegante esbozo de los rascacielos encendiendo el cielo nocturno hizo de mi primera noche en Frankfurt algo maravilloso. Una vista que jamás olvidaría. Y al volver al apartamento de Alex me llevaría una gran sorpresa que tampoco podría sacar de mi mente.

    Al llegar de la oficina le preguntamos: “¿cómo te fue?”. “Renuncié”, contestó. “¡¿Renunciaste?!”. “Sí”, replicó. ¿Renunciar a un trabajo en Alemania? ¿Renunciar al Banco Central Europeo después de trece años allí, de la noche a la mañana? ¿Renunciar a la sede de uno de los bancos más poderoso del mundo? Eso era algo que definitivamente no se veía todos los días.
    Pero él no estaba contento. Era algo que pocos podrían entender. Ni el mejor salario, ni el mejor país, ni el mejor apartamento ni todo el dinero del mundo son capaces de comprar la felicidad. Claro que ayudan mucho, pero la vida no gira en torno a ello.
    Para Alex, los europeos vivían para trabajar. Su vida se había tornado un tornado de capitalismo que daba las mismas vueltas a su vida, especialmente cuando trabajas para un banco, donde el dinero lo es todo.
    Dentro de algunos años recibiría su jubilación, rentaría su apartamento en Frankfurt y se mudaría a Tailandia para enseñar inglés (donde el día de hoy vive). Sin duda, aquella era una lección para mí y para mi futuro: asegurarme de que me sienta feliz con lo que hago, dejando a un lado el dinero por un momento.
    A la siguiente mañana Alex decidió mostrarnos un poco de lo más desconocido y bello que tiene Frankfurt.
    Como en toda ciudad, existen rincones muy poco frecuentados por los turistas, uno de ellos es el parque botánico chino.

    Aunque la verdad es de esperarse que casi cualquier gran capital posea un barrio chino, debido a la enorme cantidad de emigración del país más poblado del mundo, un jardín chino nunca deja de ser atractivo.

    Las estatuas de leones míticos en su entrada, las fachadas con arcos puntiagudos, pequeños puentes de madera, kioscos, estanques repletos de hojarasca y sauces llorones japoneses que se resistían a perder su follaje ante el asomo del invierno.

    En el camino nos topamos con una imagen poco encantadora, pero lamentablemente bastante normal en las ciudades alemanas: un homenaje a los judíos muertos en el barrio judío de Frankfurt.

    Un conjunto de placas en la acera anunciaba los nombres de los judíos, su año de nacimiento y el año y lugar de su deceso, cuando este se conocía. La mayoría, por supuesto, caídos en los campos de concentración nazis.
    Esto era algo a lo que debíamos acostumbrarnos al caminar por las calles de Europa, especialmente en los países que formaron parte del Tercer Reich.
    Llegamos un poco más al este de la ciudad, donde las zonas residenciales comunes y corrientes de Frankfurt se encontraban. Y allí, los mercados no eran turísticos, y los precios para nosotros eran mucho más asequibles.

    Y no dudamos en comer un pretzel para disfrutar mejor de nuestro paseo vespertino.

    Algo curioso con lo que me topé fue una gran vitrina llena de libros en el medio de la acera. Su objetivo era ser una biblioteca cambiante. Así, cada persona podía tomar un libro, siempre con la condición de dejar otro dentro. Una excelente forma de promover la lectura.

    Entramos a un supermercado para comprar algunas cosas para la cena. Y, como ya me venía acostumbrando, encontré la zona mexicana, llena de productos que tenían todo menos ingredientes mexicanos reales.

    Un kit de enchiladas, tortillas mexicanas, un paquete de fajitas y otro para hacer tacos.

    De tan solo mirarlos me daba un paro cardiaco, y aunque Jacob insistía en que probáramos alguno, después de haber comido guacamole directo de un frasco prometí no volver a traicionar mis raíces.
    Y si se lo preguntan, ningún mexicano compra tortillas de maíz, enchiladas ni tacos en una bolsa de plástico. ¡Jamás!

    Volvimos por el centro de la ciudad, cruzando nuevamente la Plaza Römer para visitar una última vez el mercado navideño más hermoso que habíamos visto.

    Parecía que no había forma de aburrirnos en un festejo como aquel. Los bocadillos eran interminables y los ángulos para fotografiar eran infinitos.

    La Navidad estaba todavía lejos, pero no creía volver para aquellas fechas. Así que mi única opción era pretender que ya había llegado, aunque no había mucha necesidad.
    Terminamos la noche con Alex en un bar típico alemán, donde lo acompañamos con un jugo de manzana y luego con una buena cerveza de barril. En vista de que estaba cansado volvimos a casa con él. Pero Jacob y yo aún teníamos energía.

    Alex nos dijo que saliéramos sin ningún problema, y decidimos cruzar el río hacia el lado sur, en busca de un buen bar para pasar la noche.
    Nos metimos en el que parecía más animado, y nos dimos a la tarea de encontrar en el menú la mejor cerveza. Pero todo estaba en alemán.
    Nos acercamos a un par de chicos y preguntamos qué nos recomendaban beber. Entonces nos pidieron dos cervezas en la barra y nos hicieron brindar con ellos.  
    Cuando me preguntaron qué hacía en Frankfurt y cuántos años tenía, contesté: “En un minuto tendré 22 años. Estoy celebrando mi cumpleaños”.
    Acto seguido, ambos pidieron una ronda de shots de zambuca. “These are on us”, dijeron, indicando que nos invitaban como una buena bienvenida a Alemania.
    La noche siguió así, mientras los alemanes parecían no tener fondo. Perdí la cuenta del número de zambucas que me habían invitado. Pero no tenía importancia.
    La manera en que esos dos desconocidos nos trataron después de solo dos minutos de haber hablado con nosotros me mostró, una vez más, que los alemanes no tienen nada que ver con el estereotipo que vive en la mente de muchos mexicanos.

    La hospitalidad de todas las personas en Frankfurt y en Heidelberg me estaba dando uno de los mejores cumpleaños de mi vida, sino es que el mejor. Pero el día apenas había comenzado, literalmente. Así que nos fuimos a dormir para seguir celebrando a la siguiente mañana, tras darles las gracias al simpático par de alemanes que, al parecer, tendrían una gran resaca al llegar al trabajo. 
    Pueden ver el resto de las fotos en los siguientes álbumes:
  19. AlexMexico
    Algo muy común que pasa con los no europeos es que nuestra idea del viaje perfecto por Europa es siempre a bordo de un tren. Maravillosos paisajes, flexibilidad de horarios y acceso a los pueblos más recónditos del continente. Y hay mucha razón en ello. De verdad la hay.
    Pero hay algo más de lo que los viajeros muchas veces no somos conscientes: los precios de los billetes de tren no son baratos.   Además, Europa parece ser pequeño para los que venimos de países como México o Estados Unidos. Pero vamos, las distancias entre país y país van desde los pocos hasta los miles de kilómetros. Y recorrerlas en tren a veces no se adapta a nuestro tiempo si no disponemos de mucho.
    Y algo más que los novatos ignoramos es lo bajo de los costos a los que se puede conseguir un vuelo internacional en el Viejo Mundo. Todo gracias a las aerolíneas lowcost   
    Si no saben de qué hablo, échenle un vistazo a los siguientes sitios web:
    www.ryanair.com, www.easyjet.com, www.wizzair.com
    La búsqueda de vuelos es una tarea ardua para muchos viajeros primerizos que puede tornarse bastante aburrida. Pero no para alguien como yo. Especialmente cuando descubrí que mi cumpleaños (el 6 de diciembre) es el día de la Constitución española, y por tanto un día feriado para todos los estudiantes del país
    Con el aeropuerto de Santiago a pocos kilómetros de casa, mi roomie Jacob y yo sabíamos que escaparnos a cualquier parte de Europa era la opción perfecta para celebrar el puente vacacional. Pero con las reducidas opciones de destinos desde Galicia y con un presupuesto tan ajustado, nuestra mente colapsó   
    Pero un sitio web nos ayudaría en nuestra búsqueda. Su nombre es drungli.com.
    Se trata de una aplicación donde eliges el aeropuerto de salida y la fecha en la que viajas, y con el botón Take me anywhere, drungli entonces buscará los destinos más baratos entre todas las aerolíneas que operan en dicho aeropuerto.
    Sería así como conseguimos un vuelo redondo desde Santiago de Compostela hasta Frankfurt por tan solo 32 euros (sí, 580 pesos mexicanos en aquel entonces).   
    Alemania, ¿por qué no? Era casi invierno. La nieve comenzaría a caer. Salchichas, cerveza, chocolates… por un precio meramente ridículo. No veía una mejor manera de celebrar mi cumpleaños 22, lo que me llevó a comprar ambos tickets sin titubeo alguno.   
    Y si hasta entonces Jacob y yo habíamos estado alojando viajeros en nuestro apartamento y habíamos conseguido referencias en Couchsurfing (véase www.couchsurfing.com para más información) era precisamente para poder buscar un host en un momento como este. Nunca había utilizado Couchsurfing como surfer (huésped). Pero siempre hay una primera vez.   
    Con la invitación de Alex (un inglés que nos alojaría en Frankfurt) y con el vuelo pagado, no había más que hacer maletas y partir al norte. Pero todo lo barato tiene su precio.
    Nuestro primer inconveniente fue tener que faltar a clase y Jacob a su trabajo. El vuelo disponible era del 3 al 8 de diciembre, y cambiarlo representaba un alto costo extra. Así que un frío martes por la mañana (el puente comenzaba el jueves) partimos en nuestro vuelo con Ryanair, la aerolínea más barata en toda Europa.

    La compañía trabaja muy bien a pesar de todo. Muchos le adhieren una mala fama por sus precios extremadamente absurdos. Pero Ryanair tiene sus reglas, y no ofrece lugar en la cabina de equipaje ni comidas a bordo a los pasajeros que no estén dispuestos a pagar algunos euros más por los servicios.
    Después de unas dos horas en el aire llegamos a Frankfurt. Y he ahí nuestro segundo inconveniente: Ryanair no opera en el aeropuerto de Frankfurt am Main (el aeropuerto oficial de la ciudad). Ryanair solo opera en el aeropuerto de Frankfurt-Hahn, una antigua base aérea bastante alejada de la ciudad. Y con bastante me refiero a unos 120 km al oeste.   Así que básicamente nuestro vuelo no llegaba a Frankfurt, sino a algún punto del occidente alemán, prácticamente en el medio de la nada.  
    Afortunadamente Jacob se había percatado de ello antes de nuestro arribo, y gestionó la mejor forma de optimizar nuestro viaje. El aeropuerto está bien conectado por bus con varias ciudades aledañas, incluyendo Luxemburgo, Colonia, Dusseldorf y Frankfurt.
    Para ser sinceros, no es que Frankfurt nos llamase tanto la atención. Fue solo que cogimos un vuelo demasiado barato.   Cinco días en la capital financiera de Alemania podía incluso ser mucho. Así que podríamos aprovechar el tiempo dirigiéndonos a una de sus ciudades cercanas.
    Y perdido en el mapa Jacob se topó con Heidelberg, un pequeño punto 90 km al sur de Frankfurt del que no sabíamos absolutamente nada.   
    Parecía ser una ciudad atractiva. Más modesta y pequeña que su hermana del norte. Sin grandes edificios y con un castillo. Y si queríamos sumergirnos en el espíritu alemán quizá valdría la pena ver sus dos caras. La moderna y la tradicional.   
    En menos de un día Jacob nos consiguió alojo con un chico que rentaba un dormitorio en una residencia universitaria. Y en vista de nuestro nuevo plan, aplazamos nuestra llegada a Frankfurt para el miércoles por la noche, y nos quedaba aguardar por el autobús a Heidelberg.
    Realmente no hay mucho que hacer en un aeropuerto como el de Frankfurt-Hahn. Nuestro bus partía cerca de las 5:30. Y para matar el tiempo (omitiendo nuestra saludable comida en McDonald’s) decidimos recorrer un poco los alrededores.
    Mi más grande sorpresa fue ver lo rápido que oscurecía en Alemania en el horario de invierno. Apenas darían las 5 y el sol se había esfumado por completo. En verdad parecía que había llegado la hora de dormir.
    Pero no para mí. Así que caminé al vecindario más cercano para calentar un poco mis piernas (la temperatura descendía a unos dos grados para entonces).

    Paseando por los alrededores del aeropuerto Frankfurt-Hahn
    La larga espera de casi tres horas acabó cuando un gran grupo de personas abordamos el bus. Y en unas dos horas estábamos en Heidelberg.
    Jacob había recibido las indicaciones de Julian, nuestro couch, para dar con su casa. Caminamos a la parte posterior de la estación de bus y continuamos al oeste, a lo largo de una carretera que parecía bastante desolada.   
    Ninguna casa aparecía por aquel rumbo. Solo edificios industriales, talleres automotrices y alguna que otra tienda. Pero era precisamente uno de esos edificios el que habían convertido, creativamente, en una residencia estudiantil.
    Como si fuesen antiguas oficinas, dos de las tres plantas del inmueble estaban habilitadas como dormitorios, baños comunales y cocinas para los estudiantes. Y Julian estaba allí, aguardando por nosotros. Nos dio la bienvenida a la peculiar fraternidad. Para ser mi primera experiencia como couchsurfer parecía que iba a ser bastante interesante.   
    Si bien la noche parecía ya bien entrada, eran apenas las 8 p.m. Habíamos dormido en el avión y en el bus, y realmente no sentíamos sueño. Así que Julian nos ofreció dos de sus múltiples bicicletas para recorrer a gusto la ciudad.
    La cantidad de bicicletas en el bici-parking era realmente abrumadora, y denotaba el modo sustentable en el que los alemanes han decidido vivir. Por supuesto, decidimos aceptar la oferta.   
    Era difícil manejar con mi cuerpo congelándose. Casi bajábamos de los cero grados y apenas y sentía mis dedos bajo el guante. Hundía mi boca y nariz dentro de mi bufanda para poder calentarme con mi propio aliento. De verdad no estaba acostumbrado a aquel tipo de clima invernal.   
    Aparcamos las bicicletas junto a una pequeña galería y nos dirigimos a las calles del centro histórico.

    La Navidad parecía haber llegado, pero a esa hora las calles lucían poco más que desiertas. La mayoría de las tiendas y restaurantes habían cerrado ya sus puertas, y no había mucho que hacer.

    Desde el centro pudimos advertir dos de los grandes íconos de la ciudad: su puente antiguo y el Palacio de Heidelberg. Aunque para ambos sería mejor aguardar hasta la mañana para visitarlos como se merece.

    Así que rendidos, nos metimos al primer bar que encontramos y pedimos la cerveza que la mayoría tomaba: Astra, de origen alemán por supuesto.

    Luego de brindar por nuestro improvisado viaje volvimos a la residencia y descansamos para el siguiente día.
    Heidelberg es una ciudad con apenas 140 000 habitantes, por lo que su mancha urbana no es muy extensa. Julian vivía a unos 3 km del centro histórico, y tomar un tranvía fue la forma más rápida de llegar.

    La zona vieja de la metrópoli está repleta de antiguas casonas de varios metros cuadrados de superficie, la mayoría de estilos barrocos con algunos de los distintivos alemanes más conocidos.

    La mañana era bastante fresca y la gente parecía destinar el día a sus labores más cotidianas. A pesar de la alta demanda de turistas que Heidelberg suele recibir, como una de las ciudades más viejas del país, el frío otoño parece no ser la temporada favorita. Lo cual era una ventaja para nosotros.  
    Antes de adentrarnos en el centro nos dirigimos directamente a la punta este de la ciudad, pasando por corredores orillados por hermosas construcciones. Grandes viviendas con fachada de madera, iglesias góticas de órdenes luteranas. Nada parecido a lo que podía ver en México ni en España.

    La razón de nuestra visita al extremo oriental de la urbe era visitar su principal joya, el Palacio de Heldelberg, la construcción, quizá, más antigua de todas.

