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AlexMexico

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Relatos publicado por AlexMexico

  1. AlexMexico
    Cumplidos apenas tres días en Baviera, en el sur de Alemania, todo me había gustado hasta entonces. La gente, la comida, la arquitectura, la historia. Pero una cosa no se había ganado todavía mi corazón: el transporte.
    Aunque Alemania sea bien conocida en el mundo por su extrema puntualidad y rigidez en el servicio, me había llevado un par de decepciones con los trenes bávaros. Solo esperaba que nada malo volviera a ocurrir.
    La tarde noche del 26 de octubre, volví temprano al apartamento de Dominik, en el centro de Múnich, para decir adiós y coger con un relativo tiempo de anticipación el tranvía hacia la estación central. Aquella noche tomaría mi autobús a Núremberg, donde otro couchsurfer, Sadettin, me hospedaría por dos noches.
    Pero justo al subir al tranvía, una voz emitió un aviso en alemán. Luego todos bajaron del vagón.
    Mi cara podía describirlo todo. Otra vez estaba consternado. —¿Por qué bajamos? —pregunté en inglés, esperando que alguien me entendiera. Ha habido un accidente y suspendieron la línea por al menos una hora —respondió un chico a mi lado.
    No debía anticiparme, pensé. Seguro que hay buses u otro transporte a la estación central. Es a donde todos se dirigen, después de todo. Pero ningún otro transporte aparecía. Solo coches particulares a toda velocidad.
    —Si tienes mucha prisa podemos pagar un taxi juntos a la estación —me dijo el mismo chico—. Yo también tengo que llegar.
    Pero sin duda, ambos éramos extranjeros. Ningún taxi aparecía en la avenida, y los pocos que transitaban no paraban con solo alzar nuestro dedo. A los taxis en Múnich hay que marcarles por teléfono o cogerlos en un estacionamiento especial. Y sin línea telefónica ni plan de datos, pedir un Uber me era imposible.
    ¿Podía caminar? Era demasiado tiempo a pie. ¿Tomar el metro? La estación más cercana estaba a un kilómetro más o menos. Y correr con mi mochila al hombro no era una opción fácil.
    Por fin apareció un bus, con el letrero “Haupbanhof” en su parte superior. Solo esperaba que pudiese llegar a la central en menos de 15 minutos, el tiempo exacto que me quedaba antes de que mi bus partiera.
    Pero en Alemania pedir a los transportistas aumentar la velocidad es inusitado. Los límites son bastante bien respetados. Y tomando en cuenta la cantidad de gente al interior, sabía que eso tomaría demasiado tiempo.
    Tras varios minutos sentado mirando encolerizado por la ventana, una mujer advirtió mi desespero y dijo: “deberías bajar aquí y tomar el metro, llegarás más rápido así a la estación central”.
    No dudé en tomar su sabio consejo y corrí a las escaleras hacia el subterráneo. Aunque el horario marcado por el tren me hacía saber que mi única esperanza es que mi bus a Núremberg hubiera sido retrasado, al menos 10 minutos.
    Llegué esperanzado a la estación central, y ningún bus aparcaba en el estacionamiento, lo cual rebullía todavía más mi respiración. —¿El Flixbus a Núremberg de las 8:30? —pregunté al guardia—. Acaba de irse hace 10 minutos —respondió. Vaya suerte la mía.
    No pude hacer nada más que acercarme a la taquilla y preguntar por la siguiente corrida, que por suerte era a las 9:45 de esa misma noche. Caminé al McDonald’s más cercano para conectarme al wi-fi, y así contarle mi triste historia a Sadettin, a quien hice saber que llegaría más tarde de lo esperado mientras las saladas y saturadas grasas de una Big Mac mitigaban mi irritación.
    Debía dejar el cólera a un lado. No podía enojarme por que hubiese habido un accidente justo ese día, a esa hora en mi camino a la estación central. Las cosas pasan. Es lo que mis viajes me han enseñado.
    Resignado, intenté dormir un poco a bordo del autobús. Llegué a Núremberg a la medianoche y me vi obligado a pagar un taxi al apartamento de Sadettin. Después de lo que había pasado, mi intención no era caminar varios kilómetros con mi mochila en mitad de la noche.
    Sadettin es uno de tantos descendientes turcos que viven hoy en Alemania. Durante los años de posguerra, el gobierno alemán incitó a la contratación de mano de obra extranjera para incentivar el crecimiento económico de la federación.
    Hoy más de 2 y medio millones de personas en Alemania provienen de Turquía, y en muchas zonas, el turco es todavía un idioma sumamente hablado.
    Por eso no me sorprendí cuando aquel chico moreno, barbón y velludo me abrió la puerta. Su primo dormía ya en el cuarto contiguo, y en silencio subí hasta la habitación donde me quedaría.
    Antes de dormir, Sadettin me explicó un poco de lo que podíamos hacer al día siguiente en Núremberg, y me preguntó si tenía algo planeado en especial.
    Le confesé que sabía muy poco de la ciudad, pero que sería genial si pudiese visitar también algún pueblo cercano.
    —¿Has oído hablar de Rothenburg? —me preguntó—. Por supuesto que sí —le dije—. Es casi el pueblo más famoso de toda Alemania.
    Rothenburg está a solo 70 km de Núremberg, ubicado en la misma región de Franconia. Para cualquiera que no lo conozca, basta mirar las fotos en Google y el cliché más representativo de Alemania vendrá a la mente. Sin duda, no quería perdérmelo.
    Sadettin revisó los horarios de tren y me dijo que era posible ir con un pase regional de un día, que costaba solo 18 euros por los dos. Y con un guía como él, no podía rechazar la oportunidad. Así que acordamos levantarnos temprano para ir directo a la estación de tren.
    Ni siquiera escuché los estruendosos ronquidos de su primo, y dormí como un querubín después de mi agitada noche en Múnich. A las siete de la mañana ambos estábamos listos para el frío exterior.
    Llegar a Rothenburg no fue nada fácil. La red de trenes era como una telaraña, y hacer los dos rápidos transbordos hubiera sido casi imposible sin la ayuda de Sadettin.
    Pero disfrutaba del paisaje matutino y de las pequeñas y rurales estaciones de tren. No muchos tienen la dicha de conocerlas finalmente.

    Llegamos a Rothenburg alrededor de las 10 de la mañana. Y a solo unos metros de la estación encontramos una de las puertas de acceso de su antigua muralla. Ahora me adentraba por fin en la Alemania de la Edad Media.

    Rothenburg nació, según los historiadores, en el año 970, cuando se construyó un antiguo castillo en las orillas del río Tauber, que circunda el centro de la ciudad.

    Desde el siglo XII la ciudad fue nombrada Ciudad imperial libre, un título que la dotaba con la posibilidad de un gobierno autónomo, cuyo único gobernador formal era el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, predecesor de la actual Alemania.

    Pero después de la Guerra de los Treinta Años, Rothenburg perdió importancia y relevancia, por lo que su desarrollo se detuvo. Y ese congelamiento en el tiempo es la razón por la hoy su centro histórico es uno de los mejores conservados de Alemania y de la Edad Media europea..

    Para fortunio de muchos, el pueblo hizo una pausa de varios siglos en el tiempo y hoy es la mejor imagen romántica de Alemania en el mundo. Aunque siendo sinceros, representa más bien a la cultura bávara y franconia, regiones históricas a las que Rothenburg ha pertenecido.

    Si las fotografías no son suficientes para transportarse, quizá la película de Disney, Pinocho, pueda ayudar, ya que sus animadores se basaron en Rothenburg para ilustrar las locaciones.

    Llegar tan temprano nos permitió a Sadettin y a mí recorrer sus calles adoquinadas plenas de tranquilidad, sin el bullicio que normalmente causan los turistas y los chinos que la visitan a diario. Rothenburg es uno de los destinos turísticos más visitados del país, y sin él prácticamente sus habitantes se irían a la bancarrota.
    Sadettin me llevó hasta la Plaza del Mercado, antigua explanada donde los comerciantes vendían los productos locales. Hoy todavía se posa allí el Ayuntamiento de la ciudad, un bello edificio renacentista con elementos góticos en su ostentosa torre.

    La calle del Rathaus hacia el oeste nos llevó directamente hacia una punta rodeada por el río Tauber, donde hace varios siglos se posaba el castillo, destruido por un terremoto.

    De la fortaleza hoy solo quedan los hermosos jardines, el Burggarten.

    Si las vistas eran de por sí magníficas, desde lo alto del viejo castillo deben haber sido exquisitas.

    Y una vez el otoño me gritaba que había sido la mejor temporada para viajar a Baviera.
    Los copos de nieve y los cielos grises pueden tener su encanto para muchos. Pero para mí, no hay nada mejor que los vívidos colores verdes y la hojarasca cayendo para pintar el lienzo perfecto.

    En aquel pacífico parque, hice la pregunta obligada a Sadettin: ¿había Rothenburg sido destruida por los aliados en la Segunda Guerra Mundial?
    Él me contaría que, de hecho, Rothenburg y la región central de Franconia habían sido una de las zonas donde le pueblo alemán mostró más apoyo al partido nazi. De hecho, Núremberg se conoce por ser el centro del nazismo, en lo cual profundizaría más tarde al volver a la ciudad.
    Cuando los aliados tomaron el tercer Reich, Rothenburg fue parcialmente destruido. Por fortuna, la mayor parte de su centro histórico quedó intacto, y la ciudad pudo reconstruirse rápidamente gracias a las donaciones de muchos civiles y de los mismos aliados.

    Dejamos el jardín y volvimos al centro histórico, serpenteando al lado de su centenaria y bien preservada muralla, que nos llevó hasta uno de los museos más famosos en el pueblo, el Criminal Museum.

    Como su nombre lo indica, el museo muestra al público la antigua forma de justicia que gobernaba la ciudad, sobre todo durante el oscurantismo medieval.

    Las formas de tortura más sádicas y la exposición pública de los delitos eran el pan de cada día para quienes decidían faltar a la palabra de Dios.

    Pero ya había visto suficiente de todo ello, en Europa y en México. Mi mezquino interés en el sadismo humano nos llevó entonces a buscar un buen café. Teníamos hambre y era hora de un merecido segundo desayuno.
    Los cafés apenas abrían ese jueves por la mañana. Y a nadie se veía todavía sentado en sus terrazas.

    Un espresso con una pieza de pan fueron más que suficientes. Después de todo, ya estaba bien acostumbrado a los desayunos franceses.

    Justo fuera de la cafetería nos topamos con la postal más conocida de Rothenburg, y una de las imágenes más famosas de Alemania.
    En la intersección entre Untere Schmiedgasse y Kobolzeller Steige se encuentra el famoso Plönlein, quizá la esquina más fotografiada de todo el país.

    Basta con teclear “Alemania”, “Germany” o “Deutschland” en Google y el Plönlein de Rothenburg aparecerá no más allá de la décima imagen.
    No hay una razón específica para ello. Debe ser simplemente la belleza de de su pintoresca fachada, o el hecho de que dos torres flanqueen al edificio central. Sea como sea, es una sensación extraña verse allí parado ante una imagen tan célebre como aquella.

    Terminamos el café y seguimos avanzando, hasta dar con la pared sur de la antigua muralla. Esta vez decidimos subir por una de sus escalinatas.

    Es posible recorrer casi todo el perímetro del centro de Rothenburg sobre su muralla de piedra. Así que Sadettin y yo no dudamos en terminar nuestro paseo por lo alto.

    Los tejados rojizos y las torres medievales son sin duda como Alemania vive en el imaginario social.
    Los clichés siempre han ayudado a los países a crear un posicionamiento de su marca en el exterior. En el caso de Alemania, las salchichas, la cerveza y Rothenburg son buena parte de ese cliché.

    Un puñado de moradas que parecen haber sido creadas por la mente de Charles Dickens y su cuento de Navidad.

    Totalmente enamorado de ese mágico pueblito, volví con Sadettin a la estación central al mediodía para retornar a Núremberg. Teníamos todavía mucho por visitar y el día era bastante joven para hacerlo.
  2. AlexMexico
    Llevaba menos de 12 horas en Alemania y ya había visitado una de sus atracciones más famosas, el castillo de Neuschwanstein. Me encontraba entonces en Füssen, a escasos metros de la frontera con Austria, desde donde había viajado aquella misma mañana.
    Por la diminuta extensión del pueblo decidí no quedarme. Esa misma noche tomaría un tren hacia Múnich, donde ya había conseguido que Dominik, de Couchsurfing, me diera alojo por algunos días.
    Hasta entonces, había viajado a Alemania ya dos veces. Una en 2013 y otra en 2014. Pero ambos fueron viajes relámpago, a Heidelberg, Frankfurt y Berlín, respectivamente. Esta vez me había propuesto tomármelo con calma, y conocer tranquilamente el sur del país.
    Füssen es, como dije, muy pequeño. Su estación de tren no tiene más de un par de salidas por día, a las ciudades más cercanas. Aunque Múnich es la capital del estado de Baviera, al que Füssen pertenece, no hay una corrida que las conecte directamente. De cualquier forma, había ya reservado mi viaje en tren hasta la capital. Haría una conexión en Augsburg y estaría en Múnich no después de las 9 p.m.
    La salida fue puntual, a las 7 p.m., como bien estaba estipulado. Podía notarse que la mayoría de los pasajeros eran turistas que se habían tomado el día para visitar el castillo, y ahora regresaban a su hotel en la gran ciudad.
    Los trenes alemanes parecían cómodos, pero nada comparado con los trenes franceses, pensé. No había conexiones eléctricas ni wi-fi a bordo. Algo poco conveniente para alguien que, como yo, no tenía línea telefónica para comunicarse en el extranjero.
    Luego de más o menos media hora, los altavoces del tren emitieron un mensaje. Un mensaje en alemán. El tren se detuvo en la siguiente estación y abrió sus puertas, como es costumbre.
    La voz de las bocinas volvió a decir algo ininteligible a mis oídos, a lo que todos comenzaron a descender del tren. Rápidamente me quité los audífonos y pregunté a la mujer del asiento de atrás qué estaba pasando. —Creo que hay que bajar —dijo. Tomé mi mochila y salí al andén.
    Acto seguido, el tren separó sus vagones. Algunos corrieron a la parte delantera antes de que sus puertas se cerraran. La parte trasera se encarriló en sentido contrario, mientras la delantera siguió su camino.
    El resto de los pasajeros, que nos quedamos parados en el andén, no supimos con exactitud lo que acababa de ocurrir. Como dije, todos éramos turistas. Todos menos un chico, el único alemán a bordo.
    —El tren a Múnich se canceló, o eso parece —exclamó—. El próximo sale a las 10:00 p.m. —Imposible —pensamos todos.
    La estación era tan pequeña como el pueblo en el que se encontraba. El grupo, de unas 45 personas, se dirigió en conjunto a la taquilla, donde cuestionaron a un policía sobre lo sucedido. El chico alemán nos explicó. Un autobús vendría a recogernos y nos llevaría hasta Múnich.
    La situación era todavía confusa. Varados en medio de un oscuro estacionamiento, no teníamos nada más que esperar.
    Luego de unos 15 minutos el autobús aparcó del otro lado de la estación. La multitud corrió y se abalanzó para coger un asiento. No podía creer que viajaríamos con cuatro personas de pie. No en Alemania.
    Las caras de enojo poco a poco se transformaron en risas, hasta que el chofer afirmó: “no llegaré hasta Múnich, los dejaré fuera de la ciudad”.
    Nadie creía la odisea que estábamos atravesando, no después de haber comprado nuestro ticket directo a la ciudad. El servicio alemán de transporte nos estaba decepcionando, y yo cada vez me preocupaba más por tener un lugar donde dormir.
    Dado a que me había quedado de ver con Dominik a las 9 p.m. en la Haupbanhof (estación central), debía informarle de alguna forma que llegaría más tarde. Pero no tenía línea telefónica.
    Pedí el celular a Lucía, una argentina con la que había hablado momentos antes. Ella vivía en Alemania y tenía un número nacional. Envié un mensaje a Dominik antes de que la batería se agotara (para ese entonces estaba en un 5%). Y vaya sorpresa que me llevé.
    Dominik apenas iba camino a Múnich. Su tren también había sido retrasado.
    Con una gran incertidumbre, el chofer nos dejó fuera de una de las estaciones del S bahn, el tren urbano que conecta a Múnich con las afueras de la ciudad. Todos juntos tomamos el próximo en pasar, en dirección a la estación central.
    Como forma de protesta por lo ocurrido, el grupo entero decidió no comprar el ticket de abordaje. El metro y los trenes urbanos en Alemania pueden ser abordados sin ticket, ya que nada impide subirse. Todo recae en la confianza de que el ciudadano adquiera el boleto. De lo contrario, solo un controlador de la empresa de transporte puede multar a la persona. Nosotros corrimos el riesgo. Nadie pensaba gastar más dinero después de lo que nos habían hecho pasar.
    Cuando la batería de Lucía estaba en el 2%, envié un último mensaje a Dominik, diciéndole que estaba a punto de llegar. —Espérame ahí —dijo. Y unos minutos después nos encontramos frente a una tienda de hamburguesas.
    Eran ya casi las 11 de la noche. —Así funciona el sistema de trenes en Alemania —me hizo saber Dominik. Yo, sinceramente, seguía sin poder creerlo.
    Tomamos el tranvía a su apartamento, mismo que compartía con un par de estudiantes. Preparó algo rápido de cenar y no demoramos en irnos a la cama. Al próximo día él iría a su universidad, mientras yo me dispuse a conocer la ciudad.
    Múnich es una de esas metrópolis que vivieron el llamado “milagro alemán”. Lo cual quiere decir que en un relativo corto tiempo se repuso de los desastres de la Segunda Guerra Mundial.
    Y aunque en 1945 Múnich era solo cenizas, hoy su centro histórico está perfectamente reconstruido, y me acogió como a la mayoría de los turistas que llegan a diario, y que convierten a la capital bávara en la ciudad con más visitantes en toda Alemania.

    Aunque los edificios fueron reconstruidos, la mayoría de la arquitectura del casco viejo de Múnich data del siglo XIX, cuando Bavaria pasó de ser un ducado a un verdadero reino, que formó parte de la Confederación Germánica y del Imperio Alemán.

    El símbolo más representativo del esplendor de Bavaria es el Nuevo Ayuntamiento.
    Ubicado en la famosa y concurrida Marienplat, que ha sido el corazón de la ciudad desde su fundación, es considerado por muchos el edificio más hermoso de todo Múnich.

    Su torre de 85 metros de altura se asomó rápidamente entre las callejuelas peatonales que me condujeron a sus pies para admirar la belleza de su estilo neogótico imaginado y diseñado por Georg von Hauberrisser, uno de los mejores arquitectos alemanes exponentes del romanticismo.

    Sea desde la Marienplatz o desde su patio interior, el Ayuntamiento se ha ganado su lugar con creces.

    A pocos pasos me encontré con su hermano, menos querido y admirado, el Viejo Ayuntamiento, un edificio que fue rediseñado en varias ocasiones y que albergaba antiguamente la sede del gobierno municipal.

    Guiado por Google Maps y sus recomendaciones (a las que había echado un vistazo antes de salir de casa) me dirigí al Viktualienmarkt, una famosa plaza al aire libre que ha albergado al mercado local por varios siglos.

    Si bien antes se reservaba a la venta de frutas, carnes, flores, especias y productos de granja, hoy es también un sitio turístico donde pueden encontrarse platillos típicos bávaros. Por supuesto, fue el mejor momento y lugar para comer otro bratwurst, la tradicional salchicha alemana que tanto se había ganado mi corazón.
    Pasado el mediodía caminé hacia el norte del casco viejo para alcanzar la Max-Joseph Platz, que está flanqueada por dos joyas de Baviera: el Teatro Nacional, que alberga a la Ópera estatal, y el Palacio Real de Múnich, antigua residencia de los reyes bávaros.

    Este último se trata del palacio urbano más grande de Alemania. Y después de haber visitado el día anterior el castillo de verano de los reyes de Baviera en Füssen, necesitaba ver ahora su residencia por dentro.
    No es necesario decir que el palacio entero fue bombardeado y reducido a escombros durante la Segunda Guerra Mundial. Pero gracias a los fondos del Plan Marshall, pudo alzarse nuevamente para acercarnos a lo que fue la casa real de los Wittelsbach.

    El salón más prominente y ostentoso es sin duda el antiquarium, la sala de antigüedades de los duques y los reyes.

    A los costados de esta bóveda de cañón se resguardan hasta hoy algunos tesoros de la familia real, provenientes de todos los rincones del mundo y adquiridos durante los siglos de su mandato en el sur de la actual Alemania.

    El antiquarium sirve hoy también como salón para algunos eventos diplomáticos, como el que estaba a punto de llevarse a cabo justo cuando yo lo fotografiaba.
    Otro de los cuartos más bellos que me topé es la Galería Ancestral, un magnífico salón ornamental con madera tallada y detalles dorados donde se exhiben los retratos de la familia Wittlesbach, que gobernó Baviera por siglos, y de donde nacieron dos de los grandes emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico: Luis IV y Carlos VII.

    Una de las cosas que típicamente se encuentran en todos los palacios de Europa son las colecciones de reliquias que los grandes reyes resguardaban con recelo, como una muestra de su poder.
    Figuras de porcelana, vajilla china, telas de seda. Todos los artículos y artesanías más preciados en aquel entonces y hasta ahora.

    Una de las últimas salas para los visitantes es la Galería Verde, que gana su nombre por el matiz de sus paredes, que se adornan por espejos alternados con más retratos de los Wittlesbach.

    Como toda residencia real europea, el Palacio de Múnich cuenta en su ala norte con una pequeña pero significativa extensión de áreas verdes. Los jardines imperiales, que abiertos al público, me regalaron la vívida hojarasca con la que, regocijado, suelo hacer el fondo perfecto para mis fotografías de viaje.

    En medio del otoñal prado, bajo la cúpula de un kiosko, un peculiar sonido me llamó hasta él.

    La voz de una cantante de ópera desde un amplificador de sonido me hacía pensar que alguien transmitía el concierto del Teatro Nacional desde el jardín. Pero para mi sorpresa, era una chica, común y corriente que resultaba ser una soprano. Ella cantaba para el público a cambio de un par de monedas.

    Los discos en el suelo dejaban ver que comenzaba apenas su camino como cantante. Pero dijo ser una estudiante universitaria que necesitaba el dinero para seguir su carrera.
    Fuese lo que fuese, su interpretación nos cautivó a la mayoría. Y habiendo escuchado ópera al aire libre en Múnich, me sentí satisfecho de terminar mi día y volví a casa para cenar con Dominik. Un exquisito risotto.
    Couchsurfing no dejaba nunca de sorprenderme con la calidad de seres humanos que gracias a la red social había conocido. Y Dominik fue otro de esos casos.
    Hace algunos años perdió a su hermana gemela, ante lo cual no quise entrar en detalles. Se había mudado a Múnich y empezado a repartir comida en bicicleta para ayudar a sus padres con los gastos de la universidad.
    Ahora, además de alojar extraños para ayudarlos en su travesía por Alemania (como a mí), ayudaba también en un centro de refugiados, situación en la que muchos países de Europa se vieron inmersos a partir de la guerra en Siria.
    Aunque era mi intención acudir en su ayuda, había que estar registrado en los centros de refugio para poder ingresar. Así que Dominik me alcanzaría en el centro de la ciudad más tarde aquella noche, mientras yo me reuniría con una vieja amiga de la escuela.
    Lo mejor de los viajes es que nunca puede uno predecir lo que sucederá. Y mi reencuentro con Yolanda fue uno de esos imprevistos.
    Ella y yo nos conocimos a los 12 años en la escuela secundaria. Y ahora, muy lejos de México, estudiaba alemán en Múnich, donde pretende quedarse a vivir.
    Así que a mi paso por la ciudad no dudé en contactarla para bebernos una cerveza. Dicho y hecho, Yolanda me llevó a la cervecería más típica y famosa de Múnich: la Hofbräuhaus.
    Sus orígenes son tan lejanos como el año de 1589, cuando el Duque Guillermo V la creó como el proveedor oficial de Weissbier (cerveza típica de Baviera) de la familia real. Hoy es la cervecería más visitada de casi toda Alemania, con más de 35 000 clientes al día. Y entre ellos estuve yo.
    No hace falta decir que los tarros de cerveza en Alemania son enormes. Con un litro es como se suele empezar. Pero Yolanda me lo advirtió. —La cerveza aquí es muy fuerte, con una basta —me dijo. Y tenía razón. No quiero imaginar cómo son las cosas en el Oktoberfest.

    Dominik se nos unió con otro tarro y un pretzel, que es necesario si no queremos que la cerveza se nos suba muy pronto a la cabeza.
    Aunque era martes, el bar estaba lleno y el grupo de música folklórica bávara no dejaba de tocar.

    Un grupo de alemanes con su Lederhosen (pantalones de cuero cortos), típicos de Baviera, me hicieron entonces sentir que estaba de vuelta en Alemania. Y por los próximos días me enamoraría más y más de aquel país.

    Al siguiente día el cielo amaneció algo nublado, pero nada por lo cual asustarse. Dominik me dio algunas indicaciones para llegar caminando al complejo del Parque Olímpico, que data de 1972, cuando la ciudad albergó los Juegos Olímpicos de Verano.

    Es de agradecerse que Múnich no haya dejado morir la infraestructura en la que se invirtieron millones de marcos (antigua moneda alemana) y que ayudó a la urbe y al resto de la República Federal Alemana a crecer durante la Guerra Fría.
    Muchos estadios durante la historia han quedado en el abandono después de su auge en los Juegos Olímpicos. No es el caso de Múnich.

    Es común ver gente corriendo por los senderos del campo. Haciendo picnics, paseando a sus perros, andando en bicicleta o, incluso, volando sus drones.

    El Olympiapark es una de esas áreas verdes que desearía que todas las ciudades del mundo tuvieran. Un lago, cuerpos boscosos y pistas de atletismo no deberían faltar en ningún lugar.
    Y combinado con los modernos monumentos que la Alemania de los 70s erigió para ello, son sin duda un hermoso paisaje que contrasta con la historia de la ciudad.

    Detrás de la icónica antena de televisión que enmarca otra de las postales de Múnich, se encuentra uno de los mayores y modernos atractivos: el Museo BMW.

    Alemania se ha ganado su lugar en el imaginario mundial gracias a muchas cosas: la cerveza, el chocolate, las salchichas, el fútbol… y los coches.
    La industria automovilística creció rápidamente en el mundo en el siglo XX. Y Alemania no se quedó atrás al competir con sus países rivales, Japón, Estados Unidos, Italia, Francia, Suecia…
    Son varias las marcas alemanas posicionadas en el mercado de automóviles. Volkswagen es quizá la mejor. Pero no podemos dejar atrás a la BMW.
    La Bayerische Motoren Werke (fábricas bávaras de motores) empezó como un fabricante de motores para aviones, que se las vio negras tras terminada la Primera Guerra Mundial, cuando le fue prohibido a Alemania fabricar motores durante cinco años.
    Pero la empresa se revolucionó, y se incorporó en la industria del transporte terrestre. Hoy se presume a sí misma como una de las mejores compañías de automóviles del planeta. Y sus edificios lo dicen todo.

    La torre BMW y su complejo anexo, que incluye un centro de visitantes y el museo, expide la modernidad al aire.
    Su arquitectura es exquisita. Pero si algo se lleva el premio es la excelente mercadotecnia de la marca.
    Desde que llegué, letreros en todos los idiomas dan la bienvenida al centro de visitantes. No importa de dónde vengas, la BMW te hace sentir como en casa.

    El interior parecía simular una nave en movimiento que me hizo sentir a bordo de un gigantesco vehículo.

    No hace falta hablar de los coches. Los modelos más lujosos y detallados se exponen en primera fila para el deleite de los transeúntes. BMW no hace ninguna venta directa. Pero todo a su alrededor te hace querer comprar.

    Slogans, colores, imágenes high-tech, texturas metálicas, aparatos interactivos. Todo lo necesario para hacernos tener hambre de manejar.

    La BMW ha pensado en todo. Hasta en los niños. Finalmente, los coches son para el mundo entero. Cualquier puede manejar.

    Cada rincón del centro de visitantes me invitaba a acercarme y palpar de cerca la mejor publicidad física de la que había sido testigo. Un lugar del que no quería salir.

    BMW me dio un acercamiento a algo en lo que usualmente no me intereso: los coches. Y fue el mejor preámbulo para lo que días más tarde vería en Stuttgart, donde otra compañía automovilística me transportaría a todas partes del mundo.

    Aquella tarde volví al apartamento de Dominik, quien me hizo una muy buena oferta: dar un paseo en bicicleta por la ciudad.
    Dominik me llevó primero a la tienda oficial del Bayern Múnich, quizá el equipo alemán de fútbol más conocido en el mundo.
    Si bien es escaso mi interés en el fútbol, no podía irme de la ciudad sin llevar un recuerdo del equipo a mi hermano y mi padre. La mercadotecnia del fútbol es equiparable a la de los coches: no se puede escapar de ella.
    Terminamos el recorrido a orillas del río Isar, con las torres de la catedral en el fondo del paisaje.

    Múnich es una ciudad enorme, y me había regalado de todo un poco: historia, palacios, cerveza, salchichas, autos y fútbol. Ahora era tiempo de saltar a un lugar un poco menos ostentoso, pero muy alemán, finalmente.
  3. AlexMexico
    Las brisas de octubre volvían a hacer de las mañanas en Innsbruck un frío amanecer. Y la capital de Tirol no era el mejor lugar para colocar una terminal de autobuses al aire libre, sin paredes ni techos que me refugiaran de las heladas.
    Pero mi viaje por el centro de Europa, alrededor de los Alpes, era posible en mucha parte gracias a los autobuses de bajo costo. Así que pocas opciones tenía además de estar parado allí, a las 7 de la mañana en medio de las montañas austriacas.
    Por suerte, aquel día nuestro Flixbus no tuvo ningún retraso, y pocos minutos esperamos para poder entrar con desespero a gozar de su calefacción.
    Éramos pocos los pasajeros a bordo en esa primera corrida. El frío y el sueño inmediatamente se esfumaron, cuando el sol comenzó a encalar los paisajes alpinos junto a las ventanas del autobús. Escenas registradas ahora solo en mi mente. Olvidar la cámara en el portaequipaje no fue una buena decisión.
    El callejón bajo la cordillera Karwendel, la cadena más grande de los Alpes del Norte, nos llevó hasta la frontera de Austria con Alemania, abriéndonos las puertas al Estado Federado de Baviera, el territorio más austral de Alemania.
    La mayoría de las personas en ese autobús viajarían directamente hasta Múnich, capital bávara y una de las principales ciudades del país. Pero yo podía esperar para verla. Primero tenía una escala por hacer, una que había esperado tres largos años.
    Cuando el autobús llegó a Füssen, solo dos chicos y yo descendimos de él. La pareja australiana, Tom y Penny, caminaron hacia el mismo rumbo, mientras el pueblo apenas despertaba aquella mañana de lunes.

    A simple vista, Füssen parecía un pueblo perdido de Dios al que poca gente le prestaría importancia. Y a diferencia de mí, Tom y Penny pasarían una noche en él.

    —Vamos a nuestro hotel a dejar las maletas —dijeron—. ¿Te acompañamos al tuyo? La ciudad es muy pequeña. —No —respondí—. Yo tomo un tren hoy por la noche.
    Se ofrecieron entonces a llevarme a su hotel y dejarme guardar mi mochila allí. Liberarme de esa carga por todo un día y sin cobrar ni un euro era de agradecerse.
    A pesar de todo, no era nada raro ver a tres mochileros caminando por las calles de Füssen un lunes temprano. Los Alpes bávaros al sur de la ciudad resguardan, de hecho, uno de los atractivos turísticos más visitados de Alemania: el castillo de Neuschwanstein.
    Un nombre difícil de aprender para muchos. A mí me costó algunos meses poder pronunciarlo. Pero desde que supe que Walt Disney se había inspirado en un alcázar perdido en la frontera austriaca-alemana para construir el castillo de la Bella Durmiente, sabía que era un lugar al que debía viajar mientras estuviera en Europa. Y ya que mi anterior viaje no me había dado el tiempo y dinero para hacerlo, esta era la ocasión perfecta.
    Neuschwanstein (pronunciado “noish-van-stain”) es solo uno de los tantos castillos que todavía sobreviven de los antiguos reinos alemanes. Pero ninguno le gana el título del monumento más fotografiado del país, con más de 1.4 millones de visitantes por año, lo que lo hace uno de los más famosos en toda Europa.
    Tras dejar nuestras mochilas en el hotel, Penny no podía esperar para llegar a las taquillas del castillo. Ninguno de los tres habíamos reservado un boleto y temíamos que nos pudiésemos quedar sin entrar.
    El castillo se encuentra justo al pie de un desfiladero, junto a la cordillera alpina. Lo cual quiere decir que no está precisamente al lado de Füssen, sino a poco más de tres kilómetros desde el centro del pueblo.
    Caminar junto a la carretera es posible. Pero el transporte público es barato y viaja con cierta frecuencia. No obstante, Penny no quería esperar. Así que tomamos un taxi que, por unos diez euros, nos llevó hasta el siguiente pueblo, Hohenschwangau.
    Aquel diminuto pueblo resulta ser el lugar que la familia real de Baviera alguna vez utilizó como sitio de recreo y caza, siendo su residencia principal el palacio de Múnich.
    Mientras en la Edad Media la zona no tenía más que un par de torrejones de defensa, el rey Maximiliano II de Baviera decidió construir en medio del portentoso paisaje el hermoso castillo de Hohenschwangau, un castillo estilo medieval hecho en pleno siglo XIX.

    Este palacio sirvió como residencia de recreo a la familia real a partir de 1837. En él, Maximiliano, su esposa María de Prusia, y sus dos hijos, Luis y Otón de Wittelsbach, pasaron varios veranos juntos, deleitándose junto al lago y los Alpes bávaros.

    Luis de Wittelsbach, heredero al trono de Baviera, vivió buena parte de su juventud en esta alejada área del antiguo reino. Y las ruinas de las fortalezas medievales que se alzaban en el peñasco frente al castillo siempre le causaron una enorme curiosidad. Era allí donde, a la muerte de su padre, se prometería levantar uno de los más majestuosos castillos del mundo.
    Hohenschwangau dejaba en claro que aquel perdido lugar era uno de los más turísticos de Alemania. Si bien en Füssen no vimos mucho movimiento, Hohenschwangau estaba repleto de gente. De verdad, repleto.
    Honestamente, Hohenschwangau vive hoy del turismo que ambos castillos le generan. Cada edificio, casa y construcción está destinado a ellos. Como tienda, restaurante, hotel, cafetería…
    El taxi nos dejó en la entrada de la oficina de turismo, donde la fila no tardó en avanzar y pudimos comprar nuestros boletos para entrar a las 12 p.m.
    Tal cantidad de turistas debía no ser una muy buena señal. Y el boleto especificaba algo que no me esperé de Neuschwanstein: solo pueden visitarse ciertas partes del castillo. Y solo se puede entrar como parte de una visita guiada.
    Los grupos de visita guiada son la cosa que más detesto del turismo. Ser parte de un rebaño, cuyo pastor se dice a explicar lo que quiere y como su horario lo quiera, no es para mí. Pero no tenía opción. Era eso o no entrar.
    Las visitas guiadas se ofrecen en varios idiomas. Pero los horarios más frecuentes son el alemán y el inglés. Por supuesto, acepté el inglés.
    Desde la oficina de turismo comienza un sendero peatonal por el que se puede subir a la cima del peñasco, donde se yergue el castillo. Pero un día antes había caminado más de 10 km por las montañas de Innsbruck. Y al parecer Penny no se sentía con ánimos de subir un desfiladero. Así que optamos por pagar el bus. Un bus para ancianos, discapacitados y perezosos.
    Compramos un bocadillo y cogimos el siguiente bus, que en menos de cuatro minutos nos dejó en medio del boscoso sendero. Desde allí, podía visualizarse ya la grandeza del Neuschwanstein.

    Pero el letrero señalaba una dirección contraria. Entre dos paredes de piedra que abrían un callejón natural.
    El puente Marienbrücke une los dos desfiladeros, que dejan entre sí un colorido abismo por el que cae una cascada de ensueño, misma que el rey Luis II podía ver desde su afanado castillo residencial.

    Tom tenía miedo a las alturas. —Yo también —le confesé—. Pero estas vistas son algo que no podemos permitirnos dejar pasar. Y vaya que tenía razón.
    Del lado contrario a la cascada, el castillo se desnudó en toda su plenitud. Las decenas de chinos en el puente no dejaban de tomar selfies, imposibilitando el movimiento y las tomas del resto de las personas. Pero valía la pena esperar.

    Y aguardar por una foto perfecta conmigo en el cuadro podía parecer lo más importante. Pero no lo era. El solo hecho de estar ahí parado, con las llanuras bávaras y su más exquisita obra arquitectónica llenaba un hueco que mi país natal jamás podría llenar. Un verdadero castillo de hadas.

    La primera vez que oí hablar de Neuschwanstein yo estaba viviendo en España. Pero mis únicas y cortas vacaciones de invierno no me parecieron el mejor momento para ir.
    Pero esperar tres años para ver al castillo rodeado de semejantes colores fue una excelente decisión, me atrevería a decir. Mis vacaciones de otoño en Francia me dijeron “ve, es el momento”. Y definitivamente lo era.

    Si bien las postales del castillo nevado traen a la mente una Navidad de cuento, el follaje de octubre en los Alpes bávaros fueron el mejor lienzo para decorar a Neuschwanstein. Al menos lo fue para mí.

    Luego de varios intentos por tomar una foto donde no saliera un chino, volvimos al sendero y caminamos hacia el castillo.

    La entrada principal estaba en mantenimiento. Pero nada que pudiésemos perdernos. Solo la recepción y los baños. Más adelante llegamos al patio superior, la explanada principal del palacio desde donde se admira la torre cuadrada. Es justo donde todos debimos esperar nuestro turno para entrar.

    El castillo de Neuschwanstein se diferencia por muchas cosas del resto de los castillos en Europa.
    La función principal de un castillo era resguardar de forma segura a la realeza, fungiendo como una verdadera fortaleza además de residencia. El castillo de Neuschwanstein nunca fue pensado como una construcción de defensa. La totalidad de sus edificios se planeó y erigió con el diseño y la belleza como elementos principales. Neuschwanstein fue pensado siempre como una residencia.

    La mayoría de los castillos que aún siguen en pie en el viejo continente han sido modificados con el tiempo, remodelando su diseño y agregando elementos contemporáneos a cada época. Neuschwanstein fue construido de principio a fin, de una sola vez. Los trabajos de restauración nunca modificaron su diseño original.
    Pero la construcción de este tipo de castillos fue de hecho normal durante el siglo XIX, cuando el romanticismo dominaba la Europa Central.
    Neuschwanstein fue descrito por el rey Luis II como el castillo ideal para el caballero medieval. Su visión romántica de la Edad Media inspiró el diseño exterior e interior del complejo, así como las sagas musicales de Richard Wagner, de quien se consideraba fan.
    Su construcción inició en 1868, cuando el joven rey ya tenía acceso casi ilimitado a los recursos económicos del reino. Sus caprichos y demandas subieron de la misma forma que el presupuesto inicial, por lo que la finalización del proyecto se retrasó repetidamente.
    Luis II nunca pudo llegar a ver el castillo terminado, pero pudo vivir en él por al menos 172 días, antes de su misteriosa muerte en el lago Starnberg.
    Justo al mediodía llegó nuestro turno de entrar. Ahora podríamos deleitarnos con lo que Luis II nunca pudo admirar,
    El guía era un calvo y gordo hombre alemán, de una edad algo avanzada. Como es costumbre, nos dieron audífonos y un radio para escuchar más atentamente la explicación del hombre. Pero, vaya. Su acento era terrible.
    —¿Entiendes algo? —me preguntó Penny—. Sí tú no entiendes, menos yo —repliqué—.
    Seguimos a aquel ininteligible guía con un grupo de unas veinte personas, con las que me moví bajo los lujosos techos del castillo, del que me prohibían tomar fotografías. Aún así, me las arreglé para tomar algunas.

    El palacio tiene en total unas 200 habitaciones, pocas de ellas abiertas al público. Entre todas destacan la Sala de tronos y la Sala de los cantores.

    El cisne es el símbolo del castillo, y está presente en muchas de sus salas. Neuschwanstein significa "nuevo cisne de piedra".
    Las paredes de los cuartos y pasillos están decorados con frescos que parecen sacados de un cuento de hadas. Pinturas que inmortalizan las sagas de los caballeros que lucharon por los reinos medievales del Imperio Germánico.

    Entre todos, uno llamó especialmente mi atención. Y no porque fuese el más hermoso que hubiera visto, sino porque parecía más haber sido pintado para La Bella Durmiente que para el verdadero rey de Baviera,

    El castillo de Neuschwanstein se destaca también por ser el primero que incorporó los avances tecnológicos de la era industrial. Poseía una red eléctrica, un sistema de agua corriente, un sistema de campanas operadas con baterías y servicio telefónico. Una verdadera maravilla moderna.
    Si bien el castillo es considerado romántico, su arquitectura exterior e interior incorpora elementos de todas las épocas europeas, desde el románico y gótico hasta el moderno y bizantino.
    Se planeó incluso una sala árabe para el rey, que sin embargo nunca fue concebida, así como una fuente y un jacuzzi exterior.
    La visita duró poco más de media hora. Sinceramente fue un poco desconsoladora. Entre tantos turistas y al lado de un alemán al que poco se le entendía el inglés.
    Pero el escaso número de salas que nos permitieron visitar fue suficiente para darnos por bien servidos. Además, desde los balcones y corredores norte del castillo tuvimos vistas impresionantes de sus alrededores.

    No cabía duda del porqué los reyes habían elegido este remota zona del sur bávaro para pasar sus veranos en familia. Y no dudaba del porqué Luis II había enloquecido tanto con la construcción de dicho monumento.

    El castillo de Neuschwanstein fue nominada como una de las siete maravillas del mundo moderno, pero obtuvo el octavo lugar. Aun así, muy bien merecido.

    Abandonamos el majestuoso palacio y decidimos descender la colina a pie. Era inevitable voltear a ver cómo se asomaba entre el vivaz naranja de las copas de los árboles, y cómo nos decía adiós, dándonos la bienvenida a Alemania.

    Comimos una ensalada en un restaurante local y cogimos el bus de vuelta a Füssen. Busqué mi mochila en el hotel y me despedí de los australianos, que necesitaban desesperadamente una siesta.
    Ya que yo no podía darme ese lujo, caminé un rato por el pueblo y fotografié algunos de sus rincones.

    La tarde había traído la vida de vuelta a Füssen, y sus corredores se llenaron de turistas y locales.

    Bajo los árboles de otoño y vigilado por los Alpes, me senté a esperar la hora de mi tren. Neuschwanstein había sido mi puerta de entrada hacia Bavaria, y ahora su capital me esperaba con mucha cerveza.
  4. AlexMexico
    Uno de mis mayores retos estaba por cumplirse, al lograr salir de Suiza sin haber vaciado mi cuenta bancaria y todavía con dos países frente a mí.
    Junto a la central de trenes de Zúrich, en un extenso estacionamiento, aparcaban tres autobuses verdes frente a los que esperábamos un grupo de diez personas. En Europa las terminales de buses al aire libre son cosa común. Y solo bajo un diminuto techo nos refugiábamos de la fría noche.
    Un par de argentinos volvían a reafirmar su prototipo. Mochileros cargando instrumentos musicales y un porro de marihuana que me ofrecieron y preferí rechazar.
    Aunque ese churro me prometía una noche de sueño sin interrupciones, no podría cambiar lo que estaba por venir.
    A las 10 de la noche abordé mi Flixbus hacia Innsbruck, una perdida ciudad al oeste de Austria que no quería dejar pasar. Aquella empresa de transporte me había sorprendido con sus precios tan bajos por toda Europa y era, por supuesto, la opción más barata para cruzar la frontera suiza.
    El arribo a Innsbruck estaba pronosticado hacia las 6:30 a.m. Y así, me dispuse a dormir y ahorrar una noche de hospedaje.
    Pero a las 3 de la mañana las luces se prendieron. El conductor detuvo el vehículo en un oscuro parking y todos empezaron a bajar.
    Mis ojos apenas podían abrirse. Me puse mis lentes para ver algo más que lagañas y nubosidad. Bajé del bus con mi boleto en mano y pregunté al chofer qué estaba pasando.
    “Esta es la última parada”, dijo. “No, yo compré mi boleto hacia Innsbruck”, repliqué. “Es otro bus. Tienes que esperar hasta las cinco”.
    Aquella era una dura lección de viaje. Siempre leer los detalles del traslado. Mi boleto era, efectivamente, un viaje sencillo de Zúrich a Innsbruck. Pero incluía una escala de dos horas en Múnich, Alemania.
    ¿Cuándo había yo visto un viaje en bus con conexiones de ese tipo? Las cosas no funcionan siempre como en mi país. Y no quedaba más remedio que esperar dos largas horas en una perdida terminal de Múnich, a donde había planeado viajar dos días después.
    ¿Qué hacer a las 3 de la fría madrugada en Múnich? No hay muchas respuestas. Pero de unas escaleras se veían bajar grupos de jóvenes, que parecían venir (o ir) de fiesta.
    Subí para saber qué se escondía sobre el montón de coches estacionados. Un supermercado y algunas tiendas cerradas. Pero hay afortunadamente una marca que ha pensado en todo: Mc Donald’s.
    Si debo dar una medalla a dos marcas que han salvado mis viajes esas son Mc Donald’s y Starbucks. Siempre que se necesite un techo donde escapar del frío, un baño limpio o internet gratuito, ellos dos estarán en una esquina no muy lejana. Muchas veces a cualquier hora del día.
    Y para los jóvenes alemanes Mc Donald’s no es más que la mejor y única opción donde encontrar algo que comer luego de una noche de cerveza y electrónica.
    Una hamburguesa y 1 hora de wi-fi gratuito después, bajé de vuelta a la terminal para abordar mi bus. Esta vez esperaba que fuera el definitivo, sin más escalas sorpresas que me despertasen en el camino.
    Antes de las siete, cuando todavía no salía el sol, llegamos a Innsbruck. La mañana era muy fría, y en la densa oscuridad podía ver ligeramente la silueta de las montañas que rodeaban la ciudad. Era la razón por la que viajé con tanto esmero hasta esa remota villa alpina.
    Innsbruck es una ciudad pequeña. No muchos couchsurfers pueden encontrarse allí. Y consecuentemente, ninguno de ellos pudo acogerme durante mi visita. Fue el momento entonces de descubrir una nueva forma de alojamiento.
    Llegando a Francia abrí una cuenta en AirBnB. Mi compañero de piso en Lyon estaba inscrito como huésped, y algunos amigos en México ya lo habían probado. Para mí no era más que un Couchsurfing pagado.
    Y como los hostales en Innsbruck parecían no bajar de los 50 euros (al menos en esa época del año), AirBnB sería mi respuesta. Por solo 16 euros la noche, Rashed me hospedaría en un pequeño apartamento no muy lejos del aeropuerto.
    Aunque los check-in suelen ser a partir del mediodía, Rashed me recibió a las 7 a.m. No tenía dónde dejar mi mochila. Además, una buena ducha no me venía nada mal después del agotador viaje nocturno.
    Rashed parecía un chico solitario. Hacía una maestría en la Universidad de Innsbruck y sus días los pasaba estudiando. Pero tras una pequeña charla me mostró una dura y actual cara de Europa. Rashed era sirio.
    Hacía ya algunos años que había escapado de su país. El gobierno austriaco lo había ayudado otorgándole una beca y un apartamento para que pudiera continuar su vida lejos de Damasco.
    Afortunadamente su familia estaba bien. Vivían ahora en Alemania, separados de su hijo y de la vida que alguna vez forjaron en un país que ahora está destruido por la guerra.
    Los refugiados se han convertido en un tema común en Europa. Aunque la apertura de muchos países para recibir extranjeros es algo que alabar, el éxodo en pleno siglo XXI es una cosa dura de creer. Pero Rashed y su historia me mostraron la realidad. Y AirBnB era una forma para él de conocer gente nueva y distraerse en una ciudad totalmente opuesta a la que lo vio nacer.
    Por suerte para mí, una ciudad opuesta a la mía era justo lo que estaba buscando. Y sin desaprovechar mi único día de visita, salí a conocer Innsbruck desde antes de que su gente despertara.
    Pocas personas han oído hablar de Innsbruck, apesar de ser una de las ciudades más importantes de Austria. Pero para los que la conocen lo hacen por una razón: los Alpes.

    Innsbruck se encuentra justo en un callejón ladeado por la cordillera de los Alpes, las montañas más grandes de Europa. Y no era otra la razón por la que aquella remota villa me había atraído hasta sus suelos.