    Jacob junto al Palacio de Heidelberg
    Se tiene pensado que esta fortaleza existe desde los tiempos en que los celtas dominaban esta zona de Europa Central. Mientras los pueblos germánicos expulsaban a los romanos, se apoderaron de las ruinas de sus construcciones.
    A pesar de su origen medieval, su fachada actual data del Renacimiento, cuando se hicieron las mayores modificaciones a su estructura.

    Si bien las diferentes guerras sostenidas a lo largo del tiempo y algunos desastres naturales redujeron su esplendor a solo ruinas, se tiene el registro de que el Palacio de Heidelberg fue uno de los más monumentales castillos del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico,   estado antecesor de la actual República Alemana.
    El alcázar se encuentra en una hermosa área boscosa en lo alto de un monte, a unos 80 metros de altura en relación con el resto de la ciudad, y caminar entre ella era como estar en un antiguo cuento del Medievo.   

    En su exterior, del lado oriente, unos extensos senderos y jardines conducen a la punta de la ladera del Königstuhl, la colina que domina la ciudad.

    Desde ahí tuvimos vistas increíbles de la cara lateral del palacio y del centro de Heidelberg.

    Lo que la neblina de aquella fría mañana nos dejaba admirar era simplemente magnífico. Era tal y como había imaginado a una antigua villa alemana renacentista. En un valle, a la orilla de un río, con su campanario sobresaliendo de los tejados en V y su puente de piedra que conectaba ambas partes.

    Era como viajar en el tiempo de vuelta al siglo XV.

    Bajamos de la colina para dar un paseo por el centro histórico de Heidelberg, esta vez con toda la actividad del mediodía y con la luz del sol (aunque fuese ocultada por el espesor de la niebla).
    Una mágica sorpresa que Alemania tenía preparada para mí eran los mercados navideños que tienen lugar cada diciembre.
    Si bien Alemania no es precisamente el origen del personaje de Santa Claus, Papá Noel, San Nicolás o como se le conozca en cada país, la mercadotecnia moderna ha dibujado su mítica figura en pequeños pueblos nevados de tejados de madera y arquitectura germánica. Y era imposible no sentirse en una de esas villas de ensueño caminando entre las calles de una Heidelberg decembrina.   

    Los mercados navideños consisten en stands comerciales y publicitarios posados en las plazas centrales de la ciudad. Por supuesto, cada uno decorado con la temática navideña de costumbre.

    Osos, renos, pingüinos y el infaltable Santa Claus adornaban las fachadas de cada kiosco donde se ofrecían todo tipo de productos y servicios que la época ameritaba.
    Una pista de patinaje sobre hielo, chocolate caliente, café, caramelos, figurillas de colección, esferas, bolsas de regalo, y hasta cerveza de barril.   

    La temperatura oscilaba los cero grados, pero la hospitalidad del pueblo alemán que gritaba y cantaba en aquel encantador mercado me hacía sentir más cálido que nunca.  
    Un paseo por la Karlsplatz y la calle Hauptstrasse fue para mí, prácticamente, vivir por un instante en un cuento de navidad.   

    La cantidad de productos alemanes a la venta era realmente vasta. Los apetitosos quesos, los barriles de cerveza, las butterschneeballen (bolas de nieve de mantequilla) y demás postres locales con nombres sumamente extensos y difíciles de pronunciar relucían en las vitrinas y aparadores de cada tienda. Pero un mercado de navidad es la ocasión perfecta para sacar provecho de los visitantes. Y, por supuesto, los precios suelen ser más altos.   

    Entre tantos productos y souvenirs disponibles sabía que debía comprar de forma estratégica. Gastar lo menos posible y disfrutar lo máximo.
    La elección para mi desayuno fue un gofre con crema batida y un chocolate caliente. Sencillo, barato, calórico y europeo.   

    Llegamos a la Marktplatz, la plaza central de Heidelberg, ubicada justo al lado de la antigua catedral.

    La Heiliggeistkirche, o Iglesia del Espíritu Santo, es una capilla de origen medieval y, como la mayoría de las iglesias postluteranas de Alemania, de estilo gótico. Después de calentar nuestra temperatura corporal un poco en su cálido interior, Jacob y yo seguimos nuestro recorrido hacia la segunda efigie de la ciudad.
    El puente antiguo, formalmente nombrado Puente de Carlos Teodoro en honor al príncipe que lo mandó a construir, es una de las postales más famosas de Heidelberg.

    En el lado sur de la rivera del río Neckar, que divide a la ciudad en dos, se alza una hermosa puerta custodiada por dos torres, misma que iconiza la totalidad del puente.
    Lo más maravilloso no fue caminar por su superficie de rocas, sino las estupendas vistas que desde allí se ofrecían.

    El imponente castillo sobre lo alto de todo el centro histórico, y a su vez dominado por la nubosidad del bosque a sus espaldas.

    Unas calles más al oriente la urbe parecía tocar su fin. Pero nuestra vista se dirigía siempre hacia el lado sur del río, donde se formaba un cuadro perfecto entre la torre del puente y el campanario de la catedral.   

    El puente de rojizas paredes llevaba a una zona un poco despoblada al pie de una gran colina arbolada, desde donde aprovechamos los mejores ángulos para fotografiar a la desconocida Heidelberg.

    Cuando el hambre volvió a nosotros, caminamos de regreso a la Marktplatz, en busca del mejor platillo alemán para nuestro estómago.
    Si pensaba en qué debía probar estando en Alemania, la primera respuesta para mí y para muchos era evidente: salchichas y cerveza.

    Pero la elección no era nada fácil. Por supuesto que la cerveza más barata a consumir era la de barril que ofrecían en todos los stands. Pero, ¿qué había de las salchichas?
    Con una oferta tan grande me dejé guiar por mi instinto. Y mi olfato me llevó hasta las salchichas bratwurst.
    Si bien el término bratwurst abarca una gama entera de embutidos alemanes, las bratwurst han devenido en un platillo célebre por lo fácil de su consumo. No hace falta estar sentado; no hace falta usar un plato. Sólo se necesita hambre y un buen estómago para digerir la carne de cerdo.   

    Las Rostbratwurst son, específicamente, las salchichas preparadas a la parrilla. Y es común comerlas en un pan (que me recordó al bolillo) acompañadas por papas fritas o chucrut. Yo en lo personal quise comerla al natural.
    A partir de entonces haría oficial mi adicción a las salchichas bratwurst, y no podría dejar de comerlas en toda mi estancia en Alemania, además de buscarlas hasta en los rincones más escondidos de España, México o cualquier país donde me encontrase.   

    Como postre no hubo nada mejor que un chocolate, también bastante típico alemán.   Es gracioso saber que ingredientes como el cacao y la vainilla provienen de las culturas mesoamericanas de México. Pero hay que aceptar que fueron los europeos, en especial los suizos, franceses y alemanes, quienes agregaron los ingredientes precisos para crear delicias como el chocolate con leche (vamos, los aztecas fumaban el cacao y lo preparaban con chile… no suena muy apetitoso, ¿o sí?)

    Antes de caer a la tentación y seguir comiendo salchichas y dulces,   dejamos el mercado para conocer la orilla del río y el resto del centro histórico.

    Nos topamos con viviendas flotantes, al estilo holandés, que se estacionaban justo al frente de las ostentosas y clásicas casonas junto al río Neckar.

    Las calles empedradas nos llevaron por barrios residenciales cada vez más bellos y detallados, que parecía que los balcones decorados y los tejados en V eran una obligación inmobiliaria.

    Nuestra andanza terminó de frente a un edificio administrativo de la Universidad de Heidelberg, nada más y nada menos que la universidad más antigua de toda Alemania.

    Esta es quizá la razón más poderosa por la que miles de jóvenes deciden mudarse a la ciudad para hacer sus carreras de licenciatura e ingeniería. Pero no cabe duda de todo lo mágico que Heidelberg puede albergar en cada uno de sus rincones.

    Historia, monumentos, arquitectura, naturaleza, paisajes, cerveza, salchichas y la Navidad.

    Heidelberg me había sorprendido en todas las medidas posibles. Para ser una ciudad que apenas y apareció en nuestro mapa y a la que dudamos en visitar o no, había valido completamente la pena.
    Ahora era tiempo de regresar por nuestras cosas a la residencia de Julian, de donde caminamos a la estación de bus para coger nuestro próximo destino: Frankfurt am Main.
    Pueden ver todas las fotos en los siguientes álbumes:
  20. AlexMexico
    Hastiado del invierno, de la nieve, de aquello cielos plomizos que abatían cada una de mis fotos, por fin llegó el momento de volver al sur de Europa, que aunque todavía a tres o cinco grados centígrados, me hacían sentir como que el verano se había adelantado.
    Así comencé febrero volando hacia el último destino de mi Eurotrip: Roma, la Ciudad Eterna.

    WizzAir me llevó desde Varsovia hasta la costa de Lacio, en los hangares del Aeropuerto Internacional Leonardo Da Vinci, mejor conocido como Aeropuerto de Roma-Fiumicino, el más grande de Italia.
    Sorprendentemente Roma había sido el único lugar donde no había podido conseguir alguien que me alojase a través de Couchsurfing. Aunque un alma caritativa proveniente de Irlanda me había ofrecido un techo el siguiente día. Así que tomé el bus hacia la central de trenes, cerca de donde había reservado un hostal para mi primera noche. Allí conocí a Gaby, una mexicana de Tijuana que también terminaba su intercambio en España, y con quien compartiría mi siguiente jornada.
    A pesar de la ligera llovizna que azotó la capital italiana la siguiente mañana, el sol por fin me sonrió, alumbrando toda la extensión de la milenaria capital del Vitrubio.
    Es imposible en algún texto, obra o discurso describir lo que es y lo que significa Roma. Una metrópoli que hoy posee unos 4 millones de habitantes (no tan grande comparada con otras capitales mundiales), pero que ha sido por siglos el centro político, social, cultural, religioso, artístico, lingüístico, filosófico y moral de todo el mundo occidental.
    Lugar de nacimiento y derrumbe del Imperio Romano y sede de la Iglesia Católica, no cabe duda de por qué Roma había sido elegida como mi último destino en Europa. Una ciudad que, por más turística que sea, es vital visitar al menos una vez en nuestra vida.
    Con solo tres noches por delante y un muy pequeño presupuesto disponible, dado que era el final de mi viaje, conocer la mayoría de las reliquias romanas sería un gran desafío. Pero tenía una ventaja: ¡Roma es el mayor museo al aire libre del mundo! Y no podía estar más agradecido por tener tanto que ver sin necesidad de pagar un solo centavo.
    Así que por la mañana Gaby y no nos preparamos y salimos hacia el principal monumento de la ciudad, que por nada podíamos perdernos. El Coliseo romano.

    La historia de Roma se remonta a la célebre leyenda de Rómulo y Remo, quienes fueron amamantados por una loba y fundaron la ciudad, siendo Rómulo su primer rey en el siglo VIII a.C.

    Durante los siguientes trece siglos Roma acogería la capital de un reino, una república y un imperio que legarían a la posteridad sus formas de gobierno y que controlarían e influirían a gran parte del mundo.
    Pero esos trece siglos de poder no terminaron con la llegada de la Edad Media. Su legado hoy sigue vigente. Y una pequeña (y enorme) muestra de su magnificencia es la joya de sus anfiteatros, que ha sobrevivido veinte siglos en el centro de la ciudad.
    Los anfiteatros eran algo común en los romanos. Eran utilizados para eventos públicos, como peleas de gladiadores, obras de teatro o ejecuciones. Y sus ruinas están presentes a lo largo de lo que alguna vez fueron sus provincias, desde España hasta el Medio Oriente.
    Pero es el Coliseo de Roma el que mejor se ha conservado. Su capacidad para 50 000 espectadores lo hacían el más grande jamás construido por los romanos. Y hoy como un perfecto símbolo de la Edad Antigua ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y una de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo Moderno.

    Algo que pocos saben es por qué hoy se le conoce como “Coliseo”, cuando no se trata de un coloso, sino de un anfiteatro. Pues su nombre deriva de una antigua estatua, el Coloso de Nerón, que se posaba muy cerca del teatro. La estatua hoy ya no permanece en pie, pero ha heredado su nombre a este inmortal ícono mundial.
    Justo al lado se yergue el monte Palatino, una pequeña colina donde se cree que nació la ciudad. Y como muestra de su importancia se encuentran a sus pies las ruinas arqueológicas del Foro Romano, que hoy están abiertas a los visitantes, pero que como estudiante pobre no me dispuse a pagar. Aunque para ser sinceros, las mejores vistas las tuve desde el otro lado de sus cercas.

    Se trata de lo que solía ser el centro de la ciudad de Roma. Lo equivalente a una plaza central hoy en día.

    Allí, desde tiempos de la república, se concentraban los edificios públicos, instituciones de gobierno, el mercado, los centros religiosos y culturales.
    Sus calles, que hoy no son más que trazos con piedras apiladas sobre la tierra y la yerba, marcaban las arterias principales de la ciudad, por las que se paseaban los ciudadanos, los senadores y hasta el mismo emperador.

    El Foro romano fue una de las primeras muestras de los tesoros al aire libre que Roma ofrece a sus visitantes. Sin reservas, filas interminables o miles de guardias de seguridad.
    Unos metros más al este, cruzando la Vía del Fori Imperiali, otro foro aparece en escena. El Foro Trajano, que lleva el nombre del emperador que lo mandó a construir.

    La sucesión de foros en el centro de la ciudad denota la huella que cada uno de los emperadores deseaba dejar en Roma. Desde Augusto hasta Julio César legitimaron su gobierno con monumentos que lograron sobrevivir más de dos milenios.

    Pero no todos los edificios datan de la Edad Antigua. Roma ha sido habitada por muchos siglos y, como centro cultural y artístico de occidente, ha visto pasar casi todas las corrientes artísticas.              
    Justo al norte del Foro Trajano el Palazzo Valentini y las dos iglesias que lo flanquean son una viva muestra del Renacimiento romano, que a partir del siglo XVI dotó a la ciudad de obras de arte inigualables.

    Y a solo unos pasos se abre la famosa Plaza Venezia, nodo urbano donde confluyen varias de las avenidas importantes en el centro de Roma. Y en ella la conmemoración al estado italiano moderno: el monumento a Víctor Manuel II, rey que unificó Italia en el siglo XIX.

    Aunque cuna de controversias por estar construido sobre una de las colinas históricas de Roma y sobre lo que solía ser el barrio medieval, el monumento ofrece increíbles vistas panorámicas de los foros imperiales y las plazas alrededor.

    Y esa mezcla entre cultura clásica, medieval, renacentista y moderna hacen a Roma merecedora de su pseudónimo, la Ciudad Eterna.
    A escasos metros del monumento a Víctor Manuel II otra célebre plaza nos dio la bienvenida con una hermosa y amplia escalinata tras la que alcanzamos el Ayuntamiento de la ciudad. La Plaza del Capitolio.

    Y es de esperarse que cada escultura que vigila la escalera antes de llegar a la explanada sea tan exquisitamente cautivadora, pues el lugar entero fue pensado por Miguel Ángel, el artista italiano que llevó al Renacimiento a una de sus máximas expresiones.
    Michelangelo (nombre original) pasó por muchas de las disciplinas artísticas. Desde la escultura hasta la arquitectura. Y pasó sus últimos años elaborando los planos de algunas edificaciones que embellecerían Roma y toda Italia de por vida.