    No importa por dónde caminara, las montañas estaban allí. Observando todo. Vigilando la ciudad. Dibujando su silueta sobre un hermoso cielo azul que me sonrió esa mañana.
    Innsbruck es el sitio ideal para los amantes de los deportes de invierno. Yo no soy uno de ellos. Y el otoño, para mí, era el momento ideal para visitar aquellas majestuosas montañas que resguardaban un etéreo frío en su valle interior. Nada que no pudiera soportar después de mis anteriores viajes por Europa.
    Con un escaso conocimiento de las actividades específicas que en Innsbruck podía hacer, decidí caminar hacia el centro histórico para buscar la oficina de información turística.
    La corriente del río Eno podía escucharse desde lejos y dejaba al desnudo la placidez de la que goza la ciudad. Y desde cualquiera de sus orillas la vista era increíble.

    Tras cruzar uno de sus puentes, el centro histórico de Innsbruck no tardó en aparecer y mostrar su cara más colorida.
    Los edificios barrocos y modernistas demuestran lo mucho que sus habitantes se han preocupado por conservar su pasado lo más intacto posible.

    Y no por nada Innsbruck sigue siendo un enorme punto turístico de Austria. No muchas ciudades pueden ofrecer un hermoso casco viejo con un lienzo de montañas como imagen de fondo.

    Los negocios alrededor de la calle Maria-Theresien apenas abrían sus puertas cuando yo ya había tomado la mayoría de mis fotos.
    En medio de ella la columna de Santa Ana se posa como uno de los principales monumentos de la ciudad, coronando las antiguas edificaciones que la custodian.

    Entre ellas está la Casa Helbling, una famosa y lujosa morada que data de la Edad Media y que fue redecorada al estilo rococó.

    Pero el más famoso de todos los monumentos es el simpático tejadillo de oro.
    Un balcón mandado a construir por el emperador Maximiliano I y que fue recubierto con tejas originales de cobre doradas al fuego. Sin duda, una excéntrica manera de poseer el mejor de los miradores de Innsbruck en aquel entonces.

    Frente al tejado corre la avenida principal del centro, que se flanquea por construcciones góticas, cuyas arcadas hasta el día de hoy alojan a mercantes que tratan de ofrecer lo mejor de Innsbruck a los locales y turistas.

    A solo unos metros detrás de sus callejones se asoma el palacio imperial, otra obra de Maximiliano I.
    Innsbruck es la capital de Tirol, estado austriaco que alguna vez fue un principado. El palacio imperial sirvió como residencia de los príncipes en tiempos del Imperio Romano-Germánico y del Imperio Austrohúngaro. Y hoy parece como si el tiempo simplemente no hubiera pasado.

    Como todo palacio imperial de Europa, el de Innsbruck es poseedor de un extenso jardín imperial, que sirvió para el recreo de la familia real alguna vez.

    Toda la belleza del centro histórico de Innsbruck parecía destacar por sí misma. Pero algo la descollaba todavía más. Los Alpes.

    Los paisajes montañosos que atraviesan todo el centro de Europa, desde la Costa Azul francesa hasta los valles del Danubio al este, fueron unos de los puntos estratégicos de las civilizaciones que allí se establecieron.
    Innsbruck está justo en el medio de dos subcordilleras. La Nordkette al norte y la Patscherkofel al sur, ambas de más de dos mil metros de altura (aunque nada comparado con mi viaje a las alturas de los Andes, a mucho más de cuatro mil).

    La situación de Innsbruck la dota de un clima boreal. Así, la nieve nunca desaparece de sus picos montañosos.
    Y aunque una Innsbruck cubierta en nieve debe tener su encanto, para mí no había nada mejor que un suelo seco y un cielo despejado. Así que la pregunta obligada surgió. ¿Se podría subir a las montañas?

    La oficina de turismo podía asemejarse fácilmente a una librería. Con folletos en vez de libros. Pases de un día a una semana ofrecían los highlights de la ciudad. Pero nada de eso me interesaba. Yo quería ir a la montaña.
    La única opción que los empleados me daban era la joya turística de Innsbruck: el teleférico a Nordkette.
    Desde hace ya varios años subir hasta lo más alto de la cordillera que rodea Innsbruck en su zona norte es sumamente fácil gracias al teleférico. Desde el centro de la ciudad en tan solo 20 minutos se puede alcanzar la cima.
    Pero, como era de esperarse, el precio no era el más asequible. Un viaje ida y vuelta rondaba los 35 euros. Solo transporte incluido.
    Cogí un mapa y salí un poco decepcionado. Aunque la verdad no me había sorprendido. Pero las montañas seguían ahí, vigilando todo. Y me llamaban a gritos que no era capaz de ignorar.
    Así que crucé el río y caminé cuesta arriba. Seguiría el cable funicular hasta donde me fuera posible. La primera estación era en el zoológico alpino y parecía no estar muy lejos.
    Las laderas de los Alpes parecían el lugar preferido para muchos de los residentes de Innsbruck, que las habían elegido como lugar de vida permanente.

    La mayoría de aquellas casas simulaban una cabaña, dotando a Innsbruck de un paisaje 100% alpino, si se ignoraban las construcciones modernas.

    Desde el zoológico el camino se volvía más agotador. Cada vez había menos calles y quedaban los senderos de tierra, preferidos por ciclistas y montañistas, deportes bastantes comunes en Austria.
    Para ese entonces estaba ya bastante oxidado. Hacía tiempo que la altura no era parte de mi vida y subir senderos de montaña no era algo que hiciera seguido.
    Mis esfuerzos me llevaron hasta la siguiente estación, Nordpark, cuya estructura simula los techos de un glaciar.

    La gente que paga su ticket puede subir y bajar del funicular en las estaciones de escala. Y lo hacen no solo por admirar la escultura de metal. Lo mejor de Nordpark es su mirador.

    Su poca altura es ya suficiente para ofrecer una vista panorámica espectacular de la ciudad y de la cordillera Patscherkofel.

    El río Eno queda al descubierto y muestra su intenso color azul, cuyas aguas resbalan desde las cumbres nevadas que así presumen su pureza.

    Un bocadillo en la terraza de Nordpark fue sumamente relajante. Pero hacía falta ahora voltear atrás.
    Las montañas se hacían mucho más escarpadas. Los cables del teleférico se hacían cada vez más verticales. Y a la vista ningún sendero o escaleras hacia la cima parecían invitarme a subir.

    Las últimas paradas, Seegrube y Hafelekarspitze estaban a más de 2000 metros de altura y prometían las mejores vistas y actividades en toda Innsbruck. Un restaurante, bares y hasta una discoteca en las alturas. Una estación de ski, actividades deportivas, un iglú artificial. Toda una pequeña ciudad en lo alto de los Alpes.
    Pero al parecer la única forma de llegar era por el teleférico. Y ni eso me convencería de pagar 35 euros.
    Me alejé entonces un poco de la estación y dejé el teleférico atrás. Seguí a un grupo familiar que caminaba por un sendero que se adentraba en el bosque. Un letrero apareció entonces: “Willkommen auf der Nordkette”, dando la bienvenida a Nordkette.

    Tras él, un mapa dibujaba la telaraña de senderos que se tejían por el bosque de montaña. Y aunque poco conocía hasta dónde me llevarían, no dudé en adentrarme y conocer más de cerca las montañas de Nordkette.

    Los primeros pasos me llevaron hasta algunos restaurantes y resorts en mitad del bosque a los que se puede llegar todavía en automóvil. Son sitios perfectos para un domingo familiar.
    Pero al rebasarlos el bosque se hacía más denso por varios kilómetros, y la ciudad desaparecía entre el saturado follaje.

    Por el contrario, las montañas parecían acercarse, y sus serpientes de nieve se hacían más visibles mientras la tarde avanzaba.
    Las horas se me habían ido volando. Y una caminata solitaria por el bosque era justo el pretexto perfecto para no fijarme en la hora.

    Todo allí era paz. La naturaleza en su máximo esplendor. Una ciudad así era de envidiarse. Era imposible pasar un fin de semana aburrido con tal cantidad de senderos por recorrer.

    Los ciclistas me rebasaban cada diez minutos. Al parecer yo era de los pocos que se habían sumergido tanto sin un vehículo conmigo. Menos mal que mis botas todo terreno soportaban hasta lo peor.

    El calor comenzó a sofocarme y me obligó a quitarme los abrigos. Una y otra vez. Así es el montañismo. Así es sudar en un clima hemiboreal.
    Los colores alpinos no dejaban de sorprenderme. Y sus tonos otoñales me hacían saber que aquel viaje en octubre fue la mejor decisión que pude haber tomado.

    Todo aquello era algo difícil de encontrar en mi país. Quizá viajar 10,000 km no era necesario, pero indudablemente jamás me arrepentiría.

    El laberinto de caminos me llevó hasta una solitaria iglesia que también servía de parking. Los coches me anunciaban que estaba de vuelta en la ciudad.

    Eran casi las 4 de la tarde, y había recorrido unos 10 km al pie de las montañas.

    Para ese entonces el calor se me había ido, y un fuerte viento helado subía desde el valle y me aventaba hacia atrás. El clima había cambiado radicalmente en un segundo y sabía que existían probabilidades de lluvia.

    Apresuré mi paso y crucé el resto de bosque casi corriendo. Cuando llegué a la ciudad un grupo de nubes negras había oscurecido el panorama.

    El viento aceleraba la corriente del río y provocaba un tenebroso zumbido en mis oídos. Momento justo para meterme a un restaurante, comer una hamburguesa y tomar una buena cerveza.
    Antes de que oscureciera volví a casa de Rashed para tomar un baño y relajarme en la calefacción. No quería dormir tan tarde. Un bus aguardaría por mí el siguiente día para llevarme a la frontera norte de vuelta con sus vecinos los alemanes.

    Los Alpes me habían maravillado más de lo que esperaba. Ahora era tiempo de que un castillo de cuentos lo hiciera.
  5. AlexMexico
    Los rumores sobre lo extremadamente costoso que podía resultar Suiza como país comenzaban a traslucirse como una verdad.
    Había apenas pasado un par de días en Berna, su capital. Y si los precios de la comida y un tarro de cerveza me parecían caros, no quería ni mirar los precios del transporte.
    Por suerte, Couchsurfing funcionaba bastante bien, como en el resto de los países de Europa. Y eso me ahorraba, como de costumbre, el pago de hospedaje. Pero debía moverme hacia Zúrich, la capital financiera de Suiza y considerada por varios años la ciudad con mejor calidad de vida del mundo. Y la tercera más cara también.
    Tan solo por detrás de Singapur y Hong Kong, en los últimos años Zúrich se ha colocado en el puesto más alto de toda Europa en cuanto a costo de vida se refiere. Y eso me asustaba un poco.
    No había recibido todavía mi primer salario en Francia, donde estaba trabajando. Y aquel viaje, del que me restaban unos 12 días aún, lo estaba pagando con mis mezquinos ahorros.
    Y todo se había hecho posible gracias a Flixbus, la compañía de autobuses más barata de Europa occidental. Pero había un problema: Flixbus no realiza viajes dentro de Suiza.
    Las pocas empresas de transporte que conectan Berna y Zúrich alzaban sus precios a más de 20 francos (20 euros) por poco más de una hora de viaje. Y ni hablar del precio del tren, unos 25 francos.
    Pero la suerte me sonrió. Blablacar sí parecía funcionar en Suiza, y un viaje a Zúrich por tan solo 7 euros fue publicado por una chica alemana apenas unos días antes de mi partida. Sin duda, mi mejor opción.
    El cándido deseo de recuperar a su exnovio había llevado a Sarah hasta Berna, y ahora manejaba de vuelta a Alemania. Mientras a mí, era la aventura la que me guiaba.
    En poco más de una hora aparcamos en el centro de Zúrich. Sarah fumó un cigarrillo y se fue, dejándome en una enorme avenida rodeado por inmensos edificios de hormigón y cristal.
    Dos días antes la compañía francesa había cancelado mi línea telefónica por no haber renovado mi plan (sin ninguna especie de aviso o recordatorio previo). Lo que quería decir que me hallaba en medio de Europa sin señal celular.
    Pero había ya acordado verme en la estación central con Markus, mi couchsurfer alemán que me alojaría en su apartamento.
    Esperar a alguien desconocido en una bulliciosa estación de tren sin línea telefónica disponible no es muy agradable. Y menos en un país que habla un idioma que tú no. Si pasan dos minutos y esa persona no llega los nervios comienzan a allanar el cuerpo. Eso es seguro.
    “Pero así se hacía antes”, me dije. No había que desesperar. Después de todo, los alemanes son bien conocidos por su puntualidad y compromiso.
    “Pero ¿qué tal si no me conoce cuando me vea?”, me pregunté. No tenía caso seguir haciendo suposiciones estúpidas, así que pedí un teléfono a una chica y lo llamé.
    “Estoy bajo el reloj”, le dije. Y entonces apareció. Di las gracias a aquella desconocida suiza y caminé con mi mochila al hombro a saludar a Markus.
    “Te mandé un WhatsApp”, me dijo. Yo solo reí. Caminamos a las vías del tren y cogimos el interurbano hacia el oeste de la ciudad, donde Markus vivía.
    Me invitó una ligera cena con pan de centeno, queso para untar y té. Su roomie se había ausentado por varios días y prefería aprovechar ese espacio libre para darme la oportunidad de visitar Zúrich sin hacer un gasto excesivo. Él más que nadie sabía lo caro que era la renta de un cuarto de hostal.
    Y como una buena idea para salir de la rutina, tomó su siguiente día libre para mostrarme lo mejor de la ciudad.
    Un paseo por Zúrich comienza por la estación central, ubicada a orillas del río Limmat, que cruza la ciudad entera.

    Así, desde el momento de abandonar el tren cualquiera tiene la dicha de admirar un pequeño pedazo del maravilloso centro histórico.

    Muchas de las edificaciones del casco viejo de Zúrich datan de la Edad Media, época en que la ciudad se unió a la Confederación Suiza.

    Esta confederación de cantones única en el mundo ha hecho de Suiza un país muy particular. Con 4 idiomas oficiales, es gracioso saber que el idioma “suizo” no existe. Y fue común encontrarme en la calle con gente hablando alemán, francés e italiano. Y ya que Zúrich forma parte del “lado alemán” de Suiza,  no es de extrañarse que alemanes como Markus vivan expatriados de su país (que por cierto les queda a unos 50 km de la frontera más cercana).
    La antigua belleza de la metrópoli se ha combinado con su modernización, que ha hecho de Zúrich uno de los centros financieros más importantes del planeta. No por nada es sede de organizaciones y empresas mundialmente reconocidas, como la FIFA y el Credit Suisse.

    Por fortuna, el sol se asomaba con fuerza y aplacaba el frío de nuestra andanza matutina, e iluminaba los tejados y el follaje de la verde y limpia ciudad.
    Markus me llevó entonces a una de las principales atracciones. La catedral de Fraumünster.

    Nació como un convento fundado en el año 853, del que hoy queda solo la iglesia. El monasterio tuvo mucha fuerza en la ciudad, llegando a elegir el alcalde por sí mismo.
    Pero su fama a los turistas no radica en su milenaria historia, sino en los vitrales que posee en su interior.
    Fueron hechos por el conocido Marc Chagall, pintor francés de origen bielorruso que ha plasmado pasajes bíblicos y de su herencia judía en vitrales por todo el mundo.
    A sus más de 70 años, aceptó el reto de decorar las paredes de la catedral de Zúrich y hoy lucen como muestra de lo sorprendente que puede hacer un artista a pesar de su edad.
    Del otro lado del río se erige otro monumental templo cristiano. La iglesia Grossmünster, que sobresale de todo el centro histórico gracias a sus dos torres campanario.

    Se dice que fue fundada por Carlomagno, aunque sigue siendo una leyenda. Lo que es cierto, es que la iglesia jugó un papel crucial en la Reforma Suiza, ya que fue en Grossmünster donde inició el cisma de la iglesia católica y la conversión de Suiza como un país mayormente protestante.

    Y al mirar atrás desde el puente del río Limmat la famosa iglesia de San Pedro se asomó junto a Fraumünster, presumiéndose como los íconos de Zúrich por excelencia.

    Mi paseo con Markus nos llevó hasta la desembocadura del río en el lago de Zúrich, donde algunos veleros navegaban rodeados por un frondoso bosque otoñal.

    Cuando llegó el mediodía serpenteamos por la calle Münstergrasse, en el lado este del río, cuna del controversial movimiento artístico dadá. Entre los bares y famosas cafeterías, buscamos algo apetitoso y no extremadamente caro para comer. Y la mejor opción fue una salchicha bratwurst.

    Hace tres años las bratwurst se habían convertido oficialmente en mi platillo alemán favorito. Ricas, rápidas, fáciles de comer y baratas. Aunque en Zúrich no podían serlo tanto. Ocho euros por una salchicha que en Alemania me había costado cuando mucho cuatro monedas. Literalmente la mitad.

    Sin poderme quejar, Markus me llevó a uno de los campus de la Universidad de Zúrich, donde trabajaba como investigador.

    Las facilidades en el estilo de vida suizo y un jugoso sueldo lo habían atraído desde Alemania, un país que muchos considerarían un sueño para vivir. Pero no todo es siempre bello.
    Confesó haberme invitado a su casa y haberse unido a Couchsurfing por la necesidad de encontrar más amigos y gente nueva con quien salir. Los suizos no son las personas más abiertas, ni con quien es más fácil forjar una amistad a largo plazo.
    Su día a día como trabajador de una de las mejores universidades del mundo no era suficiente para encontrar la felicidad y estabilidad que él deseaba. Su novia vivía todavía en Alemania y era imperativo viajar de vez en cuando para verse. Sin mencionar que no tiene familia en Suiza.
    Desde el balcón de la rectoría observé el paisaje urbano que se extendía a mis pies y pensé en cuántos extranjeros se paseaban por esas calles, habiendo llegado en busca de un sueño europeo. Pero cuántos de ellos serían de verdad felices en la ciudad con “mejor calidad de vida del mundo”. Es una incógnita difícil de resolver.

    Bajamos de vuelta al centro y tomamos un tranvía a la estación central. Allí cogimos un tren a la parte oeste, saliendo casi completamente de la ciudad. Markus quería mostrarme un último rincón que merecía la pena visitar.
    El tren subió una colina que nos dejó en la estación Üetliberg, uno de los puntos más altos de Zúrich.

    La colina es ampliamente visitada por una multitud de locales y turistas, muchos de los cuales buscan actividades al aire libre en la bella naturaleza que los bosques de los alrededores ofrecen.

    La mejor parte es la explanada del mirador, custodiada por una torre de telecomunicaciones que posee, sin lugar a dudas, la mejor vista de toda la metrópoli.

    Desde el centro histórico y sus iglesias hasta una parte del lago, la panorámica fue simplemente espectacular.

    A pesar del extraño día soleado que teníamos, las nubes no dejaban al desnudo las siluetas de los Alpes suizos que en un día despejado pueden verse al fondo del lago.

    Los Alpes son la principal atracción por la que la gente visita Suiza. Pero mi recortado presupuesto no me dejaría subir aquellos emblemáticos montes en el país más caro de Europa.
    Pero la cordillera más grande del continente se extiende más allá de Suiza. Esa noche recogí mi mochila en el apartamento y me despedí de Markus para dirigirme a la estación central, donde otro Flixbus me llevaría mucho más cerca de aquellas maravillosas montañas nevadas.
  6. AlexMexico
    Un puñado de días viviendo en Francia bastaron para comprender lo que verdaderamente es un país primermundista, y para disfrutar de los beneficios de ser asalariado bajo un régimen tributario tan humano.
    Llegué a Francia para dar clases de español a alumnos de 14 a 18 años en una escuela pública de Lyon. Y las prestaciones laborales, aún con un contrato temporal, superaron mis exigentes expectativas.
    El Ministerio de Educación Francés, como mi empleador, me ofrecía alojo en la residencia del colegio; pagaba la mitad de mi abono de transporte mensual; reducía el precio del menú del comedor a solo 3.14 euros.
    Aunque mi recibo de nómina manifestaba la alta (altísima) tasa de impuestos que me era descontada, nunca pude realmente quejarme de los servicios que el gobierno francés pone a disposición de todos sus ciudadanos y residentes.
    Y esos beneficios son tantos que, incluso, llegaron a estresarme. Sonará estúpido, pero la gran cantidad de periodos vacacionales angustió mi mente, opacando el tiempo que debía destinar a preparar mis futuras clases.
    Como suele suceder, el gremio de la educación es el que goza de más vacaciones en el país, con más de 12 semanas por año (más de tres meses enteros). Algo imposible en una empresa mexicana.
    Lo cual quería decir que mi periodo de siete meses trabajando para el colegio se reducirían a prácticamente cinco, descontando las ocho semanas que obtendría como asueto. Sin duda, la mejor noticia que pude recibir al firmar mi contrato.
    Así, sin siquiera haber comenzado a laborar y sin haber todavía encontrado un apartamento en Lyon, tuve que darme a la tarea de planear mis vacaciones de tous-saints, un viaje a mediados de octubre que duraría 15 días.
    Ante el estrés de preparar clases, buscar un hogar, trabajar para mi segundo empleo en México y concluir los papeleos necesarios con la burocracia francesa, opté por hacer un viaje fácil, rápido y sencillo. Un tour por el centro de Europa viajando por carretera a bordo de buses de bajo costo.
    Esta vez no habría vuelos ni aeropuertos. No tendría que preocuparme por llegar con horas de anticipación, por la manera de salir y entrar a la ciudad desde los aeródromos, por el equipaje que llevase conmigo ni por la disponibilidad, horarios y precios.
    Y una empresa alemana fue quien me animó a volver a los viajes por carretera: Flixbus, la compañía de buses de menor costo en Europa occidental.
    En mi último viaje del viejo continente había volado de ciudad en ciudad, reduciendo mis gastos al máximo con las aerolíneas lowcost. Pero Flixbus se había ahora expandido, y sus precios ridículos y miles de destinos en toda Europa hicieron de mi toma de decisiones una tarea mucho más fácil. Justo lo que necesitaba.
    Y sobrevalorando el tiempo que estaría en Francia me incliné por viajar al este, y adentrarme al desconocido centro europeo, que escondía algunos destinos que desde hace mucho llamaban mi atención.
    Y para alcanzar los alpes austriacos y los castillos del sur alemán era estrictamente necesario atravesar Suiza, el oasis europeo.
    Mucho había oído hablar de Suiza. El mejor país del mundo para muchos. Un paraíso financiero para las empresas. Sede de cientos de asociaciones y compañías multinacionales. Una política neutral con cero guerras ni enemigos. Excelente sistema de salud, excelente cuidado al medio ambiente, excelentes relojes, quesos, chocolates y navajas.
    Pero todo ello tiene un precio. Un inmenso costo de vida. Y sabía que viajar a Suiza no era quizá lo más prudente que podía hacer sin haber recibido mi primer salario.
    Pero no tenía muchas opciones. La manera más fácil de llegar a los alpes austriacos desde Lyon era atravesando Suiza en tren o por carretera. Y así lo haría.
    Y tras solo tres semanas de mi debut como profesor, cogí mi vieja mochila y abordé por primera vez un Flixbus desde la terminal Part-Dieu de Lyon.
    Los trenes suizos son un anhelo para la mayoría. Pero un vistazo a su talón de precios haría a esa mayoría comprar el mismo ticket de bus que yo.
    El servicio de café, conexiones eléctricas y wi-fi a bordo me hicieron preguntarme cómo aquella empresa podía ser rentable. Su secreto radica en la cantidad de escalas que puede hacer en un solo trayecto (tres en aquel viaje). Y sobre todo, recae en el alto monto de impuestos que Flixbus esquiva por aparcar fuera de terminales de autobús.
    De tal suerte que el chofer me dejó junto a una estación de gas, en algún extraño punto de la ciudad de Berna, la capital suiza que sería la primera parada de mi viaje.
    Ante mi nuevo desafío (sobrevivir a Suiza sin gastar todos mis ahorros) mi mejor alternativa fue continuar explotando mi red social favorita: Couchsurfing. Y Nora, una estudiante alemana, fue quien me ofreció un colchón en su casa para poder pasar dos noches en la ciudad.
    Berna me recibió con una tarde lluviosa, bajo la cual Nora y yo caminamos rumbo a su casa para poder comer el almuerzo.
    Nora era originaria de Düsseldorf, y estaba haciendo su tesis en la Universidad de Berna. Sus continuos ciclos de estudio la hicieron buscar una forma de conocer gente nueva para despejar su mente, y encontró en Couchsurfing una atractiva opción.
    Halagado por ser su primer invitado, la acompañé a comprar una barra de queso gruyère y una pieza de pan. Así, sabía que empezaba a acercarme poco a poco a lo que era Suiza y su famosa adicción por los quesos.
    Nora vivía en una casa de huéspedes con todo tipo de personas. Algo que me recordó a la serie Hey Arnold!, para quien la haya visto.
    Cesada la lluvia, salimos a dar un paseo por el centro histórico de Berna.

    Las calles de una de las capitales más pequeñas donde alguna vez había estado nos llevaron sin pierde hacia el casco viejo de la ciudad, que da comienzo con su central de trenes, punto de reunión de la mayoría de los locales.

    Los grisáceos edificios coronados por las tejas nos abrieron paso a la Suiza medieval, edad misma de la que datan la mayoría de sus construcciones.
    Aunque la mayoría de ellas fueron remodeladas en el siglo XVIII, el plano urbanístico de la ciudad vieja de Berna es el mismo que desde 1191 se fundó sobre aquella pequeña colina.

    Aunque no era oriunda de allí, Nora conocía ya bastante bien la ciudad, que con sus escasos 140 mil habitantes no se comparaba en mucho a su natal Düsseldorf.
    Pero aunque pequeño, el centro histórico de Berna sigue siendo uno de los mejores testimonios del trazado citadino del medievo europeo. Y por ello fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
    La torre del reloj pronto apareció al final de la Marktgasse, la calle principal del centro.

    El monumento se posa justo en medio de la colina, y es quizá la estructura más vieja de la ciudad, y sin duda la más emblemática.
    Muchas historias se cuentan sobre ella. Pero lo más interesante para muchos locales es saber que, orgullosamente, es uno de los pocos monumentos históricos del mundo sobre el que se puede orinar (hay un mingitorio dentro del cuartel).

    Otro de los grandes atractivos es la fuente del arcabucero. Es una de las fuentes que sobrevivió desde su popularización en el siglo XVI. Ahora sus figuras alegóricas adornan la avenida principal que baja hacia lo más bello de la capital.

    Antes de que la actual Suiza naciera, Berna fue fundada sobre una pequeña colina rodeada por el río Aar, que formó una frontera natural contra los enemigos.

    Hoy la pequeña península se conecta al resto del territorio a través de puentes de piedra, que ofrecen una espléndida vista de la ciudad.

    La leyenda cuenta que el nombre Berna proviene del alemán “bärn” (pronunciado “bern”), que significa literalmente “oso”. Se dice que el duque Bertoldo V de Zähringen, fundador de la ciudad, prometió llamar a la nueva aglomeración según el primer animal que pudiese cazar. Y un oso fue lo que se topó en su camino.
    Los locales parecen todavía muy orgullosos de su historia, y los osos están presentes en cada elemento de la capital. Incluso en su bandera.
    Y justo al lado del río se ha logrado salvar a una pequeña familia de osos que hoy viven en cautiverio.

    Los nombres de quienes han aportado dinero para el cuidado de estos animales aparecen en cada una de las piedras que pavimentan el balcón desde donde se les puede ver paseando.

    Los osos de Berna se han convertido en el símbolo de la ciudad, y poseen ya un lugar en la mayoría de sus habitantes.
    Más arriba de su jaula, un parque brinda las mejores vistas de la ciudad, que en ese entonces se teñía con los fulgurantes colores del otoño.

    Antes de que pudiese volver a llover, volvimos andando por el centro, no sin antes pasar a comprar otra pieza de pan para la cena, en uno de los singulares locales del andador comercial.

    Muchas de las tiendas de la calle principal se encuentran en el subterráneo. Y se accede a ellas por puertas de madera que se abren hacia arriba, y no hacia adelante.
    Estas pequeñas cuevas solían ser los sótanos durante el medievo. Bodegas donde se almacenaba todo tipo de víveres que ayudaban a las familias a sobrevivir el invierno. Hoy, bueno, encontramos desde vendedores de CDs antiguos hasta panaderos.

    Al otro día, Nora debía acudir a una de sus clases, y quedé de acompañarla para conocer su universidad.
    La Universidad de Berna es una de las mejores universidades públicas de Europa. Nada menos que donde Albert Einstein realizó la Teoría de la relatividad.

    Allí mismo acompañé a Nora para aprovechar las vistas desde lo alto del campus. Y aunque planeaba aprovechar su hora de clase para dar una vuelta, algo me puso en apuros.

    Mi número telefónico había sido cancelado. Hacía un mes que había comprado una SIM card con una compañía francesa, y había pagado 20 euros para tener llamadas, mensajes e internet en toda la Unión Europea (aunque Suiza no es parte de ella). Vinculé la cuenta con mi tarjeta de débito para que pudiesen cobrar automáticamente.
    Pero al parecer no había entendido del todo las cláusulas. Ya que no solo cancelaron mi plan, sino que eliminaron mi línea. Ahora no tenía un número para usar.
    Ni siquiera podía recibir llamadas. ¿Para qué querría entonces un celular? Sin wi-fi era simplemente nada.
    Así que a partir de entonces la tecnología no estaría de mi lado, y volvería a utilizar los encuentros a la antigua: acordando un lugar y una hora.
    Esperé a Nora para comer juntos. Un kebab turco fue la opción más barata, que por diez francos suizos (diez euros aproximadamente) fue el kebab más caro de mi vida.
    El día anterior, cuando todavía tenía un número de móvil, había quedado de verme con Christian, un couchsurfer que me había invitado a quedarme en su casa. Pero al haber aceptado la invitación de Nora primero, decidimos al menos salir a tomar algo.
    Nos vimos en la central de trenes, como cualquier suizo haría. Nora y Christian intercambiaron sus números antes de que ella volviera a la universidad. Así no padecería más de la ausencia de mi línea telefónica.
    Apenas al despedirnos, un indigente se acercó mendigando dinero. Christian empezó a hablar un raro alemán con él y caminó hacia una tienda. Compró una bebida y un pan. Se los dio al hombre que, con una sonrisa, agradeció su noble gesto.
    Sabía muy pocas cosas sobre Christian. Era joven, 20 años, tocaba el bajo en una banda de rock. Sus brazos se cubrían en tatuajes. Su ceja era atravesada por dos picos. Hablaba tres idiomas, había nacido en la zona francófona de Suiza. Tenía una novia y vivía en una zona rural a las afueras de la ciudad. No había estudiado la universidad y quería ser chofer de tranvía.
    Todo ello me pareció interesante. Pero encontrarme a un indigente en Suiza era algo que no esperaba. Y ver a Christian hacer lo que hizo era, sin duda, lo que esperaba de Suiza.
    Su evidente personalidad alternativa me invitó a dirigirnos al otro lado de la ciudad, alejándonos un poco del centro histórico, que él suponía que habría visitado ya.
    El poco llamativo paisaje nos llevó al pie de un hospital. “Entremos”, me dijo, ante mi cara de estupefacción.
    “Aquí es donde trabajo”. “¿Eres médico?”, repliqué. “No, solo hago mi servicio civil”.
    En Suiza el servicio militar es obligatorio, aunque puede esquivarse pagando un alto monto correspondiente. Pero es posible evadir al ejército haciendo un servicio civil. Así, Christian decidió ayudar en un hospital.
    El servicio civil tiene un salario fijo. Y Christian recibía más de dos mil francos al mes. No mucho, según él.
    Tomamos el elevador hasta el último piso. Conocía bien el edificio y sabía que desde su terraza-café se tenía una bella y diferente vista de Berna. Una que no muchos conocían.

    Y entre lo desconocido, bajamos a caminar de vuelta al centro, para que me mostrase uno de sus lugares favoritos.
    En la confluencia entre dos avenidas, Christian me mostró un viejo y descuidado edificio que ha sido tomado por jóvenes anarquistas. Fomentan la paz. No hay drogas, prostitución ni actos ilegales. Pero allí la policía no tiene entrada. Solo “el pueblo”.

    Aun en países como Suiza, donde todo parece perfecto, existen movimientos de izquierda que rechazan las ideas del gobierno. No cabe duda de que el ser humano siempre tendrá algo de qué quejarse.
    Y si no todo parecía perfecto, Christian me llevó a otro edificio cercano, que resultó ser una oficina donde el gobierno proveía droga a los adictos. Sí, el gobierno suizo regala droga a los adictos.
    Era algo difícil de creer. Observar aquel grupo de junkies luego de haber tomado drogas que su gobierno les obsequió me causó, indudablemente, una conmoción. Pero hay una explicación para todo.
    ¿Qué pasa si le quitas la droga a un drogadicto? Se torna violento, y no tarda en recaer. La mejor manera de abandonar una adicción es ir disminuyendo poco a poco los niveles de consumo, pues el cuerpo adquiere una necesidad fisiológica del producto.
    En Suiza, el gobierno se encarga de llevar un expediente de los adictos que se den de alta en su programa. Así, les entrega periódicamente su dosis necesaria, que va decrementando con el tiempo, hasta que el adicto sea capaz de renunciar a su consumo. Eso evita que las personas recurran al mercado negro en busca de mercancía ilegal.
    Mientras la tarde avanzaba y Christian relataba cómo es haber nacido en un país como el suyo, caminamos por las calles empedradas que se ocultaban a los lados de la avenida principal, donde un día antes Nora me había llevado.

    Los rojizos tejados que resbalaban el agua de la brisa nos guiaron hasta la orilla del río Aar, donde según él, los pobres solían vivir hace varios siglos.

    Hoy esta zona ha perdido por completo su mala reputación, y es una de las áreas más cotizadas por los residentes. Y tenía sentido el porqué.

    Antes del anochecer, subimos hacia la plaza principal de Berna, just al frente del edificio más emblemático e importante del país. El Palacio Federal.

    Suiza es un país, como dije ya, asombroso. Y no solo por regalar droga (lo siento, me sigue sorprendiendo). Sino por su propia estructura gubernamental.
    Se trata de la única confederación del mundo que forma un estado, cuyo nombre oficial es también la Confederación Helvética. Su territorio se divide en cantones, que hace siglos se unificaron para defenderse a sí mismos hasta lograr separarse del Sacro Imperio Romano-Germánico.
    Con un sistema representativo y porcentual, existen siete representantes de los cantones en el poder ejecutivo. Eso quiere decir que Suiza tiene siete presidentes.
    Por ello, es normal que nunca escuchemos en las noticias sobre el “jefe de estado” de Suiza. O su “líder nacional”. Suiza es un verdadero pueblo unido orgulloso de su lugar en el mundo.
    Y ese orgullo lo veríamos reflejado muy pronto sobre el gran Palacio Federal. Literalmente, al caer la noche hubo un espectáculo de luces y música proyectado sobre el edificio.
    Se trataba de una animación que celebraba los 150 años de la Cruz Roja, la organización internacional de salud más importante del mundo, y que se creó precisamente en Suiza.

    Finalizado el show, buscamos un buen lugar donde cenar. Y Christian no me dejaría partir sin haber probado el plato más típico de Suiza: el fondue.
    Encontramos una mesa en una cálida taberna. No había comido nada en horas, y eso prepararía mi estómago para el siguiente paso.
    El caquelon es la olla donde se funde el queso, que se coloca sobre un pequeño hornillo que debe permanecer encendido para que el queso no se solidifique.
    La gran cacerola de queso nos fue servida con una canasta de pan, que puede ser sustituida también por papitas cocidas.

    La enorme cantidad de carbohidratos y el grasoso queso hace del fondue un indiscutible plato de invierno. Pero afuera había frío, así que lo ameritaba.
    Justo al terminar Nora nos alcanzó fuera del restaurante, y nos acompañó a tomar una buena cerveza en un bar cercano.

    Christian no se iría sin pagar la cuenta del restaurante, y sin regalarme una bolsa de chocolates, como un buen recuerdo de Suiza y sus tradiciones.

    Ese inconcebible sujeto llegó incluso a ofrecerme dinero. “Yo sé que nací en un país rico, en el que muchos quisieran vivir. Nadie elige dónde nacer, yo solo tuve suerte”. Christian insistió en ayudarme con mi viaje, donándome una desconocida cantidad de dinero. Yo insistí en que no.
    Su increíble nobleza y la hospitalidad de Nora me dieron de mis primeros días en Suiza una exorbitante sorpresa. Y no podría esperar a llegar a mi siguiente parada: la ciudad de Zúrich.
  7. AlexMexico
    La elección de un destino siempre es difícil para un viajero. Y aunque pocas veces podemos realmente arrepentirnos, puede llegar un momento en el que nos digamos: “debí haber elegido este otro”. Y es un pensamiento inevitable.
    Pero cuando la elección ha sido claramente la correcta, el regocijo resultante es inminente. 
    Escoger solo tres de las 26 regiones académicas en la Francia continental para pasar siete meses de mi vida como profesor de español no fue, sin duda, una decisión fácil. Pero ciertamente fue una de aquellas que llamaría “la correcta”.
    A la sombra de París, la metrópoli francesa por excelencia, se encuentra una portentosa ciudad, comúnmente puesta en segundo plano. Una ciudad que ha sido desplazada por buena parte del turismo internacional que visita a Europa, solo por ser más pequeña que su hermana del norte.
    Su vetusta historia, su bien conservado patrimonio, su excelente ubicación y deliciosa gastronomía hicieron de Lyon la mejor de mis elecciones para vivir en Francia.
    Si bien ni siquiera siete meses en “la capital de la seda” fueron suficientes para conocer todos sus rincones, un par de buenos amigos y un libro titulado Lyon: secret et insolite hicieron que aquello que es imprescindible no escapara de mis ojos.
    Y lo siguiente es el mejor intento de una lista de atractivos y barrios imperdibles en la que, personalmente, fue la mejor ciudad en la que pude haber vivido en Francia.
    Roma y los galos.
    Lyon no siempre fue Lyon. Y Francia no siempre fue Francia. Pero algo es claro en su rivalidad con París: Lyon es más antigua. Y a su fundación en el 43 antes de Cristo fue llamada Lugdunum, por sus padrinos los romanos.
    Lyon es a veces apodada la antigua capital francesa. Aunque de eso muy poco es verdad, ya que cuando Lyon pudo ser capital de algo, Francia ni siquiera existía. Pero sí lo hacía Galia, la enorme provincia romana de la que Lyon fue centro político y cultural.
    Es por ello que, aunque no muchos se lo esperan, en Lyon podemos encontrar dos bellos y conservados anfiteatros romanos.

    La ciudad está estratégicamente ubicada en la confluencia de dos importantes afluentes fluviales: el río Ródano y el río Saona, fácilmente navegables para toda sociedad que allí se estableció.
    Y otros dos cuerpos naturales dominan la metrópoli: la colina de Fourvière al oeste y la colina de la Croix Rousse al norte, de las que hablaré más adelante.
    Y cada una de estas dos colinas resguarda como tesoro los vestigios arquitectónicos más antiguos que Lyon puede poseer, de una de las civilizaciones que más marcó el mundo occidental.

    Aunque uno de ellos, el ubicado en la Croix Rousse, fue testigo de una cruel matanza de cristianos, en un intento de los romanos por conservar el paganismo de su religión.
    Capital de las tres Galias, Lyon no solo pudo mostrarme parte de lo que hoy es Francia, sino parte de lo que hace siglos fue Roma.
    El Vieux Lyon.
    Es claro que durante siglos de existencia Lyon haya tenido que cambiar sus fachadas y extender sus complejos habitacionales para dar cabida a la creciente población que llegaba a ella, atraída por la bonanza económica de la que gozó por mucho tiempo.
    Y aunque los anfiteatros son los remanentes más longevos, el Vieux Lyon es la zona más antigua donde todavía vive gente (incluido mi amigo Jonathan, quien me invitó a emborracharme en el interior de este antiguo e histórico complejo).

    La primera vez que di un paseo por el Viejo Lyon, que resulta ser la zona más turística de la ciudad, simplemente no me sentí en Francia.
    Y no resulta extraño. De hecho la mayoría de este barrio medieval-renacentista fue construido bajo los estándares italianos, debido a la oleada de florentinos que llegaron con el matrimonio de Catalina de Médecis con el hijo del rey francés.

    Es por ello que esas grandes edificaciones poseen un patio interior al puro estilo itálico. Y los callejones que abren paso entre el interior de las manzanas son uno de los símbolos más apreciados de Lyon. Los llamados traboules.
    Un paseo por Lyon no puede estar completo sin caminar por el oscuro interior de un traboule. Y no se trata solo de la funcionalidad de acortar las distancias por esta estrecha parte peatonal de la ciudad. Es un legado que hoy forma parte innata de la identidad lionesa.

    Es en uno de esos coloridos edificios italianos que se aloja el Museo Gadagne, que cuenta la historia de la ciudad con piezas y mapas originales, entre las que se encuentran una cama hecha exclusivamente para Napoleón Bonaparte y el cartel de la Exposición Internacional de 1914.

    Pero si hay un museo que debió llamar mi atención desde que caminé por primera vez por el barrio es el Museo del cine y miniatura.
    Aunque Lyon no es reconocida internacionalmente como una capital del cine, es el lugar que prácticamente vio nacer al séptimo arte.
    Los hermanos Lumière, inventores del cinematógrafo, hicieron allí la primera película de la historia: la famosa cinta Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon Monplaisir, donde hoy se encuentra en su honor el Instituto Lumière.
    La cinta no mostraba nada más que, literalmente, la salida de los trabajadores de una fábrica. Y ese nuevo invento que ellos mismos dijeron que no poseía futuro alguno, se convirtió en una de las industrias de entretenimiento más grandes del planeta.
    Y aunque Lyon no cuenta con estudios cinematográficos ni ha sido sede de muchos rodajes, se ha encargado de mostrar a la gente la magia de aquello que Auguste y Louis Jean Lumière crearon en el siglo XIX.

    El Museo de cine y miniatura ha recopilado piezas originales de algunos de los filmes más famosos de la historia. Desde la escalofriante escenografía francesa de El Perfume (con réplicas tamaño natural de Jean-Baptiste Grenouille) hasta las máscaras de El planeta de los Simios.

    Mis alumnos de intercambio provenientes de Mallorca pudieron no haber apreciado como yo las páginas del storyboard original de Troya o la cabeza del triceratops de Jurassic Park. Pero la utilería y miniaturas allí presentes me hicieron sentirme mucho más niño que ellos.

    El barrio central del Vieux Lyon alberga también a la catedral de Saint-Jean, una de las dos iglesias más icónicas de la urbe.

    Su fachada delantera y posterior recuerdan mucho a la catedral de Notre Dame de París, obteniendo casi el mismo valor emblemático para los locales y turistas que su gemela parisina. Pero si una iglesia debía imperar la ciudad, Saint-Jean pudo hacerlo solo hasta la llegada de su nueva rival en el siglo XIX.
    Altos de Fourvière.
    Lyon fue fundada en el lado oeste del río Saona. Pero no tan al norte en el actual distrito 9 (a donde me dirigía diario para trabajar en el colegio público Jean Perrin). Sino en lo alto de una de las dos colinas que mencioné con anterioridad. La célebre colina de Fourvière, a la que hoy puede accederse fácilmente a través de un funicular.
    Fourvière vio nacer a Lyon en manos de los romanos y fue testigo del crecimiento de la metrópoli a sus pies, con los imponentes Alpes en su difuminado horizonte (donde con suerte puede verse el Mont Blanc en un día bastante despejado).

    Y fue justamente al lado de este increíble mirador que los lioneses decidieron erigir un templo en agradecimiento a la Virgen María por salvarlos de la peste en el siglo XVII.
    Esa modesta capilla fue remodelada a partir de 1870 para darle forma a la actual Basílica de Notre Dame de Fourvière.

    Su imponente y alternativa arquitectura inspirada en el arte románico y bizantino, pero sobre todo su perfecta ubicación a 120 metros de alto, la ha hecho el símbolo religioso de Lyon.

    Al otro lado del mirador, una torre de metal apodada “la Torre Eiffel” también domina la ciudad. Se trata de una torre de telecomunicaciones que fue mandada a hacer por un restaurantero durante la Exposición Universal de Lyon en 1914 para atraer turistas a su restaurante.
    Este par se ha convertido en la corona lionesa, pudiendo ser vistos desde casi cualquier punto de la ciudad. Sea cuando salía a comprar pan, paseaba en bicicleta, corría a orillas del Ródano o, incluso, desde mi salón de clase, la basílica y la torre de Fourvière me harían no olvidarme nunca de que me encontraba en Lyon.

    La presqu’île y Terreaux.
    Cuando Lyon se vio atrapada entre la colina de Fourvière y el río Saona no le quedó otro remedio que extenderse hacia la península contigua que hoy da lugar al centro de la ciudad.
    Terreaux, Hôtel de Ville, 1er arrondissement son algunos de los nombres con los que los lioneses llamarían a esta zona de la ciudad, ubicada justo en medio de los dos afluentes que la atraviesan.
    Este estrecho trozo de tierra, llamado en francés presqu’île (literalmente “casi isla”), es la península más cotizada donde la mayoría de los locales quisieran vivir.
    A pesar de mis esfuerzos, encontrar un apartamento en esta zona fue imposible para un joven extranjero sin experiencia laboral y con un salario bajo en relación al resto. Pero mis últimos 15 días en Lyon los pasé refugiado en el estudio de mi amigo Loïc, justo en el corazón de este bullicioso y haussmanniano vecindario.
    La Plaza de Terreaux es el núcleo de la presqu’île, flanqueada por bares y cafeterías que dan a toda la península más vida que en cualquier lugar de Lyon.
    Al sur de la explanada se encuentra el Palacio de Bellas Artes, que alberga al Museo de Bellas Artes de la ciudad.

    Sí, es verdad que Lyon no destaca tanto en las artes como lo hace París, con sus mundialmente famosos museos. Pero fue una buena manera de pasar mis domingos lluviosos, cuando todo lo demás está cerrado en la ciudad.
    Al este se alza el Hôtel de Ville. Es importante saber que en francés la palabra hôtel no siempre querrá decir lo que en español. Así, la traducción de Hôtel de Ville no es “hotel de la ciudad”, sino más bien “ayuntamiento”.

    Y justo detrás del ayuntamiento se halla un edificio que todo buen lionés ocupa como punto frecuente de reunión, incluyéndome a mí.
    La Ópera de Lyon se resguarda bajo esa majestuosa construcción coronada por ocho musas griegas (sí, normalmente son nueve, pero ocho es un hermoso número par que conserva la simetría arquitectónica).

    Hasta este punto haría pensar a cualquiera que Lyon es una ciudad burguesa y chic, como la gente suele pensar que es París. Una ciudad donde la gente acude a la ópera vestida de gala y visita un museo cada domingo. Pero no es así.
    De hecho, en la Ópera de Lyon algunos jóvenes han encontrado un lugar propicio donde contraponer sus expresiones artísticas ante la música clásica occidental.
    A diario es posible encontrar en el pasillo exterior de la ópera a grupos de bailarines de música urbana practicando sus coreografías. Los más avanzados enseñan a los novatos los pasos básicos del hip-hop y break dance, mientras cúmulos de gente los observan con detención. Era una manera sumamente entretenida de esperar a mis impuntuales amigos antes de salir a buscar un café.

    Y al norte de la ópera, la explanada de asfalto sirve a los skaters para practicar sus movimientos, dando un peculiar espectáculo a los que toman su cerveza en las terrazas contiguas.

    La Croix-Rousse y los canuts.
    Ha quedado claro que Lyon es más que una ciudad burguesa y refinada. Es una mezcla de contrastes para todos los gustos y edades. De hecho, Lyon no siempre gozó de una aristocracia de edicios haussmanianos (típica postal parisina de la belle époque). Lyon salió adelante gracias al trabajo. Y no hay trabajo que le haya sido mejor reconocido que haber dominado el tejido de la seda.
    Lyon fue uno de los últimos destinos de la ruta de la seda en Europa, que transportaba la codiciada fibra natural desde el Lejano Oriente.
    El siglo XIX fue la época dorada de la seda, cuando muchos artefactos fueron desarrollados y cuando aumentó el número de trabajadores dedicados a la industria.

    Máquina de tejido de seda.
    La mayoría de esos obreros, llamados canuts, poseían un taller (atelier en francés) en el barrio al que ellos mismos dieron vida. La famosa Croix-Rousse.
    Se trata de la segunda colina que domina la ciudad. Igual de famosa que su hermana Fourvière, la Croix-Rousse ha estado a la vez separada y unida a Lyon desde su existencia como comuna.

    La Croix-Rousse vista desde el río Saona.
    Mientras Lyon se ha desarrollado como una gran metrópoli, la Croix-Rousee ha conservado ese ambiente de pueblo, que hace sentir a sus habitantes en una especie de isla en medio de la gran ciudad. Muchos de ellos nunca “bajan”, haciendo la totalidad de su vida en lo alto de la meseta.
    El siglo XIX significo muchas cosas para este vecindario y para el mundo entero. Fue el siglo en el que se unió oficialmente con Lyon, derribando la muralla que las separaban y creando un lazo inminente a través de un funicular, el primero en el mundo.
    Pero fue también cuando nació la primera protesta laboral del planeta, en manos de los canuts. Los trabajadores de la seda estaban sometidos a condiciones muy duras, por lo que alzaron la voz ante las autoridades, siendo violentamente reprimidos.
    Los canuts dejaron su legado en la Croix-Rousse. No solo en el tipo de viviendas altas con traboules y con amplias ventanas (la luz ayudaba a trabajar la seda), sino con la atmósfera bohemia que heredaron al día de hoy.

    Antiguo edifico de canuts.
    La colina se divide en dos barrios: el plateau y les pentes. El plateau es la meseta, zona residencial con la más alta densidad de población. Y les pentes son las pendientes que suben desde el centro de Lyon, cuyas estrechas calles albergan hoy el barrio artístico y bohemio de la ciudad.

    Les pentes de la Croix-Rousse.
    Subir por las cansadas pendientes de la Croix-Rousse era algo indispensable cada vez que un día bello y despejado ameritaba sentarse ante una linda panorámica. La llanura este hacia los Alpes desde lo alto en medio de un ambiente bohemio es una de las mejores cosas que pueden hacerse en Lyon.
    Quais du Rhône.
    Si preguntamos a un lionés cuál de los dos ríos que atraviesan la ciudad prefiere, sería quizá una pregunta muy difícil.
    El río Saona flanquea al Viejo Lyon y pasa junto a la colina y la Basílica de Fourvière, siendo el preferido de los turistas si de un paseo en bote se trata. Pero el Ródano tiene lo suyo.
    El Ródano puede ser un río más bien destinado a los locales. En su extenso malecón (quai du Rhône en francés) puede encontrarse cientos de personas a todas horas del día. Desde los que, como yo, corrían en las templadas mañanas (excepto cuando el invierno lo volvió imposible) hasta los indigentes que se refugiaban bajo los puentes.

    El malecón del Ródano tiene vida. En sus simétricas alamedas que colorean la ciudad de acuerdo a su estación. En la increíble vista de la presqu’île y Fourvière desde cualquiera de sus puntos.

    La Croix-Rousse vista desde el quai du Rhône.
    En la línea de botes aparcados a sus orillas donde se puede beber una cerveza en la terraza. En la piscina municipal al aire libre que, incluso en invierno, siempre está llena.

    Pero sobre todo tiene vida los jueves por la noche, cuando todos los estudiantes acuden a su escalinata a admirar a los skaters hacer sus piruetas y a beber vino y cerveza hasta que llega la hora de buscar un club.

    El quai du Rhône me dio las mejores y más inolvidables noches en Lyon. Seis botellas de vino para tres personas, ver el trasero desnudo de estudiantes que cantaban al unísono “muéstranos tus nalgas”, música hip-hop francesa que escuchaban los racailles…

    Bien, creo que la elección no me es difícil. Mi río preferido es el Ródano. Y seguro el de muchos otros también.
    Confluences.
    Pero la lucha entre ambos ríos termina justo donde llega a su fin la ciudad de Lyon.
    Confluences es, literalmente, la confluencia del Ródano y el Saona. Los ríos se vuelven uno solo y eso da fin a la presqu’île y a la ciudad entera.
    Es en realidad un barrio un tanto lujoso, donde se halla un famoso centro comercial y un conjunto de edificios habitacionales ultramodernos.

    Entre ambos, un pequeño embarcadero sirve como aparcamiento del vaporeto, un bote de servicios turísticos que ofrece paseos por el río Saona.
    Pero el emblema del vecindario es el Museo de Confluences, ubicado en la punta extrema sur de la península.

    Es otra edificación ultramoderna que alberga exposiciones permanentes y temporales que vale la pena visitar. Una sala con réplicas de tamaño real de las especies animales del mundo, una exposición contemporánea sobre expediciones a la Antártica, hasta una muestra de la historia de los zapatos.
    Pero la mejor parte es la vista que se tiene desde su terraza, que nos deja admirar el fin de Lyon.

    Es posible caminar por ese pequeño estrecho, donde las olas poco a poco cubren el último pedazo de tierra.
    Ciudad de los murales.
    Otro de los grandes secretos que resguarda Lyon.

    Muy poca gente llega sabiendo la cantidad de murales que posee la ciudad en cada uno de sus rincones. Desde murales que simulan una biblioteca a orillas del Saona hasta frescos que hacen honor a Diego Rivera y la cultura mexicana en el lejano distrito 7.

    El más famoso, sin duda, es el fresque des lyonnais, un enorme mural ubicado en el centro de la ciudad, que muestra a los lioneses más célebres de la historia.
    Se presumen personajes como los hermanos Lumière, Laurent Mourguet (creador del teatro guiñol), Paul Bocousse (uno de los mejores chefs de Francia) y Antoine Saint-Éxupery, el famoso piloto y autor de El Principito. Por cierto, el aeropuerto de Lyon lleva su nombre.

    Pero el más alucinante es ciertamente el mur des Canuts, ubicado en la Croix-Rousse.
    Muchos dicen que es el mural más grande de Europa. Yo diría que quizá lo fue en su tiempo.

    Sea cierto o no, su tamaño es colosal, y el empeño que los artistas pusieron en él puede notarse a leguas, sea visto desde lejos o desde cerca.
    Pero a mi primer acercamiento el mural engañó mi vista. La perspectiva de escalera y el conjunto de edificios pintados en otro edificio me hizo creer que todo ello era real.

    El fresco se ha renovado con el paso del tiempo y ha sido financiado por patrocinadores. Todo en él hace honor a la Croix-Rousse, conteniendo elementos característicos de la vida cotidiana en aquel afanado barrio.

    Hay muchas razones por las que diría que prefiero Lyon ante cualquier otra ciudad francesa. Su clima, su trazo urbano, su comida, su limpieza, su seguridad, su cultura. Lo cierto es que me es muy difícil pensar en Lyon como una ciudad turística. La pienso solo como un melancólico hogar. Pero sé que estos sabios y sinceros minirelatos pueden motivar a muchos a conocer Lyon hasta lo más profundo de su ser. Porque aunque sea la tercera ciudad más grande de Francia, siempre seguirá siendo secreta e insólita.
  8. AlexMexico
    París es una ciudad mundial. Solo así se le puede describir por el poder y la influencia que ha tenido en el mundo entero durante siglos. Se hable de gastronomía, moda, ciencias, artes, la metrópoli no es solo la capital de Francia, sino la cuna de corrientes que han llegado a cada rincón del planeta.
    Por eso, al igual que aglomeraciones como Londres, Nueva York o Tokio, París es una ciudad que hay que vivirla.
    Los últimos ocho meses de mi vida los he pasado precisamente en Francia. Y en repetidas ocasiones he podido visitar París, desde sus últimos días de cálido verano hasta la húmeda llegada de la primavera. Y hospedarme con locales cerca de la Gare du Nord, Sentier o La Défense me ha acercado más a la experiencia de “vivir la ciudad”.
    Sin embargo, como turistas pocas veces tendremos la oportunidad de permanecer más que unos cuantos días. Pero más allá de la Torre Eiffel, la Catedral de Notre Dame, la Basílica de Sacré Coeur o el Museo de Louvre, existen otras buenas atracciones que son en menor medida un cliché parisino. Y aunque todas siguen siendo turísticas, algunas pueden acercarnos a una experiencia más local.
    Cementerio del Père Lachaise.
    Al este de París, en su distrito XX, se encuentra uno de los cuatro antiguos cementerios que se construyeron a las afueras de la ciudad en el siglo XIX para dar una noble y decente sepultura a los difuntos, sobre todo a las grandes personalidades de la aristocracia.

    El cementerio rinde homenaje al que fue confesor de Luis XIV, François d'Aix de La Chaise. Pero hoy no es solo un panteón colmado de tumbas, vegetación y gatos callejeros. Es de hecho un parque donde muchos parisinos acuden a dar un paseo.

    Al principio una caminata por un cementerio se me hizo muy poco interesante. Pero la elegancia de las tumbas (más bien mausoleos) allí levantadas nos habla de cuántos ciudadanos ilustres han pasado por París.
    Entre las personalidades fallecidas con las que podemos toparnos resaltan Oscar Wilde, Jim Morrison o Frédéric Chopin.

    Aunque la mayoría no sean personas que nosotros conocemos es reconfortante acercarse a cada lápida y leer el epitafio que nos hará descubrir de quién se trataba. Un antiguo alcalde, la esposa de un famoso novelista, una reconocida bailarina de Montmartre o un aclamado pintor de la Belle Époque.
    Musée d’Orsay.
    Bien, este sí que un cliché y hay que aceptarlo. Pero todavía menos cliché que el Museo de Louvre.
    Como segundo museo más visitado de París, el Museo de Orsay es quizá la segunda colección de arte más interesante de Francia. Desde que nos aproximamos a su exquisito edificio que solía albergar a la estación de trenes de Orsay justo en a la orilla sur del río Sena, el museo nos seduce con un rinoceronte de bronce que nos invita a descubrir el arte vanguardista.

    Si el Museo del Louvre resguarda las obras de la Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna, el Museo de Orsay nos acerca al arte de vanguardias surgidas desde la mitad del siglo XIX hasta principios del XX, antes de comenzada la Primera Guerra Mundial.
    Durante este corto período el arte se revolucionó en Francia y en Europa, con artistas que deformaron la realidad visual para expresar de diferentes formas lo que hay dentro de cada elemento que nos rodea.

    Desde el realismo de Gustave Courbet, con su obra cumbre El origen del mundo hasta la simplicidad de los animales de François Pompon, como su célebre Oso Blanco, expuesto en una de las salas al fondo.

    El museo no solo nos deja admirar la belleza que los parisinos se esmeraban por crear en cada nueva estación de tren, sino una hermosa pinacoteca que expone con orgullo a los más aclamados artistas franceses de la Época Bella.

    Para los amantes del impresionismo, el Museo de Orsay resulta tener la mayor colección de obras impresionistas y postimpresionistas del mundo.
    Así, sus muros deleitan a los visitantes con obras maestras de figuras como Claude Monet, con sus Campos de Tulipanes de Holanda o las Catedrales de Rouen.

    Eugène Delacroix, Édouard Manet, Camille Pissarro, Pierre-Auguste Renoir, Gustave Caillebotte. Aunque uno de los más famosos, no nacido en Francia sino en Holanda, es Vincent van Gogh.
    Si bien la mayoría de su obra se encuentra resguardada en el Museo Van Gogh en Ámsterdam, el Museo de Orsay es un buen aproximamiento al pintor, con varios de sus cuadros postimpresionistas, incluyendo uno de sus más famosos autorretratos.

    En las salas de sus últimos pisos el museo expone también algunas piezas comunes durante el apogeo del Art Déco y el Art Nouveau en París, que influyeron en la arquitectura de un sinfín de edificios en el mundo entero.
    Lo mejor del museo no es solamente la increíble colección de la que nos deja ser testigos, sino también las maravillosas vistas que se tienen desde su planta alta, donde podemos tomar un café y comprar libros en su boutique.

    Desde la Plaza de la Concordia hasta la colina de Montmartre, París siempre tendrá un bello paisaje que ofrecer desde las alturas.
    Les Invalides.
    Es un edificio al que todos los turistas ponen atención. Es imposible no verlo al cruzar el río Sena desde la Concordia, los Campos Elíseos y al atravesar el Puente de Alejandro III. Pero cuando no tenemos tiempo más que para correr y subir a la Torre Eiffel para una foto este palacio suele pasar desapercibido.

    El nombre es muy curioso. “Les Invalides” se traduce así mismo, “Los Inválidos”. Se trata de un antiguo palacio construido en el siglo XVII destinado a ser la residencia real de soldados y militares franceses en el retiro. De ahí su nombre, era la casa de héroes de guerra inválidos.
    Hoy sin embargo ya no aloja a soldados heridos y sumidos en la depresión postguerra. Hoy el palacio alberga al Museo del Ejército.

    Si bien suele ser poco atractivo para muchos, la guerra ha sido un elemento presente en la historia de todas las naciones del mundo (así de lamentable). Francia es y ha sido una potencia militar por siglos y no duda en exponer sus más grandes proezas y armamentos militares.
    Las colecciones originales del museo nos llevan desde el nacimiento de la nación, en la Edad Media. Espadas, ballestas, arcos y armaduras de hierro que sirvieron para defender al Reino de los francos durante décadas, como las épicas batallas de Juana de Arco contra los ingleses.

    La cantidad de guerras que ha sufrido Francia es infinita, como muchos de los países europeos, teniendo roces con Inglaterra, Prusia, España, Italia…
    La línea cronológica es un buen método para conocer un poco más de la historia bélica del país y de Europa. En las salas se muestra la evolución de las tácticas de guerra y de las armas conforme la tecnología avanzaba.
    En sus últimos salones se habla de las guerras más recientes, la Primera y la Segunda Guerra Mundial.

    Con uniformes y armas originales se cuenta lo vivido durante la ocupación nazi y la resistencia que Francia ejerció durante los años cuarenta (que en mi opinión no fue mucha).

    Se exponen los carteles originales que se ocupaban para reclutar soldados en varias partes del mundo para ayudar a sus nacionales en los tiempos más difíciles.
    Pero Les Invalides no es famoso solo por el Museo del Ejército. Más bien genera una especie de curiosidad en muchos porque en su bóveda sur yacen los restos de Napoleón Bonaparte.

    El emperador francés pasó sus últimos días en la remota isla de Santa Elena. Pero el rey Luis Felipe I de Francia hizo que sus restos fueran trasladados a París en 1840, año desde el cual se depositaron en el palacio.

    Hoy su tumba es visitada por miles de turistas ansiosos por presenciar la leyenda militar francesa.
    Le Petit Palais.
    Sea desde la pasarela del río Sena o la famosa avenida de los Campos Elíseos, hay dos edificios que ningún peatón o conductor puede pasar por alto. El Grand y el Petit Palais, o en español, el Gran y el Pequeño Palacio.
    Son dos palacios hermanos que fueron alzados durante la exposición universal de París en 1900 como otra muestra del poder de la ciudad en el planeta.

    ¿Qué podemos hacer en el Petit Palais? Es otro pequeño pero interesante museo, perfecto para un aburrido domingo en la metrópoli. O si estamos de paso por el barrio y está lloviendo fuera nada mejor para resguardarnos de las nubes que dentro de esta exquisita mansión.

    El palacio está construido alrededor de un patio central ideal para un café y una tarde relajada con un libro en la mano.
    El museo nos ofrece una colección de pinturas y objetos de la Edad Media y el Renacimiento. Aunque quizá sea más interesante la colección de pinturas de maestros como Delacroix y Courbet, bastante bien reconocidos en París.

    En varias de sus salas se exponen también mobiliarios originales y recreaciones del siglo XVIII que nos dan una idea de cómo lucía la aristocracia francesa hace 300 años.
    Parc des Buttes-Chaumont.
    París cuenta con muchos parques y jardines que la dotan de una buena cantidad de hectáreas verdes para el escape de la loca capital.
    Todos tienen su encanto, y la mayoría están rodeados por cafeterías y brasseries donde podemos tomarnos una cerveza. Aunque lo mejor es llevar nuestra propia comida y bebidas para hacer un picnic (beber alcohol en los parques no suele estar prohibido en Francia, y podemos comprar un vino en el supermercado por dos euros).
    Si como yo se encuentran cerca de la Gare du Nord, en el norte o noreste de la ciudad, una excelente opción es visitar el Parc des Buttes-Chaumont.
    Es uno de los jardines públicos más grandes de París, creado en el siglo XIX por Napoleón III, quien aprovechó las antiguas canteras de piedra y yeso en la zona.

    Como muchos de los jardines, este parque posee un lago interior en su centro, donde decenas de aves buscan comida con los visitantes. ¿Qué lo hace especial? Que en medio del lago se alza una colina de piedra de unos 30 metros con puentes y una pequeña cascada, escenario de algunas sesiones de fotos parisinas.
    Es posible subir a la punta para tomar un descanso bajo el pequeño kiosco en lo alto, llamado el Templo de la Sibila.

    Y desde allí se tiene una maravillosa vista de la colina de Montmartre en el oeste, con la Basílica de Sacré Coeur que la domina como en todas las postales. Sin duda la mejor parte de visitar este cautivador jardín.
    La Défense.
    A pesar de ser una enorme capital mundial, París no cuenta con un skyline gigante y particular que la distinga ante metrópolis como Nueva York, Tokyo o Londres, con sus conjuntos de modernos edificios.
    Pero París lo ha hecho bien. Su gobierno local ha sabido conservar la arquitectura típica haussmanniana (esos edificios con tejados azules) desde la renovación de la ciudad durante el Segundo Imperio en el siglo XIX con Napoleón III.

    De esta forma, casi toda la ciudad dentro de su anillo periférico conserva ese aire antiguo que logra transportar a sus habitantes y turistas a una Belle Époque contemporánea.
    Pero para los amantes de lo moderno París también sabe defenderse. Y se defiende con La Défense.
    La capital francesa es también un importante centro de negocios. Y como debe ser, posee su propio centro financiero que forma quizá el único skyline de la metrópoli.

    La Défense está estructurada en torno a su explanada central, donde se yergue un enorme arco, el Arco de La Défense.
    Algo curioso es que este arco está perfectamente alineado con el Arco del Triunfo en la avenida de los Campos Elíseos y con el Arco del Triunfo del Carrusel en el Jardín de las Tullerías, frente al Museo del Louvre. De esta manera forman una línea recta que puede ser vista desde cualquiera de las tres monumentales estructuras y desde puntos céntricos como la Plaza de la Concordia.

    Los edificios alrededor del arco albergan a una multitud de empresas internacionales y son el conjunto de oficinas más grande de Europa.
    El paisaje urbano es maravilloso, aunque poco se puede hacer allí. No hay tiendas, centros comerciales, bares ni discotecas. Pero sentarse a las orillas del río Sena para admirar su grandeza o contemplar una puesta de sol tras los gigantes de cristal y concreto es otra vista que no muchos se esperan de París.

    Cabe decir que La Défense está oficialmente fuera de París. Está ubicada en los suburbios, por tanto en la zona 2 según el sistema de transporte urbano. Por ello nos costará más caro que un ticket normal de metro si tomamos el RER. Pero llegar directamente a la estación de Gran Arche de La Défense no es quizá la manera de tener la mejor vista. Más bien la conseguiremos caminando por toda la avenida de la Grande Armée desde el Arco del Triunfo o tomando el metro hasta la estación Pont de Neuilly.
    Musée Carnavalet.
    París tiene cientos de museos, es verdad. Y cada uno es un universo. Pero solo existe un museo dedicado a contar la historia de la misma ciudad.
    El edificio que hoy alberga al Museo Carnavalet solía ser un hotel que llevaba el mismo nombre. Está ubicado en pleno centro de la ciudad, en el barrio del Marais.

    No solo podremos deleitarnos con su bella arquitectura y sus simétricos y perfectamente cuidados jardines. El museo nos transportará en el tiempo desde la fundación de la ciudad en la Edad Media hasta los instrumentos más recientemente conservados.

    Si alguna vez hemos soñado con vivir esos años en los que todo se anunciaba con lápiz y papel, se transportaba a caballo, se comía en vajilla de porcelana, se buscaba el pan caliente a diario con el panadero, se enviaban telégrafos y se acudía a los cabarets de Monmartre, este museo es lo que necesitamos.

    Con procedencia cien por ciento original, el Museo Carnavalet ha logrado recaudar piezas de muchas de las épocas parisinas. Letreros de la primera línea del metro en 1900, anuncios de una obra de can can, adornos de una casa desaparecida, ropa de las aristócratas que se paseaban por las Tullerías los domingos, una taza de té en la que bebió un Barón, la puerta de entrada a una taberna de los suburbios.

    Con mapas, maquetas y recreaciones es la oportunidad de acercarnos aún más a lo que ha sido y es hoy día París.
    Place des Vosges y la casa de Víctor Hugo.
    En el mismo barrio de Le Marais (con una vasta presencia de judíos y hoy también barrio gay) se encuentra la plaza más antigua de París, donde hoy los locales y turistas toman el sol cuando el clima lo hace posible.

    Fue pionera en el diseño de plazas reales en toda Europa, aunque su residencia real no dio cabida a los reyes por muchos años. Pero dio alojo a muchos aristócratas de la época.
    Entre los más reconocidos y admirados por el mundo entero se encuentra Víctor Hugo, autor romántico que se ha convertido en un símbolo de la literatura francesa.

    En un apartamento en una de las esquinas de la plaza cuadrangular Víctor Hugo vivió sus años antes de autoexiliarse en Bruselas, debido a su participación en la política de la cambiante Francia del siglo XIX.
    En ese acogedor piso escribió algunos de sus poemas y obras que pasarían a la posteridad de la nación francesa.

    Incluso con un salón chino y la cama donde falleció, su modo de vida puede inspirar a muchos amantes de la literatura que, como a mí, Víctor Hugo ha atrapado hasta el último renglón.
    Jardines de Luxemburgo.
    Como una especie de jardín real para el Senado de Francia, los jardines de Luxemburgo son quizá el parque público más famoso de París. Eso quiere decir que siempre habrá mucha gente. Pero es difícil encontrar una atracción turística sin mucha gente.
    No obstante, vale la pena transportarnos hasta la parte sur del Sena (no muy lejos de la Catedral de Notre Dame) para perdernos por sus senderos y comer un helado frente al fascinante Palacio de Luxemburgo.

    Es un destino perfecto para familias, con actividades, juegos y renta de ponis para los pequeños.

    Una de las curiosidades que debe ser visitada es la Estatua de la Libertad original. Eso mismo. La famosa Estatua de la Libertad que recibió a millones de migrantes en la desembocadura del Río Hudson y que hoy sigue siendo símbolo de Nueva York y de los Estados Unidos fue un regalo de Francia.

    Fue diseñada y creada en París por el escultor Frédéric Auguste Bartholdi. Y antes de llevar a cabo el enorme proyecto que dotaría de identidad a los estadounidenses, Bartholdi elaboró este modelo a escala que más tarde regalaría a la ciudad de París, y que hoy es expuesto en los jardines de Luxemburgo como una memoria de la dama más famosa de América.
    El Panteón.
    La increíble e imponente iglesia de Saint Étienne du Mont en el corazón del Barrio Latino de París ha atravesado por muchas controversias, pasando de ser repetidas veces un centro de culto católico a un centro de culto para los ciudadanos ilustres.

    Pero esta última función concluiría su cometido con el entierro de Víctor Hugo en su cripta en el año 1885.
    Así, visitar el Panteón de París significa visitar los restos de las personas que más han marcado la historia de Francia (en el mejor sentido).
    Sus catacumbas reciben a los visitantes con el encare de los dos filósofos ilustrados más relevantes y eternos rivales: Jean-Jacques Rousseau y Voltaire, cuyas ideas opuestas legaron una revolución en Europa y el mundo entero.

    Otros de los personajes célebres en sus tumbas son Marie Curie (premio Nobel de Física y Química), Émile Zola (padre del naturalismo) y Louis Braille (creador del sistema Braille de escritura y lectura para débiles visuales).

    Otra de las atracciones del Panteón es el Péndulo de Foucault, un experimento que desde 1851 demostró la rotación de la Tierra al haber sido colocado desde lo alto de la cúpula hasta casi tocar el suelo.

    París es la Ciudad de las Luces. Y no por ser la mejor iluminada, sino por la cantidad de personas ilustres que por ella han pasado.
    Sus rincones e historias son simplemente infinitos, y ningún artículo podrá nunca abarcarlos todos. Pero algo es seguro: siempre querremos volver a ella. 
  9. AlexMexico
    Hastiado del invierno, de la nieve, de aquello cielos plomizos que abatían cada una de mis fotos, por fin llegó el momento de volver al sur de Europa, que aunque todavía a tres o cinco grados centígrados, me hacían sentir como que el verano se había adelantado.
    Así comencé febrero volando hacia el último destino de mi Eurotrip: Roma, la Ciudad Eterna.

    WizzAir me llevó desde Varsovia hasta la costa de Lacio, en los hangares del Aeropuerto Internacional Leonardo Da Vinci, mejor conocido como Aeropuerto de Roma-Fiumicino, el más grande de Italia.
    Sorprendentemente Roma había sido el único lugar donde no había podido conseguir alguien que me alojase a través de Couchsurfing. Aunque un alma caritativa proveniente de Irlanda me había ofrecido un techo el siguiente día. Así que tomé el bus hacia la central de trenes, cerca de donde había reservado un hostal para mi primera noche. Allí conocí a Gaby, una mexicana de Tijuana que también terminaba su intercambio en España, y con quien compartiría mi siguiente jornada.
    A pesar de la ligera llovizna que azotó la capital italiana la siguiente mañana, el sol por fin me sonrió, alumbrando toda la extensión de la milenaria capital del Vitrubio.
    Es imposible en algún texto, obra o discurso describir lo que es y lo que significa Roma. Una metrópoli que hoy posee unos 4 millones de habitantes (no tan grande comparada con otras capitales mundiales), pero que ha sido por siglos el centro político, social, cultural, religioso, artístico, lingüístico, filosófico y moral de todo el mundo occidental.
    Lugar de nacimiento y derrumbe del Imperio Romano y sede de la Iglesia Católica, no cabe duda de por qué Roma había sido elegida como mi último destino en Europa. Una ciudad que, por más turística que sea, es vital visitar al menos una vez en nuestra vida.
    Con solo tres noches por delante y un muy pequeño presupuesto disponible, dado que era el final de mi viaje, conocer la mayoría de las reliquias romanas sería un gran desafío. Pero tenía una ventaja: ¡Roma es el mayor museo al aire libre del mundo! Y no podía estar más agradecido por tener tanto que ver sin necesidad de pagar un solo centavo.
    Así que por la mañana Gaby y no nos preparamos y salimos hacia el principal monumento de la ciudad, que por nada podíamos perdernos. El Coliseo romano.

    La historia de Roma se remonta a la célebre leyenda de Rómulo y Remo, quienes fueron amamantados por una loba y fundaron la ciudad, siendo Rómulo su primer rey en el siglo VIII a.C.

    Durante los siguientes trece siglos Roma acogería la capital de un reino, una república y un imperio que legarían a la posteridad sus formas de gobierno y que controlarían e influirían a gran parte del mundo.
    Pero esos trece siglos de poder no terminaron con la llegada de la Edad Media. Su legado hoy sigue vigente. Y una pequeña (y enorme) muestra de su magnificencia es la joya de sus anfiteatros, que ha sobrevivido veinte siglos en el centro de la ciudad.
    Los anfiteatros eran algo común en los romanos. Eran utilizados para eventos públicos, como peleas de gladiadores, obras de teatro o ejecuciones. Y sus ruinas están presentes a lo largo de lo que alguna vez fueron sus provincias, desde España hasta el Medio Oriente.
    Pero es el Coliseo de Roma el que mejor se ha conservado. Su capacidad para 50 000 espectadores lo hacían el más grande jamás construido por los romanos. Y hoy como un perfecto símbolo de la Edad Antigua ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y una de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo Moderno.

    Algo que pocos saben es por qué hoy se le conoce como “Coliseo”, cuando no se trata de un coloso, sino de un anfiteatro. Pues su nombre deriva de una antigua estatua, el Coloso de Nerón, que se posaba muy cerca del teatro. La estatua hoy ya no permanece en pie, pero ha heredado su nombre a este inmortal ícono mundial.
    Justo al lado se yergue el monte Palatino, una pequeña colina donde se cree que nació la ciudad. Y como muestra de su importancia se encuentran a sus pies las ruinas arqueológicas del Foro Romano, que hoy están abiertas a los visitantes, pero que como estudiante pobre no me dispuse a pagar. Aunque para ser sinceros, las mejores vistas las tuve desde el otro lado de sus cercas.

    Se trata de lo que solía ser el centro de la ciudad de Roma. Lo equivalente a una plaza central hoy en día.

    Allí, desde tiempos de la república, se concentraban los edificios públicos, instituciones de gobierno, el mercado, los centros religiosos y culturales.
    Sus calles, que hoy no son más que trazos con piedras apiladas sobre la tierra y la yerba, marcaban las arterias principales de la ciudad, por las que se paseaban los ciudadanos, los senadores y hasta el mismo emperador.

    El Foro romano fue una de las primeras muestras de los tesoros al aire libre que Roma ofrece a sus visitantes. Sin reservas, filas interminables o miles de guardias de seguridad.
    Unos metros más al este, cruzando la Vía del Fori Imperiali, otro foro aparece en escena. El Foro Trajano, que lleva el nombre del emperador que lo mandó a construir.

    La sucesión de foros en el centro de la ciudad denota la huella que cada uno de los emperadores deseaba dejar en Roma. Desde Augusto hasta Julio César legitimaron su gobierno con monumentos que lograron sobrevivir más de dos milenios.

    Pero no todos los edificios datan de la Edad Antigua. Roma ha sido habitada por muchos siglos y, como centro cultural y artístico de occidente, ha visto pasar casi todas las corrientes artísticas.              
    Justo al norte del Foro Trajano el Palazzo Valentini y las dos iglesias que lo flanquean son una viva muestra del Renacimiento romano, que a partir del siglo XVI dotó a la ciudad de obras de arte inigualables.

    Y a solo unos pasos se abre la famosa Plaza Venezia, nodo urbano donde confluyen varias de las avenidas importantes en el centro de Roma. Y en ella la conmemoración al estado italiano moderno: el monumento a Víctor Manuel II, rey que unificó Italia en el siglo XIX.

    Aunque cuna de controversias por estar construido sobre una de las colinas históricas de Roma y sobre lo que solía ser el barrio medieval, el monumento ofrece increíbles vistas panorámicas de los foros imperiales y las plazas alrededor.

    Y esa mezcla entre cultura clásica, medieval, renacentista y moderna hacen a Roma merecedora de su pseudónimo, la Ciudad Eterna.
    A escasos metros del monumento a Víctor Manuel II otra célebre plaza nos dio la bienvenida con una hermosa y amplia escalinata tras la que alcanzamos el Ayuntamiento de la ciudad. La Plaza del Capitolio.

    Y es de esperarse que cada escultura que vigila la escalera antes de llegar a la explanada sea tan exquisitamente cautivadora, pues el lugar entero fue pensado por Miguel Ángel, el artista italiano que llevó al Renacimiento a una de sus máximas expresiones.
    Michelangelo (nombre original) pasó por muchas de las disciplinas artísticas. Desde la escultura hasta la arquitectura. Y pasó sus últimos años elaborando los planos de algunas edificaciones que embellecerían Roma y toda Italia de por vida.

    Pero la arquitectura no es lo único que hace bella a una ciudad. Lo más importante es, claro, su comida y su gente.
    Gaby me llevó a comprar un gelato, postre italiano por excelencia que estaba obligado a probar.
    La temperatura rondaba los diez grados, pero la llovizna había cesado y el sol brillaba con fuerza. Un buen cono helado no era entonces una mala idea.
    En cada esquina, un carrito de helados artesanales ofrecía todos los sabores, colores y texturas que pudiéramos imaginar. Elegir un solo sabor era un reto complicado. Pero el heladero estaba allí para persuadirme a lo mejor.
    El anciano hombre empezó a hablar italiano, a lo que yo nada pude responder. Intenté descifrar lo que decía, pero su pronunciación arrastrada poco me dejó entender. Aunque no dejó que la barrera del idioma impidiera nuestra comunicación. Y haciéndome señas me invitó a entrar a su carrito, señalando la cámara de Gaby, invitándola a tomarnos una foto juntos.
    Ya los italianos tienen una buena y conocida fama en el resto del mundo por ser alegres y expresivos. Y me había quedado más que claro con aquel heladero, y con tan solo caminar por las calles de Roma.
    Pieles bronceadas con tonos apiñonados. Ojos verdosos y profundos. Cabelleras castañas y brillantes, siempre bien peinadas. Perfumes discretos y elegantes. Un outfit siempre bien combinado, sin llegar a una moda exagerada ni pretensiosa. Todo acompañado de un dulce y sexy acento y ademanes irradiantes de emotividad. Con una sonrisa por delante. La gente italiana podía ser, sin duda, la más hermosa de Europa.
    Mucha gente piensa en París como la ciudad del amor y la capital de la moda, con luces, gente elegante y bien vestida. Pero para mí no. Roma era, y es hasta ahora, la ciudad más romántica que he conocido. 
    Sumado a la algarabía de sus habitantes, Roma regala a los turistas una infinidad de monumentos que, por más insignificantes que parezcan, están tan bien detallados que cada esquina puede pasar fácilmente por una obra de arte.

    Columnas, estatuas, fuentes, iglesias. Callejones orillados por coloridas casonas que con sus macetas colorean a la ciudad y la hacen diferentes a muchas de las grises y uniformes capitales europeas.

    Y en camino hacia el norte pasamos frente a otra de estas construcciones que engalanan a la capital itálica. Otro de los casi indestructibles recuerdos que los romanos dejaron en la ciudad. El Panteón, un enorme templo que se ha mantenido en pie desde el lejano año 125 d.C.

    Y no se trata de un cementerio, como podemos entenderlo en español. Sino de un templo dedicado a los antiguos dioses.
    El edificio con su cúpula y sus columnas griegas es uno de los símbolos vivos y originales que ha ayudado a entender mucho sobre la religión romana.
    Más tarde llegamos a la Piazza del Popolo, o Plaza del Pueblo, una de las más grandes y visitadas en Roma.

    En el centro de su explanada semicircular un obelisco egipcio conmemora a Ramsés II. Y en su lado sur un par de iglesias gemelas dan la bienvenida.

    La plaza se sitúa donde solía estar la muralla de la ciudad. Es por ello que al norte se posa todavía una de sus antiguas puertas, la Puerta del Popolo.

    Como en toda Roma, la plaza está adornada por increíbles estatuas y fuentes que recuerdan a la mitología clásica grecorromana, cultura que el Renacimiento quiso precisamente recuperar tras los siglos del oscurantismo medieval.

    Y en su lado este, unas escaleras nos invitaron a Gaby y a mí a subir hacia la Villa Borghese, un conjunto de jardines que forman un gran pulmón verde para la urbe.

    Desde lo alto tuvimos una de las mejores vistas de Roma, que dejaba ver sus cúpulas y colinas que distinguen a la capital.

    Al bajar continuamos de nuevo hacia el sur para alcanzar otra de las célebres plazas públicas. La Plaza de España, donde la iglesia Trinitá del Monti resalta en lo alto de las escaleras donde cientos de turistas se toman fotos a diario.

    Y por si no estábamos hartos de las plazas (la verdad es que no) nos dirigimos hacia la Plaza Novona, que solía ser un estadio en tiempos de los antiguos romanos.
    Hoy es un centro de vida cultural donde varios artistas acuden a mostrar sus talentos. Y entre toda su extensión destacan el Palazzo Pamphili  y la Fuente de los Cuatro Ríos en el centro.

    Pero no muy lejos de ahí llegamos a la más grande y famosa de todas las fuentes romanas: la Fontana di Trevi.

    Su monumental tamaño y detallada escultura barroca, que representa el movimiento de las aguas, no es precisamente lo que la hace tan famosa, sino los mitos que la rodean. Uno de ellos con la película Three coins in the fountaine, que nace a su vez de una leyenda local, donde al arrojar una moneda a la fuente el turista asegura su regreso a Roma, dos monedas aseguran el amor y tres arrojadas con la mano derecha sobre el hombro izquierdo aseguran el matrimonio.
    Pero por supuesto, el filme más aclamado que convirtió a la fuente en un ícono del cine italiano es La Dolce Vita, donde Anita Ekberg se lanza a la fuente e invita a Marcello Mastroianni a hacer lo mismo.
    Ningún turista tiene permitido bañarse en la fuente, claro está. Pero el mito de la moneda sigue vivo. Y es por eso que la multitud de turistas rodean a la fontana a todas horas del día, arrojando monedas mientras le dan la espalda a Nerón, quien tira de sus dos hipocampos.
    Verdad o falsedad, irse de la Fontana sin tirar una moneda es como decirle a Roma que no quieres regresar. Aunque para ser honestos, hay que saber que todo ese dinero, al menos, es destinado a buenas causas, y con él se ha financiado un supermercado para las personas pobres de Roma (sí, tanto así puede ser recaudado).

    La noche cayó y era hora de cenar. Y al ser Italia, elegir el menú no fue una larga incógnita. Una buena pizza napolitana (que después descubriría que poco tiene de Nápoles) y un espagueti al pesto fue la mejor elección para terminar nuestro día.
    Esa misma noche cogí mi mochila y me despedí de Gaby. Había conseguido por fortuna un couchsurfer que me alojase en el centro de la ciudad. Así llegué a casa de Anthony, un músico irlandés que rentaba un pequeño taller, donde una litera fue mi alcoba por las siguientes dos noches.
    Antes de que el imperio romano se dividiera en dos, y el imperio de occidente cayera ante las invasiones bárbaras, la religión cristiana ya había comenzado a ser difundida por los apóstoles y sus seguidores.
    A pesar de las resistencias, el cristianismo suplió a la religión pagana de los antiguos romanos, tanto en oriente como en occidente, y Roma fue elegida como centro de la iglesia cristiana, convirtiéndola otra vez en la capital mundial.
    Los papas han jugado siempre el papel de patriarcas del catolicismo y han tenido el poder en Europa desde la Edad Media, siendo ellos los encargados de coronar a los emperadores de todo el continente.
    Así, los papas han poseído desde la desaparición del imperio romano vastos territorios en la península itálica, llegando a extender sus dominios hasta el actual sur de Francia, en los llamados Estados Pontificios.
    Pero con la unificación del Imperio de Italia en 1870 el papado se quedó sin territorio alguno sobre el cual ejercer su poder como jefe de estado.
    No fue hasta el gobierno fascista de Mussolini que el dictador le ofreció al papa el territorio de 44 hectáreas que hoy ocupa la Ciudad del Vaticano, el estado más pequeño del mundo, mismo que me dispuse a visitar la siguiente mañana.
    Caminar hacia el Vaticano significa atravesar el único canal de agua que Roma posee. El río Tíber.

    A lo largo de su caudal una multitud de puente permiten el paso de un lado al otro. Y uno de los más famosos es el Puente Sant’Angelo, que conecta el centro de la ciudad con el castillo omónimo.

    Ambas construcciones de maravillosas dimensiones y arquitectura fueron construidas por los romanos. La idea original del Castillo de Sant’Angelo fue crear un mausoleo para el emperador Adriano. Pero finalmente se utilizó como fortaleza y como parte de la muralla que rodearía la ciudad.

    El puente está flanqueado por hermosas estatuas y llevan hasta las cercanías de la Vía della Concilliazione, venida que conecta con la Ciudad del Vaticano.

    Al solo poner los pies en aquella calzada sagrada para los peregrinos, la sensación por la Iglesia Católica podía notarse en el marketing creado a partir de cada pequeño detalle.
    Vendedores ambulantes y tiendas con magnetos, vasos, mantas, vitrales, gorros, rosarios, todo con la fotografía del Papa. Benedicto XVI había abdicado hace menos de un año y el Papa Francisco se había ganado ya los corazones de muchos fieles.
    Pero nadie parecía recordar a Benedicto. Su foto no aparecía por ningún lado. Solo Francisco y, claro, el Papa Juan Pablo II, fallecido hace ya varios años, pero presente todavía en la cabeza de muchos.
    Ignorando todo artículo de venta, caminé directo hasta la plaza central, quizá la más famosa de toda Roma: la Plaza de San Pedro.

    Cientos de católicos se reúnen a diario en esta explanada esperando ver al Papa, cuando no se encuentra de viaje. Algunos domingos el Papa ofrece una misa, donde la gente lo admira casi como a un Dios.
    Y al fondo de la plaza se alza la más sagrada de todas las iglesias del catolicismo, hasta hoy el más grande de todos los templos cristianos. La basílica de San Pedro, la iglesia nodriza de todas las iglesias.

    Con todo el dinero que los católicos recaudan alrededor del mundo, es de esperarse que la basílica de San Pedro sea una brillante obra maestra. Y uno esperaría tener que pagar para entrar. Pero, afortunadamente, no es así.
    Y, en absoluto, no son mis raíces católicas lo que me invitaba a ver su interior. Era poder ser testigo del Renacimiento en carne viva.
    La fila para ingresar era larga. Pero al ser antes del mediodía la espera fue todavía muy decente. No necesité ninguna especie de ticket para entrar. Solo pasar un control de seguridad. Y eso incluía una revisión a nuestra vestimenta.
    Como era invierno, todos íbamos tapados desde los pies hasta la cabeza. Pero en verano, muchas mujeres se acercan en minifaldas, vestidos pequeños, así como los hombres en bermudas, sandalias y camisas sin mangas. Es la iglesia, así de simple.
    Desde la entrada principal se accede a la Nave Central, que deja ver la inmensidad del templo.

    En su construcción participaron los arquitectos más reconocidos de sus tiempos. Entre los más famosos está, por supuesto, Miguel Ángel, quien colaboró en su planeación a partir de 1546.
    Justo al lado de la entrada una de sus más reconocidas obras aparecen a la vista. La Piedad, donde Miguel Ángel representó a la Virgen María sosteniendo el cuerpo muerto de Jesús en sus brazos.

    Y a ambos lados de la nave múltiples esculturas se presumen a los fieles, como los monumentos a los santos.
    La basílica lleva el nombre de San Pedro, uno de los doce apóstoles de Jesús que predicó el cristianismo en Roma y que se convirtió, por ende, en el primer papa de la historia.
    Pedro murió en Roma y se dice que sus restos se conservan en la iglesia.

    Otros muchos santos yacen en el Vaticano. Entre todos, está la tumba del famoso Juan Pablo II, que pronto será convertido en santo, y al que miles de fieles rezan todos los días.

    Justo sobre el altar se impone la magnífica bóveda de la Basílica, ideada y pintada por Miguel Ángel, convirtiéndola en la obra cumbre del Renacimiento.
    El trabajo del enorme fresco en la cúpula tomó unos cuatro años al joven artista. Entre disputas con el papa, humedad con los colores, rechazo por la ayuda de otros pintores, Miguel Ángel llevó su inexperiencia en pintura al máximo nivel, pasando a la historia como uno de los mejores de la historia.

    Para admirar su obra desde cerca, el Vaticano deja a los visitantes subir por cinco euros, contando con un elevador o escaleras para acceder a las orillas de la cúpula, que es nada menos que la más alta del mundo.
    Como buen y fuerte turista, decidí tomar los escalones, que al alcanzar los 100 metros aproximadamente se tornaron en estrechos pasadizos inclinados por los que apenas y podíamos caminar y respirar. Definitivamente no hechos para claustrofóbicos.
    Sinceramente, subir a la cúpula no es una buena idea si lo que se quiere es tener una buena vista del fresco de Miguel Ángel. Por supuesto, la mejor vista se tiene desde lejos.
    Pero subir los 136 metros valió la pena cuando pudimos salir al exterior y tener al frente la vista panorámica del Vaticano y de la ciudad de Roma.

    Desde la punta se distinguían perfectamente los santos que adornan la fachada de la basílica y el obelisco central en la plaza.

    Una vista memorable que dejó al descubierto el encanto de Roma en un hermoso día de invierno.
    Mi última tarde en la ciudad la pasé cruzando los puentes del río Tíber y visitando un poco el pequeño barrio hipster que se esconde en su orilla occidental, a donde pocos turistas se acercan y donde pude comer una pizza más tradicional que el resto de las que se ofrecen a los visitantes.

    Roma había superado mis expectativas por muchísimo y habría sido el lugar perfecto para terminar mi viaje por Europa.
    Y aunque por confiar en el servicio continuo de buses hacia el aeropuerto Ciampino casi pierdo mi vuelo (que al igual que yo, tuve retraso), me vi en Madrid al siguiente día, donde tomaría mi vuelo de regreso a mi país, dando por finalizado mi primer viaje como backpacker, que apenas 450 euros habían hecho realidad.
  10. AlexMexico
    Los días parecían hacerse cada vez más cortos en Polonia. Los exiguos rayos del sol se ocultaban a las 16 horas, y levantarse a las 9 parecía como despertar al mediodía. El frío no se esfumaba y la nieve tampoco. Hasta ese punto estaba un poco harto del invierno en Europa central. No era lo que había imaginado. Y llevar puestas mis botas y varias capas de ropa encima todos los días me empezaba a exasperar. 
    Pero antes de volver al sur tenía un último destino más al norte. No podía irme de Polonia sin visitar su gran capital.
    Mis tres noches en Cracovia en el apartamento de Maciek habían sido bastante placenteras.  Y como un último favor para agradecerme la hospitalidad que le había brindado en México algunos meses atrás, me puso en contacto con algunos amigos suyos en Varsovia, donde había terminado sus estudios universitarios.
    Maciek me llevó entonces a la estación central. Un mes atrás había conseguido un viaje de Cracovia a Varsovia por solo 10 złotys (2.5€ aprox.) con la empresa Polskibus. Pero como suele ocurrir con los precios baratos, el bus llegó con retraso,  y unas cinco horas pasaron para que llegase a la capital.
    Habiendo desaprovechando todo el día en la carretera, me vi obligado a pasar algunas horas solo al arribo del bus. Una pareja de amigos de Maciek me hospdaría esa noche en su apartamento al norte de Varsovia. Pero debía esperar a que saliesen de la oficina, alrededor de las 7 p.m.
    Como dije ya, la noche caía rápido sobre el crudo invierno  del este europeo. Y caminar solo por las oscuras calles repletas de nieve no es algo exquisito. Al menos no para mí. 
    Sin más opciones, cogí mi mochila y caminé un poco por el centro de la ciudad. La gran avenida Marszałknowska me llevó hasta el centro financiero, el corazón de Varsovia y de casi todo el país.

    A pesar de haber sido casi completamente destruida por los nazis en la Segunda Guerra Mundial, Varsovia resurgió de los escombros como una nueva metrópoli, siendo hoy una de las capitales más importantes de la Unión Europea, que se luce con un imponente conjunto de modernos rascacielos que albergan hoteles de lujo y oficinas de grandes compañías transnacionales.
    Pocos saben que antes de la guerra Varsovia fue uno de los tempranos centros capitalistas del mundo y de Europa. Fue sede de una de las primeras bolsas de valores del continente y atrajo a empresarios de todos los alrededores.
    Tristemente la historia de la ciudad y del país no puede ser contada sin tomar en cuenta las múltiples invasiones que sufrieron por los imperios adyacentes.
    Rusos, prusianos, austrohúngaros, alemanes. Pero a pesar de la influencia extranjera forzada, los polacos han sabido mantener su identidad.
    No obstante, uno de los grandes símbolos del centro financiero de Varsovia, el Palacio de la Cultura y la Ciencia, sigue siendo un remanente de la rusificación del país.

    El rascacielos fue construido durante la época comunista de Polonia, cuando la Unión Soviética invadió el país con el pretexto de haberlo salvado de la ocupación nazi. Un hecho que sigue vivo hasta hoy, con un gran número de polacos que todavía hablan ruso.
    Aunque los rusos no solo estuvieron presentes en Polonia durante la Guerra Fría, sino desde la partición forzada de Polonia en tiempos de la Rusia zarista, hoy las hostilidades armadas parecen haber terminado. Y el Palacio de la Cultura y la Ciencia es otro edificio más que ilumina el centro de la ciudad.
    La penumbra me llenaba de melancolía. Eran solo las 5 p.m. y Varsovia parecía estar muerta. ¿Quién querría salir a dar un paseo a esa hora?, me pregunté. Solo yo y mis incontenibles ganas de viajar sin importar el tiempo. 
    Tomé una calle en dirección norte, acercándome al centro histórico de la ciudad. Y en medio del frío crepúsculo solo un bar estaba abierto. Un restaurante mexicano con tequila al 2x1 donde sonaba una canción de Cristian Castro en versión salsa.

    Fue sin duda un momento surrealista y vivificante que me brindó ánimos para continuar con mi osada caminata nocturna. 
    Al toparme con la muralla del casco antiguo decidí que era mejor adentrarme en el centro histórico al día siguiente, con la plena luz del sol. Así que caminé a la estación de metro más cercana para viajar al norte de la ciudad, donde unos minutos después me encontré con los amigos de Maciek.
    Me llevaron hasta su apartamento, un cómodo y amplio T3 donde me ofrecieron una habitación y una cama matrimonial solo para mí. ¡Couchsurfing realmente podía salvarme la vida! 
    Insistieron en compartir conmigo su cena vegetariana y mostrarme un poco el mapa de la ciudad, explicándome los mejores sitios a visitar.
    Al día siguiente tras el desayuno tuvimos que salir muy temprano porque ambos debían trabajar.  Aquella noche no podrían hospedarme. Pero, exponiendo la calurosa hospitalidad de los polacos, se las arreglaron para contactarme con otro amigo suyo, al que vimos en una estación de metro para que le diese mi mochila y así no la cargase el resto del día. 
    Por la noche me reencontraría con él para dormir en su apartamento. A pesar de todo, Polonia no era tan fría como imaginé. 
    Así, nuevamente desde el centro financiero, comencé un recorrido matutino por la ciudad.