    Pero la arquitectura no es lo único que hace bella a una ciudad. Lo más importante es, claro, su comida y su gente.
    Gaby me llevó a comprar un gelato, postre italiano por excelencia que estaba obligado a probar.
    La temperatura rondaba los diez grados, pero la llovizna había cesado y el sol brillaba con fuerza. Un buen cono helado no era entonces una mala idea.
    En cada esquina, un carrito de helados artesanales ofrecía todos los sabores, colores y texturas que pudiéramos imaginar. Elegir un solo sabor era un reto complicado. Pero el heladero estaba allí para persuadirme a lo mejor.
    El anciano hombre empezó a hablar italiano, a lo que yo nada pude responder. Intenté descifrar lo que decía, pero su pronunciación arrastrada poco me dejó entender. Aunque no dejó que la barrera del idioma impidiera nuestra comunicación. Y haciéndome señas me invitó a entrar a su carrito, señalando la cámara de Gaby, invitándola a tomarnos una foto juntos.
    Ya los italianos tienen una buena y conocida fama en el resto del mundo por ser alegres y expresivos. Y me había quedado más que claro con aquel heladero, y con tan solo caminar por las calles de Roma.
    Pieles bronceadas con tonos apiñonados. Ojos verdosos y profundos. Cabelleras castañas y brillantes, siempre bien peinadas. Perfumes discretos y elegantes. Un outfit siempre bien combinado, sin llegar a una moda exagerada ni pretensiosa. Todo acompañado de un dulce y sexy acento y ademanes irradiantes de emotividad. Con una sonrisa por delante. La gente italiana podía ser, sin duda, la más hermosa de Europa.
    Mucha gente piensa en París como la ciudad del amor y la capital de la moda, con luces, gente elegante y bien vestida. Pero para mí no. Roma era, y es hasta ahora, la ciudad más romántica que he conocido. 
    Sumado a la algarabía de sus habitantes, Roma regala a los turistas una infinidad de monumentos que, por más insignificantes que parezcan, están tan bien detallados que cada esquina puede pasar fácilmente por una obra de arte.

    Columnas, estatuas, fuentes, iglesias. Callejones orillados por coloridas casonas que con sus macetas colorean a la ciudad y la hacen diferentes a muchas de las grises y uniformes capitales europeas.

    Y en camino hacia el norte pasamos frente a otra de estas construcciones que engalanan a la capital itálica. Otro de los casi indestructibles recuerdos que los romanos dejaron en la ciudad. El Panteón, un enorme templo que se ha mantenido en pie desde el lejano año 125 d.C.

    Y no se trata de un cementerio, como podemos entenderlo en español. Sino de un templo dedicado a los antiguos dioses.
    El edificio con su cúpula y sus columnas griegas es uno de los símbolos vivos y originales que ha ayudado a entender mucho sobre la religión romana.
    Más tarde llegamos a la Piazza del Popolo, o Plaza del Pueblo, una de las más grandes y visitadas en Roma.

    En el centro de su explanada semicircular un obelisco egipcio conmemora a Ramsés II. Y en su lado sur un par de iglesias gemelas dan la bienvenida.

    La plaza se sitúa donde solía estar la muralla de la ciudad. Es por ello que al norte se posa todavía una de sus antiguas puertas, la Puerta del Popolo.

    Como en toda Roma, la plaza está adornada por increíbles estatuas y fuentes que recuerdan a la mitología clásica grecorromana, cultura que el Renacimiento quiso precisamente recuperar tras los siglos del oscurantismo medieval.

    Y en su lado este, unas escaleras nos invitaron a Gaby y a mí a subir hacia la Villa Borghese, un conjunto de jardines que forman un gran pulmón verde para la urbe.

    Desde lo alto tuvimos una de las mejores vistas de Roma, que dejaba ver sus cúpulas y colinas que distinguen a la capital.

    Al bajar continuamos de nuevo hacia el sur para alcanzar otra de las célebres plazas públicas. La Plaza de España, donde la iglesia Trinitá del Monti resalta en lo alto de las escaleras donde cientos de turistas se toman fotos a diario.

    Y por si no estábamos hartos de las plazas (la verdad es que no) nos dirigimos hacia la Plaza Novona, que solía ser un estadio en tiempos de los antiguos romanos.
    Hoy es un centro de vida cultural donde varios artistas acuden a mostrar sus talentos. Y entre toda su extensión destacan el Palazzo Pamphili  y la Fuente de los Cuatro Ríos en el centro.

    Pero no muy lejos de ahí llegamos a la más grande y famosa de todas las fuentes romanas: la Fontana di Trevi.

    Su monumental tamaño y detallada escultura barroca, que representa el movimiento de las aguas, no es precisamente lo que la hace tan famosa, sino los mitos que la rodean. Uno de ellos con la película Three coins in the fountaine, que nace a su vez de una leyenda local, donde al arrojar una moneda a la fuente el turista asegura su regreso a Roma, dos monedas aseguran el amor y tres arrojadas con la mano derecha sobre el hombro izquierdo aseguran el matrimonio.
    Pero por supuesto, el filme más aclamado que convirtió a la fuente en un ícono del cine italiano es La Dolce Vita, donde Anita Ekberg se lanza a la fuente e invita a Marcello Mastroianni a hacer lo mismo.
    Ningún turista tiene permitido bañarse en la fuente, claro está. Pero el mito de la moneda sigue vivo. Y es por eso que la multitud de turistas rodean a la fontana a todas horas del día, arrojando monedas mientras le dan la espalda a Nerón, quien tira de sus dos hipocampos.
    Verdad o falsedad, irse de la Fontana sin tirar una moneda es como decirle a Roma que no quieres regresar. Aunque para ser honestos, hay que saber que todo ese dinero, al menos, es destinado a buenas causas, y con él se ha financiado un supermercado para las personas pobres de Roma (sí, tanto así puede ser recaudado).

    La noche cayó y era hora de cenar. Y al ser Italia, elegir el menú no fue una larga incógnita. Una buena pizza napolitana (que después descubriría que poco tiene de Nápoles) y un espagueti al pesto fue la mejor elección para terminar nuestro día.
    Esa misma noche cogí mi mochila y me despedí de Gaby. Había conseguido por fortuna un couchsurfer que me alojase en el centro de la ciudad. Así llegué a casa de Anthony, un músico irlandés que rentaba un pequeño taller, donde una litera fue mi alcoba por las siguientes dos noches.
    Antes de que el imperio romano se dividiera en dos, y el imperio de occidente cayera ante las invasiones bárbaras, la religión cristiana ya había comenzado a ser difundida por los apóstoles y sus seguidores.
    A pesar de las resistencias, el cristianismo suplió a la religión pagana de los antiguos romanos, tanto en oriente como en occidente, y Roma fue elegida como centro de la iglesia cristiana, convirtiéndola otra vez en la capital mundial.
    Los papas han jugado siempre el papel de patriarcas del catolicismo y han tenido el poder en Europa desde la Edad Media, siendo ellos los encargados de coronar a los emperadores de todo el continente.
    Así, los papas han poseído desde la desaparición del imperio romano vastos territorios en la península itálica, llegando a extender sus dominios hasta el actual sur de Francia, en los llamados Estados Pontificios.
    Pero con la unificación del Imperio de Italia en 1870 el papado se quedó sin territorio alguno sobre el cual ejercer su poder como jefe de estado.
    No fue hasta el gobierno fascista de Mussolini que el dictador le ofreció al papa el territorio de 44 hectáreas que hoy ocupa la Ciudad del Vaticano, el estado más pequeño del mundo, mismo que me dispuse a visitar la siguiente mañana.
    Caminar hacia el Vaticano significa atravesar el único canal de agua que Roma posee. El río Tíber.

    A lo largo de su caudal una multitud de puente permiten el paso de un lado al otro. Y uno de los más famosos es el Puente Sant’Angelo, que conecta el centro de la ciudad con el castillo omónimo.

    Ambas construcciones de maravillosas dimensiones y arquitectura fueron construidas por los romanos. La idea original del Castillo de Sant’Angelo fue crear un mausoleo para el emperador Adriano. Pero finalmente se utilizó como fortaleza y como parte de la muralla que rodearía la ciudad.

    El puente está flanqueado por hermosas estatuas y llevan hasta las cercanías de la Vía della Concilliazione, venida que conecta con la Ciudad del Vaticano.

    Al solo poner los pies en aquella calzada sagrada para los peregrinos, la sensación por la Iglesia Católica podía notarse en el marketing creado a partir de cada pequeño detalle.
    Vendedores ambulantes y tiendas con magnetos, vasos, mantas, vitrales, gorros, rosarios, todo con la fotografía del Papa. Benedicto XVI había abdicado hace menos de un año y el Papa Francisco se había ganado ya los corazones de muchos fieles.
    Pero nadie parecía recordar a Benedicto. Su foto no aparecía por ningún lado. Solo Francisco y, claro, el Papa Juan Pablo II, fallecido hace ya varios años, pero presente todavía en la cabeza de muchos.
    Ignorando todo artículo de venta, caminé directo hasta la plaza central, quizá la más famosa de toda Roma: la Plaza de San Pedro.

    Cientos de católicos se reúnen a diario en esta explanada esperando ver al Papa, cuando no se encuentra de viaje. Algunos domingos el Papa ofrece una misa, donde la gente lo admira casi como a un Dios.
    Y al fondo de la plaza se alza la más sagrada de todas las iglesias del catolicismo, hasta hoy el más grande de todos los templos cristianos. La basílica de San Pedro, la iglesia nodriza de todas las iglesias.

    Con todo el dinero que los católicos recaudan alrededor del mundo, es de esperarse que la basílica de San Pedro sea una brillante obra maestra. Y uno esperaría tener que pagar para entrar. Pero, afortunadamente, no es así.
    Y, en absoluto, no son mis raíces católicas lo que me invitaba a ver su interior. Era poder ser testigo del Renacimiento en carne viva.
    La fila para ingresar era larga. Pero al ser antes del mediodía la espera fue todavía muy decente. No necesité ninguna especie de ticket para entrar. Solo pasar un control de seguridad. Y eso incluía una revisión a nuestra vestimenta.
    Como era invierno, todos íbamos tapados desde los pies hasta la cabeza. Pero en verano, muchas mujeres se acercan en minifaldas, vestidos pequeños, así como los hombres en bermudas, sandalias y camisas sin mangas. Es la iglesia, así de simple.
    Desde la entrada principal se accede a la Nave Central, que deja ver la inmensidad del templo.

    En su construcción participaron los arquitectos más reconocidos de sus tiempos. Entre los más famosos está, por supuesto, Miguel Ángel, quien colaboró en su planeación a partir de 1546.
    Justo al lado de la entrada una de sus más reconocidas obras aparecen a la vista. La Piedad, donde Miguel Ángel representó a la Virgen María sosteniendo el cuerpo muerto de Jesús en sus brazos.

    Y a ambos lados de la nave múltiples esculturas se presumen a los fieles, como los monumentos a los santos.
    La basílica lleva el nombre de San Pedro, uno de los doce apóstoles de Jesús que predicó el cristianismo en Roma y que se convirtió, por ende, en el primer papa de la historia.
    Pedro murió en Roma y se dice que sus restos se conservan en la iglesia.

    Otros muchos santos yacen en el Vaticano. Entre todos, está la tumba del famoso Juan Pablo II, que pronto será convertido en santo, y al que miles de fieles rezan todos los días.

    Justo sobre el altar se impone la magnífica bóveda de la Basílica, ideada y pintada por Miguel Ángel, convirtiéndola en la obra cumbre del Renacimiento.
    El trabajo del enorme fresco en la cúpula tomó unos cuatro años al joven artista. Entre disputas con el papa, humedad con los colores, rechazo por la ayuda de otros pintores, Miguel Ángel llevó su inexperiencia en pintura al máximo nivel, pasando a la historia como uno de los mejores de la historia.

    Para admirar su obra desde cerca, el Vaticano deja a los visitantes subir por cinco euros, contando con un elevador o escaleras para acceder a las orillas de la cúpula, que es nada menos que la más alta del mundo.
    Como buen y fuerte turista, decidí tomar los escalones, que al alcanzar los 100 metros aproximadamente se tornaron en estrechos pasadizos inclinados por los que apenas y podíamos caminar y respirar. Definitivamente no hechos para claustrofóbicos.
    Sinceramente, subir a la cúpula no es una buena idea si lo que se quiere es tener una buena vista del fresco de Miguel Ángel. Por supuesto, la mejor vista se tiene desde lejos.
    Pero subir los 136 metros valió la pena cuando pudimos salir al exterior y tener al frente la vista panorámica del Vaticano y de la ciudad de Roma.

    Desde la punta se distinguían perfectamente los santos que adornan la fachada de la basílica y el obelisco central en la plaza.

    Una vista memorable que dejó al descubierto el encanto de Roma en un hermoso día de invierno.
    Mi última tarde en la ciudad la pasé cruzando los puentes del río Tíber y visitando un poco el pequeño barrio hipster que se esconde en su orilla occidental, a donde pocos turistas se acercan y donde pude comer una pizza más tradicional que el resto de las que se ofrecen a los visitantes.

    Roma había superado mis expectativas por muchísimo y habría sido el lugar perfecto para terminar mi viaje por Europa.
    Y aunque por confiar en el servicio continuo de buses hacia el aeropuerto Ciampino casi pierdo mi vuelo (que al igual que yo, tuve retraso), me vi en Madrid al siguiente día, donde tomaría mi vuelo de regreso a mi país, dando por finalizado mi primer viaje como backpacker, que apenas 450 euros habían hecho realidad.
  21. AlexMexico
    Habían pasado ya casi tres meses desde mi llegada a Lyon, y todavía no podía creer la cantidad de vacaciones que el Ministerio de Educación le otorga a los profesores franceses. Y como asistente de español en un colegio, yo gozaba satisfactoriamente de los mismos prolongados lapsos de azueto.
    Mis primeras vacaciones habían terminado, habiendo recorrido el centro de Europa, al norte de la cordillera alpina. Suiza, Austria y el sur de Alemania me habían regalado un otoño maravilloso. Pero ahora le tocaba el turno a las vacaciones de invierno.
    Mi experiencia en enero del 2014 viajando por Europa me dejó en claro que el frío extremo no es algo para lo que yo esté hecho. Así que para Navidades, debía elegir sabiamente mi destino para evitar pasar por lo mismo otra vez.
    Las ciudades de Europa central y Europa del este fueron las elegidas en 2014. Así que para huir del frío, debía ir ahora al sur. A la costa mediterránea.
    Hasta entonces, Roma era la única ciudad italiana que había tenido la fortuna de visitar. Y en vista de lo que ya conocía del resto de Europa, era casi un pecado no haber visitado el resto del país.
    La travesía sería por tierra, haciendo escalas desde ambas costas de Italia hasta ciudades como Verona y Boloña. Y el punto más austral sería Nápoles, donde pasaría la Navidad con mi amigo Gianpiero, estando de vuelta en Lyon para la fiesta de fin de año.
    Y viviendo no muy lejos de la frontera italiana, separada de Francia por los Alpes, compré mi billete para cruzar a Turín, justo al otro día de concluidas mis clases.
    Por supuesto, yo no era el único en el bus. La temporada navideña había dado comienzo, y muchas personas volvían a casa para compartir la época con su familia. Mi amigo Amadeo era uno de ellos.
    En la ciudad de Lyon habíamos muchos asistentes de español trabajando ese año. Muchos otros de inglés, uno que otro de alemán, pero sólo dos de idioma italiano. Antonia, quien trabajaba en el mismo colegio que yo, y Amadeo, a quien había conocido en la reunión de asistentes dos meses atrás.
    El autobús hizo escala en una pequeña estación de gasolina en la frontera, con los Alpes justo al lado de nosotros en la carretera. Todos aprovechamos para ir al baño y tomar un café. Y fue allí donde me topé con Amadeo y su novio, quienes viajaban también a Turín para pasar algunos días con sus amigos.

    Amadeo era oriundo de Roma, pero le conté que ya había tenido la suerte de visitarla. No dudó en darme todos los tips sobre el resto de las ciudades, mismos que ya había escuchado de la boca de Antonia. Desde entonces los italianos se convertirían en unas de mis personas favoritas en Europa, siempre atentos con los turistas. Y al apenas haber atravesado la frontera norte, me faltaba mucho por ver.
    Llegué a Turín antes del mediodía. El autobús nos dejó en la estación Porta Nuova, principal central de trenes de la ciudad.
    Me despedí de Amadeo y de su novio, con la esperanza de verlos nuevamente para tomar un café. Cogí un tranvía hacia la Piazza Vittorio Veneto, la plaza más grande de la ciudad que es atravesada por la Vía Po, una de las avenidas principales en Turín.

    Piazza Vittorio Veneto.
    Viajar en Navidad no es nada fácil. Es de saberse que conseguir alojamiento es complicado. Los hostales aumentan sus tarifas y bajan su disponibilidad, mientras que los anfitriones en Couchsurfing comienzan a escasear, ya que muchos parten de casa o reciben a su familia.
    No obstante, Italia fue una excelente opción. Los precios de todos los hostales donde me quedé no superaron los 12 euros por noche, incluso en Nochebuena. Y al menos en Turín, había conseguido un host que me hospedara con Couchsurfing: Luca.
    Había quedado de verme con él justo en medio de la Piazza Vittorio. Era un día frío y soleado, pero era rico estar afuera. Al menos más rico que mis últimos helados días en Lyon. En menos de 10 minutos, Luca apareció por una calle al norte de la plaza.
    Cuando me dijo que vivía en el centro de la ciudad, nunca creí lo cerca que eso sería. Ni siquiera caminamos una cuadra en dirección norte cuando entramos al edificio donde se encontraba su apartamento, en una de las históricas y viejas construcciones del casco antiguo.
    Por las escaleras, alcanzamos el último piso del inmueble, donde el techo se encogía con la forma de los tejados que dejaban caer la nieve del invierno. Eran los cuartos que antiguamente se destinaban a la servidumbre de las casas, personas que limpiaban, servían y cuidaban los hogares de los burgueses y aristócratas. Esos apartamentos son hoy opciones más baratas para vivir en pleno centro, algo parecido a lo que pasa en París.

    Vista desde el apartamento de Luca.
    Un diminuto estudio de una pieza es todo lo que Luca necesitaba para vivir. Un piloto de helicóptero soltero que, por cierto, hablaba español y francés a la perfección, además de italiano e inglés.
    Dejé mi mochila y arreglé mis cosas en la habitación, que al ser tan pequeña, era muy acogedora en un día frío como aquel. Salimos entonces a dar un paseo, el primero en aquella vetusta e histórica ciudad.
    Turín es la capital de la región de Piamonte, que significa “al pie de las montañas”. Y el nombre lo dice todo, es una zona localizada justo en las faldas de los Alpes italianos del oeste.
    El río Po divide a la ciudad por su parte este, que Luca y yo cruzamos por el puente Vittorio Emanuele I, uno de los antiguos monarcas del Reino de Cerdeña, al que Turín y Piamonte pertenecieron largo tiempo.

    En la zona este del afluente, tras la iglesia de la Gran Madre de Dios, comenzaba un pequeño camino circular que ascendía a lo alto de una colina, a donde debíamos subir.

    Vista desde la iglesia de la Gran Madre de Dios.
    El Monte dei Cappuccini se alza justo al lado del río, y es uno de los principales y más bellos miradores de Turín. Alcanzarlo no nos llevó mucho más de 15 minutos, hasta llegar a la iglesia católica Santa María del Monte dei Cappuccini, que se yergue en su cima.

    El día, como dije, era frío, pero el sol brillaba como casi nunca lo había visto brillar en un diciembre europeo. Lo cual lo hacía la ocasión perfecta para fotografiar la ciudad, que se expandía a nuestros pies.
    El centro histórico es lo que quedaba ante nuestra vista, destacando la punta del edificio más emblemático de Turín, la Mole Antonelliana. Y al fondo, se lograba ver con esmero la cadena alpina que custodiaba la metrópoli con sus picos nevados.

    En ese valle, Torino (nombre de la urbe en italiano) se ha desarrollado desde tiempos tan lejanos como el pueblo de los celtas. Como muchas ciudades europeas e italianas, ha pasado por las manos de distintas civilizaciones, lo que incluye a los romanos, bizantinos, longobardos y francos.
    Pero fue la casa real de Saboya la que puso a Turín en el mapa, cuando trasladó a dicha ciudad la capital de su Ducado. Y más tarde, en el siglo XIX, Turín adquirió fama cuando fue la propulsora de la unidad italiana, y se convirtió en la capital del nuevo Reino de Italia, título que finalmente le arrebató Roma.
    Pero aunque Turín perdió la capitalidad del nuevo país, siguió ganando terreno e importancia al resto de las ciudades italianas y europeas. Así, hoy es una de las metrópolis más industrializadas y modernas, sede de producción de marcas de coches tan mundialmente reconocidas, como Alfa Romeo, FIAT y Maserati, además de albergar dos equipos de fútbol, el Torino Football Club y el Juventus F.C., que cada año se disputan la copa de la UEFA Champions League.
    Luca me hizo saber todo aquello, y me hizo darme cuenta de que no estaba parado en una ciudad cualquiera. Y haber visitado Turín, sabiendo tan poco de ella, resultó como siempre en un regodeo impecable.
    Bajamos del mirador y caminamos por la Vía Po. Nos detuvimos en un modesto restaurante a sus orillas para almorzar algo rápido. Y la cocina siciliana fue la elegida para darme la bienvenida a Italia.

    Vía Po enel centro de Turín.
    Mi viaje anterior a Roma había sido una maravilla, pero demasiado turístico para mi gusto. Su aeropuerto internacional; una estadía de tres noches en un hostal; el Vaticano, el Coliseo y sus principales atracciones; paseos con una mexicana que conocí en el albergue; espagueti al pesto y pizza con anchoas en un restaurante con precios exorbitantes.
    Ahora me había propuesto conocer Italia mucho mejor. Y cuando un local te lleva a un pequeño y rústico restaurante, puede esperarse que la comida sea un verdadero deleite. Y vaya que lo fue.
    El menú comenzó con un delicioso arancino, una croqueta de arroz al azafrán rellena de carne molida, chícharos y queso mozzarella.

    Luego llegaron los acompañamientos. Un plato de caponata, un guiso siciliano bastante parecido al ratatouille francés, ya que se compone principalmente de berenjenas agridulces y salsa de tomate, sólo que a esta se le agrega apio, aceitunas y alcaparras.
    El almuerzo se remató con una rebanada de sfincione, mejor conocida como pizza siciliana, cuya principal diferencia con sus hermanas en Italia es su forma cuadrada y su masa mucho más espesa. Aún así, para mí fue todo un manjar.

    Tomamos una cerveza siciliana y pagamos la cuenta, que al compararla con los precios al otro lado de la frontera (en Francia) me pareció sumamente barato.
    Volvimos entonces a la Vía Po para visitar el principal atractivo de Turín: la Mole Antonelliana.
    Es el edificio más icónico de Turín. Incluso aparece en las monedas de dos céntimos de euro que se producen en Italia. Pero su fama se debe más que nada a su larga historia.

    La Mole fue construida por Alessandro Antonelli en el siglo XIX, quien originalmente la diseñó para ser una sinagoga judía. Pero su relación con los judíos no era precisamente la mejor. Así que la ciudad de Turín decidió dedicar la Mole al rey Víctor Manuel II, y extendieron la altura de su domo a 167 metros.
    A pesar de los terremotos y tormentas que azotaron y destruyeron algunos detalles del edificio, hoy la Mole sigue en pie, y alberga al Museo Nacional del Cine, al cual no quise entrar. Lyon posee dos museos del cine, y honestamente quería reducir mis gastos.
    Fuera de la Mole pasamos frente a una chocolatería Baratti & Milano, una de las mejores marcas paimonteses de chocolate.

    Turín tiene una larga historia de amor con el chocolate. Desde el remoto siglo XVI, una vez que los españoles habían ya importado el cacao a Europa desde México, la región de Piamonte fue cuna de la innovación en la chocolatería.
    Marcas piamonteses tan reconocidas como Ferrero, se encargaron de derribar el mito de que los chocolates eran sólo para ocasiones especiales. Así, llevaron hasta nuestras casas manjares casi gourmet, como los Ferrero Rocher y la Nutella, a precios asequibles. Pero tuve que resistirme a los lujos, y compré sólo un par de chocolates rellenos de licor.

    Luego de ello hicimos una fugaz escala en una cafetería local. Luca y yo nos paramos tras la barra y pedimos dos cafés, un espresso cortado que casi siempre se sirve con una diminuta galleta dulce.
    La cultura del café en Italia es diferente a muchas otras. Algunas cafeterías ni siquiera tienen mesas y sillas en su interior. Porque los italianos toman su espresso, y luego de cinco minutos, pagan en caja y se van. Y es casi así como lo hicimos nosotros, para dirigirnos directamente a la Piazza Castello, justo en el corazón de la ciudad.

    La plaza se adornaba ya con el pino y una pista de patinaje para recibir a la Navidad. Artistas callejeros entretenían a la multitud en el centro de la explanada, y un mercado navideño ofrecía algunos artículos de regalo y chocolate caliente a los transeúntes.
    La Piazza Castello es el lugar donde confluyen las principales avenidas de la ciudad. Y justo en su centro se posa todavía el Palacio Madama, una de las múltiples residencias de la Casa Real de Saboya que han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Palacio Madama.
    Pero sólo unos metros más adelante, se encuentra el Palacio Real de Turín, la principal de las antiguas residencias de los reyes.

    Su exterior, como muchos de los palacios saboyanos, es completamente barroco, sin muchos detalles ostentosos. No obstante, su interior deja entrevisto la lujosa vida aristocrática que la familia solía llevar.

    Sin sumergirme tanto en otro palacio europeo más, entramos hasta las escaleras del vestíbulo principal, desde donde tuvimos una vista de la Piazza Castello entera.

    Luego de ello bajamos, y Luca me llevó hacia su parte posterior. En aquel rincón, todavía se conservan los vestigios de la antigua colonia romana de Augusta Taurinorum, dedicada al primer emperador romano, cuya estatua se levanta en el medio de las ruinas.

    La ciudad conservó la forma del “cuadrilátero romano”, cuyas vías se trazaron como un tablero de ajedrez. Y las ruinas del antiguo foro todavía dan una idea de cómo lucía en el primer siglo de nuestra era.

    La estructura más emblemática del sitio arqueológico es la Puerta Palatina, una de las antiguas entradas a la ciudad que atravesaban la muralla.

    Turín, al igual que Roma, era un contraste de la Edad Antigua con el Renacimiento y la Edad Moderna. Difícilmente me iría decepcionado de aquella bella ciudad al terminar mi estadía.
    Aquella tarde volvimos al apartamento. Luca se vería con una amiga suya, mientras yo me había quedado de ver con Plínio, un brasileño al que había hospedado en Lyon unos días atrás, y quien vivía temporalmente en Turín junto con sus padres.
    La noche había caído. En vista de que ya había visitado la mayoría del centro histórico, Plínio decidió llevarme a la Vía Garibaldi, otra famosa avenida en la ciudad. Pero a esa hora, casi todos los negocios habían cerrado.
    Cuando regresábamos algo decepcionados a la Piazza Castello, encontramos en un callejón un pequeño bar con sus luces todavía prendidas, y el cocinero todavía dentro.
    Abrí la puerta para huir del frío y pregunté al dueño si podíamos tomar algo. Con una animada y fuerte voz, el italiano me ofreció un enorme plato de polenta por 5 euros. —Ya voy a cerrar. Pero come, come. Todavía queda mucha polenta en la cocina —me dijo—. ¿Quieres queso? Come queso, ten.

    El hombre no dejaba de gritar y pasarme platos. Plínio y yo reímos y seguimos comiendo polenta, una comida de harina de maíz muy popular en aquel país. Para no atorarnos con el pesado guiso, nos ofreció vasos de vino por un euro. Comenzaba a creer que no quería cerrar el bar.

    Polenta servida con salsa de tomate y queso parmesano.
    No tardaron en llegar poco a poco otras personas, que al igual que nosotros, buscaban un buen lugar donde resguardarse del frío.
    —Ya voy a cerrar, pero pasen —el dueño seguía diciendo—. Tomen vino, un euro. Tomen este plato de galletas.
    Y por toda la noche, siguió regalándonos cosas.

    Cuatro italianos, un pakistaní y una pareja de suizos recién casados se nos unieron en la noche. Y Luca no tardó en llegar y acoplarse a la fiesta.

    Y aunque su horario terminaba a las 9, nos quedamos en su restaurante hasta la medianoche, tomando vino, comiendo queso y bailando música italiana. Una situación que, pensé, rara vez hubiera ocurrido en Francia.
    No cabía duda de lo cálido que los italianos podían llegar a ser. Incluso en aquel frío invierno justo al pie de los Alpes.
    Al siguiente día fue momento de comprar algunos souvenirs para mi familia en la tienda oficial del Juventus. La liga de fútbol estaba en receso y ningún partido se efectuaría en la ciudad en esas fechas. Pero en el centro de la ciudad es fácil conseguir artículos oficiales del famoso club italiano.
    Luca me llevó a almorzar a una exquisita trattoria piamontesa. Las trattorias son locales de comida en Italia, donde no se sirve comida bajo un menú, sino que se paga por cubierto. El ambiente es bastante relajado y, cabe decir, los precios suelen ser muy bajos.
    Por menos de 10 euros, Luca y yo recibimos en nuestra mesa una charola con queso tomino bañado en salsa verde y salsa infernale. Queso toma di lanzo, gorgonzola y castelrosso, bañados con un poco de miel. Un par de polpetes (albóndigas), un cavolo (repollo relleno con carne) y vitel toné (carne de ternera bañada en salsa de atún). Todo acompañado con pan y un vaso de vino.

    Una vez satisfecho, me dirigí al museo más atractivo de toda la ciudad, que por supuesto no podía dejar pasar: el Museo Egipcio de Turín.
    Cuando elegí esta ciudad como mi primera escala, nunca imaginé que la cultura del Antiguo Egipto sería lo más atrayente que encontraría. Pero por muchos siglos, los reyes de Saboya y Cerdeña se volvieron fanáticos de la historia de aquella civilización. Y crearon una de las colecciones más hermosas de Egipto en el mundo, que ahora se luce en este increíble museo.

    Se trata nada más y nada menos que de la mayor colección de antigüedades de Egipto fuera de Egipto, y del segundo museo más importante sobre esta civilización después del Museo Egipcio de El Cairo.
    La mayores adquisiciones a la colección (que solía ser una colección real) se hicieron durante el siglo XIX por Bernardino Drovetti, quien era cónsul francés en Egipto en aquel entonces.

    La cantidad de dinero que se gastó en expediciones, excavaciones, compra y transporte de las piezas es simplemente enorme. Y por sólo 13 euros me fue posible ver la colección entera, con una audioguía en más de 15 idiomas.
    El museo se divide por orden cronológico, que estudia el Imperio Antiguo, el Imperio Medio y el Imperio Nuevo, y muestra sobre todo objetos de la vida cotidiana, papiros y elementos de la rica cultura funeraria de los egipcios.

    El museo cuenta con el reconocido Papiro Real de Turín, un papiro de 170 cm de largo que contiene los nombres de todos los faraones que reinaron el Antiguo Egipto, incluidos los dioses que gobernaron antes de la era faraónica.

    Las estatuas representan a una multitud de personajes de la realeza y antiguos faraones de las dinastías que gobernaron Egipto. Entre las más famosas se encuentran la estatua de Ramsés II, la princesa Redit y del faraón Horemheb.

    Hay objetos tan preciados y conocidos, como los obeliscos con jeroglíficos y figuras de animales míticos, como los halcones y los perros.

    Y por supuesto, no faltan las esfinges de piedra, transportadas como originalmente se encontraron en las excavaciones.

    Pero sin duda lo más cautivante es la colección de sarcófagos originales que se exhiben en todo el museo.

    Estas tumbas dejan en claro el milenario ritual funerario que los egipcios llevaban a cabo. Algunas momias e instrumentos de embalsamación también se exhiben en las salas.

    Entre los más famosos se encuentra el sarcófago original de Duaenra, hijo de Keops.

    Al salir del museo el sol se había ocultado, y Luca me acompañó a la Piazza San Carlo, donde un grupo de gospel nos deleitó con sus villancicos.
    Terminamos la noche en un bar de la ciudad, donde un grupo de Couchsurfing había organizado un aperitivo. Vino, cervezas y un buffet de bocadillos me despidieron de Turín, en una mezcla de cinco idiomas que seguía mejorando cada día.