    Para regocijo de mi piel, pálida y sin mucha vida, esa mañana el sol se asomó con todas sus fuerzas sobre Varsovia, dejando por fin al descubierto un vívido cielo azul. 
    Caminé primero hacia el norte de la zona centro. Un lugar donde permanecen algunos recuerdos que Polonia quisiera olvidar.
    En 1949 el Tercer Reich alemán invadió Polonia, dando comienzo a la Segunda Guerra Mundial. Su principal objetivo era recuperar los espacios que alguna vez pertenecieron al Imperio de Alemania en el siglo XIX. Y, como todos sabemos, uno de los deseos del Führer era gobernar sobre un reino de “raza aria”, lo que llevó al exilio de las minorías raciales en todos los territorios dominados.
    Los judíos fueron la comunidad más numerosa que sufrió este separatismo. Y si bien en Alemania la población judía no era extremadamente copiosa, Hitler se encontró con casi 3 millones de judíos en Polonia.
    Las primeras medidas de segregación en el país incluyeron marcar a los judíos con una estrella de David en su brazo, prohibirles usar el transporte público, las aceras, los parques o comer en restaurantes. Después llegó la prohibición de cambio de residencia, impidiendo así el movimiento de judíos fuera de Polonia.
    Pero lo peor llegó en 1940, cuando se finalizó la construcción del Gueto de Varsovia, el mayor de los guetos judíos construidos por la Alemania nazi.
    En solo el 2% de la superficie de la ciudad los alemanes confinaron a más de 400,000 judíos provenientes, no solo de Varsovia, sino de varios de los territorios ocupados.
    Durante un año y medio esta fue la residencia oficial de los judíos, donde las el hambre, las enfermedades y la muerte reinaban por las calles todos los días. Pero para 1942 el gueto se vaciaría de forma casi repentina, cuando la verdadera solución final empezó a llevarse a cabo, y los alemanes deportaron a la mayoría de las personas al campo de exterminio de Treblinka, donde murieron en las cámaras de gas.
    Los pocos judíos que corrieron con la suerte de quedarse en el gueto para trabajar iniciaron un levantamiento en contra de los nazis en 1943. Estos hechos provocaron la furia del general Himmler, quien ordenó quemar todos los edificios del gueto, reduciéndolo casi completamente a escombros.
    Estos hechos fueron perfectamente retratados por Roman Polanski en el filme El pianista, basado en la historia real de un sobreviviente del gueto.
    Y entre aquellos escombros todavía residen algunos muros malheridos que hoy exhiben memoriales y monumentos conmemorativos de lo que fue uno de los episodios más oscuros y sangrientos de la ciudad.

    No fue extraño caminar por Varsovia y toparme en cada esquina con placas rememorativas de los soldados caídos, los judíos asesinados o los civiles que apoyaron el levantamiento.

    Pero como Maciek me había prometido, Varsovia era mucho más que eso. Varsovia es una ciudad nueva y llena de vida a la que los milagros de la posguerra también sonrieron.
    Inmediatamente tras la liberación de Polonia por parte de la URSS, dieron comienzo las obras de reconstrucción de Varsovia, que había perdido casi el 80% de sus edificios. 
    Es increíble entonces caminar por sus calles y pensar que apenas unas décadas atrás nada de aquello existía. Y, sin duda, una de las mejores reconstrucciones que se llevaron a cabo fue la del Barrio antiguo de Varsovia, que en 1989 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, por ser uno de los centros históricos mejor restaurados del mundo.

    El día apenas estaba empezando para muchos polacos, quienes se paseaban por el centro haciendo sus compras matutinas y algunos pocos yendo a trabajar.
    La primera imagen que tuve del centro de Varsovia fue claramente distinta a lo que había imaginado. Los edificios no eran de ladrillos rojos ni de fachadas grises y renacentistas, como muchas otras capitales europeas.

    Por el contrario, me topé con paredes coloridas que brillaban con la luz del sol, bajo un techo de tejas que se encontraba parcialmente cubierto en nieve.
    Mi parte favorita fue la Plaza Mayor, hogar del antiguo mercado callejero de Varsovia.

    La explanada está rodeada de casas altas y coloridas en cuyo centro se había instalado una pista de patinaje sobre hielo para el deleite de los pequeños.

    Más al sur llegué a la Plaza del Castillo, que toma su nombre del Castillo Real de Varsovia, que se posa justo en el lado este de la explanada.

    El castillo fue la residencia real del rey de Polonia hasta 1795, y hoy alberga a un museo de la Fundación de Historia y Cultura.
    En la otra punta se alza la famosa Columna de Segismundo, que conmemora el traslado de la capital polaca de Cracovia a Varsovia por el rey Segismundo II en 1596.

    La plaza es el principal punto de encuentro de turistas y locales, y por ella se puede acceder al resto del centro de la ciudad. Yo decidí primero ir al oeste, para ver los restos de la muralla que rodeaba la antigua Varsovia.

    Tomé después una de las calles principales del centro que me llevó hasta el frente del Palacio del Presidente, actual sede del poder ejecutivo polaco aún resguardado por centinelas al estilo monárquico.

    Buscando algo de comer, seguí las arterias de la ciudad hasta atravesar un parque junto al Teatro de la Ópera, que entonces se cubría de blanco dejando el fresco césped hundido bajo una espesa capa de nieve que estaba harto ya de pisar.

    En el medio del jardín otro monumento rendía honores a los defensores de la patria. La tumba del soldado desconocido conmemora a todos los polacos que defendieron Varsovia durante la invasión nazi, y dos centinelas resguardan con recelo el sepulcro nacional.

    Hice una parada para almorzar y calentar un poco mis pies. Pasar horas sobre la nieve no es una experiencia tan afable como la mayoría podría pensar. Pero con lo cortos que son los días en Europa en el horario invernal más valía seguir andando que hacer una enorme pausa bajo la cómoda calefacción. 
    Caminé por el puente Poniatowskiego para cruzar el río Vístula, entonces congelado por las heladas temperaturas. Aunque el sol parecía empezar a hacer ceder al hielo poco a poco.
    En el otro extremo llegué al Estadio Nacional, el más grande del país y casa de la selección nacional de futbol de Polonia.

    El paisaje al otro lado del río cambió mi perspectiva. Se trataba de una zona residencial, con una increíble vista de los rascacielos que se ensombrecían con el ocaso.

    En la parte este del Vístula se encuentra el distrito de Praga, un barrio histórico que se anexionó a Varsovia  apenas el siglo pasado.
    La importancia de este vecindario es que no fue destruido durante la guerra, y hasta hoy sigue conservando su carácter rústico y ambiente tranquilo.

    La poca industrialización y oposición a su remodelación por parte del ayuntamiento y de los residentes puede apreciarse a simple vista con un corto paseo por sus calles, que son las más densamente pobladas de la ciudad.

    Antes del anochecer volví a la parte oeste del río para conocer el centro histórico al estilo navideño.
    Diciembre había terminado hace más de treinta días, pero las luces y el pino seguían en pie, brindando ese toque de Navidad que hace a cualquier ciudad más cálida que de costumbre. 

    Más tarde caminé nuevamente al centro financiero para encontrar al amigo de Maciek que me hospedaría aquella noche. Pero antes de ir a casa visitamos a su novia, para lo cual volvimos al barrio de Praga, esta vez viajando el metro.
    Comí un bocado de trigo con un vaso de té y miel, que reconfortaron mi última velada en Polonia en compañía de dos desconocidos que, sin importarles mi procedencia, me recibieron como un rey. 
    La siguiente mañana viajaría hasta el Aeropuerto Chopin de Varsovia para dejar atrás el este europeo y volver al sur. Mi viaje estaba a punto de terminar, no sin antes visitar la antigua capital romana.
  11. AlexMexico
    La lista de destinos para un viajero depende siempre de las distancias, del dinero, del tiempo y del azar. Pero ciertamente es común toparse con las mismas personas a lo largo de la ruta, en varios lugares de la misma región y el mismo país. Y no es extraño que elijan todos el mismo sitio. Finalmente, todos entramos en la categoría de “turista”. Y si hay algo que un turista busca es ver y vivir cosas sorprendentes.
    Algo sorprendente es, en la mayoría de los casos, una atracción natural o humana diferente a lo que hemos visto en nuestra vida, y con una historia que suele maravillarnos. Y como una buena referencia tenemos los Patrimonios de la Humanidad.
    En 1972 la UNESCO creó este título mundial para ser conferido a los lugares del planeta de importancia cultural o natural excepcional para la herencia común de la humanidad, que deben ser preservados ante toda situación.
    Por supuesto, ese catálogo de 1031 puntos de la Tierra es un must go para la mayoría de los viajeros. Algunos de ellos sumamente conocidos, como las pirámides de Guiza y Machu Picchu. Otros más ocultos y prometedores, como los castillos de Japón o el Canal del Mediodía. Pero si algo tienen en común es la belleza que los caracteriza.
    La ciudad de Cracovia, el primer destino en Polonia donde me acogió otro buen couchsurfer, es otro de los bellos patrimonios alrededor de Europa que pude visitar. Maciek me había mostrado su pequeño pero valioso casco antiguo, donde residen muchos de los importantes hechos de la historia polaca.
    Tras dos noches en la antigua capital contaba aún con tiempo antes de partir al siguiente día. Y contra todo engorroso pensamiento que cruzase por mi cabeza, posé lo que sabía sería una pregunta muy incómoda para Maciek y su novia: “¿Qué tal si visito Auschwitz? No está muy lejos de aquí”.
    Ambos se miraron y rieron, denotando no ser el único ni el primero con intenciones de ir. 
    “Todo el mundo viene a Polonia para ver Auschwitz”, dijeron. “Es quizá el destino más visitado del país”.
    Aunque sabía lo triste que debe ser que la mayor atracción turística de tu país sea un campo de concentración alemán (cuando la de mi país es una pirámide maya), no pensaba dejar que una visita a Auschwitz inundara la totalidad de mis recuerdos sobre Polonia.
    Sinceramente lo dudé mucho. Mis designios para un primer viaje por Europa era pasar un buen rato por las ciudades y conocer gente local. Pero Auschwitz es otro Patrimonio de la Humanidad. Y aunque carente de belleza, es su importancia histórica lo que le otorga el reconocimiento.
    Es de saberse que Auschwitz no es un destino para disfrutar. No es un destino para tomar lindas fotos, pasar una buena tarde, comer entre amigos y pasear bajo el sol. No es de hecho otro lugar histórico a donde uno va sin saber qué pasó. Pero es verdad que para muchos es una visita obligada, como un símbolo de la iniquidad del hombre contra sus semejantes.
    “Es tu decisión”, insistieron ambos, haciéndome saber lo cruda que podía ser la experiencia. Así que hicimos un pacto: yo visitaría Auschwitz y volvería por la tarde para comer todos juntos unas empanadas polacas, dulcificando así el final de mi día antes de mi partida. 
    Auschwitz es una palabra difícil de pronunciar, pero que en todas las mentes humanas de hoy resuena como una canción imposible de olvidar. Pero es originalmente solo el nombre en alemán para la población polaca de Oświęcim, situada a unos 45 km al oeste de Cracovia, muy fácil de alcanzar con los buses locales que parten del centro de la ciudad.
    Esta zona, antes conocida como la Alta Silesia, fue una de las áreas polacas ocupadas por el Tercer Reich alemán desde 1939. Y fue solo un año después cuando Heinrich Himmler, comandante en jefe de la Schutzstaffel nazi (SS), ordenó la construcción de un campo de concentración en la población de Auschwitz, aprovechando los ya existentes barracones del ejército polaco y los terrenos destinados a la doma de caballos.
    Contrario a lo que muchos piensan, Auschwitz no fue el primer campo de concentración. Incuso, los nazis no lo habían destinado al exterminio masivo en un principio, sino que estaban interesados en la explotación agrícola, de grava y de arena. Pero la situación geográfica entre dos ríos lo hacía susceptible a inundaciones.
    No obstante en 1940 comenzó su construcción, valiéndose de la mano de obra esclava de los primeros prisioneros: presos políticos alemanes, polacos y soviéticos.
    El resultado fue el primer centro administrativo del complejo, con barracones de ladrillo y alambradas que hoy albergan la entrada al Museo Estatal de Auschwitz.

    Tras pagar mi ticket y siguiendo la alambrada llegué a la famosa entrada oficial del campo Auschwitz I, donde se lee el lema: “el trabajo os hará libres”, una frase que otorgaba falsas esperanzas a los recién llegados prisioneros.  Pero algo era cierto: estaban allí para trabajar.

    A lo largo del campo se encuentran todavía de pie los barracones donde los nazis alojaban a los esclavos, divididos por nacionalidades y razas. Así, hoy podemos visitar el barracón de los neerlandeses, los rusos, los polacos, los belgas, los húngaros, los checos… cada uno con un minimuseo que narra las deportaciones en cada país y cuenta testimonios reales, con fotos y videos que las describen a la perfección.
    Algunos barracones no han sido convertidos en museos y se mantienen tal como se encontraron al final de la guerra, mostrando así la realidad de cómo vivían la mayoría de los presos.

    Camas de ladrillo de un metro de alto con “colchones” de paja y un diminuto hueco que servía como ventana de ventilación, por donde debían respirar hacinados todos los huéspedes. 

    Pero aquellos barracones eran un hotel comparados con el célebre bloque 11 de Auschwitz I, que era llamado “la prisión dentro de la prisión”.
    En un principio los prisioneros eran traídos a Auschwitz para obligarlos a trabajos forzados, que incluían la agricultura, la construcción y mantenimiento del campo. Pero aquellos que demostraban un mal comportamiento y desobedecían las órdenes de la SS (encargada de la gestión de todos los campos en el Tercer Reich) eran enviados al bloque 11 como “prisioneros de la prisión” para ser castigados.
    Los métodos de tortura y homicidio llevados a cabo por los nazis en este presidio son simplemente escalofriantes, y suficientes para no dejar entrar a los niños, que muchas veces me pregunté por qué los hacían visitar el museo de Auschwitz a su corta edad. 
    La muerte por inanición era algo común, encerrando al preso en una celda sin ventanas y dejándolo días sin beber ni comer. La muerte por ahorcamiento también era algo fácil de ver en sus pasillos.
    Pero una de las cosas que más me aterró fue ver celdas de un metro cuadrado. ¡Un metro cuadrado! Con una pequeña puerta en la parte baja por donde el prisionero entraba a gatas. Y todavía más increíble es saber que en esas celdas los nazis llegaron a encerrar hasta cinco personas a la vez. Imposibilitados de sentarse y moverse, eran dejados a su suerte por varios días hasta que murieran por hacinamiento e inanición.
    El bloque 11 es sin duda una prueba de lo irracional que el ser humano puede llegar a ser. Y como un acto conmemorativo, junto al edificio se encuentra hoy preservado el Muro de la Muerte, pared de piedra donde los alemanes asesinaron con tiros en la cabeza a miles de prisioneros, a los que hoy se les rinde homenaje con arreglos de flores.

    Fue en el bloque 11 donde por primera vez en Auschwitz se experimentó el asesinato con el gas Zyklon B, que dio como resultado la muerte de 850 prisioneros polacos y rusos.
    Tras la exitosa prueba se construyó la primera cámara de gas y el crematorio, que entre 1941 y 1942 fue utilizada para gasear a cantidades grandes de presos dentro del complejo. Y hoy es la única cámara de gas que sigue en pie en Auschwitz.
    En la punta noreste del complejo se yergue ese pequeño edificio, que a los ojos parece totalmente inofensivo. Cualquiera que no conozca la historia probablemente lo pasaría de largo. Y muchos de los que sí la conocen preferirían simplemente no entrar. 

    En la puerta principal se lee un letrero en varios idiomas que anuncia: “Usted está a punto de entrar a un lugar donde fueron asesinadas cruelmente miles de personas. Por favor guarde un comportamiento de respeto”. Y no es de extrañarse lo específicos que deben ser.
    El primer cuarto solía ser la recepción de los prisioneros, donde se les pedía desnudarse para luego pasar a “las duchas”.
    En seguida hay una puerta que conduce a “los baños”, una fría y vacía sala de piedra con tuberías falsas en el techo y un agujero superior, por la que hoy los visitantes pueden cruzar siguiendo el camino de listones. Pero yo no acepté esa invitación.
    El solo hecho de caminar unos metros para atravesar un cuarto donde miles de personas inocentes fueron ahogadas con un pesticida y donde todavía hoy en las paredes se ven las marcas de uñas de las desesperadas víctimas antes de morir me llenaba de un desasosiego indescriptible. Algo contra lo que no pude lidiar. 
    Sin siquiera tomar una foto ni dar un paso adelante regresé por la entrada y me dirigí a la última habitación, los hornos crematorios, donde hoy se rinde también homenaje con arreglos de flores.

    Ubicados justo al lado de la cámara de gas, el duro trabajo de transportar los cadáveres a los hornos, revisar orificios naturales en búsqueda de piezas de valor, quitar los dientes de oro y luego incinerar los cuerpos era llevado a cabo por los Sonderkommandos, las unidades de trabajo formadas por prisioneros que vivían separados del resto y contaban con mayores privilegios. Vivían bajo una presión psicológica inimaginable, ya que a veces eran ellos quienes conducían a sus propios amigos y familiares a la muerte por gas, y si decían algo eran incinerados vivos en los hornos. 
    Los Sonderkommandos eran los mayores y crudos testigos de las atrocidades llevadas a cabo por los nazis, y por ello eran ejecutados y reemplazados cada tres o cuatro meses, eliminando todo rastro de testimonio. Pero al menos uno de ellos, el doctor Miklós Nyiszli, sobrevivió, y narró en los juicios de Núremberg las labores a las que eran sometidos.
    En estos últimos juicios, entre 1945 y 1946, se condenó a cadena perpetua y pena de muerte por crímenes de guerra y contra la humanidad a varios de los funcionarios nazis (aunque no a la mayoría), muchos de los que fueron ejecutados en la horca que todavía se posa frente al crematorio de Auschwitz I.

    Y aunque los crímenes llevados a cabo en Auschwitz I fueron atroces, los nazis necesitaban cada vez más espacio para la cantidad de opositores que deportaban desde las zonas ocupadas, lo que llevó a la ampliación del complejo con Auschwitz II – Birkenau.
    En 1941 se finalizó el segundo campo, a unos 3 km de Auschwitz I, por el que los turistas pueden llegar en bus o tours privados. Yo por el contrario decidí caminar. Había visto ya demasiadas películas y sabía que las vías del tren llegaban directo hasta Birkenau. Así que las seguí hasta toparme con la famosa entrada.

    Aunque poca gente conoce la palabra Birkenau, es eso lo que viene a la mente de la mayoría cuando piensan en Auschwitz.
    Auschwitz II – Birkenau es el recuerdo vivo y tangible más oscuro del holocausto. Auschwitz II, a diferencia de su hermano, no fue construido como un campo de trabajados forzados. Fue construido exclusivamente como un campo de exterminio.
    Las vías del tren fueron ampliadas hasta el interior del campo, última parada para los trenes de carga de ganado en los que los prisioneros eran enviados desde su lugar de captura.
    Muchos vagones llegaban con gente ya muerta en su interior, luego de un mortal viaje de varios días en el que escaseaba el espacio personal y no se les proporcionaba agua ni alimentos.

    A ambos lados de las vías se extienden decenas de subcampos con barracones todavía peores que en Auschwitz I, construidos con madera, y todos rodeados por alambradas que eran electrificadas, mismas en las que muchos presos se suicidaron.

    Cada subcampo era destinado a un subgrupo de prisioneros de tránsito separados por sexo, nacionalidad y etnia, en especial judíos, gitanos, homosexuales, opositores del régimen y prisioneros de guerra.
    Las primeras mujeres llegaron a Birkenau en 1942. Si bien los ancianos, niños, discapacitados y mujeres representaban el grupo menos útil para los nazis, muchos de ellos fueron también hacinados como transitorios en los barracones.
    No todos los subcampos pueden ser visitados. Pero basta con ver los pocos que están abiertos al turismo para ser testigo de la impiedad de la SS.

    No hace falta describir la condición en que los esclavos dormían amontonados. Techos con goteras, literas diminutas, ausencia de colchones, almohadas y mantas, habitaciones frías en el invierno y calientes en el verano. Era el ambiente perfecto para la proliferación de enfermedades, mismas que asesinaron a un gran número de presos, sobre todo el tifus. 

    Los retretes se limitaban a una fila de letrinas que pocas veces estaban conectadas a un sistema de agua. Los prisioneros eran obligados a defecar allí, sin importar si las montañas de excremento salían de los agujeros. 

    Pero entre todo ello hubo algo más que simplemente me partió el corazón. El barracón de los niños.
    La totalidad de ese inmueble estuvo ocupado por niños de todas partes del Reich que llegaron como prisioneros huérfanos, la mayoría de ellos judíos. Todos fueron asesinados en las cámaras de gas, no sin antes dejar su inocente huella por las paredes de Auschwitz.
    En un muro junto a una de las camas todavía permanecen indelebles los dibujos hechos por uno o más niños de los que allí dormían. 
    No pude evitar pensar qué pasaba por la mente de esas pequeñas criaturas allí encerradas, que estaban viviendo en carne propia y pagando con sus inocuas almas el terror de la guerra más sangrienta que ha tenido la humanidad, y de uno de los mayores genocidios cometidos en la historia. 
     Tratando de secar mis lágrimas caminé hacia el fondo del complejo, donde alguna vez se alzaron las cuatro cámaras de gas que pudieron haber asesinado a más de un millón de personas entre 1941 y 1945.
    De ellas hoy quedan solo las ruinas de sus planos. Antes de abandonar el campo ante la entrada de los soviéticos por el este de Polonia, los nazis destruyeron casi toda evidencia de su existencia.
    Las cámaras fueron construidas como un cuarto subterráneo, con un horno crematorio contiguo para la consiguiente incineración de los cuerpos.
    Algunos calculan que las cámaras tenían cabida para 2500 personas a la vez, lo que suma un número diario de asesinatos simplemente alucinante. 
    Como he dicho antes, Auschwitz II – Birkenau fue ideado exclusivamente como un campo de exterminio.
    Los prisioneros que recién arribaban en tren eran separados en dos grupos con la ayuda de los médicos nazis, entre ellos el famoso Joseph Menguel, que realizó experimentos lacerantes e inhumanos con varios de ellos. 
    Los más fuertes y sanos eran enviados a un periodo de cuarentena y luego asignados a un campo de trabajo contiguo, con un tatuaje que asignaba su número de prisionero.
    La suerte del resto no era nada prometedora. Los niños, ancianos, discapacitados y muchas mujeres eran enviados directamente a las cámaras, donde los Sonderkommandos los engañaban diciéndoles que tomarían una ducha.
    Entre el arribo de un prisionero y la quema de su cadáver podía pasar menos de una hora. Auschwitz II – Birkenau era simplemente una fábrica de la muerte.
    Muchos de los prisioneros en los subcampos eran enviados a las cámaras luego de varios meses de trabajo, ya que se encontraban demasiado debilitados para continuar, y eso para los nazis no era rentable.
    Subcampos enteros fueron exterminados en un solo día, como el desalojo de los judíos húngaros en 1944 y la llamada Zigeunermacht (noche de los gitanos), en el que todos los gitanos del campo fueron exterminados en una sola acción. 
    Al lado de los hornos un extenso edificio servía como recepción a los prisioneros que habían pasado la prueba de selección. Allí se les despojaba de sus pertenencias, se les daba una ducha desinfectante, se les vestía con su uniforme de reo y se les tatuaba su número de identidad. Era en este edificio donde se mataba el espíritu de los esclavos desde el comienzo, haciéndoles saber que ya no había salida.
    Todas las pertenencias eran enviadas al campo Canadá, donde los mismos prisioneros separaban los artículos de valor para que posteriormente fueran enviados a Alemania.
    Hoy quedan solo las ruinas del Canadá, que resguarda todavía muchos de los objetos que alguna vez hicieron felices a aquellos fallecidos en el interior del campo. Lentes, zapatos, ropa,  juguetes, joyas…
    Pero entre todo lo malo la esperanza nunca murió para algunos. Y el Canadá y su personal sirvieron para planear el único ataque de resistencia que se llevó a cabo dentro de Auschwitz.
    Como en toda prisión, en Auschwitz hubo contrabando. Y con ello algunos presos consiguieron bombas que entregaron al Sonderkommando en turno a finales de 1944.
    El Sonderkommandos logró explotar casi la totalidad del horno crematorio número IV, creando una confusión en la que algunos escaparon y muchos otros murieron, incluyendo tres soldados nazis.
    Aunque la misión no liberó al campo, sentó las bases de esperanza para los que sobrevivieron. Y en enero de 1945 ellos mismos fueron liberados por los soviéticos, que derrotaron a los alemanes en el frente este.
    Las historias en este remoto lugar del centro de Europa son infinitas y desgarradoras. Y aunque no se puede disfrutar de él como el resto de las atracciones en  el mundo, está allí como un símbolo de la guerra que nos recordará siempre lo que no debe volver a pasar. 
    Como lo había prometido, volví a casa de Maciek por la tarde para comer empanadas y sobrepasar el rato amargo que Auschwitz me dio. Pero verlo para creerlo fue sin duda una experiencia enriquecedora.
  12. AlexMexico
    Ser miembro de Couchsurfing comenzaba a rendir verdaderos frutos durante mi primer viaje en Europa. Había ahorrado una enorme cantidad de dinero en comparación a lo que hubiese pagado en hostales. Aunque para ser sinceros, ese dinero no existía. Mi presupuesto se acortaba cada vez más y lo reservaba exclusivamente a la comida y a cualquier emergencia.
    Si bien al llegar a España había experimentado ya la sensación de un reencuentro con amigos a miles de kilómetros de mi hogar, estaba por vivir la primera experiencia real de un intercambio Couchsurfing (para los que no conozcan la comunidad, echen un vistazo a su página web).
    Unos ocho meses atrás, cuando apenas llevaba unas cuantas semanas inscrito en la comunidad, había hospedado en mi ciudad natal a Maciek, el primer polaco que tuve el gusto de conocer.
    Un aventurero de 27 años, Maciek había recorrido los miles de kilómetros desde Ushuaia (el poblado humano más al sur del planeta, ubicado en la punta meridional de Argentina) hasta llegar a mi ciudad, Veracruz, en la costa este mexicana. Todo ello sin gastar un solo centavo en transporte, valiéndose solo de su dedo pulgar para conseguir rides en la carretera.   
    Y los cuatro días en mi casa no fueron su último destino. Alcanzó la punta norte de Alaska en menos de ocho meses desde su partida.
    Su historia y su capacidad de hablar casi siete lenguas distintas (polaco, inglés, rumano, ruso, español, portugués y francés) maravillaron a mi familia y amigos. Y a mí, por supuesto.
    Y al otro lado del mundo, a 10 000 kilómetros de Veracruz y sus calientes playas, ahora en medio de la nieve y de un crudo invierno, Maciek me había escrito para invitarme a visitar su ciudad: Cracovia.
    De hecho, él era oriundo de Toruń, al norte de Polonia. Pero vivía ahora con su novia en un apartamento de Cracovia trabajando como diseñador independiente.
    Por mi parte, había encontrado un trayecto en bus bastante barato desde Budapest, ciudad encantadora de la que partí para despedir el mes de enero.
    Y sin esperar nada más que nieve por las ventanas, atravesamos Eslovaquia para adentrarnos en Polonia, un histórico y olvidado país del que poco se sabe, más allá de su destrucción en la Segunda Guerra Mundial.
    Ansioso por descubrir más a fondo sus rincones llegué, otra vez, con una hora de retraso a la estación. Pero Maciek había aguardado pacientemente por mí.
    Caminamos hasta su casa al sur de la ciudad, atravesando el río Vístula, que divide Cracovia en dos.
    Me presentó a su novia, quien me recibió con mucho entusiasmo, sabiendo ya que yo había hospedado a su novio meses atrás en México. Me preparó un té y me dejó instalarme en el sofá de su sala, junto a su simpático gato.
    La noche no tardó en caer, que en el invierno polaco es a las 16 horas cuando el sol se oculta sin dejar nada más que la fría y oscura nieve.
    Menos mal que tenía compañía, y no tenía que pasar aquella tenebrosa noche solo en un hostal.  Y para amenizar un poco más las cosas Maciek y su novia invitaron a dos amigas suyas a casa, una de ellas una polaca judía nacida en Londres, a donde sus abuelos habían huido antes de la invasión nazi.
    Aquella chica, de la que lamentablemente solo conservo una foto y no su nombre, nos invitó a su peculiar apartamento a beber una botella de vodka, brindándome así la mayor experiencia polaca de mi vida. Vodka en la nieve.

    Y si tuviera que describir su casa en una palabra sería “acogedora”. Para decirlo más fácil, se trataba de un ático. La parte alta de una antigua casa de madera con dos piezas (salón y cuarto) decorada con velas, lámparas tenues, columpios colgantes del techo inclinado, tapetes árabes e instrumentos alternativos. Sin duda alguna se trataba de un grupo de amigos hipster.

    Una cámara análoga, una lista de películas poco conocidas, fotografías antiguas en las paredes, drinking games que trataban problemas existenciales…
    Yo no me opuse a nada. Después de todo, de eso se trataba un intercambio cultural. Mi último momento con Maciek había sido bailando música latina en el Festival de Salsa de Veracruz y bebiendo cerveza vestidos en bermudas y sandalias en el balcón de mis amigos. Ahora me tocaba sumergirme en una fría noche hipster con polacos. Son las cosas de la vida.
    La siguiente mañana Maciek me llevó a un mercado de pulgas, donde encontré algunos utensilios viejos que databan de la época comunista, en que la Unión Soviética gobernaba el país. Luego de ello estuvo dispuesto a enseñarme un poco de la ciudad que ahora le acogía.

    Cracovia no es la capital de Polonia, pero es un nombre que, por lo menos, a muchos les suena conocido.
    Es la segunda ciudad en tamaño, población e importancia en el país, después de Varsovia. Un punto de referencia cultural, estudiantil e industrial para el este europeo.
    No por nada fue una de las ciudades que muchos emigrantes eligieron cuando arribaron a esta zona del continente, entre otros los judíos.
    Aunque todos conocemos la trágica historia que vivió Polonia de 1939 a 1945, en especial la comunidad judía ante la invasión de los nazis, el barrio judío de Cracovia, Kazimierz, es uno de los que quedaron en pie después de la Segunda Guerra Mundial.

    Así, en Kazimierz algunas sinagogas todavía se yerguen en su esplendor, casi intactas. Aunque hoy ya no es un vecindario exclusivamente judío, una de las sinagogas todavía está abierta al culto.

    Las calles de Kazimierz son también el lugar donde se grabaron las escenas urbanas de La lista de Schindler, el filme de Steven Spilberg que mereció el Oscar a la mejor película en 1993.

    De hecho, la fábrica real (Deutsche Emailwaren Fabrik) donde Oscar Schindler empleó a miles de judíos para salvarlos de ser deportados a los campos de concentración, se encuentra al sureste de Cracovia, convirtiéndola en otra atracción turística.
    Cracovia es también el lugar donde crecieron celebridades como Karol Józef Wojtyła (el Papa Juan Pablo II) y Roman Polanski (director de El pianista), quien de hecho fue un sobreviviente judío del gueto durante el holocausto, cuyos padres fueron asesinados en Auschwitz.
    Pero las cosas en Cracovia no son del todo malas. La historia es solo cosa del pasado. Así que Maciek se encargó de mostrarme su mejor cara. Y eso incluía, por supuesto, la comida.
    Me llevó entonces a un pequeño puesto que parecía ser de comida rápida, en el centro de la ciudad. Me contó que era el mejor sitio para probar el platillo estudiantil por excelencia: la zapiekanka.

    No es nada complicado. Se trata de medio pan tipo baguete servido con algún tipo de carne, embutido o champiñones, queso derretido, vegetales y kétchup para decorar.
    No es el mejor platillo del mundo, pero sacia el hambre por solo 10 eslotis (unos 2.5 euros).
    Luego de comer Maciek tuvo que dejarme para volver a casa a trabajar. Así que me dije a conocer Cracovia por mi cuenta.
    Me dirigí primero al sur del centro histórico, donde se distingue desde lejos la colina de Wawel. Y en su cima se alza uno de los mayores elementos históricos de Polonia: el Castillo de Wawel.

    No muchos saben la fuerza que alguna vez poseyó el Reino de Polonia, que durante más de 700 años gobernó más allá de los territorios que actualmente posee el país, hasta que en el siglo XVIII fue repartido entre las tres potencias adyacentes: los imperios de Prusia, Austria y Rusia.
    Y como todo reino en Europa, Polonia tuvo su propio castillo amurallado que sirvió como residencia para la familia real.

    El Castillo de Wawel fue por tanto el centro político del Estado durante muchos siglos, y hoy permanece orgulloso como muestra de una nación que ha resurgido de las cenizas repetidas veces.

    Polonia no solo se vio invadida por las potencias extranjeras durante los siglos XVIII y XIX, sino durante la Segunda Guerra Mundial con el Tercer Reich Alemán y durante la Guerra Fría, como una república satélite de los soviéticos.
    Hoy el gobierno conserva cuidadosamente el complejo del castillo, que alberga un enorme museo de arte.

    Es difícil describir el castillo en pocas palabras, ya que por las repetidas guerras que ha sufrido la ciudad durante su historia el conjunto de edificios que se agrupa alrededor de un patio central ha sido modificado constantemente.
    Así, mientras las murallas tienen un estilo medieval románico, muchas construcciones lucen fachadas completamente renacentistas o góticas.

    Pero sin duda el edificio que más destaca entre todos es la Catedral de San Wenceslao y San Estanislao, mejor conocida como Catedral de Wawel.

    Se trata del santuario religioso más importante de Polonia, ya que en su interior fueron coronados todos los reyes del antiguo reino.
    A primera vista me pareció un grupo de torres separadas. Pero todas forman parte del mismo templo.

    Esto se debe a la cantidad de reformas que añadieron los distintos monarcas a lo largo de sus más de mil años de historia, cuando el cristianismo llegó a Polonia, siendo hoy uno de los países más fuertemente católicos del mundo.
    Los estilos arquitectónicos que más saltaron a mi vista fueron el gótico y el renacentista, testigos de los distintos gustos artísticos de cada época.

    El conjunto de Wawel fue declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, al igual que el antiguo barrio de Kazimierz. Ahora me faltaba conocer el resto del patrimonio que la ciudad resguardaba en su centro histórico.
    Por suerte la nieve había ya comenzado a derretirse, haciendo un poco menos difícil mi paseo por las calles. Aunque, sinceramente, a veces prefería la nieve densa que la nieve a medio derretir, una insoportable trampa para mis pies.

    No obstante, pude disfrutar de mi caminata sin copos de nieve ni viento que golpeasen mi cara, sintiéndome libre de mirar a todos lados para estudiar cada detalle de la antigua Cracovia de hoy.

    A diferencia de ciudades como Berlín, muchos de los edificios en Cracovia permanecen intactos tras los horrores de la guerra, dejando al descubierto las maravillas arquitectónicas de la urbe.

    Desde iglesias góticas medievales hasta lujosas viviendas renacentistas.

    El corazón de la metrópoli lo marca sin duda la gran Plaza del Mercado, la plaza medieval más grande de Europa.

    Su nombre se debe al edificio que se posa en el medio. El Sukiennice, o Lonja de los Paños, es una síntesis de la arquitectura polaca, donde por muchas décadas se llevó a cabo el trueque comercial de productos tan diversos como especias, textiles, seda, cuero y minerales, lo que demuestra el poder económico que alguna vez poseyó Cracovia.
    Al este de la explanada se encuentra otro monumento religioso de suma importancia para la ciudad. La Basílica de Santa María.

    Otro deleite del gótico polaco, su peculiaridad está en la desigualdad de sus torres, que resguardan una leyenda.
    Se dice que ambas fueron construidas por dos hermanos arquitectos, quienes hicieron una apuesta para ver quién construía la torre más alta en menos tiempo. En la faena, uno de ellos mató al otro. Tiempo después, el homicida arrepentido se tiró desde la torre que él mismo construyó.
    Verdad o mentira, es otro ícono distintivo de Cracovia que marca una estampa para cualquier turista que, como yo, recorre la inmensidad de su patio central.

    Y del otro lado, al oeste de la Lonja, se posa majestuosa una torre barroca que vigila la totalidad de la villa.

    Se trata de la Torre del Ayuntamiento, el único vestigio que queda del antiguo palacio de gobierno local de Cracovia, que hoy sirve como sala de exposiciones permanentes sobre la Plaza del Mercado.
    Finalmente caminé rumbo al norte para toparme con un trozo de la antigua muralla de la ciudad.

    La barbacana es uno de los últimos recuerdos de lo que alguna vez fue una de las metrópolis medievales más poderosas del este europeo.

    Al volver a casa de Maciek y atravesar el río tuve una increíble vista nocturna del Castillo de Wawel, una perfecta postal para recordar lo mejor de Cracovia.

  13. AlexMexico
    En medio de otra helada mañana me despedí de Matthias y de su afable morada y le deseé un agradable viaje de vuelta a México, donde pronto se mudaría con su novia. Por mi parte era hora de tomar el tercer bus de mi travesía, dirigiéndome cada vez más al este de Europa.
    Matthias y su roomie austriaco me habían acogido de la mejor manera en Viena y ahora me despedía de la capital de los Habsburgo para encaminarme a otra alucinante ciudad imperial: Budapest.
    Para ese entonces empezaba a cansarme de la nieve y del frío. No había podido ver el sol desde que estaba en Barcelona unos diez días atrás, y estaba al punto de quemar mis manos para hacerlas entrar en calor. No había más que resistir Y como ya era costumbre, y con lo difícil que era conseguir un bus con wi-fi en aquel entonces, antes de salir de casa escribí un mensaje a Richard, mi couchsurfer en Hungría, diciéndole que arribaría en unas tres horas. Prometió esperarme en la estación de buses para luego llevarme a su piso. Él tampoco tenía internet fuera de casa y todo dependía de nuestra conexión a un módem.
    El viaje fue cómodo y por la ventana no vi más que una extensa capa de blancura eterna, a lo que ya me había acostumbrado y a lo que pronto le perdí el encanto.
    Pero, dormido, no me di cuenta de que el bus iba con retraso, y que a la hora en que debía verme con Richard nosotros seguíamos en medio de la carretera, sin señales de llegar a la ciudad.
    Comencé a preocuparme y a buscar una solución. Pero a bordo de aquel bus nada podía hacer. Solo esperar a que llegásemos lo más pronto posible y buscarlo en la estación.
    El bus aparcó una hora más tarde en la calle fuera de la central. Incluso esperar por mi equipaje parecía un minuto eterno. Temía que Richard se hubiera ido ya.
    Corrí hasta la estación y volteé por todas partes, sin poder encontrarlo. Solo tenía unas cuatro fotos de él guardadas en mi móvil y me había dicho que llevaría una chaqueta y zapatos de color azul.
    Empecé a repasar en mi mente qué debía hacer. Había escuchado a hablar a unos españoles en el bus y quizá podía unírmeles para ir al hostal que ellos ya tenían reservado. Pero no podía gastar mucho. No en el medio de viaje por Europa.
    Pero de pronto un chico apareció sosteniendo un letrero con su mano derecha que decía “Alexis” en una caligrafía algo difícil de leer. ¡Era Richard! ¡Couchsurfing funcionaba! Y eso me hacía muy feliz.   
    Corrí y le grité por la espalda para que se detuviese. Le pedí perdón repetidas veces, a lo que contestó: “Estuve a punto de irme, he esperado más de una hora. Pero no quería dejarte solo aquí”. Nada más podía replicar que un sincero “gracias”.   
    Cogimos entonces un bus local hacia su apartamento en el este de la ciudad. Tenía la pinta de ser una zona bastante popular, quizá de los años del comunismo. Edificios de varios pisos amontonados uno junto al otro con colores neutros que no se preocupaban por su imagen urbana, sino por cumplir su objetivo como vivienda humana.
    Richard me había dicho que normalmente vivía con su novia. Pero entonces era invierno y había decidido mudarse con su padre por unos meses, ya que la calefacción suele ser muy cara y debía ahorrar algunos florines.
    Pensé entonces que sería lo más interesante que podía pasarme en mi viaje. Conocer a una familia húngara. Además, todo mundo podría esperar vivir mejor con sus padres que por sí solo. La comodidad del hogar. Pero al llegar me llevé una no muy grata sorpresa.
    Los pasillos del edificio parecían una cárcel, con varias rejas que encerraban los conjuntos de apartamentos. Y al abrir la puerta del suyo pude ver una caja de unos 30 metros cuadrados abarrotada de cosas que parecía denotar el cuarto de un gueto judío de los años 40.   
    Un pequeño pasillo de unos cuatro metros de largo que funcionaba como “recepción” y cocina al mismo tiempo, con los sartenes, cacerolas y utensilios colgados de la pared, y la alacena que se colmaba por productos de abarrotes que saltaban hasta el suelo.
    Una parrilla llena de grasa y cochambre y una pequeña barra de madera donde apenas y se podía cortar una cebolla sin siquiera rozar el resto de los alimentos.
    Un cuarto de unos 7 metros cuadrados con papeles y un escritorio funcionaba como la oficina del anciano padre, a quien saludé con la mejor sonrisa. Pero él solo hablaba húngaro y ruso, así que nos limitamos a saludarnos con las manos y un buen gesto de cortesía.
    El cuarto más grande, que sería mi “dormitorio” por dos días, no era más que dos armarios de madera cuyas puertas era imposible cerrar por la cantidad de ropa que salía de ellas. Y en el suelo restante se tendía un colchón matrimonial. Sin cama, sin cabecera. Solo el viejo colchón con montones de ropa sucia encima.  
    “Aquí dormirás hoy”, me dijo Richard. “No te preocupes, yo puedo dormir en el suelo, el colchón es para ti”. No pude evitar mover mis ojos por toda la habitación buscando un pedazo de suelo donde él pudiese acostarse. Quizá bajo ese montón de ropa haya un espacio libre, me dije.
    Pero lo peor no lo había visto aún. Tenía que orinar.
    Pedí a Richard si podía usar su baño, que estaba a la entrada del pasillo a la izquierda. Y al abrir la puerta vi por primera vez el baño del infierno. Una bañera amarillenta (que parecía haber sido blanca en el pasado) llena de manchas de mugre, moho y un tapón con pelos. Un lavabo roto por el que goteaba agua cada dos segundos. Y un antiguo retrete con la cadena sobre la cabeza que parecía nunca haber sido lavado.   
    No pude hacer más que sentir asco al verlo. Aguanté mis ganas de orinar y salí sin tocar un solo elemento de aquel espeluznante cuarto. Sin un lugar donde sentarme en aquel apartamento, me quedé parado repasando en mi mente si de verdad quería quedarme allí.   
    Richard se acercó y me ofreció un sándwich y un vaso de jugo. “Es un sándwich de queso húngaro” me dijo. “Tienes que probarlo”.
    Mi persona no me dejó comportarme de forma grosera y acepté con gratitud la comida, servida en un plato no muy bien lavado.
    Richard era un chico completamente gentil y no quería herir sus sentimientos. Así que lo había decidido. Me quedaría en su casa dos noches y dormiría tapado con mi saco de dormir, no son sus sábanas. Y definitivamente no me ducharía en dos días. Y buscaría un McDonald’s. No pensaba utilizar aquel retrete infernal.   
    Anonadado entre aquellos cuatro muros esperé a que Richard se cambiara y entonces salimos a la ciudad. Tomamos de nuevo un bus para llegar hasta el centro, precisamente hasta la estación de tren.
    Allí me dijo que me dejaría solo. Él trabajaba como mesero en eventos nocturnos y aquella noche tenía una fiesta que atender.
    Así que pedí un mapa en la oficina de turismo y empecé a caminar por el helado suelo de Budapest.
    La capital húngara es una ciudad que ha vivido miles de proezas. Situada en el medio del continente europeo, siempre ha sido de interés para muchas culturas e imperios adyacentes.
    Y su situación geográfica es quizá uno de sus mayores atractivos. Y sobre todo al ser cruzada por el río más famoso de Europa, el Danubio.
    Esta enorme corriente de agua que marcó por siglos la frontera norte del Imperio Romano permitió a ciudades como Budapest y Viena navegar por el continente y comerciar con los reinos circundantes.
    Pero hoy, quizá, el símbolo más conocido del río es el magnífico Parlemento, o Országház, en húngaro.

    Hungría puede presumir de tener el tercer edificio del Parlamento más grande del mundo. Y para mí, el más bonito que he visto en mi vida.
    Nunca la casa de la legislatura había sido tan exquisitamente elaborada como en la Budapest del siglo XIX, y hoy se alza como la construcción más fotografiada y célebre del país.

    Y para verlo desde el mejor ángulo fue mejor caminar hacia el lado oeste del río, en la antigua Buda. Cabe mencionar que la ciudad actual fue creada en el siglo XIX de la fusión de dos antiguas fronteras búlgaras: Buda al occidente y Pest al oriente del Danubio.
    Una vez en el oeste caminé por sus antiguas iglesias, algunas datan de la lejana Edad Media.

    Y desde las orillas bajas del afluente pude divisar el Castillo de Buda, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Se trata de la antigua residencia de los reyes húngaros, un palacio repetidas veces reformado que se alza en la cima de la colina Kelenföld.
    Ha sido ocupado por los húngaros, los otomanos, los Habsburgo, los nazis y los soviéticos. Pero hoy, tras muchas restauraciones, es sede de varios museos y de la Biblioteca Nacional.
    La mejor vista del complejo arquitectónico la tuve al atravesar el Puente de las Cadenas, uno de los puentes más famosos en Europa.   

    Aunque parezca difícil de creer, fue hasta hace apenas dos siglos que se iniciaron los planos para construir el primer puente que uniera ambas orillas del Danubio. Antes se atravesaba en pequeñas embarcaciones o a caballo durante el invierno, cuando la superficie estaba congelada.
    Richard me explicó que se construyó gracias a las donaciones de un conde, quien esperó una eterna semana para encontrar un navegante que circundara los bloques de hielo.

    La imagen actual del puente difiere de la original, por supuesto, tras el asedio nazi durante la Segunda Guerra Mundial, quienes lo dinamitaron junto con otros monumentos húngaros.
    De vuelta en la zona de Pest, al este del río, caminé hacia la Basílica de San Esteban, una de las iglesias cristianas más famosas de la ciudad.

    Y no solo por su bella fachada neoclásica que mira en dirección al Danubio, sino por alojar las reliquias del primer rey húngaro y fundador del país, Esteban I de Hungría, o I István, en húngaro.

    Al caer la noche me dirigí al distrito Erzsébetváros para ver la segunda sinagoga más grande del mundo. La llaman la Gran Sinagoga de la Calle Dohány, o simplemente Gran Sinagoga de Budapest. Su fachada me dejó un poco intrigado, trayéndome a la mente un palacio árabe o algo parecido.

    Antes de volver a casa supe que debía cenar e ir al baño en algún restaurante local, evitando a toda costa cualquier movimiento innecesario en el apartamento de Richard.   No obstante tenía que volver para dormir. Y al siguiente día Richard me mostraría algunos otros secretos de su ciudad natal.
    Esta vez tomamos el metro, que según me contó, es el segundo metro más antiguo del mundo, solo después del de Londres. Después leería que, de hecho, la línea 1 ha sido declarada también Patrimonio de la Humanidad.
    El vetusto tren nos llevó hasta la Plaza de los Héroes, una de las plazas principales en la ciudad.
    En el centro se alza una columna sobre la que se posa la estatua del arcángel Gabriel, que gobierna toda la explanada erigida como conmemoración del primer milenio de Hungría, fundada según los historiadores en el siglo IX.

    A ambos costados del arcángel lucen las estatuas de los líderes de las siete tribus magiares que fundaron el país, según cuentan las leyendas, incluido San Esteban, primer rey de Hungría.

    Y a los extremos de la plaza se engalanan también dos hermosos edificios que resguardan el Museo y el Palacio de Bellas Artes.

    Todo ello hace de este conjunto también parte del patrimonio de Budapest. Una ciudad que hasta entonces me sorprendía más y más.  
    Y para terminar mejorar aún más nuestro tour Richard me llevó a un sitio un poco menos conocido de la capital. El Castillo de Vajdahunyad.

    Al verlo por primera vez me pregunté por qué la gente lo apreciaba menos que el resto de los increíbles monumentos que se esparcen por la ciudad. La respuesta está en que no es un castillo original, sino una réplica de uno ya existente en Transilvania, hoy Rumania, zona que perteneció por algún tiempo al reino húngaro.

    Durante una exposición del Imperio Austrohúngaro en la ciudad a finales del siglo XIX el castillo se construyó inicialmente con cartón. Pero hoy alumbra su alrededor con sus paredes de ladrillo y torres que encontré escarchadas por la nieve.

    Y sinceramente poco me importaba que fuese una vil copia. Podía así darme una idea de cómo era Transilvania.   

    Para terminar nuestro recorrido Richard me llevó hasta la colina Kelenföld para tener una mejor vista del impresionante Danubio y del este de la ciudad, que para entonces parecía toda blanca cubierta por una espesa neblina.

    Al caer la noche las luces del Parlamento se encendieron, dejando al descubierto un bello y amarillento resplandor de la gloria de un imperio desaparecido, pero que dejó lo mejor de sus vestigios en esta mágica ciudad.

    Recorrimos entonces un poco la ciudadela, que alberga el complejo del Castillo de Buda, al que no podía pagar por entrar. Pero bastaba al menos con caminar entre sus columnas iluminadas en la densa oscuridad del invierno.

    Dentro de las murallas se encuentra también la bella Iglesia de San Matías, una de las más antiguas de Budapest.

    Una de las cosas curiosas en aquella ciudad es que fue gobernada por los otomanos durante casi 140 años. Y en ellos, las iglesias católicas, como la de San Matías, fungieron como mezquitas. Pudo pasar todo lo contrario a lo que había visto en Córdoba: una mezquita donde se celebraban misas católicas.
    Pero la invasión otomana dejó un gran vestigio en Hungría y en Budapest que la convierten también en un símbolo mundial: los baños termales.
    La tradición de las termas turcas llegó al país y fue muy bien recibido. Hoy Budapest es llamada la Ciudad de los Balnearios, por la cantidad de aguas termales que posee, siendo los baños más famosos los de Széchenyi, los más grandes de Europa.
    Pero además de no tener mucho tiempo, sabía que no podría pagar un buen baño medicinal. Así que lo dejaría para la próxima ocasión.   
    Cuando el frío nos impedía mantenernos fuera Richard me invitó a un pub cercano que frecuentaba usualmente.
    A pesar de la incómoda habitación en la que me había invitado a dormir no dudé en agradecerle la amabilidad de mostrarme su ciudad y recibirme con los brazos abiertos (ignorando la suciedad de su hogar). Así que lo menos que podía hacer era invitarle una cerveza.

    Antes de volver a casa pasamos por el Palacio de la Ópera, sede de una de los mejores espectáculos de música del mundo, aunque quizá no mejor que en Viena. De todas formas, es de saberse que el edificio fue erigido durante el reinado de los Habsburgo en Hungría, amantes eternos de la buena ópera.

    Regresamos a casa no muy tarde para que pudiese descansar. Otro bus matutino me esperaba, esta vez rumbo al norte, adentrándome cada vez más al crudo invierno de Europa del este.
  14. AlexMexico
    Mientras más me aproximaba al levante de Europa, casi culminado el mes de enero, más desdeñaba la temperatura de los cero grados centígrados, que ahora lucían casi como un anhelado verano para mí.  
    Praga había sido mi primera parada en la Europa Central y no me había dado nada de qué arrepentirme. Pero cada vez me movía más al este del continente y, francamente, se acentuaba mi cobardía por encarar al invierno oriental.   
    Mi última mañana en la capital de la República Checa tomé el bus que me llevaría 300 kilómetros al sur, justo al lado del legendario río Danubio, el más largo de la Unión Europea que por siglos marcó la frontera norte del Imperio Romano.
    Me adentré entonces en los actuales territorios de Austria, el sexto país en mi lista. Viena estaba justo en el paso hacia mi último destino del este, y era obligado hacer una escala en la centenaria ciudad imperial.
    En ella vivía entonces Matthías, un austriaco (originario de Graz) estudiante de Relaciones Internacionales que había hecho su intercambio en la Universidad Autónoma de México, y a quien había conocido hace poco más de un año atrás.
    Para mi suerte, cursaba el último año de su carrera en la capital austriaca antes de volar a México para reencontrarse con su novia. Y antes de desalojar su apartamento me ofreció gentilmente hospedarme en él durante mi estancia.   
    El único problema era que él debía trabajar hasta las 6 p.m. aquel día. Viajar en enero, durante los exámenes finales, no era una buena idea del todo si quería hacer Couchsurfing. Así que desde mi arribo al mediodía debía cargar mi mochila hasta que cayera la noche sobre la ciudad.
    Desde la estación de bus tomé el metro hacia el centro histórico, exactamente a la parada Stephansplatz.
    La estación lleva ese nombre por encontrarse justo al lado de la Plaza de San Esteban, y más específicamente, de la Catedral de San Esteban.

    Su torre de campanario de 136 metros de altura es uno de los símbolos de Viena y el elemento gótico más representativo de todo el país.

    Desde que salí del cálido subterráneo para ver el imponente templo me di cuenta de que la ropa térmica, mis dos jersey y mi chaqueta no serían suficientes para aguantar toda una tarde al aire libre en Viena.
    Aunque la nieve en las aceras estaba casi por completo derretida, la sensación térmica bajaba hasta unos 9 grados bajo cero. Y, al igual que me ocurrió en Berlín, eso convertía en un reto tomar una buena fotografía, lo que implicaba sacar mis manos de los bolsillos y exponerlas al gélido ambiente. Y sabía que con mi pesada mochila sobre mi espalda, aquella sería una larga y fatigante jornada.   
    Desde la Plaza de San Esteban también era visible la Iglesia de San Patricio, un templo barroco que hoy ha sido transferido al Opus Dei.

    Justo cuando comencé a caminar hacia el sur para alcanzar la avenida principal del centro, una fuerte nevada comenzó a caer. No era una nevada de ensueño, sino todo lo contrario. El viento bufaba con lozanía y sin piedad, atizando mi rostro con sus helados copos que se hacían cada vez más gruesos. 
    Mi afelpado gorro y mi cubreorejas devinieron en un nada absoluto que se vieron incapaces de proteger mi cara de aquel blanco infierno. Y me dispuse pronto a resguardarme en el café más cercano, donde aproveché para comer algo caliente.
    Entonces lo decidí: ¡no volvería a viajar en invierno! Al menos no a Europa Central.   
    Cuando la ventisca abdicó pude por fin salir en paz. Di la última bocanada de un abrasador aire antes de dejar la holgura de la cafetería y me enfrenté de nuevo a la cana atmósfera que inundaba Viena.
    Caminé hacia el sur hasta alcanzar la RingStraße, la avenida de circunvalación que rodea el centro de la ciudad.
    Hasta 1857 estaba ocupada por la muralla que rodeaba la capital austriaca. Hoy es un amplio bulevar que posee en ambas orillas monumentos increíbles que han sido declarados por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, lo que lo convierte en uno de los atractivos más visitados por los turistas.
    Uno de los más célebres es, por supuesto, el Teatro de la Ópera Estatal de Viena.
    Viena es bien conocida por ser la capital musical de Europa y, para muchos, del mundo. No por nada la imagen de Mozart, nacido en Austria, aparece en casi la mitad de los souvenirs que se venden en las tiendas.   
    El edificio posee, de entrada, una historia bastante controversial. Por más bello que parezca, su construcción a mediados del siglo XIX causó una decepción en los vieneses, quienes esperaban mucho más de la nueva casa de la música nacional. Eso ocasionó nada menos que el suicidio del primer arquitecto y la muerte por infarto del segundo, quienes nunca vieron terminada su obra neorenacentista de la que hoy goza la metrópoli.

    Al verme frente al inmenso y emblemático edificio y tocar mi billetera supe de inmediato que Viena sería otra ciudad a la que debería volver. Un concierto en la Ópera y la entrada a sus innumerables museos sumaba una cuantiosa suma. Y era algo que, lamentablemente, no podía darme el lujo de pagar. No si quería comer y asegurarme de no dormir en la calle   Y la Ópera no fue el último lugar al que desearía haber podido entrar.
    Unos metros al oeste, siguiendo la RingStraße, me topé con el inmenso Palacio Imperial de Hofburg, residencia antigua y actual del poder ejecutivo de la nación austriaca.

    Sus numerosas salas y estancias albergaron a las familias imperiales de Austria durante más de seis siglos, que vieron pasar por su territorio a un ducado, un archiducado y un imperio que tuvo su fin al final de la Primera Guerra Mundial, cuando el país abandonó la monarquía para convertirse en una república.
    Con el mapa de la ciudad en mis torpes manos envueltas con unos débiles guantes que poco me ayudaban, llegué a la parte sur del palacio desde los jardines imperiales, que para entonces no eran otra cosa que una enorme manta de nieve.

    Exquisitas estatuas de mármol se posaban por toda la extensión de los huertos, que fusionaban su blanco con el de la escarcha a su alrededor.

    Pero el monumental palacio parecía no mostrarme su mejor ángulo. No con la docena de edificios que, de hecho, componen el complejo, entre los que se encuentran el Museo de Etnología, la Biblioteca Nacional de Austria y la Escuela Española de Equitación, todos ellos destinos que pueden ser visitados por separado por precios individuales que no me vi dispuesto a costear.  
    Por el contrario, preferí caminar hacia la Maria-Theresien-Platz para fotografiar los exquisitos edificios que la flanquean.

    La plaza pública está justo al lado de la RingStraße y está dedicada a la emperatriz María Teresa, cuya estatua se posa en el medio.

    Los dos formidables edificios gemelos (de hecho, casi gemelos) en sus extremos norte y sur fueron mandados a construir a finales del siglo XIX por el emperador Francisco José I para dar cabida a las colecciones privadas de la realeza de una forma digna de la misma. Hoy, al ser bienes públicos, albergan al Museo de Historia Natural y al Museo de Historia del Arte.

    Y si creía ya haber visto suficientes museos en el centro de la capital austríaca, solo bastaba voltear al oeste de la plaza y admirar el Museumsquartier.

    Es el octavo complejo cultural más grande del mundo, y fue edificado en el 2001 para albergar a otros tantos museos, centros de convenciones, estudios y espacios de exhibición que hacen de Viena otra capital cultural del mundo.
    Pero no había terminado.
    Del lado este de la Maria-Theresien-Platz otra plaza más grande, también flanqueada por museos, se extendía bajo la nieve.

    La famosa Heldenplatz, o Plaza de los Héroes por las estatuas de los heroicos jefes miliatres del Imperio, es justo donde hace ochenta años Hitler anunciaba la anexión de Austria al Tercer Reich.

    Pero la plaza no es solo célebre a causa del discurso nazi que opacó la historia del país, sino por la magnitud de las construcciones que se posan a su alrededor.
    Allí estaba el resto del Palacio de Hofburg, la cara que me había estado ocultando ante su enorme extensión.

    Y por si fuera poco, y nada sorprendente ya, su interior resguardaba otro puñado de museos y salones imperiales que tampoco podía atreverme a pagar. ¡Vaya decepción!   

    Estaba en Viena, capital de la música y los museos, parado frente a uno de los palacios más lujosos y emblemáticos de la monarquía europea, sin dinero para entrar.   
    Pero no todo era tan malo. Estar allí era mejor que no estarlo. Aun con la nieve. Aun con el frío. Aun con mi mochila al hombro sin un lugar donde alojarme hasta que llegase la noche.   
    Para calmar un poco mis ansias y mi depresión financiera caminé un poco más al norte de la RingStraße, donde se asomaba otra torre icónica de la ciudad entre un nublado cielo.

    Se trataba del Ayuntamiento de Viena, un maravilloso edificio neogótico frente al cual se había instalado una pertinente pista de patinaje para el recreo de los residentes y turistas.

    En la otra esquina, los patinadores podían deleitarse con la fachada del Burgtheater, el Teatro Nacional de Viena.
    Allí, mirando a los pequeños caerse sobre el rígido hielo, tomé un poco confortable descanso bajo el frío para coger el wi-fi gratuito que la ciudad me ofrecía y enviar un mensaje a Matthias, avisando de mi situación actual.

    Sabiendo que en poco tiempo podría reunirme con él, sin tener que esperar necesariamente la oscura noche, di mi última caminata hacia el norte de la RingStraße, hasta alcanzar la iglesia Votivkirche, donde pude tomar el metro hacia el sur de la ciudad.

    Me reuní finalmente con Matthias en su increíble apartamento, muy distinto al que rentaba en la ciudad de México cuando lo conocí.  
    Su bienvenida no pudo haber sido más reparadora. En aquella fría noche entrar a un cálido departamento adornado con papel picado de colores y botellas de salsas picantes mexicanas me reconfortó después de la dura caminata, y me llevó por un instante de vuelta a mi país, al que Matthias parecía amar y extrañar.
    Sin embargo, esa noche no cocinaría algo mexicano. Y decidió, por el contrario, hacerme degustar un básico platillo austriaco: una salchicha vienesa con mostaza y raíces.   
    Era muy parecida a las bratwurst alemanas, pero esas raíces le dieron sin duda un toque distinto. Aunque para ser sincero, eran demasiado picantes para mí. Un picor muy distinto al de los pimientos mexicanos a los que estoy acostumbrado.   Pero a Matthias parecía no molestarle en lo absoluto.
    Tras un poco de crema muscular en mis hombros y encogido en mi saco de dormir, quien se había convertido en mi segundo mejor amigo durante el viaje (el primero eran mis botas), concilié el sueño sobre el sofá del salón, recobrando mis energías para la siguiente mañana.
    Matthias vivía en el suroeste de la ciudad, en un barrio residencial un poco alejado del centro. Pero para mi conveniencia, justo al lado se encontraba uno de los atractivos más famosos de la ciudad y, quizá, el más visitado: el Palacio de Schönbrunn.
    Es conocido como “el Versalles vienés”, y con justa razón.

    Como muchas de las monarquías europeas que construían castillos residenciales y de recreo a las afueras de las grandes ciudades, los austriacos no podían quedarse atrás.

    Pero esta maravilloso mansión no solo fue declarado Patrimonio de la Humanidad como un símbolo de Austria, sino también como el mayor ícono de una de las familias más influyentes en la historia desde la Edad Media hasta la Contemporánea: la dinastía de los Habsburgo.
    Es casi imposible que algún país europeo (incluso, muchos no europeos) no haya pasado por las manos de algún rey o emperador de esta familia real. Vaya, incluso México tuvo un emperador Habsburgo.
    Las tierras gobernadas por estos poderosos hombres abarcaron prácticamente todo el planeta, desde las provincias más cercanas a Viena (convertida en su capital imperial por excelencia) hasta los confines de la América colonial y las islas asiáticas, durante el mandato de Carlos V.
    Austria no formó parte solamente del Imperio Austrohúngaro, constituido apenas hace dos siglos, sino que por cientos de años fue un archiducado del Sacro Imperio Romano Germánico, muchos de cuyos gobernantes reinaron desde Viena y, específicamente, desde el Palacio de Schönbrunn.
    Pero este castillo es también conocido como el “palacio de verano”, ya que el Hofburg, en el centro de la ciudad, era ocupado por la familia real en el invierno.

    Dos palacios de excéntricas magnitudes. Enormes jardines como patio de recreo, que entonces me recibieron repletos de nieve, por supuesto. Fuentes con esculturas de historias míticas de la Antigüedad. Glorietas descomunales marcando nodos en los hermosamente simétricos caminos del bosque trasero.

    Y una vista impresionante desde su colina superior.

    No cabe duda de que los Habsburgo supieron llevar una buena vida.   Y supieron también cómo dejar el mejor legado a su futuro país republicano, con galerías, colecciones, salas, teatros, científicos y artistas inigualables en el mundo.
    Mi visita en la capital austriaca finalizaría con una cara totalmente opuesta a la entonces vista, cuando me vi con Matthias para visitar la zona norte de la ciudad.

    El distrito financiero ubicado justo en la orilla del río Danubio es también un sitio de recreo para los locales, según me contó Matthias. Un lugar que, en verano, luce lleno de jóvenes y familias que toman el sol en las pequeñas islas del río y hacen parrilladas para aprovechar al máximo el calor centroeuropeo.

    Para mí fue, por supuesto, una experiencia diferente, con el río casi congelado frente a mis ojos.   
    Al siguiente día por la mañana partiría en un bus por toda la rivera del Danubio, que me llevaría a otra de las grandes capitales imperiales europeas.
  15. AlexMexico
    Mis azares por el aire habían cesado con mi arribo a Berlín. Luego de tres días en la antigua capital prusiana era hora de retomar la ruta para adentrarme en la desconocida Europa del este. Pero en el momento en que recorrimos el primer tramo hacia la ciudad de Dresde no sabía si comprar un ticket de bus en pleno mes de enero había sido exactamente una buena idea.   
    Ambos costados de la carretera se encontraban colmados de nieve. Por las ventanas poco se podía ver con la niebla y la ventisca que soplaba intensamente contra nosotros.   Solo las débiles siluetas de los árboles pelones podían ser divisadas desde nuestro cálido interior.
    Pero antes de tocar la frontera este alemana todo simuló mejorar, y aunque la nieve no desaparecía, el viento parecía haber dimitido.
    Perdido en la segunda lectura de La insoportable levedad del ser, poco me percaté de nuestro ágil cruce hacia la República Checa, cuya capital esbozaba ya en mi mente como escenario principal de la célebre obra de Milán Kundera, ciudad misma a la que en menos de una hora comparecería.
    Si bien acababa de pasar seis días en los Países Bajos y Alemania y mis saberes del neerlandés y alemán eran prácticamente nulos, debo confesar que me sentía más intimidado por encarar a los checos que a la gente de otros países. Desde mi primer intento por leer un letrero en aquel lejano e inusitado idioma mi cerebro se nubló y mi cuerpo regresó a la realidad Un crudo, oscuro y solitario invierno en Europa del este era lo que me esperaba para los próximos días.
    Pero estaba en Praga. Una ciudad soñada por muchos, amada por muchos, deseada por muchos. Y estaba allí para descubrir la verdadera razón.  
    Era cerca del mediodía, y sabía que si quería aprovechar la escasa luz invernal debía apresurarme. Mi primer paso era encontrar la casa de Mike, el couchsurfer que me hospedaría en el sexto distrito de la ciudad.
    Tomé el metro y descendí en la parada Dejvická, que Mike bien me había indicado. Antes de saber que Google Maps puede funcionar sin conexión (si antes de abandonar una red wi-fi abrimos la aplicación para que encuentre nuestra ubicación) guardé la captura de pantalla para seguir el camino de la estación hasta su dirección postal.
    Hallarla no fue difícil. Pero había un pequeño problema. El edificio no tenía timbres.
    Miré a mi alrededor. El vecindario parecía bastante solitario, sumado a la sábana blanca que se extendía por la nevada que recién había caído aquella mañana.
    Los teléfonos públicos parecían ya no existir. Y además de todo no había todavía cambiado mis euros por coronas checas.   
    Caminé un poco más al norte hasta alcanzar un ingente edificio que simulaba ser un hotel. Allí seguro encontraría wi-fi.
    Mis gajes me llevaron hasta la recepción, donde el host se aproximó demandando mi reservación. Me escudé al decir que me vería con alguien, y me atreví a pedir la red de internet. Sorprendido, la obtuve sin ningún problema.   
    Y después de mandarle un mensaje, Mike bajó para recibirme en el corredor de su edificio, a unas cuantas cuadras al sur del hotel.
    Su apartamento resultó ser una especie de albergue temporal para estudiantes extranjeros. Dos chinos (él incluido), una azerbaiyana, una siria y un hindú. Ningún checo.
    Todos asiáticos. Todos hablantes de inglés. Todos en Praga como parte del mismo programa: Erasmus Mundus. Y ello quería decir, desde un principio, que se trataba de muy buenos estudiantes.   
    Un año atrás había oído hablar de Erasmus Mundus en una expo de Euro-posgrados. Se trata de un programa auspiciado por la Unión Europea (como el Erasmus original). La diferencia es que la versión Mundus apoyaba también a ciudadanos no europeos para estudiar sus posgrados en Europa. 2000 euros al mes, planes de estudio en inglés y francés, dos años en tres ciudades diferentes. Parecía ser un paraíso.
    Pero obtener una de las becas no es nada fácil. Tanto que en cada programa pueden aceptar a solo 14 personas no europeas por año. Lo que quiere decir que aquel grupo de asiáticos había competido con prácticamente todo el planeta para poder estudiar gratis una maestría en su vecino continente.   
    Mike me mostró el piso y me dio algunos consejos para visitar la ciudad. Él tenía cosas por hacer y no podría salir conmigo. Aunado a que debido al frío pocos querían realmente salir.
    Pero yo no podía dejar que la calefacción y el cómodo sofá me invitaran a una siesta cuando la capital más bella de Europa central esperaba fuera por mí. Así que volví a la estación de metro y me dirigí rumbo a la Plaza de Wenceslao.
    Esta amplia explanada toma más la forma de un bulevar que de una plaza, por su extensión alargada de sureste a noroeste.
    Ha sido sede de importantes momentos en la historia del país, como la Revolución de Terciopelo y la Primavera de Praga.

    Con el edificio neoclásico que alberga al Museo Nacional Checo en su extremo sur, se marca el inicio del centro histórico de la ciudad, que desde 1992 fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y fue allí donde comenzaría mi fría caminata de enero.  
    Praga es bien conocida por su historia medieval, sus alianzas y rupturas con imperios y bloques extranjeros, por su cerveza, por sus escritores y por su hermosa arquitectura. Y por esto último es también llamada la ciudad de las torres. Un nombre que, sin duda, se ganó con creces.

    Una de las primeras torres que fácilmente se asomó ante mis ojos al caminar por las estrechas calles del primer distrito de la ciudad fue el Campanario del Antiguo Ayuntamiento.

    El torreón es una de las imágenes más conocidas de Praga, no solo por su altura, sino por el antiguo reloj astronómico que posee en una de sus paredes. No es extraño entonces que cientos de turistas la visiten cada día para subir hasta su punta y tener una vista panorámica de la urbe.
    Y la mejor perspectiva que pueden tener es la de la Plaza de la Ciudad Vieja, una de las más antiguas y hoy atracción turística.

    La milenaria historia de la ciudad la ha dotado de múltiples estilos arquitectónicos a lo largo de su territorio. Pero en la Plaza de la Ciudad Vieja el estilo gótico es el que más resalta a los ojos. Sobre todo en la Iglesia de Týn.

    Esta imponente iglesia medieval fue la más importante de la antigua Praga, y aunque hoy se ostenta solo como un templo más es sin duda una de las estampas más célebres para los visitantes, que la ven más como un castillo por sus dos increíbles torres.
    Del lado este yace el Palacio Kinský, sede de la Galería Nacional, mientras al norte se alza la Iglesia de San Nicolás, un tanto menos conocida.

    Palacio Kinský
    La plaza fue mi punto de partida para recorrer la calle Pařížská, la París de Praga.
    La arteria lleva el nombre de la capital francesa porque fue construida a finales del siglo XIX como una copia de los Campos Elíseos. Y aunque no se le asemeja casi en nada a la famosa avenida parisina, en la que ya había estado un mes atrás, sus encantadores 400 metros lograron cautivarme.  
     

    A ambos costados se posan enormes edificios de fachadas tan coloridas y detalladas que claramente se ha tratado siempre de un barrio sumamente burgués.

    Y eso me quedó claro al pasearme frente a las boutiques y joyerías que al nivel de la acera muestran sus mejores prendas para las billeteras más acaudaladas. Visiblemente no era algo para mí.

    La calle me llevó hasta las orillas del río Moldava, afluente que divide a la ciudad. En la otra orilla apareció el enorme Palacio de Gobierno de la República Checa.

    El lado oeste del Moldava se encuentran los barrios Hradčany y Malá Strana, conocidos como el Barrio del Castillo y el Barrio Pequeño.

    La silueta que ambos vecindarios dibujaban lucía simplemente encantadora, con la catedral en su punta y sus tejados en “V”.   

    Pero mi visita a esa parte de la ciudad aguardaría para el siguiente día. Por ahora, mientras el sol se ocultaba, una caminata por el malecón Smetanovo y las vistas de Praga eran todo lo que necesitaba… Hasta que el frío se volvió insoportable. Entonces fue momento de probar una buena cerveza checa en una taberna local.  
    Caminé hasta el metro más cercano y volví hacia el distrito 6 para buscar algo de comer y regresar a casa.
    Hasta entonces había olvidado cambiar mis euros por la moneda local. Pero nada que mi fiel tarjeta de débito no pudiera arreglar en el supermercado. Mas la expresión del hombre en la caja cambió mi suerte, cuando me hizo saber que mi tarjeta no pasaba por la terminal
    Era la primera vez que ocurría; pero él parecía no creer. Nadie en la tienda hablaba siquiera un poco de inglés. Y sin efectivo alguno me vi obligado a cancelar mi compra e irme con las manos vacías.   
    Por suerte, Mike había cocinado un buen arroz chino, del que amablemente me convidó. Mi primera tarea al próximo día sería definitivamente cambiar mi efectivo por coronas checas.   
    La mañana siguiente amaneció aun más fría. Los techos al norte de Praga se cubrían de nieve, y más al centro el paisaje no cambiaría mucho. —Pero debo resistir —me dije. Y sin perder más tiempo caminé hacia el sur. Y tras cambiar por fin mis monedas alcancé mi principal destino por el que había ido a la capital checa: el Castillo de Praga.
    Se trata nada más y nada menos que del castillo antiguo más grande del mundo, y forma también parte, por supuesto, del Patrimonio de la Humanidad de Praga.

    La entrada norte del complejo me recibió con una manta blanca de nieve que se había deshelado en el concreto, pero no en los alrededores de la fortaleza.

    Desde el ala norte sobresalían las torres de la enorme catedral que nos daba la bienvenida a todos los visitantes. Pero algo mucho más curioso nos recibía a la entrada.   
    Dos guardias de seguridad, mejor dicho centinelas, que resguardaban el acceso al complejo tal como los guardias de la familia real inglesa.   

    Me era difícil imaginar cómo, a unos -8°C, podían mantenerse completamente inmóviles por un tiempo tan prolongado.   
    Y tras comprar mi ticket de acceso por unas 250 coronas, me trasladé de repente a la Edad Media y a más de mil años de historia del extinto Reino de Bohemia.   
    El elemento más simbólico y más notable de toda la fortaleza es, sin duda, la Catedral de San Vito, otra joya del arte gótico en Praga.

    Con ello cabe destacar que el castillo no fue solamente residencia de los reyes de Bohemia, emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico, presidentes de Checoslovaquia y la República Checa con su remodelado Palacio Real, sino que también ha acogido a los obispos y arzobispos de Praga, muchos de los cuales se encuentran enterrados allí.

    La suntuosa catedral es uno de los vestigios de la época dorada de Praga, que dio comienzo con el emperador Carlos IV del Sacro Imperio Romano Germánico en el siglo XIV.

    En aquella época el Papa era la única persona con el poder para coronar a emperadores en la Europa cristiana. Ello deja de manifiesto el poder que reinaba en el castillo. Los monarcas que eran coronados en aquel majestuoso templo no solo heredaban los territorios de Bohemia (actual República Checa), sino de todo el Imperio Romano Germánico y sus consiguientes dominios (que hoy abarcan Alemania, Austria, Eslovaquia, Eslovenia, Suiza, Liechtenstein, Luxemburgo, partes de Italia, Polonia, Hungría, Países Bajos, Francia y Bélgica).
    Durante el reinado de Carlos V, por ejemplo, se decía que en su reino nunca se ponía el sol, ya que al ser hijo de monarcas españoles y nieto de los Habsburgo heredó la mitad de Europa y las colonias del Imperio Español en América, Filipinas y África.
    La zona del Palacio Real abierta al turismo también me mostró un poco más de la lujosa e increíble historia de los gobernantes de aquellas lejanas pero poderosas tierras.

    El salón de baile, por ejemplo, deja imaginar la opulencia de las noches que allí se organizaban con la aristocracia bohemia y sus grandes banquetes.

    Los libreros antiguos revelan siglos de escritura resguardados como un imprescindible tesoro arqueológico.

    El Salón del Trono es, ciertamente, el cuarto más maravilloso de todos. Y no solo por atestiguar la silla real donde decenas de reyes se sentaron, sino por la presencia de la Corona Real de Bohemia.
    Y esta vez no hablo de un imperio intangible, sino de una verdadera corona.   Una corona chapada en oro y decorada con verdaderas y preciosas joyas.

    Soy consciente de que, muy probablemente, esa corona no fuese la original. No a la mano de todos los turistas tras un vidrio antibalas y sin ningún otro sistema de seguridad. Pero la sola idea de verla me generó mucha emoción.   
    Al salir del Palacio llegué a una pequeña plaza tras la Catedral y frente al antiguo Convento de San Jorge.

    A su costado se alza otro gran templo, la Basílica de San Jorge.

    Desde allí comienza una especie de avenida que desciende por la colina hacia una gran torre en su entrada, la llamada Torre Blanca.

    Allí pude visitar el interior de algunos edificios de piedra que resguardaban antiguos utensilios de la época, la mayoría forjados en hierro o en madera.

    Pero la “avenida” más encantadora dentro del castillo es el Callejón del Oro.
    Es una pequeña calle orillada por menudas casitas de colores en las que apenas cabe un ser humano de estatura promedio.

    Aquellas viviendas, que parecen sacadas de un cuento, solían estar habitadas por orfebres desde el siglo XVI hasta finales de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, uno de los personajes más famosos de Praga, Fran Kafka, vivió allí durante un año.

    Hoy deshabitadas, exhiben la forma de vida de la pequeña localidad, con muebles y utensilios que recuerdan a una casa de muñecas.  
    La rúa principal descendía hasta el final de la muralla, donde llegué a un mirador que me sirvió de descanso con el mejor panorama de la ciudad.

    Desde allí se tiene la vista de Malá Strana, o la Ciudad Pequeña. Es decir, la parte occidental de Praga.

    Sus tejados naranjas estaban escarchados por la nieve que había azotado la capital por ya varios días. Pero al menos aquella tarde Praga me dejaba disfrutar de un paseo sin ventiscas y de una atmósfera casi totalmente despejado.   

    Bajé hasta la rivera del Moldava, repleta de aves acuáticas que batallaban por los pequeños trozos de pan que allí se habían arrojado.

    La vista dejaba ver una cúpula católica, la Torre del Campanario y, la más emblemática de todas, la Torre del Puente de Carlos.

    Otro de los íconos que legó el poderoso emperador bohemio y otra estructura gótica más que para muchos representa su máximo esplendor en la ciudad.
    Pero antes de dirigirme a aquel augusto puente regresé un poco hacia el lado oeste, para no perderme de una buena caminata por Malá Strana.
    En el avión de Barcelona a Ámsterdam había cogido la revista de la aerolínea que ponen en la parte trasera del asiento (cosa que normalmente no suelo hacer).
    Un artículo me llamó la atención. Se llamaba Praga: el Hollywood de Europa.
    Según el autor, entre todas las ciudades europeas Praga tenía el centro histórico mejor conservado y auténtico de todos. Y ello la hacía el escenario preferido para los cineastas que buscaban la atmósfera perfecta para las películas de época, sobre todo de la era renacentista.
    Malá Strana es llamada la Perla del Barroco. Y vaya que merece el seudónimo.

    Sus callejuelas están flanqueadas por encantadores edificios de colores pastel que me recordaron a los aposentos de María Antonieta en Versalles.

    Si bien sus plantas bajas están llenas de negocios locales y restaurantes, no hay una invasión masiva de publicidad o elementos posmodernos que irrumpan en demasía con el origen antiguo del vecindario.

    Estaba seguro de que si lograse quitar todos los coches de las calles y los letreros de señalización y publicidad podría fácilmente filmar una película renacentista. Solo necesitaría un excelente vestuario y a Keira Knightley, claro está.  
    La Ciudad Pequeña se yergue al pie del castillo. Pero al caminar al extremo oeste se alcanza una colina de considerable altura, desde la que tuve otra panorámica más de la ciudad de las torres.

    Directamente desde la Iglesia de San Nicolás, una de las tantas en Malá Strana, llegué hasta la puerta de entrada del Puente de Carlos, el más famoso de Praga y uno de los más célebres en el mundo.

     
    El puente fue mandado a construir por el rey Carlos I de Bohemia, mismo que erigió la catedral en el castillo, para unir a las antiguas dos ciudades que se encontraban separadas por el río Moldava.
    A sus costados se alzan 30 estatuas de distintos santos y patronos venerados en la época, que adornan los 500 metros por los que se prolonga la magnífica estructura.

    El legado dorado del emperador para la ciudad y para los checos es quizá el más conocido por el mundo fuera del país. Y no cabe duda del porqué.
    Debo admitir que cruzar aquel puente fue una de las cosas más mágicas que he hecho en mi vida. Más que contemplar la Torre Eiffel, más que el Palacio Real de Madrid; más que nadar en el Mediterráneo y quizá más que comer una salchicha en un mercado navideño en Alemania.   

    A pesar de la multitud de turistas, el Puente de Carlos me dejó en claro por qué Praga es tan admirada por todos. Y por qué aquella revista la catalogó como una ciudad de película.   

    Después de otra buena cerveza en una taberna volví al apartamento de Mike y descansé mi última noche en la República Checa. Temprano tomaría otro bus para seguir conociendo el legado del Imperio Germánico por la Europa Central.
    Pueden ver todas las fotos en los siguientes álbumes:
    Praga parte I
    Praga parte II
  16. AlexMexico
    Un viaje por Europa con aerolíneas lowcost comenzaba a cansarme un poco. Es verdad que había ahorrado casi la mitad de mi dinero comprando mis tickets de avión de forma anticipada, y no un ticket de tren Eurail, como muchos de los viajeros que vienen al viejo mundo hacen.
    Había gastado aproximadamente 220 euros en diez trayectos entre once ciudades de Europa del este y oeste por las que viajaría 22 días. Un ticket de 21 días con Eurail costaba, para los no europeos, 440 euros, lo que permitía coger un tren diario por todo el Espacio Schengen, de cualquier ciudad a cualquier destino y a cualquier hora.
    Pero, ciertamente, viajar con avión tiene sus desventajas. Ello implica mucho tiempo de anticipación para llegar al aeropuerto, que en la mayoría de los casos se encuentra a las afueras de la ciudad. Hay que tomar en cuenta el transporte ciudad-aeropuerto, que no suele ser muy barato.
    Además, con aerolíneas como Ryanair, hacía falta sellar el boleto de abordaje y mostrar el pasaporte en ventanilla antes de pasar al control de seguridad (solo para los no europeos), y para ello también había que hacer una fila.
    Después venía el control de seguridad, que siempre es y será un dilema. Computadora, celular, cinturón, gorros, chaquetas y hasta zapatos fuera para pasar por el lector casi desnudo. Luego toca volver a vestirse y correr hacia la sala de espera.
    Los tiempos de abordaje y despegue se hacen cada vez más eternos. Al final, se ahorra mucho tiempo y dinero para distancias largas en el continente, comparadas con un tren. Pero siempre habrá que pagar un precio.
    Y así viajé nuevamente con la aerolínea Easyjet, que me llevó desde el lujoso aeropuerto Schipol en Ámsterdam hasta el aeropuerto de Berlín-Schönefeld.
    Aunque me había asegurado esta vez de no hacer tantos viajes nocturnos o extremadamente matutinos para no tener que dormir en los aeropuertos, era invierno. Y si bien me había acostumbrado a que en España y México el sol se oculta a las 6 p.m., en el este de Europa, incluido Berlín, anochece a las 4 p.m. Así que llegar a las 5 p.m. a Berlín no me salvó de la oscura y fría noche.
    Al salir del aeropuerto parecía que me había transportado a un mundo paralelo. La oscuridad y ausencia de gente me hizo dudar de dónde diablos estaba entonces. Pero entre la negrura pude sentir debajo y casi sin poder ver, la nieve.
    Hace más de un mes había viajado al suroeste de Alemania para ver los mercados navideños y para conocer la nieve. Pero solo lo primero fue posible. Y aunque había esbozado el instante mágico en que caerían los copos sobre el mercado de Navidad, ahora el verdadero momento había llegado, y fue todo lo contrario.
    Me agaché para coger un poco de nieve con mis guantes. Era como tocar hielo de la nevera. No pude evitar pensar en hacer una bola de nieve y lanzársela a alguien. Pero no había nadie alrededor. Nadie.
    Al contrario de lo que había pensado, caminar sobre la nieve no fue una experiencia grata. En lugar de dar pasos agigantados o hundir mis pies bajo centímetros de ella, la nieve se había barrido por la acera y ahora el suelo estaba mojado y resbaladizo. Y sumado a la oscuridad y mi gran mochila, debía caminar con precaución. 
    Tras unos minutos mirando lo poco que la luz iluminaba el piso, sinceramente no podía pensar otra cosa que en llegar a casa de Ria, mi couchsurfer, y calentarme con un café con leche. Hacía casi -6 grados Celsius y estar solo fuera del aeropuerto en una noche así no es nada agradable.
    Menos mal que había viajado equipado con un guardarropa bastante adecuado. Un par de botas todo terreno, plantillas de peluche y calcetas. Pantalón y playera térmicos, más un suéter, y dos abrigos encima. Una buena bufanda a modo de cubrebocas, guantes, un gorro y orejeras. Nada, excepto mis ojos, estaban al descubierto. Y era una buena elección.
    Solo yo y un argentino estábamos en las vías del metro aquella noche. Escuchar el español en aquel vagón vacío rociado por la blanca escarcha me hizo sentir un poco más cerca de casa, aunque ahora estuviera a casi 10,000 km lejos en mitad del invierno europeo.
    Ria y Maik, su novio, vivían en un barrio residencial al este de Berlín. Encontrar su casa no fue algo complicado. Y al entrar a su acogedora morada, sinceramente, no quise salir más.
    Ambos habían preparado la cena: un puré de trigo con verduras y un poco de té caliente. Ria se desempeñaba como creativa para el teatro, y creaba espléndidas esculturas artesanales para la escenografía de las obras, que se lucían por todo el apartamento. Mientras Maik trabajaba como DJ en un club de Berlín.
    Nos sentamos en el gran salón para conocernos un poco y me ofrecieron un cómodo colchón inflable para pasar la noche. Si quería aprovechar el siguiente día en la ciudad debía levantarme temprano, sabiendo que el sol era escaso en enero.
    Mi frío día comenzó con una leve nevada en el este de Berlín. Definitivamente la nieve era mejor que la lluvia. Al menos no me mojaba. Pero no podía resistir mucho tiempo bajo ella si quería recorrer la ciudad.
    Tomé el metro hasta Alexanderplatz, en el corazón de la ciudad, el punto perfecto para iniciar mi recorrido invernal.
    La plaza solía ser el centro del Berlín del este, capital de la antigua República Democrática Alemana que estaba en manos de la Unión Soviética, en tiempos de la Guerra Fría.
    Aunque Berlín es hoy una de las capitales europeas y mundiales por excelencia, es bien sabido que por más de cuarenta años estuvo dividida por los bloques de la OTAN y la URSS, lo que la convirtió en el símbolo de la Guerra Fría y de la eterna lucha entre el mundo capitalista y comunista.
    Pero lo que hace 27 años era el centro de un mundo separado hoy es un vivo espacio público rodeado por innumerables monumentos y edificios icónicos de Berlín.
    Justo al oeste de la plaza corre el río Spree, el principal afluente de la ciudad. Y en el medio se forma una pequeña isla llamada Spreeinsel, mejor conocida como la Isla de los Museos. Su nombre, claro está, se debe a la cantidad de museos que existen, hoy catalogados como Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
    En ellos se exponen las colecciones de arte y antigüedades que pertenecían a los reyes de Prusia, antiguo reino al que pertenecían Brandemburgo y Berlín.

    Entre los más famosos se encuentran el Museo Antiguo (o Altes Museum), el Museo Nuevo (Neues Museum) y la Galería Nacional Antigua.

    Museo Antiguo
    Pero el más icónico edificio en la isla es sin duda la imponente catedral de Berlín, un enorme templo neobarroco que se alza en el medio de un país mayormente protestante.

    Seguí mi camino hacia el oeste de la ciudad, cubriendo mi boca y casi imposibilitado de sacar mi cámara con mis guantes para tomar una foto. Mis dedos estaban congelados.
    Y si la nieve aún tenía para mí un poco de encanto, se esfumó rápidamente cuando, al llegar a la Universidad de Humboldt, resbalé sobre el hielo y caí de de un solo y fuerte sentón.

    Me vi allí, a mí mismo, tirado sobre el blanco suelo del campus. ¿Qué podía hacer? Solo reír. Y después de mirar a todo mi alrededor (no pude evitar sentir las miradas ajenas) me levanté y continué con mi frente en alto.
    Caminé por todo el bulevar Unter den Linden, una de las principales avenidas del centro, que me llevó hasta el emblema mundial de la ciudad. La Puerta de Brandemburgo.

    Este monumento neoclásico que recuerda a la Acrópolis de Atenas, con la diosa Victoria montada sobre un carro tirado por cuatro caballos, no fungió solo como una puerta de la antigua metrópoli. Entre sus columnas se han sucedido varios de los más importantes sucesos de la Alemania actual.
    El 30 de enero de 1933 15,000 hombres de la SA desfilaron a través de ella, marcando el inicio del nazismo y del ascenso de Hitler como canciller y futuro führer. Pero su fama mundial recae en el gran suceso de 1961: la construcción del Muro de Berlín.
    La muralla que dividiría a Alemania y Berlín por 28 años pasaría exactamente por la Puerta de Brandemburgo, dejándola a la merced y convirtiéndola en “tierra de nadie”.
    Por años fue el símbolo de la Guerra Fría, de la división del mundo entero, de oriente y occidente, de Estados Unidos y Rusia, de la humanidad.
    Así mismo en 1989, al ser derrumbado por fin el muro, pasó a ser el símbolo de la desintegración de la URSS, de la unión de Alemania y del planeta tierra.
    Hoy la puerta es sede de los principales eventos masivos en Berlín, como la celebración del fin de año y algunos conciertos y eventos conmemorativos. No es entonces de extrañarse que todo el tiempo se rodee de turistas y locales curiosos por conocerla.

    Y entre todos ellos, un chico joven de unos 25 se acercó a mí con su celular, hablándome en alemán y luego en inglés. Me pidió tomarle una foto frente a la puerta, a lo que rápidamente acepté.
    “Pero será una foto algo extraña”, me dijo. “¿Por qué?”, pregunté yo. “Porque es para cumplir una apuesta”.
    Luego caminó un poco hacia la puerta y dejó su bolso en el suelo. Se quitó el gorro, la chaqueta y los guantes. Y después empezó a desabotonar su camisa. Ahora sabía de qué se trataba la apuesta.
    Menos mal que no implicaba salir completamente desnudo. Solo sin su camisa. Así que no tardé mucho en tomarle la foto. Si yo me estaba congelando con tanta ropa encima, no podía imaginar lo que quitarse la camisa a -6 grados podía ser.
    Detrás de la puerta se llevaba a cabo una manifestación por un grupo de árabes que pedían la renuncia del presidente Rouhani de Irán. No sabía qué podrían lograr estando tan lejos de su país. Pero las políticas internacionales y la mayoría de las guerras se controlan desde Estados Unidos y Europa, por lo que no resulta extraño que numerosos grupos de migrantes en Alemania se manifestaran en contra del régimen islámico actual.

    Seguí mi camino en dirección oeste hasta entrar al gigantesco parque Tiergarten.
    Por supuesto, durante el invierno no podía esperar otro tipo de paisaje en un jardín que una espesa capa de nieve sobre la escasa vegetación.

    En su interior se encuentran también algunos edificios públicos, como el Reichstag. Fue la sede del parlamento durante el Segundo Imperio Alemán y de la República de Weimar, y hoy punto de reunión del Parlamento de la República Alemana.

    Nadie osaba dar un paseo matutino por aquella fría sábana blanca. Solo yo. Pero estaba en Berlín por solo tres días y tenía que aprovecharlo.

    En el medio del parque, en el cruce de las grandes avenidas que lo atraviesan, se alza la llamada Siegessäule, o Columna de la Victoria, que conmemora las victorias de Alemania en el siglo XIX.

    Para quienes hayan visitado la Ciudad de México alguna vez, seguro les recordará al Ángel de la Independencia.
    Fue en aquel enorme bosque donde vi por primera vez un río congelado. Era algo que solo había visto en las películas. Una textura impresionante que me hacía desear jamás tener que caer sobre su superficie (o peor aún, bajo ella).

    Al llegar a la columna, ya en el Berlín occidental, tomé el camino hacia el lado este, llegando a la famosa Potsdamer Platz.

    Se trata de un centro financiero, como muchos otros. La diferencia recae, nuevamente, en que fue el símbolo del Berlín occidental, y que marcaba la diferencia entre las ideologías y sistemas económicos de occidente y oriente.
    Muy cerca se encuentra una reconstrucción del Checkpoint Charlie, el más célebre de los pasos fronterizos del Muro de Berlín que hoy se muestra como una atracción turística, con todo un soldado estadounidense resguardando la caseta.

    Caminé de vuelta al río, viendo la noche caer sobre mí y la Alexanderplatz, con su torre de telecomunicación sobresaliendo entre toda la ciudad.

    Huyendo del frío y deseando otra taza de té, volví a casa de Ria para descansar y calentarme.
    El siguiente día lo dediqué a conocer un poco los alrededores del barrio donde Ria y Maik vivían.

    Me topé, claro está, con otro día nevado, pero un poco menos frío.

    Tras las iglesias góticas y los panteones cristianos se escondía un barrio residencial lleno de turcos.

    Ria me había hablado un poco sobre la gran influencia que tiene Berlín de aquellos inmigrantes. De hecho, los berlineses suelen decir que el famoso plato dürüm kebab nació en su ciudad, y no en Turquía.

    Lo cierto es que el kebab que comí en Berlín fue el más barato y rico de la historia.
    Todo ello me hacía notar en qué lugar del mundo estaba parado. Definitivamente no me sentía en Alemania. Me sentía en una especie de capital mundial. Con gente de todos colores, nacionalidades, idiomas, vestimentas…
    Y aunque entonces veía muy poca gente en la calle (a causa del frío), me habían contado que Berlín es una de las mejores ciudades para disfrutar el verano en Alemania, y por ello desearía volver en un futuro mucho más cálido.
    Pero ahora había que aprovechar el frío y la nieve. De regreso en México no podría hacerlo. Así que volví con Maik y Ria y nos reunimos con algunos de sus amigos, quienes planearon una tarde de juegos en la nieve en un parque cercano.
    Llevamos un pequeño trineo y una tabla de snowboarding. Todo lo que había deseado hacer en mi infancia ahora lo estaba haciendo. A mis 22 años.

    En el parque había una pequeña colina, donde decenas de niños con sus padres y hermanos se lanzaban por la nieve sin temor alguno.

     
    No hizo mucha falta que me enseñaran cómo usar el trineo. El principio era fácil. Sentarse y deslizarse.

    Pero debo aceptar que la primera vez tuve miedo de caer. ¿Cómo se sentiría golpearme contra la nieve? Era algo que tenía que descubrir. Una experiencia nueva como ver el mar por primera vez. 

    Luego de unos minutos mis dedos y manos estaban completamente congelados, y no sabía qué hacer para calentarlos. Ria tuvo una buena idea.
    Había llevado un termo con vino caliente para degustar. Todos nos amontonamos alrededor de su humeante sabor para ingerir un poco del calor que emanaba. Aunque no servía de mucho.