    Volví con Luca a su apartamento para tratar de descansar un poco. Al otro día debía partir temprano hacia el este del país, un poco más lejos de las montañas, pero más cerca cada vez de Nápoles y de una hermosa Navidad.
  22. AlexMexico
    Salir de casa temprano nunca ha presentado un desafío para mí. Y despertarme por las mañanas tampoco. Todo depende de la costumbre. Pero en un día frío, salir de cama siempre se vuelve un martirio, uno al que no estoy muy habituado.
    Aquel 19 de diciembre Turín amaneció con una temperatura helada. Menos mal que los grados descendieron a casi cero hasta el día que yo abandonaba la ciudad. El frío era lo que menos buscaba en mis vacaciones de invierno en Italia.
    Ni hablar de meterse a la ducha y esperar a que saliese el agua caliente. Sólo me vestí, tomé mi mochila y salí del apartamento donde Luca, un italiano de Couchsurfing, me había hospedado por un par de noches. Me acompañó hasta la puerta del edificio y caminé hacia la avenida principal a tomar el tranvía, que me llevaría lo más cerca a la parada de mi autobús, que no podía darme el lujo de perder.
    Al salir del vagón, una nieve ligera comenzó a caer y golpear suavemente mi rostro, que cubrí rápidamente con mi bufanda y un gorro, que había cargado por si el frío hacía de las suyas.
    El punto de partida de mi Flixbus no era precisamente el mismo al que había arribado dos días antes. Ahora debía caminar por una larga avenida. Y junto a un parque, el omnibus aguardaba por mí y el resto de los pasajeros. Compré un café para calentar mi cuerpo y no tardé en entrar al coche y recostarme.
    Y mientras salíamos de la ciudad, la nevada se intensificaba hasta casi borrar toda silueta por las ventanas. Pero nuestro rumbo al este, lejos de los Alpes, mejoró el clima, y después de tres horas y media entrábamos a la estación Porta Nuova de Verona.
    Llegaba a una pequeña ciudad de la que, nuevamente, poco sabía, aunque su nombre resonaba en mi cabeza. Mi amiga Antonia me la había recomendado ampliamente. Así que una escala de un sólo día no me haría ningún daño.
    La suerte me había sonreído otra vez, y un couchsurfer había aceptado hospedarme aquel día. Pero él llegaría a casa por la noche. Así que el resto de la mañana y toda la tarde, estaría yo solo y la hermosa ciudad bajo mis pies.
    Y ya que nunca encontré la consigna de equipaje en la estación central, debía llevar mi mochila al hombro conmigo todo el día. No era lo más cómodo, pero no era algo nuevo a lo que me enfrentaría. Mi experiencia me había enseñado a cómo cargar menos de 10 kg en ella. Incluso en el frío invierno.
    La Navidad también había llegado a aquel rincón del norte italiano. Y frente a la antigua Porta Nuova, un pino navideño me dio la bienvenida.

    Guiándome por el GPS de mi móvil, caminé hacia la Via Guglielmo Marconi, donde los antiguos y pintorescos edificios comenzaron a alumbrar mi recorrido.

    En una de sus puertas encontré una bandera argentina. Y aunque sabía que estaba en Italia, no me resistí a comer una empanada de carne. ¡Vaya si extrañaba Argentina y sus empanadas salteñas! Después de todo, tenía el resto de mis vacaciones para seguir comiendo pizza, pastas y lo que Italia me pusiera enfrente.
    La ciudad, como dije, es pequeña, y pronto alcancé los arcos del Corso Porta Nuova, una calle que lleva hasta el centro histórico.

    Y tras aquellos arcos me abrí paso en la Pizza Brà, la plaza pública más famosa y grande de Verona.

    A ambos costados de la acera, los mercaderes ya habían colocado sus carpas para vender toda clase de productos y comida, especialmente las que hacían referencia al Natale (la Navidad).

    Las nubes se disiparon por completo aquel hermoso día y dejaron ante mis ojos una colorida y vívida Verona, excelente para el lente de mi cámara.

    La Piazza Brà es el testimonio más fiel de lo bien que se ha conservado la arquitectura veronesa, incluso después de las guerras que azotaron al país en el siglo XX. Y a sus orillas, los tornasoles edificios dan una muestra magnífica de las corrientes artísticas que se expandieron con el Renacimiento, de la que Italia fue cuna y propulsora. Desde el neoclásico hasta el barroco.

    Pero al Renacimiento no es lo único que la ciudad deja todavía de manifiesto. Tan sólo unos pasos más adelante, me topé con la portentosa Arena de Verona.

    El vetusto anfiteatro romano es una de las construcciones de su tipo mejor preservadas en Italia, y un símbolo memorable de la Era Antigua.
    El edificio de casi 2,000 años de antigüedad fue construido fuera de las murallas que delimitaban la ciudad en la época romana, y era tan famoso que muchas personas viajaban desde lejos para contemplar los espectáculos que se llevaban a cabo en su interior.

    A pesar de su longevidad, la Arena se sigue utilizando para algunas presentaciones de entretenimiento, gracias a su excelente acústica y a su capacidad para 22,000 espectadores.
    Así, durante el Festival de Verona en el verano, son comunes las óperas y conciertos, y han dado cabida a grupos tan célebres como Pink Floyd, Elton John y Muse.
    Cualquiera diría que al haber presenciado ya el Coliseo de Roma (una de las llamadas siete nuevas maravillas del mundo), todo anfiteatro de su mismo tipo no tiene comparación. Pero la Arena de Verona me dejó simplemente boquiabierto.

    A un costado del monumental teatro, las callejuelas más turísticas de Verona se abrían paso, con boutiques de moda, cafeterías, joyerías y tiendas de regalos.

    No tardé en alejarme lo más posible del gentío, perdiéndome en los callejones veroneses a donde ningún coche puede entrar.
    Algunas casas me recordaban, por alguna razón, a la costa mediterránea, que había pisado un mes atrás en Marsella.

    Con aquellas fachadas matizadas cual verano, el frío se escapaba de mi cuerpo con tan sólo voltear hacia arriba, a donde las torres de sus iglesias y antiguos puestos medievales de vigilancia se asomaban bajo el cielo azul.

    No me cabía ninguna duda de por qué Verona era conocida como la ciudad del amor y el romance, a donde muchas parejas viajan a casarse o pasar su luna de miel.

    Pero este último dato tiene su explicación. Una tan sencilla que tres palabras lo dejan todo en claro: Romeo y Julieta.
    Aun quien no haya nunca leído la tragedia de Shakespeare, conoce un poco de la historia que se esconde detrás. Dos jóvenes enamorados cuyas familias no apoyan el amor que se tienen el uno por el otro, y aun así deciden casarse de forma clandestina. La presión de sus parientes y la serie de desfortunios que viven, los hace encontrar en el suicidio la única forma de felicidad, lo que supone al final de la obra la reconciliación de las dos familias.
    Las obras más aclamadas del dramaturgo inglés están casi siempre basadas en hechos y personajes de la vida real, al igual que sus escenarios. Así, Macbeth se sucede en Escocia con uno de sus reyes; Hamlet en un castillo de Dinamarca; Romeo y Julieta toma lugar en Verona.
    Existen muchas teorías que contradicen que las familias protagonistas (los Montesco y los Capuleto) hayan sido originarias de Verona en la vida real. Aunque sí se tiene certeza de que los Cappelletti vivieron en Verona en el siglo XII.
    Y la casa que presume todavía el escudo de armas de la familia en su entrada, es hoy llamada “la casa de Julieta”, y es por supuesto, uno de los principales atractivos de la ciudad, ubicada en la Vía Capello 23.

    Shakespeare nunca visitó Verona, y su obra original es una mezcla de leyenda con realidad. Por lo que no se sabe con exactitud que en aquella casona haya realmente vivido una tal Julieta. Pero sin duda, los enamorados prefieren pensar que así fue.
    En el pasillo que recibe al patio principal, ambas paredes se colman de miles de mensajes de amor que los turistas han dejado con el paso de los años, desde 1905 cuando la casa fue convertida en museo.

    La cantidad de cartas de amor es tal, que el ayuntamiento de la ciudad debe retirarlas por lo menos dos veces al año, al igual que los candados que los novios colocan en una de sus puertas, y que pueden comprarse fácilmente en cualquier tienda de souvenirs.

    En la representación teatral, Romeo y Julieta se declaran su amor en un balcón de la casa. Y ese balcón fue estratégicamente añadido al edificio en los años 30, para hacerlo más ad hoc al libreto de la famosa puesta en escena.

    En el patio, una estatua de Julieta es la forma en la que muchos hombres y mujeres creen poder enamorarse. La tradición cuenta que quien toque el seno derecho a Julieta encontrará por fin el amor verdadero.

    Realidad o mito, no cabe duda que Shakespeare y su célebre drama hicieron a Verona famosa en todo el mundo desde el lejano siglo XVI. Y hayan o no vivido Romeo y Julieta en ella, no puedo negar que cada calle de la ciudad hace a cualquiera enamorarse.

    Muy cerca de la casa de Julieta llegué a la Piazza delle Erbe, la más antigua de Verona, donde años atrás se hallaba su foro romano.
    La plaza está flanqueada por varios edificios y monumentos medievales, como la torre del Gardello, que vigilaba el antiguo centro político de la ciudad.

    En su centro, el mercado de Natale tentaba a cualquiera a comprar chocolate caliente, dulces, adornos y gorros de Santa Claus. Yo me resistí a todo, y me conformé con la belleza del lugar.

    El mayor símbolo de la plaza es la torre de Lamberti, de unos 84 metros de altura, desde donde se custodiaba la ciudad en la Edad Media.

    Para separarme un poco de los turistas, caminé hacia la rivera del río Adigio, que parte a la ciudad en dos y que acordona al casco histórico.
    Desde su orilla contemplé las pequeñas colinas que rodean al centro de Verona, sobre una de las cuales se alza el Castillo de San Pedro, del que poco pude ver, ya que se encontraba en restauración.

    De cualquier forma, no quise perderme la oportunidad de subir hasta la cima, así que crucé el Ponte Nuovo hacia el otro lado del río.

    El campanario de la iglesia de Santa Anastasia fue lo que más acaparaba la atención desde aquel ángulo.

    Pero una vez al otro extremo, el longevo Ponte Pietro apareció sobre la furiosa corriente del Adigio, sobre el que emergía la torre de la catedral de Verona.

    Casi al lado del Puente de Pedro, unas escaleras subían por la ladera de la colina, entre las coloridas casas y sus floreados ventanales.

    Pero Google Maps no marcaba precisamente a dónde llegaban las escalinatas. Di un par de pasos arriba, pero no podía ver mucho más allá de las casas.
    Ante la incógnita, decidí tomar el camino seguro, y subí por la Vía Castello San Felice, que bordeaba la colina por su parte trasera.
    Mi tedioso andar por un camino zigzagueante parecía no llevarme a ningún lugar. No al menos a uno agraciado que quisiera fotografiar. Pero el espectro de un camping de recreo sobre una verde plancha de césped, me condujo a los pies del castillo.
    Y aunque éste último cerraba entonces sus puertas al público para dar paso a su restauración (en plena época navideña) las vistas que su balcón me regaló merecieron muchísimo la pena.

    El casco viejo de Verona circundado por el río Adigio fue el panorama ideal para descansar, y para comer un racimo de uvas verdes bajo los pinares.
    Me preguntaba si aquel castillo habría sido suficiente para avizorar por la pimpolla ciudad hace algunos siglos, cuando el Imperio Romano Germánico y el Austrohúngaro intentaron en repetidas ocasiones invadir el norte de Italia. Pero por suerte, lo mejor de ella parecía haber quedado intacto.
    Sus tejados anaranjados y sus torres medievales me dejaron en claro por qué Shakespeare la eligió como escenario principal para una historia de amor, aunque por desventura nunca tuvo el placer de verla con sus propios ojos.

    Ante mí, una decena de parejas había subido hasta el castillo a pie. Habían tomado las escaleras que no tuve la osadía de explorar. Tras toda una tarde con mi mochila a los hombros, bajarlas fue la mejor elección, y crucé de vuelta a la ciudad por el Ponte Pietra antes del atardecer.

    Busqué un local de comida rápida para saciar mi hambre y descansar mi espalda. Y cuando hube terminado, la noche había caído, el frío se había intensificado y las luces habían alumbrado a una Verona que recibía la Navidad.

    Volví camino al centro para pasar mis últimos minutos en el mercado navideño, donde una pareja de recién casados bailaba su vals por las calles de aquella romántica ciudad.
    El coro hacía sonar sus villancicos, alentando a los novios a besarse en señal de amor. Si una época del año puede poner sentimental a muchos, es sin duda la temporada navideña.

    Las luces, los adornos, el sonar de los cascabeles. Un cuarto menguante en el cielo, el calor de los calefactores callejeros. Las canciones del coro italiano y un grito de ¡Buon Natale!

    Parado solo aquella noche allí, en una ciudad donde nadie me conocía, a unos cuantos días de la Navidad, no tardó en sacarme una lágrima del ojo. Pero pronto supe que era una lágrima de alegría. No todos los días podía disfrutar de aquel tipo de momentos, que aunque en plena soledad, me hacían saber lo afortunado que soy.
    Y unos minutos después me encontraba en el apartamento de Franco, comiendo una pizza de pepperoni y tomando una copa de vino. La mejor manera de curar la melancolía.
    Tras una ducha caliente caí muerto en la cama. Navidad se acercaba y debía seguir mi camino, que al otro día me llevaría a la costa del Mar Adriático.
  23. AlexMexico
    Comprar un boleto para un viaje matinal siempre resulta fácil, y parece una excelente elección, ya que seguro aprovecharemos más el tiempo en nuestro siguiente destino. Pero cuando llega ese día, hacer el trayecto se convierte en una tarea sumamente difícil, sobre todo durante el invierno.
    Abandonar la cálida cama y el apartamento de mi host en Verona aquella fría mañana fue duro. Y el poco tiempo que tenía de sobra para llegar a la estación central me obligó a tomar un autobús. Pero la emoción de mi primer viaje en un tren italiano era suficiente motivo para despabilarme.
    La Navidad se acercaba cada día más, y con ella, el reencuentro con mis amigos en Nápoles, al sur del país. Las escalas en el norte de la península avivaban todavía más mis expectativas, y mi siguiente y breve parada en la costa del mar Adriático era sin duda una de las más esperadas, por mí y por muchos de mis conocidos.
    Haber volado dos veces a Europa y nunca haber visitado Venecia era casi una transgresión a mi pasaporte. Pero ese 20 de diciembre por fin cumpliría mi cometido.
    Los trenes italianos eran mucho más baratos que los franceses, y a decir verdad, resultaban igual de cómodos y veloces. Y en menos de dos horas, entré finalmente a la ciudad de Venecia.
    Encontrar alguien que me hospedase en una ciudad tan turística, en una época tan turística, iba a ser simplemente caótico. —Venecia es una ciudad hermosa, pero es una ciudad de un sólo día —me habían dicho dos amigos italianos. Y con el corto periodo de tiempo que tenía por delante, una sola noche sería la que pasaría en ella.
    Así que buscar un hostal económico fue mi tarea varios días atrás. 15 euros fue el mejor precio que pude hallar. Pero más allá del precio, la ubicación del alojamiento es lo que a uno debe importarle en una ciudad tan peculiar como Venecia.
    Recorrer su mapa en vista satelital fue, sin lugar a dudas, algo nuevo para mí. Y encontrar direcciones es toda una odisea. La numeración de las calles es por barrios, y en lugar de estar numeradas calle a calle, cada barrio tiene asignada una serie numérica. Además, los nombres de las calles venecianas siguen conservando la nomenclatura del siglo XI, por lo que difieren a las del resto de ciudades italianas. Así, aparte de calles, existen nombres de canales, ríos (canales estrechos), muelles, plazas y patios. Caminar en Venecia sería, seguramente, como andar en un laberinto.
    Desde siempre, me fue muy difícil imaginar físicamente a Venecia. Siempre supe ubicarla en un mapa, ya que fue una importante república durante muchos siglos, y su dominio sobre el mar Mediterráneo la grabó para siempre en los libros de historia y geografía. Pero ¿cómo era posible que una ciudad estuviera construida sobre el agua? Quizá se trataría de algo como la antigua Tenochtitlán, pensé. Y Google Maps había confirmado hasta entonces en buena parte mi teoría.
    La ciudad histórica de Venecia (la que todos conocen en fotos) se encuentra construida sobre decenas de pequeños islotes que forman un conjunto muy particular en el centro de la laguna de Venecia, que se emplaza en la punta norte del mar Adriático. Algo así como los aztecas construyeron Tenochtitlán. La diferencia es que la laguna de Texcoco en México es de agua dulce. La laguna de Venecia es de agua salada.
    Y así como los aztecas construyeron grandes calzadas que conectaban a su capital con el resto del valle de México, las islas de Venecia se conectan a tierra firme por medio de un largo puente, el Puente de la Libertad, por el que el tren circuló desde la vecina ciudad de Mestre.
    Los vagones se detuvieron justo después de entrar a una de las islas, donde se encuentra la Estación Santa Lucía, única estación de trenes que conecta a Venecia con el resto del continente. Junto a ella, una central de autobuses es el único lugar donde se permite el aparcamiento de automóviles en la ciudad. El mito es verdad, Venecia es una ciudad sobre el agua. En ella no existen coches.
    Salí de la estación para toparme de frente con un cielo nublado, y con una postal que hacía realidad todo lo que la gente cuenta sobre este rincón italiano. Venecia es casi una ciudad flotante.