    Al caer la noche volvimos a casa y no volvimos a salir. La temperatura había descendido a casi -10 grados y estaba claro que era demasiado para alguien de la costa mexicana como yo. 
    Al siguiente día dejaría la acogedora morada berlinesa y prometería volver algún verano. Ahora cruzaría la frontera por carretera, adentrándome en la desconocida Europa del este.
  17. AlexMexico
    Aquellos tres increíbles días en Barcelona serían los últimos que pasaría en España por algún tiempo. Si bien el frío había logrado ya que cogiera una infección en la garganta y mi tos no paraba, nada me prevenía del frío al que luego encararía.   
    El lunes al mediodía tomé mi vuelo desde el aeropuerto de Barcelona-El Prat hacia la emblemática ciudad de Ámsterdam. La capital neerlandesa sería la única ciudad de aquel país que podría visitar. Y aunque mi presupuesto ya estaba más que reducido, aprovecharía al máximo mis dos días en la ciudad.
    Por suerte, mi viaje fue un tanto más confortable que los últimos que había hecho. Esta vez elegí la aerolínea Vueling, cuya reputación es mejor que la famosa Ryanair. Y al llegar al aeropuerto Schiphol de Ámsterdam todo mejoró.
    Las instalaciones de aquel aeropuerto de lujo me dejaron boquiabierto. Y bien me lo había ya dicho mi hermano. No por nada ha sido catalogado como uno de los mejores aeropuertos del mundo.
    Pero mi intención no era quedarme entre aviones y un suntuoso mobiliario. Mi nuevo host me esperaba en casa y la ciudad aguardaba por mí.
    Me dirigí al tren que conecta a Schipol con la zona metropolitana de Ámsterdam. Un precio bastante caro; pero al abordar entendí el porqué.
    Los trenes neerlandeses son de primer nivel. Y aunque por nada del mundo estaba dispuesto a pagar la primera clase, definitivamente me sentía en ella.
    Con wi-fi gratuito a bordo pude fácilmente localizar la dirección de mi anfitrión. El reto fue después llegar a ella sin ayuda de internet. Era tiempo de hacer las cosas a la forma antigua.
    En la estación de trenes de Ámsterdam tomé un tranvía que me llevó por el centro histórico de la ciudad. Ya desde antes de subir me había percatado de lo complicado que podía ser andar por la ciudad con un plano simétrico de sus calles, pero no cuadrado, sino semicircular.
    Unos minutos después de caminar llegué por fin al apartamento de Neil, un escocés nativo de Glasgow que me hospedaría por las siguientes dos noches.
    Vivía en uno de los antiguos edificios del centro histórico de Ámsterdam. Una de las tan famosas y alargadas construcciones por las que subir las rechinantes escaleras de madera era todo un reto, ubicadas en un estrecho pasillo con varios centímetros de altitud por cada escalón.
    Su apartamento era oscuro y se componía de dos piezas y un pasillo. El salón principal con una pequeña cocina y una mesa de madera que servía de comedor. La otra pieza con una cama y un closet en la esquina. Ventanas grandes y sin cortinas, desde las que todos los vecinos podían ver el interior. El baño era viejo y poseía una calefacción de gas. Todo el resto del inmueble estaba completamente vacío.
    Mi “cama” se compondría de dos cojines tirados en el frío suelo de madera.   Pero era todo lo que había. Neil era la única persona que había aceptado mi solicitud, y no podía externar ninguna queja. Así funciona Couchsurfing.
    Neil se quedaría en casa por la tarde, mientras yo decidí salir a dar un paseo por la ciudad.
    Es verdad que la mayoría de los turistas jóvenes se sienten atraídos por Ámsterdam y viajan hasta ella por su ambiente liberal, con la prostitución y la venta de drogas legalizadas. Pero ese no era mi caso (no principalmente). Ámsterdam ha sido una pequeña pero importante y bella ciudad en Europa a lo largo de los siglos y yo estaba allí para descubrir todos sus rincones.
    Y una de las cosas más cautivadoras de la ciudad es sin duda su plano urbano, trazado desde hace tres siglos.

    En aquel entonces se construyó una serie de canales de forma semicircular que atravesaban todo el centro histórico de la ciudad.
    Los Países Bajos (o Nederland en su idioma oficial) obtienen su nombre precisamente por ser tierras bajas. La cuarta parte de su territorio se encuentra al nivel del mar o por debajo del mismo.  
    Esto quiere decir que los Países Bajos, incluida Ámsterdam, han estado siempre bajo la amenaza de inundaciones, sobre todo durante el último siglo con el calentamiento global.   
    Los canales que hoy dibujan las distintas parcelas que conforman la capital son solo parte del increíble plan de ingeniería con el que Holanda batalla el cambio climático. Y el resultado ha sido simplemente mágico.

    No por nada Ámsterdam es llamada la Venecia del norte.

    Pero a diferencia de Venecia, en Ámsterdam no había un tráfico enorme de góndolas. Quizá también por el crudo frío que había al exterior, que no hacía del todo agradable un viaje en barca.   
    Pero desde que caminé por la calle Kinkerstraat, donde vivía Neil, hasta toparme con los canales del centro, mi precaución como peatón no fue precisamente ante los coches.
    Al cruzar la primera avenida casi fui atropellado. Y no por un automovilista. Sino por un ciclista.   

    Más del 50% de los vehículos en la ciudad son bicicletas. Hay más de 7 millones. En Ámsterdam, al igual que en el resto del país, el medio de transporte más usual es la bicicleta. Y podía entender por qué.
    Desde el primer momento pude notar la escasez de coches aparcados en el centro. A su vez, existía una ausencia de parkings. Y los que había parecían extremadamente caros.

    Las calles del centro de Ámsterdam están hechas para peatones y ciclistas. Eso me quedó bastante claro cuando los numerosos ciclistas me hicieron ver con sus pitidos que no debía caminar por la ciclopista, sino por la acera. Vaya falta de cultura vial que me hacía.
    Una vez entendido, seguí con mi marcha por la ciudad.
    Como bien había dicho, mi presupuesto para este viaje era ya de pocos euros. Mis vuelos y hospedaje estaban ya resueltos. Pero no podía darme tantos lujos. Y al toparme con una tienda de delicioso queso edam sabía que era uno de esos lujos al que debía resistirme.   

    Seguí los caminos acuáticos sin preocuparme del destino final. Era complicado tener un sentido de la orientación en una ciudad formada por decenas de pequeñas islas.

    En cada encantador puente me detenía para tomar una foto con el bello reflejo de sus edificios sobre el agua, sobre la que flotaban multitudes de botes.

    Y no todos eran botes destinados a paseos turísticos. En Ámsterdam existen casas flotantes.

    Esta forma de alojamiento nació durante la Segunda Guerra Mundial derivado de la escasez de vivienda. Hoy es un método un poco más barato que el alquiler o compra de un apartamento, aunque estas embarcaciones también pagan un impuesto por estacionarse, un mantenimiento periódico y un seguro. Eso sí, en caso de un cambio climático y del aumento del nivel del agua una casa flotante no sufrirá ningún daño.
    Además del queso, los ríos y las bicicletas, otra de las cosas por las que Ámsterdam es mundialmente conocida es por la fabricación de diamantes.

    Desde hace cientos de años los amantes de estas piedras preciosas vienen a la ciudad para pulir diamantes a sus más altas exigencias. Por supuesto, comprar un diamante tampoco era algo que cupiera dentro de mi presupuesto de viaje.
    Después de cruzar varios canales llegué hasta la que se puede llamar la isla central de Ámsterdam, donde se encuentran las principales construcciones del antiguo centro histórico alrededor de la Plaza Dam, la plaza central de la ciudad.
    Entre los edificios más conocidos está el Palacio Real de Ámsterdam, que cabe mencionar, es una de las cuatro residencias de la Familia Real del Reino de los Países Bajos en todo el país. Así que no, usualmente los reyes y príncipes no están viviendo allí.

    Justo al lado se yergue una enorme e imponente iglesia gótica llamada Nieuwe Kerk, o iglesia nueva.

    Los Países Bajos son bien conocidos por haber sido uno de los primeros países que toleraba la variedad de creencias religiosas, evitando así los conflictos entre católicos y protestantes.
    Estación central de Ámsterdam
    Caminé hasta la punta norte de la isla para alcanzar la Estación Central de la ciudad y comprar algo de comer. Lamentablemente en un viaje barato no se puede comer en grandes restaurantes. Y un sándwich en un fast food es a veces la opción más cómoda. Sobre todo en Europa occidental.

    Basílica de San Nicolás
    Allí mismo visité la Basílica de San Nicolás, otro pequeño símbolo de la ciudad. Y decidí volver a pie detrás de ella para recorrer otro símbolo icónico holandés. El Barrio Rojo de Ámsterdam.
    Además de evitar las guerras religiosas que han desolado desde siempre a Europa y el mundo, la tolerancia de diversidad de pensamientos en los Países Bajos ha dado pie a la apertura de mentes en cara al sexo.
    Así, para los neerlandeses las discusiones sobre la orientación sexual, la inseminación artificial, la prostitución o el aborto son cosas del pasado.

    El Barrio Rojo (o Red Light District en inglés) es precisamente una muestra de la libertad de expresión sexual que vive la ciudad desde hace décadas.
    En Ámsterdam la prostitución es completamente legal. Las prostitutas tienen los mismos derechos que el resto de los trabajadores en Países Bajos. Seguridad social, vacaciones y, por supuesto, pagan impuestos.
    El Barrio Rojo recibe su nombre por la cantidad de anuncios y letreros que se alumbran en tonos rojos, induciendo al sexo.

    Las prostitutas (vaya si eran bellas) se exhibían de forma muy natural en vitrinas y escaparates como productos a la venta, llamando a todo hombre (y hasta mujer) que caminaban frente a ellas. Tomarles fotos estaba prohibido.
    ¿El precio por sus servicios? Había que averiguarlo. Algo que todos los turistas jóvenes no dudaban en hacer. Pero no duraban mucho en salir de la tienda. Seguramente no podían darse el lujo de pagar por sexo con una chica tan bella (y encima pagar el impuesto incluido).  
    El resto del Barrio Rojo está igualmente tapizado por banderas de arco iris que anuncian un ambiente gay friendly, sea en cafés, restaurantes, cines, saunas, discotecas o clubes de sexo. En Ámsterdam hay diversión sexual para todas edades y gustos (claro, teniendo la mayoría de edad, que asciende a los 21 años).

    Volví a casa de Neil para reposar un poco. Había comenzado a llover y necesitaba refugiarme del frío.
    Neil parecía bastante desolado. Todo el tiempo fumaba marihuana en casa y escuchaba música soul. No quería salir. Eso me desconcertaba un poco.
    Poco después me contó que se había mudado a Ámsterdam desde Glasgow para cambiar su vida. Había pasado tragos muy amargos en casa, con una esposa que estaba ahora en el hospital psiquiátrico y que no quería volver a verlo. Y tenía solo 30 años.   
    Sumado a su fuerte acento escocés difícil de comprender, yo no tenía una idea de qué podía decirle. Yo estaba en Ámsterdam de vacaciones y lo que menos quería era pensar en la depresión de alguien más. Pero sabía que tan solo el hecho de hacerle compañía le haría bien. Yo era su primer couchsurfer, después de todo.   
    Pero entonces dimensioné también lo inmensamente abiertos que debemos ser al usar una red como Couchsurfing. Un día antes estaba con Eloi, quien me había llevado de fiesta gratis por Barcelona. Hoy estaba escuchando a Neil contar su triste historia mientras fumaba marihuana frente a mí.   
    Pero no dejé que las cosas salieran mal y cociné un buen estofado de pollo para amenizar un poco la noche.   
    Al siguiente día salí por la mañana hacia otro de los destinos más conocidos y visitados de la ciudad: la casa de Ana Frank.
    Pocos años antes había leído El diario de Ana Frank, uno de los testimonios más sinceros sobre la persecución de los judíos y otras minorías durante el Tercer Reich de Hitler.
    Como todo el que ya haya leído el libro sabrá, Ámsterdam fue la ciudad donde Ana Frank creció junto con su familia judía (aunque todos nacieron en Alemania). Cuando los alemanes invadieron los Países Bajos, su padre Otto logró trasladar a toda la familia al anexo secreto (como Ana Frank lo llamaría) que se alzaba en la parte trasera del edificio donde trabajaba con sus empleados.
    Los 25 meses que pasaron allí escondidos de la Gestapo junto con otra familia judía y un dentista, Ana escribió sus vivencias como una adolescente que soñaba con que acabara la guerra y poder cumplir su sueño de ser una famosa escritora cuando creciera.
    Por supuesto, nada de eso fue posible. En agosto de 1944 Ana y su familia fueron delatados por algún vecino y descubiertos por la policía alemana, quienes los deportaron a los campos de concentración donde todos, excepto Otto, murieron.
    Miep Gies, una de las personas que ayudaron a ambas familias en el anexo, encontró el diario de Ana y varias hojas sueltas donde expresó todos sus sentimientos durante su estadía. Cuando Otto volvió de la guerra, Miep le entregó el diario de su hija, mismo con el que hizo realidad el sueño de Ana.
    Hoy es uno de los libros más vendidos en la historia, siendo una lectura habitual y obligatoria en muchos países, como en Estados Unidos.
    Y para todos los que hemos leído el libro es también obligatorio visitar la Casa-Museo Ana Frank al ir a Ámsterdam.

    Hoy toda la esquina de la calle Prinsengracht con la calle Westermarkt, al lado de la iglesia de Westerkerk, se ha convertido en un moderno museo que en su primer piso aloja exposiciones interactivas y multimedia sobre la vida de Ana Frank y la ocupación nazi en los Países Bajos.

    Iglesia de Westerkek, que puede ser vista desde la casa de Ana Frank
    Al final del museo se hallan las escaleras que llevan hasta una réplica del librero que solía ocultar la entrada al anexo secreto. Y tras el librero las escaleras de madera que llevan al pequeño escondite donde vivieron hacinadas aquellas ocho personas.
    Los cuartos eran de verdad pequeños. En el baño apenas y se podía sentar. La zona más confortable parecía ser el ático, donde Ana escribió muchas de sus notas y donde se veía con Peter, de quien se cree estaba enamorada.
    Dentro del museo está prohibido tomar fotografías. Pero sin duda vale la pena poder ver con nuestros ojos algo que solo existía en nuestra imaginación, con las detalladas descripciones que Ana hizo del anexo.
    La casa, como la mayoría del centro de Ámsterdam, tiene una típica arquitectura alargada con una fachada plana y con un gancho en lo alto.

    La curiosa forma de los hogares en la ciudad se debe a los altos impuestos que debían pagar las viviendas por el ancho de su terreno ocupado. Lo que quiere decir que entre más angosta fuera la casa menos impuestos pagaría. Ahora la típica postal de Ámsterdam cobraba sentido.

    Para alegrar un poco más mi día y no pensar solo en la guerra y el holocausto en Holanda, salí de la casa y caminé a las afueras del centro histórico, rumbo a una zona de museos que se encuentra detrás del Rijksmuseum, o Museo Nacional de Ámsterdam.

    Aunque mi presupuesto tampoco alcanzaba para entrar a todos los museos, pude disfrutar de una tarde fría, pero sin lluvia, en el Museumsquartier (cerca está también el museo de Van Gogh), donde los locales se divertían en una enorme pista de hielo.
    Cuando volví a casa, para mi sorpresa, Neil estaba de humor para salir a dar una vuelta por la ciudad. Quería mostrarme un buen lugar donde podría probar un buen postre holandés. Como buen invitado acepté a su propuesta.
    Nos dirigimos hacia el Barrio Rojo nuevamente y entramos a una de las coffee shops, restaurantes donde está permitida la venta de cannabis y hachís.

    El ambiente dentro del café era tal y como me lo esperaba. La música reggae de Bob Marley sonaba en el fondo. La empleada en la barra usaba rastas y una pañoleta en el cabello. Las luces eran fluorescentes.

    Me sorprendió ver el menú y pasar mi mirada por la enorme cantidad de tipos de marihuana que tenían a la venta. Pero ahora la droga en Países Bajos estaba desmitificada para mí.
    La gente cree que todo mundo vende y consume droga en el país. Pero no es así. La venta y consumo están legalizados, pero controlados por el estado. Así, los coffee shops no pueden tener más de medio kilo de marihuana en el local, y los clientes no pueden consumir más de 5 gramos diarios.

    Yo no soy el mayor conocedor de drogas en el mundo. Y, sinceramente, son muy pocas las veces que he fumado marihuana. Así que Neil y la empleada me ayudaron a elegir el producto más suave para mí. Un muffin de chocolate con cannabis. 
    La marihuana se vende de distintas formas. Por gramo, por joint (porro) o en pastelillos. Y claro, un dulce muffin haría para mí la experiencia más agradable.   
    Decidí comerlo con tranquilidad, mientras Neil fumaba su porro sentado en la barra. No sentí nada especial. Nada fuera de lo normal. El chocolate era rico y la consistencia perfecta.
    Neil me propuso ir a casa y descansar. Asentí con la cabeza y salimos del coffee shop.
    Justo a mitad del camino cruzamos un puente por uno de los muchos canales de la ciudad. Y allí, todo comenzó a moverse.   
    Las calles, los puentes, los reflejos en el agua, los ciclistas, las casas alargadas, las luces rojas, las vitrinas, las barcas, incluso la llovizna.
    Mis ojos y mi mente comenzaron a divagar por cada pequeño detalle que se cruzaba frente a mí. Era oficial. Estaba drogado en Ámsterdam.
    El cliché más célebre de la ciudad estaba recorriendo mi cuerpo. Neil me llevó a casa, donde vimos una rutina de comedia de un buen actor escocés en su ordenador. No hace falta decir que para ese entonces todo me daba risa.  
    La sensación de aquel muffin fue algo distinto a lo que había probado. Pero era una experiencia y nada más.
    Al siguiente día tomaría un vuelo de vuelta a Alemania, donde un crudo invierno y otro tipo de experiencias me esperaban.
    Pueden ver todas las fotos en el álbum dela derecha
  18. AlexMexico
    El fin de una larga estadía fuera de casa es siempre un momento triste. No importa dónde estemos, las despedidas nunca son fáciles para nadie. Y tampoco para mí.
    Para mediados de enero había pasado ya cinco meses en España, y prácticamente cuatro meses viviendo en Santiago de Compostela, una ciudad que me había dado mucha lluvia y nuevos amigos.
    Mi vuelo de vuelta a México estaba programado para el 12 de febrero, lo que quería decir que al terminar mis exámenes me quedaban todavía más de veinte días libres en Europa.
    Era invierno, un frío invierno, y mi presupuesto se había reducido a pocos pesos en mi cuenta bancaria. Por lo que en un principio mis planes no iban mucho más allá de quedarme en la ciudad o esperar mi partida en Madrid. Pero en el mes de diciembre recibí mi mejor regalo de Navidad.
    Mi universidad me envió un correo notificándome de un último depósito antes del día 20. Había hecho todo lo posible por dejar mi apartamento antes y no generar más gastos hasta antes de regresar. Pero ese último depósito salvó mis últimas vacaciones.
    Sin dudarlo mucho tiempo me dirigí a la mejor página web de viajes que había conocido en Europa, www.drungli.com (aunque debo decir que funcionaba mucho mejor hace tres años que el día de hoy).
    Su secreto era buscar el vuelo más barato con un origen y una fecha específica, sin importar el destino y la clase de aerolínea. Con un botón que decía “take me anywhere”, drungli me dirigió a todas las aerolíneas lowcost de Europa para armar mi próximo viaje de manera aleatoria.
    Y habiendo gastado menos de 250 euros visitaría nueve ciudades a lo largo del continente, desde la costa española hasta la fría Europa del este. Y mi primer destino era Barcelona.
    Al abordar el avión en el aeropuerto de Santiago intenté no pensar en lo que dejaba atrás y, más bien, pensar en lo que venía por delante.  No quería llegar a Barcelona empapado en lágrimas pensando en los inolvidables meses que viví como un estudiante en Galicia. “Todavía no termina”, me dije. Y miré los increíbles viajes que me esperaban.
    Como siempre, mi viaje fue planeado en su totalidad con transportes baratos y Couchsurfing, la mejor red de huéspedes de la que me he valido hasta ahora.
    Llegué cerca del mediodía al aeropuerto de Barcelona-El Prat, donde mi nuevo host, Eloi, me recogió en su coche.
    Aunque estábamos a mitad de enero, el día era bastante soleado y me hacía olvidar un poco al triste, gris y nublado cielo de Galicia. Eloi me recibió con una gran sonrisa y eso me hizo olvidar un poco la melancolía que recorría mi mente.
    No obstante, me sorprendí de la bondad que se podía encontrar en Couchsurfing cuando me enteré de que él había pedido el fin de semana libre para poder pasar conmigo algún tiempo, y que había rentado el coche en una comunidad de car sharing solo para poder recogerme en el aeropuerto.
    “No era necesaria tanta bondad”, le dije. “Eres mi primer couchsurfer y quiero ser el mejor anfitrión”, respondió.
    Sin nada más que decir que un sincero “gracias”, me llevó hasta su estudio-apartamento ubicado en el céntrico barrio de Gracia.
    Nacido y criado en Barcelona, Eloi conocía a la perfección la ciudad como para poder mostrarme lo mejor en aquel fin de semana. Y aprovechando el sol del mediodía salimos a recorrer un poco la ciudad, no sin antes parar a comer unos buenos pinchos españoles, que incluían tortilla de patatas, croquetas y un quiche bastante francés.
    La historia de Cataluña, y especialmente de Barcelona, me había llevado hasta allí con un sinfín de dudas.
    Había visto la reacción de los madrileños al perder las elecciones para los Juegos Olímpicos del 2020, mismos que Barcelona ya ha tenido en 1992 y que es una más de sus eternas rivalidades. Había leído mucho sobre la intención de Cataluña de separarse de España. Había escuchado ya a dos catalanes hablando catalán. En fin, Barcelona parecía ser una ciudad única que podría hacerme sentir fuera de España estando dentro de España… y no estaba tan equivocado.
    Nuestro tour comenzó en el emblemático Paseo de Gracia, una de las principales avenidas de la ciudad que cruza el distrito central de Ensanche. Es una especie de Campos Elíseos de Barcelona.
    No son solo las tiendas a sus costados lo que la hacen tan famosa, sino los numerosos y curiosos edificios que dotan de identidad a la ciudad.
    No se puede hablar de Barcelona sin mencionar a Antoni Gaudí, uno de los arquitectos más famosos en la historia. Y para quien no lo conozca, basta solo googlear su nombre y echar un vistazo a sus inigualables creaciones.
    Antoni Gaudí fue conocido por su incomparable manera de diseñar edificios, a veces recurriendo a la maquetación sin un plano previo, o improvisando ideas a la marcha ya en la etapa de construcción.
    Su imaginación lo llevó a límites extremos en su época (finales del siglo XIX y principios del XX), esquivando las formas geométricas y dejándose inspirar por la naturaleza, lo que finalizó en el nacimiento del modernismo catalán y en edificios de formas totalmente orgánicas.
    Uno de los mejores ejemplos es la Casa Batlló, número 43 del Paseo de Gracia, cuyo primer dueño fue precisamente la adinerada familia Batlló.

    Su fachada no era algo que pudiera comparar con ningún imaginario previo. Su alocado diseño era simplemente algo que no creía posible a principios del siglo pasado.
    Columnas parecidas a huesos humanos, balcones en forma de antifaz, ventanas de colores y paredes decoradas con restos de mosaicos y azulejos que formaban un conjunto vívido y primaveral, adornado en su parte superior por una cruz de cuatro brazos que denota el amor que Gaudí poseía por la religión católica.

    Para mí era algo así como una casa sacada de un cuento de hadas. Pero allí no acababa lo mejor.
    A lo largo de la avenida Eloi me mostró varias de las obras más importantes de la arquitectura modernista catalana, que incluían obras de maestros un poco menos conocidos a nivel mundial, como Lluis Domènech y su maravillosa Casa Lleó Morera.

    Otro gran arquitecto fue Josep Puig, creador de la Casa Amatller, un edificio con una fachada plana de forma triangular que mezcla el gótico, el flamenco y el increíble modernismo que da como resultado una casa de ensueño donde cualquiera quisiera vivir.

    Al final del paseo llegamos a una enorme plaza desde donde comenzaba otra famosa avenida llamada Las Ramblas, famosa por estar orillada por restaurantes, cafés, comerciantes de prensa, flores, aves, artistas callejeros y un sinfín de atracciones que la hacen lucir llena a todas horas de la tarde.

    En el extremo sur llegamos al Puerto Antiguo de Barcelona, repleto de pequeñas embarcaciones y yates privados y cuna de la ciudad fundada hace cientos de años.

    A su alrededor hay numerosas atracciones, como un centro comercial, un acuario, un lujoso hotel y el moderno World Trade Center, dotando a Barcelona de instalaciones de talla mundial.

    El puerto antiguo es un lugar perfecto para relajarse dentro de una zona metropolitana de más de cinco millones de habitantes.

    Volvimos a pie por la ciudad antigua serpenteando el llamado Barrio Gótico, el vecindario más antiguo de la urbe que forma el centro histórico actual.

    Eloi me mostró los edificios más emblemáticos de la antigua Barcelona, como el Palacio de Gobierno de Cataluña y la Catedral de la ciudad.

    Catedral de Barcelona
    Todos aquellos edificios se ubican sobre las antiguas ruinas de lo que fue un asentamiento romano que hoy testifica el cambio de la humanidad a través de los siglos.
    Volvimos a casa para descansar, mientras yo sentía un ligero ardor en la garganta. “Es el frío”, me dije. Algo normal que intenté ignorar y esperé que mejorara mientras dormía.
    El sábado por la mañana Eloi me dejaría a mi suerte. Él tenía cosas que hacer y decidimos vernos al final de la tarde.
    No muy lejos de Gracia caminé hacia el monumento más emblemático del arquitecto Antoni Gaudí y que se ha convertido en el ícono de Barcelona por excelencia: la Sagrada Familia.
    Con el título oficial de la Iglesia católica de Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, su belleza no solo radica en su fachada exterior, sino en la cantidad de enigmas que envuelven su construcción.
    Antoni Gaudí inició su construcción en el año 1882 y en sus planos hizo toda una síntesis de la arquitectura naturalista y de su estilo personal, siendo la obra cúspide del arquitecto.
    Pero Gaudí murió y solo fue testigo físico de la cripta y del ábside, dejando los planos listos para la continuación de su construcción. Pero descifrar los planos de un arquitecto como él no es una tarea fácil.
    El templo no ha sido terminado y se sigue construyendo con donaciones de origen privado, lo que quiere decir que su construcción ha durado más de 130 años.
    Es por ello que la expectativa de visitar la Sagrada Familia se rompió cuando la vi rodeada de grúas y cubierta por mallas de contención. Sin embargo, estudiar sus fachadas exteriores es todo un viaje a la extraña mente de Gaudí.

    Los detalles ornamentales del llamado Pórtico de la Fe posee un gran número de esculturas que representan la vida de la Virgen María. Y verlas de pies a cabeza significa perderse por un instante en un mundo imaginario que solo Gaudí pudo concebir.

    Las formas orgánicas inspiradas en la naturaleza son también evidentes en todo el edificio, dejando el legado de Gaudí para la posteridad de la ciudad.
    Más al sur llegué a la Plaza Monumental de Toros de Barcelona, que hoy sirve para realizar eventos musicales y deportivos. Pero es otro testimonio de una tradición española que sobrevive ya en pocos lugares del país, debido al cambio de mentalidad de las nuevas generaciones y a las leyes de protección animal.

    Un detalle interesante que noté al caminar por las calles de la ciudad fue la cantidad de banderas catalanas que vi colgadas en los balcones de los apartamentos. Por supuesto, entendí su significado como símbolo de la lucha separatista de los catalanes en España.

    Cataluña tiene una historia lejana y cercana con el resto del país, habiendo sido un principado adjunto al Reino de Aragón que poseía su propia lengua y una cierta independencia cultural y económica diferente a la castellana, corona misma que logró incorporar a Cataluña dentro del Reino Español.
    El idioma catalán ha sufrido a lo largo de los siglos. Ha estado a punto de perderse en muchas ocasiones, siendo la más reciente la dictadura de Franco, donde fue estrictamente prohibido.

    Hoy Cataluña lucha por regresarse a sí misma lo que intentó serle arrebatado; pero muchos quieren más que eso. Quieren que Cataluña sea un país soberano reconocido por España y por el mundo.

    Caminé hacia el sur por la calle Carrer de la Marina que me llevó justo hasta la costa donde se estableció la Villa Olímpica en 1992.

    Aunque era pleno invierno y la temperatura no era precisamente la más cálida, las playas de Barcelona me dieron esa brisa mediterránea que necesitaba para continuar los siguientes días en el resto de la fría Europa.

    Habiendo vivido toda mi vida en la costa este de México la playa será algo que siempre me hará falta, esté donde esté.

    El litoral barcelonés cuenta con nueve playas de alto nivel con todo el equipamiento necesario para dar a los turistas y locales la mejor de sus estadías.
    El arte en Barcelona es algo común de encontrar en cada rincón de la metrópoli, y la playa no puede quedarse detrás.

    Tras relajarme unos instantes frente al mar volví a girar al norte rumbo al Parque de la Ciudadela, que aloja al parlamento catalán, algunos museos y al célebre Arco del Triunfo de Barcelona, que recuerda al mundo la importancia de la ciudad que alojó dos veces una Exposición Universal en 1888 y en 1929.

    Al caer el ocaso me reuní con Eloi y sus amigos en un bar local para probar algunas cervezas.

    Eloi resultó ser un VJ profesional. Sí, VJ. Un Video Jockey. Se encargaba de todos los efectos de video para algunos de los mejores clubes nocturnos de la ciudad.
    Y como buen sábado en la noche no quiso dejarme ir sin conocer la famosa vida nocturna de Barcelona. Así que volvimos a casa para cambiarnos de ropa y fuimos junto con una de sus amigas a uno de los clubes donde él trabajaba.
    Para ese entonces mi garganta estaba casi cerrada. Había comprado algunas pastillas para chupar. Pero el ardor era cada vez más intenso. Y tristemente decidí no beber nada frío para evitar empeorarla.
    Le entrada de la discoteca estaba repleta, como de costumbre. Pero Eloi conocía a todos, y como los más privilegiados tuvimos una entrada gratis y exclusiva antes que los demás. Era entonces que me daba cuenta de la suerte que Couchsurfing me podía brindar.
    La discoteca era enorme, con varias salas de música electrónica. Algunas más lounge, algunas más chill out. Y la más grande, por supuesto, con la mejor música tecno house del momento.
    Me sentía decepcionado por estar en una de las mejores discotecas de Barcelona con entrada gratis sintiéndome no del todo bien por mi garganta. Pero decidí ignorarlo.
    Eloi y su amiga me ofrecieron algunos tragos sin mucho hielo, a lo que accedí para integrarme un poco al ambiente. Estaba en una noche de sábado en Barcelona con dos chicos muy agradables y debía tratar de disfrutarlo.
    La noche de fiesta terminó para nosotros muy cerca de las 6 a.m., cuando volvimos los tres al apartamento para dormir, ya derrotados.
    A la siguiente mañana la lucha por despertar fue bastante ardua. Eloi tenía dolor de cabeza y yo no soportaba el dolor en mi garganta.
    Pero comimos algo para reponernos y salimos un poco para aprovechar el día antes de que el sol se ocultase. Era mi último día en la ciudad y no podía irme sin conocer otra de las joyas de Gaudí: el Parque Güell.
    En 1900 el empresario Eusebi Güell encargó al ya famoso Gaudí una villa alejada del ruido de la ciudad para familias adineradas, rodeadas por la belleza natural de la zona.
    El resultado fue este parque surrealista que hoy está abierto como un sitio público para los barceloneses y turistas.

    Es otra de las muestras del amor de Gaudí por la arquitectura orgánica y naturalista que comenzó a practicar a principios del siglo XX.

    La entrada al parque está marcada por un par de pabellones que parecen dos pequeñas casas de jengibre donde vive algún personaje de un cuento de hadas, coronadas por techos de mosaicos y una colorida cruz católica en lo alto.

    Tras ella subimos por una escalera donde se hallan dos fuentes y una escultura que se ha convertido en el símbolo del parque. El llamado Dragón de la Escalinata, o Dragón de Gaudí. Aunque más bien simula ser una salamandra.

    Todas esas pequeñas y particulares esculturas denotan el perfeccionismo de la técnica trencadís, que él mismo creó, donde juntaba pequeños restos de mosaicos de distintos colores para tapizar una figura.
    En lo alto de la escalinata llegamos a lo que parecía ser una imitación de un antiguo templo griego, con columnas estriadas que parecen ser de mármol, aunque no lo son.

    Dichas columnas sirven para sostener la explanada principal del parque, donde ya se acumulaban algunos charcos de agua que avisaban una lluviosa noche en Barcelona.

    La explanada está completamente delimitada por un banco ondulante decorado de la misma manera que el pequeño dragón y que simula la forma de las olas en la costa, que podía verse a lo lejos hacia el sur.

    Con Eloi y su amiga comiendo un bocadillo
    La situación geográfica del parque es la mejor manera de alejarse del bullicio y de tener una vista panorámica de la capital catalana.

    Tras una agradable caminata por sus pórticos y de un buen bocadillo español volvimos al coche para manejar al sur.

    Eloi quiso terminar mi visita con el antiguo Castillo de Montjuic, una fortaleza en ubicada en una de las colinas de la ciudad.

    Por desgracias la noche ya había caído, y el acceso estaba ya cerrado. Era el precio por haber tenido una gran noche de fiesta y de haberse levantado tarde… pero todo había valido la pena.
    Regresamos a casa y despedimos a su amiga, quien partió esa misma noche a un pueblo cerca de la ciudad. Al siguiente día sería yo quien se despediría de Eloi, dándole las gracias por haber sido un grandioso host y por haberme regalado tres increíbles días en Barcelona. Sin duda, había cumplido su objetivo de ser un excelente anfitrión.
    Tomé el metro hacia el aeropuerto para coger mi vuelo al próximo destino que drungli había elegido para mí: Ámsterdam.
  19. AlexMexico
    Hacía apenas ocho días que había comenzado el año y yo despertaba bajo una litera en un hostal de bajo costo en la antigua ciudad de Granada.
    En la cama de al lado dormía Agustín, el argentino que me había hospedado en Madrid y con el que por azar había terminado haciendo un viaje por Andalucía. Y más allá de su risueña personalidad, era su experiencia como hitchhiker lo que me hacía depender de él para seguir con mi aventura.
    Aquella mañana me desperté muy temprano y levanté a Agustín para dejar el hostal. Cogimos nuestras mochilas y ni siquiera nos despedimos de Nacho y Keiran, el argentino y neozelandés con los que habíamos recorrido la ciudad el día anterior, a quienes no quisimos despertar de su profundo sueño.
    Agustín llevaba lista la información que había encontrado en hitchwiki.org, la página web que fungía como una de las mejores guías de hitchhikers en el mundo. Debido a nuestro corto presupuesto y nuestro tiempo libre, viajar de aventón seguía siendo la mejor opción.
    Así, tomamos un bus en la Gran Vía de Granada y descendimos en la última parada, muy cerca de la intersección con la carretera nacional A-92. Nuestro objetivo era llegar a Sevilla, a 250 km al oeste.
    De entrada, sabíamos ya muy bien que hacer dedo en España estaba prohibido. “Distraen a los conductores” nos dijeron los policías la vez pasada. Así que debíamos encontrar un sitio discreto y funcional.
    Una tienda de autoservicio con una estación de gas cerca de una zona industrial fue la elección tras la cual no tendríamos que caminar mucho y perder más tiempo, como nos pasó en Madrid.
    Al menos eran apenas las 8:30 am y empezamos casi cuatro horas más temprano que nuestra vez anterior al sur de la capital española. Esperábamos tener más suerte y ser levantados lo más pronto posible. No queríamos esperar más de una hora.
    Cuando empezaba a desesperarme un poco la meta se cumplió, y un coche se estacionó. El conductor era un señor de unos 45 años que usaba una gorra blanca y lentes oscuros. Quizá no era la persona que denotaba más confianza en el mundo, pero aceptamos el ride.
    Esta vez no habíamos usado aún nuestro letrero, esperando que nos pudieran llevar lo más cerca de Sevilla. Y así sería.
    Dijimos al hombre que queríamos llegar hasta Sevilla, pero que cualquier lugar en la carretera A-92 nos sería bastante útil. A ello nos propuso dejarnos unos 50 km más adelante, pues después se desviaría a su pueblo.
    La travesía comenzó. Agustín se sentó adelante y yo en el asiento trasero. El clima era bastante bueno, con un cielo despejado y un quemante sol. Pero se sentía algo de frío y el viento entrando por las ventanas bajaba la temperatura al interior.
    El hombre manejaba bastante rápido. No dudé ni un minuto en usar el cinturón. Su forma de hablar era extremadamente rápida. Y si a ello sumamos su fuerte acento granadino una plática con él era un reto imposible.
    Antes de que Agustín y yo pudiésemos decir una sola palabra, él comenzó a contar su historia como candidato a un puesto popular en Granada. Nos contó sobre su campaña, sobre las relaciones políticas, sobre sus viajes y sobre ‘sus chicas’. Sí, sus chicas.
    Agustín volteó a verme con una cara de intriga. Yo tenía la misma expresión. Sabíamos que debíamos seguirle la corriente. Pero era difícil de creer que un hombre como él pudiera haber hecho las ‘cosas’ que nos dijo con tantas bellas mujeres. Realmente no queríamos escuchar más.
    Antes de que pudiésemos cambiar el tema llegamos a una bifurcación en la que dobló rápidamente y descendió por un pequeño pueblo. Agustín y yo preguntamos si podíamos quedarnos en la carretera. “Aquí será mejor”, nos dijo. “Pasan muchos camioneros y gente que los puede recoger”.
    Queríamos que parara lo más pronto posible; pero nos llevó hasta la calle principal de aquel poblado. No tuvimos opción.
    Bajamos del auto y le dimos las gracias, a lo que él contestó con un simple “¡suerte!”.
    Rápidamente abrí Google Maps para saber nuestra ubicación exacta. Por suerte, el hombre no había mentido, y estábamos en el camino hacia Sevilla, en un pueblo llamado Loja. Pero estar dentro de aquella villa no nos servía de mucho. No era verdad que pasaban camiones. De hecho, casi ningún coche transitaba.
    Según mi mapa, debíamos caminar hacia la salida del pueblo nuevamente para alcanzar la carretera A-92. En vista de la pendiente por la que bajamos en el auto decidimos probar por el otro lado. Así que empezamos a andar con nuestras mochilas al hombro.
    Intentamos parar a los coches que pasaban, pero ninguno se detenía. Teníamos algunas frutas y cereales en las bolsas que decidimos comer para tener fuerzas.

    Las calles del pueblo comenzaron a inclinarse, y de pronto nos vimos en una dura cuesta que parecía cada vez más lejos de una verdadera autopista.

    Pueblo de Loja
    Seguramente muchos habitantes se preguntaban qué hacían dos chicos como nosotros perdidos en aquel remoto sitio. Nosotros tampoco lo sabíamos.
    La tranquilidad y lejanía lo hacían lucir desde algunos puntos como un pueblo fantasma, del que no queríamos más que salir.

    Después de casi cuarenta minutos a pie, por fin encontramos una salida a la carretera, donde los coches pasaban a toda velocidad.
    Aquella zona era bastante estrecha y no teníamos mucho sitio donde pararnos para hacer dedo. Así que nos mantuvimos detrás de las vallas metálicas levantando el brazo a todo conductor.
    En menos de dos minutos un chico joven se detuvo y nos dijo: “¡suban rápido!”. “No pueden pedir aventón aquí, ¿lo sabían?”. “Sí”, contestamos.
    Claro que lo sabíamos, pero no teníamos muchas opciones. Aquel hombre nos había dejado en medio de ese pueblo y era nuestra única salida.
    El chico condujo unos cuantos kilómetros adelante y nos dejó en una zona mucho más tranquila, con menos tráfico y más espacio a los lados. Él no iba hacia Sevilla, así que nos dejó a nuestra suerte, de vuelta en la A-92.
    Dimos las gracias y nos preparamos nuevamente para comenzar. Habíamos avanzado 50 km en casi tres horas; pero aún era temprano y podíamos alcanzar nuestro objetivo.
    Con nuestra mejor sonrisa y entusiasmo volvimos a convertirnos en los locos de la carretera, deseando no toparnos con un policía.
    Pero esta vez todo parecía diferente. Casi no pasaban coches y no escuchábamos un solo ruido a kilómetros de distancia. Eso nos asustaba un poco. ¿Sería posible conseguir un ride en esas condiciones?
    Seguimos intentando con cada escaso coche que pasaba frente a nosotros. Era extraño que siguiendo en la A-92 el tráfico hubiese disminuido tan de repente. Quizá todos habían virado hacia los pueblos granadinos.
    Otra vez mi cabeza empezó a doler. Ahora solo dependía de mi botella de agua y mi comida embolsada. En ese sitio no había un Burger King, una tienda, un baño… no había nada.

    Esperando un ride en la A-92
    Agustín nunca perdió el entusiasmo. Estaba ya acostumbrado y solo se reía de mí, a lo que yo replicaba enojado: “¡¿por qué nadie nos recoge?!”. Pero no era obligación de nadie. Era mi culpa estar allí parado en medio de la nada. Así que no tenía derecho a enojarme. Ni con los conductores, ni con Agus ni con nadie. Solo conmigo.
    Tras una hora y media de espera un auto se detuvo unos metros más adelante. Ambos cogimos las mochilas y corrimos hacia él.
    Del coche bajaron dos altos, rubios y musculosos hombres, que pronto nos dijeron con un extraño acento: “vamos a Córdoba, ¿les sirve?”.
    Agus y yo nos miramos y asentamos con la cabeza. Deseábamos mucho llegar a Sevilla; pero habíamos esperado ya mucho tiempo en la autopista, y no pensábamos aguardar hasta que cayera la noche. “Córdoba está bien” dijimos con resignación.
    Los hombres abrieron la cajuela para meter nuestras mochilas, no sin antes preguntar: “¿no tienen drogas?”. Contestamos con un rotundo “no”. “¿Seguros?”, insistieron. “No usamos drogas”, replicamos tranquilamente.
    Entramos todos al coche y Agus y yo nos miramos nuevamente. Parecía que todas las personas que nos recogían resultaban ser algo extrañas. “¿Seguros que no tienen drogas?”, volvieron a preguntar. “Porque si tienen drogas van a arrestar al conductor y no a ustedes”.
    Esta vez reímos de una manera incómoda, pero seguimos firmes antes la verdad. No teníamos drogas. 
    Los dos hombres resultaron ser de nacionalidad rumana y formaban parte del ejército. Ahora todo tenía sentido.
    En unos cuantos minutos ambos empezaron a hablar en rumano, y Agus y yo no sabíamos qué pensar. Confiamos ciegamente en ellos como lo habíamos hecho con el resto de las personas. Cuando uno viaja a veces no hay otra opción que ser optimista y creer que “los buenos somos más”.
    Mi dolor de cabeza no había desaparecido aún, y cuando entramos de lleno a la carretera no pude evitar recostarme sobre el asiento y dormir. Agustín intentó mantenerme despierto, pero no funcionó, y como muy mal compañero de viaje lo dejé hablando solo con los extraños rumanos.
    Un zarandeo en mi hombro me despertó una hora después para saber que habíamos ya llegado a Córdoba.
    Bajamos del auto y dimos las gracias otra vez, agradeciendo no haber sido víctimas de un par de rumanos asesinos, como quizá lo habíamos imaginado muy dentro de nosotros.
    Aunque no había eliminado el viaje a Córdoba que había publicado en Couchsurfing dos días antes, ninguna persona nos había invitado o había aceptado nuestra solicitud de alojo, lo que quería decir que, nuevamente, debíamos buscar un hostal para dormir.
    Caminamos hacia el centro de la ciudad mientras yo buscaba un albergue barato en Hostelworld. Para nuestra sorpresa el mismo hostal en el que nos quedamos en Granada tenía una sucursal en Córdoba con el mismo precio por noche  (solo 8 euros). No dudamos en dirigirnos hacia él para dejar nuestras maletas y descansar.
    Cuando llegamos nos topamos con que Nacho, el argentino que conocimos en Granada, ahora estaba en el hostal de Córdoba. Él había sido menos aventurero que nosotros, y había pagado un Blablacar  para llegar a la ciudad.
    Hicimos nuestro check-in y subimos a la habitación, donde decidí tomar una verdadera siesta para reponerme del estrés, del cual Agustín solo se seguía riendo. “Pobre novato” debió pensar seguramente.
    Por la noche comimos juntos la cena y planeamos un poco nuestra visita a Córdoba al siguiente día.
    Aunque nuestra meta inicial fue Sevilla, la suerte nos llevó hasta una de las ciudades más importantes e históricas de Europa, de la que poco sabíamos entonces.
    En cuanto comenzamos a caminar por la Judería de la ciudad, con sus estrechas y coloridas calles, supimos el milenario mestizaje que la ciudad había vivido desde tiempos antiguos. Pero realmente antiguos.

    Córdoba fue la capital de Hispania durante la República Romana y la provincia Bética durante el Imperio. Desde entonces su brillo ha sido incandescente en toda la península y todo el continente europeo. Y ello denota la vejez de sus calles que han estado habitadas desde hace más de dos mil años. 
    Por tanto, los judíos no fueron los únicos que habitaron dentro de sus muros y que dejaron vestigios para la posteridad. Los romanos, como es costumbre a lo largo de todo su antiguo imperio, no pudieron quedarse atrás.
    Así llegamos sorprendidos a las ruinas del templo romano. Tal y como el gran acueducto romano de Segovia, este templo se dice que data del siglo I d.C. Es decir, tiene ya dos mil años en pie.

    Si bien las interpretaciones de sus increíbles construcciones de mármol y su ubicación han sido múltiples, la más aceptada es que era un templo de culto imperial. Es decir, para adorar a los emperadores divinizados.
    Más adelante llegamos a la famosa Plaza Mayor de Córdoba, una de las tantas en toda España.
    El concepto de Plaza Mayor, que muy poco se ve en Latinoamérica, nace del deseo de los Reyes Católicos de formar plazas de enorme espacio interior para poder realizar el mercado y en la cual debe estar emplazado el Ayuntamiento.

    Como es costumbre hoy en el país, la Plaza Mayor de Córdoba se ve orillada por multitud de tiendas y restaurantes que ofrecen a los turistas una típica comida española, con tapas y un café con leche.
    Además de ella, en Córdoba son muy famosos los patios interiores, que hoy son declarados Patrimonio de la Humanidad, al igual que el resto del centro histórico de la ciudad.

    Debido al clima caluroso de la ciudad, desde los romanos y los musulmanes que se establecieron aquí decidieron diseñar las casas con patios en su interior para aumentar la entrada de aire a los hogares.
    Hoy existe, incluso, un concurso de patios en el que los propietarios de las casas decoran sus patios al principio del mes de mayo para conseguir el mayor prestigio.
    Al extremo norte de la ciudad nos topamos con una de las antiguas puertas de entrada de la ciudad que formaban parte de la muralla. Hoy es solo un vestigio del esplendor de Córdoba.

    Si bien estábamos en pleno invierno, las callejuelas de la ciudad tenían mucha más vida que el resto de las frías urbes de Europa. Los célebres naranjos y las macetas decoraban cada acera y daban a Córdoba un vivaz tono veraniego.
    Justo antes de llegar al río que cruza el centro histórico nos detuvimos para admirar el Alcázar de los Reyes Cristianos, una de las joyas de la ciudad.

    El alcázar representa tres etapas de construcción. Primero fue la residencia del emperador romano; durante la invasión de los moros fungió como un alcázar andalusí; y tras la conquista de Córdoba por los reinos cristianos peninsulares pasó a ser un alcázar de defensa militar mandado a construir por el Rey Alfonso XI de Castilla.

    Esto deja entrever la importancia que ha tenido Córdoba a lo largo de la historia. Los historiadores y cronistas dicen que Córdoba fue la ciudad con mayor esplendor, influencia cultural y la más poblada durante el siglo X d.C., con más de un millón de habitantes. 
    En aquella época la tasa de alfabetización de niños y niñas era muy alta en comparación con la del resto del mundo. Su universidad y biblioteca pública eran de las más grandes y reconocidas en el continente. Las ricas mujeres francesas solían mandar a confeccionar sus elegantes vestimentas a Córdoba. La ciudad contaba con un sistema de agua con acueductos, baños púbicos y jardines.

    Los moros instalaron también una serie de molinos sobre el río Guadalquivir para poder moler el trigo con la fuerza de la corriente.
    Pero la época dorada de Córdoba no se puede entender de mejor manera que visitando su mayor monumento arquitectónico y cultural: la mezquita-catedral de Córdoba.
    No se puede entender la historia de España sin entender la mezcla de cultural que el país sufrió durante siglos. Romanos, judíos, musulmanes, reinos cristianos…
    La península casi entera estuvo ocupada por los musulmanes durante más de 700 años, quienes instauraron un Emirato independiente y posteriormente un Califato. En ambos casos, Córdoba fue su capital.
    Y a pesar de los esfuerzos por parte de los reinos católicos por expulsar todo rastro del islam de España, su influencia y vestigios serían imposibles de esquivar, habiendo dejado su cultura en la lengua castellana, el arte, la genética, la gastronomía y, por supuesto, la arquitectura.

    La antigua mezquita de la ciudad fue la más grande del mundo después de La Meca. De hecho, fu construida sobre una basílica visigoda que ya existía y funcionaba desde el siglo V. Pero tras la reconquista hispánica la diócesis católica la convirtió rápidamente en una catedral.

    Sin embargo, y para el bien de nosotros, no mandaron a destruir ninguno de sus muros, sino que adaptaron la construcción con los elementos cristianos necesarios: un campanario, un altar, un coro y una capilla mayor.
    Entré con Agustín y Nacho al llamado Patio de los Naranjos, desde donde se tiene una buena vista de la torre del campanario.