    Pero las islas de la urbe están prácticamente unidas, y sólo separadas por estrechos arroyos de agua salada conectados por más 450 puentes. Es casi imposible imaginar embarcaciones en muchos de esos pequeños canales.
    Pero como dibujada naturalmente para poder construir una ciudad allí, Venecia está atravesada por el Gran Canal, un ancho y caudaloso río de agua en forma de “s” que va desde el oeste hasta el sur de la ciudad, y por el que circulan casi todas las embarcaciones que conectan a sus habitantes con el resto de la metrópoli.
    La mayoría de las personas que llegan a Venecia caminan hasta su hotel, ya que no todo es una ciudad acuática. Las islas poseen cientos de calles peatonales y puentes por los que se puede fácilmente transitar. Además, tomar un bote-taxi es extremadamente caro.
    Pero en mi afán por ahorrar algunos euros en hospedaje, acepté pagar una noche en el hostal Generator, que se halla en la isla de Giudecca, al sur de la ciudad.
    El canal que separa Giudecca del resto de Venecia es bastante ancho, y no hay puentes peatonales que las conecten. Así que la única forma de llegar a ella es en barco.
    Las ciudades del mundo entero cuentan con redes de autobuses, tranvías, metros y hasta teleféricos que conectan su trazado urbano. Venecia cuenta con una red de vaporettos, embarcaciones públicas que originalmente se propulsaban a vapor (de ahí su nombre) y que circulan por la ciudad entera navegando por sus canales, sobre todo por el Gran Canal.

    Funciona básicamente como cualquier servicio de transporte público. Uno compra su ticket y se dirige a la estación más cercana. Cuando el vaporetto llega (existe un horario bien establecido y respetado) sube, toma un asiento de haberlo disponible, y baja en la parada que más le convenga. En cada parada los mapas indican las diferentes líneas de transporte público, las paradas y los tiempos. Aunque para mí pareciera casi una atracción turística (un viaje en barco por Venecia no es cualquier cosa) los venecianos los usan diariamente para ir a sus trabajos y a la escuela, como cualquier citadino usa el metro para ir a casa.
    Las estaciones de vaporetto son prácticamente muelles flotantes, que se balancean cada vez que el oleaje de los barcos lo permite. Los vaporettos cuentan, por supuesto, con chalecos salvavidas, son accesibles para personas con discapacidad y los accidentes son prácticamente nulos.

    Pero un viaje sencillo en vaporetto ascendía a más de siete euros. Y el abono de 24 horas tenía un costo de 20 euros. Por el número de veces que debía tomar la embarcación para ir y venir de mi hostal, y al otro día a la estación de tren, supe que el pase diario era la mejor opción para mí.
    No puedo negarlo, pagar 20 euros por un día de transporte lastimó mi cartera. Pero viajar en barco en Venecia tenía su encanto. Y como mi primera vez en aquella ciudad, coger un asiento en su cálido interior no era mi mejor opción. Así que me dirigí a la proa abierta para disfrutar del paisaje a ambas orillas del canal.
    Pronto pasamos de largo el barrio de de Santa Croce, la zona portuaria con sus paisajes modernos y poco clásicos. Y al dar la vuelta al sur, la silueta de aquella Venecia renacentista apareció ante los ojos de todos.

    La línea de transporte que yo había cogido poco se acercó a las islas centrales, y me llevó rápidamente a Giudecca, donde descendí en la parada de Zitelle, casi frente a mi hostal, el único y más famosos en aquella zona, donde la mayoría de los jóvenes se hospedan por su cómodo precio y sus increíbles instalaciones.
    El reloj todavía no marcaba las 12. No podía hacer mi check-in, y había desayunado algo rápido en el tren. Así que dejé mi mochila en el guardaequipaje y volví a tomar el vaporetto rumbo a las islas centrales de la ciudad.
    El ferry me llevó hasta la parada de S. Zaccaria, a orillas del barrio más famoso de Venecia, San Marcos en el corazón de la ciudad.

    Entre los diferentes muelles de vaporetto sobresalían desde el mar filas de palos de madera, a los que se amarraban las célebres góndolas, íconos inmortales de Venecia.

    Caminando por el malecón, a mi derecha apareció el primer pequeño canal (también llamado río), el más famoso de ellos y uno de los más fotografiados por los turistas.
    Se trata del Rio di Palazzo, sobre el cual cruza el Puente de los Suspiros, una hermosa construcción barroca bajo el cual aparecieron los primeros gondoleros, que por unos 80 euros la hora, paseaban a turistas enamorados por los románticos rincones de Venecia.

    No obstante, la historia de aquel radiante puente no es lo que todos esperan. De hecho, conecta al majestuoso Palacio Ducal con los antiguos calabozos de la Inquisición. Así, desde su hermoso interior es donde los prisioneros veían por última vez la luz del sol. Su nombre hace alusión a los suspiros de los condenados que se podían escuchar en él. Incluso Venecia tiene historias horripilantes que contar.
    Y junto a aquel puente, el Palacio Ducal se yergue, posando su gallardía ante los ojos de todos los venecianos y turistas que como yo, cruzaban la médula de la ciudad.

    A diferencia de lo que el nombre del palacio da a entender, Venecia no fue un ducado, sino una república, tan antigua que su nacimiento se remonta a la Edad Media, durante el lejano siglo IX.
    A pesar de haber sido una ciudad-estado (al estilo de lo que es hoy El Vaticano, Mónaco o Singapur), cobró una importantísima relevancia en Europa y el mundo entero, al controlar el comercio entre oriente y occidente en el mar Mediterráneo. Más tarde, extendió su territorio hacia los vénetos de Trivento, Istria y Dalmacia, hasta ser derrotada por Napoleón y pasar a formar parte del Imperio austriaco y el Reino de Italia, país al que hoy sigue perteneciendo.
    Durante aquel poderío que la distinguió durante casi un milenio, el Palacio Ducal albergaba la residencia de los dux (líderes del gobierno) y a la corte de justicia de Venecia. Y ambas fachadas de un rosado y blanquecino mármol con un exquisito estilo gótico delatan la prominencia de la república en el pasado.

    Frente a él, el Palazzo della Zecca es la antigua casa de la moneda de Venecia, y hoy alberga, junto al Palazzo della Libreria, a la Biblioteca Nacional Marciana, una de las bibliotecas de manuscritos más antiguas del país con una de las más grandes colecciones de textos clásicos del mundo.

    Ambos palacios, vis a vis, son la antesala de la única plaza pública de Venecia, la reconocida Plaza de San Marcos, el “salón más bello de Europa”.

    Este es el punto culminante del turismo en Venecia, en donde cada esquina es fotografiada por numerosos visitantes que acuden a su bullicioso centro cada día del año.
    El cuadrante está flanqueado por los más bellos y célebres edificios de la ciudad, que incluyen al Campanile de San Marcos, un particular y aislado campanario católico, y por supuesto, la Basílica de San Marcos, el principal templo veneciano.

    La basílica está dedicada a San Marcos, que desde el siglo IX es el patrono de la ciudad. Supuestamente, sus reliquias fueron llevadas a Venecia desde Alejandría, ganando así la ciudad una sede episcopal independiente, lo que contribuyó mucho a su desarrollo.

    Una ley de la antigua república obligaba a los mercaderes a pagar un tributo para “embellecer a San Marcos” cada vez que hicieran un negocio provechoso. Por ello, la basílica cuenta con tantos materiales diferentes, que al final forman un excelente prototipo del arte bizantino.

    La Plaza de San Marcos es el punto más bajo de toda Venecia, y el precio que debe pagar por ello es bastante caro. Cuando llueve, la plaza suele inundarse, aunque el drenaje logra hacer circular el agua hacia el Gran Canal. Pero cuando la marea sube en el mar Adriático, el agua salada sale incluso del drenaje, y las inundaciones resultantes no son nada agradables.
    Mucha gente pone a Venecia como una de las ciudades que desaparecerán próximamente, ya que el nivel de los océanos crece año con año gracias al calentamiento global. Por lo pronto, su belleza sigue atrayendo a millones de turistas, a quienes ni la lluvia ni las inundaciones los detiene a este rincón italiano.
    Me introduje en la famosa Torre del Reloj, bajo la cual un pasaje me condujo al interior del barrio de San Marcos, uno de los seis sestiere de la ciudad.

    Algunas góndolas se aparcaban en los canales sin pasajero alguno, como si perteneciesen a las familias residentes del edificio contiguo y las ocupasen para su uso personal.

    Cada vez que pasaba por uno de ellos y observaba aquellas ventanas y puertas que daban directo a las aguas, me preguntaba si aquella marea alta no entraría a sus casas con frecuencia. Una postal bellísima, pero algo que sin duda me daría miedo de vivir allí.

    Los edificios de Venecia parecían ser restaurados y pintados por el gobierno para conservar su increíble belleza, aunque en realidad los dueños y arrendatarios sean los responsables del cuidado de cada una de las casas de la ciudad.

    Pronto, las calles de San Marcos me llevaron hasta el Ponte di Rialto, el puente más famoso y hermoso de la ciudad, que para entonces se colmaba de turistas que fotografiaban el Gran Canal que surcaba bajo nosotros.

    El Gran Canal es algo así como la avenida principal de Venecia, donde el tráfico y el bullicio de los vaporettos y botes particulares siempre está presente. Incluso los tránsitos y policías navegan sus aguas para el control de la circulación. Y a sus orillas, multitud de “aparcamientos” estacionan las góndolas de los venecianos. Ahora me quedaba claro que Venecia es una ciudad única.

    Hasta entonces había tenido mucha suerte, pues el cielo nublado no había soltado su furia sobre la ciudad. Estábamos a un día de que comenzara el invierno, pero el frío en Venecia no era nada extremo. Ahora sabía que Italia había sido una buena elección para mis vacaciones de invierno.
    El puente me llevó hasta el barrio de San Polo, el más pequeño de los distritos venecianos.

    Aunque era plena víspera de Navidad, muchas calles de Venecia se encontraban vacías. Y cada turista que me topaba por sus callejones sostenía un estorboso mapa de papel, que con dificultad intentaba descifrar.
    Yo por suerte tenía mi GPS y mi plan 3G en toda la Unión Europa. Aunque para ser sincero, no se puede visitar Venecia sin perderse en ella.

    Aunque la Plaza de San Marcos es el núcleo del turismo, a cada paso me daba cuenta de algo. Todo rincón de Venecia es digno de una postal. Es una de las ventajas de las que esta histórica y maravillosa ciudad goza, a diferencia de muchos otros destinos, donde la gente se aglomera exclusivamente en un un solo punto.

    Y si bien, un paseo en góndola es para muchos una actividad obligada, 80 euros no era precisamente lo que estaba dispuesto a pagar. Para mí, el viaje en vaporetto había sido casi suficiente.

    Además, otro cliché veneciano apareció rápidamente frente a mí. Una tienda de máscaras del carnaval.
    A lo largo de cada calle, sobre todo en el distrito de San Marcos, las máscaras se venden como uno de los principales atractivos de Venecia para que el visitante lleve de vuelta a casa. Pero pocos son los artesanos de máscaras auténticos que Venecia conserva hoy.

    En aquel rincón de San Polo, ni una persona visitaba la Bottega dei Mascareri, donde la silueta de Sergio, el joven artesano, me llamó la atención y me hizo tocar la puerta.
    Sergio se encontraba preparando la emulsión para remojar las máscaras, que desde décadas atrás, junto con su hermano, se ha dedicado a crear con sus propias manos.

    El carnaval es la época más famosa y hermosa del año en Venecia. Festival mundialmente conocido por los transeúntes que se pasean con sus atuendos del siglo XVIII, originalmente portados por la nobleza para sus fiestas aristocráticas. Pero el elemento más icónico es, sin duda, la máscara antropomorfa, que permitía a los asistentes de la fiesta conservar su anonimato.
    Encontrar máscaras en Venecia hoy en día no es una tarea difícil. Pero a decir verdad, la mayoría de ellas son fabricadas en masa, muchas de ellas hechas en China y el resto de Asia por mano de obra barata. Así que encontrar un artesano italiano como Sergio no era una oportunidad que me podría perder.
    Los precios de las máscaras en la Bottega dei Mascareri son por supuesto más elevados que en el resto de las tiendas, pero las hay desde los 20 euros. Sus creaciones han participado en multitud de eventos en Italia y Estados Unidos, que los han hecho merecedores de galardones y premios desde 1984, año en que Sergio y su hermano Massimo fundaron la tienda.
    La falta de clientes en ese momento no me hizo pensar en que su fama hubiera trascendido tanto. Pero haber creado las máscaras para la película “Ojos bien cerrados” de Stanley Kubrick, me dejó en claro que estos artesanos no se andan con rodeos.

    Poco me faltó para comprar una máscara y pasearme por Venecia con ella sobre mi cara. Pero el escaso espacio en mi mochila me hacía muy difícil llevarla de vuelta, intacta, hasta mi ciudad natal en México. Me conformaría con un pequeño souvenir para mi refrigerador.
    Di las gracias a Sergio y lo felicité por su trabajo, para después salir y seguir con mi caminata vespertina.
    Antes de darme cuenta, había pasado hasta el barrio de Dorsoduro, uno de los más caros y populares entre los extranjeros y los estudiantes en Venecia.

    Sus colores y la belleza de su inigualable arquitectura eran simplemente majestuosos.

    Aunque el olor que los canales venecianos emanan no es el más suculento (después de todo, es agua salada), el reflejo de los vívidos edificios sobre ellos hacen de cada orilla un paisaje inolvidable.

    Las postales ante mis ojos parecían no sólo inspirarme a mí a escribir en mi diario y a tomar fotografías. Un solitario pintor parecía sentirse también cautivado por aquellas siluetas de fantasía.

    Algunas casas me hacían difícil entender el trazado urbano de Venecia. Si las puertas daban directamente a los canales, significaba que algunas personas entraban a sus casas desde una lancha. Algunas no gozaban incluso de un pórtico. Y el moho en su parte baja dejaba en claro que la marea subía y bajaba de manera continua.

    Pero los venecianos parecían estar acostumbrados a vivir sobre el agua. Tal como los aztecas. Tal como los uros del lago Titicaca.
    ¿Cómo hacían las personas para ir a la tienda? ¿Cómo haría alguien para mudarse de casa, sin coches ni camiones de mudanza? ¿Cómo sería ir a tomar una cerveza a casa de un amigo? Vivir en Venecia debe ser, indudablemente, una señera experiencia digna de muy pocos.
    Llegué nuevamente a la costa del Gran Canal, esta vez por su parte sur, justo al lado del Puente de la Academia, otro de los cuatro que lo atraviesan.

    Desde lo alto, se apreciaban ambas orillas de los distritos más conocidos de Venecia, Dorsoduro y San Marcos.
    Siluetas de edificios tan famosos como el Palazzo Cavalli-Franchetti y la basílica de Santa María della Salud quedaban al desnudo, regalándonos a mí y a todos los turistas un paisaje maravilloso.

    Sobre el puente, todos los idiomas podían escucharse. Excepto el italiano, aunque seguro que los venecianos deben estar muy acostumbrados a los visitantes extranjeros,

    Sin poder evitar ser un turista más en la ciudad, bajé el puente y regresé a las callejuelas de San Marcos, para seguir deleitándome con sus canales coloridos.

    Llegó la hora de perderme en Venecia, y decidí apagar el GPS y dejarme guiar por mi propio sentido de la orientación, que me llevó al final hasta las orillas de Cannaregio, el barrio más septentrional de la ciudad.

    Deseé por mucho que las avenidas principales de las grandes ciudades lucieran como el Gran Canal de Venecia, que a pesar de su atestada navegación, sus aguas eran capaces de llenarme de una inmensa apacibilidad.

    Los edificios a orillas del Gran Canal son los más bellos de Venecia. Muchos de ellos albergan museos de arte, escuelas de la Universidad, Bibliotecas y antiguos palacios. Pero quien tiene la suerte de vivir allí, es causa de la envidia de la ciudad y el mundo entero.

    Caminar junto al Gran Canal a veces es complicado, ya que no posee un malecón entero a sus orillas, sino sólo pequeñas terrazas con barandales, en cuyas aguas se posan las estaciones de vaporetto.

    Y sin más, tomé el ferry de regreso a mi hostal, disfrutando de las últimas vistas que el Gran Canal de Venecia me ofrecía.

    Y al atravesar el canal de Giudecca, San Marcos y Dorsoduro me enamoraron con una última toma de su silueta al atardecer, que contemplé desde la isla contigua a un costado de mi hostal. Hospedarme allí no había sido, después de todo, una idea tan mala.

    Tras tomar una ducha, salí a buscar una buena pizza para cenar con mi compañero de cuarto argentino. Aunque la mejor comida italiana era la que estaba por probar los siguientes días, en una víspera de Navidad que nunca olvidaría.
  24. AlexMexico
    Mi única noche en Venecia, luego de comer la cena con mi compañero de cuarto, tomé el vaporetto a la Plaza de San Marcos para encontrarme con su vida nocturna. Pero al parecer, era prácticamente nula, algo que nunca me imaginé de una ciudad como aquella.
    Así que un pronto retorno al hostal en la isla de Giudecca me bastó para conciliar el sueño a tempranas horas de la noche. Al amanecer debía tomar un tren hacia Bolonia, en la contigua región de Emilia-Romaña.
    Despertar no fue difícil, y había anotado el horario en que el vaporetto pararía en la estación más cercana para llevarme a la central de Santa Lucía. Así que tras un rápido check-out, salí a la templada mañana a esperar por el ferry.
    Giudecca está aislada del resto de Venecia, y la única forma de acceder a ella es por una embarcación. Ningún puente la conecta de forma peatonal. Y como dije antes, en Venecia no existen los coches.
    El vaporetto no tardó en llegar, pero pronto me di cuenta que aquel iba en la dirección contraria, una vía más larga hasta llegar a Santa Lucía. Pero atravesaba el Gran Canal, y ver sus orillas al amanecer sería un bonito último regalo de Venecia. Al final de cuentas, también me llevaría hasta la estación de trenes, pensé. Y sin pensarlo dos veces, subí y me senté en su descubierta proa.
    Justo ese día comenzaba el invierno. Eran ya vacaciones escolares y el tráfico era exiguo. Tenía el barco casi para mí solo.
    Los edificios todavía se veían oscuros, pero el sol empezaba a levantarse en el este. El cielo se pintaba poco a poco de un azul rosáceo, y yo no hacía nada más que admirar ambas orillas de la ciudad.

    La cautivante escena me hizo olvidarme de mi reloj. Pero mi intuición me decía que ya era algo tarde. El ferry estaba tardando mucho más de lo que pensé en llegar a Santa Lucía, y tenía miedo de perder mi tren.

    La romántica escena se esfumó cuando el barco empezó a parar en cada una de las estaciones en el camino, así no hubiera nadie que quisiese bajar o subir. Y un vistazo a mi celular bastó para aceptar lo inevitable: estaba a punto de perder mi tren.

    No tenía muchas opciones. Estaba en Venecia, no existen los coches. Sólo podía seguir montado en el vaporetto o bajar y correr hasta la estación. Y con mi mochila al hombro, no iba a ser muy buena idea.
    Con la menuda esperanza de que por alguna razón el tren se hubiese retrasado, bajé corriendo del ferry cuando aparcó frente a Santa Lucía. Pero como predije, el tren se había marchado.
    Me acerqué entonces al centro de atención a clientes. La señorita me dijo que no tenía otra opción, más que comprar un ticket nuevo. Y aunque hubiese llegado más temprano, no iba a poder abordar, porque cuando compré el boleto en internet elegí la opción “Venecia Mestre”, y no “Venecia Santa Lucía”. La estación de Mestre se encuentra en tierra firme, y para llegar a ella debía haber cogido otro tren, o en su defecto, un autobús.
    Me vi entonces obligado a pagar 32 euros por mi trayecto. Pero no podía enojarme. Son gajes del oficio. Además, estaba en Venecia, nadie puede enfadarse con una ciudad así.
    Compré algo para desayunar a bordo y me senté a leer junto a la ventana del vagón. Al menos mis 32 euros valieron la pena, con tan cómodo y rápido viaje.
    Antes del mediodía llegué a la estación de Bolonia. Había reservado una noche en el Dopa Hostel, a unas 10 cuadras de la central, y muy cerca del centro histórico.
    A mi llegada, no era todavía momento de hacer mi check-in, pero pude, como siempre, dejar mi mochila en la bodega. Y en la sala del hostal, Paul y Laura, un mexicano y una colombiana, hacían su check-out. Debían tomar su tren a Florencia esa misma noche, así que pasarían esa última tarde en la ciudad.
    Y como no me venía nada mal algo de compañía, acepté recorrer con ellos el centro histórico.

    Mi amiga Antonia, una italiana con quien trabajaba en el colegio de Lyon en Francia, era quien me había ayudado a armar mi itinerario de viaje en Italia. Y habiendo estudiado cuatro años en la Universidad de Bolonia, recomendarme su antigua ciudad de residencia no era algo de extrañarse.
    Descrita por ella como una ciudad estudiantil, y una de las mejores capitales gastronómicas de Italia, simplemente no pude dejarla pasar.
    Me adentré así con Paul y Laura al centro histórico de Bolonia, uno de los cascos antiguos medievales mejor conservados y más grandes de Europa.

    El centro histórico está rodeado de parques y jardines numerosos, como el Parco della Montagnola, justo al lado del hostal donde nos alojábamos.

    Nuestra primera parada sería la Fuente de Neptuno, uno de los íconos de Bolonia. Pero al llegar a la Piazza del Nettuno, nos topamos con su sorpresiva ausencia. La fuente estaba en restauración y nada, más que las mallas a su alrededor, podían verse.

    La fuente fue construida en el siglo XVI para simbolizar el gobierno del nuevo papa, Pío IV. Bolonia perteneció por varios años a los Estados Pontificios, que hoy se reducen solamente a la Ciudad del Vaticano.
    Pero su fama va más allá de su monumental belleza. Según nos contaron, su creador quería esculpir a Neptuno con unos grandes genitales, pero la iglesia católica lo prohibió. Así que el artista, Juan de Bolonia, se las ideó para que, desde cierto ángulo, su meñique pareciera su pene. Y después de unos años, el papado mandó a poner unos pantalones de bronce a la estatua. Aún así, la fuente sigue siendo un ícono erótico hasta hoy, donde las ninfas en sus esquinas arrojan agua por los pezones.
    Fue lamentable no poder apreciar aquella curiosa escultura. Pero junto a ella, el Palazzo Re Enzo nos dejó en claro el fuerte carácter medieval que Bolonia sigue poseyendo, un edificio que ha permanecido en pie desde el año 1245.

    El palacio es en realidad solo una ampliación del contiguo Palazzo del Podestà, sede del gobierno local, cuyo campanario central avisaba a los pobladores de acontecimientos importantes.

    El ayuntamiento forma parte de los flancos de la Plaza Mayor de Bolonia, el núcleo de la ciudad, donde Paul, Laura y yo nos sentamos por unos momentos a admirar su imponencia.
    El sur del cuadrante, la basílica de San Petronio hace honor al santo protector de la ciudad, junto al que se encuentran también San Francisco y Santo Domingo. Aunque ninguno de nosotros sumamente católicos, no quisimos perder la oportunidad de verla por dentro. Aunque la misa que se llevaba a cabo nos imposibilitó tomar fotos de su interior.

    Nos introrudjimos bajo el Palacio del Banco, por un pasaje orillado por antiguos y coloridos edificios que datan también de la lejana Edad Media, pero que hoy alojan comercios locales de ropa y comida.

    Antonia me había contado que a su amada ciudad se le apodaba “Bologna la grassa”, ya que por su famosa gastronomía para los boloñeses era imposible dejar de comer. Y que no podía irme de allí sin haber probado algunos de sus mejores platillos.

    Así que cuando pasamos junto a la boutique-restaurante Tamburini, una de las más visitadas en el casco antiguo, no dudé en pedir a Laura y Paul unos minutos para echar un vistazo.

    Antonia me había recomendado su mortadella. Pero al parecer, Tamburini era realmente lo mejor de la ciudad, y el número en la lista de espera era muy lejano, y con sólo una tarde en Bolonia, decidí continuar la caminata y deleitar a mi paladar al finalizar el día.

    La misma calle nos llevó hasta el Palazzo della Mercanzia. A pesar de haber visto infinidad de edificios góticos en Europa, Bolonia parecía poder convertirse en mi ciudad gótica favorita, aunque sus colores ocre pudieran parecer algo aburridos para muchos.

    Y a tan sólo unos metros, Paul nos llevó hasta las dos torres, el mayor símbolo arquitectónico boloñés.
    Bolonia fue la verdadera ciudad de las torres en la Edad Media. La gente habla que en aquella época, llegar a Bolonia era casi como llegar a Nueva York, por la cantidad de enormes torres que se erguían dentro de sus murallas.
    Los historiadores creen que los torrejones fueron construidos por las familias locales como símbolo de poder y protección en una era donde los conflictos entre el Sacro Imperio Romano Germánico y el Pontificado eran cada vez más graduales.
    Hoy, dos de las torres que permanecen en pie son las más famosas para el turismo y los locales: la torre Garisenda y la torre Asinelli.

    Sus nombres provienen de las familias que, se cree, las mandaron a construir. La más alta de ellas, la Asinelli, rebasa casi los 100 metros, y su apertura al público permite conocer la verdadera Bolonia del medievo.
    Aquel rascacielos medieval era el primer monumento de vigilancia al que me introducía en mi vida. Su interior simplemente me cautivó, y me transportó a Gondor, y a las dos torres donde se libraron las batallas de la segunda saga de El Señor de los Anillos.

    Al llegar a su punta, la ciudad entera de Bolonia quedó a nuestros pies, como si esperase a ser vigilada por nosotros tres.

    Mirar a los cuatro puntos cardinales era inevitable, esperando a que una banda de orcos o ents apareciera para declararnos la batalla.

    Aunque para ser sincero, me di cuenta que yo hubiera sido el menos indicado para cuidar de una ciudad desde las alturas. El vértigo, a ni siquiera 100 metros de altitud, me estaba asesinando. Tanto que pedí a Paul tomar las fotos por mí.
    Aunque la cima de la torre está protegida con barrotes de metal, mirar abajo me daba escalofríos. La forma más eficaz para alguien como yo era caminar sin dejar de tocar las vetustas paredes de piedra.

    Aún con el miedo recorriendo mis venas, los antiguos tejados de Bolonia me hicieron ver que aquella breve escala no había sido en vano, y respondía a la teoría de Antonia del porqué era una de las ciudades preferidas para los universitarios en Italia.

    De hecho, la Universidad de Bolonia es considerada la universidad más antigua del mundo occidental, fundada en 1088, y se posa junto a las grandes casas de estudio de Europa, con universidades tan reconocidas como la de Oxford, París y Salamanca.
    Uno de cada diez habitantes de Bolonia es estudiante de su universidad. La misma ha visto pasar alumnos tan renombrados, como Dante Alighieri y Nicolás Copérnico. Bolonia era, después de todo, mucho más que sólo su salsa boloñesa.
    Bajamos los escalones, al seguro y menos vertiginoso nivel del suelo, para seguir con nuestra caminata vespertina.
    Mientras Paul y Laura se inclinaron por un gelatto, yo me decidí por un chocolate caliente en su mezquino, pero cálido mercado de Navidad. Diría que es lo más bello de viajar en diciembre en Europa. Los Christmas markets nunca decepcionarán a nadie.

    Subir y bajar las escaleras de aquella torre nos había agotado más de lo esperado, sobre todo con ropa tan pesada para cubrirnos del frío invierno, que recién había comenzado. Así que un par de callejuelas más fueron suficientes antes de volver al hostal a reposar un poco.

    Paul y Laura se detuvieron a comer en un 100 montaditos, una famosa franquicia española de bocadillos, vino y cerveza, de la que casi me había ya hartado cuando viví en Galicia.
    Yo no había viajado hasta Bolonia para comer tapas baratas, me dije. Así que invité a otro de los chicos que conocí en el hostal, Diego, a visitar L’Osteria dell’orsa, uno de los restaurantes que Antonia me había recomendado.
    Diego venía de Sevilla, y su deseo por probar tapas españolas era tan exiguo como el mío. Aunque nuestro apetito por la comida boloñesa era gigantesco para esa hora de la noche.
    Ir antes de las 8 fue una excelente idea, ya que la hora de la cena apenas empezaba, y L’Osteria estaba medianamente vacía. Pedimos una mesa para dos, y la mesera nos llevó al sótano, a una mesa donde fácilmente cabían diez personas. La tradición de L’Osteria es siempre compartir la mesa con desconocidos. Todo por el placer del buen comer.

    Unos pocos minutos después, el restaurante estaba a poco de su máxima capacidad. Casi ninguno tenía pinta de ser estudiante, pero aquello era normal. Era casi Navidad, y para entonces la mayoría de los universitarios se habían marchado a casa con sus familias.
    Mi sopa de tortellini relleno de manzo (carne de res) y capone con abundante queso parmesano fue una buena decisión, además de una solución barata al hambre. Y los tagliatelles con ragù (la famosa salsa boloñesa de tomate con carne molida) de Diego nos dejaron en claro que Antonia tenía razón. Bologna la grassa era una de las mejores capitales gastronómicas de Italia.
    Sin poder quedarme más tiempo, agradecí esa breve escala en aquel rincón del norte italiano. Pasé la noche bebiendo vino con los chicos del hostal, para al otro día tomar mi autobús hacia las faldas del Vesubio, donde Nápoles y mi amigo Gianpiero me darían una acogedora y deliciosa Navidad.
  25. AlexMexico
    El tiempo había pasado más rápido de lo esperado desde mi llegada a Francia. Mis vacaciones decembrinas en la península itálica estaban justo a la mitad, y algo me decía que aquel 24 de diciembre no iba a ser como el resto de mis Nochebuenas.
    La ciudad de Nápoles y el sur de Italia son famosos por sus soleada costa y sus mediterráneos paisajes, que las diferencian del resto de las metrópolis europeas. Cualquiera hubiera deseado una Navidad en la nieve con luces y mercados callejeros. Yo, por otro lado, elegí una alternativa mucho más rústica.
    Mi amigo Gianpiero se encontraba en la ciudad de vacaciones y me hospedaba en casa de su familia en la comunidad de Pozzuoli, un costero y pintoresco suburbio de Nápoles.
    Luego de un tradicional espresso cortado italiano para desayunar, Gianpiero me llevó por las calles que lo vieron crecer desde pequeño.