    Como ya me venía acostumbrando en España, había que pagar 8 euros para poder conocer la mezquita-catedral por dentro. 
    A mí me parecía lo más absurdo del mundo tener que pagar por ver una iglesia cristiana, y siempre me rehusé a hacerlo  (ni siquiera en la Basílica de San Pedro en el Vaticano es necesario pagar).
    Así que usamos el viejo truco: dijimos que éramos católicos y que queríamos entrar a misa.
    El vigilante en la entrada no nos creyó, y nos dijo que si queríamos tomar fotos y visitar teníamos que pagar. Replicamos diciéndole que, en verdad, queríamos entrar a misa.
    Por supuesto todos sabíamos que era mentira. Pero en “la casa de Dios” no nos podía negar la entrada.
    Esperamos unos minutos hasta que la misa iba a comenzar. Tenía muchos años que no escuchaba una misa completa. Pero mis ganas de conocer la mezquita-catedral por dentro eran mucho más fuertes.
    El coro y la capilla no eran nada de qué sorprenderse después de haber visitado tantas iglesias católicas en España. Pero alrededor del altar todo el ambiente cambiaba.

    Los arcos de medio punto y la arquitectura omeya eran para mí algo simplemente increíble. Estaba seguro de que ninguna iglesia cristiana en el mundo podía lucir así al interior de sus muros. 

    Las decoraciones musulmanas siempre me parecieron exquisitas. Quizá no tenían el mismo esplendor que los palacios nazaríes en Granada, pero sin duda denotaban el verdadero esplendor que Córdoba había vivido un milenio atrás.
    Cada pequeño muro de aquel templo espiritual representaba siglos de lucha interminable entre religiones basadas en el mismo principio. Un símbolo que hoy, en el siglo XXI, debería decirnos algo más sobre el respeto a las creencias.

    Las fachadas exteriores de la mezquita eran solo eso para nosotros: una mezquita. Si no fuera por el campanario luciendo en lo alto de su estructura, la totalidad de aquel monumento nos diría que hay cientos de musulmanes sobre el suelo orando en dirección a La Meca.

    Caminamos hacia el otro lado del río para admirar de mejor forma la catedral y cruzar otro de los símbolos de Córdoba: el puente romano. Un vestigio más que pone en evidencia la milenaria historia de una ciudad que, sin duda, me había robado el aliento.

    Aquella misma tarde contactaríamos junto con Nacho a un conductor por Blablacar para llegar a Madrid por la noche. Esta vez preferíamos pagar cinco euros y viajar cómodos que pasar horas en la carretera para terminar en un destino que no era el nuestro.
    Conocer a Agus me había dado mi primera experiencia como hitchhiker, misma que repetiría por mi cuenta un año más tarde. Ahora era tiempo de volver a la gran ciudad de Madrid y estudiar para los exámenes que me esperaban en Santiago.
  20. AlexMexico
    El frío mes de enero había llegado y las vacaciones habían terminado para la mayoría en España. Para mí también. Aunque para ser sinceros yo seguía en Madrid, sin tener una idea muy clara de qué es lo que haría hasta volver a Santiago de Compostela para hacer mis últimos exámenes semestrales a mediados del mes.
    Mi familia había regresado a México después de pasar dos semanas conmigo durante las navidades. E incapaz de pagar más noches en el hotel y en vista de los ocho días libres que me quedaban por delante, decidí usar el arma que como viajero siempre tenía guardada: Couchsurfing.
    En mi ardua búsqueda por los múltiples perfiles de couchsurfers en Madrid fue Agustín, un argentino del norte, quien aceptó mi solicitud y decidió alojarme por algunos días. Él, al igual que yo, hacía un semestre de estudios en España.
    Así que inicié el año 2014 mudando mis maletas del hotel a la casa de un desconocido. Un couchsurfer más que me llevaría a lo inesperado.
    Agustín vivía en el barrio de La Latina, al oeste de la ciudad, en un piso bastante cómodo junto con un español y una alemana. Y como yo, pasaba sus primeros días de enero relajándose en casa, pues no volvería a clases dentro de un corto tiempo.
    Pese a su considerada oferta de alojo en su casa yo no quería sentirme un parásito,  viviendo una semana entera con él sin hacer nada de interés, pues ya había visitado la mayoría de las cosas en Madrid.
    Y como mi cuenta bancaria lucía casi vacía y debía guardar la mayoría para mi viaje final (que ya había planeado) creí que sería una buena idea aventurarme a hacer algo bastante nuevo para mí: viajar haciendo hitchhiking (pidiendo rides en la carretera).
    Deseaba explorar un poco más el sur de la península, y llegar de ser posible a las ciudades andaluzas de Córdoba y Sevilla, de las que todo mundo me había hablado maravillas.
    Cuando le dije esto a Agustín en él surgió un cierto interés. Tampoco tenía muchos planes y tampoco había conocido el sur. Y cuando supe que él era un hitchhiker experimentado en su natal país, no dudé en invitarlo a unirse a mi travesía.
    En los próximos días planeamos nuestro viaje juntos, tomando en cuenta dos cosas importantes que a ambos nos faltaban: una chaqueta invernal para él y una buena mochila para mí.
    Había conseguido una mochila de backpacker en México, pero era demasiado grande para unos cuantos días de viaje. Además resultó ser de mala calidad y se habían roto los tirantes. Fue entonces que decidí invertir en una buena maleta que resistiese las peripecias de un buen viajero.
    Por 40 euros una Boomerang de 40 litros en El Corte Inglés fue la mejor promoción. Y para Agustín una casaca que una amiga suya en Madrid le prestó lo protegería del invierno andaluz, que nos habían contado podía ser bastante crudo por las noches.
    Con todo listo partimos apenas pasado el Día de Reyes y apenas comenzado el año. Ahora Agustín y la carretera eran mis guías, a quienes había entregado mi confianza plena para que me llevasen hacia el sur gastando lo menos posible.
    Nuestra aventura comenzó en Getafe, al sur de la ciudad de Madrid, lugar que habíamos leído era el mejor para coger un ride.
    Pero la carretera era demasiado amplia, había un distribuidor vial, mucho tráfico y poca esperanza de que alguien parase.  Como viejo hitchhiker, Agustín supo que debíamos movernos, y caminamos hacia una calle contigua a la autopista, un poco escondida y donde nos posamos frente a una tienda de autoservicio.
    En pocos minutos un hombre paró, y nos dijo que ese no era lugar para conseguir un aventón. Nos dejó subir al auto y nos ofreció dejarnos en la próxima gasolinera, donde podríamos conseguir algo mucho más fácil.
    Avanzamos apenas unos pocos kilómetros sobre la carretera nacional A-42, que llevaba hacia Toledo y luego hacia Andalucía. El hombre nos dejó en la estación de gas y siguió su camino. Él iba apenas un pueblo más adelante y no tenía sentido que nos llevase hasta allí.
    Así que tomamos nuestras mochilas y todo nuestro entusiasmo para levantar el dedo a cada auto que pasaba.
    Creímos que sería mejor si la gente sabía a dónde queríamos ir. Así que cogimos un pedazo de cartón y escribimos con un marcador y en letras grandes “Córdoba”. Con suerte mucha gente regresaría de sus vacaciones con dicha dirección.
    En menos de media hora apareció una patrulla. En seguida el policía que la conducía se orilló frente a nosotros y nos llamó. No había de qué preocuparse, no iríamos a la cárcel. Pero nos dijo que “hacer dedo” estaba prohibido en España. Y no se multaba a quien pedía el aventón, sino a la persona que recoge. Así que nos invitaron a caminar hacia la gasolinera y pedir individualmente de coche en coche si nos podían llevar. Pero no junto a la carretera. No donde pudiésemos distraer a los conductores.
    Eso nos decepcionó bastante y bajó nuestros ánimos hasta el suelo. ¿Cómo se supone que haríamos dedo sin estar en la carretera?
    Si no queríamos ser arrestados no teníamos más opción que acatar las órdenes del oficial.
    Desanimados, volvimos a la estación de gas y nos paramos justo en la entrada/salida, donde todos los conductores podían vernos con nuestro letrero.
    Uno tras otro pasaban y a nadie parecía causar alguna sensación nuestra rara presencia. Ahora entendía lo que era ser ignorado. Era mi primera vez haciendo dedo y estaba descubriendo el verdadero significado de “paciencia”.
    Agustín parecía estar más tranquilo. Su experiencia en viajes le había enseñado varias duras lecciones. Pero aceptó que en Argentina había sido más fácil ser recogido. Eso me preocupaba aún más. 
    Decidimos probar suerte preguntando directamente a los conductores, como nos lo había sugerido el policía. Para ello debíamos poner nuestra mejor cara, una buena sonrisa y entonces abordar a la gente. Tarea dura. Y ante la cual también fracasamos.
    Teníamos algo de comida en la maleta, pero mi hambre era voraz. Y combatiendo a todos mis males que me detenían ante gastar dinero, me dirigí hambriento al Burger King de enfrente y compré una hamburguesa de un euro. No era lo mejor, pero era barata y llenó mi estómago por un momento.
    Habían pasado más de tres horas desde que estábamos en la estación. Y más de cinco horas desde que salimos de Madrid. Nunca creí que coger un ride fuera tan difícil.
    Agustín quiso intentar con uno de los camioneros que conducía un enorme tráiler. “Normalmente ellos viajan solos y no les cae mal algo de compañía”, dijo. Tenía lógica, y no teníamos nada que perder.
    El hombre era pequeño, de un metro sesenta quizá. Moreno, barrigón, una cachucha en la cabeza, una coca cola en la mano. Era la típica imagen de un trailero.
    Cuando nos acercamos él sabía lo que buscábamos. Y desde pronto nos advirtió que solo podía llevar a uno de nosotros. “Me detienen si descubren que llevo más de un pasajero. Lo siento chavales”.
    Por un momento pensé en ofrecerme a ir con él y dejar que Agustín probase suerte con algún otro camionero. Estaba desesperado y nadie parecía estar interesado en llevarnos. No teníamos tienda de campaña y no podíamos acampar allí, ni pretendíamos pagar un hotel en la carretera si se hacía de noche.
    Pero habíamos iniciado esto juntos y así debíamos llegar a nuestro destino. Dividirnos no era una buena opción.
    El camionero nos invitó a fumar un porro detrás de unos almacenes. Estaba actuando demasiado extraño, para mí. Pero no para Agus. Él sabía cómo eran los camioneros, y sabía que había que seguirles el juego para ser llevados. Así que fuimos con él, más ninguno de los dos tocó el porro de marihuana. ‼️
    De hecho, Agustín sabía el riesgo que corríamos si cargábamos con marihuana por la carretera haciendo dedo. Sobre todo en un país como España. Por ello, él dejó toda su mercancía en casa y yo, bueno, yo no soy precisamente fan de la marihuana.
    Finalmente el camionero se fue, y no aceptó llevarnos a ambos. Y más decepcionado que antes volví a la gasolinera y me senté frente a mi mochila con el letrero en mano, que ahora decía solo “Andalucía”.
    Ante mi cara larga, cansado y aún con hambre, un hombre de unos 35 años se me acercó y me dijo: “Os he visto desde que llegué a comer al restaurante. Pensé que ya habían cogido un aventón. Yo voy a Granada, si les sirve de algo”.
    Mi cara se iluminó. A alguien le importábamos. Alguien considerado y solidario quería ayudarnos. Era lo mejor que me había pasado en mucho tiempo. Todo ello pensé en pocos segundos antes de soltar de mi boca un: “¡claro, nos sirve de mucho! ¡aceptamos!”.
    Corrí a buscar a Agus, quien aún probaba suerte con quienes ponían gasolina en sus coches. Grité: “¡deja eso, que ya tenemos ride!”.
    Nos apresuramos y alcanzamos al chico en su auto, de quien lamentablemente no recuerdo su nombre. Solo sé que estaba casado con una chica inglesa y que él, en su no lejana juventud, también había viajado a dedo por España e Inglaterra. Ahora entendía el porqué se había solidarizado con nosotros.
    Ahora nos dirigíamos a Granada. Una vez más me dirigía a la perla de Andalucía, a la antigua capital nazarí en la que dos meses antes había vivido una de mis mejores fiestas junto a mi amiga Henar y Alex. ¡Pero qué importaba! Podíamos intentar ir a Córdoba después. Al menos teníamos transporte y un destino seguro.
    Desde un día antes habíamos enviado solicitudes de Couchsurfing a varios perfiles en Córdoba. Ahora, lo primero que hice al subirme al auto, fue enviar muchas otras solicitudes a los perfiles de Granada. Con suerte alguien nos acogería aquella fría noche.
    Pasamos unas tres horas en el viaje hablando con nuestro nuevo amigo y escuchando sus viejas aventuras en Jaén e Inglaterra.
    Cuando nos preguntó si teníamos ya un lugar dónde dormir yo esperaba fervientemente que él nos ofreciese un pequeño rincón en su casa.  Pero no podíamos pedirle más. Y ahora todo dependía de los couchsurfers.
    Llegamos a Granada cerca de las 7 pm. El chico nos dejó cerca del centro de la ciudad, junto a un centro comercial. Dimos las gracias y lo vimos partir. Ahora estábamos nuevamente solos. Y sin respuesta de ningún couch, nos dispusimos a caminar y buscar algún sitio para dormir. La noche era fría y dormir en un parque no era una buena alternativa.
    Yo ya había estado en Granada y conocía las calles del centro. Aunque la vez pasada me había alojado en el apartamento del primo de Henar. Y sin otra alternativa, decidí buscar un hostal en Hostelworld y dirigirme al lugar con el precio más bajo.
    Mientras tanto, nos topamos con un mochilero en la calle principal que parecía algo perdido. Su nombre era Keiran, un neozelandés de origen iraní que estaba en España para trabajar como voluntario en una granja de la Sierra Nevada.
    Le hablé en inglés y le dije que estábamos buscando un hostal. Él respondió que debía hacer lo mismo y decidimos buscar uno juntos.
    Caminamos hacia la parte norte de la catedral, donde un hostal ofrecía una noche por 8 euros. Era un precio imposible, pero era temporada baja y era Granada, la ciudad (casi) más barata de España.
    Aceptamos sin dudar y tomamos una cama en una habitación compartida por dos noches. Así podríamos disfrutar de la ciudad sin tantas prisas.
    Agotado, pero feliz de haber logrado mi primer viaje a dedo,  invité a los chicos a comer unas tapas en uno de los mejores bares en los que había estado en la ciudad, junto a la Gran Vía, donde por 2.5 euros recibimos una cañita (cerveza), un bagel, ensalada de pasta y papas fritas.
    Al día siguiente quise mostrarles un poco de lo que bueno que tiene Granada, y de lo que yo había podido disfrutar dos meses atrás.
    En el hostal conocimos a otros dos argentinos. Uno de ellos era Nacho, quien también había estudiado un semestre en Madrid y ahora estaba de vacaciones.
    Los cinco entonces decidimos dar un paseo por la ciudad, comenzando por la imponente catedral, donde están las reliquias de los Reyes católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.

    A sus pies me abordó una gitana, quien no dudó en tomarme de la mano y empezar a “leer mi futuro”, sin que yo se lo hubiese pedido.
    La mujer habló tan rápido que pocas fueron las palabras que entendí. Pero al final pude entender perfectamente su mensaje: “algunos euros para ayudarme”.
    No tenía casi dinero. Tenía que comer y sobrevivir unos días más antes de llegar a Santiago. Así que le dije sutilmente que no.
    Después de ello su semblante cambió. Su rostro lucía enojado y comenzó a hablar en un idioma extraño. Yo me alejé rápidamente, un poco atemorizado, para ser honesto. Ahora veía por qué la mayoría de la gente huía de ellos.
    En vista de que ninguno de los argentinos ni Keiran quería pagar la entrada a la Alhambra, la mejor atracción de Granada, decidí llevarlos al Albaicín para recorrer sus callejuelas de estilo árabe hasta llegar a las antiguas casas de los gitanos en el Sacromonte.
    En una de ellas pudimos entrar para admirar las pinturas de uno de los artistas que vivió allí hace varios años. Y aprovechamos su patio exterior para tomar un descanso y para que los argentinos me enseñasen el arte del mate.
    Como buenos argentinos, los tres cargaban su mate con hierba y un termo con agua caliente para beberlo cuando les diese la gana. Y el mejor momento era allí, sentados en círculo en el maravilloso barrio gitano de Granada.
    Después los llevé hasta el mirador del Sacromonte, donde tuvimos una vista espectacular de la Alhambra con la Sierra Nevada a sus espaldas.
    Es increíble cómo Granada, a tan solo unos kilómetros de la playa, es el único lugar en España del sur donde se puede hacer esquí en el invierno.

    Y para completar aún más la postal, un par de músicos tocaban y cantaban flamenco sentados frente al imponente palacio nazarí, a quienes no dudé en comprarles uno de sus CDs. 
    Sin duda, volver a Granada era algo que no me molestaba en lo más absoluto. Y fue el momento para aceptar que Granada es mi ciudad favorita en España. Una ciudad a la que podría volver a cada instante.
    Bajamos del Sacromonte y el grupo se separó. Algunos volvieron al hostal y Agustín y yo seguimos caminando por el Albaicín, conociendo sus hermosas casas por dentro y por fuera.
    Terminamos nuestro tour en el Callejón de los Tristes, al pie de la Alhambra, de donde volvimos al hostal a comer y descansar un poco para el próximo día, en que nos aventuraríamos nuevamente para coger un ride, esta vez más al oeste, hasta la ciudad de Sevilla.

  21. AlexMexico
    Diciembre había recibido a las ciudades españolas con mucha lluvia, para infortunio de muchos, incluido yo. Aunque mi Navidad se había adelantado por varios días en Alemania, con sus hermosos mercados navideños, vasos de vino caliente, salchichas bratwrust y deliciosos chocolates, comenzando mis vacaciones escolares partiría a Madrid para encontrarme con mi familia, quienes habían viajado desde México para visitarme.
    Luego de un largo tramo desde Galicia en Blablacar (dejo el enlace para quienes no conozcan la famosa comunidad de covoiturage) mis ansias por estar en Madrid no eran tantas en esta ocasión. No porque no me gustara la ciudad; pero después de un verano en ella, un lluvioso invierno no es muy apetecible. ?
    Pero mi familia merecía verla, y devine entonces un su guía turístico por algunos días en todo Madrid y el centro de España.
    Fue aquella Navidad cuando me reencontré con Henar y su familia, a quienes no veía desde el Día de Todos los Santos. También con Alex, con quien habíamos viajado a Granada dos meses atrás.
    Tan loables y hospitalarios como era ya costumbre, abrieron las puertas de su casa (y de su sala de visitas) para compartir con nosotros su Navidad y su enorme banquete de platillos españoles, donde había desde las típicas gambas preparadas por la madre de Henar, calamares, croquetas, mejillones y cordero hasta deliciosas tartas y helado de limón con champagne (tan necesario para la digestión). ?
    Pero entre los difusos planes familiares durante su corta estadía, había uno que parecía ser mucho más prometedor. Y así, un día después de la Navidad nos embarcaríamos en un vuelo de bajo costo hacia la Ciudad de las Luces, para pasar cuatro días en París.
    Cabe decir que planear una Navidad viajando suele ser una parte sumamente difícil, debido a los altos costos de transporte y hospedaje, sin importar dónde se esté. Por lo cual tendríamos que viajar un 26 de diciembre por la noche y regresar a Madrid un 31 de diciembre muy temprano por la mañana. No había muchas más opciones que se acomodaran a nuestros bolsillos.

    Aeropuerto de Barajas, Madrid
    De tal suerte que tomamos nuestro primer vuelo con la aerolínea lowcost Easyjet, y llegamos al aeropuerto Charles de Gaule al norte de París alrededor de las 23 horas. Aunque, para ser exactos, el aeropuerto no está en París, sino en uno de los puntos satélite de Île de France, el departamento francés donde se encuentra París. Por lo que es necesario transportarse en tren a la ciudad.

    Comprando los caros tickets de tren a París
    Gracias a mi profesora de francés en España, conocía ya un poco la mala fama de los trenes de la Réseau Express Régional o RER (tren que conecta la región de Île de France con París). Pero a pesar de sus recomendaciones de no tomarlo, era nuestra única alternativa. Era eso o pagar un costoso taxi a mitad de la noche.
    Fue así como nos recibió París, con un tren repleto de grafitis, olor a orines, colillas de cigarros en el suelo y sujetos fumando marihuana a nuestro alrededor. Tren por el que había que pagar nada menos que 9 euros.
    Tranquilizando un poco a mi madre y a mi familia con mis escasas nociones de francés que llevaba aprendiendo por cuatro meses, nos movimos por el metro como cualquier local, salvo por el montón de maletas en nuestras espaldas y nuestra reconocible pinta de extranjeros.
    Para nuestra suerte, el metro dejaba de funcionar a la 1 a.m., y nos quedamos a una estación de nuestro hotel. Así que debimos caminar por el misterioso y oscuro barrio de Saint Denis, un banlieu al norte de la zona metropolitana parisina que parecía haber sido fundada por inmigrantes. Pero dije a todos que debíamos poner a un lado nuestros estereotipos racistas, e ignorar el miedo y la intimidante mirada de los negros y árabes que fumaban en las calles vestidos al puro estilo thug francés.

    Barrio de Saint-Denis
    Menos mal que nuestro hotel parecía un paraíso entre la basura de Saint Denis (literal, basura). Pero estábamos en París (o muy cerca) en temporada navideña. Un hotel a 22 euros por noche era imposible de encontrar, y Saint Denis era nuestra opción más barata. ?
    Pero después de una bienvenida algo extraña para un sitio tan conocido, nos decidimos a disfrutar de la ciudad al más puro estilo del turista en París. Y he aquí los seis must más clichés de París:
    La torre Eiffel.

    Nuestra visita a la Ciudad de las Luces no podía pasar por alto una parada en el monumento más visitado y fotografiado de todo el mundo: la célebre Torre Eiffel.
    Monumento construido para la exposición universal de 1889 por el arquitecto Gustave Eiffel, resistió con fuerza las duras críticas y disgusto que sentían por él los parisinos, hasta convertirse en la construcción más icónica de la belle époque, de la ciudad y de toda Francia, desafiando todas las corrientes arquitectónicas conocidas hasta entonces.
    La imagen de la Torre Eiffel vista desde la ventana de cualquier construcción de París es un falso cliché construido por el cine estadounidense, que con ello lograba ubicar a los espectadores rápidamente en la ciudad sin hacer ninguna otra referencia.
    Pero a pesar de no verla desde cualquier punto, llegar a ella no es nada complicado. Basta con seguir la orilla del río Sena hacia el oeste, que atraviesa todo París, o llegar hasta la estación de metro Trocadero, uno de los mejores dos miradores.

    Torre Eiffel vista desde El Trocadero
    Estar al pie de la Torre Eiffel puede ser maravilloso o simplemente abrumador. No solo por el sentimiento que toparse con el monumento más famoso del mundo, sino también por la cantidad de gente que está allí.
    Hacer una fila para subir a su punta es una espera interminable, cosa que decidimos no hacer para no perder valioso tiempo en París. Y si tomamos en cuenta la alta temporada en la que nos encontrábamos no hace falta decir la longitud de aquella fila.
    El otro mirador es el Campo de Marte, en la parte sur de la torre. Se trata de unos vastos jardines donde miles de turistas se aglutinan para hacer un picnic, tomar fotografías con alguna pose estúpida y a donde los inmigrantes se acercan para vender souvenirs de baja calidad.

    Torre Eiffel desde el Campo de Marte
     
    Así que la mejor opción, en lo que a mí concierne, es disfrutar de la vista desde cualquier punto donde podamos estar tranquilos, no importa cuál sea este.
    Fue bajo la Torre Eiffel donde nos encontramos con mis amigos Erwan y Louise, dos franceses a quienes habíamos conocido en México seis meses antes y quienes nos darían un tour por los puntos más famosos de la ciudad, después de comer una de las mejores crepas de pollo y queso en un puesto callejero junto a la torre.
    Y fue allí, en “el punto más romántico” de la ciudad y, quizá, de todo el mundo (para muchos), donde una paloma decidió defecar sobre mi cabeza. Pero era una señal de buena suerte, dijeron algunos. Sin duda es una buena anécdota para contar en el futuro.
    La Catedral de Notre Dame de Paris.

    El río Sena es la arteria de agua que da vida a la ciudad de París. Atravesado por hermosos puentes, ladeado por jardines y mercados callejeros, lugar del suicidio del policía Javert (villano en Los Miserables). Es a sus orillas donde se encuentran las construcciones más célebres y admiradas.
    Un paseo por el río sobre uno de los botes turísticos fue la mejor opción para mis padres. Poco agotadora y una forma rápida de pasear.

    Pero el frío invierno había comenzado, y sentarse fuera para admirar mejor la ciudad no era una buena alternativa con el viento que soplaba del río.

    Vistas desde el Río Sena
    Y en medio del río Sena se encuentra el sitio donde se cree que dio comienzo la historia de París. L’île de la Cité, o “Isla de la Ciudad”, es un pequeño trozo de tierra que divide al río en dos, y sobre cuya superficie se encuentran las construcciones más viejas que dieron lugar a la fundación de París, durante la era de los galos.
    Y su construcción más simbólica es la longeva Catedral de Nuestra Señora de París (Notre Dame de Paris, en francés).

    Comenzada su construcción en 1163, representa uno de los primeros edificios y templos europeos de estilo gótico (la primera iglesia, de hecho, es la Catedral de Saint-Denis).
    No solo funge como otra de las atestadas atracciones de París, sino que cuenta la historia de un país que adoptó al catolicismo y cuya arquitectura quiso presentar los nuevos valores y monumentalidad de la Baja Edad Media, convirtiendo a París y a muchos núcleos europeos hacia una población urbanizada.

    La silueta de la catedral es conocida por sus dos torres de campanario y por las gárgolas situadas en lo alto. Pero su fama va mucho más allá de ello.
    La catedral es el lugar donde Napoleón Bonaparte se coronó a sí mismo Emperador de Francia en 1804. Es donde se beatificó a Juana de Arco. Es el ficticio hogar de Quasimodo, protagonista de la célebre obra de Victor Hugo, Notre Dame de Paris.

    Eso y muchas cosas más hicieron que fuese imposible no descender del bote para echar un vistazo más de cerca al templo.
    La buena noticia para los turistas es que la entrada es gratuita, habiendo que pagar solamente si se desea subir al campanario. La mala es, como siempre, que las filas son largas y la espera prolongada.

    Cerca de allí se podía mirar uno de los puentes repletos de candados en los que las personas “sellan” su amor en la “ciudad del amor”. Pero algunos meses después el gobierno de la ciudad retiraría muchos de esos candados, cuyo peso no era soportado ya por el puente.
     
    Museo de Louvre.
    Pensar en París es también pensar en una de las capitales culturales con mayor influencia en todo el mundo. Una ciudad capital de negocios, moda, cocina y arte.
    No es de extrañarse entonces que en su interior albergue muchos de los museos más concurridos del mundo. El más famoso de ellos, el Museo de Louvre.

    La sede del museo es el antiguo palacio real de Francia, ubicado en el margen norte del río Sena, justo en el centro de París. A partir de 1789, cuando cae la monarquía tras la revolución francesa (quienes habían ya trasladado la residencia de los reyes a Versalles), el palacio pasó a albergar el museo, que se convirtió en uno de los primeros museos públicos del mundo, donde no se discriminaba a nadie para poder entrar.

    Desde entonces ha devenido en uno de los museos más visitados del planeta, debido a lo atractivo y plural de sus colecciones, que centran la atención en el arte y la arqueología anteriores a las corrientes vanguardistas del siglo XIX.
    La multitud de reyes y familias nobles que pasaron sus vidas en los confines del palacio creó una magnífica colección de arte clásico que, tras la abolición de la monarquía, pasaron a ser bienes públicos.

    Muchas de las otras obras fueron donadas o compradas de colecciones privadas, y gracias a la financiación por parte del gobierno francés de excavaciones y campañas arqueológicas ha recaudado, así mismo, piezas y obras de todas las culturas del mundo.

    Las numerosas e inmensas salas del museo, que dan como resultado varios y agotadores kilómetros de recorrido, albergan colecciones inmensamente variadas.

    Desde las esculturas neoclásicas de mármol blanco representado a la mitología griega hasta las antiguas esculturas mesopotámicas y egipcias.

    Entre las esculturas más famosas se deben mencionar la Venus del Milo y el código de Hammurabi, uno de los primeros códigos civiles de la humanidad.

    También me sorprendió encontrar cosas tan remotas como una auténtica esfinge griega.

    En la pintura son numerosos los artistas que se exhiben en el Louvre, de renombres tan sonados que es imposible no conocerlos: Rubens, Delacroix, Leonardo Da Vinci, Tiziano, Alberto Durero, Diego Velázquez, Francisco de Goya…
    Hay pinturas que ningún visitante se quiere perder, pues debido a su fama sería casi un pecado no poder admirar la obra original. Entre ellas está La coronación de Napoleón de Jacques-Louis David, y La libertad guiando al pueblo de Delacroix.

    Pero, sin duda, la más célebre y enigmática de ellas, que ha generado múltiples leyendas, libros, películas y sagas, es La Gioconda, mejor conocida como La Mona Lisa.
    La bella técnica al óleo utilizada por Da Vinci para su creación no es, quizá, lo que convierte a esta pintura en la más visitada del mundo, sino la variedad de mitos que la rodean, la cantidad de reproducciones, la incógnita sobre la modelo en la que se inspiró el autor, la sonrisa de la mujer e, incluso, el robo que sufrió en 1911, lo que originó que hoy se resguarde tras un vidrio a prueba de balas que la cotiza como una de las obras más deseadas en toda la historia.

    Hay quienes dicen que el cuadro exhibido en el Louvre no es el original, sino solo una copia para los turistas. Sea como sea, son miles las personas que se aglutinan a diario tras sus paredes transparentes para poder tomar una fea fotografía o una tonta selfie frente a ella.
    Admirar a La Gioconda no es, sinceramente, uno de los momentos más memorables de mi vida.
    La entrada al Louvre para el público en general es de 14 euros, bastante bien invertidos diría yo. Es un museo imprescindible visitar al menos una vez en nuestra vida, aunque cabe advertir que hay que ir preparados para una larga y agotadora caminata.
     
    Los Campos Elíseos y el Arco del Triunfo.

    Justo frente al antiguo palacio del Louvre se posan los jardines de las Tullerías, antiguos jardines reales en los que hoy caminan cientos de turistas rumbo a la famosa Plaza de la Concordia, para fotografiar el obelisco y tener una vista amplia de la explanada.

    Pero la mayoría se dirige a la plaza por otra buena razón. Es el lugar donde da comienzo una de las avenidas más hermosas y conocidas del mundo: los Campos Elíseos.

    Campos Elíseos en otoño
    Originalmente planificada como una ampliación de los jardines de las Tullerías con la plantación alineada de árboles, la avenida sigue una línea recta desde la entrada del Louvre.

    Sus casi dos kilómetros de largo nos llevaron por un amplio bulevar decorado con motivos navideños, bajo los cuales se aglutinaban comerciantes que juntos formaban el mercado de Noël parisino.

    Mercado navideño
    Si bien la avenida es también famosa por las múltiples marcas de ropa reconocidas a nivel internacional, las boutiques más exclusivas no se encuentran allí, sino en las calles que interceptan los Campos Elíseos, donde pude encontrar zapatos de más de mil euros y tiendas donde tan solo el traje del portero parecía estar valuado en más de diez mil euros.

    Tan solo al abrirse la puerta podíamos sentir el aroma a exclusivos perfumes que debían costar una fortuna. No eran tiendas a las que sinceramente nos atrevíamos a entrar. ?
     
    Mi amiga Louise y su hermana nos llevaron por toda la avenida hasta su punto culminante, la Plaza Charles de Gaulle, una estrella urbana de donde nacen varias avenidas y en cuyo centro se levanta el majestuoso Arco del Triunfo de París.

    Construido en 1806 por orden de Napoleón Bonaparte, representa la victoria en la batalla de Austerlitz. En sus paredes se inscriben los nombres de los revolucionarios y de los generales franceses.

    Bajo sus 50 metros de altura ondea una llama eternamente encendida en conmemoración del soldado desconocido que luchó y murió en la Primera Guerra Mundial.

    Es posible subir para tener una vista completa de los Campos Elíseos y de todo el centro de París. Por supuesto, la fila es igual de larga, cosa que no quisimos hacer.
     
    Barrio de Monmartre y la Basílica de Sacre Coeur.

    París es una ciudad cuya mayor parte de terreno es plano. A excepción de una pequeña colina al norte, que alberga al homónimo barrio de Montmartre.
    Si bien los asentamientos humanos existen en esta colina desde antes de la Edad Media, su fama devino a partir del siglo XIX, cuando formaba una comuna a las afueras de París, a la que luego fue anexada.
    Sin embargo, su ubicación la libraba de impuestos, y ello influenció mucho en la evolución del barrio como un sitio de consumo popular, siendo sede de restaurantes, cafés y cabarets tan famosos como Le Chat Noir y Moulin Rouge, que sobreviven hasta nuestros días, y donde una entrada sencilla cuesta nada menos que 100 euros. Un poco imposible de pagar para nosotros. ?

    Monmartre es la cuna del impresionismo y de artistas vanguardistas que desde finales del siglo XIX se instalaron en el vecindario, cautivados por su aire bohemio.
    Personajes tan célebres como Pablo Picasso, Amadeo Modigliani y Vincent Van Gogh vivieron y crearon muchas de sus obras allí.
    Hoy Monmartre se ostenta como una zona comercial, hogar de miles de restaurantes y cafés turísticos que se rodean por su antiguo ambiente bohemio.

    La Place tu Tertre es un vivo ejemplo de lo que solía ser el barrio, hoy llena de pintores que ofrecen retratos a los turistas por algunos euros.

    En lo alto de la colina se yergue otro de los infinitos íconos parisinos, la Basílica del Sagrado Corazón, o Basilique de Sacre Coeur en francés.

    Subir a pie por Montmartre es una tarea ardua para algunos, incluyendo a mi madre y mi tía, quienes no están acostumbradas a las alturas y a largas caminatas. Pero todo vale la pena cuando se alcanza la cima con tal majestuoso templo.

    Fue construida en el siglo XIX en memoria de los caídos durante la guerra franco-prusiana, y hoy es otro de los monumentos más visitados de la ciudad.
    Pero su bella y blanca arquitectura no es lo mejor de la basílica, sino las increíbles vistas que se tienen desde lo alto.

    Para los más débiles o perezosos es posible tomar un funicular para subir a la basílica, aunque sinceramente recomiendo una buena caminata por Montmartre y parar en uno de sus cafés. Es algo simplemente imprescindible, y uno de los clichés parisinos que más disfruté.
     
    El palacio de Versalles.
    Hace tres siglos un rey francés llamado Luis XIV decidió trasladar la residencia real al suroeste de París, en un sitio llamado Versalles.

    Estatua de Luis XIV
    Es él quien comenzó la construcción de uno de los palacios reales más grandes, impresionantes y visitados hoy en toda Europa, el Palacio de Versalles.
    Aunque sería romántico viajar de París a Versalles en un carruaje como los antiguos reyes, nosotros tomamos nuevamente el peculiar tren RER con rumbo a Versalles. Era casi nuestro último día en París y el dinero se agotaba poco a poco. Y el RER no es el tren más barato del mundo.
    Así que seguimos, indebidamente, el consejo de mi amigo Erwan. No pagar la entrada del tren.
    Compramos solo un ticket de 9 euros para seis personas, asegurándonos de que no hubiera ningún policía cerca. Y cuando no había nadie alrededor, metimos el boleto en la máquina y la puerta se abrió. Mi tía se quedó parada para que las puertas no cerraran, y fue entonces cuando los otros cinco corrimos tras de ella.
    Poco podíamos creer lo que acabábamos de hacer, cosa que ni siquiera en México habíamos hecho. Pero era París, y era extremadamente caro.
    Así llegamos a Versalles, una pequeña y fría villa al suroeste de Île de France.
    No había casi ningún visitante aquel día por la mañana. Solo un frío y helado viento que acompañaba a las aves que sobrevolaban el pueblo.

    Versalles
    Pero habíamos tomado una mala decisión: era lunes. Y el castillo no abre sus puertas los lunes. Fue ahí donde volví a aprender la lección del novato: siempre revisar los horarios.
    De todas formas el palacio está siempre allí, y como un bien público abre las puertas de sus patios exteriores todos los días del año, a donde los escasos turistas nos acercamos a conocer.

    El gigantesco Palacio de Versalles es la viva imagen del poder de la monarquía francesa en su época de mayor esplendor, durante el reinado de Luis XIV en el siglo XVII.

    Fue causa de envidia de muchos de los reinos europeos, que no quisieron quedarse atrás y reconstruyeron muchas de sus residencias reales.
    Los distintos departamentos fueron edificados en distintas épocas, en las que Luis XIV decidió rehacer lo iniciado por su padre, Luis XIII, quien había instalado en Versalles un pequeño lugar de caza junto a un terreno pantanoso.

    Las fachadas fueron inspiradas en la arquitectura italiana, pero instauraron elementos que nacieron simplemente del espíritu monárquico francés.
    Su decoración en oro por todas las orillas del palacio realza la gloria que vivieron los reyes hasta antes de la Revolución francesa, donde se derrocó al poder absoluto y Versalles quedó, entonces, vacío.

    Una de las cosas más maravillosas se encuentra en el ala posterior del castillo, donde emergen los majestuosos jardines del palacio.

    Inspirado por los invernaderos y laberintos de los jardines ingleses, Luis XIV mandó a plantar los mejores y más bellos árboles justo detrás de la que sería su residencia a partir de 1682, formando una perfecta simetría entre una selva de piedra y una selva verde.

     
    Los jardines rodean a las múltiples y elegantes fuentes con esculturas que recuerdan a la antigua mitología griega, elogiando la cultura clásica Europa.

    A pesar de que ya había llegado el invierno y los jardines no lucían su mejor barra cromática, un paseo por sus largas avenidas fue una de las cosas más encantadoras que hice en París.

    Si bien Luis XIV fue el creador del palacio y sus terrenos actuales, otro par de reyes adhirieron su último toque a Versalles antes de que fuera tomado en 1789: los jóvenes Luis XVI y María Antonieta.
    Como últimos reyes del antiguo régimen de Francia, decidieron no dejar pasar el tiempo y dejar su huella en la residencia, sobre todo la joven austriaca María Antonieta, a quien se criticó por los enormes gastos realizados con el erario público para su propio beneficio.

    Uno de ellos es una pequeña zona en el centro de los jardines que hoy se conoce como los Aposentos de María Antonieta. Se trata de una pequeña casa y una granja alejadas del bullicio de la realeza en el palacio, donde la reina decidía descansar y disfrutar de su pronta maternidad.

    Aposento de María Antonieta
    El palacio representa mucho más que solo a la antigua realeza. En su interior se vivieron importantes acontecimientos que marcaron para siempre la historia de la actual Francia.
    Fue allí donde Luis XVI y María Antonieta vivieron sus últimos días antes de ser llevados por la fuerza a París, donde fueron encarcelados y la muchedumbre aclamó por degollarlos a ambos en el centro de la Plaza de la Concordia, explotando así la primera revolución europea y formándose uno de los primeros Estados occidentales modernos, que daría lugar a una serie de revueltas y nuevas corrientes de pensamiento en el mundo entero.

    Versalles es un sitio que debe ser visitado, por más cliché que una foto en la Galería de los Espejos o en uno de los laberintos del jardín pueda ser.
    Para los más perezosos, también se puede recorrer sus jardines sobre un pequeño tren. Pero recuerden siempre: los lunes está cerrado.
    Nuestro tour por París terminaría el último día de aquel frío año, cuya noche tuvimos que dormir en el interior del aeropuerto Charles de Gaulle para coger nuestro mañanero vuelo hacia Madrid, donde celebraríamos el fin de año en La Puerta del Sol.
    Siempre hay un precio que pagar por un viaje barato. Pero el dolor de espalda por dormir en el suelo es pasajero. Los recuerdos de cuatro días en París perdurarán por siempre.

  22. AlexMexico
    Pasada la medianoche era oficial que mi cuerpo cumplía 22 años de vida en el mundo, y no podía estar más contento de encontrarme al otro lado del mundo para celebrarlo: en la cosmopolita ciudad de Frankfurt, tomando shots de zambuca que un par de simpáticos alemanes nos invitaron en un bar. 

    Habíamos pasado dos días en la gran metrópoli y de hecho era mucho más de lo que Jacob y yo habíamos esperado. Mucho más que un montón de concreto y cristal con un hermoso skyline. Sobre todo en la hermosa y fría época en que habíamos acudido, ya que todos los diciembres Alemania se decora con sus encantadores mercados navideños.
    Mi roomie Jacob y yo habíamos vuelto por la madrugada al apartamento de Alex, quien fuera nuestro host en Frankfurt. Por la mañana él trabajaría, y nosotros dedicaríamos el día a explorar un poco más para celebrar mi cumpleaños de una manera diferente.
    Bien que Frankfurt es una ciudad grande con una gran oferta de actividades, habíamos ya visto sus principales atractivos y sus barrios más simpáticos. Así que Jacob propuso un pequeño viaje a las afueras, oferta a la que no pude negarme.
    Habíamos comprado los vuelos desde Galicia hace un mes de una manera muy aleatoria e improvisada. Y era así mismo como imaginamos que sería nuestro viaje al oeste de Alemania.
    Y siguiendo nuestros instintos en un país cuya lengua no hablábamos, nos dirigimos a la estación de tren más cercana y cogimos un boleto al primer punto del mapa que nos llamó la atención: un pequeño pueblo llamado Gelnhausen.
    ¿Qué sabíamos de él? Honestamente nada. ¿Qué esperábamos ver en él? Honestamente nada. Pero Jacob y yo, dos chicos de la costa del Golfo de México donde el invierno tiene una media de 20 grados por las noches, deseábamos desde hace muchos años conocer la nieve.
    Pasaríamos el invierno en España; pero la caída de nieve en Galicia es muy esporádica. Creíamos que Alemania era el lugar perfecto para conocer la nieve en sus mercados navideños. Pero hasta el momento ni Frankfurt ni Heidelberg nos habían regalado el honor.
    Así que cogimos un tren al este, alejado lo más posible de la contaminación y la civilización, esperando toparnos con un clima más extremo que nos dejase sentir los copos invernales en las zonas más altas.
    No hace falta mencionar que los trenes alemanes funcionan de maravilla. Son enteramente cómodos y extremadamente puntuales. Y mientras veíamos pasar villa tras villa por la ventana, ningún revisor caminaba por el pasillo del vagón.
    Comencé a pensar que no era incluso necesario tener un boleto para haber abordado. Y antes de llegar a Gelnhausen Jacob me propuso bajarnos una estación después; así conoceríamos un pueblo más por el mismo precio.
    Pero como si hubiéramos llamado a la cabina, la revisora llegó a nuestro asiento, tomó nuestro boleto y empezó a hablar en alemán. Le dijimos que sólo hablábamos inglés y español. La verdad es que sabíamos lo que quería decirnos, pero nos excusamos bajo la barrera del idioma.
    Un chico se acercó para traducirnos lo que quería decir. No fue sorpresa que nos aclarara que debimos haber descendido una estación antes. Y no nos quedó más que hacernos los occisos y pedir perdón, proponiendo bajar en la siguiente estación (justo lo que queríamos lograr).   
    De esa forma, bajamos en lo que parecía un típico pueblo rural alemán, cuyo nombre nunca supimos.

    No tenía un centro histórico. No tenía un main square, un city hall, una catedral o algo parecido. Solo casas, casas y más hermosas casas.

    No había letreros para visitantes. No había letreros para locales. No había muchos lugares más a donde se pudiera ir al descender del vagón de tren. Era el pueblo o el bosque.

    Los pocos locales en las calles nos miraban de forma extraña. ¿Cada cuánto tiempo llegaban dos turistas a aquel remoto lugar, con una cámara réflex fotografiando cada casa particular?

    Pero le dimos poca importancia. Y recorrimos la pequeña villa como si se tratase de un parque de atracciones.

    Y en vista de que el cielo parecía no ceder a la nieve, volvimos a la estación de tren para volver a nuestro primer destino, Gelnhausen.
    Justo al bajar del vagón algunos copos de nieve comenzaron a golpear nuestros abrigos. Hacía mucho frío, uno o dos grados bajo cero. Nuestros cuerpos estaban congelándose. Pero había que quitarse los guantes para sentir la verdadera nieve.
    Jacob comenzó a grabar con su móvil, relatando la experiencia de nuestra primera nevada. Pero vaya pena, los copos ni siquiera se veían en video. Y poco tiempo después la nieve dejó de caer.
    El momento no fue nada mágico; nada memorable. Ni siquiera sabía si eso había sido nieve o agua cayendo de forma muy suave. Pero no importaba ya. Estaba en un pueblo alemán y había que disfrutarlo.

    Una calle nos llevó hasta un arco de piedra que parecía una antigua torre de vigilancia, la cual daba la bienvenida a Gelnhausen.

    Como la villa anterior, esta no parecía ser nada turística, en lo absoluto. Aunque en una pequeña tienda de la avenida principal encontramos un par de postales de las que Jacob cogió una. Al menos sabíamos que estábamos en un lugar que aparecía en el mapa.

    Las calles ya habían sido adornadas con motivo de la navidad. Y aunque no encontraríamos un enorme (o pequeño) mercado navideño, los modestos adornos eran suficientes.

    El pueblo estaba lleno de pendientes que subían hacia el norte, lo que hacía más agotadora la caminata. Ahora me estaba acostumbrando a lo que significaba viajar en invierno: con mucha ropa encima (lo que es igual a muchos kilos encima) y un par de botas, el cansancio viene más rápido al cuerpo. Al menos para mí.

    Todas las casas lucían un típico estilo alemán, las llamadas Vieelbau. Es decir, casas alargadas con fachadas de colores claros, adornadas con líneas gruesas de madera, ventanas cuadradas y techos inclinados en V invertida que alojan áticos en su interior.

    La multitud de tejados subían hasta dejar ver la bella catedral, de puntiagudos campanarios y paredes de un naranja vivaz.

    En el centro de la ciudad llegamos a una explanada rodeada de casas antiguas, justo al mismo estilo de la Plaza Römer en Frankfurt. Solo que esta, por suerte, no había sido destruida ni reconstruida, pues sobrevivió a ambas guerras y a la invasión de los Aliados el siglo pasado.

    Seguimos subiendo por los estrechos callejones y escaleras para alcanzar la catedral, aunque muy próximos a ella no dejaba mucho a la vista.

    No había casi nadie andando por las calles. Parecíamos ser los únicos locos que osábamos de dar un paseo en un día tan frío.

    La diferencia entre ellos y nosotros es que nosotros no estábamos acostumbrados a rodearnos de tan hermosas viviendas renacentistas. Y no teníamos intención de perder la oportunidad.

    Más allá de las construcciones góticas y barrocas del pequeño pueblo, llegamos hasta una colina con un pequeño andador peatonal donde (sin ser ya más una sorpresa) nos topamos con otro monumento a los judíos caídos durante la II Guerra. Parecía que los nazis no habían olvidado ni el más pequeño rincón de Alemania y el Tercer Reich.

    Pero no todo era feo en la colina. Desde lo alto subimos a una antigua fortaleza en ruinas, desde donde tuvimos una vista panorámica de todo el pueblo.

    La imponente catedral dominaba el horizonte, que a pesar de una leve neblina dejaba entrever los pequeños cerros al fondo.

    Y si bien la postal merecía nuestro tiempo, el frío viento que golpeaba nuestras caras allí arriba nos despidió rápidamente para seguir nuestro camino.

    Subimos aun más alto para alcanzar el bosque, esperando encontrar un poco de nieve cayendo del cielo. Pero el invierno todavía no llegaba a su apogeo, y lo único con lo que nos topamos fue un charco de hielo regado sobre un montón de leña.
    Decidimos bajar antes de que anocheciera, sabiendo lo rápido que el sol se ocultaba en el centro de Europa durante el horario invernal.
    Para cuando la noche llegó nos encontramos con hermosas imágenes por todo el pueblo, que iluminado al estilo más navideño parecía otra cautivadora villa sacada de un cuento.

    Y mientras todos esperaban la pronta llegada de Santa Claus, Jacob y yo decidimos aprovechar la happy hour de un bar local para beber una cerveza y calentarnos un poco en su cálido interior.

    Y al iluminarse toda la plaza principal como si fuera un árbol de Navidad, Jacob quiso darme mi mejor regalo de cumpleaños: un exquisito bratwurst, que como llevo diciendo en los últimos tres relatos, es y será mi platillo alemán favorito.

    Volvimos a la estación de tren para no arribar a Frankfurt demasiado tarde, y nos despedimos del pequeño y desconocido pueblo que me había dado un peculiar pero inolvidable cumpleaños.