    La historia de Pozzuoli se remonta casi paralelamente a la historia de Nápoles. Ambos puertos importantes del Mediterráneo fundados por los griegos y conquistados por los cartagineses, hasta pasar a convertirse en colonias romanas.

    Estos últimos son los que dejaron más vestigios en esta zona del Golfo de Nápoles, y hoy, entre las casas de los vecinos actuales de Gianpiero y su familia, el Serapeo del antiguo Foro Romano se luce como si fuera un parque más en un barrio periférico.

    Las ruinas romanas son algo a lo que ya me venía acostumbrando en todas las ciudades italianas y muchas otras urbes europeas. Pero Pozzuoli tenía su propio encanto. Tiendas de conveniencia, vendedores ambulantes, niños en la calle, gritos que resonaban hasta la última de las rosáceas terrazas.

    Una costa azul turquesa, el sonar de las campanas del mediodía, una pintura descascarada en cada vetusta pared y un olor inolvidable como el de cualquier puerto marítimo.
    Esta oculta zona de Italia me hacía sentir sin duda mucho más cercano a la cultura latina. Y con un sol como el de aquella mañana de Nochebuena, todo reducto de nostalgia se esfumó por sus coloridos callejones.

    Y entonces Gianpiero me llevó hasta la principal atracción de Pozzuoli. El conglomerado de Rione Terra, el primer núcleo urbano habitado de la ciudad.

    Rione Terra es una zona posada en lo alto de un pequeño cerro junto a la costa del golfo de Pozzuoli, donde se establecieron los primeros habitantes por allá del siglo II a.C.

    Sus calles vieron la evolución paulatina de la arquitectura, religiosidad, costumbres y tradiciones napolitanas hasta el año 1970, cuando se decidió reubicar a todas las personas que allí vivían. La causa, un peligro de colapso por los movimientos volcánicos del suelo, que ponían en riesgo a todas sus construcciones por lo mal conservadas que se encontraban.

    Y llegó el año de 1980, cuando un terremoto causó severos daños y derrumbes en Rione Terra, donde afortunadamente nadie pereció gracias a las medidas de seguridad tomadas con anterioridad.

    Pero el gobierno no permitió que los eventos geológicos dejaran en el pasado al más importante de los barrios de Pozzuoli, y hoy se presume totalmente restaurado y abierto al público, como una nueva villa que conserva todavía su espíritu antiguo.

    Un cálido mediodía nos sonreía en el Mediterráneo y la madre de Gianpiero me invitó a comer un bocadillo en casa antes de seguir mi visita. Dos bolas de mozzarella de bufala campana, el queso mozzarella con denominación de origen napolitano.
    Cuando pienso en mozzarella no puedo evitar pensar en pizza. Una bolsa de plástico con ralladura de un queso blanco que se esparce sobre una gruesa masa con salsa de tomate.
    Pero el mozzarella napolitano no es así. Y dos simples bolas hervidas en una olla de agua caliente acompañadas de pan y jamón me demostraron el verdadero e inolvidable sabor del que me atrevo a decir, es el tercer mejor queso que jamás he probado (los dos primeros lugares debo reservarlos al comté y al camembert franceses, por supuesto).

    La familia Massaro comenzaba a llegar a casa para festejar aquella Nochebuena. Un padre, una madre y una hermana mayor formaban aquella típica familia italiana. Y el tío Angello no tardó en arribar por nosotros.
    Aprovechando su coche, Gianpiero me ofreció el mejor de los regalos que alguien me había ofrecido en una Nochebuena por mucho tiempo. Visitar las ruinas de la antigua y mítica ciudad de Pompeya, a sólo unos kilómetros al sur de Pozzuoli.
    Sin dudarlo, acepté la invitación, y el tío Angello nos condujo hasta el sur del golfo napolitano, en la otra punta de la zona metropolitana.
    Hay quizá varias cosas que vienen a la mente cuando uno piensa en Nápoles. Pizza, la mafia Camorra y el Vesubio.
    La historia entera de Nápoles no puede separarse de ninguno de estos tres elementos conocidos a nivel mundial. Y así como Nápoles ha sabido salir adelante a pesar de la mafia en sus calles, también ha sabido lidiar con el monte Vesubio, el volcán más peligroso del mundo.

    Existe una lista con los 16 volcanes de la década, que enumera los volcanes que representan más peligro en el mundo actual, por su constante actividad y por su cercanía a zonas pobladas. Así pues, Nápoles es la zona volcánica más densamente poblada del mundo, con más de tres millones de habitantes a su alrededor.
    La tranquilidad y felicidad con la que viven los napolitanos me dejó estupefacto. El Vesubio puede verse casi desde cualquier punto de la ciudad, y es un constante recordatorio del poder de la Tierra bajo nosotros.
    Su última erupción fue en 1944, y destruyó gran parte de la ciudad de San Sebastiano. Pero no cabe duda que su erupción más famosa fue la que tuvo lugar en el año 79 d.C., que sepultó por completo a la ciudad romana de Pompeya.
    Cuando nos adentramos en el municipio de Pompeya todo a mi alrededor me hablaba de una moderna y civilizada ciudad. Unas 25,000 personas habitan sus calles hoy en día, y la vida transcurre con normalidad.
    Pero la zona arqueológica es el vivo vestigio de lo que fue una prominente colonia romana por varias décadas, hasta que el incontrolable poder geológico la hizo pagar el precio de su extraña localización.
    Si bien Rione Terra en Pozzuoli es el mejor ejemplo de lo que una buena prevención puede resultar, Pompeya es la otra cara de la moneda. Una cara que, espero, ninguno de mis amigos napolitanos deba pagar en sus vidas.
    La entrada a la zona arqueológica por la Puerta Marítima estaba casi vacía. No muchos planean una visita a las ruinas romanas en Nochebuena, pensé. Y eso para mí no era más que una ventaja, que me avisaba lo tranquila que sería aquel paseo vespertino.

    Entrada a Pompeya por la Puerta Marítima.
    En aquel entonces, la vista desde aquella entrada a la ciudad daba directo al mar Mediterráneo. Pompeya fue también un puerto de cruce importante en aquella zona del Imperio Romano.
    Por muchos años se creyó que Pompeya y Herculano (ciudad también enterrada por la erupción) habían desaparecido por completo. Pero en el siglo XVIII las excavaciones arqueológicas en la zona descubrieron los restos de ambas metrópolis.
    Pompeya fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, debido al vívido testimonio que ofrece hoy sobre el trazado y la vida cotidiana de las antiguas ciudades romanas.
    El nivel de conservación de muchos edificios de Pompeya es simplemente envidiable. Algo simplemente increíble a mis ojos y al de cualquiera que se adentre en sus aposentos. Pensar que aquellas construcciones vivieron bajo las cenizas petrificadas por varios siglos y hoy es posible caminar sobre ellas como en cualquier otra urbe del mundo.
    Los primeros restos que aparecieron frente a nosotros fueron las termas suburbanas. Los baños públicos son una constante en las ciudades romanas, y Pompeya no se queda atrás. Pero estas termas eran más bien de una compañía privada, de una dimensión menor a los baños públicos del centro de la ciudad.

    Entrada a las termas suburbanas.
    Los arqueólogos creen que existía un espacio exclusivo para las mujeres. Sus paredes y suelos conservan, incluso, pinturas que decoraban los cuartos.

    Aunque muchos creen que la vida de Pompeya fue inmortalizada por la erupción del Vesubio, los expertos han demostrado que no es así. Antes del año 79, diferentes movimientos telúricos hablaban ya de lo que se avecinaba en un futuro cercano. Y en el 62 d.C. un terremoto destruyó varios edificios de la ciudad,
    Se cree que muchos pobladores abandonaron la ciudad. Algunos dejaron sus tesoros escondidos para cuando las cosas se calmaran poder volver por ellos.
    Así, las termas son algunos de los edificios que en el momento de la erupción se encontraban todavía en restauración para enmendar los daños del terremoto.

    Del mismo modo, el templo de Venus se encontraba en obras en el momento del siniestro. Muchos otros templos religiosos denotan la religiosidad de la que gozaba la ciudad, con monumentos construidos en honor al dios Júpiter, Apolo y una Basílica, el edificio religioso más importante de la antigua Pompeya.

    Restos del templo de Júpiter.
    La zona más alucinante es, como siempre, el foro, el corazón cívico y comercial de todas las ciudades romanas.

    Se encontraba rodeado de algunos templos y de columnas, algunas de ellas todavía en pie.

    Poseía en su centro estatuas del emperador, de la familia real y de algunos otros personajes importantes de la época.

    Las figuras que se encuentran en la zona arqueológica de hoy no son todas precisamente del siglo I d.C. Algunas son sólo recreaciones creadas por artistas para hacer ver al foro como normalmente se decoraba en el pasado.

    Durante las excavaciones se encontraron algunos objetos que los comerciantes exponían en el foro, y que dejaban ver la típica vida del centro de la ciudad.

    Incluso se encontró una queja escrita hecha por algún ciudadano en una de las tablillas públicas, donde suplicaba no hacer tanto ruido en las calles mientras las personas dormían.
    Desde el foro se asomaba el imponente monte Vesubio en el fondo, presumiendo su fuerza natural sobre toda Pompeya y el golfo napolitano, y recordándonos siempre el diminuto espacio que ocupamos los humanos en este mundo.

    Los maravillosos paisajes del foro eran igual de bellos que las calles empedradas de Pompeya, ladeadas por los restos de las casas donde antiguamente vivían sus ciudadanos.

    En una pequeña colina con vista al mar se erguía otro foro, llamado el foro triangular, que era un segundo núcleo cívico de la urbe.

    Junto a él, los edificios de espectáculos se encuentran todavía en decentes condiciones para su visita. Es el caso del teatro grande y el teatro pequeño, donde se llevaban a cabo eventos musicales, de teatro y poesía, al estilo del antiguo mundo griego helenístico.

    El cuartel de los gladiadores deja descubrir también la fuerte tradición romana de aquel famoso espectáculo romano. En Pompeya esta práctica fue prohibida durante 10 años por el emperador Nerón, debido a disturbios ocurridos en su anfiteatro.

    La zona arqueológica era más grande de lo que había imaginado. Aunque la mayoría de los edificios más emblemáticos se encuentran en la zona cercana a la puerta marítima. Más al fondo, son casi solo los barrios residenciales que exponen un poco del estilo de vida en los suburbios.
    Es en esta área donde se resguardan algunos de los cuerpos petrificados que se conservaron tras la erupción.
    Durante las excavaciones, muchos de estos restos tenían huecos en su interior. Los arqueólogos decidieron rellenarlos con yeso para reproducir las posiciones exactas de los lamentables y horribles últimos momentos de vida de aquellas infortunadas personas.

    Algunos cuerpos se hallaron cubriendo sus caras con pañuelos. Otros abrazando sus pertenencias más valuadas. Algunos otros junto a una botella de veneno, confirmando un suicidio. Y los perros guardianes aún amarrados en las puertas de las casas muestran el terror de vivir una erupción volcánica en carne propia.
    Con la tranquilidad de una Nochebuena en Pompeya, Gianpiero, Angello y yo nos sentamos a tomar un café en el restaurante del centro de visitantes, sin mirar la hora que marcaba entonces el reloj.
    Al salir, las puertas laterales del complejo estaban cerradas. No había más gente caminando por las calles. El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y verdaderamente teníamos miedo de que nos hubiesen dejado encerrados en Pompeya en plena víspera de Navidad.

    Gianpiero corrió y gritó en cada rincón, pidiendo a alguien ayuda para poder encontrar la salida. Hasta que una mujer salió del baño y nos llevó con sus llaves hasta la puerta principal, que se encontraba entonces ya cerrada.
    Sin más que agradecer por una tarde de paseo en la histórica ciudad romana, Angello nos condujo de vuelta a Nápoles, y me dejaron en la estación Garibaldi para tomar el metro.
    Aquel día la casa de Gianpiero estaba llena, y lo mejor para mí era quedarme en un hostal. Sin embargo, la calidez de los napolitanos no me permitiría pasar la Nochebuena a solas. Así que unas horas más tarde pasaron nuevamente por mí para llevarme a casa de la abuela, donde una deliciosa cena se servía ya en la mesa principal.

    Scarole.
    Un plato de scarole con típicas verduras de Campania. Un plato de spaghetti con almejas y tomate, cuya pasta por supuesto era artesanal, y no industrial.

    Spaghetti alle vongole.
    Dos platos de orata y bacalao, pescados típicos para la temporada navideña. Y para terminar, una barra de postres que me dejó con el estómago más que satisfecho. Higos con nuez y pistache, un zeppole (rosquilla azucarada), una torta cassata y el famoso struffoli.

    ¿Hay algo mejor que la comida de una abuela? Sólo quizá la comida de una abuela napolitana en Navidad.
    Sin importar que mi italiano fuera nulo, con el espíritu navideño y la traducción de Gianpiero, aquella Nochebuena fue sin duda una experiencia inolvidable (y exquisita, como todo en Nápoles).
    Al otro día, me tocaría recorrer la ciudad a solas. Así que al salir del hostal, subí hasta la colina del castillo, desde donde se tienen las mejores vistas de Nápoles.

    A pesar del contraste de su zona histórica con el nuevo y moderno barrio financiero, las panorámicas desde el castillo confirman la teoría de que Nápoles es la ciudad de las cúpulas. Una de las ciudades con más iglesias católicas en el mundo.

    Bajé una escalinata que me llevó hasta el quartieri espagnoli, el barrio español. Una zona que muchos no se atreverían a recorrer. ¿La razón? La alta presencia de la Camorra.

    Así como el Vesubio es parte de la vida napolitana, la mafia (conocida como Camorra) es desafortunadamente una realidad que sigue viva en la ciudad.
    Aquello no quiere decir que día a día haya tiros en las calles, gente muerta o secuestrada. Pero la Camorra está allí, a veces invisible a los ojos del ciudadano común. Una de las causas de la degradación de Nápoles y por lo que muchos italianos del norte temen visitar el sur.

    A pesar de que la Camorra carezca de un nivel jerárquico y bien organizado, como la Cosa nostra siciliana, el cobro de piso, el tráfico de droga y su indudable infiltración en la política y comercio de la ciudad hace difícil que Nápoles sobresalga al igual que muchas otras ciudades italianas.

    Para un mexicano como yo, la presencia de traficantes invisibles en las calles y barrios poco atractivos al turismo no eran razón para odiar aquella bella ciudad. Muchos menos en Navidad.

    La Vía Toledo me llevó hasta la Plaza Plebiscito, una de las más grandes de Nápoles. Desde allí es posible ver el castillo en lo alto y algunos edificios públicos emblemáticos.

    La plaza tiene su propio atractivo en dos estatuas de caballos posadas de manera paralela. Es una costumbre napolitana intentar caminar entre los dos caballos con los ojos vendados desde el principio de la plaza. Cuenta la leyenda que nadie lo ha logrado. Yo hice el reto y tampoco lo logré.
    El paseo marítimo lucía casi vacío, algo normal para ser Navidad. Pero me dejó contemplar imágenes inolvidables del golfo napolitano y el Vesubio como su guardián.

    El Volcán de Fuego en Guatemala, el Eyjafjallajökull en Islandia o el Kilauea en Hawai pueden parecer aterradores. Pero el Vesubio es para muchos geólogos uno de los peores monstruos terráqueos, que puede despertar en cualquier inoportuno momento de la vida de los napolitanos.
    Lo que para mí pareció una increíble postal navideña, para muchos científicos es un indudable riesgo.

    Una ciudad que ha sabido sobrellevar su vida a los pies de una viva caldera, es sin duda también una ciudad que debe ser visitada al menos una vez en la vida. Por su gastronomía, por sus paisajes, por su historia y, sobre todo, por su gente.

    Gianpiero, su familia y los napolitanos me dieron una de mis mejores vacaciones navideñas en mi vida. Al otro día por la mañana sería tiempo de partir, y volver al norte de Italia para adentrarme en el Renacimiento.
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