    Por la madrugada nos levantaríamos a las 2 am y daríamos las gracias a Alex, para después tomar el bus que nos llevaría hasta el lejano aeropuerto de Frankfurt Hann, desde donde volveríamos a Galicia a las 6:00 horas. Ahora descubría por qué los precios de Ryanair eran tan ridículamente baratos. ¿Quién querría viajar a la mitad de la nada un domingo a las 6 am? Por 16 euros, no creo que fuéramos los únicos.
  23. AlexMexico
    La ansiedad por los precios baratos en los vuelos lowcost dentro de Europa me había traído hasta el occidente de Alemania al lado de Jacob, quien fuera mi compañero de piso en España y ahora mi colega de viaje.
    Si bien cinco días podía parecer muy poco para una región tan grande, después de haber visitado la pequeña ciudad de Heidelberg estábamos listos para continuar con nuestro objetivo inicial, conocer la ciudad de Frankfurt, a donde habíamos viajado desde Galicia por solo 16 euros.  
    A 100 km al sur tomamos el autobús en la estación central de Heidelberg, en una fría y nublada noche. Sabíamos que había valido mucho la pena desviarnos un poco para sumergirnos en aquella pequeña villa alemana que nos mostró parte de su historia medieval y una navidad de cuento. Pero el tiempo corre rápido y no podíamos dejar pasar la gran metrópoli germánica.
    Eran principios de diciembre, apenas otoño, pero el horario de invierno dejaba notar el oscuro y frío ambiente del norte de Europa, donde a las 17 horas el sol se había esfumado por completo.
    Alrededor de las 7 pm llegamos a la central de autobuses, no muy lejos del centro financiero de Frankfurt. Era allí donde debíamos esperar a Alex, el couchsurfer que nos hospedaría por las siguientes cuatro noches. Y justo frente al enorme símbolo del euro, que marca la entrada a la torre del Banco Central Europeo, apareció él. Después de un trabajo de oficina, como si fuera un trabajo cualquiera. Un trabajo como traductor en el banco que controla toda la eurozona y las divisas internacionales.

    Alex se comportó de forma muy afable desde nuestro arribo. Camino a casa comenzamos a platicar y conocer un poco más de nosotros, algo imprescindible para todos los que busquen hacer Couchsurfing.
    Londinense de nacimiento, judío de familia; una de muchas que había huido en la Segunda Guerra Mundial. Hablaba un español perfecto, con un notable acento de España, además de francés, griego y tailandés, sin mencionar su inglés británico. Había trabajado trece años para el Banco Central Europeo y había hecho de Frankfurt su residencia actual, aunque constantemente viajaba a Tailandia para dar clases de inglés.
    Una historia mucho más larga de la que Jacob o yo podíamos contar.   Y si bien no era alemán, ni Alemania era su país favorito, gracias a él conoceríamos lo mejor de la ciudad, empezando por su adorable apartamento.
    Un moderno edificio a orillas del río Main, que cruza la ciudad de este a oeste, alojaba su apartamento de unos 60 metros cuadrados. Piso de madera perfectamente barnizado, suaves alfombras sobre las que estaba prohibido caminar con zapatos. Dos cuartos luminosos con camas y cobertores calientes, un baño amplio; una cocina completa en acero inoxidable con vajilla nueva y una isla para preparar la comida. Y una sala comedor enorme con vista a la rivera del río y los edificios de la ciudad.

    Aquello era mucho más de lo que Jacob y yo habíamos esperado. Y como muestra de agradecimiento hicimos la cena para tres: un buen estofado de pollo como solíamos hacer en casa.

    Para la siguiente mañana Alex nos dejaría las llaves de su casa, pues normalmente regresaría tarde de la oficina. Mientras tanto Jacob y yo recorreríamos la fría ciudad de Frankfurt.

    Una espesa niebla cubría casi todo el horizonte. Aunque se acercaba el mediodía, el clima era verdaderamente helado. Unos cero grados y un viento proveniente del río que calaba los huesos hasta lo más profundo. Para dos chicos de la costa del Golfo de México que nunca habían visto la nieve eso era demasiado.

    Me sorprendía ver, incluso, cómo la gente corría para hacer sus ejercicios matutinos, sin importar las bajas temperaturas y la constante neblina que opacaba la vista. Pero a todo se acostumbra uno, supongo.   
    Frankfurt es una ciudad antigua que existe, incluso, desde antes de que los romanos se apoderaran de estas tierras. Personajes como Carlomagno vivieron aquí por mucho tiempo.
    Sin embargo, sería el Sacro Imperio Romano Germánico quien le daría por varios siglos su identidad como futura ciudad del Imperio Alemán.
    Pero esto es algo que no se sabe a simple vista. Caminar por Frankfurt no tiene nada parecido a caminar por una villa medieval o a través de castillos imperiales o renacentistas. Caminar por Frankfurt es nadar entre los ríos de acero de la capital financiera de una Alemania ultramoderna.
    Y todo ello tiene una lógica explicación: la Segunda Guerra Mundial.
    Lamentablemente hablar de Alemania a comienzos del siglo XXI es hablar de un país que hasta hace 25 años estaba divido por las potencias mundiales a causa de la guerra más mortífera que haya vivido el planeta.
    Muchas de las grandes ciudades alemanas fueron destruidas por los bombarderos aliados hacia 1944 y 1945. Entre ellas Frankfurt.
    Aunque los vestigios originales y el patrimonio arquitectónico se perdieron casi por completo, con los años se logró reconstruir algunas de las principales estructuras simbólicas de la ciudad.
    Una de las que se logró mantener en pie fue la Iglesia de San Pablo, lugar donde nació el primer parlamento alemán libremente elegido, tras la diseminación del Sacro Imperio Romano.

    Todo esto pudimos aprenderlo en el Museo de Historia de Frankfurt, que con entrada gratuita por ser residentes europeos nos mostró un lado que no conocíamos de la gran metrópoli.
    En su interior, una antigua maqueta es el único recuerdo de cómo lucía la ciudad antes de su destrucción.

    Tras sumergirnos un poco en su historia, seguimos caminando por las calles del centro, para disfrutar una vez más de lo que más nos había enamorado de Alemania: el mercado navideño.

    Como toda buena ciudad alemana, el mercado navideño de diciembre no podía faltar en una urbe como Frankfurt. Heidelberg nos había enseñado un mercado un tanto menos turístico y mucho más tradicional. Ahora tocaba el turno de un mercado más grande, caro y ostentoso.
    La plaza central de Frankfurt alojaba a este encantador laberinto de pasillos de ensueño, la llamada Plaza Römer.

    Se trata de un grupo de viviendas de puro y típico estilo arquitectónico alemán que fueron bombardeadas por los ingleses en la guerra.

    Desde los años ochenta se reconstruyó hasta en el más mínimo detalle el conjunto entero de casas, que hoy dan una idea bastante real de cómo lucía la ciudad antes de los años 40s.

    Las ventanas altas, los barrotes de madera en colores ocre, los tejados en “V”, las puntas góticas y las fachadas cuadradas como pixeles digitales. Era una forma de imaginarse a un pueblo alemán; pero definitivamente no a Frankfurt.
    Y entre aquellas bellas fachadas nos encontramos nuevamente con una navidad adelantada.

    Puestos llenos de chocolates, caramelos, café, té, bombones, galletas, pretzels, bizcochos y todo lo necesario para transportarse a un pequeño cuento en una alejada villa nevada del polo norte.

    Las risas de los pequeños, todos bien abrigados por sus madres, se escuchaban una y otra vez a cada vuelta del carrusel y de los juegos mecánicos que los divertían entre la multitud.
    Esta vez cada figurilla de colección y cada bocadillo en las vitrinas costaban algunos céntimos más que en Heidelberg. Algo normal si pensamos en la proporción de turistas que visitan ambas ciudades.

    Pero no nos importaba. Y si bien ya habíamos probado muchas cosas en Heidelberg, no podíamos resistirnos a aquel platillo que nos enamoró: las salchichas bratwurst.
    Como dije anteriormente, son un tipo de salchichas a la parrilla con unos centímetros más de longitud que las que conocemos normalmente (al menos en países como México). Y como es costumbre, servidas en un pan de bolillo con cebolla asada.

    Mirar atentamente al montón de salchichas y embutidos sobre la parrilla circular que da vueltas sobre la lumbre de leña era realmente reconfortante. Y no solamente por lo apetitoso de su olor para todos los carnívoros, sino también por el calor que emanaba del centro y que compensaba la helada temperatura de nuestros cuerpos expuestos al extremo clima de Frankfurt.
    Tras nuestro obligado bocadillo alemán caminamos un poco más al norte, hasta la famosa calle Zeil, andador peatonal famoso por ser un enorme corredor comercial.
    Aunque no deseábamos comprar nada en especial, la calle guarda un bonito secreto en los edificios que lo rodean, especialmente en el centro comercial MyZeil.
    En el último piso hay una terraza abierta al público, donde también se puede tomar un café y comer algún entremés. Y es desde allí donde se tiene una de las mejores vistas del skyline de Frankfurt, uno de los más grandes y modernos de Europa.

    Frankfurt es bien conocida por ser el principal centro financiero de Alemania. Es sede de múltiples empresas trasnacionales, de uno de los aeropuertos con mayor tráfico del mundo, y ni se diga del Banco Central Europeo, desde donde se controla buena parte del movimiento de divisas mundial.
    Frankfurt es la viva muestra del llamado milagro económico alemán, que logró resucitar a una Alemania destruida por dos guerras mundiales en el mismo siglo.
    A pesar de su destrucción, la ciudad se levantó. Y como parte de la República Federal Alemana, de la que casi fue capital, supo poner en pie la economía de un país dividido por más de 30 años por un simbólico muro hecho por las potencias mundiales que hoy son sus amigas.

    Aquella selva de metal representaba a mis ojos, no solo una capital macroeconómica de Europa, sino el poder de un pueblo reminiscente que supo dejar el pasado atrás.
    Es seguro decir que al caminar por las calles de Frankfurt Jacob y yo no podíamos entender ni una sola palabra de lo que escuchábamos,   aunque Jacob había tomado ya algunas clases de alemán.
    Pero aunque el idioma nos era ajeno, la calidez del pueblo nos hizo sentir verdaderamente como en casa.  

    Quizá fue el espíritu navideño, quizá fue el calor humano en la multitud. Quizá fue que todos estaban de buen humor o que todos querían que consumiéramos algo. Pero los alemanes resultaron ser todo lo contrario a lo que me habían hecho creer en casa: que eran fríos, serios y no les gustaba el contacto humano (una imagen, quizá, proveniente de los nazis).
    El cielo gris y las estructuras de metal que denotaban una frialdad extrema en el paisaje nos hacían regocijarnos entre una multitud tan afable y hospitalaria, de la que no queríamos apartarnos.

    Hacia las 4 de la tarde caminamos de vuelta al río, perdiéndonos entre la altura de los edificios del centro financiero.

    Al volver a la calle Zeil, el cielo cambió en cuestión de unos pocos minutos.
    De un momento a otro las nubes parecieron alejarse, mientras el sol seguía sin aparecer frente a nosotros. Pero su ausencia era poco notable al pintar la ciudad con un hermoso atardecer.

    Las esferas en el medio del paseo peatonal contrastaban la viveza con la que el cielo se tornaba. Y esa misma calle nos llevó hasta el incomparable Teatro de la Ópera.

    Una joya arquitectónica neoclásica que denota los mejores momentos del arte alemán se iluminó de repente con un rosado intenso, mientras las luces del alumbrado público comenzaban a encenderse.

    Los faroles a sus pies parecían candelabros que invitaban a una cena romántica en la plaza, frente a un espectacular paisaje.

    Una fuente de luces azules bailando al compás del ocaso e iluminando el centro de un cielo que se ocultaba poco a poco tras los modernos edificios.

    Filas de árboles escasos de follaje que parecían pedir a gritos los copos de nieve, que poco les faltaba para caer sobre toda la ciudad.

    Cada pincelada rosa y naranja que hacía parecer de todo un fresco de óleo sobre tela me hizo entender por qué siempre vinculaban los atardeceres con el amor. Quizá eso era el amor, pasearse por una ciudad en el extranjero sin ningún otro deseo que estar allí parado, contemplándolo todo.

    El bullicio de la gran ciudad pareció esfumarse mientras el ocaso llegaba a su fin, y dejaba a la vista solo los pequeños puntos luminosos de cada ventana de su skyline, mientras los árboles pasaban a ser solo siluetas laberínticas que se posaban como arañas negras sobre el lienzo.

    El elegante esbozo de los rascacielos encendiendo el cielo nocturno hizo de mi primera noche en Frankfurt algo maravilloso. Una vista que jamás olvidaría. Y al volver al apartamento de Alex me llevaría una gran sorpresa que tampoco podría sacar de mi mente.

    Al llegar de la oficina le preguntamos: “¿cómo te fue?”. “Renuncié”, contestó. “¡¿Renunciaste?!”. “Sí”, replicó. ¿Renunciar a un trabajo en Alemania? ¿Renunciar al Banco Central Europeo después de trece años allí, de la noche a la mañana? ¿Renunciar a la sede de uno de los bancos más poderoso del mundo? Eso era algo que definitivamente no se veía todos los días.
    Pero él no estaba contento. Era algo que pocos podrían entender. Ni el mejor salario, ni el mejor país, ni el mejor apartamento ni todo el dinero del mundo son capaces de comprar la felicidad. Claro que ayudan mucho, pero la vida no gira en torno a ello.
    Para Alex, los europeos vivían para trabajar. Su vida se había tornado un tornado de capitalismo que daba las mismas vueltas a su vida, especialmente cuando trabajas para un banco, donde el dinero lo es todo.
    Dentro de algunos años recibiría su jubilación, rentaría su apartamento en Frankfurt y se mudaría a Tailandia para enseñar inglés (donde el día de hoy vive). Sin duda, aquella era una lección para mí y para mi futuro: asegurarme de que me sienta feliz con lo que hago, dejando a un lado el dinero por un momento.
    A la siguiente mañana Alex decidió mostrarnos un poco de lo más desconocido y bello que tiene Frankfurt.
    Como en toda ciudad, existen rincones muy poco frecuentados por los turistas, uno de ellos es el parque botánico chino.

    Aunque la verdad es de esperarse que casi cualquier gran capital posea un barrio chino, debido a la enorme cantidad de emigración del país más poblado del mundo, un jardín chino nunca deja de ser atractivo.

    Las estatuas de leones míticos en su entrada, las fachadas con arcos puntiagudos, pequeños puentes de madera, kioscos, estanques repletos de hojarasca y sauces llorones japoneses que se resistían a perder su follaje ante el asomo del invierno.

    En el camino nos topamos con una imagen poco encantadora, pero lamentablemente bastante normal en las ciudades alemanas: un homenaje a los judíos muertos en el barrio judío de Frankfurt.

    Un conjunto de placas en la acera anunciaba los nombres de los judíos, su año de nacimiento y el año y lugar de su deceso, cuando este se conocía. La mayoría, por supuesto, caídos en los campos de concentración nazis.
    Esto era algo a lo que debíamos acostumbrarnos al caminar por las calles de Europa, especialmente en los países que formaron parte del Tercer Reich.
    Llegamos un poco más al este de la ciudad, donde las zonas residenciales comunes y corrientes de Frankfurt se encontraban. Y allí, los mercados no eran turísticos, y los precios para nosotros eran mucho más asequibles.

    Y no dudamos en comer un pretzel para disfrutar mejor de nuestro paseo vespertino.

    Algo curioso con lo que me topé fue una gran vitrina llena de libros en el medio de la acera. Su objetivo era ser una biblioteca cambiante. Así, cada persona podía tomar un libro, siempre con la condición de dejar otro dentro. Una excelente forma de promover la lectura.

    Entramos a un supermercado para comprar algunas cosas para la cena. Y, como ya me venía acostumbrando, encontré la zona mexicana, llena de productos que tenían todo menos ingredientes mexicanos reales.

    Un kit de enchiladas, tortillas mexicanas, un paquete de fajitas y otro para hacer tacos.

    De tan solo mirarlos me daba un paro cardiaco, y aunque Jacob insistía en que probáramos alguno, después de haber comido guacamole directo de un frasco prometí no volver a traicionar mis raíces.
    Y si se lo preguntan, ningún mexicano compra tortillas de maíz, enchiladas ni tacos en una bolsa de plástico. ¡Jamás!

    Volvimos por el centro de la ciudad, cruzando nuevamente la Plaza Römer para visitar una última vez el mercado navideño más hermoso que habíamos visto.

    Parecía que no había forma de aburrirnos en un festejo como aquel. Los bocadillos eran interminables y los ángulos para fotografiar eran infinitos.

    La Navidad estaba todavía lejos, pero no creía volver para aquellas fechas. Así que mi única opción era pretender que ya había llegado, aunque no había mucha necesidad.
    Terminamos la noche con Alex en un bar típico alemán, donde lo acompañamos con un jugo de manzana y luego con una buena cerveza de barril. En vista de que estaba cansado volvimos a casa con él. Pero Jacob y yo aún teníamos energía.

    Alex nos dijo que saliéramos sin ningún problema, y decidimos cruzar el río hacia el lado sur, en busca de un buen bar para pasar la noche.
    Nos metimos en el que parecía más animado, y nos dimos a la tarea de encontrar en el menú la mejor cerveza. Pero todo estaba en alemán.
    Nos acercamos a un par de chicos y preguntamos qué nos recomendaban beber. Entonces nos pidieron dos cervezas en la barra y nos hicieron brindar con ellos.  
    Cuando me preguntaron qué hacía en Frankfurt y cuántos años tenía, contesté: “En un minuto tendré 22 años. Estoy celebrando mi cumpleaños”.
    Acto seguido, ambos pidieron una ronda de shots de zambuca. “These are on us”, dijeron, indicando que nos invitaban como una buena bienvenida a Alemania.
    La noche siguió así, mientras los alemanes parecían no tener fondo. Perdí la cuenta del número de zambucas que me habían invitado. Pero no tenía importancia.
    La manera en que esos dos desconocidos nos trataron después de solo dos minutos de haber hablado con nosotros me mostró, una vez más, que los alemanes no tienen nada que ver con el estereotipo que vive en la mente de muchos mexicanos.

    La hospitalidad de todas las personas en Frankfurt y en Heidelberg me estaba dando uno de los mejores cumpleaños de mi vida, sino es que el mejor. Pero el día apenas había comenzado, literalmente. Así que nos fuimos a dormir para seguir celebrando a la siguiente mañana, tras darles las gracias al simpático par de alemanes que, al parecer, tendrían una gran resaca al llegar al trabajo. 
    Pueden ver el resto de las fotos en los siguientes álbumes:
  24. AlexMexico
    Algo muy común que pasa con los no europeos es que nuestra idea del viaje perfecto por Europa es siempre a bordo de un tren. Maravillosos paisajes, flexibilidad de horarios y acceso a los pueblos más recónditos del continente. Y hay mucha razón en ello. De verdad la hay.
    Pero hay algo más de lo que los viajeros muchas veces no somos conscientes: los precios de los billetes de tren no son baratos.   Además, Europa parece ser pequeño para los que venimos de países como México o Estados Unidos. Pero vamos, las distancias entre país y país van desde los pocos hasta los miles de kilómetros. Y recorrerlas en tren a veces no se adapta a nuestro tiempo si no disponemos de mucho.
    Y algo más que los novatos ignoramos es lo bajo de los costos a los que se puede conseguir un vuelo internacional en el Viejo Mundo. Todo gracias a las aerolíneas lowcost   
    Si no saben de qué hablo, échenle un vistazo a los siguientes sitios web:
    www.ryanair.com, www.easyjet.com, www.wizzair.com
    La búsqueda de vuelos es una tarea ardua para muchos viajeros primerizos que puede tornarse bastante aburrida. Pero no para alguien como yo. Especialmente cuando descubrí que mi cumpleaños (el 6 de diciembre) es el día de la Constitución española, y por tanto un día feriado para todos los estudiantes del país
    Con el aeropuerto de Santiago a pocos kilómetros de casa, mi roomie Jacob y yo sabíamos que escaparnos a cualquier parte de Europa era la opción perfecta para celebrar el puente vacacional. Pero con las reducidas opciones de destinos desde Galicia y con un presupuesto tan ajustado, nuestra mente colapsó   
    Pero un sitio web nos ayudaría en nuestra búsqueda. Su nombre es drungli.com.
    Se trata de una aplicación donde eliges el aeropuerto de salida y la fecha en la que viajas, y con el botón Take me anywhere, drungli entonces buscará los destinos más baratos entre todas las aerolíneas que operan en dicho aeropuerto.
    Sería así como conseguimos un vuelo redondo desde Santiago de Compostela hasta Frankfurt por tan solo 32 euros (sí, 580 pesos mexicanos en aquel entonces).   
    Alemania, ¿por qué no? Era casi invierno. La nieve comenzaría a caer. Salchichas, cerveza, chocolates… por un precio meramente ridículo. No veía una mejor manera de celebrar mi cumpleaños 22, lo que me llevó a comprar ambos tickets sin titubeo alguno.   
    Y si hasta entonces Jacob y yo habíamos estado alojando viajeros en nuestro apartamento y habíamos conseguido referencias en Couchsurfing (véase www.couchsurfing.com para más información) era precisamente para poder buscar un host en un momento como este. Nunca había utilizado Couchsurfing como surfer (huésped). Pero siempre hay una primera vez.   
    Con la invitación de Alex (un inglés que nos alojaría en Frankfurt) y con el vuelo pagado, no había más que hacer maletas y partir al norte. Pero todo lo barato tiene su precio.
    Nuestro primer inconveniente fue tener que faltar a clase y Jacob a su trabajo. El vuelo disponible era del 3 al 8 de diciembre, y cambiarlo representaba un alto costo extra. Así que un frío martes por la mañana (el puente comenzaba el jueves) partimos en nuestro vuelo con Ryanair, la aerolínea más barata en toda Europa.

    La compañía trabaja muy bien a pesar de todo. Muchos le adhieren una mala fama por sus precios extremadamente absurdos. Pero Ryanair tiene sus reglas, y no ofrece lugar en la cabina de equipaje ni comidas a bordo a los pasajeros que no estén dispuestos a pagar algunos euros más por los servicios.
    Después de unas dos horas en el aire llegamos a Frankfurt. Y he ahí nuestro segundo inconveniente: Ryanair no opera en el aeropuerto de Frankfurt am Main (el aeropuerto oficial de la ciudad). Ryanair solo opera en el aeropuerto de Frankfurt-Hahn, una antigua base aérea bastante alejada de la ciudad. Y con bastante me refiero a unos 120 km al oeste.   Así que básicamente nuestro vuelo no llegaba a Frankfurt, sino a algún punto del occidente alemán, prácticamente en el medio de la nada.  
    Afortunadamente Jacob se había percatado de ello antes de nuestro arribo, y gestionó la mejor forma de optimizar nuestro viaje. El aeropuerto está bien conectado por bus con varias ciudades aledañas, incluyendo Luxemburgo, Colonia, Dusseldorf y Frankfurt.
    Para ser sinceros, no es que Frankfurt nos llamase tanto la atención. Fue solo que cogimos un vuelo demasiado barato.   Cinco días en la capital financiera de Alemania podía incluso ser mucho. Así que podríamos aprovechar el tiempo dirigiéndonos a una de sus ciudades cercanas.
    Y perdido en el mapa Jacob se topó con Heidelberg, un pequeño punto 90 km al sur de Frankfurt del que no sabíamos absolutamente nada.   
    Parecía ser una ciudad atractiva. Más modesta y pequeña que su hermana del norte. Sin grandes edificios y con un castillo. Y si queríamos sumergirnos en el espíritu alemán quizá valdría la pena ver sus dos caras. La moderna y la tradicional.   
    En menos de un día Jacob nos consiguió alojo con un chico que rentaba un dormitorio en una residencia universitaria. Y en vista de nuestro nuevo plan, aplazamos nuestra llegada a Frankfurt para el miércoles por la noche, y nos quedaba aguardar por el autobús a Heidelberg.
    Realmente no hay mucho que hacer en un aeropuerto como el de Frankfurt-Hahn. Nuestro bus partía cerca de las 5:30. Y para matar el tiempo (omitiendo nuestra saludable comida en McDonald’s) decidimos recorrer un poco los alrededores.
    Mi más grande sorpresa fue ver lo rápido que oscurecía en Alemania en el horario de invierno. Apenas darían las 5 y el sol se había esfumado por completo. En verdad parecía que había llegado la hora de dormir.
    Pero no para mí. Así que caminé al vecindario más cercano para calentar un poco mis piernas (la temperatura descendía a unos dos grados para entonces).

    Paseando por los alrededores del aeropuerto Frankfurt-Hahn
    La larga espera de casi tres horas acabó cuando un gran grupo de personas abordamos el bus. Y en unas dos horas estábamos en Heidelberg.
    Jacob había recibido las indicaciones de Julian, nuestro couch, para dar con su casa. Caminamos a la parte posterior de la estación de bus y continuamos al oeste, a lo largo de una carretera que parecía bastante desolada.   
    Ninguna casa aparecía por aquel rumbo. Solo edificios industriales, talleres automotrices y alguna que otra tienda. Pero era precisamente uno de esos edificios el que habían convertido, creativamente, en una residencia estudiantil.
    Como si fuesen antiguas oficinas, dos de las tres plantas del inmueble estaban habilitadas como dormitorios, baños comunales y cocinas para los estudiantes. Y Julian estaba allí, aguardando por nosotros. Nos dio la bienvenida a la peculiar fraternidad. Para ser mi primera experiencia como couchsurfer parecía que iba a ser bastante interesante.   
    Si bien la noche parecía ya bien entrada, eran apenas las 8 p.m. Habíamos dormido en el avión y en el bus, y realmente no sentíamos sueño. Así que Julian nos ofreció dos de sus múltiples bicicletas para recorrer a gusto la ciudad.
    La cantidad de bicicletas en el bici-parking era realmente abrumadora, y denotaba el modo sustentable en el que los alemanes han decidido vivir. Por supuesto, decidimos aceptar la oferta.   
    Era difícil manejar con mi cuerpo congelándose. Casi bajábamos de los cero grados y apenas y sentía mis dedos bajo el guante. Hundía mi boca y nariz dentro de mi bufanda para poder calentarme con mi propio aliento. De verdad no estaba acostumbrado a aquel tipo de clima invernal.   
    Aparcamos las bicicletas junto a una pequeña galería y nos dirigimos a las calles del centro histórico.

    La Navidad parecía haber llegado, pero a esa hora las calles lucían poco más que desiertas. La mayoría de las tiendas y restaurantes habían cerrado ya sus puertas, y no había mucho que hacer.

    Desde el centro pudimos advertir dos de los grandes íconos de la ciudad: su puente antiguo y el Palacio de Heidelberg. Aunque para ambos sería mejor aguardar hasta la mañana para visitarlos como se merece.

    Así que rendidos, nos metimos al primer bar que encontramos y pedimos la cerveza que la mayoría tomaba: Astra, de origen alemán por supuesto.

    Luego de brindar por nuestro improvisado viaje volvimos a la residencia y descansamos para el siguiente día.
    Heidelberg es una ciudad con apenas 140 000 habitantes, por lo que su mancha urbana no es muy extensa. Julian vivía a unos 3 km del centro histórico, y tomar un tranvía fue la forma más rápida de llegar.

    La zona vieja de la metrópoli está repleta de antiguas casonas de varios metros cuadrados de superficie, la mayoría de estilos barrocos con algunos de los distintivos alemanes más conocidos.

    La mañana era bastante fresca y la gente parecía destinar el día a sus labores más cotidianas. A pesar de la alta demanda de turistas que Heidelberg suele recibir, como una de las ciudades más viejas del país, el frío otoño parece no ser la temporada favorita. Lo cual era una ventaja para nosotros.  
    Antes de adentrarnos en el centro nos dirigimos directamente a la punta este de la ciudad, pasando por corredores orillados por hermosas construcciones. Grandes viviendas con fachada de madera, iglesias góticas de órdenes luteranas. Nada parecido a lo que podía ver en México ni en España.

    La razón de nuestra visita al extremo oriental de la urbe era visitar su principal joya, el Palacio de Heldelberg, la construcción, quizá, más antigua de todas.

    Jacob junto al Palacio de Heidelberg
    Se tiene pensado que esta fortaleza existe desde los tiempos en que los celtas dominaban esta zona de Europa Central. Mientras los pueblos germánicos expulsaban a los romanos, se apoderaron de las ruinas de sus construcciones.
    A pesar de su origen medieval, su fachada actual data del Renacimiento, cuando se hicieron las mayores modificaciones a su estructura.

    Si bien las diferentes guerras sostenidas a lo largo del tiempo y algunos desastres naturales redujeron su esplendor a solo ruinas, se tiene el registro de que el Palacio de Heidelberg fue uno de los más monumentales castillos del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico,   estado antecesor de la actual República Alemana.
    El alcázar se encuentra en una hermosa área boscosa en lo alto de un monte, a unos 80 metros de altura en relación con el resto de la ciudad, y caminar entre ella era como estar en un antiguo cuento del Medievo.   

    En su exterior, del lado oriente, unos extensos senderos y jardines conducen a la punta de la ladera del Königstuhl, la colina que domina la ciudad.

    Desde ahí tuvimos vistas increíbles de la cara lateral del palacio y del centro de Heidelberg.

    Lo que la neblina de aquella fría mañana nos dejaba admirar era simplemente magnífico. Era tal y como había imaginado a una antigua villa alemana renacentista. En un valle, a la orilla de un río, con su campanario sobresaliendo de los tejados en V y su puente de piedra que conectaba ambas partes.

    Era como viajar en el tiempo de vuelta al siglo XV.

    Bajamos de la colina para dar un paseo por el centro histórico de Heidelberg, esta vez con toda la actividad del mediodía y con la luz del sol (aunque fuese ocultada por el espesor de la niebla).
    Una mágica sorpresa que Alemania tenía preparada para mí eran los mercados navideños que tienen lugar cada diciembre.
    Si bien Alemania no es precisamente el origen del personaje de Santa Claus, Papá Noel, San Nicolás o como se le conozca en cada país, la mercadotecnia moderna ha dibujado su mítica figura en pequeños pueblos nevados de tejados de madera y arquitectura germánica. Y era imposible no sentirse en una de esas villas de ensueño caminando entre las calles de una Heidelberg decembrina.   

    Los mercados navideños consisten en stands comerciales y publicitarios posados en las plazas centrales de la ciudad. Por supuesto, cada uno decorado con la temática navideña de costumbre.

    Osos, renos, pingüinos y el infaltable Santa Claus adornaban las fachadas de cada kiosco donde se ofrecían todo tipo de productos y servicios que la época ameritaba.
    Una pista de patinaje sobre hielo, chocolate caliente, café, caramelos, figurillas de colección, esferas, bolsas de regalo, y hasta cerveza de barril.   

    La temperatura oscilaba los cero grados, pero la hospitalidad del pueblo alemán que gritaba y cantaba en aquel encantador mercado me hacía sentir más cálido que nunca.  
    Un paseo por la Karlsplatz y la calle Hauptstrasse fue para mí, prácticamente, vivir por un instante en un cuento de navidad.   

    La cantidad de productos alemanes a la venta era realmente vasta. Los apetitosos quesos, los barriles de cerveza, las butterschneeballen (bolas de nieve de mantequilla) y demás postres locales con nombres sumamente extensos y difíciles de pronunciar relucían en las vitrinas y aparadores de cada tienda. Pero un mercado de navidad es la ocasión perfecta para sacar provecho de los visitantes. Y, por supuesto, los precios suelen ser más altos.   

    Entre tantos productos y souvenirs disponibles sabía que debía comprar de forma estratégica. Gastar lo menos posible y disfrutar lo máximo.
    La elección para mi desayuno fue un gofre con crema batida y un chocolate caliente. Sencillo, barato, calórico y europeo.   

    Llegamos a la Marktplatz, la plaza central de Heidelberg, ubicada justo al lado de la antigua catedral.

    La Heiliggeistkirche, o Iglesia del Espíritu Santo, es una capilla de origen medieval y, como la mayoría de las iglesias postluteranas de Alemania, de estilo gótico. Después de calentar nuestra temperatura corporal un poco en su cálido interior, Jacob y yo seguimos nuestro recorrido hacia la segunda efigie de la ciudad.
    El puente antiguo, formalmente nombrado Puente de Carlos Teodoro en honor al príncipe que lo mandó a construir, es una de las postales más famosas de Heidelberg.

    En el lado sur de la rivera del río Neckar, que divide a la ciudad en dos, se alza una hermosa puerta custodiada por dos torres, misma que iconiza la totalidad del puente.
    Lo más maravilloso no fue caminar por su superficie de rocas, sino las estupendas vistas que desde allí se ofrecían.

    El imponente castillo sobre lo alto de todo el centro histórico, y a su vez dominado por la nubosidad del bosque a sus espaldas.

    Unas calles más al oriente la urbe parecía tocar su fin. Pero nuestra vista se dirigía siempre hacia el lado sur del río, donde se formaba un cuadro perfecto entre la torre del puente y el campanario de la catedral.   

    El puente de rojizas paredes llevaba a una zona un poco despoblada al pie de una gran colina arbolada, desde donde aprovechamos los mejores ángulos para fotografiar a la desconocida Heidelberg.

    Cuando el hambre volvió a nosotros, caminamos de regreso a la Marktplatz, en busca del mejor platillo alemán para nuestro estómago.
    Si pensaba en qué debía probar estando en Alemania, la primera respuesta para mí y para muchos era evidente: salchichas y cerveza.

    Pero la elección no era nada fácil. Por supuesto que la cerveza más barata a consumir era la de barril que ofrecían en todos los stands. Pero, ¿qué había de las salchichas?
    Con una oferta tan grande me dejé guiar por mi instinto. Y mi olfato me llevó hasta las salchichas bratwurst.
    Si bien el término bratwurst abarca una gama entera de embutidos alemanes, las bratwurst han devenido en un platillo célebre por lo fácil de su consumo. No hace falta estar sentado; no hace falta usar un plato. Sólo se necesita hambre y un buen estómago para digerir la carne de cerdo.   

    Las Rostbratwurst son, específicamente, las salchichas preparadas a la parrilla. Y es común comerlas en un pan (que me recordó al bolillo) acompañadas por papas fritas o chucrut. Yo en lo personal quise comerla al natural.
    A partir de entonces haría oficial mi adicción a las salchichas bratwurst, y no podría dejar de comerlas en toda mi estancia en Alemania, además de buscarlas hasta en los rincones más escondidos de España, México o cualquier país donde me encontrase.   

    Como postre no hubo nada mejor que un chocolate, también bastante típico alemán.   Es gracioso saber que ingredientes como el cacao y la vainilla provienen de las culturas mesoamericanas de México. Pero hay que aceptar que fueron los europeos, en especial los suizos, franceses y alemanes, quienes agregaron los ingredientes precisos para crear delicias como el chocolate con leche (vamos, los aztecas fumaban el cacao y lo preparaban con chile… no suena muy apetitoso, ¿o sí?)

    Antes de caer a la tentación y seguir comiendo salchichas y dulces,   dejamos el mercado para conocer la orilla del río y el resto del centro histórico.

    Nos topamos con viviendas flotantes, al estilo holandés, que se estacionaban justo al frente de las ostentosas y clásicas casonas junto al río Neckar.

    Las calles empedradas nos llevaron por barrios residenciales cada vez más bellos y detallados, que parecía que los balcones decorados y los tejados en V eran una obligación inmobiliaria.

    Nuestra andanza terminó de frente a un edificio administrativo de la Universidad de Heidelberg, nada más y nada menos que la universidad más antigua de toda Alemania.

    Esta es quizá la razón más poderosa por la que miles de jóvenes deciden mudarse a la ciudad para hacer sus carreras de licenciatura e ingeniería. Pero no cabe duda de todo lo mágico que Heidelberg puede albergar en cada uno de sus rincones.

    Historia, monumentos, arquitectura, naturaleza, paisajes, cerveza, salchichas y la Navidad.

    Heidelberg me había sorprendido en todas las medidas posibles. Para ser una ciudad que apenas y apareció en nuestro mapa y a la que dudamos en visitar o no, había valido completamente la pena.
    Ahora era tiempo de regresar por nuestras cosas a la residencia de Julian, de donde caminamos a la estación de bus para coger nuestro próximo destino: Frankfurt am Main.
    Pueden ver todas las fotos en los siguientes álbumes:
  25. AlexMexico
    Después de la primera y helada noche en Granada, tras un día entero de recorrer su centro histórico durante el Día de Todos los Santos (lo equivalente al Día de los Muertos en México) mi susto por planear escasamente el viaje en una temporada alta había pasado.
    Henar y Alex habían sido quienes me habían invitado, y con quienes había viajado desde Madrid. Mas poco sabían de la enorme lista de espera que genera visitar el principal atractivo de la ciudad, que resulta ser el más visitado de toda España. De tal suerte que arribamos a Granada sin boletos para acudir a la Alhambra, mientras la totalidad de la metrópoli se hallaba atestada de turistas por el puente vacacional
    Pero la fortuna nos sonrió, y un día antes conseguimos tres pases en un dispensador de una tienda local
    Así, me levanté en el que sería mi último día en la perla del sur español con todo el ánimo del mundo. Tomé una ducha y un ligero desayuno en el piso de Sergio (un primo de Henar que nos había dejado todo el apartamento a nuestra disposición).
    Pero Henar y Alex no parecían tener el mismo entusiasmo que yo Había olvidado por algunos minutos lo que para Henar significaba levantarse temprano  Aquello era casi sinónimo del ahorita mexicano (un periodo de tiempo prácticamente desconocido) que ella había conocido un año atrás.
    Ambas se habían desvelado charlando en el balcón, y las cálidas sábanas parecían no dejarlas mover un solo músculo
    Comenzaba a desesperar. Y es que la demanda turística es tan fuerte que el Patronato de la Alhambra controla a la perfección el acceso limitado de personas por día al monumento, con el fin de conservarlo en buen estado. De esta forma, el horario indicado en el boleto es el único horario en que se puede ingresar al recinto. Y si no estaba a las 10 a.m. en la entrada, jamás me perdonaría haber perdido mi oportunidad de verlo con mis propios ojos
    Así que Henar no quiso mentir, y me invitó a acudir yo solo, en vista de lo poco probable que era que con ellas llegase temprano Intentaría vender sus boletos a alguna pareja que encontrase y así recuperar algo del dinero.
    Y con mi cámara y tres tickets en mi mochila comencé a caminar rumbo al este de la ciudad. La mañana era soleada y parecía que Granada me ofrecería hermosos paisajes aquel día

    Caminando por Granada
    La Alhambra se emplaza en lo alto de una colina al oriente de la mancha urbana, justo al sur del distrito del Albaicín, desde donde un día antes había tenido perfectas vistas nocturnas del complejo

    Vista nocturna de la Alhambra desde el Sacromonte, Albaicín
    Y desde el Paseo de los Tristes, una hermosa avenida al pie del cerro donde me topé con un bailarín de flamenco, tomé un largo y empinado sendero cuesta arriba, que lleva directo hasta la Alhambra.

    Existen dos entradas para los visitantes, una libre y otra de paga. La libre permite acceder solamente a los pasillos exteriores y apreciar los monumentos desde fuera. Es por la de paga donde se permite el acceso a cada uno de los múltiples componentes del recinto.
    La Alhambra es una especie de ciudadela, llamada ciudad palatina. Esto quiere decir que, más allá de un solo palacio, es una ciudad en sí, con calles, bloques, edificios y una muralla que la rodea.
    Aunque se estima que en aquella colina se habían erigido ya algunas construcciones en tiempos de los romanos, fueron los musulmanes quienes dieron forma a este monumental Patrimonio de la Humanidad.
    La ciudad de Granada tiene una larga e interesante historia. Es una ciudad que ha sido habitada por numerosos grupos étnicos, desde los romanos y visigodos hasta los gitanos y pueblos cristianos. Pero es indudable la potencial presencia árabe que ha dado pie a buena parte de su identidad, misma que ha influido al resto de España y de todos los países hispanos.
    Tras la invasión de la península ibérica en manos de los moros, se creó el Emirato de Córdoba (posterior Califato de Córdoba) que finalmente se dividió en varios reinos islámicos llamados taifas después de una guerra civil. Uno de ellos fue el Reino de Granada, dominado desde el siglo XIII por la dinastía nazarí.
    Fue durante el Reino Nazarí, específicamente con su fundador, Muhammad I Al-Ahmar, que los sultanes deciden retomar las ruinas de esta vieja colina y erigir allí lo que sería su hogar por las próximas décadas. Y vaya hogar que se montaban aquellos reyes.
    En la punta sur de la ciudadela se halla el pabellón de acceso, bastante bien controlado por guardias de seguridad con un escáner automático, y donde se ofrece todo tipo de información turística. Allí conseguí que dos australianos pagaran 10 euros cada uno por los tickets que Henar y Alex no usaron (el precio normal fue de 14 euros).
    Y con un poco de plata restaurada ingresé primeramente a los jardines del Generalife.
    No es de extrañarse que con siete siglos de presencia en la península ibérica los musulmanes hayan creado espacios de recreo tan dignos como los mismos jardines ingleses o los aposentos de María Antonieta en Francia

    Entrada al Generalife
    Lo sorprendente es la delicadeza y el exquisito gusto que los mismos tenían en la temprana Edad Media. Y es que el Generalife como hacienda de esparcimiento fue mandado a construir a partir del siglo XII.
    Los sultanes nazaríes se creían más que merecedores de un simétrico y arbolado espacio donde pudiesen despejar sus mentes de las obligaciones que gobernar un reino implican. Y el Generalife, al este de la Alhambra, tenía todo para satisfacerlos

    Huertos, jardines ornamentales, patios, torres, edificios, fuentes, paseos cipreses… No es necesario ser miembro de la realiza para sentirse halagado con algo tan refinadamente confeccionado

    Y el pequeño laberinto vergel y fuentes que reciben al turista en el auditorio de ingreso no es lo más asombroso que el Generalife se tiene guardado. El acceso a la parte más alta del Palacio del Generalife, que aún se mantiene en pie, ofrece un primer acercamiento al recinto de la Alhambra.

    Vista desde el Palacio del Generalife
    Y más allá de este palacio los patios y jardines siguen apareciendo en lo alto de la colina, donde los restos arqueológicos sirven de miradores. Y su nombre, el mirador romántico, es simplemente la denominación perfecta

    Una magnífica vista del ala norte de la ciudadela, segunda parada tras descansar un poco los pies
    Volví al pabellón principal, donde una pequeña puerta medieval me dio el acceso al complejo de la Alhambra, totalmente bordeada por su antigua muralla.
    Los primeros metros al sur de la ciudadela están repletos de restos arqueológicos y pequeños jardines que nos dan una remota idea de cómo se constituía aquel lugar hace siete siglos.
    Pronto aparece el Convento de San Francisco, que hoy se ostenta como un Parador Turístico. Solía ser una casa andalusí, pero fue convertida en convento tras la Toma de Granada por los Reyes Católicos en 1492.

    Convento de San Francisco
    Más adelante me topé con una capilla, Santa María de la Alhambra. Algo curioso en ella fue descubrir un cuadro de la Virgen de Guadalupe en su interior (virgen mayormente venerada en México).

    Hasta ahora, la Alhambra no parecía ser el palacio árabe del que todos hablaban, con tantos elementos cristianos en su interior Pero debía comprender que aquel sitio dejó de ser meramente islámico hacía ya cinco siglos. Y el enorme Palacio de Carlos V también me lo comprobó.

    En la parte occidental la ciudadela se yergue este castillo de base cuadrada que denota una de las principales construcciones renacentistas de España.

    Palacio de Carlos V
    Claro está, fue mandado a construir por el Rey Carlos V para él y su esposa Isabel de Portugal. Su enclave en el centro de la Alhambra simbolizó el triunfo de la cristiandad sobre el islamismo, y cambió para siempre la configuración urbanística del recinto.
    Su fachada completamente renacentista contrasta con su interior que parece transportarnos a la época romana, con un gigantesco patio circular delimitado por columnas grecorromanas, de cuyas puertas parecía que habrían de salir leones de su jaula

    Hoy en su interior existe un Museo de Bellas Artes y una sala de exposiciones temporales.
    Detrás del palacio me topé con la excepcional figura de una puerta que, ahora sí, parecía ser árabe La Puerta del vino, así como el resto de sus hermanas, permitían el acceso a todo el complejo de la Alhambra en la antigüedad. Y caminar por sus exquisitamente talladas paredes es algo que no tiene ningún precio

    Fue momento entonces de dirigirme a la joya de la Alhambra: los Palacios Nazaríes.
    En la línea septentrional del complejo se mantienen todavía en pie (menos mal) algunos de los grandes palacios que fueron mandados a construir por los sultanes nazaríes como su residencia personal en el reino, además de haber servido como sede de la corte y funciones administrativas.
    Hay dos principales palacios construidos en distintas épocas: el Palacio de Comares y el Palacio de los Leones. El primero al que se puede acceder por la puerta de los jardines es el Palacio de Comares.

    Entrada a los Palacios Nazaríes
    Yusuf I fue el encargado de erigir este magnífico aposento, que me dio la bienvenida con una bella fachada bañada en oro en el llamado Cuarto Dorado.

    Fachada del Palacio de Comares
    Lo ostentoso de la arquitectura de los nazaríes no quedaba explayada del todo con esa detallada pared brillante. Al cruzarla pude acceder al delicioso y escultural Patio de los Arrayanes. ¿Qué tiene de peculiar? La alberca que se posa en medio.

    El agua fue un elemento importante que los arquitectos de la Alhambra siempre tomaron en cuenta a la hora de confeccionarla. Pero el reflejo de ese estanque bajo la Torre de Comares y los arrayanes plantados en sus orillas es simplemente mágico, y no por nada constituye quizá la fotografía más simbólica de la Alhambra
    La torre sirvió como un salón de embajadores adornada con frases del Corán y alabanzas a Dios. Pero un pequeño pasillo al extremo sur del patio comunica con el contiguo Palacio de los Leones, que sirvió de residencia a los sultanes.

    Pasillo al Palacio de los Leones
    Fue mandado a construir por Muhammad V, quien también quiso integrar la arquitectura con el agua, siendo la función de la famosa Fuente de los Leones repartir el agua a todo el palacio.

    Patio de los Leones
    Algo curioso de este patio es que la fuente es de las pocas esculturas de animales que existen en el arte islámico pues el Corán reprueba representar cualquier ser animado, de la misma forma en que se prohíbe representar a Mahoma.
    El patio se rodea de una galería repleta de bellas columnas de mármol decoradas hasta en su más mínimo detalle  

    Si para entonces pensaba que el arte barroco involucraba demasiados detalles en su arquitectura es porque no había sido testigo de lo elaborado que el arte islámico es

    Al lado norte del patio pudimos acceder a un hermoso mirador que pudo haber sido utilizado como tocador de la reina de Portugal. Fuese o no verdad, me dio maravillosas vistas del barrio del Albaicín.

    Y al oriente, el majestuoso Partal se dejó ver en lo alto de la montaña.

    Esta edificación fungió como residencia del sultán Yusuf III, y hoy conserva una maravillosa estructura al norte de la colina.

    Una alberca de espejo, un jardín ornamental, un palacio y una torre de vigilancia conforman otra hermosa postal de la Alhambra que contrasta mágicamente con el resto de las peculiares construcciones granadinas
    Mi última parada fue al oeste de la colina, en la Alcazaba, una de las construcciones más antiguas de la Alhambra.

    La Alcazaba fue la zona militar encargada del resguardo y defensa de la ciudadela y fue constituida a lo largo del siglo XI.

    Esta parte del complejo es la que más no recordaría al concepto típico de castillo europeo, como una alta fortaleza con una Torre del Homenaje en su punto más álgido.

    Es, sin embargo, desde la Torre de la Vela, la más occidental de todas, de donde se tienen vistas maravillosas del centro de Granada

    Centro de Granada, con su catedral
    Un cuarteto de banderas ondeaban en lo alto de la torre, poniendo en manifiesto la evolución que aquella vieja ciudad había vivido durante tantos siglos.

    De la bandera de Granada y de Andalucía hasta la bandera de España y de la Unión Europea, Granada es hoy lo que es gracias a los años de su magnífica y pluricultural historia, que la vuelven la capital perfecta para estudiantes y turistas que desean conocer en un mismo lugar lo que europeos, musulmanes y gitanos pueden ofrecer.
    Granada fue el último lugar de toda la península con presencia de musulmanes, y el año de su caída (1492, que coincide con la caída de Constantinopla) marca el final de toda una era, la Edad Media. A partir de aquí, se unificarían todos los reinos cristianos de lo que hoy es España en manos de los Reyes Católicos, daría comienzo la Era Moderna con el Renacimiento de las ciencias, las artes, el conocimiento y con las conquistas europeas del continente americano.
    Granada es todo un símbolo mundial que merece ser visitado. No solo para deleitarse entre sus callejuelas, sus tapas y su flamenco, sino para comprender lo que su historia y lo que su asombrosa Alhambra representan: la unión de las culturas y el principio y fin de toda una era.
    No había mejor manera de despedirme de Granada que fotografiándola desde su majestuosa Alhambra, a donde meses después el viento me llevaría de vuelta

    Pueden ver todas las fotos de Granada en estos álbumes:
     
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